Entre el lector y el personaje — El autor no cuenta el cuento

Usted como lector, el Personaje viviendo el papel protagónico dentro de la trama, y yo bajo la responsabilidad de Autor, nos encontramos reunidos como siempre, inexorablemente, ante la incógnita de un argumento a develar. Pero esta vez vamos a cambiar las cosas: usted, señor lector, asumirá por esta vez el papel de Personaje, éste pasará a ser el Autor de un argumento, y yo me ubicaré en la cómoda butaca de Lector desde la cual criticaré el trabajo que realizan ustedes dos. Creo que el planteo es claro: desde trastocados planos los tres continuaremos atados a la trama; de modo que si les parece bien cortamos aquí mismo el prólogo, para que puedan ustedes comenzar a trabajar.

—Suba; suba por acá señor. No se sienta confundido, se lo ruego. Todo debe resultar muy sencillo para nosotros tres. Considere todo esto como el capricho de un autor declarado en huelga…

—Pero esto es absurdo; yo carezco de argumento y no me considero personaje.

—Se equivoca. Todos tenemos una trama y todos somos personajes protagónicos de nuestra propia vida.

—De acuerdo; pero hay cosas que no se pueden contar al público, digamos… literariamente.

—Bueno, para tales casos existe la ficción. Si usted lo acepta yo le proporcionaré un libreto. ¿Conforme?

—Al parecer, no me queda otro remedio.

—Entonces, desde este punto vamos a retomar el diálogo. Ubíquese en la recepción de gala que esta noche ofrece en sus salones el embajador de Filipinas. Viva usted mi personaje ya que renuncia al propio. Lo escuchamos.

«—¿Ha notado usted el feroz apego que le tienen a la vida aquellos que no creen en Dios? Eso dijo la esposa del diplomático hondureño, mientras jugueteaba con las perlas de su collar». ¿Era esto lo que usted quería, improvisado autor?

—¡Exacto! Prosiga exponiendo nomás conforme a la situación en que lo ubico. Hable con naturalidad y aplomo, tal como lo hacen los buenos personajes en escena.

«—La pregunta me tomó por sorpresa; realmente no supe qué responder en un primer momento. Por esas horas sentía yo en el cuerpo el tibio cosquilleo de cuatro whiskys bien tomados, y la dama debía andar por el tercero, de modo que nuestras lenguas comenzaron a caminar con graciosa agilidad por los más variados vericuetos. Resultaba divertido escuchar a la diplomática discurrir sobre temas tan dispares. Con tropical naturalidad saltaba en sus monólogos de Christian Dior a Santo Tomás, de Rubén Darío o Carlos V a Silvina Bullrich, o entretejía sus recuerdos de Mallorca con evocaciones de la Puna de Atacama. Toda aquella pintoresca charla transcurría mezclada con bombones y bocadillos de caviar, condecoradas pecheras, rutilantes joyas, y pechugas blancas de pavitas en bandejas de plata…».

—¡Corte ahí nomás! Resulta un poco larga esa descripción; aténgase más bien al tema que sugiere la pregunta de la diplomática hondureña. Continúe por favor.

—Me desagrada la derivación que toma luego el diálogo en su libreto. Resulta absurdo tener que recitar este papel de personaje ajeno; no lo siento; no me veo ubicado dentro de su trama.

—Ya se lo advertí al comienzo…

—¡Devuelva usted mi personalidad que yo de mil amores le restituiré la suya!

—Lo lamento mucho, querido señor; eso no me es posible concederle. Si yo traicionara en este punto al señor de la butaca… inexorablemente, moriríamos los dos; ahora él es el verdadero dueño de la situación. ¿No lo comprende?

—Lo único que yo comprendo es que ustedes dos me han hecho trepar a este argumento, poco menos que a empujones.

—Serénese. Continúe dialogando con la diplomática hondureña de acuerdo a mi libreto, o improvise: lo mismo da. Lo único que le ruego es que no se quede como un niño bobo parado y mudo, en medio de la fiesta filipina. Observe con disimulo hacia la butaca del Lector… ¡Mire cómo se sonríe burlonamente del papelón que estamos haciendo acá los dos! Prosiga, se lo ruego.

—Sigamos: «La dama comenzó ahora a contar la historia de un cónsul británico que conoció en Singapur y que por causas no muy claras enfermó de tedio, quedando al borde del suicidio. Es claro que luego continuó explicando la forma en que logró salvar al tedioso inglés, mediante la aplicación de una terapéutica asombrosa; partidas de bridge matizadas con cacerías por el bosque, y concursos de natación en la piscina del embajador. En tanto yo hacía esfuerzos inauditos para bostezar sin despegar los labios, ya que sabía que ésa era la suprema habilidad que debía practicarse en el mundo diplomático de hoy. De todos modos, había quedado flotando en el aire de la fiesta filipina la pregunta inicial de nuestro diálogo, pero la charla continuaba igual; ella con largos parrafones y yo con monosílabos cortísimos…». ¡No aguanto más este libreto! A este paso, el que terminará enfermándose de tedio seré yo, y no el inglés de la hondureña. ¡Esto se acabó! Prefiero contarles un hecho secreto de mi vida que sería, en cierto modo, una respuesta inconclusa a la pregunta inicial de la hondureña.

