Ya lo había confesado, el último de todos, y mi hombre —un viejo de greña entrecana, poblada barba en punta, rasgos duros— no se iba. Se demoraba por la sacristía, dirigiéndome sin mirarme una serie de preguntas indecisas, que me iban dando impaciencia, porque tenía que rezar el breviario. «Que cuánto me salen tres misas por las ánimas. Que si se las pago, que si usté me las puede decir por la ánima [pronunciaba hánima] que yo quiera. Que si me las puede decir antes de usté irse y a una hora que yo alcance… yo vivo lejos…». Hasta que se me ocurrió de repente que el viejo tenía algo costoso que decirme, que no había dicho todo. Conozco a mi gente criolla.
—¡Oiga, amigo! Usté se ha callado algo en la confesión ¿no? Tiene una cosa que no se ha animado a decirme.
—¿Yo, don? ¡Canejo! —dijo el viejo con un movimiento de sorpresa que era toda una confesión.
—Vea, viejo, desembuche —le dije—. ¿Se cree que no lo conozco? Siete leguas se ha venido para confesarse y ahora se va a ir con todos sus pecados y con uno más grande encima, un sacrilegio, un crimen…
—¡Yo no tengo ningún crimen! —clamó el criollo aterrado.
¡Pobre gente criolla supersticiosa, ignorante y brusca, pero buena en el fondo! El viejo bajó la cabeza y comenzó a tartamudear.
—Padre, yo he hecho una gran barbaridá.
Y luego:
—Yo no sé si es pecao, a ratos se me hace que no debe ser, pero me trabaja pior que si fuese el pior de los pecaos. ¡Canejo, que juí animal…!
—Cuéntemela, amigo, para ver si se va en paz. Pero si usted no sabe si es pecado, no tiene obligación de confesarlo.
—Padre, ¿usté se recuerda cuando murió la Inés Fuente, la hija’e la viuda Fuente, hace dos años?
¿Cómo iba a recordar yo eso, un sacerdote llegado días antes por primera vez al pueblo para dar una misión? Lo hice sentar. Le dije: «Adelante».
—Padre, yo soy sepulturero. Yo no le tengo miedo a los muertos. No he tenido miedo más que una vez en la vida… no, dos veces. A los vivos sí les tengo miedo… porque soy demasiado tímido… y por tímido me callaba ahora… y por tímido hice aquella barbaridá…
Pues jué la noche misma en que enterraron a la muchacha aquella, que se había muerto en flor, lo que se llama en flor, joven y linda como una rosa, y rica… ¡rica, canejo!, porque su madre, así como usté la ve mal vestida, es la más rica del pueblo. ¡Viera cómo lloraba en el cementerio, padre! ¡Cómo gritaba! ¡Hasta de Dios creo que mal habló y lo insultó, porque le había quitao aquel amparo, que era la única hija que tenía, y tan jovencita…! Es que era para llorar, cuando uno la vía por el vidrio que tenía el cajón, llena de flores por el pecho y por las trenzas rubias y con la cara tan serenita como la tenía en vida o como si estuviera…
El viejo se detuvo de golpe.
—Como si estuviera nada más dormida —acabó bruscamente—. ¡Esa misma noche que la enterraron! ¡Esa misma noche jué! ¡Ojalá que hubiera sido otra noche, pero no! ¡No me olvidaré en mi vida! Como si lo estuviera viendo ahora, me acuerdo que me juí al atardecer —porque la habían enterrado de mañana—, a buscar al pantión no sé qué herramienta, para volverme a casa. Y ansina que me arrimé y andaba por ahí buscando, porque me demoré un rato al lado de la puerta, me parece que oigo a modo de un quejido largo, un quejido raro, como si viniera de lejos, lejos… o juera de alguna alma en pena o un chiflido suavecito del viento. ¡Pero no había viento! Me paro y se para; arrimo la cabeza a la puerta y nada… «Los oídos me están zumbando», dije entre mí. Y cuando mismo me estaba por dir, dejándome de sonceras, ¡de nuevo el ruido! Pero un ruido tan raro y tan matrero, que uno no sabía si era ruido o si era sueño, ni de adónde venía, ni qué es lo que era, porque a veces parecía gemido de hombre, y a veces golpe en una paré, y a veces raspidos, y a veces gritos de perros que aullaban lejos, ¡y a veces todo junto! Pero lejos, lejos. Entonces pegué la güelta al pantión, que es grande y el mejor del pueblo, y anduve además por el camino de las casuarinas, porque de ahí parecía venir el ruido, para buscar la causante; porque yo en las ánimas y en las luces malas, padre, como soy hombre curtido… no creo mucho. Pero ni encontré nada, ni cuando volví sonaba ya el ruido.
