Al subir la tapadera del buzón la notó fría. Observó por última vez el sobre cuadrado con su propia caligrafía, vio cómo resbalaban sobre la superficie las gotas de lluvia, cómo se formaban los círculos de humedad, cómo se extendían. De mala gana, soltó la tapa y oyó el ruido que hizo al cerrarse. La carta había emprendido su curso; ya nunca podría recobrarla. ¡Mañana mismo él la tendría entre sus manos y la leería! Este pensamiento la complació y la llevó a mirar a su alrededor, para ver si alguien se había fijado en lo que acababa de hacer.
La calle del pueblo trazaba una curva, y estaba desierta del todo. Las ramas bajas de los robles que flanqueaban ambas aceras estaban cargadas de lluvia. Las hojas se inclinaban vencidas por el peso del agua, y tronco abajo corrían negros riachuelos. ¡Tenía que volver cuanto antes al colegio; si no, la iban a matar! Se arropó con su impermeable y se dispuso a recorrer la calle. ¡Qué tontería por su parte prestar tantísima atención a una carta insignificante! Se rio de sí misma, y una gruesa gota de lluvia le corrió por la nariz y le humedeció los labios, haciéndola reír aún más. Un hombre famoso como Jim Shad jamás se fijaría en la nota que le enviaba una colegiala. Sin embargo, con un poco de suerte… Nunca se sabe… Y si se fijase, si quisiera concederle una entrevista para el Noticiario del Conservatorio, ¡qué celosa iba a ponerse la listilla de Molly Winters!
Esta esperanza le dio calor con el que protegerse de la fría lluvia de primavera. Se puso a tararear el aria de Bach que había hecho suya. Cada vez que la tarareaba solía sentirse mucho mejor, pues le resultaba de lo más apropiado. Le encantaba el modo en que ascendía y descendía; esa tranquila dignidad, la facilidad con que discurría, los gorjeos y las notas decorativas. Sin embargo, suspiró, nunca aprendería a tocarla —¡y para qué hablar de tararearla!— tal como la oía en su interior. El señor Smythe le dijo que un día sí, que un día podría tocarla tal cual; que lo único que debía hacer era practicar, practicar y practicar; que nunca había tenido una alumna con semejante talento innato. Claro que el divertido señor Smythe, con sus cabellos rizados, sin poder taparse nunca la calva, era en el fondo un viejecito adorable. Ella le gustaba; eso debía de ser todo.
Se le ocurrió la idea de escribir a Jim Shad dos semanas antes, cuando se escabulló con Molly y con Ann después de que la supervisora se hubiese acostado. Las tres cogieron un taxi para llegar a Middleboro. Antes ya le habían oído por la radio, y llevaban varios meses planeando ir una noche al Gato Negro a verle tocar. El único problema consistía en que el Gato Negro era una popular taberna en las afueras de Middleboro, a diez millas del conservatorio, y que a las chicas no se les permitía salir después de las once de la noche, ni siquiera los sábados. Por si fuera poco, el sitio era más bien caro: la última vez que fueron les costó cinco dólares, aparte el precio del taxi de ida y el de vuelta, más unas cuantas Coca-Cola que salían a cincuenta centavos cada una. De no haber sido porque Molly acababa de recibir su paga mensual, no habrían podido ir ni de broma. Ellen se encargó de averiguar a qué hora se iba a la cama la supervisora y por dónde era posible escabullirse sin despertarla.
Claro que Jim Shad valía la pena. ¡Era sencillamente impresionante! Alto, flaco, con la cara curtida por el sol y un cabello oscuro y rizado que le caía sobre un ojo. Cantaba con voz de tenor, melodiosa, muy, muy lentamente y con suavidad, pronunciando las letras de forma algo arrastrada, de manera que daba la impresión de estar cantando exclusivamente para un solo interlocutor. A Ellen le gustaban mucho sus canciones: unas eran inglesas y tenían varios siglos de antigüedad, mientras otras procedían de las montañas de Kentucky y de Tennessee o de mucho más al Oeste. Se acordaba de una en concreto mucho más que de las otras: su letra se refería a El moscardón. Esa canción le gustaba casi tanto como el aria de Bach.
Era lunes, lo cual quería decir que recibiría su carta el martes y, caso de contestar a vuelta de correo, a ella le llegaría el miércoles, o el jueves a lo sumo. ¡Ah, qué no daría por ver la cara de Molly Winters en ese mismo momento! ¡Qué celosa iba a ponerse en cuanto se enterase de que Jim Shad le había escrito a ella, a Ellen! Entonces, cuando fueran al Gato Negro a ver a Jim Shad, Jimmy —a ella le gustaba llamarle Jimmy, aun sin que nadie lo supiese, si bien, evidentemente, tendría que llamarle señor Shad para mostrarse cortés— se acercaría a su mesa y hablaría con ella. Y todo lo que le dijera, excepto las partes más especiales, lo sacaría en la entrevista que pensaba publicar en el Noticiero del Conservatorio. ¡Oh, era tan maravilloso que apenas podía creer que fuera cierto!
