Reverendo padre:
… De ninguna manera quiero que vaya a ver a mi familia… Yo no sé cómo ha sabido usted que vivía en esa ciudad donde lo han mandado. Pero yo le prohíbo que vaya a hablarles de mí —me he muerto hace mucho para ellos— o a intentar unirnos, como usted dice, porque hay cosas que una vez rotas, nunca más se pueden soldar. Nada de lo que existe fuera de estas paredes negras y eternamente cerradas, de estos viejos corredores, estos patios tristes y descuidados y este cielo aburrido que contemplo a través de las rejas tiene ya nada que ver conmigo; ni yo quiero saber nada con el mundo y los hombres y mi familia. Si me han hecho algún bien, Dios se lo pague; y el mal que me han hecho, yo ya se lo he perdonado…
¡El mal que me han hecho! Ellos no lo saben, ni creo que puedan saberlo nunca… Yo fui, padre, la penúltima hija y la única de todas que nació fea y pecosa y debilucha, así como soy todavía ahora. Mis tres hermanas no lo eran y mis hermanos tampoco. Y por eso, desde chica, mis hermanas siempre se burlaban de mí y me llamaban la Pecosa y ninguno se ponía a favor mío, si no es mi hermano Pedro, algunas veces…
Y como yo era tímida y sensible, por eso creo que crecí así siempre, retraída, esquiva y mustia, como una flor con poca agua. Así que me han hecho mucho mal, padre, sin saberlo ellos tal vez; pero por ventura ¿no tenía yo derecho a que me quisieran?… Mi padre sí me quería, y recuerdo que cuando pequeña, cuando todavía me duraban las ilusiones de mis triunfos escolares —porque era la más adelantada de la clase y les ganaba a mis hermanos, y estaba muy ufana de eso—, salía yo todas las tardes corriendo a esperarlo en la esquina con mis notas en la mano, mientras él llegaba, ¡el pobre diablo!, con su paso lento y desgalichado, de la escuela donde era profesor…
Pero él tampoco nunca se ocupó demasiado de mí ni me pudo entender, y mi triste vida me fue separando paso a paso de él, como de todos, y llegué al fin a despreciarlo y reírme, igual que mis hermanas, de sus largos discursos contra los curas y la religión y de aquella frase famosa que siempre decía: «Lo he dicho y lo diré. ¡Los nuevos tiempos barrerán con todos los tiranos del pensamiento!».
Mi madre lo trataba mal y lo retaba; y él se pasaba las horas fuera de casa en el club, con cuatro o cinco amigos, maestros como él de la Normal, que también se burlaban de él, como conocí dolorosamente un día, desde una mesita cercana a donde estaban ellos: «Llamálo a Mendizábal —dijo uno. —¿Para qué? ¿Para que venga a fregarnos con su perorata? —¡Para hacer que hable del pensamiento libre y después que pague el vermouth…!».
Le digo esto no por hablar mal de nadie, sino para que vea que yo no tuve en esta vida nadie que me llevara de la mano. Y muchas veces me sentía muy sola y desamparada y sentía la necesidad de alguno que me defendiera contra las cosas duras de esta vida y en cuyo corazón yo reclinara la cabeza, que sentía débil y cansada… Pero nunca encontré ese apoyo, sino despego y frialdad, porque ya en la escuela todos me decían Pecosa, como mis hermanos; y como yo me ponía colorada y lloraba por cualquier cosa, me embromaban para reírse de mí, y ninguno me defendía; y mi corazón se replegaba cada día más en sí mismo, como una sensitiva, en esas dos casas donde no hallaba calor… No me gustaba jugar con nadie, no iba al cine con mis hermanas y mi madre —mi madre era loca por el cine—, me resistía a ir a las fiestas y a las visitas, pues que me mirase nada más la gente me daba vergüenza, y así todas me decían que era una pavota y una corta… Y por eso yo no quería a ninguno de los de casa, sino a la Antonia, la sirvienta, que era una muchacha mala, y me hizo mucho mal y enseñó cosas malas. Pero yo ¿qué iba a hacer, padre? Yo creo que no sabía que había Dios; nadie me había enseñado a rezar. Y por eso quiero tanto a la madre Clemencia, que me enseñó que hay Dios, que es padre nuestro, y que hay la Virgen María, Madre de los grandes pecadores; que me tuvo cariño, que me llamó Lucía y no Pecosa, que me enseñó a confesar y comulgar, en ese tiempo terrible en que recién había llegado a esta sombría cárcel, y la idea de matarme se clavaba en mi cabeza como un clavo de fuego que no me dejaba ni de noche ni de día…
Hoy día estoy mejor, padre, y ya no llamo a la muerte sino que la espero; porque eso no es pecado. Porque yo he sido muy mala y lo soy todavía. Recuerdo cómo me pasaba las horas muertas en el jardín, cada vez más solitaria y retraída; y echaba maíz a las gallinas y cuando se acercaban, de golpe, con una varita larga y flexible, les daba un guascazo fuerte, y salían cacareando y volando despavoridas entre un alboroto de plumas arrancadas. Así que pronto todas huían de mí como del zorro; y mi madre que me pilló un día, me castigó y retó mucho, y a toda la casa y a las visitas les contaba el caso, muy indignada: —«¿Saben quién me desplumaba las gallinas? Creíamos que era el perro, jugando… ¡Pues esta señorita! ¡Jesús María con la zonza!»… Y era que yo sentía, padre, una especie de placer en hacer sufrir, y me gustaba; y cuando cazaba una mariposa, la pinchaba con un alfiler, no para guardarla, como nos decía la maestra, sino para verla sacudirse, y aletear y ajarse; como si quisiera que pagara los alfilerazos que yo recibía cada día en el corazón. Y así se hizo maligno mi corazón; hasta ahora, que quiero ser buena y comulgo, siento a veces que me invade, que me impregna toda, como una oleada agria y triste, ese placer mórbido, agudo y cruel de hacer sufrir, de hacer mal… ¡Pobre de mí, padre!