Si me hubiera dormido aquella noche y dejado de pamplinas, creo que hubiera sido mejor. ¿Pero quiere creer que no podía dormir? Al ñudo, decía despacito yo, todo el tiempo de la cena: «Sosegáte Aranda, que ha sido un puro engaño y ahora te estás julepiando con lo que mismo vos te has fingido». No me parecía que eso juera fingido. Y me levanté no más de la cama, y me largué al cementerio que está ahí cerca de casa, llevado por esa curiosidad loca que le dan a uno las cosas peligrosas o las historias de dijuntos… Óigame todo esto, padre, con paciencia, para que se dé cuenta de lo que pasó después; ¡de lo que jué, padre!… Era una noche de cerrazón, sin una mala estrellita en el cielo. ¡Válgale que yo conozco de memoria el cementerio y así en seguida llegué al pantión de los Fuente!… ¡Noche fea, noche negra, llena de ruiditos que daban miedo!…
Me agarré de los fierros de la puerta, enojao conmigo mesmo, porque noté que tenía las manos temblequiando y un sudorcito frío por el espinazo, y en este mesmo punto pegó un chiflido una lechuza, que me sacudió todo el cuerpo, como si se viniera el pantión abajo…
Pero me sosegué y puse la oreja a la puerta y escuché callao, parando hasta el aliento. Oí un rato cantos de grillos, chirridos de langostitas, goteras de agua, ruiditos de árboles, chillidos del viento y otro montón de esos ruiditos callaos que uno no sabe de quién son ni de dónde vienen, y que en las noches serenas le hacen a uno pensar en las cosas del otro mundo… ruiditos del campo, ruiditos del cielo, ruiditos de todas las cosas… y de golpe, después de un rato, como si saliera de abajo la tierra o del medio mesmo de todos esos ruiditos mansos, pero bien claro, que no había modo de negarlo, padre, ¡el quejido!…
¡El quejido! ¡Me dejó frío como un muerto! ¡El quejido mesmo, y los golpes, y los raspidos, y las paradas de un rato, y güelta a empezar de nuevo! ¿Cuánto tiempo estuve escuchándolo, con los pelos paraos, un sudor más frío en la cara que los fierros donde la tenía pegada, y dando sacudones furiosos a la puerta’e fierro que estaba cerrada con llave? ¿Cuánto tiempo forcejié por abrir, sin saber qué hacer y muerto de miedo?… No sé… ¡Hasta que oí el último quejido, tan juerte como si me lo pegaran al oído, largo y triste, como pidiéndome ausilio! ¡Entonces solté los fierros, corrí ajuera del pantión, corrí hasta la puerta del camposanto, y seguí corriendo, loco, desbocado, nervioso, corriendo, corriendo, en la mitad de la noche oscura, por el camino del pueblo…
Corriendo me debí de calmar un poco, y en la mitá del camino, cuando iba a llegar al pueblo, pienso un poco y digo yo, sin dejar de caminar a tranco largo; —«Y ahora ¿adónde vas, Aranda? —A la casa de la viuda Fuente. —¿Y a qué? —A pedirle la llave de su pantión. —¿Para qué? —¡Porque hay un ruido adentro…! —¡Un ruido! ¡Te van a tratar de loco! ¡Juna fresca!».
Acorté el tranco y ya empecé a titubear. Yo soy tímido, padre, y más con esa gente rica y mandona. Uno es pobre, canejo, y a juersa de recibir desprecios al fin se hace como esos perros mal trataos, que siempre se arriman cobardones, de miedo que les suelten una patada. Y yo decía «¿Y si te crén y se vienen todos al cementerio y abrimos y después no hay nada? ¡Juna, que papelón! ¡Y a esta hora, que debe ser el filo de medianoche! Y al fin y al cabo ¿a vos quién te mete en estos líos, que a lo mejor son pura figuración del miedo que tenés en el cuerpo?»…
Pero no por eso me paré ni volví ancas, porque me retemblaba en el oído aquel quejido largo, como pidiendo ausilio, parecido a los que yo había oído pegar en la guerra del Paraguay a los moribundos, y aquel quejido malo me pinchaba, y me perseguía, y me picaneaba de atrás para que siguiese. Pero cuanto más cerca estaba, más iba perdiendo el coraje, y cuando llegué a la puerta de la casa de la viuda, que estaba callada y oscura, como todo el pueblo… miré todas las ventanas a ver si había luz, tosí juerte, pasié por la vereda, y al fin me arrimé a un poste y pensé qué haría… ¿Cré usté que me animé por fin a golpiar el llamador de fierro que hay allí mesmo? ¡Di ande! Dije: «Como están todos durmiendo me voy… hasta mañana»… Y me quise volver.
La casa estaba a la mitá de la calle, y cuando llegué a la esquina, me suena en la memoria el chillido, pego la güelta y… paso por delante de la casa sin llamar, hasta la otra esquina; y allí güelvo a acordarme y güelvo a la casa… y paso de largo de nuevo, sin poder irme, ni tampoco poder llamar, como atado con cadena; y así me pasé un rato déle vueltas por la calle… ¡Perra cobardía de un hombre, canejo! ¡Vergüenza me debía de dar! ¡Y entonces hice un esfuerzo y me pegué un empujón a mí mesmo y digo: «Aranda, no sías gallina, que vas a despertar a toda la calle y te van a sacar a palos!…».