La lluvia empezó a caer de forma torrencial. Por la calle bailoteaban grandes, ondulantes, neblinosos telones de lluvia que descargaban sobre ella y sumergían las farolas como si fuesen globos del luz helada. Echó a correr y sintió que sus zapatillas deportivas, con suelas de goma, hacían un ruido extraño, rítmico, una especie de chapoteo sobre las aceras resbaladizas, mientras se desbordaban las alcantarillas, encenagadas por el chaparrón. Si la lluvia le calase el bonete, cosa que ya le había ocurrido otras veces, los rizos le desaparecerían del peinado; así pues, debería volver a la peluquería el mismo sábado. Como no tenía dinero suficiente para la peluquería y para ir al Gato Negro, siguió corriendo más y más aprisa, sintiendo que el corazón le latía al galope y que la lluvia le hacía daño al azotarle la cara. El último tramo de su recorrido era cuesta arriba. Cuando llegó al porche bajo, de blancas columnas, cada inspiración le suponía una dolorosa punzada. Permaneció un instante quieta en el porche que barría la lluvia, observando los columpios y el tobogán que relucían bajo la lluvia, antes de restregar los zapatos contra el felpudo y abrir la puerta.
Su padre, alto, como un espectro, le bloqueaba la entrada. Tras él vio el estrecho vestíbulo de su casa, y sintió el olor empalagoso y punzante, un olor a flores que impregnaba el ambiente. ¡Pero no podía ser…! ¿Acaso no había echado al buzón, pocos minutos antes, una carta, para volver a todo correr al colegio, en la ciudad en cuyo conservatorio estudiaba? ¿Cómo era posible que al abrir la puerta del colegio se diese de manos a boca no con el amplio pasillo y las escaleras tapizadas por una alfombra roja a las que tan acostumbrada estaba, no con el rostro ancho y complaciente de la directora, sino con el semblante severo y colérico de su padre? Perpleja, sin entender lo que ocurría, avanzó paso a paso, procuró colarse junto a su padre, la vista fija en los charcos que se formaban sobre la alfombra gracias al agua que chorreaba su bonete y su impermeable.
Sintió que algo o alguien le aferraba del hombro, que se lo apretaba con fuerza, y se sintió atraída hacia su padre; sintió el áspero, endurecido contorno de su cuerpo. El penetrante olor de las flores, cierta insinuación de podredumbre, le punzó las fosas nasales y le produjo una náusea. La vergüenza y el resentimiento la hicieron sentirse algo rígida, pero valiente. Con toda su fuerza de voluntad, se negó a levantar la vista para mirarlo. En alguna parte, tal vez allá arriba, alguien practicaba una escala y la repetía una y otra y otra vez, y siempre fallaba en la misma nota. Mientras aguzaba el oído, percibió la voz de su padre, seca y metálica, acatarrada.
—¡Desvergonzada! ¡Eres una desvergonzada! ¡Mira que salir por ahí mientras tu pobre, tu santa madre acaba de morir en casa! ¡Qué manera de andar por esos andurriales, como una perdida! ¡Háblame! ¡Dime algo, lo que sea! ¡Dime dónde has estado!
Ella, pese a todo, no dijo nada. Al contrario, las airadas palabras con que quiso contestar se le atascaron en la garganta, rebotaron contra sus tensos labios. Empujó con toda su fuerza para zafarse de su brazo, atravesó el vestíbulo a la carrera y subió las escaleras a toda prisa. Él corrió tras ella, le silbaba la respiración por entre los dientes, la cogió y la atrajo hacia sí con fuerza, para colocarle la mano en la barbilla y forzarla a levantar la mirada, pellizcándola bruscamente. Ella no estaba dispuesta a abrir los ojos, ni a mirarle, y tampoco lo estuvo cuando él se puso a maldecirla en voz baja, a decirle cosas cuyo significado ella desconocía, mientras le empujaba la cabeza hacia atrás, cada vez más, hasta que todo empezó a darle vueltas y las negras profundidades, como un animal peludo, como un manto suave, como el sueño de la noche, la envolvieron…
Después tuvo conciencia de estar arrodillada en una sala atiborrada de flores, las manos pegadas a los costados, sintiendo el espeso y dulzón aroma de las flores a su alrededor, cercándola, encerrándola junto con aquello que había en un ataúd. La habían obligado a mirar aquello, aquel pedazo de carne fría e inanimada que había sido su madre, los párpados pálidos y cerúleos, las mejillas maquilladas, los labios que sonreían de forma insípida, de un modo como nunca se habían curvado en vida. Los dos, su padre y el sacerdote, con palabras suaves y aduladoras, la obligaron a besar aquellos labios, e insistieron en que probara el tacto de aquel cuerpo helado. Luego, mientras a sus espaldas murmuraban los conocidos y los amigos, un murmullo como el de una multitud de romanos congregados en el anfiteatro a la espera del comienzo del espectáculo, se hincó de rodillas, temblorosa, y cerró los ojos, pero se negó a juntar las manos para simular una plegaria, manteniéndolas rígidas a uno y otro lado, mientras la tonante voz del sacerdote entonaba el panegírico:
«… Una buena mujer, que ha recorrido con nosotros un buen trecho del camino, una mujer a la que todos conocíamos y queríamos, una mujer que ha cuidado de su hija, que la ha nutrido y la ha protegido y que ahora, una vez concluido el período que le fuera asignado, ha entregado la sal de la vida a esta niña, se la ha ofrecido, y le ha ofrecido con ella vivir la vida de los justos que ella misma ha vivido; la ha invitado a conducirse como ella, a ser hija de su madre y a vivir en presencia de Dios durante todos los días de su vida…».
