Érase que se era una vez —chiquilina traviesa y picara que no te estás quieta por nada y cuando se te antoja un cuento no hay más remedio que contártelo; ¡con las ganas que tengo yo ahora de contar!—. Érase una vez, hace mucho, mucho y allá lejos, lejos, al otro lado del mar, érase un rey muy bueno y muy valiente, que tenía un palacio de oro y una casa de plata y muchas, muchas tierras, como de aquí hasta Rawson, y muchos, muchos peones y muchos soldados y un manto de seda y una corona linda y una hijita monona que era princesa y tenía cinco años y se llamaba Marisabel…
—Yo —dijo la inquieta oyente, sin levantar la cabecita del seno de la madre—, yo también tengo cinco años pero me llamo solamente Isabel.
—… Y había una hada muy buena que se llamaba el Hada Campanita de Plata, que era la madrina de la princesita y le había regalado una campanillita como la que hay en el comedor arriba del salero, pero de plata; que cuando ella quería, la tocaba y venían todos los pajaritos del monte volando y se paraban en el hombro de la princesita que les daba de comer; y no había ningún pájaro que no quisiese venir cuando oía la campana; porque todos los pajaritos eran obedientes y buenitos y no como una chicuela que yo sé… que algunas veces cuando la llama su mamá no quiere venir. Pero la princesita Marisabel nunca hacía eso, porque es muy feo, y por eso la quería mucho el Hada Campanita de Plata, que era la que se la había traído al rey bueno y valiente, que tenía una casa de oro…
—¿De dónde, mamá, la trajo?…
—Del cielo, mi hijita. El hada la trajo, un día feo como éste, a la noche, cuando era hora de cenar, con mucho trabajo y dolor…
—¿Por qué no cenamos nosotros ahora, mamá?
—Estamos esperando a papá.
—¿Por qué no viene papá?
—En seguida va a venir. ¡Ay, Dios mío!
—¿Y después, mamá?
—Y después… había otro rey que vivía al lado del rey bueno y valiente, pero no tenía tanto campo, ni tenía muchos peones, ni tenía vacas mestizas y unos caballos lindos y ligeros, ni tampoco una princesita, ni hada que lo quisiese, y vivía en una cueva honda, honda y negra como las de víbora y él era negro y barbudo…
—Mamá ¡llueve! ¡Llueve, mamá!
—¡Y papá que no viene!
—¡Se va a mojar todito! ¡Ji, ji, qué yisa! ¡Como el Canelo esa vez que se cayó en la tina!
—¡Jesús María! ¡Qué trueno, mi hijita! ¡Que venga ya, Virgen de los Dolores!
—¿Y el cuento, mamá? ¿Qué hizo después el rey negro y barbudo?
—Una vez se le escapó una vaca al rey bueno y se fue a la cueva del hombre malo. Y el hombre entonces fue y la agarró para él y le puso su marca, porque le tenía mucha rabia al rey bueno y valiente…
—¿Cómo se llamaba el hombre malo?
—Se llamaba… Comisario.
—¿Y por qué le tenía yabia al yey, si era bueno?…
—Por todo. Por la estancia de los dos, y por el… hada que no lo quiso al malo y lo quería al bueno y porque eran contrarios en la política.
—Mamá ¿qué es la política?
—¡Una cosa triste y loca y estúpida, mi hijita, que vuelve locos a los hombres y los pone inquietos, y los hace salir de casa hasta en las noches obscuras y en que llueve, como es ésta… y deja llenas de susto a sus mujeres y a sus hijitas, que los esperan y los quieren!…
—Y entonces ¿por qué el yey bueno quería la política?
—Porque… que se yo; porque los hombres, por buenos que sean, son así; porque… no le hacía caso al hada que le decía que dejase todo eso y viviesen los dos juntitos y felices, sin sobresaltos, en la casita del campo que parecía un nido, con la princesita Marisabel tan linda, que ya estaba por hacer la primera comunión…
—¡Igual que yo, entonces! —dijo la niña arrodillándose sobre las rodillas de la joven madre, delicada y pálida.
—Igual que vos. Y tenía unos bucles rubios, grandes y enredados como vos; y unos ojazos azules, llenos de luz, también iguales, igualitos a los del rey su papá; y unas orejitas así… que me dan ganas de comerlas (un beso); y una ricura de boquita de pimpollo, parlanchina y requetebonita (otro beso); y una preciosura de naricita ñata (más besos), y una barbita, y unas manitas… ¡Huy!
