El ocaso de un dios

En una entrevista concedida a la revista italiana Il Mulino, el constitucionalista, vaticanista y profesor de Derecho público comparado de la Universidad de Perugia Francesco Clementi explicaba a la perfección cuáles eran los poderes reales del secretario de Estado del Vaticano:

Los límites de la operatividad del secretario de Estado están estrictamente definidos por el mandato que recibe del papa y, obviamente, por su capacidad, dentro de este perímetro de acción, para llevar a cabo al máximo la voluntad del papa. En este sentido, es verdaderamente una relación de confianza de enorme responsabilidad, que se basa en la máxima atención, cuidado y defensa de las voluntades del Pontífice. En razón de ello, la discrecionalidad del papa en la elección o destitución del secretario de Estado es máxima; como su primer hombre de confianza y colaborador, el papa tiene todo el derecho de destituirle cuando quiera, libremente y de forma unilateral, es decir, sin involucrar a ningún sujeto, ni siquiera al Colegio Cardenalicio. El mejor sistema de pesos y contrapesos sigue siendo la capacidad (de la que un papa no debe ni puede carecer) para escuchar y reflexionar atentamente antes de decidir, con mayor razón si las decisiones papales van acompañadas por los consejos adecuados y desinteresados.

Lo cierto es que el martes 5 de junio de 2012, con el fin de acallar los constantes rumores sobre pugnas, luchas de poder y batallas intestinas entre cardenales, el secretario de Estado Bertone realizaba una declaración en el canal público italiano RAI1 con la que intentó mostrar una unidad en la que ya pocos creen. «No han sido días de división, sino de unidad y de fuerza en la fe y firme serenidad también en las decisiones», aseguró. El secretario de Estado tampoco perdió la oportunidad de atacar abiertamente a la prensa, el «mensajero» en el caso de Vatileaks, refiriéndose a «ataques instrumentalizados» y subrayando que, aunque siempre han existido, «esta vez, parece que los ataques son a veces más específicos, en ocasiones también más feroces, hirientes y organizados». Lo cierto es que en los días siguientes, ningún vaticanista avalaba las palabras de Bertone.

Al parecer, el sábado 16 de junio de 2012 Benedicto XVI decidía tomar las riendas de la crisis invitando a cinco cardenales a tomar café y pastas en su apartamento privado. El papa deseaba conocer su opinión sobre el escándalo Vatileaks, directamente y sin asesores ni interferencias de ningún tipo. Entre los cardenales convocados no se encontraba Tarcisio Bertone, su número dos y uno de los principales personajes de la polémica. Los vaticanistas comenzaron a realizar sus propias cábalas: la opinión unánime era que Joseph Ratzinger, en el interior de los muros vaticanos, ya no se fiaba de nada ni de nadie.

Los «cinco sabios» eran el italiano Camillo Ruini, antiguo vicario general de Roma, el canadiense Marc Ouellet, presidente de la Pontificia Comisión para Latinoamérica, el francés Jean-Louis Tauran, presidente de la Pontificia Comisión para el Diálogo Interreligioso, el australiano George Pell, y el eslovaco Jozef Tomko, presidente del Pontificio Comité para el Congreso Eucarístico Internacional y miembro del comité de investigación creado por orden de Benedicto XVI para descubrir todo sobre el caso Vatileaks.

Al principio, y en la más larga tradición vaticana, se decidió guardar sagrado silencio sobre el encuentro, pero, finalmente, el portavoz vaticano, Federico Lombardi, confirmó la reunión en la que Benedicto XVI compartió con los cinco cardenales «consideraciones y sugerencias para contribuir a restablecer el deseado clima de serenidad y confianza en el servicio de la curia romana». Tras hacerse público el encuentro, Tarcisio Bertone intentó vender «unidad y serenidad» en el interior de la Santa Sede, pero no cabe duda de que, desde hacía meses, en los despachos vaticanos no había ni unidad ni serenidad. Así, el mismo «topo» que habló con La Repubblica afirmó:

Siempre hay una pista económica. Siempre hay intereses económicos en la Santa Sede. Desde finales de 2009 e inicios de 2010, algunos importantes miembros del Colegio Cardenalicio han comenzado a percibir una pérdida importante de poder desde el control central [la Secretaría de Estado]. Esta pérdida de control comienza a darse principalmente cuando monseñor Viganò está metido de lleno en la recopilación de escándalos cometidos por los diferentes departamentos de la Santa Sede[115].

