Una vez una pobre india subía cansadaza la cuesta de la serranía. Portaba ojotas y un viejo batón negro, y cuatro o cinco sayas y enaguas encimadas contra el frío. Su casa quedaba lejos, allá arriba, más arriba l’última casa del último carbonero, por donde la roca cabra no tiene más pinos, y cerca donde el glaciar derrite en vano su vidrio horrendo. ¡El pico de Las Ánimas! La vieja sabía muy bien que allá arriba en el glaciar de acero penaban los espíritus, y que por eso se veían resbalar sus sombras pálidas sobre el campo de hielo las noches con luna. La abuela se lo había contado, y su padre cuántas veces lo habrá visto. La pobre vieja no tenía más a nadie en el mundo, y era más vieja que el hambre, nacida allá por los tiempos de Ñaupa. Pateándola ligero hasta arriba cada día se calentaba, y allá encendía una gran hojarasca y se ponía a hilar vicuña. De eso vivía hacía años, y de resignación y humildad. Qué lejos, qué lejos quedaban los días de su niñez, y cuando supo haber un rayo de sol en su cuarto, que casi siempre fue en alegrarse del contento de otros, rejuntar huesos de la mesa’l banquete ajeno. Y aquel domingo era muy por demás tristón, como todos los domingos.
El cura había predicado de cosas tristes, de la muerte y del infierno. La Chacha siempre le había temido a los muertos. La india Chacha pensaba en su vida trabajosa, y encima la muerte y el infierno. Se le había ya muerto todo lo suyo, y la vida del pobre sabía decir el finao su padre era un infierno. La Chacha sabía pensar mucho todos los sermones, no teniendo con quién hablar, pero aquel día todo se le volvía amargura. «Poder hacer algún bien mientras estamoh en vida», era el final, que el cura había escandido reciamente. Y la mujer empezó a hablarse en voz alta, como era su costumbre desde que estaba sola.
«Si al menos pudieses hacer algún bien a anguno, sería vida, Chacha —dijo—. No has hecho ningún bien en tu vida, y por eso ahora no tienes nadie. Si al menos tuvieses anguna amiga con quien hablar los domingos, si no mejor morirse».
Su Juan en vida le supo alguna vez pegar, pero qué tiene que ver con estar sola. Su padre había muerto ella muchacha, Dios le haya perdonado, y su madre ella no llegara a conocerla. Supo tener unas ovejitas y crio un guanaco. Pero ahora para no morirse de hambre tenía que hilar todo el día cuando las vecinas le daban qué; y los dedos partidos y los ojos viejos eran más bien los que ya no daban.
Si tuviese plata para criar un perrito o un gato, un pobre cuzco sarnoso y guacho. La vieja comenzó a pensar amargamente que debía haber hecho su rancho allá abajo, contra el camino. A lo mejor un día habría podido dar alojo a un perdiosero. Si su casa estuviese en poblado, un día un señor de afuera podía haber entrado a pedir un vaso de agua. Si estuviese entre gente podría ayudar en su enfermedad a alguna vecina pobre. Las tres cosas que el cura dijo que hasta el más pobre podía; ¡y ella cuándo! A causa de su padre que había abandonado el pueblo, y hecho en la soledad su asiento.
El desespero es una cosa que crece cayendo, nos libre Dios de un resbalón por él. «Para qué vivo: yo para qué vivo», decía la vieja torciéndose las manos: y el abismo junto al cual corría, la llamó. Ella sabía que una vecina le maldeseó que muriese: más de una quizá. Aunque ella no podía negar que había muchas que hilaban mejor qu’ella. Ni eso sabía hacer. Las lágrimas le caían manso por toda la cara. Siempre había sido fea, fea y sonsa. Le daba gana de tirarse al suelo allí mismo y dejarse morir de pena. La cuesta se le hacía insoportablemente dura y enhiesta, como las cosas que se deben hacer sin saber por qué. Tiró el trozo de pan que no había acabado, pues ni siquiera podía tragarlo. La vieja no tenía muchas ideas, pero esa del cura de hacer algún bien en la vida no se le iba de la cabeza, y se le iba remolinando de suerte que ella misma tuvo miedo. «El que estás allá’rriba —gritó con una voz que ella misma malconoció—, para qué me has puesto aquí bajo si no puedo hacer bien denguno. Para eso sería mucho mejor volverse piedra como estas piedras…». ¿Y cómo no malconocerla, si no venía de su garganta, mas del hontanar más hondo del alma allí donde Dios está y las puertas de la Muerte, cargada de esa tensión violenta que hace intervenir a Dios o al diablo automáticamente? Como cuando Job dijo Maldito Sea el Día que Nací, que Dios le supo contestar desde el turbión.
