No creía que nadie la hubiese visto. Se había quedado quieta mirándose el tallo del brazo, la blanca flor de la mano y el resplandeciente cristal del vaso de vino que sostenía, viendo verterse el vino color sangre sobre la chimenea. Un sonido, un roce de tejidos, le hizo levantar la mirada hacia el espejo, donde se encontró con los ojos de Basil, que miraban gravemente los suyos, y la cabeza de Basil, que lenta, ligeramente —de manera que nadie le viese— negaba con ademán condenatorio, reprochándole algo.
—Ellen, el vino es para beber.
Ella se dio la vuelta en redondo y le hizo frente, llevándose con expresión de malicia el vaso a los labios, apretándolos contra el frío borde del vaso.
—Lo sé. No entiendo por qué he tenido que hacerlo. De veras, no lo sé.
—No tuviste por qué, Ellen. No te ha obligado nadie.
Pensó en eso durante un momento, considerando todas y cada una de las palabras que acababa de decir, escuchando con atención la cadencia de cada sílaba.
—Lo sé. Sé que no tenía ningún motivo. Lo que pasa es que me apeteció. De pronto me entraron ganas.
Le sonrió y le tendió el vaso.
—Llénamelo otra vez, Basil. Esta vez te prometo bebérmelo.
Él tomó el vaso de sus manos, pero no sonrió. Titubeó un momento y pareció a punto de hablar: ella vio que movía los labios. No obstante, echó a andar hacia el mayordomo.
En él había algo patético, decidió Ellen al verle caminar por entre las parejas que seguían conversando. Tal vez fuese su forma de sostener el vaso, con el brazo rígido, extendido al frente, como si fuera una señal o una advertencia. O tal vez se debiera a que ella lo veía en el espejo, con lo que su reflejo lo empequeñecía, le daba casi el aire de un niño. Fuera cual fuese la causa de la compasión que sintió por él —caso de que fuera compasión, y no una simpatía enaltecida—, no le importó; lo que de veras le importaba era que así debían ser las cosas, así se sentía ella y así tenía que ser. Al darse la vuelta en redondo, con agilidad, cerró los ojos un momento, y sintió el remolino y el susurro de su larga falda de terciopelo negro. Se palpó la gargantilla de diamantes, la gargantilla que aquella misma velada le había regalado Basil mientras esperaba temblorosa a que llegara el momento de salir a la brillantez de la escena, de erguirse junto a la gélida madera de caoba de su clavicordio, cerrar los ojos y dedicar una reverencia a aquella bestia enorme de múltiples rostros. Basil, durante la tensa espera, se le había aproximado por detrás; le había oído llamar a la puerta y luego había visto su rostro apareciendo en el espejo y pasando a primer plano. Ella le había hablado con los ojos cerrados, por temor a leer en su rostro el mismo temor que la asediaba, y solamente los volvió a abrir al sentir aquella dureza, aquel peso en el cuello, como si una mano metálica la hubiese acariciado para devolverle la confianza. Pero lo que había encontrado al abrirlos era la grandeza, la gloria y el fuego, la sonrisa de Basil. Ahora, al abrir los ojos, solamente vio el salón atiborrado de humo, la confusión de los brazos y las espaldas desnudas, los trajes oscuros y las camisas blancas, los vestidos multicolores y las arrugas esmaltadas de rosa que se marcaban en la cara de su anfitriona, de la pobre y chocha señora Smythe.
Un espectro gris y vacilante, coronado por una máscara pequeña y fruncida, reluciente, en vez de rostro: la señora Smythe la había tomado de la mano y se la aferraba con su ramillete de dedos resecos. Se disponía a halagarla.
—¡Querida, ha estado usted maravillosa! ¡Qué tono, qué colorido! ¡Ah, ese es el verdadero virtuosismo!
Sonrió a la señora Smythe, percibió el estiramiento en la piel de su boca, y sintió que se le entreabrían los labios en ese gesto puramente social. Con la mano se había anclado a las duras piedras que custodiaban su cuello, allí asida como se aferra un gorrión a su nido en medio de la tormenta. Sostener la sonrisa, ostentar un rostro impávido ante la señora Smythe y ante la sala entera, le costó emplear todas sus fuerzas: se le abatieron los hombros, sintió que algo se vaciaba en su interior, que algo se le escapaba cruelmente como el agua por el desagüe, como el vino al verterse un vaso. Pero precisamente cuando tuvo la seguridad de que sus rodillas iban a ceder, convencida de que iba a desplomarse de un momento a otro, ahogada, sintió encenderse en su cerebro una centella de cólera, parpadear y prender fuego a la yesca. «¡Maldita sea, maldita sea! —pensó mientras prolongaba la sonrisa ante la anfitriona—. ¿Qué derecho tendrá usted a dar fiestas, a conocer a todas las personas que cuentan y que pueden y deben, por tanto, otorgarle sus favores? No tiene usted ni la menor idea de lo que es la música, no sabe nada de mi mundo de sonidos, de lo que significa disponer los tonos en el tiempo y en el espacio de forma que se relacionen, de forma que sobre ellos sea posible la construcción de otras gamas tonales, de ensamblarlos con el ritmo, de darles peso y significación, de construir toda una realidad a partir del sonido. Usted solo conoce a la gente, gente a la que puede presionar y retorcer y obligar a que cumpla sus órdenes: lo único que le importa es el poder. Y por eso estoy yo aquí, y por eso ha venido Basil, y usted lo sabe de sobra. Sí, lo sé yo y lo sabe usted también: usted tendría que ser la que diera la recepción en mi honor, la que celebrase mi concierto de “regreso”, pues en caso contrario habría perdido un ápice de ese prestigio que tan encarecidamente atesora. Y las dos sabemos de sobra que no me quedaba otro remedio que aceptar su invitación, al igual que Basil, pues por algo viene siempre a sus fiestas el viejo Jeffrey Upman, por algo es usted la que le indica cómo debe opinar. ¡La opinión de Jeffrey! ¡La fama de crítico que tiene Jeffrey! ¡Su opinión, su poder! ¿De dónde, señora Smythe, de dónde demonios sale su opinión, eh? ¿De la música, de las escasas migajas de mi música que ha podido entender esta noche mientras no parloteaba con uno u otro de sus amigos? ¡Ah, no! De la música no: usted no sabe cómo escuchar la música. Usted se forma sus opiniones de manera mucho más sutil, caso de que de veras tenga opiniones. A usted le agradan esos músicos y compositores que hacen lo que usted les sugiere, esos que de hecho subrayarán su fama, que se apiñarán a su alrededor y que comerán de su mano sin decir ni pío. Y eso es como una bola de nieve, ¿o no, señora Smythe? Según baja por la ladera va haciéndose más grande, y con ella se agranda usted, al igual que todos los copos de nieve. Pero si uno esquiva la bola de nieve que se le echa encima, si uno se resiste a ella, será arrojado a una esquina, donde se le ignorará y se le hará el vacío. ¡Maldita sea usted, señora Smythe!».
