Los tres paraguayos — (Cuento correntino)

Cuando yo jugaba al rescate en Reconquista —lindos tiempos aquéllos— y uno de los compañeros se dejaba agarrar muy fácilmente, nos indignábamos todos los otros y le gritábamos a coro:

—¡Idiota! ¡Se ha dejado agarrar como los tres paraguayos!

Un día que el Marucho Ibarra, a quien llamábamos nosotros los muchachos el loco del Paraguay, vino a pedir limosna a casa, yo le pregunté súbitamente:

—Dígame, Marucho, usté que sabe, ¿cómo los agarraron a los tres paraguayos?

—¿Cómo, niño —dijo el loco— usté no sabe eso? Eso pasó, pero mucho tiempo antes que la guerra del Paraguay. Es un cuento.

—Cuente, Marucho.

—¿Cómo no? En aquel tiempo, un acontecimiento inesperado vino a interrumpir la marcha incesante del progreso: la guerra del Paraguay. Ocupaba la presidencia… de la República el general Bartolo Memitre. La cuestión de límites entre el Brasil y Paraguay se había esar… esarcebado. Esto está en libros imprimidos…

El loco Ibarra, cada vez que empezaba un cuento de la guerra espantosa que le había puesto esa ancha cicatriz en la cara, empezaba de ese modo y había que tener paciencia. Eran unas líneas de la Historia Elemental de Grosso que estudiaba su hijito en la Escuela Fiscal, y que el viejo había aprendido de memoria cuando las vio, todo extasiado de que estuviese en «libros imprimidos», este suceso que él «había hecho» y cuyo recuerdo le perseguía de tal modo que le había quitado la razón, obsesionándolo con sus visiones imborrables.

—Esto está en libros imprimidos, niño.

Pero el cuento pasó mucho antes de la guerra porque me lo contó a mí en un campamento enfrente de Curupaití el negro Moraiba, que a los tres días después por ahí fue alanciado en una chumbera a causa de que…

—¡El cuento, Marucho! —decíamos nosotros que sabíamos lo que era perderse el loco en el monte de sus recuerdos.

—El cuento pasó de esta suerte.

Sucede que tres paraguayos salieron de su tierra para ir a hacer un viaje al país de la gente…

—¿Cómo, los paraguayos no son gente? —decía yo.

—¿De dónde, niño? Los paraguayos son enemigos.

Y van y dicen: hay que aprender en primeramente a hablar en cristiano para poder ir al país de la gente. Y dice el otro paraguayo: Nos metemos en esa pulpería de allí al lado y nos fijamos cómo hablan para aprender a hablar como la gente. Ahí está, que dijo el paraguayo tercero.

Y van y entran. Sucede que estaba el pulpero con ritrato de fotografía que le habían hecho en Güeno Saires, mostrándolo a todo el gauchaje presente. Y va y dice el pulpero muy entonao mostrando su ritrato:

—Éste ha sido el hijo de mi madre.

El paraguayo que oye eso, qué más quería, como no lo entendió ni jota, ahí mismo se fijó en el dicho para recordarlo y decirlo en el país de la gente. Entonces uno de los presentes, un mulato malo y peliador, correntino para más señas, le dice a otro de los presentes, guiñando el ojo:

—De gusto… no hay nada escrito.

Y el paraguayo segundo, lo que oye eso, va y se fija en lo dicho para decirlo a su tiempo y hora. Pero sucede que el pulpero, que había oído la cosa, se puso furioso —el pulpero era malo—, furioso se puso y estaba diciendo que el que busca encuentra; y que él había sido chanchero y estaba cansado de destripar chanchos…

Y el mulato peliador entonces va y le retruca, riendo:

—Pudiendo… estaba una mosca en la tela de una araña…

Y entonces el pulpero agarra una chaira que estaba sobre la mesa y el corrientes saca de la bota un cuchillito afilao y ya se trenzaron.

Se trenzaron no más ¡Cristo!, porque eran malos los dos y livianos pa las armas, como solemos ser todos los varones por allá por mi tierra.

Y el paraguayo tercero, con la boca abierta entre el refucilo de los cuchillos, en vez de desapartarlos, pensando en el dicho que había oído: «Pudiendo estaba una mosca en la tela de una araña».

—¡Ya vas a ver si pueden o no pueden las moscas en esta tierra, correntino catingudo! —gritaba el pulpero que era guapo, mientras los tres paraguayos miraban la trifulca y todos los otros habían ido corriendo a dar parte a la policía.

Y sin embargo, no pudo el pulpero.

