Las palabras «Jimmy desgrana el maíz, Jimmy desgrana el maíz» la devolvieron a la conciencia, colocadas como un cartelón en el escaparate de una tienda, extraídas de su ensoñación como un dedo acusador que señalara su pecado… Y aún revolotearon unos instantes, como un eco, al igual que persistía el eco del grito que había oído en sueños, para ceder luego al silencio, como una piedra arrojada a las aguas de un estanque. Permaneció en cama, muy quieta, callada, tensa. ¡Con tal de que consiguiera dejar de acordarse…! ¡Con tal de que aquella noche, por lo menos una sola noche, no tuviese que experimentarlo todo de nuevo…! Mediante un voluntarioso esfuerzo abrió los ojos, para dejar que su conciencia avanzase por el mundo en sombras de su habitación, y se esforzó con denuedo por ver, por distinguir formas, en vez del torbellino de tinieblas que la aprisionaba por todos lados.
Esa oscuridad, esa terrible negrura formaba parte de su sueño, y ella lo sabía. La oscuridad reinante en la habitación era distinta, cosa que bien podría ver con solo mantener los ojos abiertos un momento más, lo suficiente para acostumbrarlos a la escasísima luz que filtraba la ventana. Esa oscuridad pertenecía a una noche, una noche muchísimo tiempo atrás, y a otra noche anterior… que en ese instante solo soñaba. «¡Dilo! ¡Dilo en voz alta! Si consigues oírte decirlo, sabrás que es verdad, y por fin podrás dejar de vivir de nuevo esa noche, esas noches. ¡Dilo! ¡Pronuncia esas palabras! ¡Más alto! ¡Más alto! No me da miedo la oscuridad. La oscuridad solo existe en mi sueño. Ahora no está aquí, solo aparece cuando sueño. ¡No me da miedo la oscuridad!».
Su voz resonó desnuda, sola, enloquecida. No fue su voz, sino la voz de una niña, aguda, a punto de gemir. Y tenía miedo, tenía un miedo atroz de la oscuridad. Estaba allí con ella, tal como estuvo antes, en su sueño. La oscuridad la rodeaba como un manto enorme, ruidoso, maligno, que la cubría por completo. No había luz en ningún sitio, nada le servía de alivio; todo eran sombras devoradas por las sombras, penumbras y tinieblas. Era incluso peor, porque sí existían la distancia y el tiempo, un hoyo enorme al cual debía caer, en cuyos bordes titubeaba, temblorosa, en ese instante. Muchas veces había caído al abismo, muchas veces se había arrojado de forma espantosa, para descender, para descender con la cabeza dándole vueltas, durante un larguísimo trecho, en un vuelo incesante hacia las honduras del pasado, a otro lugar, a otra época. Y siempre había empezado así, con una súbita sensación de vigilia, con esas palabras en los oídos, con el eco de un chillido. Luego, con dulzura, los bordes del abismo comenzaban a desmoronarse. Se descubrió aferrada desesperadamente, en busca de algún asidero en medio de aquella tierra que se movía, que se desmigaba, que iba desintegrándose a toda velocidad. El chillido que durante tanto tiempo había sido amordazado volvía a oírse, convertido ya en un simple hilillo sonoro. solo existía dentro del agujero, y ella resbalaba inexorablemente hacia él. Combatió con valentía, trató de reptar y agarrarse a algo, como si fuera un perro empantanado en una ciénaga de arenas movedizas. Luchó contra aquel suelo carente de sustancia, contra las sombras que iban cerniéndose sobre ella, contra la cruel atracción del abismo…
Esta vez terminó tan repentinamente, tan asombrosamente como siempre. Se produjo un estallido luminoso, una explosión —si así podía decirse— de oscuridad absoluta, una repentina violencia de negrura que era, de hecho, la nada misma. Así cesaba su existencia, perdía toda sensación de su propio yo, todo atisbo de conocimiento, de ser, y se fundía completamente con aquel espejo de la nada… Sin embargo, también este momento transcurría y terminaba, y volvía a sentir. Volvió a ver una luz, y se encontró sentada en el parque, con el sol sobre la espalda, ante una extensión de hierba muy verde y de cielo azul, con algunos niños.
Estaba sentada en un banco, viendo cómo una ardilla devoraba una nuez que ella misma acababa de darle. Era un animalillo muy inteligente: sostenía la nuez entre las pequeñas garras y la mordisqueaba industriosamente con sus agudos dientes de roedor. En tanto parecía ocupada con esta tarea, sus ojillos opacos, como relucientes dianas de visión, se mantenían muy fijos en ella, calculadores, tratando de decidir si echar a correr y esconder la nuez o comérsela entera allí mismo, tratando de entender si a esa nuez seguirían otras o si aquello había sido todo. La sola visión de la ardilla le devolvió la confianza: era un animal vivaz, inteligente, amoral; era su semejante. La ardilla tenía su nuez y ella tenía su vida o, al menos, el momento presente. Una y otra se aferraban a lo que tenían, sin dejar de mirar en derredor por si aparecía alguna posibilidad susceptible de transformarse en realidad. Rio y la ardilla se asustó, se echó la nuez al carrillo y echó a correr hacia el árbol más cercano, para trepar por el tronco. Pero cuando había recorrido un metro se detuvo, se asió a la corteza, como si deseara fundirse con ella, la cabeza escondida y los ojos relucientes, mirándola. Ellen volvió a reír, a manera de experimento, pero esta vez el animal no se movió. Permaneció en calma, y tras unos minutos de precaución emprendió el regreso, dando un rodeo, para exigirle el pago de su deuda: otra nuez.
Era la última que le quedaba en la bolsa de papel, pero se la dio a la ardilla, arrugando la bolsa después y dejándola caer a sus pies, a fin de que el viento la transportase erráticamente ladera abajo, para dejarla abandonada, como si fuera un gato borracho que juguetease con un ratón cojitranco. La ardilla observó despectivamente la bolsa de papel, pero ni siquiera se movió. «Sabe que ya no quedan nueces —pensó—; sabe que si todavía quedasen nueces yo no la habría tirado. Y me dejará dentro de poco, para ir en pos de otras nueces, de otras personas, cada cual con su bolsa. Pero ¿y yo? ¿A dónde iré? ¿Qué voy a hacer ahora?».
