(Personajes: El inspector de policía; la señora Warton, viuda; el doctor Mídelton, viejo; el ama de llaves; el barón Skuda, embajador; sir Beresford, gentleman; el chofer; el sirviente; la sirvienta; el relator).
RELATOR. —Vamos a ver quién envenenó al opulento señor Warton. Cayó muerto de golpe al tomar una copa de jerez. Se creyó se había envenenado él mismo con veronal, porque siempre tomaba veronal. Éste es el cuarto del señor Mídelton, el dueño de la casa, un médico que se dice «investigador». El matrimonio Warton vive en el piso de abajo, un piso de lujo. Estaban de fiesta allí, y el tipo se fue al otro mundo de un tirón. Pasó a mejor vida, como dicen, pero yo digo: ¿A mejor todavía? Allí está el señor Mídelton sentado con su perrito y al lado la señora. Ahí vienen el inspector Santiago y miss Betty, el ama de llaves.
AMA. —Ésta es la señora de Warton, ya la conocen, y éste es el doctor Mídelton, mi amo, a quien no conocen.
INSPECTOR. —Con permiso, doctor. Señora Alicia de Warton, dése presa en nombre de la ley por el asesinato de su esposo, don Amadeo Warton. Le prevengo que todo lo que diga desde ahora podrá ser usado en contra suya.
MÍDELTON. —Vaya con cuidado, inspector. Está equivocado.
BARÓN. —Sí, inspector, está equivocado. Yo eché el veneno en el vaso de Warton. He mandado a Scotland Yard una confesión jurada y firmada. No quiero condenen a una inocente. Pero ustedes no me pueden juzgar aquí, soy embajador de Suecia, tengo inmunidad diplomática, seré juzgado si acaso por mis pares en Estokolmo.
SIR BERESFORD. —No haga caso, comisario, éste es un locatelli. Está locamente enamorado desta mujer hace años y ahora quiere salvarla. Yo fui el que echó el veneno en el jerez de Warton. He mandado una confesión firmada y jurada a…
BARÓN. —Es él quien está locamente enamorado, molestando hace cinco años.
INSPECTOR. —Aquí hay demasiados asesinos para mi gusto.
MÍDELTON. —Y ninguno de los aquí presentes es el asesino.
BARÓN. —No le haga caso, inspector. Es un viejo excéntrico; todo Londres lo sabe: anda siempre con un perrito a las rastras y anda siempre en la luna.
SIR BERESFORD. —Ayer no más se dio un golpazo tremendo contra un poste. De puro distraído. Yo lo vi.
INSPECTOR. —Aquí hay un solo asesino, esta mujer de apariencia encantadora, que tuvo el motivo, la oportunidad y el veneno. ¿Ustedes dos de dónde van a sacar ácido prúsico? La capsulita de vidrio con ácido prúsico como para matar tres hombres se la dio este doctor Mídelton que es su amigo del alma y le ha dado ahora también por protegerla. De las dos «confesiones» de ustedes nos hemos reído en la comisaría. ¿Qué dice usted, doctor Mídelton?
MÍDELTON. —Siga, comisario. Va bien. Explique todo.
INSPECTOR. —Claro que los tres estuvieron abajo musiqueando y bailando, y los tres estuvieron en algún momento cerca del doctor Warton, que estaba adormilado en su sillón; pero…
SEÑORA WARTON. —Estoy perdida, Mídelton. Uno destos dos me ha perdido. Jamás debieran haber entrado aquí. Por mi gusto. Pero mi marido.
SIRVIENTE. —Ella no les daba bolilla, comisario. Se lo digo yo. Pero el marido como era senador, y éstos son, pitucones… El marido no le quería conceder el divorcio; pero ella quería irse a su casa.
SIRVIENTA. —Ella lo odiaba al senador Warton. ¡Pobre mi senador querido!
INSPECTOR. —Ahí está lo que yo digo: el motivo y la oportunidad: ella le sirvió la copa de jerez a su marido; al que ella creía su marido…
SIR BERESFORD. —¿Cómo? ¿Al que ella creía…?