—No me opongo. Pero le advierto que si el Lector que tenemos en butaca se nos manda mudar… ¡el techo se nos vendrá encima! Adelante entonces con su historia.

—El hecho ocurrió un viernes. Para ser más exacto y prolijo, el primer viernes del pasado mes de marzo. Serían como las siete de la tarde. Había terminado el balance semanal de mis operaciones financieras y bursátiles. ¡Qué semana! Más de medio millón de pesos embolsados en menos de lo que canta un gallo. ¡Eso es manejar finanzas y mover los engranajes económicos en esté gran país! Y no me venga ahora usted con muecas despectivas ni gestos displicentes…

—Le sugiero estimado señor, por la seguridad de nosotros dos, y por respeto al señor de la butaca, que antes de proseguir su deshilvanada charla tenga la cortesía de identificarse.

—Considero que su sugerencia es una antipática imposición, pero lo complaceré. Ahórrese la petulancia de director de escena o de improvisado autor.

—Estoy en mi derecho y cumplo mi papel.

—Escuche entonces. Me llamo Simón Frinberg pero estoy tratando de cambiar el Simón por un germánico Sigfrido; es que…, debe comprender usted, que a la altura económica y social que ya he logrado, el nuevo nombre entonaría mejor. ¡Ay!, y si pudiera conseguir que en mis papeles me agregaran un von antes del Frin y un ttem antes del berg… le regalaría un Cadillac igual al mío, a…

—¡Por favor señor Frinberg! Le ruego evitar comentarios marginales. Concrete su identificación y luego vaya directamente a la trama de su asunto.

—Está bien; prosigo entonces. Soy medio soltero y cincuentón, bastante ojo alegre y dueño de una solidísima fortuna que, entre paréntesis, achico cuanto puedo ante el Estado y agrando al máximo ante mis distinguidos clientes. Esto es natural y lo practica todo el mundo porque consolida la posición en dos sentidos: el Estado saca menos y las relaciones brindan mucho más. En todo lo demás, llevo una vida rumbosa y honorable. Vea si no: poseo una lujosa oficina en plena city porteña, un magnífico departamento en Palermo Chico, un soberbio piso en Mar del Plata, un chalecito en Niza, y algunas otras chucherías más, sin contar los abultados paquetes accionarios, ni los gruesos depósitos de dólares en bancos suizos, holandeses y norteamericanos. Tengo…

—¡Abrumante su identificación, señor Frinberg! Suficiente. Volvamos a su relato, por favor.

—¡Cómo le teme usted al señor de la butaca!…

—No lo negaré. A él le debo mi existencia real de Personaje; él es el creador del derecho y del revés de esta curiosa trama.

—Sigamos entonces. Todo había quedado aquel viernes, terminado, en orden, y bajo llave. Me encontraba completamente solo. Yo no tengo socios, ni empleados, ni indiscretos síndicos: sólo una joven y bonita secretaria. Bien; ya me disponía a salir de la oficina y antes de apagar la última lámpara abrí la puerta, y al caer un triángulo de luz sobre el mármol negro del pasillo, un fugaz destello me hizo un guiño a los ojos. Instintivamente me agaché para recoger del suelo un pequeño objeto. ¿A qué no adivina qué fue lo que brilló?

Pues lo que hallé fue… un pequeño crucifijo de metal cromado. Alguien debió aplastarlo inadvertidamente, porque uno de los brazos de la imagen colgaba desde la enclavada mano, y se mecía, ahora entre mis dedos, como un péndulo de estaño. Así me quedé algunos segundos, cual un niño con un juguete roto: pensando qué haría con aquella baratija inútil. Sin embargo…

—¿Y cuándo aparece el personaje de su historia?

—No bien deje usted de meter la cuchara donde no le corresponde. Todo esto que le estoy contando es sólo el preludio de mi historia; deje entonces que continúe mi relato. Apagué la luz, cerré la puerta, y bajé por el ascensor hacia la calle. El crucifijo seguía entre mis dedos, pero yo iba pensando en otra cosa. Esa noche me esperaban a cenar, a las 9 en punto, en una gran mansión de San Isidro donde tendría la oportunidad de concretar la operación financiera más importante de mi vida; aristocráticos estancieros medio fundidos… ¿sabe?, una reunión mucho mejor que su maldita fiesta filipina. Me sentía con un ánimo de perlas, y así llegué tarareando a la puerta del edificio una canción francesa…

—¡Por favor señor Frinberg no divague con puerilidades! Estoy temblando que el señor de la butaca se levante, se vaya, y nos mande al tacho del absoluto olvido. Llegue pronto al desenlace de su asunto.