Se puso en pie y echó a andar por el sendero, en dirección al zoo. Era ridículo compararse con una ardilla: ridículo y melodramático. Dio una palmada en el periódico que llevaba doblado bajo el brazo. Era una persona notable, una intérprete musical que la noche anterior, sin ir más lejos, había dado un concierto que fue todo un éxito. La prueba estaba allí mismo —volvió a dar una palmada sobre el periódico—, en las palabras de Jeffrey: «… Una experiencia genuina… Nos ha revelado un mundo resplandeciente, un mundo hecho de prístinos sonidos». Le vino a la cabeza la imagen del viejo Jeffrey, aleteó ante sus ojos, oscureciendo momentáneamente la luz del sol, los árboles y los niños. Vio al anciano tal como lo había visto la noche anterior, sentado precariamente en su silla sobredorada, golpeando nervioso el suelo de parquet con la contera del paraguas. Le oyó exclamar débilmente aquel «¡Espléndido! ¡Espléndido!», pero sufrió un acceso de cólera, parpadeó e hizo añicos la visión del avejentado crítico. Para completar la destrucción, se arrebató el periódico de un tirón y lo arrojó al sendero, ante sí, deleitándose al pasar por encima, al pisotearlo y rechazar así de plano las mentiras de Jeffrey. Y es que lo que decía Jeffrey, todos sus endulzados eufemismos, su retórica y sus alusiones veladas, no guardaban la menor relación con la verdad. Ella sabía a la perfección cuál era la verdad acerca de la noche anterior: había ofrecido una actuación más que mediocre, no había tocado —ni mucho menos— como ella hubiese deseado, como era capaz de tocar en otro tiempo. Había dejado de ser una artista.
Madame Tedescu se lo había dicho con toda franqueza, aunque es cierto que aguardó a que ella misma le preguntara su opinión. Estuvo en su estudio aquella misma mañana, tal como le prometió. Hacía poco menos de una hora que se había despedido de ella. El timbre de la casa enorme, suntuosa, que tenía Madame Tedescu cerca del río Hudson, había resonado con entusiasmo cuando lo apretó; sin darle tiempo a apretarlo otra vez, sin darle tiempo a oír cómo se esparcía aquel clamor tintineante, le abrió la puerta Madame en persona. En su cavernoso estudio, la anciana se le antojó más reducida, más parecida a una frágil marioneta que a una persona de carne y hueso. En cierto modo, sus cuadros la hacían disminuir a ojos vista —tenía un Léger enorme, un Dufy larguísimo, muy estrecho, y un Rouault imponente—, al igual que sus instrumentos: los dos grandes pianos concertantes, el clavicordio, el raro y virginal clavecín de ébano, intrincadamente decorado, que, al parecer, había pertenecido a Mozart. Tomaron asiento en un diván estilo Imperio, en la sala más alejada, un estudio de altísimos techos, con aire de catedral, cuyos balcones daban a las dársenas en las que se alineaban, amarrados, los remolcadores. Allí embarcaban los viajeros con destino a todos los puertos del mundo.
Al principio, Madame le hizo las preguntas al uso, sobre su salud y demás. Departieron como dos buenas amigas, acerca de las amistades comunes y las experiencias respectivas, y charlaron acerca del mundillo musical de Nueva York y de la vieja Europa, de los extraños efectos que en la vida de algunos músicos apacibles había desencadenado la guerra, de cómo había afectado a los más concienciados, políticamente hablando, y a las víctimas; comentaron los éxitos de los otros y hablaron de aquellos para quienes la música era el arte, era la vida misma, a los cuales el público en general solía ignorar. Pero una vez pasado un rato, una pausa hasta cierto punto natural en una conversación así se convirtió en un silencio más prolongado.
Madame la observó con los mismos ojos que cuando era su alumna. Sus ojos, grises y calmos, se mostraron inquisidores, y su cara adoptó una expresión reservada y amable, pero firme en su propósito.
—Háblame de ti, Ellen.
Ella apartó la mirada hacia la ventana, observó la luz que se refractaba en olas hasta sentirse algo aturdida, y cuando volvió a mirar a su anciana amiga vio un rostro desvaído, una sonrisa indistinta.
—Me he dedicado a trabajar a fondo —dijo, y se miró las manos, nerviosa—. He mejorado en la técnica. Mis dedos me obedecen a la perfección. Cuando miro la partitura, la oigo tal como debiera sonar, ni más ni menos… Es decir, como siempre. Estoy muy bien.
Madame asintió con un movimiento de cabeza, pero en sus ojos mantuvo la misma tenacidad de antes, como si en el fondo no compartiera ese gesto de reconocimiento.
—Te oí tocar ayer noche. Sé de sobra que has recuperado todo tu dominio técnico. Pero no es eso lo que quiero saber. —Vaciló, como quien se para a pensar con cuidado lo que va a decir. Se humedeció los labios y prosiguió—: Ellen, en tu vida hay muchas más cosas: la música no lo es todo. Está Basil, están las otras cosas que te gustan. Háblame de todo eso.
—Basil está muy bien. Le va de maravilla con su nueva serie de conciertos. Seguro que has tenido ocasión de leer las reseñas en la prensa. Basil se ha asegurado el éxito.
Esta vez, la anciana negó breve pero vigorosamente con la cabeza.
—No te pregunto por la carrera de Basil… Ni por la tuya. De vuestras trayectorias profesionales ya sé todo lo que necesito saber. Ahora quiero que me hables de ti… De ti y de Basil.
¿Cómo iba a contarle algo que ni siquiera ella misma sabía a ciencia cierta? Podía decirle que, como marido, Basil era amable, considerado, atento, de cuando en cuando distraído y, por lo general, no tan interesado por las cosas de ella como ella por las de él. La carta descubierta en la consola, el maquillaje derramado en un cajón de la cómoda, aquella muchacha a la que había entrevisto cuando salía de su casa, dorada por el sol poniente… Podría hacer mención de todos estos hechos. Pero ¿qué significaban? No pasaban de meras impresiones, de sospechas sin confirmar. Podía hablarle del verano que habían pasado en Catskills, de aquellos días lentos y apacibles, de aquellas noches largas, de aquellas noches de éxtasis. Y también podía hablarle de las dos ocasiones en que, durante el verano, cuando Basil tuvo que ausentarse para ir a la ciudad por razones de negocios, al preguntarle si le permitía acompañarle, él se mostró tan desconcertado que prefirió no insistir y lo dejó marchar. Podía comentarle aquellas noches que había pasado sola, sin hablar de las dos semanas que tenía comprometidas en su gira de otoño. ¿Y la noche anterior? ¿Debería referirle a Madame la verdadera razón por la cual se olvidó de todo e interpretó una canción popular en vez del aria de Bach que tenía previsto interpretar en la recepción? ¿Qué diría Madame si le describiera la belleza de aquella muchacha de cabello encendido y le dijera que la había visto con Basil, que los había visto besarse? En fin; no tenía ningún sentido pensar en ello, pues no podría contarle ninguna de aquellas cosas. Al contrario, en lo que dijo tal vez puso excesivo énfasis.
—Basil ha sido muy amable.
Madame volvió a negar con la cabeza.
—Todos los maridos pueden ser amables, Ellen. Y pueden ser también poco o nada atentos con sus mujeres. No creo que importe. Lo que de veras importa es si te hace feliz. Eso es lo que quiero saber.
Por fin pudo decir unas palabras cargadas de significado:
—No. No soy feliz con él.
—¿Qué es lo que no marcha?
Madame se mostró inexorable. La miraba, con las manos entrelazadas, dirigiéndole una sonrisa paciente, justa y firme.