Pero a mí nadie me ha defendido, nadie. Una vez —qué tristeza me da acordarme de estas cosas—, una vez me llevaron a un picnic que hacía mi familia con otros amigos, porque Clotilde, mi hermana mayor, se había comprometido esos días. Yo le tenía envidia a ella, que era tan linda, y festejada, y era tan querida de mamá, que le hacía siempre hermosos vestidos; pero no la odiaba, porque entonces tenía yo 13 años y no odiaba a nadie todavía. Y aquel día me puse contenta, jugando con mis primas y otras chicas bajo los grandes árboles sombríos y florecidos de la Isleta del Tiro, donde estábamos; corriendo como una loca sobre el pasto verde y húmedo y buscando caracoles en el arroyo y niditos de cachilos en las matas de paja brava… ¡Qué lindo vivir así siempre, si una tuviera con quién jugar, que no la ofendiese ni avergonzase nunca!… Había hecho un gran ramo de margaritas y helechos y pensaba volver a casa cantando por el camino como una locuela, y que desde entonces todo sería de otra manera, porque yo me haría amiga de mis primas y saldría con ellas… ¡Pero qué diferente fue mi vuelta!
¡Cuando una no tiene suerte, padre, donde quiera que pone el pie se hunde! Por la tarde, una señora que llaman «la casamentera», se empeñó en armar un baile infantil y juntó a todos los muchachos ariscos que andaban traveseando con las hondas y pescando; y a las niñas que jugábamos sentadas en un grueso tronco caído para hacernos bailar, decía ella, el pericón. Todas encontraron en seguida pareja; menos yo, la pecosa, la tímida, que quedé sola contra el tronco, haciéndome la desentendida y mirando a otra parte, pero con los ojos llenos de lágrimas. Entonces oí que la casamentera, la zonza, decía:
«—Roberto, ¿por qué no acompañás vos a Lucía?
—¿A ésa? —dijo el muchacho— ¿a ésa fea y pecosa? ¡Muchas gracias…!».
Yo me fui de allí, de miedo que me vieran llorar; porque todos, todos se echaron a reír… ¡Y mi madre también!
Aquel día me asesinaron, padre.
¡Qué vuelta aquella, con mi hermana Regina y otras niñas, acurrucada en un rincón del coche, devorando en silencio mi amargo y feroz desconsuelo, que casi ni me dejaba oír las carcajadas alegres y los gritos de ellas, las felices!; hasta que se fijó en mí mi primita María y dijo:
—¡Qué callada viene Lucía!
—Mirá —me dijo mi hermana—: tenés sangre en los labios. Limpiátelos.
—¿Sangre? —pregunté aturdida—. ¿De qué?
—De mordértelos, seguramente, tonta.
—¿Por qué se los muerde? —interrogó la niñita.
—¡De vergonzosa que es, la zonza! ¡Es una pavota! No sabe conducirse delante de la gente. A mí me da rabia tener que estar con ella delante de la gente…
Un sollozo mío cortó el diálogo, y las lágrimas que había tragado toda la tarde se desbordaron por fin y corrieron por mi cara pecosa, roja de vergüenza…
Y lloré de nuevo en casa, en un rincón de la huerta, esperando inútilmente que alguno, echándome de menos, me buscara y consolara… y lloré otra vez por la noche en la cama, sin poder dormir, toda estremecida de dolor y de rabia, ahogando en la almohada los suspiros que parecían bramidos y sintiendo en mi pobre corazón, que el dolor hacía perverso, unos inmensos deseos de desquitarme, de ser mala, de hundirlos, de tramar una venganza cruel, como las que leía en las novelas.