Lo cierto es que la señora Smythe no recordaba en modo alguno a una bola de nieve, sino a un fantasma. Aparte el rostro y aquella juventud de palimpsesto, era alarmantemente insustancial. Parecía una mera sombra de lazos grises, una sombra trenzada en solo dos dimensiones. Sus manos eran huesos rosados, sus pies, unos zapatos con movimiento propio. Sin embargo, no era una persona que moviese a compasión, ya que nada tenía de desamparada, sino que semejaba más bien una reliquia entregada de lleno al vituperio, un tótem que inspiraba verdadero temor, tal vez interpuesto en el camino de cualquiera por un enemigo decidido a hechizarlo. Y mientras esa mujer repartía halagos, mientras sonreía con sus arrugas, era de las que miden a su interlocutor, tomándole el pulso de su lealtad, calculando la fama potencial y la parte de su futuro que merecía la pena tenerse en cuenta.
—¡Qué hermoso vestido, señora Smythe! ¡Y qué agradable fiesta! Por si fuera poco, tiene usted la amabilidad de piropearme. Bueno, debo decir que estoy abrumada.
Mientras decía todo esto, acomodando su respuesta a la situación, se percató, presa de cierto helado asombro, que todas sus frases aparecían en orden, cobraban sentido e incluso parecían contar con la aprobación de la señora Smythe. Claro que nunca se podía saber con seguridad qué pensaba la señora Smythe. Sus ojos, como gemas engastadas en un cristal agrietado, no revelaban jamás clave alguna; sus gestos nada tenían que ver con sus intenciones. Quienes la conocían bien afirmaban que la principal fuente de su poder, aparte su riqueza, claro, era su personalidad inescrutable.
—Me gustaría presentarle a un joven delicioso —le decía, en tanto su mano prensil aferraba con verdadera avidez la dolorida muñeca de Ellen.
Cabeceando con solemnidad, se dispuso a conducirla por entre la muchedumbre, dejando a un lado a un pintor que departía con su amante, a una bandada de querubínicos compositores que reían entre dientes por algún chiste infantil, a una escultora de semblante severo que parecía recién desbastada por su propia mano de uno de sus bloques de alabastro, hasta llegar ante un hombre alto y larguirucho, un tipo con el mentón huidizo y una mano furtiva que se llevó en secreto a la boca, boca que le cubría un vago bigote. Pero se dio cuenta de que era tarde, de que ya estaban encima de él, con lo cual dejó caer la mano y, avergonzado, se la llevó al bolsillo, pero, al no dar con la abertura, le cayó al costado, desvalida. Vio el matojo de vello sin afeitar, como sucio, que tenía por bigote, demasiado descuidado para ser producto de uno o dos días sin afeitar, y sin la densidad necesaria para servir de adorno. El personaje, por lo demás, estaba tan colorado que solo podía pasar por fatuo.
—Ferdinand —ordenaba la señora Smythe—, sé que llevas tiempo deseando conocer a nuestra invitada de honor, es decir, a mi querida Ellen. Ellen, este es Ferdinand Jaspers. Estoy segura de que los dos os llevaréis de maravilla.
Tras lo cual, la señora Smythe se dirigió hacia otra víctima solitaria, que estaba boquiabierta en el extremo opuesto de la sala donde se encontraban Ellen y Ferdinand. La señora Smythe había hecho un brevísimo alto en su recorrido para presentarlos. Ferdinand no estaba ni mucho menos acostumbrado a la señora Smythe, de esto se dio cuenta Ellen. Por encima del cuello de la camisa había empezado a ponerse colorado, y a ese paso no tardaría en ponérsele la cara como un tomate. Volvió a llevarse la mano a la boca, la mano revoloteó allí por un instante, titubeó y volvió a caer, inerte.
—He… he disfrutado mucho de su recital, señora Purcell. He disfrutado mucho.
—Gracias —le dijo, a sabiendas de que debería añadir algo más, a sabiendas de que por su parte sería una descortesía no ayudarle sosteniendo su parte del diálogo, por innecesario que fuera este, aunque disfrutaba de la incomodidad de que era presa su interlocutor.
Él se humedeció los labios, como si esa acción la controlase un mecanismo automático, y sus manos le pasaron rozando la cabeza, para aplastarse el cabello color arcilla. A ella le fascinó ver cómo se le formaba una gota de sudor en la frente, cerca del nacimiento del cabello, y mientras aguardaba a que él volviese a tomar la palabra prefirió especular, apostar contra sí misma sobre cuál de los dos lados de su nariz iba a recibir la caída de la gota. En ese momento, el silencio que había sostenido solo la vergüenza del joven, lo rompió una voz que sonó en alguna otra parte de la sala; una voz perteneciente a otra de las personas allí congregadas; una voz que a punto estuvo de reconocer, aunque no supo de quién procedía; una voz que, sin embargo —lo supo en el acto—, mencionaba algo que de ninguna manera hubiese querido oír, algo que confiaba se hubiese olvidado del todo.
—¿… Cómo es posible que no hayas tenido noticia? ¡Si salió todo en los periódicos! Los más sensacionalistas llegaron a publicar fotos de los dos, los dos muertos. Sobre su cuerpo habían arrojado una toalla, claro, y ella estaba vestida de pies a cabeza. Pero, aun así, yo no creo que debieran publicarse tales cosas. Dijeron que ella lo había matado, no sé si lo sabías. Oh, la suposición se basaba en la autopsia, en la hora de la muerte de los dos: de acuerdo con los médicos, él murió varias horas antes que ella. Así fue la cosa, o al menos eso se ha dicho. Así, ella le mató, por celos o por la razón que fuera, y luego se arrepintió del crimen. El portero de noche dijo que había alquilado la habitación a un hombre y una mujer. Claro que ¿quién iba a esperarse que le dieran sus nombres reales? Sí, ella sin duda tuvo que sentir el remordimiento… y luego se dio muerte. Querido, cuánto me extraña que no hayas oído hablar del tema… Ha sido un notición, todo un notición. Es tremendo, fíjate; lo había visto cantar uno o dos días antes, lo fui a ver en un club del Village…
Ferdinand carraspeó y ella hizo un esfuerzo por recobrarse. Se dio cuenta de que en todo momento había prestado atención a la otra conversación, pero, temerosa de darse la vuelta y ver quiénes estaban hablando, debía haber estado mirando fijamente al joven, transfigurada e inexpresiva; tal vez él había tomado su actitud por una muestra de curiosidad, por indicación de cierto interés. En cuanto se dio cuenta, bajó la mirada.