La chiquilla levantada en alto y zarandeada y sacudida y acariciada, y arrullada, y adorada, clamaba entre el desbordamiento de besos:
—Mamá, ¿y el cuento?
—No me acuerdo más dónde íbamos…
—¡Yo sí! —dijo la chica ufanísima—. Una vez se escapó coyiendo una vaca; y coyió, y coyió y coyió; y viene entonces el hombre malo y la agarra de las guampas y se la guarda para él y cuando el yey bueno fue a buscarla, no la encontró más…
—Así es —dijo la madre con voz temblorosa—. ¿Y qué importa? ¿Qué importa una vaca más o menos, no es cierto, Belita? Entonces yo… entonces el hada le dijo al rey: «No vayas a buscarla». Y él dijo: «De mí no se va a reír nadie». Y el hada, dijo: «No quiero que vayas, porque es mejor perder todas las vacas que meterse en cuestiones con esa clase de gente»… Y él dijo: «Si uno se acoquina, criarán alas y después harán peor». Y el hada le dijo: «Mirá que ese hombre es muy malo; y desde tu casamiento no te puede ver». Y el rey dijo: «¿Ése, a mí? ¡Es un cobarde!… y le tengo tanto miedo como a un perro»… Y entonces el hada se puso a llorar; y entonces el rey se bajó del caballo y no fue a reclamar la vaca a la cueva del hombre malo… Pero un día lo encontró al hombre malo en el café, y se rio de él, y entonces se pelearon…
—¿Y quién ganó, mamá?
—El hombre le dijo que era un sonso y un pavo… y de todo. Y entonces el rey bueno y valiente le dio un empujón y lo tiró al suelo. Y el hombre malo se levantó y agarró un bastón para pegarle. Pero mi rey se lo quitó y le dio un montón de sopapos delante de toda la gente.
—¡Tomá! —dijo la chicuela batiendo las manecitas—. ¡Me gusta, por malo y yobón!
—A mí no me gusta… Porque aquel hombre se levantó echando espuma de rabia y gritó: «Me las vas a pagar todas, me las vas a pagar todas; acordate de esto, canejo».
—¿Y por qué el yey no se escapó lejos, lejos… y tocó la campanita de plata y vinieron todos los pajaritos volando y él les dijo: «Llévenme», y lo llevaron volando, volando por encima de las nubes a una tierra que no había ningún hombre malo?
—¡Ay! —suspiró la joven, tomando entre las manos la maravillosa cabecita de la nena—. Eso le decía el hada. Pero él es valiente, demasiado valiente, ¿sabes? Y se ponía a reír y la llamaba sonsa y miedosa, y le daba un beso, y le mostraba ese caño cuadrado, negro y maldito, que lleva al cinto y le decía: «Yo estoy seguro. Aquí llevo un amigo que nunca falla»…
—¿Qué era, mamá?
—Un revólver… que se llama Browing… y sirve para tirar tiros…
—¡Ah! —dijo la pebeta levantándose—. ¡Ya sé cómo se acaba el cuento entonces!… —Y poniéndose adorablemente grave, con el índice levantado, la carita cerca de la de la madre y la mano izquierda tirando del escote del batón, empezó a imitarla.
—Y fue el yey bueno y lo mató ¡pum!, al hombre malo…
—¡No! —dijo la madre tristemente—. Los buenos no hacen eso. Es pecado matar.
—Entonces —dijo la nena sin arredrarse ni dejar de tirar el vestido de su madre— fue el hombre malo con muchos hombres malos y una espada grande así, y lo mató al yey bueno…
—¡No, no, no! —clamó consternada—. ¡No digas eso, por Dios, mi hijita!…
—¡Pero sonsa! ¡Si después viene que vino el hada y lo agayó y lo levantó y lo hizo vivir de nuevo!…
—¡No, no! —repetía suplicante la madre. Y le tapaba la boquita con la mano. Entonces golpearon la puerta y se abrió ésta luego, dejando entrar un gran relámpago que bañó de luz blanquísima la gran sala encalada, la mesa, las viejas sillas, los cuadros antiguos y la gran alacena labrada. La joven madre que se había levantado prestamente, con una luz de alegría en los ojos, derribando de sobre la mesa la costura, volvió a sentarse al ver entrar un indiecito flaco y listo, con una bolsa sobre la cabeza a modo de impermeable, empapado y chorreando agua por los cuatro costados… y solo.