¿Le dije, padre, que yo leía muchas novelas? Desde chica empecé a leerlas, para divertirme. Las leía ávidamente, desesperadamente, todo el día; primero las de Carolina Invernizzio y Carlota Bronté que tenía mi madre, después otras que yo compraba a escondidas… Me sumía en ese mundo encantador y dulce, tan distinto del que yo vivía, y lloraba mucho a veces, cuando encontraba algunos personajes que se parecían a mí. Esos dulces y palpitantes libros me daban placer, un placer ficticio y engañador, como un sueño que pasa; pero al fin el único placer que tuve en mi vida. Las leía hasta acostada, desojándome a la luz de una vela, y luego, a oscuras, me ponía a soñar despierta largas horas, soñar que yo era como aquellas muchachas hermosas y felices y que también me querían, y que venía el amor, rubio y gentil y llenaba de luz rosada toda mi vida pobre y oscura.
Y me parecía más pobre y oscura aún, cuando dejaba el libro y tenía que volver a trajinar, entre las importunaciones de mi madre y mi hermana, que me llamaban holgazana y princesa, porque las dejaba solas en los trabajos de casa. Y así cada día me fui separando más de ellas y hallando más lejos y más extraña la casa… Era una cosa triste; pero irremediable y fatal, que yo no podía evitar ni sabía cómo… Era como si hubiéramos echado por dos caminos en ángulo, que a cada paso nos separaban más y aumentaban el abismo entre nosotros. Yo tenía la sensación oscura pero indudable de ese abismo, cada vez que pensaba; pero había que tener paciencia y seguir caminando adelante, adelante, sin saber adónde. Padre, una vez leí un verso muy triste, que me hizo llorar muchas lágrimas, porque me parecía la historia de mi vida. Yo lo sé de memoria, aunque lo leí aquel día y nunca más. Decía así:
«El búcaro en que muere esa flor pura
un golpe de abanico lo quebró;
y tan ligera fue la rozadura
que ni el más leve ruido se advirtió.
Pero la breve imperceptible grieta
con marcha lenta y precisión fatal
prosiguiendo tenaz su obra secreta
rodeó todo el circuito de cristal.
El agua fue cayendo gota a gota
y la espléndida flor marchita veis;
aunque nadie lo sabe ni lo nota
roto el búcaro está; ¡no lo toquéis!
Así a veces la mano más querida
nos roza sutilmente el corazón
y lenta se abre la secreta herida
y se mustia la flor de la ilusión…
Todos lo juzgan sano, entero, fuerte,
mas la oculta lesión creciendo va;
nadie su mal desconocido advierte,
pero no lo toquéis ¡roto ya está!».
No vaya a creer, padre, que yo quería este estado tan triste… Muchas veces tenía yo desesperados deseos de encauzar mi vida que se torcía… Me daban unos ataques de ternura a veces y pensaba en ir a mi madre, y abrazarla y besarla llorando y decirle que era mi madrecita y yo su hijita, y que la querría mucho, y no sería holgazana más, y la obedecería, y no me casaría nunca con nadie, sino que me quedaría para cuidarla a ella y a papá, viejecitos; con tal que me quisiera y no me dijera nunca, nunca Pecosa; y después contarle todo, todo lo que me pasaba hasta que sentía algunas veces rencor contra ella… ¡pero que yo lo echaba, lo echaba siempre!…
¡Pero qué vanos e impotentes planes! Toda mi ternura se deshacía como un humo ni bien tocaba la realidad, ni bien veía a mi madre y oía sus agrias palabras o sus recriminaciones injustas… ¡Y ella me quería sin duda, que al fin era mi madre y tal vez todos sus reproches querían curarme de ese negro alejamiento que su corazón de madre debía ver o presentir en mí!… Pero era para peor. Yo no la adulaba ni le andaba atrás como mis hermanas, para conseguir vestidos y sombreros, sino que recibía los que me daban con orgullosa indiferencia, y ella siempre decía: «¡Pero qué despegada y malquerida es esta hija! ¡Jesús María! ¡Yo no sé a quién sale! ¡Tan cariñosas como son sus hermanas…!».
