Nadie puede negar —y así empieza el dicho de Nuestro Señor y San Pedro— que arriba no es como abajo. Bien lo supo Nuestro Señor y San Pedro cuando después de su vida trabajosa acá abajo llegaron allá arriba.
San Pedro se acordaba de cuando andaban pidiendo limosna de puerta en puerta y cómo predicaban sin que nadie les hiciese caso. Recordaba las noches sin abrigo, las comidas escasas o dudosas, las grandes trotiadas, y los patrones que no pagaban el trabajo o regatiaban ruinmente. No era lo mismo estar ahora vagueando por el cielo sin hacer nada, gozando la fresca. Una de las cosas de más gusto del cielo para él consistía el sentarse en un tronco o tajo con su guitarra, el mate aláu[1], y una fuente de tortas fritas, jamón, cañadoble y otras golosinas: y ponerse a milonguear las horas muertas desta suerte:
Afanosamente voy
por una mina de fe
a una cosa que no soy
que no quiero y que no sé.
Desde la cuna y la nana
afanosamente voy
buscando un cierto mañana
que sea mejor que el hoy.
Pues mi madre me asegura
que por un túnel de fe
se llega hasta la ventura
de la luz que no se ve…
Despojado, ciego, inerme
sin lázaro y sin convoy
tengo que llegar a hacerme
una cosa que no soy.
Una cosa que no quiero
porque tengo que tirar
cuanto soy y cuanto espero
al albur de un grande azar.
Y comprar echando el resto
una cosa que no sé
la gema que no se ve
y el tesoro inmanifiesto:
oh mi Dios que entiendes esto
y en mí estás y tan lejano
mete de una vez la mano
pues yo me confieso lodo
rómpeme una vez del todo
cirujano soberano
insoportable gusano
de una vez… ¡Qué importa el modo!
O a veces más a lo criollo ansina:
Quien me diera quien me diera
aunque fuese manco o rengo
que tenga lo que no tengo
y lo que tuve tuviera,
ay y lo que tuve tuviera.
Lo que tuve me ha gustado
y lo que tengo me gusta
tener y tuvir no ajusta
caduno va por su lado.
Lo presente es de mi agrado
pero lo pasado lloro,
lo que ha de venir imploro
y así estoy siempre colgado
del presente del pasado
y del porvenir que añoro,
ay y del porvenir que añoro.
Y todo lo demás que se sigue. ¡Vida grande!
San Pedro se reía pensando cómo una vez quiso bajar fuego del cielo. ¡Bastante fuego había en la tierra! Le daban ahora lástima los hombres. San Pedro no acababa de comprender cómo diablo no se venían todos, sin restar uno, al cielo. ¡Qué les cuesta sufrir un poco!
Es que él tuvo también la oportunidad de un milagro llamado la Figuración. Un día que estaba rezongando con otros tres, Nuestro Señor lo sacó aparte y empezaron los dos a subir una montaña muy alta —porque San Pedro debía ser el jefe de la postolicidad—. Cruzaron monte y quebrada, valle y cuesta. Tenían que subir a ratos trepando a cuatro patas, y a ratos con un peligro bárbaro, al’ao de precipisos angostitos, en sin-zás, sin ver nada, entre árboles. Dejaron abajo la arboleda y el camino y se fue derecho Nuestro Señor a un punto, y recogió un pajarito helado. Se ve que sabía dónde estaba, pues cuando cae muerto un pájaro, ya Dios lo supo. Era uno desos pancita colorada, que llaman pitirrojo. San Pedro ya daba mediavuelta creyendo listo el viaje, y le dice Nuestro Señor que hay-subir lo menos el doble todavía. El pobre San Pedro se cinchó rezongando y lo seguía a resoplidos, las piernas duras, que se boleaban borracho, los riñones endoloridos; pensando que todo el rancho del día iba ser un pajarito para dos, y a cada rato con gana de preguntarle a Jesucristo si no era hora de volver a casa. Pero les faltaba la mitad del monte Josef-Maní.