—¡Señora! —dijo acercándose anheloso y resoplando y pintando los pies con agua sobre las baldosas—. ¡Dice el señor que ya viene! ¡Cómo llueve! ¡Dice que cenen nomás y que no pase miedo, porque usted ya sabe que está entre amigos… y que no hay cuidado, y que en seguida va a venir!
—¿Pero le dijiste que me parecía que había un hombre rondando por aquí afuera?
—Le dije. Cuando yo salí agarró el paraguas como para venirse. Ahora nomás ha de llegar. Me voy a secarme.
—¿Viene papá, mamá?
—En seguidita, querida, suspiró la madre. ¡Jesús, María, el trueno! ¡Otro, Dios mío! Rezá, mi hijita…
Toda la casa retemblaba a intervalos y sonaba el techo de cinc como si rodaran piedras enormes al compás de las fragorosas explosiones de las nubes, mientras la luz aguda y momentánea de los inmensos fogonazos del cielo invadía a cada instante todas las rendijas de puertas y ventanas, haciendo acurrucar a la chicuela en el regazo tibio y entre las manos dulces. La madre la estrechó ansiosa.
—¡Mamá, cómo hace!
La chiquitina se desató, levantó la cabeza del seno palpitante de ella, apoyó sobre él las dos manitas, echó detrás de su cabecita, sacudiéndola, las madejas de oro y dijo:
—¡Mamá! Hace toc, toc, toc, toc.
—¡Es el corazón, tonta! El tuyo también toc, toc.
—Sí —dijo la nena con una mano sobre el pecho de la madre y otra sobre su propio minúsculo corpiño—. Pero el mío despacito, despacito, y el tuyo fuerte, fuerte, como si uno golpea una puerta.
—Estoy enferma yo —dijo la señora.
—¿Te duele mucho la cabeza, entonces… como a mí cuando me enfermo?
—No —dijo ella sonriendo—. Estoy enferma en el corazón y por eso me golpea así fuerte cada vez que papá viene tarde.
—¡Malo, papá! —dijo la chica dando un sopapito en el aire—. ¿Y no me contaste, mamá, cómo acabó el cuento del yey bueno y del hombre malo?
—¡Ay, chiquita! ¡Déjame! Cuando venga papá…
—¡Ahora, mamita! —decía la invencible, tirándola de la barbilla—. ¡Ahora! ¿Cómo era, mamá? ¿El yey bueno mató al hombre malo con ese yevolve de tirar tiros y después le quitó la vaca?…
—No, mi hijita, así no acaba… así no tiene que acabar el cuento… Después… después de una noche fea y triste, y llena de sustos… vino el rey, y el hada, a fuerza de decirle, y a fuerza de rogarle, y a fuerza de rezar a Dios y a la Virgen lo hizo ir a otra parte a vivir, a otro pueblo ¿sabes?, lejos, lejos del hombre malo. Y él arrendó todo el campo y toda la hacienda y la casa a otro, y se hizo en el otro pueblo una casita linda, retirada y llena de flores, donde él podía escribir tranquilamente, ya que tanto le gustaba escribir como a papá; y en su casita estaban contentas la princesita Isabel y el hada, cantando todo el día como unos canarios; y ya no tenía dolor en el corazón y se sanó, porque ya su rey bueno y valiente no quería la política ni nada más que a ella, ni con nadie peleaba, y así ella no tenía sustos; y entonces ella le trajo del cielo otros nenitos tan lindos como la princesita: un varoncito, un chiquirritito chiquito como un cachilito y parecido, parecido a Albertito, el nenito que murió. ¿Te acordás de tu hermanito, mi hijita? Y entonces allí vivieron tan contentos y tan felices que no había nadie en la tierra que estuviera tan contento como ellos en aquel cielo… ¡Ay, Dios mío!, ¿cuándo será?…
Y al llegar a este punto se acabó el cuento; y también súbitamente, en un solo sacudón espantoso, con un ¡ay!, desgarrador y un golpe aplomado y retumbante sobre el piso, la vida de la mujer joven, delicada y pálida que lo contaba. Porque en ese momento se abrió la puerta de nuevo entre un tumulto de voces apuradas y entró en brazos de cuatro amigos, un hombre lívido, con los riñones atravesados de un balazo.
Esto pasó hará unos diecisiete años…
Buenos Aires, 1928