Él tosió.
—Soy… soy poeta.
«¿Por qué, por qué —se preguntó— le había dicho eso? ¿Qué sentido tenía para ella que aquel hombre fuese poeta o dejase de serlo?». Siguió mirándolo fijamente, convencido de que si él había querido ver un deje de coquetería en su mirada, ahora ya no podía seguir haciéndolo. Al ver cómo se tensaba su rostro, cómo le temblaba su ridículo amago de bigote, ante la hostilidad que ahora le demostraba, comprendió que su mirada era una arma.
—Qu… quiero decir que he publicado un libro. Un librito de versos, en realidad.
Y su mano, como un sabueso deseoso de atrapar un pájaro abatido, subió hacia el labio superior y cayó de nuevo. Aunque no esquivó su mirada, no le estaba prestando ninguna atención. Volvió a oír la otra voz, una voz que le sonaba conocida, una voz que, con solo pararse a pensarlo, podría colocar en su sitio. Había vuelto a elevarse por encima del continuo murmullo de la multitud, se había liberado del ruido monótono de la masa, y al escapar fue como si hubiese creado una zona de calma y de silencio en el centro del bullicio generalizado, en la cual solo ella existía y se hacía oír.
—Lo cierto —decía en ese momento la voz— es que recuerdo haberle visto incluso antes. Sí, ahora que lo pienso, no solo lo vi actuar pocas noches antes del suceso, sino que estuvo en mi estudio aquella misma tarde… Oh, sí, claro que le conocía, y muy bien… Fíjate, solía venir a verme con cierta frecuencia… ¿Que quién era ella? Nadie que tú pudieras conocer, querido. Una persona horrible… Creo que una bailarina; sí, en algún sitio he leído que era una bailarina… ¿Cómo habrán podido…? Lo quería, digo yo. ¿No suele ser ese el motivo más común? ¿Que cómo se llamaba? No me acuerdo, lo leí solo una vez… Bueno, aparecía en los periódicos, claro está… Pero ahora mismo no caigo, no me acuerdo…
Reconoció la voz, y de pronto supo sin asomo de duda que no podía pertenecer a nadie más que a Nancy. Y al tener esta repentina seguridad se sintió arrastrada a la otra parte de la sala, impulsada a localizar a la autora de aquellas palabras, a hacer frente a Nancy para demostrarse que no tenía nada que temer. La voz sonaba a sus espaldas, a cierta distancia; debía de estar cerca de la chimenea. Pensando en esto, se dio la vuelta, a ciegas, y empezó a abrirse paso entre la muchedumbre. El joven se quedó pasmado, blanco como el papel, esto lo vio por el rabillo del ojo, al pasar junto a la pareja más cercana. Sintió lástima por él. Pero ya no podía tomarse la molestia de volver a donde lo había dejado y pedirle disculpas. Encontrar a Nancy pasó a revestir una importancia de primerísimo orden: tenía que entrometerse en su conversación, oír con toda claridad lo que estuviera diciendo.
Sintió que su impulsivo avance por la sala atestada de gente había dado pie a ciertos comentarios, sintió que los ojos de la mayoría se habían clavado en ella, pero no le importó. Sin embargo, se propuso caminar más despacio, desviarse incluso y dar un rodeo, en vez de pasar por entre un hombre de considerable estatura y una mujer robusta que en ese momento le impedían el paso; buscar a Nancy en vez de guiarse solamente por su voz. De hecho, incluso se quedó momentáneamente quieta, mirando a su alrededor, y obtuvo por recompensa la localización de la persona que estaba buscando. En efecto, Nancy estaba apoyada en la repisa de la chimenea, contorsionado su rostro granítico por el énfasis que ponía al hablar, acompañado por los amplios gestos de sus manos de campesina, con los dedos gruesos. Sintió alivio al verla, pero ya no vaciló un momento más. Al contrario, avanzó con resolución, tal vez de forma más impulsiva que antes, tropezando contra un sofá, y a punto estuvo de derribar al camarero, bandeja incluida.
Nancy la vio acercarse. Se apartó de su acompañante, un hombre de tez muy pálida, con el cabello lustroso y una expresión intensa, para dirigirle un saludo.
—¡Ellen! —le gritó—. Querida, has estado incomparable. ¡Ha sido todo un acontecimiento! Ah, Ellen, ahora que apareces (cuánto me alegra que te hayas acercado), creo que podrás ayudarnos. Ellen, dime una cosa: ¿recuerdas haber conocido a un hombre, un músico o, mejor dicho, un cantante de baladas, por cierto muy famoso, al que te presenté el verano pasado en mi estudio?
Asintió en dirección al hombre, al cual no había sido presentada. Luego miró de lleno el imponente rostro de Nancy.
—¿Te refieres a Jim Shad?
Aminoró el ritmo de su respiración mientras esperaba a que Nancy reaccionase, a que le mostrase alguna señal de lo que sabía. El rostro de Nancy no se transformó.
—Eso es. Bueno, también yo recuerdo ese nombre. En cambio, Ellen, soy incapaz de acordarme cómo se llamaba la mujer (una bailarina, una persona horrible) que lo asesinó. Porque sabrás que fue asesinado, ¿no? Pensé que lo sabría todo el mundo, que todo el mundo lo habría leído en los periódicos. ¡Fue todo un notición! Le golpeó en la cabeza… Jack, en cambio, me ha dicho que él no tenía ni idea. Tú sí que lo sabías, ¿no, Ellen?
Sonrió, divertida por el parloteo de Nancy.
—Fue terrible. Sí, lo leí en la prensa. ¿Averiguaron alguna vez quién lo hizo?
Se sintió orgullosa de su calma, de su inventiva. A Nancy se le pusieron los ojos como platos, y manifestó a las claras su incredulidad.