Y bueno. Después de un camino horroroso, que no cuento por no alargar, llegaron a un muro de piedra, que nadie podrá franquiar. Allí le explicó Nuestro Señor que ese muro circunvalaba veinte leguas, todo igual, y que era inútil rodiarlo, no había entrada, y atrás dél estaba el cielo. Pero a San Pedro se le hacía dificultoso. Todo aquel que haya sufrido con paciencia en esta vida, pasará el muro de un modo que nadie puede saber. Pero San Pedro es desos que si no toco no creo, como consta por la Resurrección, y no acababa de convencerse. Ahora mismo estaba en el Paraíso, pensaba San Pedro riendo, y todavía se le hacía mentira.
Entonces Nuestro Señor para convencerlo bolió el pajarito helado y lo arrojó arriba el tapial como un cascote. Y vel’hai, apenas el chingolo d’entró al cielo, comenzó a volar en cercos, y San Pedro oye un cantito milagroso, un gorjeo de dulzura que ni calandria ni urú que fuera, y era el chingolo resucitado apenas ni olió el cielo, que ensayaba su primer trino. Gran flauta. San Pedro le dijo al Señor: «Nos bajamos y nos volvemos, y lo que haya que sufrir se sufrirá con aguante, pues ahora he visto que realmente en el cielo está el triunfo de la Vida».
Ajajay maula. Pero algún día hay que volver la tortilla, pues no hay valle sin cuesta, ni taba sin… basta. Sin eso: que yo ya veo que hay criaturas entre mi oiditorio. Y eso sucedió casualmente en este día que cuento. Era al atardecer. Y Nuestro Señor estaba en su sillón de oro, dentra un ángel, y se le arrodilla siete veces, con la noticia que a San Pedro le pasaba algo serio. No come, anda pálido, huye la compañía, no va a las funciones, y sus vecinos de cama le oyen a modo’e quejido, él que nunca hizo más que roncar, y un dormir de angelito. Se le ha preguntado en efecto, y no quiere abrir la boca. Dónde está, Dios lo sabe: no se le ve ni en misa.
Salió Nuestro Señor a campiarlo por todo el cielo y nada. Ni rastro.
Al fin de los fines lo aguaytó allá por donde el diablo perdió el poncho, tirado en un rincón de un modo lastimero: pues había roto sus talares, y derramado ceniza por toda su cabeza, con el rostro en las manos y entre el polvo.
«—Qué te pasa, San Pedro».
Cómo estaría de triste que ni contestar supo. Entonces vieron los ángeles algo grande, cosa de asustar. Nuestro Señor sentado ’nel suelo a la vera dél, como cuando estaban los dos en vida, preguntándole con mucho cariño lo que tenía; pues es sabido que cuando el Señor estuvo en vida, jamás supo ver sufrir alguien sin tomar parte. Entonces San Pedro agarra su corona de oro y las llaves del cielo y las arroja rodando hasta los pies de Nuestro Señor, mesmo como un pibe maleducau; mas Nuestro Señor no se le enojó por eso. «Éste es el premio que me esperaba después de tantos afanes», dijo San Pedro furioso; y Nuestro Señor le dijo a ver si podía tan siquiera contestar una vez que se le pregunta a las personas. Pero San Pedro estaba tan mal que lo desacató como seis veces a Jesucristo. «Yo lo único que quiero es que me dejen solo y d’irme de aquí. Eso es lo único que quiero».
«—Te irás del cielo —dijo Jesucristo— dónde y cómo te agrade, del momento que me hayas dicho qu’es lo que te duele. Ésa es la cuestión». Y Jesucristo a lo mejor lo sabía; pero Él gusta que hable la gente: porque hablando se entiende uno. «Éste es el cielo que me ha tocado —rezongaba el otro—. No sé qué clase de ley de Dios puede ser ésa». Y Jesucristo: «Ya t’hé dicho que la puerta aquí no hay llave, y aquí no nos gusta nadie por fuerza; pero eso sí, no te habrás de ir antes de decirme qué te come. Para todo hay remedio, hombre, menos para la muerte. Y para Dios, ni la mesma muerte es muerte…».