—No parece el mismo de antes desde… desde que volví. Oh, por descontado, cumple con todos sus deberes. Y se preocupa mucho por mí. El verano pasado, durante una breve temporada, fuimos felices, ya lo creo. Fuimos parte el uno del otro; algo maravilloso… Pero ha ocurrido algo…
—¿Puedes contármelo?
Ella negó con la cabeza.
—No, no hay nada que pueda contarte. Basil me da la sensación de encerrarse en sí mismo, de alejarse de mí siempre que puede. Es como si se limitase a tolerarme, decidido a no permitir que me acerque más de lo debido.
—¿Le has hablado a él de todo esto?
—No, no le he dicho nada. Tal vez todo sean imaginaciones mías; no sé si me explico. Hace algún tiempo pensaba muy a menudo que la gente me estaba haciendo determinadas cosas, lo cual luego resultó ser completamente falso. He aprendido a no hablar de mis temores, a guardármelos.
Madame se acercó a ella y le tomó la mano, para apretársela entre las suyas.
—Debes hablarle de ello, Ellen. Estoy segura de que es lo mejor. Si no le dices nada, todo esto crecerá dentro de ti, y este miedo destruirá vuestra vida en común. Si algo no va bien, no puede haceros ningún mal que lo habléis abiertamente, que lo discutáis los dos juntos. En realidad, eso solo puede ser para bien. Y si luego resulta que todo ha sido falsa alarma, si resulta que solo se trata de imaginaciones tuyas y que él te quiere, podrías saber que te equivocas. Cuando él tenga noticia de tus temores, podrá ayudarte a afrontarlos. Pero si nunca llega a saberlo…
Madame se levantó y se acercó despacio al clavecín de ébano. Abrió la tapadera del asiento y sacó un volumen de Bach, lo abrió por la primera página y extendió la partitura sobre el atril. Acarició con una mano la superficie de ébano, la apoyó livianamente y luego accionó el cierre para abrir la tapa y poner al descubierto el doble teclado.
—Recuerdo que siempre te entusiasmó esta aria, Ellen. —Suspiró—. Que a Bach también le entusiasmaba, que la quería con todas sus fuerzas, es algo que se nota hasta en las menores variaciones. Y un rey llegó a obligar al músico de su corte a tocársela todas las noches antes de acostarse. —Hizo una pausa, sonriendo, como si quisiera sopesar los caprichos de los reyes. Luego le preguntó, con cierto titubeo—: ¿Quieres tocarla para mí, Ellen?
Si de veras iba a poder tocar debidamente, había llegado el momento. Y nada más sentarse ante el antiquísimo instrumento, le pareció evidente que, en efecto, así sería, quizá por hallarse en la famosa y vieja sala en la que había tocado tantísimas veces antaño, y en momentos tan diversos de su vida. En ese instante se sintió libre de toda compulsión, relajada, segura, dueña de sí misma, en paz. No le hizo ninguna falta mirar la partitura; se sabía todas las notas de memoria. No tuvo que aguardar a que el público callase, ni tampoco hubo de esperar a que otra persona anunciase su presencia en el escenario, ni ponerse por máscara el rostro que lucía en público. Si quisiera, podría quedarse allí sentada para siempre; era su momento y su lugar indicados. Y al darse cuenta de hasta qué punto era esto verdad, el aria de Ana Magdalena empezó a cobrar forma dentro de su cabeza. Allí estaban todas las notas cristalinas, y el espacio que las rodeaba existía tal cual, los trinos eran limpios y claros como un volante de encaje, como los arpegios; el ritmo, vigoroso; la cadencia, precisa. Separó las manos, se inclinó sobre el teclado. Arqueó los dedos e inició el ataque: las teclas, flexibles, cedieron bajo sus dedos. Acababa de empezar e iba bien.
El movimiento sonoro, el paso que llevaba al fluir, se mezcló con el movimiento de sus manos. Las subidas y bajadas de la melodía se acompasaron a sus inspiraciones y espiraciones, la música empezó a vivir dentro de ella, y ella vivió el tema que ejecutaba. Su ser estuvo firmemente arraigado en los acordes que tocaba, en la contra melodía del bajo, al igual que sus pies sobre los pedales. No hubo divisiones, no hubo desunión; aquel mundo que acababa de construir no era posible desmembrarlo en dos partes: era un todo poderoso. Ella pasó a ser la propia esencia del tiempo, el movimiento que transportaba el fluir del tono. Se encontró, de pronto, en el centro exacto de cada nota, de sus filos suaves y reverberantes, en los que el sonido casaba con otro sonido y nacía así una nueva armonía.
El pasado concluyó antes de que todo esto empezara, y el futuro no comenzó hasta que esto formó parte del pasado. Aquel era el ahora, el aquí, algo innegable, un instante eterno. Irrevocable, irrefutable, tenía una fuerza y una realidad que desafiaban el olvido. Con esto ella era única, al igual que aquello era único: si no lo tuviera dejaría de existir, pasaría a formar parte de la nada. Esa capacidad de evocar la música dependía de su lectura de los negros símbolos esparcidos sobre la página rayada, de la destreza de sus dedos y de su conocimiento de cómo tenía que ser, de la calidad del sonido. Sin embargo, también ella dependía de todo aquello, pues, desprovista de ese conocimiento, no sería capaz de reconocerse. Fuera de aquella órbita no era más que un manojo de sensaciones, un temor andante, un apetito, un ser ajeno a toda ley. Ahora bien, cuando se imponía la existencia de aquel sonido era capaz de entender, y su vida cobraba significado, orden, moral. Aquella era su finalidad: ella era un simple medio.
Ejecutó de mala gana la cadencia final, elevando las manos de las teclas y liberando los mecanismos, pero manteniéndolas casi rozando el teclado, dejándolas allí suspendidas, por si era su deseo continuar. Sería capaz de volver de inmediato a la primera variación, pasar a la segunda y a la tercera, tocar y tocar hasta haber recorrido de nuevo las treinta y dos variaciones, y volver al principio. Podría hacerlo con solo desearlo.
Pero no fue ese su deseo. Sus manos descansaron sobre su regazo y ella bajó la mirada, sonriéndose por los temores que la acosaron la noche anterior, confiando de nuevo en ella misma. No se daría la vuelta para mirar a Madame Tedescu y preguntarle si había tocado bien, no, pero sintió la necesidad de mostrarse cortés.
El rostro de Madame era impasible. Se diría que no deseaba hablar. En cambio, habló, y habló de prisa, tal como habla un cirujano en uno de los momentos críticos de la operación que lleva a cabo.
—Has tocado de forma muy competente, Ellen. Tal como dices, estás en plena posesión de todos tus recursos técnicos. Tus dedos obedecen tus deseos. Y mientras te escuchaba he sentido que comprendes la música tal como comprende un crítico un cuadro determinado. Sin embargo, un crítico no es capaz de pintar; un crítico nunca será un músico. Lo que has tocado no era Bach, Ellen…
Calló, pero su mirada siguió hablando con elocuencia. «Las dos sabemos que en otro tiempo sí lo fue», decían sus ojos.