Aquellas palabras la horrorizaron, dieron vueltas y más vueltas en su cabeza como si fueran monstruos horrorosos y asesinos. Con los ojos aún cerrados, las manos pesadas e inertes, se levantó, vacilante, y se dio la vuelta. La voz del sacerdote proseguía su prédica, como el zumbido mecánico de una máquina que fabricase un tono determinado, una exhalación; la congregación de amigos y parientes suspiró al unísono, exhaló un suspiro enorme y entreverado de clara desaprobación. Abrió los ojos y se enfrentó a todos ellos, a aquel amasijo de ropas, lleno de bultos, brazos y piernas, y de globos sonrosados que en el fondo eran sus rostros. Les hizo frente durante un momento, un momento en el cual una cápsula de terror fluyó por sus venas, inmovilizándola, convirtiéndola en un abrir y cerrar de ojos en el acompañante más idóneo de aquello que había en el ataúd. Acto seguido echó a correr por el pasillo, dejó a un lado a la hija del vecino, que remoloneaba sobre el piano, para salir al vestíbulo y subir las estrechas escaleras. Al llegar al rellano, oyó que su padre la llamaba, oyó que toda su cólera rebotaba contra las paredes de la casa y se propagaba en ecos desiguales, como si comenzara así su existencia en el limbo. Y supo entonces que ya era tarde para volver, que, tras la huida, debía continuar corriendo, que una vez abandonado aquel escenario era imposible volver para formar parte de todo aquello. Por eso siguió corriendo por los pasillos del segundo piso, pasillos que ni siquiera se paró a inspeccionar, tras abrir una puerta de golpe, impulsada por su propio terror. Y se encontró no en su habitación, en su casa, sino en su habitación del colegio, a salvo, segura, envuelta por la penumbra de un lugar conocido que todavía no estaba impregnado de la ira paterna; un lugar alejado tanto por el espacio como por el tiempo, lejos de la casa en la que había transcurrido su infancia, la casa del rencor y la muerte, del dulce miasma propio de las flores del funeral.
Molly Winters, su compañera de habitación, estaba sentada ante su mesa de trabajo, con la cabeza apoyada en la mano, adormecida sobre el texto de orquestación que, por lo visto, había estado estudiando. A causa del impulso que llevaba, cerró de un portazo, despertando de ese modo a Molly que sobresaltada le preguntó con tono de reproche dónde había estado.
—Fui a echar una carta al correo. Llueve muchísimo.
Se acercó al armario, en el cual colgó su gabardina y su bonete, ambas prendas empapadas, para mirarse en el espejo y ahuecarse el cabello con ambas manos, preocupada por si habían desaparecido las ondas. No; por suerte todavía conservaba su peinado, pero ¡qué desastrado aspecto el suyo! Se dedicó a cepillarse el pelo vigorosamente, sin hacer el menor caso de Molly, la cual, en cambio, no le quitaba ojo de encima, como si no la hubiera visto nunca y como si nunca más la fuese a ver. «¡Qué tonta! —pensó—. ¡Qué celosa se pondría si supiera que le he escrito a Jimmy Shad!».
—Ellen, me temo que no podré ir contigo al Gato Negro el sábado por la noche. —Molly lo dijo con titubeos, desilusionada—. Vienen a verme mis padres este mismo fin de semana. He recibido carta de ellos esta tarde.
Siguió cepillándose el pelo como si no la hubiese oído, aunque se le aceleró el pulso al escuchar las palabras de Molly. Si Molly no podía ir, Ann tampoco iría, pues Ann no iba a ninguna parte a menos que fuera Molly con ella. Y si Ann no la acompañaba, una de dos: o iba ella sola o se quedaba sin ir. Nunca había ido sola a un club nocturno, y en ese momento tampoco le apetecía. No le pareció sensato. Pero había depositado en el correo la carta a Shad… Y si no acudía a la cita, perdería la oportunidad de conocerlo. Por otra parte, si fuera a verlo se encontraría a solas con él, sin que Ann ni Molly se entremetieran en su conversación. Iba a ir, decididamente. ¡Por supuesto! Se cepilló el cabello más aprisa, con redoblado vigor.
—¿Y Ann? ¿Todavía tiene intención de ir? —preguntó cómo quien no quiere la cosa, procurando que su voz no delatara la emoción que sentía.
Por el espejo vio en su compañera de habitación una mueca de evidente desagrado.