Al fin se abrió San Pedro, y era que tenía su madre todavía viva, y su madre había muerto, y no había ido al cielo. Ahora le tocó la vez de entristecerse a Jesucristo. ¿Quién va a pagarse una madre? Fue inútil que tratara de consolarlo, y no era para menos; porque San Pedro decía que amor de madre, lo demás es aire. Resulta que la viejita había sabido ser medio arrimada a la plata, y así no había pobre que tocara a su puerta que no lo sacase a tiros; y eso lo sabía muy bien Jesucristo, aunque no quisiera decirlo por no afligir más a San Pedro. Los dos vareaban un camino del cielo, ida y vuelta, entre canteros floridos y árboles de naranja en flor, pero San Pedro sin contestar y cabezbajo, que no sé siquiera si escuchaba; y eso que las palabras de Jesucristo son siempre de vida eterna. Pero palabras son siempre palabras; y San Pedro quería envez que su madre en el punto y hora entrase al cielo. «¿Y quién sabe si se alegrará de vivir en el cielo?», decía Cristo. «¿Y quién no se va a alegrar en el cielo?», decía San Pedro. Y eso que San Pedro debía saber, que quien no se alegra del bien ajeno, no se puede alegrar tampoco de ver la cara de Dios, que es el Bien de todos. Pero Jesucristo pacientaba, porque veía que San Pedro estaba tan triste que hablaba lo que no sabía.
Asunto arreglado. Jesucristo mandó un ángel para el infierno, con encargo de traerse la madre San Pedro. Y San Pedro desconfiado siempre queriendo verlo —pues so trataba de un caso ya nunca visto—, se salieron los dos para la orilla del Abismo, que era un precipicio de piedra bruta, y se tendieron con cuidado al borde. Era tan temeridá de hondo, que los rayos del sol no llegaban al fondo, y así el piso era una pura felpuda tiñebla; y San Pedro no veía d’entrada nada. Sólo el ángel, que todavía estaba en camino, se divisaba por la mitad como una taca, como una luztérniga, como un gusanoluz con una orolia de resplandor contra la barranca negra; allá mismo. Con eso y todo que se había dejado caer como bala, no había llegado aún a la mitad; sólo de vez en cuando soslayaba un poco el ala, para no caer tan seco: y su claridad de ángel a medida que él llegaba, iba echando un poco de fulgor en aquel boquerón de tinta.
Millanares de gusaneras de dañados, prendidos a las paredes y afelpando el suelo como murciélagos empezaron a dibujarse d’entre la oscuridad del antro. Era aquello un inmenso galpón de rocas negras de cuarzo o de basalto angulosas, horriblemente duras y lustrosas, cuadradas o triángulo o estrella, con todas las formas de la geometría menos redondo. Y allí estaban. ¡Carancho! Todos inmóviles. Sólo alguno que otro quería torpemente trepar la barranca como una lumbriz, y caía enseguida redondo sin un grito y sin ruido. Y vuelta a querer subir de nuevo, agarrándose con manos, pies y dientes, y vuelta a caer, y vuelta a querer desesperar subir en silencio rabioso. Había uno parado sobre un montón de cadáveres alzados los ojos y los brazos al cielo, inmóvil, como una estatua de la tristeza y el inútil arrepentimiento. Era Judas. Había miles de panzas al suelo, como heridos de una batalla, como sabían estar los pescados en las redes del pescador. Pero lo que más le dolió a San Pedro fue la cantidad enorme d’ellos.
De repente uno percató al ángel, que flotaba como una palomita sobre el negrerío, y dando un salto prodigioso empezó a gritar «¡A mí! ¡Arriba, arriba!». En todo aquel cienagal prendió la vida como un incendio. Todos gritaban a la vez, y arriba llegaba como el ruido del mar. Una ola inmensa recorría la charca, hinchándose por donde el ángel pasaba, porque todos corrían allá como un rayo, y se apelotaban como esos nidales de arañas que se ven entre árbol y árbol. Pero el ángel se cernía serenito, patinando en caracol, buscando cómo sacar a la madre San Pedro. San Pedro dijo que se ha de ver todavía que no la encuentra en tanto burdel, pero Cristo le dijo que se estase quieto, que no debía tener el menor cuidado, porque vel’hai el ángel la había divisado en medio un montón flacón de avarientos. Ya en eso, cataplún, como un tiro de fusil el ángel sihunde, la ciñe a la vieja como una pareja, y de un solo avalance se alza al aire como un halcón con su presa lo menos 200 metros. Pero por ligero que el ángel fuera —y fue una luz—, dos docenas de malditos se le había ya prendido a la vieja de los garrones, exactamente según dicen el número que se salvaran si la vieja hubiera sido limosnera. Porque los ricos está escrito que no pueden ir al cielo de a solos. Dos docenas de malditos se le habían ya prendido a la vieja de los garrones. Y el ángel levantó no más todo el racimo. Y qu’iba hacer, digamén.
