Nelle estaba presente en la oscuridad, en medio de aquella negrura que se revolvía de forma espantosa: «Soy tu única amiga». Nelle estaba cerca de ella, inclinada sobre ella, que seguía tendida, rígida y tensa bajo las ropas de cama. El dulce susurro de Nelle se propagaba en el silencio de su habitación. Había terminado por esperar la aparición de Nelle en aquel momento de su compulsivo viaje al pasado; había terminado por aceptarla, decidida a no hacer nada por luchar contra ella, aunque supo así que el mayor terror imaginable se acercaba lentamente, que estaría encima de ella antes que la noche hubiese terminado. En ese momento sintió que la tocaba la mano de Nelle. Sus largos dedos crecieron a ojos vista, como estrechas franjas de sombra ligerísimamente más claras que la oscuridad amenazadora que la circundaba. Contra estas franjas vio unas barras verticales: los dedos parecían descansar sobre aquella especie de barrotes, solo que del otro lado. Entonces, como las otras noches, tomó forma el anillo en el dedo más largo, y las horrorosas piedras engastadas en el centro parpadearon y cobraron vida, convirtiéndose en una hondura, en un vacío que le succionaba el alma y la arrastraba. Sobre ese vacío se concentraba toda su conciencia, y a ese vacío, irremediablemente, tendría que dirigirse. Sintió que se contraía, que se hacía más y más pequeña, y que al mismo tiempo avanzaba hacia los barrotes, hacia la oscura abertura de la piedra, arrastrada hacia ella como se introduce un hilo por el ojo de una aguja.
Resistió el magnetismo a sabiendas de que no podría aguantar durante más tiempo. Comprimiéndose hasta sentir que le dolían todos los huesos, hasta tensar toda la piel por el esfuerzo de los músculos, se las arregló para alcanzar cierto equilibrio, una postura precaria en el oscuro umbral de entrada al anillo. Y fue en ese instante cuando creyó que dejaba de existir. Mientras vacilaba, mediante un supremo esfuerzo de su voluntad, al filo mismo de la nada, el presente se detuvo. La dulce, halagadora voz de Nelle se congeló en mitad de una sílaba, y su futuro se precipitó hacia ella, arrastrando consigo un tremendo impacto de experiencias, como si todos los acontecimientos todavía por producirse se hubieran vertido en un embudo y ella se hallara bajo el chorro… Su pasado se apoderó de ella, la engulló y la rodeó, esparciéndose por todas partes.
Un nido de barrotes, un entramado de líneas verticales y horizontales, jaula tras jaula tras jaula, y ella en el centro de todas. Daba igual a dónde dirigiese la mirada; por todas partes vislumbraba barrotes, algunos redondeados y blancos como el marfil, otros cuadrados y pintados de oscuro, curvándose hacia abajo para terminar en punta, otros, incluso, sombras en el rostro de un hombre dormido. De estos había dos clases: una se veía a la luz plateada de la luna, y la otra aparecía rojiza bajo el parpadeo de un letrero de neón. Pero aún había otra clase, la más cercana, la más amenazante de todas, que parecía apretarse contra sus sienes, como si se esforzara por mirar a través de los barrotes, al otro lado de los cuales alcanzaba a ver a duras penas las vagas, oscuras formas de los olmos.
De nuevo se dejó oír la voz de Nelle, de nuevo comenzó a fluir el tiempo, pero la visión de aquel mundo enjaulado tras los barrotes no desapareció. «Esto es lo que eres —le decía Nelle—. Intenta creerlo, si puedes, ya que eso es lo que dice el doctor Danzer: que tú eres esa maraña de barrotes. He ahí los barrotes de tu cuna cuando eras niña, los barrotes que viste en el parque y que tenían por objeto protegerte de los osos, las barras de sombra que proyectaban dos persianas distintas en dos hoteles distintos y dos noches muy distintas, pero las dos sobre la cara de Jim Shad, aparte de los barrotes de la ventana de esta habitación, el enrejado que proyecta un dibujo a rombos en el suelo. Estas barras, al menos eso dice el doctor, son tu destino: no puedes huir de ellas, aunque sí puedes aprender a prevalecer sobre ellas sacándoles todo el partido posible, tal como hace un animal enjaulado al rascarse contra los barrotes que lo encierran. Míralas, Ellen: mira cómo te encierran, cómo deforman y retuercen todos tus actos, cómo influyen en tus pensamientos, cómo, en el fondo, son las que te han hecho tal cual eres».