Se sintió con ánimo de discutir. La noche anterior… Sí, la noche anterior había sido pésima. Eso estaba dispuesta a admitirlo sin que nadie le insistiese. Hoy, en cambio… No, hoy había tocado bien. Había oído a Bach mentalmente, y había ejecutado a Bach tal como lo había sentido. De eso no le cabía ninguna duda. Así era, así tenía que ser.
Pero incluso al pensar en esto, incluso al insistir para sí en que Madame se equivocaba, tuvo muy claro que Madame no se equivocaba en absoluto. Había fracasado, al igual que en tantísimas otras ocasiones, pero aquel fracaso era definitivo. Esta vez no se había dado cuenta de su fracaso: a ella le había sonado bien. Solamente gracias a la honestidad de Madame, contra la cual había querido encastillarse, pudo tener conocimiento de su fracaso.
Madame se acercó a donde estaba ella, sentada ante el clavecín. Cerró cuidadosamente la tapa del teclado y giró la llave en la cerradura.
—Hay muchos que jamás lo harán así de bien —dijo—. Y, sin embargo, tienen fama y tienen dinero… Han obtenido el reconocimiento del público.
Eso era verdad. Ni siquiera podría decirse que su carrera hubiese concluido. Jeffrey acababa de redactar una reseña muy elogiosa. La señora Smythe había aprobado su concierto, tenía asegurada cierta popularidad. Podía seguir tocando de forma sumamente hábil y en salas de conciertos llenas hasta la bandera, podía alcanzar un gran éxito, y muy pocos se darían cuenta de la diferencia. Sin embargo, no estaba dispuesta a ello.
—Madame, no entiendo. A mí me ha sonado bien.
Miró esperanzada a su anciana amiga, esperó que dijera algo más, algo que le abriera una puerta por la cual continuar. «Dime que ensaye las veinticuatro horas del día y lo haré sin dudarlo —pensó—. Dime que me aprenda de memoria la obra completa de Couperin, que vuelva atrás y estudie digitación, que toque a Czerny… Haré cualquier cosa, lo que sea, con tal de recobrar lo que he perdido».
Pero Madame se limitó a sonreír y a sacudir la cabeza, sin decir nada más. Hablaron de otras cuestiones, más o menos intrascendentes, durante otro cuarto de hora. Y luego se marchó. Se marchó y se fue directamente al parque, compró unas nueces y se sentó en un banco, dio de comer a la ardilla hasta que se largó, hasta que se le acabaron las nueces, y después volvió a caminar… a caminar… a caminar.
Ya no estaba sola. Caminaba por entre una nutrida multitud, en su mayoría compuesta por gritos e interrogaciones infantiles, por globos que ascendían y cajas de galletas y caramelos que caían a sus pies. Se detuvo y miró a su alrededor, viendo a toda aquella gente por primera vez. Estaba en el zoo, se hallaba delante de la cuadra de los ponis, y obstruía a una fila de niños ansiosos que empujaban, que esperaban su turno para montar en el carro de los ponis. Una madre gruesa y sudorosa, con el rostro enrojecido —un dirigible de carne amarrado a dos mocosos diminutos— le gritó:
—¿Qué hace ahí parada, señora? ¿Por qué no se mueve? ¡Es usted demasiado mayor para subir ahí, y además estorba la circulación!
Avergonzada, siguió moviéndose, dejando a un lado al hombre con la bomba de helio, el vendedor de globos, y dejando atrás la piscina de las focas, que bufaban en las orillas, para subir la cuesta que llevaba al foso de los osos. No sabía adónde encaminaba sus pasos y le daba igual, con tal de llegar a un lugar en el que la multitud no fuera tan densa. Cuando por fin se encontró en un promontorio rocoso desde el que dominaba el recinto de los osos, decidió hacer un alto, permanecer allí un rato y observar el comportamiento de aquellos animales, al igual que se había fijado detenidamente en el de la ardilla.
Tomando el cálido sol de octubre, había dos osos pardos grandes y torpones, balanceándose al andar como dos juguetes estropeados. Se fijó en que cada vez que llegaban pesadamente a la muralla desnuda que conformaba una de las paredes, sobre la cual se encontraba ella, alzaban la cabeza, a veces se ponían en pie sobre los cuartos traseros y la olisqueaban. Luego, cada vez, desandaban el camino, trazaban el circuito completo del recinto y volvían a representar aquel ritual al pie de la muralla.
El poder bruto de sus cuerpos enormes como montañas le interesaba tanto como sus acciones compulsivas. Cada vez que asestaban un par de zarpazos al aire, en dirección a ella, el peso de sus pisadas, los martillazos de sus patas al golpear el suelo hacían retemblar la roca artificial sobre la que se hallaba Ellen, e incluso transmitían cierto temblor a su cuerpo. Iban de acá para allá, dando vueltas y más vueltas por el recinto, alrededor de la gruta, siempre juntos: el más corpulento, más oscuro también, delante, y el más pequeño y más enérgico detrás. Los movimientos de los dos estaban sincronizados a la perfección, excepto al llegar a un rincón determinado, en el que el oso que marchaba en cabeza tomaba un atajo, a pasos más cortos y pivotantes, mientras que su compañero se retrasaba ligeramente. No le dieron la sensación de cansarse, ni de modificar en ningún momento el trayecto ni una sola de sus acciones. Y cada vez que hacían un alto a sus pies, cada vez que alzaban la vista y husmeaban el aire para sentarse, sentía un raro placer.
La ardilla se había portado de forma inteligente, astuta, consciente de una curiosa ley de causalidad, y «sabía» a la manera en que «saben» los hombres. Los osos, en cambio, obraban impelidos por un rígido condicionamiento, poderosos pero carentes de la inteligencia más elemental, como dos autómatas. Sin embargo, habían pulsado en ella cierta fibra, cosa que la ardilla jamás hubiera logrado. Aunque no se sentía capaz de poner nombre a su reacción, ni tampoco de expresarla, la sintió con la intensidad suficiente como para dar la espalda al recinto y a sus dos inquietos habitantes, y mirar hacia la ciudad y hacia los edificios que, cual centinelas, vigilaban atentamente toda la periferia del parque zoológico.
Le pareció hallarse enajenada de su propia vida; que desde su conversación con Madame Tedescu existía al margen de todos sus deseos previos, de todas sus actividades de costumbre, a solas, sin rumbo. Hasta los propios osos, que seguían recorriendo su foso aunque ella ya les había dado la espalda, contaban con un albergue, con un hogar; de hecho, aquel recinto determinaba sus vidas, los condenaba a patrullar incesantemente en torno a las paredes de su guarida, paredes que jamás podrían escalar, y los condenaba asimismo a alzar la mirada, a recorrer con los ojos la escarpada cara de la muralla y las barras curvas que los empalarían si se atreviesen a saltar. Ella no estaba enjaulada: era libre.
