Envidia

El diablo de la envidia, que llaman los teólogos bisojo, es el más infeliz de todos los diablos. Cayó del cielo por envidia del hombre como todos los otros, cuando Dios les reveló la Encarnación del Verbo y les dijo: «Adórenle todos los ángeles»; pero no envidió en el Cristo el que fuese Dios, como hizo Satán, sino lo más infeliz de lo que vieron por ciencia infusa: la multiplicación de los panes y el que los irlandeses —o galileos— quisieron hacerlo sobre el pucho rey. Quedó marcado como patrono de la envidia; por ser la envidia el más infeliz de todos los vicios; y la señal de esa marca fueron los ojos bizcos: in-video en latín: in-vidia.

Quedó rodando por ahí a envidiar royéndose los codos, a todos los hombres, pues a los diablos no envidiaba, ya que la envidia no se da sino entre pares y no nos causa envidia alguien que esté en un plano muy superior al nuestro; sino acaso despecho, odio o rebelión. Todos los diablos le eran superiores; y él envidiaba a todos los hombres, al que cayera, grandes y chicos, dotados e idiotas; tanto que a un infeliz que no tenía nada envidiable, se puso a envidiarle lo único que lo singularizaba, una enorme joroba.

La envidia de Caín no fue obra dél, sino de Satán, pues fue del dominio religioso, sacrílega en el fondo; la de Rómulo y Remo fue de Belial, por ser en el fondo ambición y fariseísmo; la de Catilina fue de Moloch, pues fue encono. Quiso superar a esos tres, y tentó a Julio César. Fracasó rotundamente; y Satán le dio un puntapié que lo mandó dando vueltas por el aire hacia arriba como pelota de fútbol; y fue a caer en el Egipto. «Salí de aquí, Malenconía», le decían los otros demonios.

Para ver a los hombres los diablos necesitan hacerse semejantes; o sea labrarse un cuerpo aéreo dotado de cinco sentidos; y así el bisojo andaba disfrazado con la apariencia de mendigo, envidiando al que rayase, y tratando de sembrar envidias entre mujerucas y changadores; y no hacía más que andar mudando lugar, pues todos ellos lo atediaban y andar royéndose las uñas y los dedos, como es propio de envidiosos: cuando le ocurrió la aventura de su vida, que lo magnificó entre los diablos.

Tropezó con una choza y un jardincillo en las afueras de Heliópolis; y se puso a envidiar al jardincillo, pues era mejor en su pequeñez que los ostentosos jardines de los ídolos, que había tres: Osiris, Isis y Anubis; a cuyos jardineros sacerdotes él les había infundido envidia recíproca. Este jardín no tenía comparación: era una maravilla por donde quiera se lo mirara; había hasta lirios del Jordán y anémonas, que no se dan en Egipto; y estaba tan bien delineado y fresco, sin una hoja seca ni una babosa, con las flores haciendo dibujos cambiantes día a día, como cosa de magia.

—Hebreos —dijo el diablo—. Hebreos llegados recientemente. Tres malditos hebreos. Me dan envidia.

La choza era de un carpintero y una mujer jovencita; y el jardín lo hacía la joven para un niño pequeño del cual hablaban los dos esposos, y que el diablo nunca pudo ver, a pesar de sus dobles ojos bis-ojos: bichó diez veces por la ventana y no veía nada en la cuna; y sin embargo allí tenía que estar el niño. No podía verlo.

Ésta era la primera cosa rara. La segunda fue que estando la mujer en el jardinillo, él no podía entrar. Y cuando entraba no estando ella, sentía un malestar indecible, como una fuerza invisible que lo impeliese fuera, desde el centro a la periferia.

Eso fue lo que le dio rabia; la magia. La magia trimegista pululaba all right en Egipto, pero aquesa magia se le sometía, y en cambio estotra no. En vano un día se corporizó en culebra: la fuerza lo hizo correr sin parar por todos lados y al fin salir por un forado demasiado estrecho. Entonces juró por todos los diablos menos él, que iba a destruir el jardín aunque tuviera que dejar el pellejo en la demanda. La envidia apetece destruir.

Entró disfrazado o corporizado con un hacha y una tea. Se dirigió al centro, donde había un cedro joven, todo rodeado y enredado de rosas, que parecía un ramo; o, mejor, una llama. De allí partían los efluvios que lo repelían, contra los que tenía que nadar contracorriente; pero como no lo paralizaban, él se dijo que pechando fuerte tenía que llegar. Pegó un envión feroz y llegó a dos metros, todo sudado y mareado. Se paró a juntar aliento. Dio otro envión desesperado, cayó contra el árbol y se reventó un ojo con el pomo de la espada de San Miguel, que estaba plantada en el cedro, de la cual fluía el misterioso rádium. Se le cayó el hacha; y la tea le incendió la camisa; y en eso oye que viene San Miguel muy paso a paso a recoger su espada. Salió corriendo a los bramidos hopping mad como dice el inglés; saltó el seto y se topó con el diablo Anubis, que lo había visto, y estaba asombrado.

—A esa casa ninguno de nojotro ni se arrima, porque está endiablada, contra —le dijo con gran admiración—. ¿Cómo diablos entraste? Hay como una gran hoguera allí dentro.

—La envidia dentra por todo —dijo el bisojo sosteniendo su ojo: no es nada lo del ojo, y lo tenía en la mano— y nadie la para. Por ella somos lo que somos. Hasta en el Cielo entró.

Desde entonces la envidia no sólo es bizca sino también tuerta. Ve las cosas de un solo lado; y ése, torcido.

—Bueno —dijo la Leona, que venía muy fastidiada del Club de Leones—. Menos mal que por fin ustedes no atacan la Religión. Me gusta la fabulita; pero digamén: ¿Quién era la mujer?

—Mami —dijo el Leoncillo—, me parece mentira no lo haigas atisbado.

—Algo atisbé —dijo ella—, pero no estoy segura.

—Así deben ser las fábulas —dijo el Leoncillo—, porque la claridad daña a la profundidad.

—Al contrario me enseñaron en la escuela.

—Pero mami, ahora, estamos en el arte moderno.

—Tu padre no la pensaba así —dijo ella.

—Por eso se murió —dijo el Leoncillo.

De lo cual se enojó no poco la Leona.