Sintió que la invadía un frío sobrecogedor —el frío de lo irrevocable—, y el temor al que hacía un tiempo que iba acostumbrándose creció con tal intensidad que recuperó toda su fuerza originaria: era el terror de una niña. Se dio cuenta de que había sido arrojada al pasado, a un período desconocido de su propia infancia, que era muy pequeña y estaba asombrada, despierta en medio de la oscuridad y sin otra cosa que mirar salvo las tinieblas; sin otra cosa que oír aparte los ruidos inexplorados que había oído cerca de su cuna. De pronto notó de nuevo el ruido: un crujido en los peldaños, una risa, la voz de su madre al esbozar una protesta. «Pero tengo que ir a mirar a la niña; puede que no esté dormida». Luego, un ruido muy alto y un relámpago luminoso, del cual surgieron dos formas monstruosas, dos genios como los de los cuentos de hadas, brotados de la nada y a punto de llegar hasta su cuna. Se inclinaron sobre ella, obturando toda la luz, riéndose y peleando, a punto de alcanzarla. «¡Ni se te ocurra! ¡Te digo que es muy pequeña para tocar eso!». Más luchas encima de ella. Más sombras amenazantes, sombras que crecían y aleteaban y caían con violencia sobre ella. Una risa histérica, un chillido muy agudo. «¡No! ¡No! ¡Oh, eres terrible!». De nuevo, la sombra más grande se inclinaba encima de ella, se acercaba más y más, y exhalaba un extraño hedor. De pronto, las luces se volvieron más brillantes, cegándola; la mano —la mano de su madre, con aquella rara y oscura piedra— se posaba sobre los barrotes de la cuna, y allá encima descollaba un gran temor y un odio enorme: la descomunal, insensible fuerza del odio, que antes no había sentido jamás brotar de ella, dirigiéndose hacia la sombra en el preciso momento en que su madre volvía a gritar: «¡Si le tocas un pelo dé la ropa, te mato!».
Las sombras volaban sobre ella, cubriéndola del todo, pero el terror había cesado; sintió que volvía a crecer, que avanzaba en el tiempo, que salía del diminuto mundo de la niña para ingresar en otro mundo más vasto y más complejo, el mundo de los adultos. Todavía la rodeaba la oscuridad, aunque ahora se trataba de la negrura natural de la noche. Sentía el aire fresco en la frente, y estaba tendida, descansando tranquila sobre el brazo de Basil, apoyada la cabeza en su hombro, mientras el carruaje en el que paseaban recorría con lentitud el parque. Sobre ellos, el aroma de la vegetación recién mojada impregnaba la atmósfera toda. Había concluido la tormenta, y la bóveda del firmamento, en lo alto, estaba encendida gracias al titilar de millares de estrellas. Nelle iba sentada enfrente, cariacontecida. Y es que hacía varias horas que Ellen ni siquiera la miraba, casi segura de que se hartaría de su juego y los dejaría a solas.
Basil la había tomado de la mano, su ágil figura se recostaba a su lado. Ella se sentía segura, sana y salva. Había pasado la larga tarde encerrada en su habitación, escuchando los intermitentes sonidos de un violín que pertenecía al pasado. A lo largo de la tarde, Nelle había intentado por todos los medios, una y otra vez, obligar a Ellen a bajar a la biblioteca y sorprender a los amantes. Si había rehusado hacer esto con verdadera tenacidad, no fue porque confiase que su impresión fuera errónea, ni por temor de verificar sus peores sospechas. Al contrario, se sentó en su habitación a contemplar un grabado de Picasso que le gustaba sobremanera, y centró todos sus pensamientos en aquellas formas, estudiándolas como si fuese la primera vez que las veía. Nelle no dejó de pasear de acá para allá, de un extremo a otro de la habitación, con una sonrisa de reproche, fingiendo incluso a veces que podía ver la habitación del piso de abajo, que podía ver a sus ocupantes y era capaz de describirle a Ellen sus arrumacos y carantoñas con todo lujo de detalles. Ella se negó a escuchar, y por fin redujo a Nelle a un silencio malhumorado, a pasear presa del frenesí.