Al menos, tenía esa impresión. Basil ya no la amaba. Le estaba siendo infiel con aquella hermosa muchacha a la que besó en público la noche anterior, o tal vez no le estuviera siendo infiel. En cualquier caso, aquello parecía importarle poco.
Se iba formando una gran masa de nubes oscuras tras las torres más altas, con lo cual resaltaba el perfil de los edificios como en un relieve, recortados contra la plúmbea opacidad de la tormenta que se avecinaba. Pocos minutos después se arracimarían las nubes sobre el parque y empezaría a llover. Supo que debería encaminarse hacia la salida, al menos si no quería quedar empapada. El ambiente, hasta ese momento cálido y húmedo, había refrescado mientras observaba las nubes. La brisa soplaba con más fuerza, racheada, y a su alrededor revoloteaban por doquier las hojas rojas y amarillas.
Ni siquiera se movió. Se había apoderado de ella una extraña tranquilidad, sobre todo después de darse cuenta de que todo le daba igual. En su interior se había aflojado cierta tensión, dejando de funcionar un enigmático mecanismo que ya no emitía su típico tictac, y de pronto flotaba en la charca de las circunstancias que habían ahogado sus deseos. Se hallaba presa en esa charca, como la espuma en la superficie de un estanque. Lenta, lánguidamente se dio la vuelta para volver a observar el recinto de los osos. Los dos monstruos pardos avanzaban hacia ella con pesadez y rítmicamente, como si estuvieran convencidos de alcanzarla esta vez. El mayor seguía un paso por delante de su compañero, dirigiéndole, y mientras Ellen los miraba fascinada, comprendió dónde se hallaba exactamente la semejanza entre los osos y ella. Pero antes de poder pararse a pensar en ello, antes de que llegaran los osos al pie de la muralla, sonó a sus espaldas la música de la que hacía varios meses no tenía noticia. Un murmullo extraño y quebrado, un sonido sin resonancia, que ella jamás podría imitar; una secuencia de acordes que parecía a punto de resolverse, aunque eso jamás ocurría… Esa música era el peor de los males que había podido conocer en toda su vida. Tan pronto la oía ya no lograba escapar a ella —no tenía ningún dominio sobre aquella melodía—, aunque sí podía resistirla, hasta sentirla ceder y fundirse en el silencio. Sin embargo, el mal no radicaba solamente en el sonido, ni en el terror, el terror elemental que transmitía; lo más vil era quién acompañaba la música. «Aún me queda tiempo —pensó— de saltar la valla y arrojarme a la guarida de los osos». Mientras concebía esta idea, aquel murmullo discordante creció en volumen, y sintió una presión en el hombro. No tuvo que mirar siquiera para ver quién la agarraba, pues lo había visto muchísimas otras veces; sin embargo, se volvió a mirar y vio la mano, los dedos largos, blancos, terminados en forma de espátula, el anillo con una piedra de color muy oscuro, una piedra que al mirarla revelaba las honduras de la noche, el remolino de negrura, el vacío del abismo.
—Son casi como nosotras, ¿no te parece, Ellen? —le preguntó aquella dulce voz—. Los osos, claro. ¡Fíjate en el más viejo! ¿No es tremendo, poderoso? Es el que siempre va delante. ¿Ves? Ahora se dispone a sentarse, y su compañero le imitará dentro de un instante. ¿Lo ves? ¿Qué te decía yo? El segundo hace exactamente lo mismo que el primero. Igual que tú y yo, Ellen…
Era Nelle. No quiso mirarla a la cara. Había confiado no volver a verla nunca más. Aquella mañana en que fue al despacho del doctor Danzer, en el sanatorio, para concluir su «tratamiento», se había despedido para siempre de Nelle, le había dicho a las claras que si volvía a verla, no la reconocería. Y estaba convencida de que Nelle lo entendió perfectamente. Hubo un instante en que estuvo tendida en la camilla, mientras el doctor Danzer le tomaba de la mano y le decía que no había ningún motivo para estar asustada, que no iba a tardar más que un abrir y cerrar de ojos, que no sería más que una breve conmoción, un electrochoque que le atravesaría los lóbulos frontales y que de alguna forma reajustaría su equilibrio, de manera que todas las cosas, las cosas grandes y las de poca monta, volverían a encontrar su sitio correspondiente. En aquel instante, en el momento en que sintió los fríos electrodos en las sienes, absolutamente aterrorizada a pesar de la presión que ejercía el doctor sobre su mano, cuando, aún de forma muy débil y vaga, oyó aquel murmullo, vio a duras penas los dedos largos y curvos, aquel anillo oscuro, horrible, y supo que allí estaba también Nelle, agazapada, igual que siempre que Ellen estaba metida en un lío. Incluso después de concluido el «tratamiento», tuvo muy claro que Nelle no se había ido del todo. Pero esa impresión duró solo unos segundos. El infierno ocupó su lugar, un infierno blanco, centelleante, henchido; un cegador, abrasador universo compuesto solo de dolor. Horas después, cuando recobró el sentido, Nelle había desaparecido. Y no había vuelto hasta aquel momento.
Razonó que lo mejor sería hacerle frente, darse la vuelta y mirarla a los ojos para hacerle entender que ya no estaba a sus órdenes, que se negaba a acatar cualquier sugerencia. Con agilidad, se dio la vuelta en redondo y miró a la cara a Nelle. No había cambiado. Seguía siendo su gemela, como si se reflejara en un espejo. No es que fueran iguales; por el contrario, eran dos seres enteramente distintos. Nelle era el mal, todo el mal. Oh, por descontado que sabía ser agradable, halagadora; por ejemplo, en su modo de sonreír en aquel instante, con los ojos danzarines y sus largos dedos apoyados ligeramente, casi con verdadera alegría, sobre los suyos propios. Pero no duraría mucho esa actitud. Tan pronto se hubiese asegurado de que Ellen iba a irse con ella, de que iba a hacer lo que le indicase, su rostro cambiaría del todo. Aquellos labios sonrientes se alargarían para adoptar una mueca de bruja, aquellos ojos centelleantes empezarían a rebrillar con una luminosidad maliciosa, aquellos largos dedos se tornarían garras descarnadas, y aquel cabello castaño y suave se volvería áspero, apelmazado, y perdería todo lustre. Ellen tendría que observarla sin quitarle ojo; no podría perderla de vista un solo instante, y tendría que combatir contra ella a toda costa.
Era imposible que Nelle se quedara. No podía permitírselo. Por más que tuviese ganas de saber dónde se había metido durante aquellos meses de ausencia o a qué se había dedicado, no osó perder ni un minuto conversando con ella. En el acto, y sin pararse a pensar en ella ni un minuto más, tenía que hacer dos cosas que el doctor Danzer le aconsejó en caso de que Nelle volviera a presentarse ante ella. Tenía que decirle lo que el doctor le había sugerido, y después, inmediatamente, debía ir a ver al doctor. Daba lo mismo qué hora del día o de la noche fuese; daba igual que tuviera concertada una cita o que no: debía acudir a visitar al doctor de inmediato. Y si no lo encontraba en su despacho, debía indicarle a la enfermera que se pusiera en contacto con él, u obligar a la enfermera —o a quien le contestase— a llevarla al hospital más cercano. Debía decir que era cuestión de vida o muerte. Pero antes, antes de ir a ver al doctor, debía hacer otra cosa: decirle a Nelle lo que él le había indicado.