—Ann ha dicho que no piensa ir si no voy yo. He intentado convencerla, pero ya sabes cómo es; no creo que en el fondo le interese. Ann no es más que un pegote, no tiene la menor iniciativa propia. Lo siento, Ellen; sé que a ti te apetecía mucho ir.
Se fijó en la sonrisa que vaciló en el rostro de Molly antes de sustituirla por una cara de contrición algo más adecuada. «¡Vaya! ¡Si se alegra de estropearme los planes! ¡Pues se va a enterar de quién soy yo!». Y, sin dejar de cepillarse el cabello, le dijo:
—No te apures; yo pienso ir de todas formas. Alguien tiene que aprovechar la reserva.
—Pero ¡Ellen! ¡No es posible! —El tono de voz de Molly sonó desesperado—. No puedes ir tú sola… ¿Qué va a decir la gente si te ve allí sola?
—¿Y qué iba a decir la gente si nos viera allí a las tres? —Se dio la vuelta y miró de frente a su compañera, disfrutando de su incomodidad—. Sabes tan bien como yo que ninguno de los alumnos o alumnas del conservatorio debe ir al Gato Negro bajo ningún concepto. Es una cuestión sobre la cual el director puso un aviso en el tablón de anuncios. ¿Qué más da que vaya sola o acompañada?
Molly se puso en pie y se dirigió a su cama, para desplomarse sobre ella. Comenzó a aporrear la almohada con el puño cerrado.
—¡Ellen, no puedes! Las chicas buenas y bien educadas no van solas a sitios como ese. ¡Lo que pasa es que quieres quedártelo todo enterito para ti sola!
Había dado por concluido el cepillado del cabello, pero siguió mirándose en el espejo. Molly había vuelto a sentarse y la miraba con expresión de reproche, la boca prieta, los ojos encendidos de emoción.
—¿Y qué si lo que quiero es estar a solas con él? —le preguntó—. ¿Qué tiene de malo?
Molly no dijo nada. Se puso en pie bruscamente y se acercó a su cómoda, pasando junto a Ellen con malos modales. Cogió un lápiz de labios y se embadurnó la boca, para aplicarse luego maquillaje en las mejillas. Después se dio la vuelta, cogió el abrigo del armario, se dirigió a la puerta y la abrió de golpe, airada.
—Si tienes intención de salir, mejor será que tengas en cuenta la lluvia —advirtió Ellen.
La puerta, empero, se cerró de golpe sin darle tiempo a terminar. Volvió a mirarse en el espejo y dedicó una sonrisa a su reflejo. Mientras observaba su rostro en el espejo, lo vio oscurecerse, titilar y ensancharse. Y a lo lejos, muy lejos, casi en el umbral de lo audible, una orquesta comenzó a sonar: agreste, discordante, si bien, sincopado, sintió el ritmo regular de un timbal, el débil gemir de los saxos, el estampido punzante de las trompetas. Se echó hacia adelante para verse con más claridad, pero cuanto más aprisa se acercó al espejo, que oscurecía a ojos vista, tanto más débil e indistinta percibía su propia imagen. Mientras se miraba, el espejo pareció disolverse o desvanecerse, igual que las olas dejan paso, al retroceder, a la arena de una playa que ilumina la luna, revelando así una profundidad, un vacío, un interior tremendamente aumentado. Antes de tener conciencia plena de lo que sucedía, esa enorme extensión pareció avanzar, rodearla y cercarla… Y se encontró de repente sentada ante una mesa, en medio de una sala de baile en penumbra, fijos los ojos en un punto del espacio no muy lejano de un foco que proyectaba un plateado círculo de luz en el suelo. A su alrededor, las parejas estaban sentadas y charlaban. Oyó el tintineo de los vasos, las voces seductoras y amorosas de los hombres, los amortiguados susurros y las risas desvalidas de las mujeres. El aire estaba cargado de humo, cerrado, y el vaso que tenía en la mano estaba frío y húmedo. Sin embargo, no se sintió incómoda, ni siquiera enajenada; todo su cuerpo temblaba de ansiedad, y el persuasivo latir de la música que había terminado hacía un breve instante dejó paso a una expectación que podría cortarse con cuchillo, un urgente deseo de experimentar aquello que estaba a punto de suceder.