Y agarrando el llamador, llamé. Sonó el golpe como un tiro. Y llamé otra vez más juerte.
—¡Qué hay!
Conocí la voz rezongona del Petizo, un pión de allí que abría un postiguito de la puerta, y le dije:
—Soy Aranda, el sepulturero…
—¿Y qué carancho te come… a estas horas?
Yo casi le grito de sopetón: Gritan adentro del pantión de los muertos; pero me di cuenta y me atajé, y le dije:
—¡Necesito hablar con la señora!
—¡Con la señora a estas horas… a cobrar, siguro!
¡Juna! ¡Vos estás borracho, la gran perra! ¡Marchá a tu casa, canejo!…
Y va y hace seña de cerrar el postigo.
—¡Petizo! —le grité yo con toda el alma—. ¡No cierre! ¡Por favor! ¡Preciso hablar con la señora! ¡Es cosa urgente! ¡Por amor de Dios, la gran flauta, no me vaya a…! ¡No cierre, le digo!
Entonces mismo oigo abrir una puerta y una voz enojada que decía:
—¿Qué pasa allí abajo? ¿Ni este rato que me había sosegado me van a dejar dormir?…
—Es el viejo Aranda —gritó el peón—, que debe de estar tomado y viene a pedir no sé qué historias… pero que va a ligar un rebencazo, si embroma mucho…
—¡Señora! —le grité yo desesperao—: ¡Atiéndame, que preciso hablar con usté! ¡No me deje ajuera, que es muy importante! ¡Por su hija se lo pido! ¡El pantión! ¡Óigame un momento, señora, y no me cierre! ¡Óigame! ¡Por su hija! ¡Por amor de Dios se lo pido!…
—¡Dios! —gritó allá arriba la voz enojada y filosa como un chiflido de víbora—. ¡Dios me quitó mi hija! ¡El único amparo que tenía! ¡Yo daba limosna a los pobres y a la Iglesia! ¡Que vayan a pedirle ahora a Dios que los mantenga… si es que hay Dios en el cielo! ¡No hay! ¡Que vayan a pedir amparo a otra parte… a otro techo que los cobije… o que se yelen ahí afuera y se mueran de frío… como se quedó mi hija! ¡Nunca más doy limosna! ¡Ya lo dije! ¡Nunca más!…
¡Plamm!
Sonó un portazo arriba; y en seguida se cerró retumbando también la ventanita; y lo mismo seguí sintiendo un rato allá dentro los gritos de la mujer.
¿Por qué me huí entonces, padre? ¿Por qué me escapé? ¿Por qué no insistí? ¿Por qué salí corriendo avergonzao y furioso, despechao con el desaire y maldiciendo a la viuda y al pión y a mí y a quién me metió en la cabeza la ocurrencia de ir allá? ¿Por qué me acosté si no iba a poder dormir, de todos modos? ¿Por qué no juí al otro día al pantión, ni me arrimé siquiera, de rabia? ¿Por qué procuré olvidar todas esas cosas, y las olvidé no más, y no pensé más, y me pasé los dos años sin querer recordar ni hacer decir una misa siquiera por el alma?… Yo veo que he hecho mal, padre, y desde hace un mes que no duermo porque he visto la barbaridá que hice y ahora sí que he hecho decir misas, pero no se me va por nada de la conciencia ese peso… y ese ahogo… y esa pena…
Yo interrumpí al viejo sepulturero. Estaba cansado y yo estupefacto. No entendía muy bien aquello, ni en qué diablos consistía el pecado del pobre hombre, qué demonio de temor le había entrado de un mes acá ni qué valor había de dar a aquella narración del cementerio, como a todas las historias que me contaba la supersticiosa gente criolla. Empecé a consolarlo y a animarlo, diciéndole que no fuese más de noche al cementerio, que supiese que no tenía obligación de hacer decir ninguna misa, por más gemidos que oyese y… al fin, viendo que me escuchaba callado, le dije que ésas eran supersticiones y que eso le acontece a un hombre por valiente que sea, figurarse ruidos o quejidos cuando está asustado… y que en fin, todo aquello «le había parecido no más»…
—¡No! —dijo el viejo con un verdadero grito—. ¡No, no, no! ¡No, padre! ¿No sabe? ¿No sabe que hace un mes abrimos el pantión de la viuda, que se quería llevar a Buenos Aires las cenizas de su hija, y estaba adentro del cajón toda retorcida, con los vestidos rotos, un brazo quebrado y los puñados de pelos arrancados en las manos güesudas? ¡No ve, padre, que la enterraron viva… y que yo tengo culpa… y que no lo sabe nadie más que Dios, que me está viendo!… ¡Jesús, María y José, y el ánima bendita de la pobre que murió desesperada, me quieran perdonar lo que hice, porque jué sin querer… y porque soy un pobre paisano tímido… y me rechazaron de su casa!
Y dando un sollozo, dejó caer la cabeza sobre mi brazo, aterrado.