Nelle seguía sonriendo. Cuando sonreía, era hermosa precisamente de la forma que Ellen siempre quiso serlo. La primera vez que Nelle apareció ante ella —la primera vez que conseguía recordar, pero el doctor Danzer le había dicho que casi con toda seguridad tuvo que haber otras veces, mucho antes, aunque ella no las recordase— estaba contemplándose en el ajado espejo que había encima del chifonier del cuarto de su padre. Aquella tarde se había escapado de la librería, con otras chicas, para asistir a un espectáculo, y al llegar a casa su padre la castigó sin cenar, y la obligó a subir a su cuarto y a encerrarse. Ello quería decir que tenía previsto subir a verla después de la cena, obligarla a quitarse las enaguas y azotarla con la correa del cinturón hasta que no pudiera sentarse ni tampoco tumbarse sin que le doliera: la azotaría una y otra y otra vez con aquella correa larga como una culebra, apretados los dientes y los ojos encendidos de furia. Ella le odió en ese momento, deseó matarlo, pero supo que lo único que podía hacer era acatar sus órdenes. Por eso subió arriba y se encerró, sola y hambrienta, en la enorme habitación de su padre, con el cabezal de la cama de caoba, el cuadro de Blake titulado Yavé combate contra Satán y Adán, y el alto chifonier con su espejo agrietado. Le fue imposible conciliar el sueño, y pronto se cansó de mirar por la ventana, de modo que se acercó al espejo y se miró largo rato, tratando de imaginar cómo sería su rostro si fuese una muchacha hermosa. Fue la primera vez que oyó aquella música, aquel extraño murmullo, aunque entonces no le dio miedo porque ignoraba su significado. Oyó los acordes quebrados, sintió una mano sobre el hombro, y vio la cara de Nelle en el espejo, al lado de la suya. Había creído que era su propia cara, que era ella la que murmuraba, pero al continuar mirando con atención, al oír el ruido de la llave de su padre en la cerradura, se dio cuenta, presa del pánico, de que no era su cara. Aquella cara era distinta por completo, hermosa. En sus oídos resonó la voz de Nelle, con calma y dulzura, dispuesta a convencerla. «Soy tu amiga, Ellen. Si quieres, puedes llamarme Nelle. Estoy a tu lado para ayudarte. Sé cómo puedes impedir que tu padre te azote, pero tienes que actuar muy de prisa. Coge el lápiz de labios… ¡Sí, tu lápiz de labios! Sí, ya sé que eso a él no le parece bien, que por eso te limpias los labios antes de verle… Pero date prisa, haz lo que te digo antes de que entre. Ya te lo explicaré después. Eso es. Píntate bien toda la boca, que te quede bien roja, tan roja y tan hermosa como la mía. Eso es, fantástico. Ahora, sonríe. Acaba de abrir la puerta, ya está a tus espaldas. Sonríe, sonríe de manera ensoñadora, entrecierra los ojos y ponle los brazos alrededor del cuello. ¡Eso es! Atráelo hacia ti, más fuerte, más fuerte. Ahora, bésalo. ¡No, ahí no! ¡En la boca…, en la boca! Ah, eso está mucho mejor».
Su padre le apartó los brazos de un empellón, se la quedó mirando boquiabierto y le dio una bofetada en plena cara, con el dorso de la mano. «¡Eres una zorra!», susurró. La cogió en volandas, la arrojó sobre la cama y luego la azotó más fuerte que nunca. Y Nelle siguió un rato allí al lado, riéndose.
Bien; esta vez no iba a salirse con la suya. Esta vez no estaba dispuesta a escucharla. Haría exactamente lo que le aconsejó el doctor Danzer. Ahora bien, ¡qué difícil era mirarla con tranquilidad! Tenía un rostro tan hermoso, tan parecido y, a la vez, tan distinto del suyo… Lo único que pudo hacer fue pronunciar las palabras que tenía previsto pronunciar.
—Nelle, tú no existes. No eres más que una figuración mía. No tienes vida propia. No puedes obligarme a hacer algo que yo no quiera hacer.
Todo esto lo dijo en voz bien alta, con claridad. Nelle no había desaparecido, al contrario de lo que predijo el doctor Danzer, y siguió sonriendo de forma más burlona.
—Pero Ellen, ¿no has querido hacer siempre lo que yo te decía que hicieras? Además, ¿cómo puedes dudar de mi existencia si me estás viendo con tus propios ojos? No sería lo mismo si el doctor Danzer me hubiese visto. ¡Es lógico que él crea que no existo! Porque yo no soy tan boba como para mostrarme ante él…
—¡No te creo!
En ese momento, una gota de lluvia le cayó a Ellen en la mejilla.
Había oscurecido tanto que fue como si hubiese anochecido. En pocos instantes rompería a llover con fuerza. Si echaba a correr a toda prisa, podría escapar de la tormenta y de Nelle. Pero era primordial que no se enterase de lo que iba a hacer; debía contar al menos con cierta ventaja.
Sin pararse a mirar adónde iba, se dio la vuelta y echó a correr. Por el sendero, desde la piscina de las focas, subían un hombre y un chiquillo, con los cuales tropezó. El hombre la aferró, trató de detenerla y le gritó colérico. Ella, a aquellas alturas, iba corriendo a toda la velocidad que le era posible, aunque las piernas se le trababan con el cerco del vestido. Había empezado a llover: mientras doblaba para dejar a un lado las focas, vio el camino cubierto de gotas, y siguió corriendo hacia el vendedor de globos y la pista de los ponis. ¿Acaso la seguía Nelle? Si se daba la vuelta, ¿la vería correr tras ella, la alcanzaría tal vez? No merecía la pena… Tenía que correr más aprisa. Ya casi había perdido el resuello, y todavía le quedaba un largo trecho antes de llegar a la entrada del parque. Llovía intensamente, y sintió extenderse la humedad sobre su espalda y la lluvia golpearle la cara. Las piernas habían empezado a dolerle, y cada inspiración le aguijoneaba como una punzada, pero tenía que seguir corriendo si deseaba verse libre de Nelle. En cuestión de segundos o poco más llegaría a la salida del parque. Vio de refilón una mancha amarilla: un taxi. Se detenía ante un semáforo en rojo. Si consiguiera alcanzarlo antes que cambiara el disco, montar y cerrar la portezuela…, podría indicarle al taxista que partiera sin dar tiempo a Nelle. Pero por más que lo intentó, no consiguió mover más de prisa las piernas. Era como intentar correr con dos pesados péndulos por extremidades. A cada paso que daba tenía la sensación de levantar una enorme carga con los dedos de los pies. Pero ya casi había llegado. Un paso más…
Abrió de par en par la portezuela del taxi, saltó al interior y cerró bruscamente. Al mirar al taxista, se fijó que el semáforo había cambiado.