No pudo sin embargo. Quedó en el sitio, panza arriba y con el cuchillo clavado en ella, como sandía calada, y el correntino disparó como una luz, lo que vido venir la policía. La policía llegó a tiempo. Fíjese niño, que esto es un cuento. La policía llegó a tiempo, justamente cuando el pulpero acababa de estirar la pata.

Bueno. Asomó el sargento despacito un remitón colí por la puerta y después la cabeza; y lo que vido que eran tres hombres no más —los tres paraguayos— y desarmaos, se puso bravo como un tigre.

—¡Alto a la autoridá! —gritó—. ¡Desen presos inmediatamente! ¡Déjemelos a mí solo a estos bandidos, sinvergüenzones, asesinos! ¿Quién ha matao este cristiano?

Entonces dice el paraguayo primero:

—Ése ha sido el hijo de mi madre.

—¿Vos has sido? ¿Y por qué lo has matao?

—De gusto… no hay nada escrito —dice el otro paraguayo, lo que vido que el otro se callaba.

—¡De gusto! —gritó el sargento—. ¡Soldados, preparen, arr! ¡De gusto, no más, maleducao, sinvergüenzón, asesino! ¡Cabo Gómez, agarrelós presos, mientras que yo defiendo la retaguardia!

—Pudiendo… estaba una mosca en la tela de una araña —dijo el paraguayo tercero.

—¡Pudiendo! ¡Vos también te metés, piojoso, maleducao! ¡Pudiendo! ¡Cabo Gómez, encájele un planazo a ése! ¡Te vi a enseñar a andar desencantando la autoridad toda la vida, maleducao! Sí, métale los grillos nomás, aunque se hagan los mansitos.

Y así amarraron los paraguayos, que no sabían lo que les pasaba, y los llevaron para la prevención.

Pero aquí no acaba el cuento. Sucede que cuando los paraguayos vieron que la fiesta iba de veras, y que los arriaban para la prevención con más grillos que un bañado, sucede que no les gustó la cosa, y que en cuanto se descuidó la partida apretaron el gorro y se juyeron. Y la policía, cuando los ve, atrás. Y van y van. Y la policía atrás, pisándoles los garrones. Y van y llegan a un monte más tupido que un ñandutí, y se esconden en la espesura los paraguayos, el primero en un garabato, el segundo al pie de un árbol, el tercero arriba en las ramas, bien cerquita los tres uno de otro. Y la policía atrás. Y estando en ésta, pasa la policía al ladito mismo del garabato y dice el paraguayo primero:

—Guarda muchachos, no hablen, que pasa la policía.

Y claro, ni bien habló, le echan uña los soldados y lo engrillan. Y el paraguay segundo, que esto vido, muy enojao, grita al pie del árbol:

—Pedazo de burro, decís que no hablemos y vos sos el primero.

Y van los soldados al sonido y lo agarran al pobre como un cachilo. Y entonces dice el tercero de arriba del árbol:

—¡Lo que es yo no voy a decir ni una palabra!

—¡Abajáte vos de ahí, lechuzo, si no querés que te baje a tiros —le dijo el sargento que lo vio al instante mismo—. Dése preso a la autoridá y ríndase y no se retobe, que será para pior!

Y así fue como agarraron a los tres paraguayos y aquí se acabó el cuento.

¿Me da una limosnita?

—¡Pero qué sonsos son los paraguayos! —decía yo riéndome.

—¿Sonsos? —decía el loco Ibarra—. ¡Más malos son que yaguaretés, y como mandingas pa esconderse! ¡Lo quería yo ver a usté enfrente de Curupaití, con el mal de la cólera en el cuerpo y de centinela en el bañado, que salían paraguayos de la tierra atrás de usté y sin usté oír ni gota, le arriaban un lanzazo! ¡Ahí fue donde me hicieron esta herida, que me bandió el pecho, y me dejaron por muerto, los maulas!

—¿Eran valientes?

—¡Tigres!, ¿no le digo? ¿No está viendo que este cuento lo inventamos nosotros en la trinchera, de la rabia que nos daba no poder reventarlos? ¡Juna! Nunca me ha gustao peliar con ventaja, y en esta ocasión éramos tres contra uno; pero ese uno acorralao en sus quebrachales, era más fuerte que los tres. Y peliábamos por necesidad y la culpa la tuvo Solano López.

—¿Y quién ganó, Marucho?

—¿Y quién va a ganar? Nadie, niño. Al Paraguay le pasó como un potro que lo quieren domar; y va entonces, se para en dos patas, se volca y se tira de lomo al suelo y allí se queda, roto el espinazo, pero no lo doman.

¿No saben lo que dicen del Paraguay los libros que tiene mi muchacho?

—¿Qué dicen, Marucho?

—Dicen: «Es el pueblo más independiente de América».

Buenos Aires, 1926.