INSPECTOR. —El senador Warton estaba casado de antes. Ésta no es su mujer. Su mujer legítima es la «patrona» de un burdel. Ayer la interrogamos.
SEÑORA WARTON. —¡Dios mío! ¡Qué horror! ¡Y ahora parece que yo lo maté! ¡Oh, doctor Mídelton, usté me conoce! ¡Yo no soy capaz! Dígaselo. Es horrible. (Se echa llorando en brazos del viejo).
MÍDELTON. —Calma, hija. Cinco minutos de calma y está todo resuelto. Cuéntele al comisario lo que me dijo a mí el jueves por la tarde, el día de la muerte…
SEÑORA WARTON. —Supe de golpe de dónde provenían los ingresos de mi marido. Vino esa mujer, esa que usted dijo, llamándose la señora de Dicky Warton y me contó todo. ¡Qué horror! Subí corriendo a consolarme aquí con el doctor mi amigo; pero él no me dio ninguna cápsula de veneno, se lo juro por Dios.
(La señora Warton se cubre el rostro con las manos).
CHOFER. —Arrendaba 10 casas de prostitución en Londres. Yo lo llevaba cada semana a cobrar el arriendo. Pasaban como inquilinatos y pensiones. Esa mujer, su mujer, regenteaba la principal. A mí me tenía agarrado, sabía que yo… sabía algo que yo hice hace mucho y que no se debe saber… Yo…
INSPECTOR. —También lo sabemos. Señora, ¿por qué se casó con él si lo odiaba?
SEÑORA WARTON. —Lo odié recién cuando supe era un malvado.
INSPECTOR. —¿Y cuándo lo supo?
SEÑORA WARTON. —A la semana de casado. Era homosexual y era… otra cosa que no importa y era mejor para mí…
INSPECTOR. —Ya caigo. Bien, caso concluido. El doctor Mídelton me acompañará, como cómplice antes y después del asesinato. El veneno proviene de su botiquín.
MÍDELTON. —Ciertamente. ¡Quieto, Fidel! El inspector no me va a hacer nada. Procede de mi botiquín, pero yo no se lo di a nadie. Me olvidé simplemente que estaba sobre mi mesita. ¡Pasaron tantas cosas! Vino el barón Skuda, vino el chofer, vino ésta llorando, vino el marido más tarde a pedirme una píldora para el insomnio. Me olvidé.
SIR BERESFORD (Iluminado de golpe). —¡Y el canalla confundió la cápsula con una píldora contra el insomnio! ¡Padecía de insomnio! ¡Andaba angustiado por el insomnio! ¡Hacía cuatro días que no dormía!
BARÓN. —No sea estúpido. ¿Cómo va a confundir? Lo que pasó es que quiso asesinar a su mujer, que se le quería escapar, ¡y confundió las copas!
CHOFER. —No sea estúpido. Había una sola copa. Lo que pasa es que se suicidó. La mala conciencia.
MÍDELTON. —Por ahí por ahí anda la cosa. Pero no dan en el clavo.
INSPECTOR. —¿Quién es el asesino según usté?
MÍDELTON. —El asesino no existe.
SIR BERESFORD. —Inspector, hágalo callar a este viejo estúpido que está estorbando.
INSPECTOR. —¡Se van ustedes dos ahora mismo de aquí, ustedes están estorbando, él está en su casa!
(Los dos se quedan).
MÍDELTON. —Ahora resulta que el único estúpido que hay aquí soy yo. Vamos a ver, chofer. ¿Ha visto usté esa cajita de plomo y esa cápsula? Muéstrele la cajita, comisario.
CHOFER. —Claro que sí. Se la traje yo del botiquín, creyendo que era la píldora lombrices para el perrito. Usted me maldijo diez veces diciendo era veneno. Usted la dejó sobre la mesita. ¿Ahora me van a culpar a mí?