Y así fue inútil y nunca pude derramar el corazón en ella. ¿Y en mis hermanos?… ¡Mis hermanos! Los dos eran groseros y malcriados; y hablaban en la mesa, a pesar de las señas imperativas de mi padre, de cosas que avergonzaban a nosotras… hasta que nos acostumbramos… ¿Y mi padre?… Con él sí tenía ocasión de hablar, porque quedábamos largas horas juntos y solos cuando mi madre y mis hermanas iban a la función o al baile… Porque mi madre iba mucho; y bailaba muy bien, y como era muy hermosa y bien conservada, muchos se extrañaban cómo se había ido a casar con mi padre, «el pobre Mendizábal»… Y algunas veces murmuraban de ella. Una vez llegó a mi padre un anónimo, de letra de mujer, y mi madre lloró, y mis hermanas gritaron y mi padre no sabía qué hacer. El pobre, todo indignado, quería llevar el infame papelito a la comisaría, para procesar a la que sospechaban autora, sin ver que así lo daba a la publicidad y se cubría de vergüenza… A mí me daba asco ese barullo y no me metí y seguí leyendo mi novela, CONFESIÓN, de Hugo Conway. ¡Que se arreglaran!… Mi padre, ¡qué sabía! Mi padre no vivía en este mundo, sino en el mundo de sus libros, de sus amigotes, y de sus discursos anticlericales.
Y así, aunque largas horas estábamos juntos en la biblioteca, apenas hablábamos, porque yo veía que no me iba a entender y ¿por dónde iba yo a empezar? Y así pasábamos, yo leyendo y él leyendo o hablándome de cosas que no me importaban nada…
Así se arrastró mi juventud, turbia y sin luz y sin quien me guiara; y de ese modo ¿cómo no había yo de perder el camino y caer en algún pozo?… —Usted sabe, padre, la sangrienta historia. Me engañaron y maté al engañador… ¡Maldito sea él, que venía a mentir, y yo pensé que era por fin el amor, rubio y gentil, que venía!… ¡Oh, los días de fiebre, la resolución furiosa, el trueno de aquella arma, el horror de la sangre, la gente, los tribunales, la vergüenza!… Mejor es que no piense en eso, porque me pongo loca y pienso por qué Dios… ¡No, Dios es bueno y yo sola soy la culpable!
Y justamente padezco y sangra mi corazón tanto.
¡Que esa sangre, junta con la de Cristo, borre mis pecados! La religión que usted, padre, me enseñó, vendó mis heridas; pero no las curó, porque no se pueden curar, y todos los días chorrean sangre las vendas. Con sangre escribo esta carta, porque ¡sufro tanto contando esto!, pero necesito hacerlo, necesito contar mis tristes cosas a alguno, porque me oprimen el corazón como un montón de escombros, y me ahogan. ¿Y a quién mejor que a usted que fue padre compasivo de mi alma y a quien no voy a ver nunca jamás? Porque si hubiera de verlo de nuevo, me moriría de vergüenza de contarlas…
Pero no se empeñe, padre, en sus proyectos locos. Aunque me llevaran donde nadie me conozca o se olvide la gente de mi infamia, mi alma, padre, está cansada; no quiere salir de aquí y verse de nuevo en tumultos ciegos; porque no retoñará nunca jamás, como un árbol podrido… No tengo ganas, ni fuerzas, ni ilusión ya. Es como si todos los resortes de mi alma estuvieran quebrados. ¡No quiero, no quiero, no puedo! Convénzase y agradezca por mí a esa santa señora, que quiere recibirme. Así como en el cuerpo, hay también enfermedades incurables en el alma: heridas que no se cierran, úlceras que no se cicatrizan… La mía está muy llagada; está manchada, está turbia, y toda el agua del mundo no bastaría para clarificarla… Está turbia hasta la raíz, impregnada de tristeza y vergüenza, y nunca, nunca, recobrará su virginidad juvenil… Es inútil, padre, roto el búcaro está; no lo toquéis…
Si mi hijito hubiera vivido, por él estaría yo aún unida al mundo. Pero ahora no hay nada en él que tenga que ver conmigo. Deje en paz mi familia, padre. Mi familia son pobres mujeres criminales como yo, náufragas como yo, borra de la sociedad, vaso de todas las vergüenzas, con quienes me une la comunión de una misma inagotable tristeza… Yo me quedaré siempre entre ellas procurando hacerles bien y salvarlas, para que Dios me perdone y me salve… Algunas son muy malas, pero lo prefiero… vivir con ellas antes que con mis hermanas… ¡Ellas son peores! Algunas veces, cuando las olas perversas invaden mi pobre corazón, yo pienso que ellas, que me insultaron cuando vieron mi deshonra, y me abandonaron cuando caí en la cárcel, ellas son peores; que ellas tienen la culpa de la muerte que yo hice, y además, de haber asesinado mi corazón… ¡Oh, perdón, padre, yo las perdono, pero sufro tanto!
Déjeme aquí escondida, esperando el sueño eterno, único que ha de dar descanso a mi dolor sin remedio. Ruegue a Dios mucho que tenga yo fuerza para aguantar y esperarlo.
Hasta el cielo.
Córdoba, en la Cárcel del Buen Pastor, 10 de octubre de 19…