—¡Vámonos de aquí, cuanto antes! —exclamó. El conductor la miró de reojo, asintió y arrancó. El taxi salió catapultado hacia delante, y llegó a la mitad de la manzana antes de que el coche que tenía al lado en el semáforo se hubiese puesto en marcha—. ¡Siga, siga! En seguida le digo adónde vamos.
Lo había conseguido. Pero todavía no había recobrado el aliento. Lo único que pudo hacer fue recostarse en el asiento, agarrarse al asa de la ventanilla y mirar la calle. Iban dejando atrás las calles: la Cincuenta y nueve, la Cincuenta y ocho, la Cincuenta y siete, la Cincuenta y seis. El taxi tuvo que hacer un alto ante otro semáforo, pero en ese momento ya se sentía a salvo. Abrió el bolso y se dispuso a buscar la dirección del doctor Danzer.
—¿Qué estás buscando? ¿Puedo ayudarte?
El dulce retintín de la voz de Nelle la dejó abatida. Se le cayó el bolso, cuyo contenido se desparramó por el suelo del taxi. Fue como si le hubiesen asestado un fortísimo golpe en la boca del estómago.
Nelle iba sentada en el otro rincón. Todavía sonreía, pero en modo alguno parecía respirar con dificultad, ni tenía la cara arrebolada, ni un solo pelo fuera de su sitio.
—¿No habrás pensado que podías dejarme atrás corriendo, eh, Ellen? Sabes de sobra que siempre he corrido más que tú. En fin, dime ¿a dónde vamos? ¿A ver a Basil?
No dijo nada, pero se inclinó a recoger su bolso del suelo. Al alcanzarlo, el taxista hizo una brusca maniobra para cambiar de carril, y la sacudida, por inesperada, le hizo perder el equilibrio. Aferrada al asa, se inclinó de nuevo a por su bolso, pero ya no estaba donde antes. Nelle lo había enviado a la otra esquina de un puntapié.
—¿Por qué no me contestas, Ellen? —Nelle tenía el pie sobre el bolso abierto—. No te daré esto hasta que me lo digas. ¿A dónde vamos?
No tenía ningún sentido ocultarle la verdad. Además, cabía la posibilidad de que si Nelle descubría su intención de visitar al doctor Danzer, tal vez la dejase en paz. En el sanatorio, mientras duró su tratamiento a base de electrochoques, Nelle no la acompañó nunca a ver al doctor. A menudo la estaba esperando cuando por fin despertaba, pero no la había acompañado durante todo ese tiempo.
Decidió decírselo.
—Voy a ver al doctor Danzer. Él me dijo que fuera a verle inmediatamente en el supuesto de que tú volvieras a aparecer.
La cara de Nelle experimentó una transformación espantosa. Su sonrisa dejó paso a una mueca burlona, los ojos se le saltaron de las cuencas, a causa de la cólera, y su pálida piel se encendió con la sangre caliente de la ira. Lanzó una abrasadora mirada a Ellen, como si la odiara, y luego se inclinó a recoger el bolso. Acto seguido se dispuso a registrar su contenido.
Ellen no podía permitirle que lo hiciera. Se arrojó al otro extremo del asiento —contra su enemiga—, golpeó a ciegas su rostro, sus manos, en un desesperado intento por arrancarle el bolso. Aunque consiguió agarrarlo, Nelle resultó mucho más fuerte que ella, y le plantó cara como si fuese una muralla de acero, haciéndole daño en la cabeza y produciéndole varias magulladuras en las manos. En plena riña, el bolso se volcó sobre el asiento y cayó la tarjeta del doctor Danzer. Las dos la agarraron o, al menos, consiguieron tocarla. Pero antes que ninguna de las dos lograra hacerse con ella, una súbita ráfaga de viento entró por la ventanilla, la levantó del asiento, la hizo revolotear a ciegas, como una polilla que, fascinada por la luz, da vueltas y más vueltas —en tanto las dos procuraban agarrarla—, para terminar saliendo y caer a la calle. En cuanto se produjo este desenlace de la pelea, Nelle se relajó, e incluso dejó de esforzarse, pese a estar debajo de Ellen. A su rostro regresó la sonrisa, una expresión de nuevo benigna.
—En realidad no tenías ganas de ver al doctor. ¿A qué no, Ellen? —la arrulló.
Lágrimas de frustración y de rabia le anegaron los ojos, y se retiró a su rincón del asiento, débil y exasperada. El taxi se había detenido en otro semáforo, y en ese momento vio por el espejo retrovisor el rostro del taxista, que la miraba perplejo.
—Señora, ¿está usted bien? —le preguntó. Y, como Ellen no contestó en un principio, volvió a insistir—: ¿Seguro que se siente usted bien? No estará enferma, ¿verdad?
—Estoy bien, gracias. Tan solo algo cansada…
—Es que he oído cierto jaleo ahí atrás —dijo el taxista, dándose la vuelta y mirando el rincón que ocupaba Nelle—. Le he oído hablar a voz en cuello, como si estuviera con alguien más, y… En fin, ¿ha decidido a dónde quiere que vayamos?
—Creo que nos iremos a casa —contestó Nelle con dulzura, sin darle tiempo a Ellen a decir nada, ni a decidir siquiera lo que iba a decir—. Estamos un poco cansadas, y además nos hemos empapado. —Y dio al taxista la dirección de Ellen—. No entiendo por qué querías ir a ver a ese doctor imbécil —se quejó a Ellen—. No es amigo tuyo, y yo sí lo soy. Lo único que haría es llevarte de nuevo al sanatorio y aplicarte otro de sus «tratamientos». Prefiero ir a ver a Basil. Basil siempre me ha gustado mucho… Me parece un hombre muy atractivo, ya me entiendes. ¡Y hace muchísimo tiempo que no le veo!
Ellen no contestó. Permaneció muy quieta, sentada en su rincón, a pesar del dolor de cabeza, con los ojos cerrados. Si se callase, si no dijera ni una palabra, tal vez Nelle se aburriese y terminara por marcharse. Pero si optaba por seguir a su lado, Ellen sabía por experiencia propia que ya no había forma humana de librarse de ella. Se sintió mareada y débil, asustada, sola…
Nelle siguió hablando, suave y tranquilamente, pero con verdadera vehemencia.