—Pero ¡querida, eso es lo que intento deciros! Esa mujer, como se llame, fue la asesina. Le destrozó la cabeza de un golpe y luego se pegó un tiro. Aunque nunca he logrado entender por qué no le pegó un tiro también a él. En fin, no consigo acordarme del nombre. Creí que tú lo sabrías. Era una bailarina…
Nancy pareció haber agotado sus recursos. Ellen la miró más a fondo, la vio apoyada sobre la repisa, se fijó en su pose distendida, se aseguró de que en su cara dominaba la curiosidad (¿o acaso era malicia?). «Aunque nunca he logrado entender por qué no le pegó un tiro también a él», había comentado. ¿Lo habría dicho con intención irónica? ¿Habría querido utilizar esa vía para hacerle saber que sospechaba de ella? Este pensamiento la torturó y le inspiró deseos de hurtarse a la mirada de Nancy. Sin embargo, supo que no era conveniente, que si Nancy sospechaba de ella, su huida confirmaría sus suposiciones. Tenía que aguantar con buena cara.
—Ahora me acuerdo. Sí, creo que leí algo acerca de una bailarina. Ella le asesinó, ¿no es cierto? ¿Tú la conocías? —preguntó con cierta violencia, de forma espasmódica.
Jack, que se había dedicado a acariciar el mármol de la repisa con las yemas de los dedos, la miró con cara de asombro. Nancy, caso de haberse percatado, no se dio por enterada.
—Eso es, Ellen. El portero de noche del hotel declaró que se inscribieron los dos con nombre falso. Y a la mañana siguiente los encontraron muertos a los dos: ella lo mató y luego se pegó un tiro. ¿Cómo no te acuerdas tú tampoco del nombre de ella?
Se llevó la mano a la garganta y palpó la gargantilla de diamantes, cuya presencia inflexible le devolvió la confianza.
—Lo siento, pero me temo que no seguí el caso muy de cerca. Debió de ocurrir antes que nos marchásemos Basil y yo. Fuimos a la cabaña que tiene en Catskills, ¿no te acuerdas? Yo tenía que alejarme de todo para poder ensayar a fondo, y Basil se metió de lleno con sus partituras. No vimos ni un periódico durante todo el verano. Me temo que me perdí los detalles más espantosos.
—Claro, es imposible que te acuerdes —sonrió Nancy—. Había olvidado que Basil y tú no estabais en la ciudad. Fíjate, seguramente os marchasteis aquella misma semana. Bueno, en el fondo no tiene importancia. Lo que pasa es que preferiría que la memoria no me jugase estas malas pasadas.
En este momento se dio cuenta de que se había equivocado. Nancy no había querido darle a entender nada, sino que se había comportado de acuerdo con su carácter; era charlatana y curiosa. Pero toda vez que su mente se había internado por aquel camino, toda vez que había regresado a ella aquel miedo tan especial, un miedo que le secaba la boca, una especie de pánico en calma, se vio obligada a recordar todos los detalles de aquella mañana, aquella mañana de la que parecían separarle años enteros, aun cuando solo había tenido lugar unos meses antes, la mañana en que volvió a casa y se encontró a Basil sentado en su sillón de cuero, en la biblioteca, muy rígido pero con la cabeza doblada a un lado, dormido. Se dio cuenta en el acto de que se había quedado dormido mientras la esperaba, que seguramente se había preocupado por su ausencia. Se arrodilló a su lado y lo despertó con un beso.
Se le abrieron los ojos con pesadez, lentamente; se llevó la mano a la frente y se la frotó antes de verla, antes de comprender con claridad que por fin había regresado. Se inclinó hacia delante, sintiendo los huesos doloridos y los calambres propios de la incomodidad pasada. La tomó de la mano y se la apretó fuerte. «¿Estás bien?», le preguntó.
Ella se sentía de todas las maneras posibles, excepto bien. Se había asustado, se había mareado, había estado a punto de matarse. Al volver a la parte alta de la ciudad, en el taxi, el rostro de Shad se le apareció continuamente, e incluso en aquel momento sintió la sangre que le manchaba el cuerpo como un peso muerto, como un hierro al rojo. No supo cómo hablarle de lo ocurrido. Se dio cuenta de que algo no iba bien en su interior, de que, de alguna forma, se sentía a un tiempo confusa y maltratada. Sin embargo, la presión de las manos de su esposo sobre la suya le dieron la fuerza necesaria para mentir. «Sí, estoy bastante bien», le dijo.
Más tarde, mucho más tarde, decidió no decirle nada del asunto. Había tomado esa decisión con absoluta claridad. Razonó que él no tardaría en estar enterado del caso, gracias a otros; quizá de forma más brusca, pero con menores implicaciones emocionales que si ella intentaba explicárselo. Se marchó a su estudio, cerró la puerta con llave y, por primera vez desde que saliera del sanatorio, se dirigió a su instrumento. Pasó el día entero como si sus dedos, su cuerpo —sí, su mente también— no le pertenecieran, como si —o al menos ese era su recuerdo— la vacilante música que consiguió construir no la hubiese oído ella, como si ni siquiera su respiración fuera suya. Se sintió como si fuera un instrumento, el acero afilado y cruel de un instrumento quirúrgico sobre un paño esterilizado, preparado para su uso. Y la música, los sonidos a los que sus dedos dieron el ser, fueron como brillantes y agudas astillas tonales que laceraron el silencio.
Al atardecer, Basil llamó a su puerta y la convenció con dulces palabras para que bajase a cenar. Más tarde, solo porque a él le apeteció y a ella no le desagradó la idea, salieron a dar un paseo. Él compró un periódico a la entrada del parque, tras lo cual se internaron por entre los árboles, en busca de un banco aislado donde sentarse a leerlo. Incluso al cerrar los ojos (aunque de ninguna manera se hubiese atrevido a cerrar los ojos en presencia de Nancy) era capaz de ver de nuevo aquel titular, vagamente negro a la luz indirecta que proyectaba la farola, en el cual se explicaba el asesinato de Jim Shad y el suicidio de Vanessa. Echó mano al periódico, arrancándoselo prácticamente a Basil, y leyó de punta a cabo todo el reportaje. Al principio no alcanzó a entender por qué se había dado muerte Vanessa, y entonces comprendió que la policía tampoco lo entendía. Le pareció cómico que, según la versión oficial, Vanessa fuera la autora del homicidio; le entraron ganas de echarse a reír, de sollozar, de levantarse y ponerse a bailar como si fuera una niña deseosa de agitar las trenzas, pero cayó en la cuenta a tiempo de que jamás hubiera sabido explicarle sus actos a Basil. De hecho, él quiso saber por qué le interesaba tanto aquel asesinato. «En este periódico sale un asesinato todas las noches en primera página», dijo. Pero no le costó trabajo dar con una explicación. Le dijo que había conocido a Jim Shad precisamente el día anterior, y además en el estudio de su hermana, de Nancy. Comentó que era la primera vez que asesinaban a un conocido suyo; de ahí su lógico interés.