Sonó un aplauso, y otro, y otro más. Muy pronto, un creciente rugir de aplausos se sumó a su propia tensión en el momento en que también ella batió palmas, contribuyendo con ello al acto propiciatorio de la muchedumbre. El foco de luz plateada parpadeó y osciló, y de pronto barrió el suelo hasta el extremo opuesto del escenario, de donde pareció entresacar un perfil alto y el barniz amarillento de una guitarra. Alguien silbó en un rincón, y al otro extremo se oyó una voz femenina que gritaba: «¡Ese es mi Jimmy!». Aquella alta figura parecía tímida, casi a punto de pasar inadvertida. Se hallaba de pie y se mostraba torpe, al filo mismo del haz de luz que proyectaba el foco, sonriendo con ademán vacilante a la muchedumbre, antes de avanzar hacia el centro de la pista de baile a largas zancadas, arrastrando la guitarra tras él, desgarbado. Un micrófono que relucía bajo el foco empezó a descender hasta quedar colgado de un cable, flotando a la altura de su boca. Lo miró con cierta indecisión y adelantó la mano para acariciarlo y decir «Hola a todos», con lo que los altavoces propagaron por la sala su voz de tenor, lanzándola a las cuatro esquinas de aquella sala atiborrada de humo. «Hola a todos», volvió a decir, al tiempo que acariciaba de forma vaga el micrófono y le dedicaba una sonrisa conciliatoria, como si de hecho le desconcertase. «He venido para cantaros un par de canciones. Supongo que son de las que os gustan».
Y sin terminar de hablar, antes de que sus sílabas suaves y arrastradas dejaran de volar por la sala en brazos del eco, la estentórea bienvenida que le había deparado el público cesó por completo, y en su lugar se hizo un silencio sobrenatural, como si alguna bestia de tamaño descomunal hubiese dejado de gruñir y rascar el suelo y se dispusiera a escuchar, consciente y perceptiva. Esta calma se hizo más densa hasta convertirse en un opresivo silencio, como si aquel hombre alto que se había plantado ante el micrófono hubiese lanzado un sortilegio sobre la sala entera. Siguió sin moverse, sonriendo para sí, gozando con picardía de su dominio sobre el nutrido público, sobre la bestia. Los ojos le rebrillaban bajo el foco, bajo la cruda luz que lo había escogido inmisericorde para extraerlo de la oscuridad circundante. Sabía que muy pronto debía cantar, que se lo exigía el animal salvaje que tenía delante, pero sabía también que era obligación suya mantenerlo a raya tanto tiempo como le fuese posible. El silencio pareció estirarse hasta estar a punto de romperse; pareció que si pasaba otro instante la tensión aumentaría hasta extremos insospechados, y que un horroroso rugido se desataría en el millar de gargantas de la bestia… Ese fue el instante que escogió Jim Shad para empezar a cantar.
Cantó con calma, con la misma suavidad con que hablaba, y fue como si cantara solo para ella. Poco importaba lo que cantó; ella no se fijó en la letra, ni siguió tampoco la melodía, ni la separó del ritmo, de la estructura o la cadencia. Su canción, empero, tuvo para ella un significado mayor que el de cualquier otra música que hubiese podido oír en su vida; tuvo el efecto de un encantamiento, de una magia que la transformó por entero. Mientras cantaba, ella acariciaba la carta que él le envió en respuesta a la suya y que había recibido aquella misma mañana; una invitación para reunirse con él en la barra nada más terminar la actuación, para ir después a un sitio tranquilo donde poder conversar. Se le secó la garganta al oír que terminaba la canción y empezaba otra; una canción más rápida y vivaz, y notó que le ardían las mejillas al recordar que no había dicho ni palabra a Molly ni a Ann acerca de la carta, pues dio por sentado que ninguna de las dos vería con buenos ojos el que se reuniera con un hombre sin compañía de ninguna clase, y que insistirían en que no permaneciera con él a solas. Pero, claro, ¿por qué iba a preocuparse de lo que pensaran sus amigas? Tenía edad suficiente para saber qué se hacía, ¿no? Lo único que tenía claro era que él le había contestado por escrito, que quería conocerla y hablar con ella, que en ese momento cantaba para ella.
Al terminar la segunda canción, cuando el público, sumido en la oscuridad, empezó a aplaudir y a aporrear las mesas, cuando giró un poco la luz plateada y sus dedos tentaron las cuerdas de la guitarra para arrancarles unos cuantos acordes algo extraños, Ellen se levantó y avanzó por el pasillo, lleno de sillas y de gente de pie, para llegar al fondo, a la barra. Desde allí todavía alcanzaba a verlo, todavía oía su plañidera voz al relatar la historia de El moscardón, pero su figura había encogido, se había tornado impersonal, y el frenético latir de su corazón había adoptado un ritmo más reposado, de modo que pudo respirar más a sus anchas. Para quedarse en la barra tenía que pedir algo de beber, con lo cual sería la tercera consumición de la noche. Sorbió muy despacio, pero a pesar de todas sus precauciones pronto se sintió algo atontada, contenta, sonriendo para sí e incluso emitiendo alguna risita entrecortada cada vez que pensaba en Jimmy y en cómo le había dedicado sus canciones. Y así fue hasta que, por fin, cayó en la cuenta de que el público aplaudía otra vez, que ya no oía ni su voz ni su guitarra, que incluso los aplausos iban callando. Y supo que la actuación había terminado y que muy poco después él estaría a su lado. Se enderezó y se puso tan tiesa como pudo, aunque también se le ocurrió que había algo muy gracioso, algo que, con solo poder pensar en ello durante un momento, para averiguar qué era, la haría reír a carcajadas. Sin embargo, no osó tomarse el tiempo necesario para averiguarlo, pues Jim estaba a punto de aparecer. Así pues, miró el espejo que había a espaldas del barman, observó su propio rostro reflejado en medio de aquella luz tamizada, esbozó una ligera sonrisa y adoptó la actitud que le pareció más indicada: inclinando la cabeza con un ángulo que había estudiado con paciencia muchísimas veces, el ángulo del que tenía la seguridad que proyectaba su mejor perfil, la inclinación de cabeza que más misteriosos tornaba sus ojos, que más y mejor ponía de manifiesto la seductora sombra que revoloteaba a veces sobre sus labios, que la hacía parecer digna y dueña de sí misma. Y estaba observándose en el espejo cuando le vio acercarse, cuando vio descollar toda su estatura, rodeado por la oscuridad, y vio aproximarse su rostro atezado, con los labios prietos.
