Tuve un sueño de lo más raro. Dicen que uno sueña de lo que ha visto el día antes; pero aquí ni el día antes ni ninguno de la vida entera había visto yo sus elementos; de modo que creía haberme vuelto loco, o que el diablo me estaba haciendo el cinema.
Había un zapatero remendón, todo mugriento de pez y grasa, no sólo las manos sino los vestidos también, y el cuerpo, a lo que se podía ver. Se pasaba lustrando a betún un montón de botines todo cachuzos y rotosos. Me dijo:
—Si quieres llegar al monte sagrado, éste es el camino —y me mostró una sendita sinuosa y descendente.
Yo me estremecí.
—¿Y cómo voy a acertar con el camino?
—Te presto un guía…
Y me mostró un gato negro que estaba a su lado.
La senda era húmeda y mojada, cada vuelta más. El gato cada rato volvía a mí la cabeza y me hacía señas de Sí, sí; y me fijé que los ojos eran los mismos del zapatero: tristones y malignos, amarillos.
—Pero esto se va poniendo fangoso.
—Sí, sí.
—Y cada vez más.
—Sí, sí —hizo el gato.
A ambos lados había paja brava, garabatos y grandes flores carnosas a modo de girasoles de todos colores que daban un olor capitoso. Se entrevían animales sin saberse cuáles. De repente una mujer morena asomó entre dos flores, y el gato se rio. Todo lo que lo veía estaba desnuda. «La Ménada del Monte Sagrado», oí con asombro decir al gatazo. Gatos que hablan y ríen, a mí me desconciertan. Tuve un vago temor.
La cañada se iba espesando, y el barro me cubría los botines. «Pero aquí vamos bajando y no subiendo», digo yo; y me dio ganas de volverme; pero la idea de la montaña me impulsó avante.
Cuando chico, no me acuerdo el tiempo, yo tuve otro sueño de la cúspide llana de una montaña soberbia, que me pareció un edén, y me dejó ansioso d’ella para siempre. No la voy a describir porque no se puede describir; que me hirió para siempre de un sentimiento agridulce, añorante. Todo lo que he hecho o caminado en mi vida ha sido de un modo u otro por la visión de la Montaña. El zapatero parecía conocerla perfectamente.
—Pero aquí debe haber ciénegas, como en Salta —dije, al ver que me hundía más.
—Hay, pero yo te libraré —dijo la Voz detrás de mí.
El gato había crecido, y había devenido un cabro negro grandote, con ojos de fuego y la mismísima voz; y venía detrás de mí. Ahora pasó algo raro: toda la sendita estaba cruzada de otras picadas, con una cruz de palo delante; y yo quise meterme por una dellas, y el cabrón se me puso delante furioso:
—Volteá esa cruz —me intimó.
Yo no quise.
—Pero esto es un disparate —interrumpió la Leona.
—Ya se sabe, mami —dijo el Leoncillo—. ¡Si es un sueño! Pero no deja de ser algo verdadero.
—Acabálo pronto.
Para acabar pronto, dejaré los pormenores. A los lados de la senda había entre el pajonal casitas de todas clases, algunas lujosas como bungalós de finsemana, otros tugurios hechos de latería; y así; de todas las casas salía música de radio, tangos y valsecitos. La mujer del comienzo andaba de casa en casa, vestida solamente de dos pequeños taparrabos, como usan ahora para bañarse. De repente tropecé en un raigón, y me di un chapuzón de barro líquido; entonces me di cuenta había víboras o culebras por ahí. Me levanté con ira y busqué lo seco en una transversal; era muy pendiente, escarpada, y el suelo duro pedregullo con filo; mis pobres zapatos empapados se hicieron polvo y mis pies chillaron. Se me hizo muy duro, y volví atrás. El cabrón estaba a la entrada con ojos furibundos y con la mujercita del taparrabo.
—¡Voltiá esa cruz! —me intimaron con rabia.
Yo la voltié.
Encontré en la senda dos zapatastros de los que lustraba el zapatero. Me fui al matorral y arranqué una floripondia désas, color rosa, y me la apreté en el pecho. Nadie me dijo nada. Era linda; pero el olor al principio emborrachaba y después cansaba. Cuando estuve harto la tiré; el cabro rio. El barro me llegaba casi hasta las rodillas. Pero era chirle, yo caminaba bien; el cabro no se hundía una pulgada, no sé por qué.
—Todo eso son macanas —dijo la Leona—. Y son aburridas de llapa.
—Paciencia, ahora viene lo bueno —dijo el narrador.
Arranqué otra flor, esta amarilla, y era mejor que la otra. Pero me pasó lo mismo. Al rato la tiré.
—Y así sigue todo, badulaque —dijo la Leona.
—Paciencia mami, que ya llegó el desenlace. A vos no te gusta porque sos mujer —dijo el Leoncillo muy orondo.
A los dos lados aparecían ahora muchas mujeres morenas como la otra, algunas gordinflonas, otras flaquísimas, y otras más o menos; todas pintarrajeadas. Quise atrapar a una, y me hallé entre las manos una flor morena, quiero decir, parduzca. Ésta estaba llena de espinas, pero yo no podía soltarla. El cabro se rio fuerte. Se había convertido en un mono.
—¡Mama mía! —dijo la Leona.
Ahora sí que el fango era bruto; pero el mono me agarraba la mano y me tironeaba. Tenía los mismos ojos amarillos refucilantes. Quise agarrar otra flor, porque había pillado una angurria de flores; pero el mono me dijo que dejara, que ya llegábamos. Le dije tenía ganas de matar a alguna de las mulatas, de hacerla curubicas. Se oían murmullos, risas, gemidos, y alguna vez un grito desgarrador, como si alguna fiera hubiera agarrado alguna de las desnudas, o viceversa. Eso se me contagiaba.
Dejo a un lado el episodio de las dos palomas, y otros parecidos de diversos animales, perros, gatos, zorros, cabras, carneros. A los tirones el mono me hizo llegar al borde de un barrancón; tenía ya el agua a la cintura, si eso era agua: era maloliente y pegajosa, parecía cloaca.
—¿Y ahora? —dije yo.
—Tirarse abajo: ésta es la Montaña Sagrada.
Miré trás y esta vez era el Zapatero Remendón muy risueño él.
—Tirarse su agüela —le dije.
—Abajo hay colchones.
—Colchones su agüela.
—No podés hacer otra cosa; no podés volver atrás.
Miré la sima y era profundísima. Del fondo venía una música deliciosa que hacía languidecer hasta morir. Yo conocí estaba hipnotizado.
—En el fondo crecen hongos gigantes, que al tirarse uno hacen de colchones.
Dijo, y agarrándome por la cintura intentó tirarme. Yo luché, primero lánguidamente, después a toda furia. Me agarré del brazo de una de las cruces, porque me sentía arrastrado. Ya me vi perdido, di un grito y me desperté.
—Mami, no era la Montaña Sagrada; que ahora no sé si existe. Era una imitación; pero al revés.
—Todo esto es una reverenda macana —dijo la Leona—. Todo eso lo han copiado ustedes de alguno desos libros modernos que no tienen pies ni cabeza…
—Pero mami —dijo el Leoncillo—, es una fábula sobre la lujuria.
—¿Y qué saben ustedes de lujuria?
—Solamente lo que dijo el cura el domingo, que no entendimos ni la mitad.
—Está todo mal; y ésas no son cosas que deban saber los chicos.
—¿Y vos las sabés?
—Yo tampoco.
—Y entonces, ¿cómo sabés que están mal?
De lo cual se enojó la Leona no poco.