Pero pocos días después, cuando Basil sugirió la conveniencia de ir a pasar una temporada en la cabaña de Catskills, sintió verdadero alivio ante la perspectiva de marcharse de la ciudad, de estar a solas, de sentirse desgajada de todo y de todos, para poder repensar todo lo sucedido. Basil, claro está, iba a pasar con ella la mayor parte del tiempo (aparte dos semanas, en agosto, durante las cuales tenía que dirigir la orquesta en varios conciertos de verano). La estancia con Basil, sin embargo, había sido muy especial, pues cada uno se organizó su propia vida. En efecto, mandaron transportar el clavicordio y el piano a la cabaña, y se repartieron las horas de ensayo como buenos amigos: por las mañanas, ella tocaba y él hacía lo que le venía en gana, y por la tarde Basil se dedicaba a leer sus manuscritos o a interpretar los pasajes más críticos, mientras ella subía por la falda de la montaña, a buscar laurel, o encontraba un remanso en el que podía chapotear y mojarse los pies. Por las noches estaban juntos, salían a pasear en coche por las tortuosas carreteras de la montaña o se tumbaban sobre la hierba recién cubierta de rocío, a mirar las estrellas y a abrazarse.
Nunca volvió a pensar en todo aquello. Sí intentó hacerlo en varias ocasiones, pero no llegó al final del asunto. Una vez decidió ir a ver al doctor Danzer, al cual ya debería haber llamado para concertar una cita, y contárselo todo. En otra ocasión concluyó que todo aquello no tenía ningún sentido, y que el doctor Danzer le repetiría lo que ya le había dicho otras veces. Insistiría en que aquello no había ocurrido, que era pura alucinación, una ficción que brotaba de su neurosis al igual que tantas otras, generadas por una antigua culpabilidad. Pero esto solo lo creyó durante una breve temporada. Luego, el otro aspecto de su personalidad, su yo más escéptico, se burló de tal suposición. Sabía que fuera lo que fuese lo ocurrido durante aquella última noche que pasó con Shad, sucedió de veras: fue algo real. De sueño no tenía nada. Shad había perecido, y su muerte hasta salió en los periódicos. E incluso era más que probable que ella lo hubiese asesinado, aunque, cosa extraña, ella misma se mostraba capaz de formular ese pensamiento y lo daba por sentado con absoluta frialdad, sin el menor rastro de alarma.
—Siempre he comentado que en ese caso hay algo que jamás ha terminado de salir a la luz. —El comentario de Nancy le sonó como un trompetazo. Bruscamente se hizo pedazos su ensoñación, y tuvo conciencia, con una sacudida eléctrica, de la cercanía de Nancy y de la peligrosidad de su lengua parlanchina—. La policía dijo que la mujer en cuestión estaba celosa de él. Encontraron testigos que los vieron discutir y pelearse, que incluso la habían oído a ella acusarle de infidelidad la noche anterior a su muerte. Pero nunca mencionaron de quién podía estar celosa esa mujer, jamás se ha filtrado un atisbo relativo a la mujer con la que él pudiera estar liado… ¡Esa parte sí que la convirtieron en un misterio!
Nancy sacudió la cabeza para subrayar su comentario. Jack, su pálido acompañante, asintió a la ligera… Se estaba aburriendo con aquella conversación, sin duda. Ellen fue incapaz de precisar si Nancy sospechaba de ella o si no. Lo cierto es que a cada poco parecía estar más y más cerca de la verdad… Si de veras fuese inteligente, aquello podía suponer toda una prueba.
—¡Oh, yo en cambio creo que la policía lo sabía! —exclamó, procurando que su voz sonase exasperada, como si estuviese harta de hablar de un antiguo, sórdido crimen—. No cabe duda de que interrogaron a la persona en cuestión, probaron su inocencia y decidieron no dar a conocer su nombre. ¿Quién querría ver arruinada la reputación de una mujer inocente?
Nancy la miró atentamente y esbozó una sonrisa.
—¡Ellen, querida! Debes de pensar que soy un auténtico espanto. Por supuesto, yo no soy de las que desearían ver impreso en los periódicos el nombre de esa persona. Pero sí me gustaría saber de quién se trataba. Entiéndeme: Jim Shad era amigo mío. No puedo evitar sentir curiosidad, y yo creo que a ti debería pasarte lo mismo. ¿O no lo conociste en mi casa, el mismo día en que fue asesinado?
Abrió la boca con intención de decir algo, lo que fuese, con tal de conjurar el silencio y darse unos momentos para pensar. Sin embargo, antes que pudiera decir esta boca es mía, se materializó a su lado la señora Smythe, como un espectro. Sus dedos resecos se aferraron a su brazo y su rostro arrugado dibujó una sonrisa aduladora.
—Queridísima Ellen, aborrezco tener que separarle de estas personas tan encantadoras, pero mi querido Jeffrey aguarda para verla. Ha asistido al concierto, no sé si lo sabe, y en el periódico de mañana piensa publicar un breve comentario. De todos modos, querida, desea saludarle antes: quiere sostener una pequeña conversación con usted, y tiene que llegar antes de la hora de cierre. En fin; estoy segura de que sus amigos sabrán disculparla…
La presión de aquella garra de pájaro que sentía en el brazo era excesiva. Descubrió que la señora Smythe la había hecho rotar sobre su eje y que la arrastraba escorada, por entre la muchedumbre, hacia otra zona de la sala en la cual estaba sentado Jeffrey Upman, a solas, cauteloso, en una silla sobredorada, marcando un ritmo inexistente sobre los cuadros más oscuros del parquet, con la contera de su paraguas. Era un hombre enjuto, viejo, poco menos que paralítico, cuyo liviano perfil adoptaba la forma de un signo de interrogación. Que esta postura suya tuviera algo que ver con su predilección estética por las preguntas retóricas había sido una cuestión largamente debatida, desde antaño, entre los guasones de la calle Cincuenta y siete. Aun así, sus reseñas aparecían salpicadas de signos de interrogación como las pasas que proliferan en un buen pastel. «Ayer noche, en los augustos locales del Carnegie —era capaz de escribir—, entre la pompa de costumbre y aprovechando el silencio de respeto, el señor Tal y Cual se descubrió como uno de los artistas más consumados de nuestro tiempo. Había algo en su tonalidad que se fundía en la vaguedad, si bien en ningún momento careció del ritmo vertebrado, propio de la autoridad, ni de algo que despertó en definitiva nuestras más sutiles emociones, y que exigió al asistente ponerse al altísimo nivel de su ejecución. ¿Hubo alguien, entre la nutrida concurrencia, que se fijara, de cuando en cuando, en una ligerísima divagación respecto del tono primordial? ¿Acaso se fijaron otros en que, aquí y allá, incurría en una serie de inflexiones que se salían por completo de la tradición, que hubiesen sido de todo punto cuestionables? Tal vez más de un asistente se percató de cierta y reiterada inconsistencia en el tempo, de un trémolo infortunado, de algunos ritardandos francamente mal escogidos. De ser así, estos expertos fueron la excepción que confirma la regla, ya que el aplauso que, como un cataclismo, saludó al artista tras su segundo número, atestiguó de manera espontánea que aquel reconocimiento inequívoco, aquella aprobación entusiasta, estaban a la altura de los merecimientos del señor Tal y Cual. Más adelante, el programa nos prometía que este artista sin parangón volvería a ejecutar conciertos de Mendelssohn, Chaikovski y Sibelius, así como piezas menores de Lalo, Debussy y Thomson; ahora bien, por desgracia, lo avanzado de la hora y la atroz, larguísima extensión de los modernos programas, nos impidieron asistir hasta el final».