Al final de la tarde cesó también el sonido del violín. Oyó que se abría la puerta de la biblioteca y que una voz de mujer, una voz aguda y musical, ascendía hasta su habitación. Nelle, rechinando los dientes, se arrojó sobre Ellen, tiró de ella con toda su fuerza y la maldijo, en un desesperado intento por obligarla a ponerse en pie y bajar a interrumpir aquel encuentro. Ellen, pese a todo, cerró los ojos y resistió a su apremio. Antes, al mirar por la rendija de la puerta y ver a la muchacha de cabellos encendidos en brazos de Basil, descendió sobre ella la calma propia de la certidumbre. Supo en ese instante que la infidelidad de su esposo era un hecho incuestionable. Desde ese momento y en lo sucesivo, todo lo que hubiese podido entrever habría sido mero detalle. No es que a lo largo de la tarde hubiese sido capaz de suprimir aquellas ideas, ni de acallar su imaginación: de cuando en cuando, oía el inequívoco rumor de la risa, de la conversación y —una sola vez— el ruido de un objeto que caía al suelo. Pero si hubiese hecho caso de las argucias de Nelle y los hubiese interrumpido, solo habría conseguido aumentar sus propios celos.
Poco más tarde, segura ya de que la visita de Basil se había marchado, bajó a la biblioteca. Nelle la siguió de cerca, bajó tras ella las escaleras, entró con ella en la biblioteca y tomó asiento en uno de los sillones de orejas que había junto a la chimenea; es decir, se colocó allí donde mejor podría contemplar lo que fuera a suceder. Basil estaba sentado ante su mesa, pero elevó la vista al sentir que Ellen se acercaba. Se levantó, se dirigió hacia ella, la tomó en sus brazos y la besó en la frente. Ella le permitió hacerlo, por ser algo que en el fondo tampoco le importaba en exceso. Era su marido y ella su mujer, aunque él le fuera infiel. Estos tres hechos, a pesar de su aparente y contrastada relevancia, para ella eran cuestiones perfectamente separadas e inconexas. Lo que estaba ocurriendo y su propia forma de actuar le parecían cuestiones carentes de toda importancia, tal vez curiosas e incluso susceptibles de un debate, pero no realmente una parte de su vida. Nelle, sentada al otro extremo, burlándose de ellos, sí que era real. El odio que sentía hacia Basil —tanto más intenso por causa de su reciente pasión— era incontestable, y Ellen tuvo la sensación de sentir el calor de una enorme hoguera, incluso desde tan lejos. Claro que Nelle no era, a la vez, parte de ella.
Salieron después a cenar juntos, y pasaron un buen rato charlando mientras tomaban café. Nelle los acompañaba y permanecía cerca de ellos, observándolos. Durante la mayor parte del tiempo Ellen se las apañó para ignorar su mirada fija e insolente, pero no olvidó que seguía allí. La presencia de Nelle encalló en algún lugar de su mente, y no cesó de mortificarla, como una seria preocupación. Con la esperanza de que un paseo por el parque sirviera para derrotar a Nelle, sugirió a Basil que montasen en un carruaje después de la cena. Nelle no los dejó a sol ni a sombra cuando entraron en el parque, pero su presencia pareció hacerse menos opresiva, y Ellen tuvo la impresión de que pronto cedería y la dejaría en paz, a la vista de su clara felicidad. Nelle dependía de la violencia, de la frustración, del odio.
El carruaje rodó con suavidad por el ancho paseo. Los cascos del caballo trotaban con placidez, y la gorra del cochero, en el pescante, se bamboleaba mientras fumaba su pipa. Nelle los observaba con insistencia desde que subieron al carruaje, pero de pronto apartó la mirada. Ellen suspiró y se serenó. Nada encajaba en su sitio, se dijo, pero la vida seguía, dejaba atrás, poco a poco, cada nueva jornada, de forma muy similar al avance del carruaje, que iba dejando a uno y otro lado las pequeñas arboledas. El truco radicaba en aprender a mostrarse indiferente.
Basil, entonces, carraspeó y se enderezó en su asiento. A la luz de las farolas se le antojó flaco e inquieto, y vagamente infeliz.
—Ellen, hay un asunto del que quisiera hablarte.
Ella le dedicó una mirada y asintió, a la espera de que prosiguiese. Él, sin embargo, vaciló, buscó un cigarro en los bolsillos y se tomó un tiempo innecesariamente largo para encenderlo, antes de volver a hablar.
—Se trata de tu concierto, Ellen. Es decir, del concierto de ayer noche. No estoy muy seguro de que debas dar otro.
Aquello no se lo podía esperar. El rostro se le tensó y, pese a saber qué era lo último que debiera hacer en aquel momento, miró a Nelle. No volvió a mirar a Basil. Nelle había levantado la mano, de forma que el anillo con su piedra negra atrajo la escueta luz de las farolas. La hondura de las tinieblas le provocó el viejo efecto de siempre: se sintió irresistiblemente atraída hacia aquel horrible vacío. Nelle esbozó una sonrisa, cobrando así mayor consistencia, apareciéndosele con mayor claridad. Ellen se sintió flotar hacia ella, pese a saber que no se había movido. Procuró apartar la mirada del anillo, pero su esfuerzo fue en vano.