Asustada y tímida ahora que tenía al alcance de la mano la cita con la que había estado soñando durante la semana entera, apartó la vista del espejo y la bajó, para centrarse en su copa y en la guinda que todavía flotaba en la superficie, a la espera de que él le dijera algo. Allá atrás la orquesta rompió a tocar con estruendo y, entre el ruido de las sillas y el murmullo de las voces, el gran animal se puso en pie y comenzó a evolucionar por la pista de baile. Fue consciente de tenerlo a su lado; pudo incluso sentir el calor de su cuerpo, y caso de haberlo deseado, podría haberse arrimado a él. Sin embargo, siguió sin levantar la vista. Un súbito repicar, producido por un objeto metálico, duro, la hizo sobresaltarse, sorprendida. Miró a un lado y vio una de sus manos, con una moneda, golpear la barra para llamar la atención del barman. Luego oyó su voz, aquel sonido inconfundible, antes incluso de entender las palabras. Por un momento pensó que se dirigía a ella —tal como esperaba— y, en consecuencia, lo miró y sonrió sin darse cuenta de que se había dirigido al descuidado barman.
—¡Eh, Jack! ¿Qué pasa con lo de siempre?
Él, en cambio, la vio sonreír, y esa sonrisa le agradó; ella, tras dirigirle una mirada, se dio cuenta de que no podía apartar sus ojos de él. Giró levemente la cabeza, en un gesto de deferencia hacia la chica, de modo que sus brillantes ojos castaños se clavaron en los suyos, interrogándola sobre el porqué de su sonrisa, aun sin abrir los labios más que para soltar un largo, sosegado silbido de admiración. A ella se le arrebolaron las mejillas y sintió que se le congelaba la sonrisa, irremediable, azorada. En ese momento le resultó evidente que no la había reconocido, que de hecho no podría haberla reconocido, ya que no la conocía, pues ella era una simple desconocida que le había dedicado una provocativa sonrisa. Pese a todo, no fue capaz de articular una palabra, ni mucho menos de decir lo preciso para hacer desaparecer la aprensión que a buen seguro iba tomando forma en su mente; ni siquiera reunió la fuerza de voluntad necesaria para bajar la cabeza y apartar la mirada. Él tomó su desconcierto por arrojo, y ensanchó su sonrisa.
—¡Hola, preciosa! —le dijo suavemente—. ¿Cómo es posible que no hayas aparecido hasta hoy?
La única respuesta que pudo esbozar fue apretar con más fuerza su copa, llevársela temblorosamente a los labios y tragársela de un golpe, con la guinda incluida. Él elevó ligeramente las cejas y volvió a silbar, esta vez hacia el barman.
—¡Eh, Jack! ¿Por qué nos haces esperar tanto? ¡Esta señorita y yo estamos a punto de morirnos de sed!
El barman apareció entre ellos y tomó la copa de la mano de Ellen. Sin la copa, no supo a dónde mirar, excepto a él. Bueno, ¿qué había de malo en eso? Había soñado con ese momento, ¿no? Había concertado una cita con él. Suspiró y se relajó algo su sonrisa, tornándose un poco menos miedosa. En cuestión de unos momentos, lo supo con seguridad: podría dirigirle la palabra, decirle quién era y por qué le había sonreído. Pero antes de que las palabras adecuadas se hubiesen formado en su cabeza, él cubrió suavemente su mano con la suya, ejerciendo una presión amistosa, confidencial.
—¿Qué te pasa, bonita? —dijo con su acento arrastrado—. ¿Se te ha comido la lengua el gato, o qué?
Su pregunta, aunque ella supo que la había formulado en broma, que lo había dicho solo para mostrarse agradable, que no entrañaba la necesidad de una respuesta, la inquietó y le puso aún más difícil el tomar la palabra. Por el contrario, se puso a enredarse continuamente el pelo, apartándose de él con la misma frialdad con que osó mirar el pálido reflejo de sus ojos azules en el espejo. Ni siquiera así consiguió escapar a su mirada interrogante. También él se movió y miró al espejo, con el codo apoyado contra la barra, la imagen de su rostro exactamente encima y al lado de la suya, las hileras de botellas ambarinas a uno y otro lado, como una especie de marco, con lo cual a ella le dio la sensación de estar mirando una foto en la que aparecían los dos; una foto algo nublada, con un marco de ámbar, una foto tomada un día lluvioso y oscuro. Entonces, casi como si su intención hubiera sido completar el efecto, la rodeó con un brazo a la altura de los hombros, con suavidad, persuasivamente.