La Secretaría de Estado, con Tarcisio Bertone a la cabeza, descubrió que el papa Benedicto XVI se mantenía muy alejado de la política interna de la Santa Sede, y Bertone supo jugar esa carta. «Reconocer los casos denunciados por Viganò supondría al papa aceptar no solo el mal gobierno que él mismo está llevando a cabo dentro de la Santa Sede, sino también su progresivo alejamiento de las cuestiones internas vaticanas», aseguró el «topo» al rotativo italiano. Y siguió: «Los cardenales entienden así que el papa es débil y van a buscar la protección de Bertone. […] El papa entiende que debe protegerse y convoca a cinco personas de su confianza, cuatro hombres y una mujer, que son los llamados “relatores”, los agentes secretos de Benedicto». La mujer es la estratega, que, al parecer, podría tratarse de Ingrid Stampa, de la que hablamos en el capítulo 2. Después está quien materialmente recoge las pruebas; otro prepara el terreno y los otros dos permiten que todo sea posible.

En todo este asunto, el papel de estas personas ha sido el de informar al papa sobre quiénes eran amigos y quiénes enemigos, para poder así saber contra quién se debía luchar […]. Estos «agentes secretos» localizan canales y periodistas para filtrar los documentos, que salen del Vaticano a mano, burlando los sistemas de seguridad informática, impuestos por la Oficina de Cifra y por la Entidad, el Servicio de Inteligencia vaticano.

Pero la gota que colmó el vaso y que hizo que Benedicto XVI decidiera llevar a cabo una seria reforma en los órganos de gobierno de la Santa Sede sería la declaración del cardenal francés André Armand Vingt-Trois a Radio Notre Dame. A este cardenal conservador se le atribuye la autoría de la famosa homilía que el papa Benedicto XVI lanzó en su visita a Francia en septiembre de 2008. En aquella ocasión, el papa afirmó ante más de 250 000 fieles que «la codicia insaciable es una idolatría, el amor al dinero es la raíz de todos los males y que el afán de tener, de poder e incluso de saber desvían al hombre de Dios. […] El ídolo es un señuelo, pues desvía al hombre de la realidad para encadenarlo al reino de la apariencia. Pero ¿no es esta una tentación propia de nuestra época?».

El prestigioso arzobispo de París, en esta misma línea (hizo suya la frase de la candidata de extrema derecha a la Presidencia de Francia, Marine Le Pen: «Vivimos la religión del euro: no se discute con blasfemos»), afirmó en Radio Notre Dame: «Está claro que el papa ha sido traicionado en el ámbito más intimo». El purpurado francés llegó incluso a dar indicaciones sobre las actuales estructuras eclesiásticas de Roma: «La organización de la curia tiene muchos siglos y no todas sus funciones son apropiadas para las necesidades actuales de la Iglesia», y añadió:

Después del Concilio Vaticano II, el papa Pablo VI puso en marcha nuevos proyectos que solo se han llevado a cabo parcialmente; de la misma forma, Benedicto XVI creó un Consejo Pontificio para la Nueva Evangelización, para subrayar cuáles debían ser las prioridades de la Iglesia Universal. Pero el trabajo es arduo y largo, y la reforma interna todavía se tiene que llevar a cabo. Seguramente, se necesita una mayor flexibilidad a la hora de trabajar y de coordinar las decisiones. […] En cada pontificado se escuchan las tradicionales voces que anuncian la inminente reforma para hacer que funcione mejor la curia, pero sabemos que luego esto no es tan fácil de llevar a cabo.

Un amplio resumen de las palabras del cardenal Vingt-Trois fue enviado por el nuncio en París, monseñor Luigi Ventura, directamente al papa. Está ya claro, a día de hoy, que Benedicto XVI se tomó muy en serio las palabras del arzobispo de París.