Jeffrey había sido crítico musical en la ciudad de Nueva York desde los tiempos de Gustav Mahler. A aquellas alturas no solo estaba pasado de rosca, sino que padecía además una aguda somnolencia, hecho que más de uno de los asistentes a los conciertos de costumbre habían podido comprobar con solo mirarle de reojo y verle cabecear en su asiento precisamente durante los pasajes más atronadores de las sinfonías. Por norma general, se las apañaba para permanecer despierto durante los dos o tres primeros números del programa, pero en seguida lo arrasaba el sueño. Para muchos músicos, un crítico adormilado no se distingue en nada de un perro en el momento de la siesta, y puede que la somnolencia de Jeffrey no hubiera sido objeto de burla de no haber tenido aquella exagerada propensión a roncar. Más de un violinista, mientras ejecutaba sin acompañamiento un pasaje de una suite de Bach o uno de los movimientos más tranquilos de las sonatas de Debussy, había percibido con incomodidad el involuntario pero habitualmente desastroso obbligato de Jeffrey. Por curioso que fuera, su reputación no se había resentido por ese hábito de sestear en medio de un concierto. Algunos decían que eso se debía a la influencia de la señora Smythe, que sin lugar a dudas desempeñaba un papel relevante, pero era más probable que fuera sencillamente una manifestación más del respeto que se tiene en nuestra sociedad por todo lo que sea viejo y producto de la costumbre. La gente estaba habituada a ver la firma de Jeffrey Upman en los periódicos, y hacía más o menos una década había escrito varios libros sobre «apreciación musical», libros que la señora Smythe se las había apañado para que los distribuyera un club del libro, de modo que para el público en general Jeffrey era un fenómeno inmutable, una pieza respetada del mobiliario cultural, una especie de hombre de Estado cada vez más viejo; además, casi nadie se dedica a leer las secciones de crítica musical.
Ellen sabía muy bien todo esto, y además se había dado cuenta de la futilidad que hubiera sido sentir amargura ante la senilidad. Aun así, al situarse frente a él y verle la cabeza temblorosa, los ojos marchitos, los párpados cargados, la piel pálida y surcada de venas azules, propia de un viejo, sintió ganas de reírsele en la cara, de ponerlo de pie de un tirón, de darle la vuelta y mostrarlo a la concurrencia y gritar: «¡Aquí lo tenéis! Miradlo. He aquí el que aprueba o condena la música que vais a oír, he aquí la persona cuya reseña leeréis mañana para descubrir si lo que habéis oído era bueno o no». Claro que, evidentemente, no lo hizo.
Su presencia era pura formalidad, al igual que la del anciano. Los dos lo sabían, y se lo comunicaron mutuamente al vacilar en la elección de las palabras más indicadas. La señora Smythe rompió el silencio.
—Estaba segura, Jeffrey, de que deseabas hablar con mi querida Ellen. Todos, absolutamente todos los presentes se han asombrado ante la brillantez de que ha hecho gala esta noche.
Tales fueron las instrucciones que dio a Jeffrey, instrucciones que él había esperado con atención, estaba segura. Y también se dio cuenta de que la señora Smythe había forzado el encuentro, de que Jeffrey no estaba en modo alguno «deseoso de charlar con ella», sino únicamente a la espera de descubrir cuál iba a ser el veredicto de su amiga.
De qué modo había llegado la señora Smythe a su veredicto, eso era algo imposible de saber (y, menos que nadie, podría adivinarlo Jeffrey). En cualquier caso, no era un veredicto irrevocable, y por eso tendría que jugar y defender su juego, mostrarse cortés ante aquel viejo enteco que daba conterazos con su paraguas mientras la observaba con aire inquisitivo, aunque con los ojos casi cerrados, pues lo único que deseaba era salir cuanto antes de aquella sala ruidosa y acalorada, alejarse de aquel enjambre de personas, volver a dormir en cuanto le fuera posible.
—Ha sido muy amable de su parte, señor Upman —dijo (¿qué otra cosa iba a decir?)—. Estoy deseosa de leer su reseña.
Jeffrey se alborotó en su silla, y el paraguas golpeó con más fuerza contra el parquet. Tosió con sequedad una, dos veces. Ella recordó que ese era el prefacio habitual de todos sus comentarios. Cuando tomó la palabra, su voz sonó como una tiza al rascar sobre una pizarra, como una melodía desafinada.
—¡Espléndido! ¡Espléndido! ¡Espléndido! —graznó. En ese momento se miró la mano, que viajó hacia su chaleco para sacar del bolsillo un reloj de oro, cuya tapa abrió con un chasquido. Las manecillas, como patas de araña, convergían sobre una esfera de marfil—. ¡Espléndido! —estornudó al levantarse poco a poco, con las piernas rígidas y el torso inclinado, sus pies como el punto de un signo de interrogación—. En fin, es tarde. Debo marcharme ya.
—¡Jeffrey! ¡No es posible! —dijo con firmeza la señora Smythe y, en tanto él proseguía su lenta maniobra para ponerse en pie, subrayó sus palabras empujándole hasta sentarlo de nuevo—. Ellen ha prometido tocar una pieza para nosotros, y sé de sobra que te apetecerá escucharla.