—¿Qué te parece —oyó que le decía— si nos tomamos una copa y luego vamos a dar una vuelta, preciosa? Tengo el coche aparcado ahí fuera, y me han dicho por ahí que esta noche hay una luna…
Mientras miraba, mientras era presa de una perplejidad tal que le impedía hacer nada con el brazo que se apoyaba de forma sumamente familiar sobre sus hombros, como si siempre hubiese estado allí, el espejo tembló y estalló en mil pedazos, lo invadió la noche, el remolino de negrura, y se sintió atrapada y elevada, suavemente pero con una firmeza que en cualquier caso le devolvió cierta confianza… Y se sintió transportada. Por todas partes oyó infinidad de voces, unas agudas y exigentes, otras más calmas y apacibles, pero por encima de todas oyó una que dominaba a las demás, con suavidad y persistencia, y después sintió que toda la algarabía de voces desaparecía, que todo se tornaba más sosegado y más fresco, y cerró los ojos para entregarse a lo que estuviera sucediendo, aun sin saber qué.
Poco a poco, la extraña sensación se hizo más fuerte, se apoderó de ella lentamente, pasó a formar parte de ella, una parte esencial de su ser; era una sensación de libertad, de disociación, que flotaba allá arriba, por encima de todas las conexiones terrenales, glorificada en su ascensión. «Esto no puede ser real —se dijo—; tiene que ser una ilusión». Para ella, en ese momento, era sin embargo la única realidad posible. Mantuvo los ojos cerrados, temerosa de abrirlos, al tiempo que se iba sintiendo más y más ligera, hasta parecerle que carecía de peso, de sustancia, que se había transformado en pura esencia, que no era sino una abstracción. Lo más maravilloso de todo, cayó en la cuenta en seguida, era la felicidad que había alcanzado, la sensación de contento, de equilibrio perfecto, inmutable. Se hallaba en paz, descansada, completamente libre del señorío tiránico del tiempo y el espacio. Y entonces, sin pensar más en ello, supo qué le había ocurrido, y supo también qué era exactamente lo que siempre había deseado, aunque antes nunca hubiera tenido la agudeza de expresarlo con palabras: se había convertido en música.
Sí, se había convertido en un sonido majestuoso, en una estructura en continuo movimiento, evanescente, que se henchía y retozaba, que proyectaba luz sobre el tiempo y el espacio por haber surgido de ellos, por ser un compuesto de ambos elementos, por ser un resultado inevitable. Era tono y melodía y ritmo, era armonía y color. En ella soplaban los instrumentos de viento y reverberaban los metales, habitaba en la dulce turbulencia de las cuerdas, la inteligencia de los teclados. Aquello era lo que había ansiado, aun sin saberlo; esa era su gracia, su bienaventuranza…
Abrió los ojos y vio que flotaba muy alta, en el aire; que la luna era su vecina y que unas nubes pequeñitas correteaban juguetonas a su lado. Abajo, como un plato volcado, la tierra seguía existiendo. Y descubrió que aunque el mundo estuviera allá lejos, allá abajo, era capaz de ver todo lo que sucedía en la superficie, con solo tomarse la molestia de mirar. Así fue como descubrió el automóvil, el largo y esbelto cuerpo rojo con los tubos de escape cromados, que avanzaba por una carretera campestre a la sombra de las nubes, aquellas nubes «suyas» que correteaban a su lado como buenas compañeras. Y así fue, observando un poco más aquel coche intrépido, siguiéndolo con la vista y con la mente, encantándolo con su melodía, así fue como descubrió a sus ocupantes, a los dos: el hombre flaco y de rostro curtido, que conducía como un demonio, fijos los ojos en el negro asfalto de la carretera, el brazo en torno a la diminuta figura de la chica, la niña de ojos soñadores que se acurrucaba contra su hombro, la estudiante de conservatorio que se había enamorado de un cantante de cabaret. Al darse cuenta de que la que miraba era otro de sus muchos yoes, otra Ellen más tangible, un estremecimiento interrumpió el flujo de su sonido; un estremecimiento discordante como un trueno o como el mugir de una galerna, una disonancia que fue como la premonición del desastre.