Como un puntito blanco subía a todo galope aumentando por instantes. Entonces divisaron San Pedro y el Señor que la viejita estaba haciendo algo que a mí no me gustó, y a ustedes no les va a gustar tampoco. Comenzó a sacudirse la pollera para tumbarlos los colados, a manera cuando en el pericón la pareja simula limpiarse el barro. Creerán que fue por descargar al ángel no fuera con el peso a quebrarse, pero ¡qué!, si el ángel subía sin mayor esfuerzo, sólo a ratos metiendo un alazo al costao a lo sábalo cuando salta, o como aguilucho que se levanta una culebra. En mitá’camino la vieja sacudió un rodillazo haciendo volar cuatro. Y todo el pelotón que quedó le pedía a la madre San Pedro por amor de Dios los dejase subir con ella.
Quién ablandará el corazón de un judío: y eso que ésta no fue judía sino cristiana y madre de cristiandad. Pero yo les certifico que la angurria de plata hace un cristiano peor que judío. A los cimbrones los hacía saltar a los malditos de sus pies de sus rodillas de su cintura uno a uno, y el ángel a medida que caían, esto era lo raro, volaba más lerdón como si el peso creciera en vez de amenguar, él se iba cansando y quebrantando todo, grandes aletazos como quien nada contra corriente. De modo y manera que cuando no quedó más que uno, el ángel se quedó inmóvil cerniendo casi al ras del cielo.
Ésta era una mujer perdida, que al cuello le iba prendida, como se ve un hombre de un caballo en un río, y con la boca en la oreja de la vieja tupidamente le iba rogando que por su santo hijo y por sus senos de madre no la lanzase a ruina. Que ella era madre también como la señora. Cuentan que esta misma mujer le pidió limosna en vano a la vieja el mismo día que se dio a la mala vida, allá en la otra vida. Sea como sea, tal envión le dio la usurera con las manos y tal corcovo con el espinazo que la aventó a la otra hembra abajo, sólo que ésta manotió, y se le quedó prendida apenas del ruedo del vestido con una uña. Y al mismo tiempo el ángel, que estaba ya atracando al cielo, como que San Pedro lo estaba casi por tocar, zafó… y se hundió abajo cosa de cinco varas.
San Pedro se desprendió el cinto, y le gritó al ángel, como quien anda salvando un augao. Pero el ángel alzó la testa y San Pedro vio estremecido que sus ojos estaban más negros que la noche. ¡Águila divina, no la sueltes! En ese punto la madre San Pedro le plantó a la otra una gran coz en la cara, ésta se llevó la mano al ojo, y se desplomó maldiciéndola. En el mismo punto y parpadeo, el ángel soltó todo, y las dos malas mujeres cayeron para siempre al abismo, dando aullidos largamente y tumbos. «Se hundieron desaparecidamente», como dice el alemán, sin poderse traducir al criollo. «Sie die beide Dirne versanken».
San Pedro demoró un tiempo cabeza abajo con las manos sotendidas, gimiendo. Después se incorporó, se limpió la tierra, y volvióse al Señor con bilis. «¡Qué cielo es éste —dijo—, donde no se puede ayudar a sus semejantes! ¡Qué paraíso puede ser esto, que yo ni a mi misma madre pueda traer conmigo!».
Pero aquí San Pedro vio que se había pasado. La mirada de Nuestro Señor estaba aún tan triste como cuando murió en la cruz, pero un relámpago de diamante en ella que San Pedro vio —Jesucristo estaba aún más furioso que triste—. Como dicen que va a volver. Así como es de bueno, así también cuando se enoja Nuestro Señor es un tigre. «Parece mentira San Pedro, siempre habrás de ser cabezudo —le dijo—. ¿Qué más quisiera Yo que todos viniesen al cielo? ¿No comprendes que Yo para eso sólo bajé al mundo, para posiblar el Amor a los hombres, y que se quieran un poco un al otro? ¿Y que cuando ellos después de todo esto amarse todavía no puedan, ni la tierra ni el cielo, ni un ángel, ni San Pedro, ni Yo mismo podemos sacarlos de su infierno?».
Innsbruck, 1934.