No había trepado arriba 10 jadeantes pasos, huyendo su deseo de mal morir, cuando vio venir la Chacha por el lao la cuesta Las Ánimas donde camino no hay, quién sabe donde, a modo de un árbol seco o una figura. Se paró a mirar medio desconfiándole. Era un franciscano que viene a paso tranco, ojos bajos, y, cosa rara, no se le veían los pies, como si los escondiera. Alto, flacón, moreno, nunca lo viera ella, ni lo conocía: supo conocer el padre Montilla y el padre Cano; pero él la miró y tenía ojos negros, duros. «Ave María Purísima», dijo ella, pero él la paró; y le preguntó muy afable, siendo seguro de pajuera, para dónde iba.
Ella le contestó que nunca se había casado ni amigado con nadie, que había trabajado todo sus posibles, que había rezado hasta de sobra, que cada domingo de Dios en el último banco de la iglesia no faltaba a misa, y que estaba segura que si allí mismo se caía muerta, el cura ni siquiera notaría el otro domingo que faltaba ella. Pero eso no le importaba, hecha como estaba al llanto. Lo triste era que allí donde vivía no había nadie, persona ni alimaña viva, ¿y a quién poder hacer algún bien de Dios? Merecían morir, había dicho el señor cura, los que se iban de este mundo sin por nadie haber hecho nada.
Pero el franciscano le dijo:
«—Eso dices vos que no hay nadie».
Juntó la yema al pulgar y el índice el fraile, y a ella se los puso delante del ojo como un antiojo, diciéndole que mirase para el río de hielo, para el lado el Horrible glaciar donde están los espíritus dañados. Pero la vieja cerró rápido los ojos diciendo: «Habrá allacito alguien, pero no desos que el verlos sea permitido. ¡No en mis días!». Y apretaba los párpados. Porque no es nada seguro meterse con los muertos. Mas el fraile porfiaba, y le dice con una voz que daba miedo:
«—Si no esta vez, ya nunca tendrás ocasión, mujer, de ver lo que estoy yo viendo agorita. ¡Mira!».
Mujer era pero curiosa, y así a pesar del temor abrió los ojos; y vio algo blando y blanco que contra Lo Blanco bullía. Primero no alcanzaba a discernir nada, pero ya se movió toda la nieve, y picachos de hielo y chafalonía. Eran los espíritus de los dañados penando en aquel frío. Miles y miles. Unos enterrados en el hielo hasta los pechos, otros sacando no más las mechas, otros que ya querían volar, y caían de nuevo sobre la nieve pluf con un tumbo blando. Había unos turbios y grises, la figura ñublosa e incierta como neblina, y ésos tenían como grillos de fierro y pataleaban por liberarse; otros eran blanco mate, y estaban inmóviles como piedras de sal, sólo a ratos se retorcían; pero otros, y eran los que ya querían volar, eran a modo de cristal trasluciente.
Vea usté. La Chacha siempre había pensado que eran cubos nomás de hielo, agujas salvajes, resquebrajones puntudos, aristas y rombos arropados de nieve y revueltos y que los grandes gases grises durmiendo eran nubes de lluvia asentadas; y eran en vez racimos de muertos más blancos que un agua al sol, prendidos todos de la barranca bruta como témpanos. Quién sabe por qué, les daba por colgarse en cadena de los pies uno de otro, y dormirse en columna de cristal. Otros en vez se descoyuntaban como ciempiés y se amontonaban en forma de geometría: historia de buscar la vuelta de aliviar el frío. A veces se abrazaban entr’ellos, pero se soltaban súbito como quemaduras, a causa de lo helado que estaban. Habían viejos y jóvenes, niños y también muchachas y también indios. Pero los jóvenes sin juventud. Combados como viejos y cara pajizos; los viejos en vez alegres y vivarachos: todos tiritando azules los pies de helor. La Chacha sabiendo lo que es descalza sobre la nieve, se sentía estar que de lástima se le redetía el alma. ¡Qué tenía que ver lo que ella sufría!
«—¿Hay permiso para hacer algún bien a esa gente endolorida?» —preguntó al fraile.
«—Nunca está prohibido bienhacer al bienhechor, ni amar al que ama» —respondió él con voz de trueno. Y la vieja tembló, porque esa voz como un cuchillo, al sonar barrió todos los espíritus, y los dejó otra vez de hielo. Miró al lado, y el fraile se había ido sin más explicaciones; pero ella lo que viera visto estaba.