—¡Un momento, joven insolente! Calle y escuche. Ya en el umbral del edificio, me pareció que lo más original sería arrojar a la calzada aquella baratija rota, con toda la fuerza de mi brazo, como quien tira una jabalina en un olímpico certamen. Así traté de hacerlo. No bien tomé todo el impulso necesario mi codo chocó violentamente contra el filo exacto de la pesada puerta. Un calambre tremendo me crispó la mano, y un dolor agudísimo me arrancó un ridículo quejido paralizándome todo movimiento. La segunda reacción fue coriferar una blasfemia, luego cuatro maldiciones, y, después, una sarta de ajos y cebollas. Pero… el crucifijo continuaba allí, en la palma de mi mano, empapado ahora con mi sangre tibia y dolorosa. Vendé la mano con mi pañuelo y, como soy un supersticioso vergonzante, opté por guardar el latoncillo ensangrentado en un bolsillo del chaleco.

—Bueno, hombre, ¡menos mal! Esto va tomando algún color. Prosiga.

—Luego de aquella cena en San Isidro volví a mi casa como a las 4 de la madrugada, feliz y triunfante, con la brillante operación financiera perfectamente concretada. Recién al acostarme volví a sentir un dolorcito soportable pero persistente en la palma de mi mano; fue entonces que recordé el latón homicida que estaba en mi chaleco. Sentí curiosidad por observarlo nuevamente, con detenimiento, a plena luz, frente a mis ojos. Lo saqué y lo puse sobre el mármol de mi velador: allí estaba el pobre Cristo manco en su cruz de lata, sanguinolento y mudo, con el pecho hundido por algún tacón de caminata apresurado. Sí, allí estaba la diminuta figura de ese paisano mío tan venerado por algunos pocos, y tan vituperado por todos los demás. Entonces comenzó aquel alucinante diálogo nocturno…

—¿Diálogo dice? No le entiendo: explíquese.

—Podría ahorrarme esta explicación, es obvia: era yo y el otro. Bueno, quiero decir, mi otro yo. ¡Cómo explicarlo! Sería, supongo yo, eso que llaman la voz de la conciencia… ¡Vamos, amigo!, que no somos chiquitines como para que creamos en otras cosas raras. No me interrumpa; dejemos las cosas como están. Lo que me interesa es contarle las incidencias de aquel diálogo.

—Está bien, lo escucho; pero remate de una buena vez su historia.

—¿Por qué me has lastimado? —Ésa fue la primera pregunta que me salió así, espontáneamente, sugerida tal vez al ver manar de nuevo un hilillo de sangre en la palma de mi mano—. Lo cierto fue que dentro mío, o fuera de mí, no lo sé con certeza, una voz imperativa y dulce a la vez, me respondió con nitidez:

«—¿No comprendes Simón que te esperaba?».

—¡No puede ser! —le dije yo—. Alguien te perdió junto a mi puerta; yo te encontré por casualidad. Nada tenemos en común. No te conozco.

«—Te equivocas Simón; ¡YO TE LLAMÉ! En verdad te digo: aquel diáfano destello fue mi llamado; por un segundo tu embotada imaginación creyó descubrir un finísimo diamante, mas sólo hallaste un Cristo pisoteado y roto, abandonado y en completa soledad ¡pero me alzaste!».

—Mi intención no fue traerte hasta mi casa, bien lo sabes. ¿Qué más puedo decir? No puedo comprender que tú me llames…

«—Ya lo entenderás Simón. Bastará que caigan de tus ojos dos lágrimas, por mí».

—¡Mi mano sangra por tu culpa!…

—«Mi corazón también, por la de todos; sangra desde hace veinte siglos, tal como en aquel viernes del Gólgota entre los tuyos, tal como hoy, en medio de esta desorientada cristiandad que tú explotas y desprecias, y de este nuevo Israel que aún me ignora».

—Desde aquel instante ya no tuve fuerzas para proseguir el diálogo. Un baño de transpiración envolvió mi cuerpo; sentí palpitar las sienes, y creo que me quedé como desvanecido. Sólo cuando el primer rayo de sol se coló por mi ventana y acarició mi frente, recién entonces, salí de aquel sopor inexplicable. Recostado sobre el pie de mármol de mi encendido velador estaba el pequeño crucifijo ensangrentado: Cristo parecía ahora sonreír…

—Historia poco original, querido amigo; era mejor mi fiesta filipina. Sin embargo… el lector aún continúa en su butaca. ¡Nos hemos salvado! Pero… dígame señor Frinberg: ¿Ese hecho tan trivial que termina de contarnos, sirvió al menos para que usted creyera en algo?

—¡Grandísimo borrico! ¿No ve que estoy llorando?