Al viejo se le hundió el mentón contra el pecho, y los labios le temblaron, quejumbrosos.
—¡Espléndido! ¡Espléndido! —fue todo lo que acertó a decir—. En ese caso… Sí, cómo no. ¡Espléndido!
La conversación, si así podía llamarse, terminó tan perentoriamente como había comenzado, es decir, con la inexorable presión de la señora Smythe sobre su codo. Dócilmente, Ellen se dio la vuelta y se alejó de Jeffrey, consintiendo que su ansiosa anfitriona la condujera por entre los distintos invitados que le salieron al paso. Esta vez avanzó hacia el extremo de la gran sala, hacia un estrado decorado con cortinajes de terciopelo y dos altos jarrones llenos de rosas, sobre el que se hallaba el clavicordio que la señora Smythe, con su buen ojo característico, había conseguido para aquella velada. A lo largo de la noche las cortinas habían estado echadas, ocultando el instrumento, e incluso ahora el mayordomo estaba ocupado en recoger los pliegues y ajustar un poco la simetría de los dos jarrones. ¿Qué señal habría dado la señora Smythe para invocar ese milagro, ese súbito, inesperado aquietarse de las conversaciones, esa curiosidad de pronto concentrada? Tal vez ninguna, o tal vez el mayordomo hubiese recibido con antelación la orden de retirar los cortinajes cuando las viera a las dos departir con el viejo Jeffrey o —y esto era todavía más probable— toda la velada se iba desarrollando de acuerdo con un programa estrictamente ideado. Cualquiera que fuese el método, resaltaba el hecho de que las recepciones de la señora Smythe siempre se ajustaban a aquellos cambios de escena tan ágiles y apropiados, y siempre delataban la presencia, entre bambalinas, de un experto director escénico, sin duda alguna la propia señora Smythe… en persona.
Al pensar en esto, vio de refilón a una persona diminuta, una figura ligeramente encorvada, con un vestido de seda a aguas: Madame Tedescu. Se hallaba ligeramente a la izquierda de un grupo compuesto por dos hombres y una mujer muy vivaz que la señora Smythe y ella estaban a punto de dejar a un lado. Olvidó de pronto a la señora Smythe y se dirigió hacia ella, sonriendo abiertamente a la anciana dama cuya sola presencia tanto significaba para ella. Madame Tedescu era una señora bien entrada en la sesentena, con el rostro encogido a causa de los años y con una debilidad que le obligaba a utilizar un bastón de ébano con la empuñadura de oro. Tenía un cabello blanco que le caía suavemente sobre los hombros, pero sus ojos conservaban la brillantez y su sonrisa el ingenio de aquel primer día en que Ellen apareció en su estudio.
Madame la vio acercarse. Ensanchó su sonrisa, le resplandecieron los ojos. Recordó que Madame le había dicho repetidas veces, y con el corazón en la mano, que era su alumna predilecta, «la única a la que quisiera confiar la continuación de mi tradición musical». Sabía muy bien que Madame no le mentiría jamás, que ella le diría con absoluta sinceridad si había tocado bien aquella noche.
La señora Smythe, sorprendida por su fuga, la alcanzó en el momento en que llegaba junto a su antigua amiga y maestra. Como si de hecho hubiese pensando que Ellen tenía serios motivos para huir, se las arregló para situarse entre una y otra y ser la primera en romper el fuego:
—Esta noche debería estar muy orgullosa de nuestra Ellen, Madame. Mi querido Jeffrey me decía hace tan solo un instante que este recital ha sido uno de los acontecimientos más memorables a los que ha asistido en su vida. Bueno, es evidente que mañana podrá leer su reseña y averiguar sus opiniones, pero puedo adelantarle que serán elogiosísimas.
Creía estar sobradamente acostumbrada a la falta de modales de la señora Smythe, a sus afirmaciones arbitrarias, pero también había considerado imposible que la señora Smythe se portara de forma tan grosera. Si se puso colorada, si sintió que se le secaba la garganta, no fue solo por el lógico azoramiento, sino porque de pronto cayó en la cuenta de que, por alguna extraña razón, la señora Smythe habría deseado impedir que se reuniera con su vieja amiga, y que por eso mismo intentaba influir en su opinión, tal como había influido en la de Jeffrey; tal vez, pensó, todo ello se debía a que incluso la señora Smythe, cuyo gusto musical era asombroso por la ausencia de todo tino, se había dado cuenta de que esa noche había algo que no funcionaba.
—No es menester que me diga nada de Ellen. —Madame Tedescu hablaba con lentitud, con un rastro de acento vienés, a pesar del tiempo transcurrido—. He estado en el concierto. He escuchado con atención. —Asintió con solemnidad, pero en ese momento la observó y sonrió. En sus ojos había un brillo grave, y su sonrisa era toda amabilidad, pero mediante un sencillo cambio de expresión, mediante una especie de reconocimiento de la melancolía que la embargaba, a ella le transmitió con meridiana claridad que estaba preocupada—. Hace años que no te veo, Ellen —dijo, aunque en su voz no había ni rastro de reproche—. ¿Serías tan amable de pasarte mañana por mi estudio? El mejor momento sería a media mañana… Allí podremos hablar con toda tranquilidad. —Y, sin dejar de sonreír extendió la mano y le acarició el hombro.
El mayordomo había terminado de trajinar con los cortinajes y los jarrones. La señora Smythe estaba ansiosa por llevar a su estrella invitada al estrado.
—Ellen ha accedido a tocar para nosotros, Madame. Es cuestión de unos minutos…
Cambió el peso de un pie a otro, inquieta, permitiendo que los grises faldones de su vestido oscilaran misteriosamente, como dando a entender una prisa que ella era demasiado educada para mencionar.
Madame Tedescu dejó de sonreír, y su expresión adoptó una seriedad súbita y cabal.
—Pero Ellen, ¡estás cansada! ¿O no es así, Ellen? Esta noche has tocado ya más que suficiente…
Su tono resultó un poco severo. La señora Smythe puso de manifiesto su especial presencia de ánimo. Se dio la vuelta en redondo, con simpatía, sin duda, pero con voz firme.
