En mi pueblo supo haber cuando yo era chico —ahora está todo cambiado, es una ciudad como la gente fina— una paraguaya llamada Anestasia. Tuvo un hermano llamado Estacio y ella se llamaba precisamente Anestasia, o como le decía el doctor Malueña, el médico socialista, Anestesia, lo cual la enfurecía, sin saberse por qué. Ésta era una mujer caritativísima. No tenía ninguna otra virtud, ni casada por la Iglesia quizá fuera, pero tenía un corazón que de compasivo llegaba a la absurdidad. Hacía bien por hacer bien. Una vez le regaló una quinta entera —media concesión— a un italiano con cinco hijos solamente porque sí, y esto es certísimo, lo sé por mi madre. Tuvo que venirse la india a Santa Fe para una operación y dejó su espléndida quinta-frutales, para que la cuidaran, a una pareja de italianos con cinco criaturas que no tenían donde caerse muertos, donándoles todo el alquiler y el usufructo lo cual ya era generosidad y no pamplinas. Mas cuando volvió del sur sana, le dio tanto gusto ver a los gringuitos prendidos a la tierra como suelen los aquí venidos, como garrapata mosca; tenía el corazón lleno de Dios por su salud recuperada; tenía otra quinta, hijos no tenía ni la plata la hacía feliz demasiado; qué caray, como le contaba ella a mi madre, «me dio lástima echarlos viéndolos tan acomodaditos»; ¡les regaló la quinta! Los dejó que siguiesen viviendo y ellos no tardando en pedirle escritura, los obedeció puntualmente. Pues esto, que NO se ha de llamar limosna de ningún modo, pues es una cosa muy más alta, es un gesto señorial, un ademán de señor de sí mismo y de las cosas —que en griego Aristóteles llama nada menos que megalopsiquía y sobre ello discurren mucho los doctos («magnanímitas dicit respectum ad magna. Magnanímitas est ornatus omnium virtutum»)—, esto que hizo con toda naturalidad con el italiano, se lo contó Anestasia a mi madre, y quizá a nadie más en el mundo, por pura casualidad un día, y como si tal cosa. Si alguno le dijera que eso estaba bien, ella ya lo sabía. Si alguno de aquellos doctos le dijera que eso era algo grande, más que una virtud una amplitud de ánimo que es ornato y fuente de todas las virtudes, no lo hubiera entendido.
Lo mismo que no se entendía del todo con el cura. Tenía sus devociones que ella aprendiera de sus tatas, los cuales a su vez de los Payís del Paraguay, de los legendarios Payís misioneros de antaño que ella nombraba con veneración infinita: primero iba a dejar la misa del domingo que la oración al señor San Antonio, por ejemplo. Las cuales devociones al cura no siempre le parecían muy canónicas: como el candombe a San Baltazar, o el uso bastante sospechoso de los cuadros, medallas y aguas benditas, en cuya procura asomaba cada dos por tres por la sacristía, y en lo cual era mejor no la tocasen, pues se ponía como una furia.
El cura era un italiano, el padre Gandassi, muy buen hombre, muy entendido, muy honesto, un alma de Dios. Habrá sido un poco goloso y un poco arrimado al dinero, como buen cura de campaña, pero aun eso yo no lo creo, digan lo que quieran, porque yo de mi niñez recuerdo todo lo contrario, es como un perfume suave lo que se alza en mí al pronunciar su nombre; y además al morir dejó la mitad de sus pocos bienes a dos hermanos que tenía, la otra mitad a la Beneficencia para una sala en el Hospital; y que los hubiera juntado, unos 5000 ó 6000 pesos, qué tiene que ver, un hombre viejo y solo, nadie se lo puede achacar a avaricia, pues nadie sabemos lo que nos puede acontecer, Dios nos libre y guarde, en cualquier momento.