La viejuca d’entró en casa piensa que te piensa. Quería hallar cómo acudir a aquella gente que sufrían. Se sentó en su tablar, esponjó la lana, tomó la lanzadera y le dio con el pie a la rueda, asunto de hacer un ponchito para la mujer del comisario. Pero apenas telar y manos comenzaron a marchar solos, volvió a pensar en los espíritus, que le parecía no había manera. ¡Quién iba a subir hasta’llá, y menos ella! De tanto pensar y pensar, no tenía tiempo para sentirse sola, y el tiempo se le fue aquel día con el hilo; y al atardecer halló que había tejido doble, y sabía ya lo que hacer por los espíritus pecadores.
Al día siguiente qué hace: bajó al poblado, entregó el trabajo, y se proveyó de una entera brazada de velas benditas y el doble de leña; y como todo pesaba mucho, cuando volvió era de noche. La puerta del rancho parecía hielo. Adentro el frío cortaba. Moverse no cuesta plata, y la vieja era flacona y enérgica. Llevó su cama a la cocina, encendió una hoguera inmensa en el fogón, barrió su cuarto y lo adornó con santos, cirios y flores como para visitas. Al fin prendió todos los cirios y abrió la puerta de par en par al tremendo frío; y un rectángulo de luz tendió adelante una alfombra rojiza sobre la nieve. De mientras no hacía más que rezar todos sus rezos, y cantar todos los cánticos del Mes de María y el Tantu Mergo y el Adorado Sea para darse coraje. Alzó su rosario, se metió en la cocina, se acostó como siempre vestida, y esperó… Era un lunes dedicado a las Benditas Ánimas del Purgatorio.
Apenas comenzaba a adormilar, oyó un crujido sordo, y algo que venía del glaciar abajo. El hielo crujía como pasos sordos, apagados. A pesar de su sordera, la Chacha oyó claramente que Eso se arrimaba a su choza, y lo oyó chocar contra el ángulo sur donde no hay paso. Eso era muelle y sigiloso, y caminaba a saltitos. Rodeó todo el rancho. Tembló la ventana. Tembló la india, de miedo. Eso se recostó despacito por la puerta, como quien no se anima’entrar, y se quedó delante los quebrachos crepitantes encogido. Croó dos veces un lechuzón.
La vieja se sintió enloquecer de miedo, saltó de la cama y se lanza dentro la claridad roja, a cerrar la puerta de un golpe. «No puedo tanto —decía—. Por qué dios me han de ocurrir a mí sola estas cosas tan fieras». Trancó tiritando. Y ya se volvió a la cama. Pero no empezaba a quererse dormir, cuando la alcanzó el arrepiento. Oía tristes resuellos, y crujidos de cosas que se iban, y un momento le pareció que había un largo sollozo en el viento. Pobres, con este frío. «Vieja bruja —empezó a decirse alto—, se ve que no tienes hijo, porque no sabes tener lástima del que sufre», que era lo que le había ayer una vecina dicho.
La única vez en su vida que alguien le hacía caso, la tentación fue muy mucho fuerte. «Te vas a levantar ahora mismo, y le abres la puerta aunque sea el diablo, amalaya después te caigas muerta del susto». Hablando sola despalancó los batientes; y llamaba los horribles muertos alejándose, tiernamente, como cuando pastoreaba en el valle: «Vengan mis corderos. Dónde se han ido ellos».
«Mis corderas mis corderas dónde están.
Vengan p’acá ricura.
Porque el sol y las nubitas ya se van.
Y cái la noche oscura»,
y otros cariños, con la certeza brutal que si veía el diablo, se tumbaba redonda en el umbral.
Ganó de nuevo el colchón, se arrebujó y esperó en silencio.
Un largo quejido suspiroso. ¿De ella?
Pero esta vez no fueron pasos sino Algo inmenso que se colaba por la puerta a empujones, tan lleno el cuarto que zumbaban las endijas. Otro bufido, y otra manga que entra, apretujando los otros, que el techo quería saltarse haciendo cancha. El fogón se hizo un incendio, y la vieja sintió el calor llegar hast’ella. Y se durmió serenita rezando el rosario.
Al romper el sol la mañana, alguien cantaba en el rancho; y era la Chacha que barría la ceniza, pues ni un pucho de vela ni un sebito habían los espíritus dejado. Era poco. ¿Cómo procurarse más leña? La Chacha se puso al quehacer. Y ya se había acordado de una relación que supo cantar cuando moza al ruido del telar.
El anillo que te truje
nunca te lo vi pusido
si nunca te lo poniste,
ay, para qué te lo he trujido.
El anillo que me diste
tiene forma de serpiente:
La cabeza de oro fino, ay
y en la boca está la muerte, ayayay
y en la boca está la muerte.