—Ellen, querida, si de veras está cansada, lo último que quisiera es que tocase para nosotros —dijo—. ¡Tengo plena conciencia de lo cansados que deben de ser los conciertos! solo que, querida, si no toca, Jeffrey se sentirá muy descorazonado…
Aunque en modo alguno deseaba tocar, aunque su único deseo era abandonar aquella absurda recepción, aquella sala llena a rebosar de gente tediosa y molesta, de salir por la puerta y sentir el viento de la noche en el rostro, de mirar a lo alto y ver el cielo oscurecido, de estar a solas, comprendió la amenaza implícita en las palabras de su anfitriona, y entendió que si no se plegaba a sus deseos y tocaba unas piezas para la concurrencia, la señora Smythe era sobradamente capaz de hablar de nuevo con Jeffrey y cambiar su veredicto, o sea el dictamen del crítico. Y mucho se temía, no tanto por lo que Madame había dicho cuanto por su actitud, que al día siguiente necesitaría los elogios de Jeffrey.
—Por supuesto que tocaré —dijo a la señora Smythe. Y se dirigió acto seguido a su vieja amiga, apretándole la mano—. Ya verás cómo en el fondo no estoy tan cansada. Ah, prometo pasar a visitarte mañana por la mañana.
A Madame Tedescu no le desagradó su decisión, por más que su forma de asentir fuera breve y su sonrisa, algo torcida. Pero la señora Smythe ya le tiraba de la manga, de modo que supo con toda claridad que si la hacía esperar un momento más, sus reticencias serían demasiado obvias. Por eso se dejó arrastrar al estrado.
Mientras su anfitriona elevaba la voz para anunciar a la concurrencia que había condescendido a tocar para ellos, tomó asiento ante aquel instrumento extraño y cerró los ojos. En cuestión de segundos tendría que colocar las manos sobre el teclado, arquear los dedos y pulsar las notas, dejar de pensar en su mundo propio y concentrarse en su mundo sonoro. Al menos, así debiera ser. Sin embargo, durante mucho tiempo, y con solo alguna que otra excepción ocasional, no había sido así. Desde comienzos de aquel verano, desde la semana en que salió del sanatorio, todos los días había tocado un poco. Mejor dicho, sus dedos habían tocado, habían sonado las notas a medida que sus ojos registraban la página de la partitura o su memoria la llevaba por aquellos vericuetos. Había rescatado todos los viejos trucos; su virtuosismo era, incluso, mayor que antes. Pero en muy pocas ocasiones le había salido bien. Invariablemente, o poco menos, aparecían todos los sonidos en los lugares indicados, el tono era el exacto, y el fraseo, tal como ella lo había querido interpretar. Con eso y con todo, le daba la sensación de que sus ejecuciones no pasaban de meras procesiones de sonido, una alternancia tonal, un cajón de sastre lleno de frases. No había un conjunto homogéneo. Funcionaba, si es que funcionaba, a trompicones, sin ningún sentido. Sin embargo, su técnica seguía siendo impecable, sus dedos respondían a las exigencias de su mente, y todas las notas estaban en su sitio. Si ese ya no era su mundo, si había dejado de tener sentido para ella —y, de hecho, así era—, ¿dónde se había equivocado?, ¿qué era lo que había salido mal?
La señora Smythe dio por concluida la presentación, y una oleada de aplausos la informó en ese momento de que los concurrentes estaban a la espera del comienzo. Abrió los ojos y miró al público, vio sus repulidos rostros de color rosa, los brazos y las espaldas desnudas, las resplandecientes pecheras de las camisas y las ondas de los vestidos, pensando cuánto se parecían a una prosaica colección de figuritas de porcelana sobre un estante, en una vitrina. En su cabeza se formó una estructura sonora, se perfiló con toda nitidez y la hizo sentirse contenta de estar viva: los primeros compases del aria de Ana Magdalena. ¡Si al menos pudiese ejecutarla tal como la estaba oyendo…! Y es que Madame se encontraba entre el público, y la escucharía con toda su atenta inteligencia, de modo que si todo le saliera bien, tal como solía salirle antes, ella se lo diría sin dudarlo. Entre el amontonamiento de rostros sonrosados buscó la cara de Madame, moviendo los ojos de acá para allá, departiendo aún con el hombre de pálida tez. Se fijó, muy cerca, en una asombrosa muchacha de cabellos rojizos y encendidos, una muchacha muy hermosa, con un vestido negrísimo, una muchacha que en ese momento le resultó conocida. Hablaba con un hombre rubio; hablaba con seriedad, tranquila, como si le amase. ¿Quién era el hombre? También él le resultaba conocido, claro que solo alcanzaba a verlo en parte: veía la parte de atrás de la cabeza, el hombro y el brazo alzado en un gesto que estaba segura de conocer, de haber visto muchísimas veces. La muchacha se hallaba parcialmente delante de él, de perfil, dándole la cara, tapándoselo. ¡Oh, se movían! Él la había rodeado con el brazo por el talle; se desplazaron hacia un hueco en la pared, una esquina más oscura, donde nadie les vería. Estaban sin duda enamorados. Ellen se alegró de haberlos visto, de haber posado sus ojos en aquella pareja inmediatamente antes de pulsar el primer acorde: era una buena señal. Ahora bien; ¿quiénes eran? ¿Por qué tenía la sensación de conocerlos? Los observó desplazarse, cogidos del brazo, hacia aquel rincón, los vio desaparecer, y en ese momento vio por vez primera el rostro del hombre, cuando apartaba el cortinaje de terciopelo. Era Basil.
Su mano cayó pesadamente sobre el teclado, y la otra la siguió mecánicamente. Acomodó la vista sobre el laberinto de franjas blanquinegras, miró con fijeza las dos ratas que corrían de acá para allá, a ciegas, alocadas, tratando de escapar. Oyó una risa, tras unos minutos, y una conversación excitada…, pero fue incapaz de apartar la vista de aquellas dos ratas y de su intrincado juego, en el laberinto blanquinegro. Hubo también un ruido, el ruido de una copa al caer, el ruido de la sangre frágil al fluir, un tintineo, como si fueran mil las copas que se habían roto. Pero este ruido se entreveró con otros, con las risas y los murmullos; no tenía ninguna relación con aquellas dos pobres ratas como atrapadas en un laberinto aterrador…
De pronto, sin ninguna razón aparente, el laberinto volvió a concordar, cobró sentido. Alguien, en alguna parte, aplaudía: un ruido solitario. Se miró el regazo y vio que las dos ratas habían anidado allí, se habían quedado dormidas como los niños, después de una larga y ardua carrera. El tintineo, el ruido del cristal al quebrarse, del fluir de la sangre, persistían en su cabeza, pero de pronto reconoció en todo ello una melodía, una cantinela muy conocida, que había confiado no volver a oír jamás, una canción que, por cierto, acababa de interpretar:
Jimmy crack corn, and I don’t care!
My massa’s gone away…