—El doctor Danzer nunca nos ha entendido a ti ni a mí, a pesar de sus palabras grandilocuentes y sus absurdas ideas. A ti tampoco te ha ayudado nada. Eres exactamente la misma de siempre, Ellen… Una tontuela desgraciada, que se asusta hasta de su propia sombra cuando yo no estoy a su lado. Pero siempre estoy contigo, Ellen, siempre que me necesitas, tanto si lo reconoces como si no, tanto si después decides acordarte de mí como si no. Yo estaba a tu lado cuando no eras más que una niña y tu padre te azotó, y de no haber sido por mí nunca hubieses sido capaz de plantarle cara y desafiarle, y nunca te habría dado permiso para salir, sola o con tus amigas, ni habría consentido tampoco dejarte marchar al conservatorio. Y también estaba contigo aquella noche en que recorriste sola las calles y los hombres te tomaron el pelo, aquella noche en que volviste a tu habitación del hotel a esperar a que llegase Jim, humilde y mansamente, dispuesta a perdonarle con tal que regresara. De no haber sido por mí, le habrías perdonado, ¿eh? ¿Y cuándo me has dado las gracias? ¡Si ni siquiera te acuerdas de todo lo que he hecho por ti…! Incluso dejaste que ese doctor del tres al cuarto, con sus supercherías de psiquiatra, te convenciera de que nunca había ocurrido, de que yo nunca intenté matar a Jim aquella noche, de que lo poco que recuerdas de aquello era una mera expresión dé la culpa que, en teoría, sentías por la muerte de tu padre.
Ellen se apartó de ella y de sus diabólicas palabras. Mirando por la ventanilla las fachadas de los edificios, los apartamentos, las columnas del «Él» de la Tercera Avenida, casi consiguió dejar de oír aquellas afirmaciones que pronunciaba con tanta suavidad, las terribles mentiras —¿o verdades?— con que Nelle la atormentaba. Su indiferencia, sin embargo, no bastó para arredrarla. Siguió escupiendo acusaciones y palabras jactanciosas, urdiendo añagazas…
—¿Qué pasó cuando le hablaste de mí al doctor Danzer? Dime, ¿qué pasó?
Su tono era adulador. Como Ellen se negó a responder, ella misma se encargó de hacerlo:
—Te dijo que yo no era más que una invención tuya, un producto de tu imaginación… ¿A que sí? Y luego comentó que te habías alejado de la realidad… ¡Vaya tontería! Sí; dijo que al encontrar tu propia vida demasiado incómoda y frustrante me habías inventado para que fuese tu compañera. ¿Y tú te lo crees, Ellen? ¿De veras crees que me has inventado tú? ¿No será más bien que te he inventado yo, que por algo soy la mejor parte de ti? No podrías vivir sin mí, Ellen, y tú lo sabes. A ver, ¿qué más dijo acerca de mí ese doctor tuyo? ¡Ah, se me olvidaba lo más divertido! ¿Te acuerdas cuánto nos reímos aquella vez, Ellen? Sí, cuando te dijo que la mejor prueba que podrías tener de mi inexistencia (¡como si te fuera posible probar que yo no existía! ¡Yo, que soy más real que tú misma!), que la mejor prueba era que mi nombre fuera idéntico al tuyo, pero al revés. ¿Te acuerdas cuánto nos reímos cuando te dijo aquello, te acuerdas de que casi rodamos por el suelo de risa? ¿Y te acuerdas de aquel último concierto que diste antes de ir al sanatorio, aquel concierto en el que estabas tan asustada que los dedos no te obedecían, tan atemorizada, que tuve que ser yo quien tocase en tu lugar? Cambiamos de papeles y tú te quedaste a mi lado mientras yo interpretaba el programa. ¿Qué habrías hecho si no te hubiese ayudado yo, Ellen? ¿Te habrías quedado allí sentada delante del instrumento, en una sala llena hasta los topes de gente que había ido a oírte tocar, y te habrías quedado mirando fijamente el teclado, incapaz de mover un dedo, aterrorizada porque ni siquiera oías la música en tu interior? Pues sí, eso es lo que hubiese ocurrido (ah, ¡qué bien te conozco!), de no ser porque yo ocupé tu lugar, de no ser porque toqué yo delante de todas aquellas personas.
Ellen la dejó delirar. Algo de lo que decía era verdad, pero la mayor parte estaba sutilmente distorsionado. En su último concierto antes de que enfermase y Basil la llevara a ver al doctor Danzer había olvidado, ciertamente, lo que tenía que tocar, y fue incapaz de oír las notas en su interior. Sin embargo, ejecutó el programa: tocó ella y nadie más. De eso estaba convencida. A eso tenía que agarrarse como si fuera un clavo ardiendo. Le había salido francamente mal, lo mezcló todo desde el principio al final, sus manos vagaron sobre las teclas como dos seres salvajes y distraídos… Pero había tocado ella, no Nelle. Fue de hecho Nelle la que permaneció a su lado, la que se mofó y se rio de ella. Y fue Nelle la que echó a correr por el escenario cuando descubrió que no podía seguir tocando, cuando el esfuerzo por dominar sus manos espantadas terminó por hacérsele demasiado cuesta arriba; fue ella la que cruzó el escenario en dirección a aquella bestia enorme, a todos sus infinitos rostros, a la que tanto odiaba; fue ella la que se arrojó chillando sobre la audiencia, maldiciendo a los presentes, insultándolos. Fue Nelle, no Ellen.
El taxi aparcó ante su casa, y Ellen, que había recuperado el bolso después de perder la tarjeta del doctor, pagó al taxista. Al abrir la portezuela, Nelle pasó junto a ella bruscamente, y subió a todo correr las escaleras rumbo a la puerta de su casa. Mientras introducía la llave en la cerradura, Nelle permaneció a su lado, respirando con violencia, los labios entreabiertos, en una actitud pasional, con las manos cálidas, febriles, sobre sus hombros.
—Háblame de Basil, Ellen —decía sin cesar—. Háblame de él. ¿Sigue siendo tan alto, tan enjuto, tan rubio como antes? ¡Me muero de ganas de verle!
Había previsto luchar a muerte contra ella tan pronto abriese la puerta, porque había tomado la determinación de que, fuera como fuese, no debía permitir que Nelle viera a Basil antes que ella. Pero nada más abrirse la puerta las dos quedaron inmóviles, sorprendidas. El vestíbulo se colmaba con los acordes dulces, plenos de un violín. Y, mientras escuchaban, cesó el sonido, se quebró en medio de un pasaje, tal como habría ocurrido si alguien tirase de la mano con que el instrumentista empuñaba el arco.
Nelle condujo a Ellen por el vestíbulo de su propia casa y la llevó de puntillas a la biblioteca. Juntas, permanecieron tras la puerta mientras Nelle entreabría una rendija, lo justo para ver la gran habitación atestada de libros.
Basil se hallaba ante el piano, y rodeaba con ambos brazos a una mujer. El violín había quedado sobre la banqueta del piano, olvidado. La abrazaba apasionadamente, y a ella se le había soltado su largo pelo encendido, cayéndole profusamente sobre los hombros, como a veces cae un cobrizo y suave crepúsculo sobre las colinas y el mar.
Nelle cerró la puerta y se volvió a Ellen, sonriente.
—Ya lo ves —le dijo—: soy tu única amiga.