Así, hasta el resol. Y entonces, bajar al poblado saltando a lo cabra. Su vida transfigurada tenía ya un objeto. El trabajo rendía doble, y no lo sentía, por poder calentar sus hijos los desamparados muertos. Las muchachas blancas y rosadas y las mujeres con hijos no tienen tiempo para los que sufren; pero ella estaba libre y vacía. Los jóvenes tienen que vivir la vida, pero los viejos, si no se acuerdan ellos de Dios, quién se va acordar. Ella nunca había sido joven, desde la cuna había nacido y siempre vivido vieja. Su hermano Juan le había dicho eso, y después se fue a la conscripción y no volvió jamás, y ella había perdonado y olvidado. Ahora le venía de nuevo a mientes, pero ahora con alegría. Siempre vieja. Siempre vieja seca desierta y vacía. Vieja siempre. Vieja sonsa.
Por supuesto que el Leñero y la Santera repararon por las compras de la vieja ya dobladas, y charlando un día maliciaron la causa: de puro vieja se iba enfriando, y menudeaba el trabajo y el fuego. D’ende la Santera le vino la idea de no cobrarle nunca sino la mitad del importe sin decirle nada —ganaba lo mismo—; y pensó que acaso Dios le tendría en cuenta eso para sus muertos, y por su lengua de víbora que había dicho cosas horribles muchas veces a la india chiflada, borrachona, hija de borracho, india inútil, y cuando se murió su hermano Juan, bruja. Mas la india parecía olvidada. Tan levantada y contenta ya vivía, que le había pasado el miedo a los insultos. Hasta el cura mismo la trató con cariño, el sábado al confesar le empezó a hablar, y le dio dos consejos: uno, huir las ocasiones; otro, acordarse que la muerte no anda lejos, justamente lo único que la Chacha había toda la vida hecho. Mas la vieja se repetía una y otra vez palabra a palabra los dos consejos misteriosos y dulces.
Así le pasó el invierno como un soplo; y fue ese invierno la única primavera que en esta vida conoció. Ahora hablaba con las vecinas, y como estaba alegre, ellas contestaban bien. Ahora el trabajo cundía y sus ojos cegatos no se sabe cómo, no erraban punto. Se dio cuenta que los hombres en el fondo son buenos, sólo no tienen tiempo para hacer el bien; pero cuando otro lo hace, reconocen. Todas las noches cantaban los gozos de San Antonio, y al levantarse ni una astilla, ni una gota de sebo que los espíritus no se hubiesen comido, barría la ceniza y listo. Y así acabó.
El primer domingo de primavera sería cerca el día de las Ánimas, su puesto en la capilla vacó. El segundo domingo igual, y entonces dos hombres, Fabián Conde y Guadalupe, subieron al glaciar a ver. Por supuesto estaba muerta, y era la primera vez que faltó a misa en su vida. Dos semanas muerta, enterrarla cuanto antes; aunque de puro seca hueso y piel, nadita hedía.
La enterraron la noche misma, y natural sin funeral de primera. Era una noche argentina y clara, comienzo de octubre, lunes. Y está bien que la india, que como hija de alcohólico, era según dicho del poblado, medio dada a ver lo que no era, viera un día en pleno día un fraile flacón, alto, negro, de ojos de diamante. Pero los dos hombres, juna maula, don Fabián Conde que estaba en ayuna, y Guadalupe el sepulturero que en su perra vida probó la chicha a no ser en algunos bautizos y fiestas grandes, vel’hai otra vez al fraile entre las cruces, con un gran libro negro en la mano, muy garifo y templado él. Venía a echarle los oremos y kirielejos a la muerta, qu’ellos por no despertar al cura se habían olvidado. Canturreó inacabable, de aquí p’allá, meta responsos, y le aguantaron horas y horas, respondiendo a destiempo AMÉN cada y cuando el fraile frenaba; porque ellos del Padre Nuestro y Santa María no sabían más que el final.
Y cuando acabó, levantó despacio el fraile la diestra como para bendecir, y les señaló la cuesta de Las Ánimas, el glaciar fragoso y la eterna nieve.
La nieve había hecho una mortaja de virgen. Encima d’ella, había miles y miles de velas prendidas, candelitas de oro, candelitas de oro. ¡Las ánimas! Y había detrás una inmensa hoguera rubia, una invasión tibia de fuego y plata, toda la plata en fusión del Famatina. «¡Vean nomás la vieja —gritó Guadalupe— uá ella! En su perra vida se supo hacer querer de nadie, y ahora cad’ánima bendita le ha prendido cien velas pa festejarla».
El fraile se fue. La aurora rompía, y toda la nieve y el hielo estaban color rosa.
Innsbruck, Día de Muertos, 1934.