Digo esto para hacer entender las tribulaciones que pasó el padre Gandassi con la china Anestasia. El padre Gandassi era como si dijéramos el símbolo de la religión canónica, jerárquica y jurisdiccional: la india, que era muy «religiosa» pero muy «religiosa», en el sentido especial que la gente del campo da a esta palabra, más religiosa que el cura como se atrevían a decir algunos insolentes malhablados, era como la «representanta» de la religión tradicional, familiar, natural e instintiva. Yo sé que en el catolicismo estas dos se funden en uno. Pero digan lo que digan los teólogos, a mí nadie me quita que se dan o pueden darse casos de disocie. La india tenía arrastre religioso sobre una cantidad de gente del bajo. En la canina vida ni el cura ni el concilio de Trento la iban a hacer creer a ella y a sus adherentes que una oración para este mal u otro, aprendida de su tata Gregorio, el cual la supo del tata viejo Bonifacio, el cual la repitió en la selva años y años habiéndola recibido de un Paí de las antiguas reducciones, iba a ser cosa mala. Ahora bien, la oración en su origen secular debió estar en latín; pero el latín del padre Gandassi —premio de Latín no obstante del Seminario de Chieri—, no llegaba ni de lejos a identificar esa serie china de sones guturales pronunciados con una fuerza que tumbaba, que la india le recitó inocentemente un día sin sospechar que el cura la estaba examinando. El padre Gandassi, asustado por protestas de la gente fina de la parroquia, por vagas descripciones —quizá exageradas— de candombes orgiásticos y velorios despampanantes, por rumores de medicaciones hechas con remedios fantásticos más oraciones, y otros murmurios de beatas, va y deja escapar imprudentemente algunas palabras mayores como «Superstición» «prohibición absoluta», «puede llegar a pecado grave», «obligación de informar al obispo», que debía ser verdad todo lo que quiera, mas produjeron un efecto espantoso. Simplemente, espantó para siempre la caza: levantó la liebre antes de cargar la escopeta.
La india se cerró en seco. Todo su ser suspicaz de bicho de monte irrumpió como un río. Cerró con llave al control del cura toda la confusa región de su religiosidad ruda pero intensa. En tanto su influjo sobre el pobrerío era cada vez mayor. Al cura nunca lo habían visto los tapes de por el Puerto ni la negrada de la Carbonera rezando dos o tres horas seguidas inmóvil al lado de una puérpera: muchos no lo habían visto ni en misa, la iglesia del pueblo siendo una cosa demasiado caté para sus motas, sus piojos y su haraperío. El cura nunca había curado un borracho crónico, con un agüita verde que echarle a hurto en el vino haciendo una crucita (zumo de flor de ombú). El cura sin pagar no casaba ni bautizaba, mientras que para morirse que es más importante que casarse —los tapes le tienen una aprensión cerval a las ceremonias del Registro Civil, por lo cual de ordinario en vez de casarse se juntan. Dios les ha de perdonar—. Doña Tasia para morir bien, apenas sonaba un agonizante estaba a su cabecera los días y noches enteras haciéndole toda clase de consuelos. Finalmente, el «mal». El cura no quería ni oír nombrar un «mal» y sin embargo el «mal» (neurosis) existe, y el que lo tiene sufre espantosamente, y el médico se ríe, y el cura no quiere saber nada.
Resultado: que después del susto de Ña Tasia oyéndose llamar «curandera» y «bruja» y su rompimiento con la religión oficial, empezó a surgir otra religión en el pueblo: al lado de la religión de los copetudos, que van a misa y si acaso matan de hambre al peón, la religión de los que malsabían el padrenuestro, si acaso, pero siendo pobres y brutos sospechaban vagamente que existían cosas detrás de las apariencias de esta nuestra vida dura, que había también otra vida, que los muertos no se acababan del todo, y que esto sabiendo —y era toda su Dogmática— en los días que la suerte los maltrataba, que eran unos 6 por lo menos cada semana, tenían el instinto de ayudarse entre ellos uniéndose y apretándose, como majada en intemperie. Y ésta era toda su Moral. De esta religión primitiva, la fautora y jefa era, tal vez sin ella quererlo, doña Tasia.
El cura se desesperaba.
Ver que se le iba justamente la parte aquella de su rebaño que Jesucristo dijo ser primera, los míseros; y eso no a la deshilada, como se le van según creo a todos, o casi, los curas de esa zona, sino en masa y alzando bandera contra bandera —«ña Tasia era milagrera y el cura no lo era; ña Tasia tenía remedios para todo, ña Tasia era buena como la ruda»— el cura, no podía sufrirlo, pues como dije era un santo hombre. La china venía a la iglesia lo menos posible; y cuando venía era capaz de estar escuchándolo dos horas con sumiso continente pero sin hacer después lo que le predicaban más que si fuese un palo. Tentó el cura una salida desde el púlpito en un sermón dominical y la acabó de embarrar. Nunca lo hiciera. El golpe no tocó a los que visaba y desparramó en vez la noticia y el escándalo en el pueblo. El médico socialista se enteró, y lo hizo su comidilla apetitosa. Los alacranes que se reunían a despellejar al mundo en el café Leandro N. Alem tuvieron para semanas de chistes. La Logia Benjamín Franklin hizo el caso objeto de una solemne tenida, secreta por supuesto. Hace poco supe —entre paréntesis—, por confidencia in articulo mortis, de uno de sus fundadores, que esta Logia Benjamín Franklin, hoy disuelta, que aterrorizó en su tiempo a nuestras abuelas —la mía creía firmemente que en ella aparecía el diablo—, no tenía sino estos tres objetos exclusivos, y en el fondo, si bien se mira, inofensivos:
1. Mandar plata a Buenos Aires, a la Logia Central Lautaro.
2. Ayudarse mutuamente en política, cuestión «puestos», «cuñas», etcétera.
3. Jorobar lo más posible al cura. Y a veces lo conseguían ¡vive Dios! como en ésta.
Yo era monaguillo el gran día en que el padre Gandassi se reconcilió por fin borrascosamente con ña Tasia, que no sólo volvió al redil, mas se convirtió dehoramás en una especie de diaconisa. Se reirán, pero para mi pueblo fue un gran día; hoy soy filósofo y sin embargo sigo creyéndolo grande. Lo que fue la cesación del Gran Cisma de Occidente (1377), para el Occidente, eso quizá fue ese día en proporción para la historia religiosa de mi pueblo; que hoy día, no es por alabar, pero, es una ciudad muy religiosa. Pasó así. La india vino a bendecir una Virgen del Carmen. Tendría sus cosas, pero eso sí: la india no iba a prescindir del cura para ello; y por ahí le llegó su acogote. Así como era de aferrada a no dejar ni un punto de su religión tradicional, así tampoco era capaz de añadirle un punto, justamente como debe ser en una religión tradicional, según San Ireneo de Lyon: «Nihil innovandum nisi quod traditum est». Si ella llegara a bendecir el cuadro en vez de su enemigo, ella sabía perfectamente que «no valía». El porqué no lo sabría decir, pero ella categóricamente sabía (por su tata Gregorio y el Tata Viejo, y el Retata anterior y etcétera, etcétera, hasta el Paí de la Reducción), que no valía. Y basta.
Así que cuando el cura se le negó rotunda e inesperadamente («aquí te tengo»), a bendecirle más nada a no ser que ella prestase juramento de no hacer en adelante no sé cuantas cosas, aquí fue Troya. Se vio perdida, lloró, suplicó, alegó y gritó. Su comitiva (pues había venido como siempre con media tribu), reforzó el ataque, y se armó un batifondo en la iglesia, junto a la pila bautismal, por suerte solitaria. El cura mandaba latines y teología como sarampión. La vieja santona, que le daba tres vueltas con su lengua ladina, al habla cocoliche y tarda del cura, atrincherada en que «naides podía negarle a ella, por ser una pobre china, la bendición de un cuadro Santo, comprado en lo doña Tinata y conforme a toda lay». La cosa iba brava y para largo, porque era el duelo clásico del águila y la ballena, que no puede terminar nunca pues pelean en distinto elemento. Pero eran dos almas de Dios; y los dos vieron después de enredadísimos y batifondales discursos que se podían entender, con esta condición: que se tradujeran. El cura fue el que lo vio primero; y cortando por lo sano, la llevó a su despacho para cortarle los aliados, adonde entré también yo solemnemente invitado como era costumbre cuando hablaba con mujeres.
Me parece estarlos viendo.
El cura sentado en su escritorio, gordito, cara redonda. La otra hecha una estantigua, con aquellas sayas sucias y aquel gran manto negro que la arropaba como una Sibila, más fea que un demonche. Pero no carecía de elocuencia a su modo. He aquí lo que dijo al cura, apenas pudo hablar que fue todo el tiempo:
—Mi padre, le voy a contar nada más esto —omito todas las zalameras frases de cumplido de criolla vieja bien hablada, que sería no acabar—: Las otras noches cuando la muerte de la pobre Ulogia, que usté la recordará, aquella del mal parto, que yo mesma lo llamé para los olios, cansada de dos noches sin dormir, que fue una piedad aquella criatura, me dormí como un tronco al lado mesmo de la cama’e la muerta. Yo sabo soñar mucho, mí padre —pronunciaba el mí muy acentuado, como si fuera pronombre personal; con todo lo demás del tonillo paraguayo—, y siempre sueño cosas de vinificación —el cura hizo aquí un gesto—, y aquella noche soñé algo que le va gustar. Fui, y un derrepente vide al Ángel… («ma qué ánquel, qué ánquel, hay mucha clase de ánquele, doña Nastasia, y alguno son bueno y alguno son malo», pero era inútil, la vieja le hacía tanto caso como oír llover), vide al ángel, vide al ángel, ¿y qué hacía el ángel? Estaba escribiendo una lista en un papel de seda. Y yo le dije, digo:
—¿Qué está escribiendo, mi Ángel?