—¿Por qué te sientas ahí? —preguntó Basil—. No era mi intención insultarte. Lo he dicho por tu propio bien.
Ellen se quedó de una pieza al ver que Basil no la miraba a ella, sino a Nelle, y que Nelle ya no la miraba a ella, sino directamente a Basil.
—No estoy ahí. Estoy aquí, a tu lado —le dijo.
Pero incluso antes de terminar la frase, miró hacia abajo, a donde debiera estar su cuerpo, y se dio cuenta de que no podía verse a sí misma. Nelle, en cambio, era aterradoramente visible. Basil no hizo caso de lo que había dicho. Siguió mirando a Nelle, cuyos ojos brillaban de forma salvaje, y cuyos cabellos se le habían despeinado del todo.
—He ido a ver al doctor Danzer —prosiguió Basil—. Le dije que ayer por la noche pasaste serias dificultades. Le pregunté qué puede ser lo que no funciona.
Nelle soltó una risa burlona.
—¡Pobre imbécil! Supongo que te habrás creído a pies juntillas lo que te dijera, ¿no?
Basil sacudió la cabeza con ademán de preocupación, apagó el cigarrillo y lo arrojó.
—No la escuches a ella, Basil. ¡Por favor, no la escuches a ella! —exclamó Ellen.
Pero fue como si Basil no la oyera. Se pasó al otro lado del carruaje y tomó asiento junto a Nelle. Cuando intentó rodearle los hombros con el brazo, ella se encogió y le arañó en la cara.
—¡Querida, estás enferma! Has trabajado con demasiado ahínco cuando aún era pronto, y ahora mismo estás a punto de sufrir otra crisis. ¡Tienes que escucharme! —Nelle volvía a reírse, enseñándole los dientes—. El doctor Danzer está muy preocupado. Quiere verte, quiere hablar contigo cuanto antes. Dice que en un músico es relativamente frecuente, después de una serie de tratamientos de choque, experimentar cierta dificultad a la hora de recobrar toda la destreza que tenía antes. Cree posible que sufras una recaída, que tal vez necesites más tratamientos.
Nelle le dio un bofetón en pleno rostro, con la palma abierta, hincándole las uñas en la mejilla, arañándole con fuerza, dejándole unas marcas largas y profundas de las que la sangre fluyó sin trabas.
—¿Y no te dijo el doctor que eso era muy probable que sucediera tan pronto diste tu consentimiento para someterme a esos «tratamientos»? ¿No te dijo que la destreza de un artista se echa irreparablemente a perder cuando esa corriente le atraviesa el cerebro…, y que si se realiza ese ajuste perderá buena parte de su habilidad?
Se puso de pie en medio del carruaje, que se balanceaba con suavidad, y le señaló, acusadora, con el dedo índice. Su rostro era una máscara de odio. Ellen se encogió, apartándose de aquella visión. Basil se frotó la mejilla, manchándose la mano de sangre.
—Sí, el doctor me habló de eso. También me dijo que tus posibilidades de recuperación eran muy escasas sin el tratamiento de choque. Tuve que tomar una decisión.
Nelle le escupió, y acto seguido saltó del carruaje. Con los cabellos sueltos y desordenados, al viento, echó a correr con rapidez por el paseo, rumbo al sendero que llevaba al zoo. Basil saltó tras ella y empezó a gritarle:
—¡Ellen! ¡Ellen! ¡Espera, escucha lo que tengo que decirte!
El cochero tiró de las riendas y detuvo el carruaje. Ellen saltó también del coche y echó a correr detrás de los dos, por aquel sendero tortuoso. Basil le sacaba una buena ventaja, y a Nelle casi la había perdido de vista. En su desesperado intento por alcanzarlos, por impedir lo que creía que iba a suceder, se salió del sendero y echó a correr por la colina, por entre las zarzas y las ramas bajas que no podía ver en la oscuridad. Nelle, lo sabía, estaba corriendo hacia el recinto de los osos.
Ellen llegó a tiempo de ver a Nelle, caída cuan larga era, con las ropas desgarradas y hechas andrajos. En ese momento se levantaba y comenzaba a trepar por las barras que dominaban el foso. Cuando llegó a lo más alto de la verja, su perfil se recortó blanquecino sobre la negrura de los barrotes. Basil había empezado a escalar tras ella.
