Ira

—Bueno, mami: vamos a hacer otra fábula sobre la ira, ya que la que viste en borrador te sulfuró, la de la señora Llobegrat.

Velay: había dos chacreros en Formosa, Plascovic y Bentivoglio, metidos en el riñón del monte, a un kilómetro lo menos de la chacra más próxima, y a una legua de la Estafeta. Hachaban quebrachos para tanino, que les recogían los de la Estafeta, pagándolos míseramente.

El monte virgen hormigueaba de lobos aguarás y hasta el yaguareté desaparecía a veces como un refucilo por el garabato; y hacían estragos en las chacras; pero estos dos, en vez de unirse contra el común enemigo, eran lobo el uno al otro, con una enemistad sórdida y salvaje, por una franja de terreno, pocos metros, que cada uno reclamaba por suya, y andaban cambiando las estacas de la linde vuelta a vuelta. Y no eran malos hombres, esto es lo curioso; eran buenos más bien. Pero la iracundia hace salir a flote en nosotros lo peor que hay allá en el fondo, cosas que ni sabemos; y nos hace decir y hacer palabras irreparables.

—¿Y de dónde sacaron esa máxima? —dijo la Leona—. ¿De San Agustín, sermón 55, por si acaso?

—Mami ¡de Guzmán de Alfarache!

¡No se habían visto nunca! En esa franja miserable cada uno armaba trampas de lobo para hacer caer al otro; o sea, hoyos hondos cubiertos de maleza y hojas secas, con un palo puntiagudo de punta en el fondo.

La enemistad surgió por nada: Bentivoglio achacó al yugoslavo la pérdida de unas gallinas, y le pegó un escopetazo al perro del vecino una vez que lo divisó. El otro le mandó decir con una china —que era de los dos— que le pegaría un tiro a él mismo; el gringo le hizo responder que hiciese no más la prueba. Y de ahí comenzaron a insidiarse el uno al otro.

Eso da siempre mal resultado; y así fue aquí. Plaskovic una noche que andaba aguaitando con un cuchillo se cayó en una trampa desas muy hondas, y se rompió una pierna; y comenzó a gritar socorro. El otro al oír agarró la escopeta y se allegó hacia los gritos; y al querer asomar la cabeza ¿no se le desmorona el borde del hoyo y se va de cabeza encima del otro, disparándosele de llapa los dos tiros de la escopeta?

—Inverosímil —rezongó la Leona—. Ya veo cómo va a acabar.

—Aquí fue el chaguarazo: el eslavo quiso usar su cuchillo, pero no podía bullir; el gringo quiso darle un culatazo en la cabeza, pero el otro le pidió misericordia, notándole que los dos estaban en el mismo incordio.

—Le pido perdón, don Bentibollo —le dijo— de lo qu’hecho y dicho contra usté; estaba enojado y el enojo es como una locura breve. La lonja de tierra donde estamo sepultado yo sabía qu’era suya.

—La lonja devera hablando es suya —dijo el gringo—; o por lo meno, a mí no se m’inporta ñente; ¡tengo 13 legua! Yo también hice mucha macana. Ni tan siquiera l’había hablao a osté. Haplando s’entiende la quente.

(—Los hago hablar en castilla, porque en el cocoliche que ellos usaban sería complicar las cosas).

(—Ni tampoco lo sabés —dijo la Leona).

—No señor, la lonja, se lo juro, es suya —dijo el eslavo.

—No me contradiga en esto.

—Lo voy a contradecir, porque no es verdá.

—A mí ningún turco me alza el gallo.

—Yo alzaré lo que se me antoje, napolitano de m… iércoles.

Se sulfuraron de nuevo los dos, como animales.

Pero el turco, que no era turco, al ver que echaba mano a la escopeta, de nuevo le pidió perdón llorando, y le dijo:

—¿Ahora nos vamos a pelear que estamos en esta sepultura?

—Vamos a salir —dijo el italiano—. La gente oyó los dos tiros.

—No ha oído nada. Y si oyó, creyó usté andaba cazando vizcachas.

—Vamos a gritar los dos a una. La Ulalia por lo menos nos va a oír.

Se pusieron a gritar como marranos: «Socorro. Auxilio. Por amor de Dios», procurando superponer las voces. De tanto en tanto se enojaban otra vez y comenzaban a insultarse. Después se reían de ellos mismos. Es decir, Plaskovic no se reía, porque le dolía horrores la quebradura.

Bentivoglio le propuso pusiera las manos en estribera y lo levantase a él hasta el borde; imposible; porque el hueso del fémur quebrado le salía abajo la piel. Entonces al revés, que Bentivoglio lo izaría. Qué esperanza: no podía ponerse en pie. Quería incorporarse y se caía de nuevo, chillando como un marrano.

—¡Socorro, auxilio, por amor de Dios!

Las horas nocturnas pasaban lentamente; tan lentas que les parecía un siglo habían pasado allí en la hoya.

Encoméndati a Mahoma que yo me vollo encomendarmi a San Yenaro —dijo Bentivoglio.

—¿Serai posiple tengamo que murire aquí? —gimió el otro.

Apuntaba el alba y los dos estaban roncos. De repente se oyó un nutrido rumor entre las malezas.

—¡Viene kente! —rugió el yugoslavo.

Mas el italiano levantó la cabeza, paró la oreja izquierda y escuchó sin resollar siquiera. Después maldijo a Dios, a su padre y a su madre; y a San Genaro.

—¡Maledizione!

—¿Qué pasa?

—¿Los aguarases atacan al hombre, decime?

—Cuando andan hambrientos solamente.

¡Gesummaria, mi à comparso il diàvolo! ¡Achidente e maledizione! Es una manada de aguarases hambrientos.

FINIS.

—¡Y! ¿Se acabó la fábula? —dijo la Leona.

Finis, mami.

—¿Se los devoraron a los dos pobretos?

—Pero mami, los aguarás son capaces de treparse por las paredes de un pozo, cuantimás de echarse adentro.

—No me gusta esa fábula: es inverosímil.

—Pero mami ¿ahora vas a pretender hagamos otra? Se nos acaba la inventiva.

—Pero eso no puede suceder, lo mismo que en la otra de antes.

—Mami, ha sucedido; me lo contó un formoseño —dijo el Leoncillo.

—Son inventos; ustedes andan perdiendo el tiempo inventando imaginaciones.

—¿Y cultivar santamente la imaginación, quién dijo que es pecado, mami?

De lo cual se enojó no poco la Leona.