MÍDELTON. —Calma. ¿Qué había junto a la cápsula?
CHOFER. —Había dos papelitos, uno en inglés que decía no sé que cosa y otro en no sé qué idioma. No es que yo sepa curiosear, pero los leí.
MÍDELTON. —La etiqueta en latín decía: Toxicum non est sumendum, o sea: Veneno, no hay que beber; y la otra, ¿qué decía?
CHOFER. —No recuerdo. Algo de Dios y los santos.
MÍDELTON. —Decía: «Dios dará a los suyos el descanso en el sueño». Es un trozo del Psalmo 17. Lo escribió el pobre judío alemán al cual le quité la cápsula porque quería suicidarse. Lo salvé al pobre. Ahora vive en la isla de Man. Pueden preguntarle si quieren.
INSPECTOR. —Y todo eso ¿qué tiene que ver? ¡Estamos perdiendo tiempo!
MÍDELTON. —No, inspector, está usted ganando tiempo. ¿Dónde encontró la cajita de plomo?
INSPECTOR. —Debajo de la cómoda, sin cápsula, sin veneno y sin papeles.
MÍDELTON. —La dejó Fidel mi cuzquito, que siempre anda jugando con cosas así. Póngamela sobre la mesita; y abra muy bien los ojos, más que yo. Fíjese. Ahora lo sujeto al cuzco. Ahora lo suelto y le hago una castañeta con los dedos. ¿Qué pasa?
(El cuzco ha saltado sobre la mesita, ha mordido la cajita y ha salido corriendo escaleras abajo. El ama y el chofer salen corriendo detrás de él).
MÍDELTON. —He ahí. Eso es lo que hizo el otro día, después que el senador se fue. Se fue muy enojado conmigo, porque no le quise dar ese somnífero Amictal, que ha salido ahora y es muy fuerte. En la escalera el perrito le pasó entre las piernas y él le dio una patada, Fidel aulló. Y el senador recogió la cajita.
INSPECTOR. —¿Y usted no lo vio, pedazo de estúpido?
MÍDELTON. —No, inspector, créalo o no. Lo vi después, con mis ojos internos. El senador recogió la cajita con la cápsula y los papeles y ¿qué leyó? Leyó el latín: «Veneno, no tomar»; y no lo entendió, porque ése casi ni inglés sabía. Leyó el inglés: «Dios dará a los suyos el descanso en el sueño»; creyó que era el Amictal y que yo se lo había escrito; y después mientras su mujer bailaba con sir Beresford…
BARÓN. —Conmigo bailaba…
SEÑORA WARTON. —Me obligaba él a bailar con estos dos posmas…
MÍDELTON. —Echó el contenido en el vaso de jerez, lo tomó de un trago y tomó el trago del infierno. ¿Quiere las pruebas, inspector? Los dientes del perrito están marcados en el plomo, la cajita está pegajosa de la baba del perrito, y en esa baba están las impresiones digitales del senador Warton. Hágala examinar.
SEÑORA WARTON. —Gracias, Dios mío.
CHOFER. —Se autosuicidó, como yo dije. Me alegro. Lo merecía.
INSPECTOR. —Queda libre, señora. Queda libre, doctor Mídelton. Y yo muy agradecido. Quedan libres los dos asesinos frustrados voluntarios. Doctor Mídelton, ¿me pasa por favor mi pluma fuente, que tengo que hacer mi protocolo?
MÍDELTON. —No puedo.
INSPECTOR. —¿Cómo no puede? ¡Está a su lado! ¿No la ve?
MÍDELTON. —No la veo. Soy ciego. Ciego de guerra.
INSPECTOR. —¿Usted es ciego?
MÍDELTON. —Sí, inspector. Los ciegos ven más que los estúpidos.
(Se quita las gafas negras).
INSPECTOR. —¡Ciego! No puedo creer a mis ojos.
MÍDELTON. —Nadie lo cree, inspector. Éstos son dos ojos de vidrio.