—¡No, Basil! —gritó Ellen—. ¡No lo hagas! ¡Déjala en paz! ¡Déjala hacer lo que quiera! ¡Yo no soy ella! ¡Estoy aquí!
Si Basil llegó a oírla, no dio señales de haberse enterado. Siguió escalando los barrotes, sujetándose a uno con una mano y con las piernas entrelazadas, mientras con la otra mano trataba de alcanzar a Nelle. Ella estaba en el límite mismo de aquella barrera, colgando, con descuido, de las arqueadas puntas de los barrotes. Allá abajo, los osos enormes, o sus sombras al acecho, se movían con pesadez, husmeando el aire, gruñendo. Nelle había empezado a balancearse, a columpiarse de un lado a otro, como si estuviera a punto de perder el equilibrio, y Basil redobló sus esfuerzos por alcanzarla a tiempo.
Ellen observaba, sumida en el más absoluto desamparo. No podía hacer nada. Cada vez que llamaba a su marido, este la ignoraba; se diría que solo tenía oídos para los blasfemos e insultos que le arrojaba Nelle a la cara. Pero mientras Ellen observaba en tensión aquella peligrosa escalada, recordó una experiencia similar —horrorosa— acaecida no hacía mucho. Recordó haberse despertado en la habitación de un hotel, junto a Jim Shad. Fuera, junto a la ventana parpadeaba un rótulo de neón, que proyectaba una sombra de barras negras y rojas sobre su rostro dormido. Se levantó de la cama para acercarse a la ventana y cerrar la persiana, de forma que aquellas rayas no le diesen en la cara, y en ese instante sintió una presión en el hombro que le resultó conocida. Se dio la vuelta y se encontró con Nelle. En aquella ocasión soltó un chillido, y su chillido despertó a Jim, que saltó de la cama y corrió, pero no hacia ella, sino hacia Nelle. Ella le golpeó repetidas veces con el pesado pie de una lámpara, le golpeó hasta verlo caer boca arriba, sin respiración, sobre la cama. Luego siguió golpeándole la cabeza contra uno de los postes del cabezal, mientras Ellen asistía a la escena y chillaba aterrorizada.
Esta vez supo que era inútil gritar. Ni siquiera habría podido gritar, por más que quisiera, ya que Basil había alcanzado la parte superior y más saliente de los barrotes y avanzaba con dificultad hacia las puntas, hacia Nelle. Chillar solo habría servido para sobresaltarle, para causarle tal vez una pérdida de equilibrio que lo hubiese arrojado al fondo del foso. Ellen solo pudo quedarse donde estaba y esperar.
Nelle, en cambio, sí soltó un chillido. En el momento en que Basil la alcanzaba, se puso a aullar, a soltar unos tremendos alaridos. Basil extendió los brazos en un intento por salvarse, pero ya había perdido pie. Según caía, se prendió la mano en una de las puntiagudas barras. Ellen vio desgarrarse la carne por efecto de aquella púa cruel. El cuerpo de Basil cayó luego al foso, produciendo un ruido sordo. Las voluminosas sombras del fondo se le acercaron, y gritó desesperadamente. Nada más caer, Nelle se bajó de los barrotes y corrió hacia Ellen, le tapó la boca con la mano y la sostuvo con fuerza, para impedirle huir en busca de socorro, hasta que ya fue demasiado tarde y los únicos sonidos que salían del recinto eran unos ruidos asquerosamente inhumanos.
La habitación estaba a oscuras. La oscuridad se había aposentado a su alrededor, revolviéndose, retorciéndose, reclamándole lo que le pertenecía. Hasta la ventana estaba a oscuras, ya que la luna se había ocultado tras una nube. Había sobrevivido a las tinieblas una noche más, y de nuevo había vuelto a ser testigo de todo lo ocurrido, impotente, incapaz de intervenir. En cualquier momento que cerrase los ojos, de día o de noche, lo más probable era que todo volviese a empezar, aunque para oír aquellos alaridos no le hacía falta cerrar los ojos. Aquel punzante ulular le atravesaba los tímpanos tanto si paseaba como si dormía, desterrando para siempre toda música, generando su propia sinfonía de dolor. Y a veces se sumaba a ella otro sonido: un susurro dulce y engañador, un susurro que le aconsejaba, la halagaba, la extraviaba. Rara vez se apartaba Nelle de ella, hasta llegar a parecerle una parte de sí misma: hablaba por ella, actuaba por ella, a veces incluso la obligaba a pensar lo que ella deseaba pensar. A veces le daba la impresión de no ser Ellen, de ser Nelle.