—Estoy escribiendo —me dice—, todos los que aman a Dios.
—¿Y está mi nombre en la lista?
—¡No!
—Entonces —voy y le digo— mi Ángel, escriba mi nombre en la lista de los que aman al prójimo.
El Ángel se sonriyó y se desapareció.
Yo me desperté asustada. Al lado mío la muerta Ulogia con una sola vela y un mal trapo encima. Solita su alma. Todos se habían ido, dejándome sola a velarla. Pero yo no tenía miedo porque estaba como dormidiita la pobre m’hija. No se sentía ni un solo ruido, estábamos en la mitad de la más negra noche, que parecía no haberse más de acabar. Me dormí de nuevo, y derrepente veo otra vez a mi lao el Ángel ¡de lindo! Estaba escribiendo una larga lista en otro papel de seda.
Y ya voy y le digo:
—¿Qué está escribiendo mi Ángel?
—Estoy escribiendo —me dice—, esta vez el nombre de todos los que Dios ama.
—¿Y está mi nombre en la lista?
Y el Ángel no me dice nada, se da vuelta sonriyendo, y me muestra su papel escribido de oro, que es nada menos según dicen el Libro de la Vida.
—¿Y estaba el nombre de usté? —preguntó el cura muy interesado.
—Mí padre —contestó ella solemnemente con la precisión y la tranquilidad de un oráculo—, mí padre: ¡estaba uno de los primeritos!
—¡Superbia luchiferina!
El cura se quiso levantar de un golpe con este anatema de los labios: pero entonces ocurrió una cosa insignificante, una cosita de nada, una nonada que ocurre mil veces en la vida, y más al que es algo duro de lengua como el cura, y que sin embargo le dio qué pensar mucho tiempo. Se confundió de palabra. En vez de fulminar la fórmula condenatoria ¡Superbia luchiferina!, le salieron, sin saber él mismo cómo, dos palabras latinas que había leído esa mañana en el Evangelio de San Juan:
«¡Secundum símile huic!».
(Y el Segundo Mandamiento que es amar a los hombres, es semejante, es análogo, es irrompiblemente yunta del amar a Dios que es el Primero).
Habrá sido casualidad, habrá sido el recuerdo de todas las obras buenas que se narraban de la pobre bruja, su aspecto actual hierático de estatua inmóvil, la bondad natural del padre Gandassi, su propio interés de combatiente medio en retirada, la idea de que no había nada que hacerle, o una inspiración de Dios, o al menos «del Ángel» como decía doña Tasia, el caso es que yo vi caer de golpe su cólera como un telón cortado, y pronunciar el pastor en un tono no menos sacramental que el de su reacia oveja éstas o semejantes palabras:
—Doña Nastasia, vamo a hacer un corte por el medio como dicen. Usté ese cuento de ese sueño, no me venga con sueño aquí, a usté se lo ha enseñado el doctor Malueña o cualquiera de eso farabute del café que se le dan de ilustrado. Pero yo le digo una cosa: usté es una muquer buena, sí señor, y con toda esa maldita bruquería que no se la voy a sacar ni a tiro, yo a usté la necesito, la necesito, la necesito ¿capite?, y si usté no me ayuda a mí, se me va al infierno la mitá del pobrerío. ¿Vamo a hacer un corte por el medio, sí o no, doña Nastasia?
Y era un hecho. En aquel tiempo era un hecho y hoy se ha vuelto también teoría y lo llaman Acción Católica. Era un hecho, como el cura había acabado de verlo —para todo el que conociere el Bajo del Rey, la Carbonera, la parte al otro lado de la Estación, el lado del Garabatal que queda atrás del Tiro Federal yendo hacia la Isleta— que sin ayuda de la magnánima Anestasia, con todos sus defectos, sus manías, su religiosidad arrevesada, su terquedad y sus atávicos, ni el cura ni su teología llegaban ni a mil leguas de la mitad por lo menos, qué digo, de la mayor parte del pobrerío.