Empezó a oír sus propios sonidos, a escuchar una procesión de notas elegíacas sobre el mortuorio crepitar de los timbales amortiguados, el paso solemne de una marcha fúnebre. Y, mientras la escuchaba, apartó la vista del rápido automóvil, de la amorosa y acurrucada figura de la díscola muchacha, para entrever otra escena, para dar así el siguiente paso en el camino hacia la catástrofe. Vio, allá abajo, una habitación mal iluminada. Fue como si el tejado se hubiese abierto como una tapadera, y observó el interior como quien asiste a una representación teatral por encima del escenario. Había transcurrido algún tiempo —esto lo sintió a medias, o a medias lo recordó—: habían pasado varias semanas, y con ellas se habían sucedido muchas citas clandestinas, muchos viajes despreocupados por las carreteras de la campiña. En aquella habitación estaban el hombre y la chica, ella sentada bajo el charco de luz que arrojaba una lámpara, tendida con languidez, las piernas largas y descubiertas, el torso a medio desnudar, bañada toda ella en una escueta fluorescencia. El hombre estaba sentado en la cama, apoyado contra la cabecera de bronce, con el pelo revuelto y los ojos enrojecidos por la falta de sueño, mientras un hilillo de humo se rizaba al ascender desde un cigarrillo que a punto estaba de quemarle los labios, con una guitarra amarillenta abandonada sobre el regazo. También él estaba vestido solo en parte; los brazos morenos y los recios hombros eran todo un despliegue de músculos, mientras el tórax lo ocultaba una camiseta gris, empapada del mismo sudor que daba un lustre reluciente al resto del cuerpo. Se miraban fijamente el uno a la otra, la chica y el hombre, con un despliegue de animadversión que solo puede darse en los adversarios que además son íntimos, y el pecho de la chica subía y bajaba, acalorado bajo las lentejuelas azules, ya casi sin brillo, de su corpiño. Al mirarlos desde allá arriba, al caer sus ojos sobre las escorzadas figuras, la lúgubre música que formaba parte de ella se hinchó en un crescendo, una protesta poderosa, puramente desesperada… para callar de pronto y cesar de forma dramática en el momento en que el hombre acarició las cuerdas del instrumento y sonó un acorde quebrado con la misma resonancia del acero que golpea sobre la piedra. Ante este sonido claro, la chica se levantó grácilmente, pareció flotar de puntillas sobre el suelo rayado de la habitación. Vio que llevaba un vestido metálico, de un azul centelleante, con estrellas celestes en los pechos y los muslos. Tensas y temblorosas, prendidas en mitad de la espalda, dos frágiles alas de alambre y gasa se mecieron, levitando frenéticamente mientras ella ejecutaba una pirueta. Sin moverse de la cama, el hombre volvió a pulsar otro acorde quebrado y perentorio, pero esta vez lo acompañó con otro y otro y otro más, y entre cada uno y el siguiente la diferencia era sutilísima, cada uno menos alarmante, más apaciguado, hasta que su mano derecha entró también en juego y cobró forma una melodía. La chica empezó a bailar, todavía de puntillas, todavía con pasos melindrosos, trazando una serie de movimientos indecisos como el aleteo de un pájaro, y suavemente el hombre empezó a cantar:
When I was young I used to wait
On massa and give him his plate,
And pass the bottle when he got dry
And brush away the blue-tail fly.
Contra el sonido somnoliento y susurrante de su voz, los acordes de la guitarra, débiles aunque claros a pesar del tiempo y del espacio (ya que la habitación donde tenía lugar esta escena no solo estaba allá abajo, sino también, de alguna manera, a sus espaldas, hasta el punto de que se sentía obligada a torcer el cuello para no perderla de vista, para evitar que se instalase en algún lugar donde tal vez ya nunca podría volver a localizarla), contra este sonido que surgía de la habitación y que vino a sustituir la mortífera música que hasta hacía poco había formado parte de ella, oyó una orquesta, el estampido de una banda de metal que daba cierto swing a la melodía que en ese momento cantaba Jim —ya que el hombre era Jim, de eso no podía caberle ninguna duda, así como de que ella era la chica—, en una flagrante parodia. Este ruido —le hubiera sido imposible llamarlo música— aumentó y aumentó de volumen, ahogando así las plañideras insinuaciones de la guitarra, asfixiando la melancólica voz de tenor de Jim, para emprender una subida de fanfarria estridente, un redoblar de los tambores y un rugido colectivo de los trombones. Y mientras la fanfarria se lanzaba en pos de su clímax, ella perdió pie entre las nubes, se eclipsó la luna y aquellas mismas nubes se convirtieron en negros espíritus presurosos que, de pronto, se disponían a sofocarla. Abajo, abajo, más abajo, se precipitó hacia las profundidades, oprimida de pronto al sentir de nuevo el peso y la sustancia, atraída por la fuerza de gravedad terrestre a una velocidad de vértigo. Cayó aprisa, más aprisa. La negrura comenzó a arremolinarse a su alrededor, tomó forma, se espesó y se hizo sólida y palpable. El terror le apretó el corazón al ver una daga de luz azul e intensa que se abatía hacia abajo, que pasaba junto a ella como un rayo, que iba a parar a un lago, a una elipse, a una reluciente mancha de fuego azul. El pánico le atenazó la garganta, se apoderó del aullido que acababa de iniciar, devorándolo, a medida que la reluciente mancha azul avanzaba hacia ella surcando la oscuridad, acercándose más y más, buscándola, a sabiendas de dónde iba a encontrarla exactamente, inexorable, dispuesta a engullirla. Se quedó rígida, fría como el hielo lunar, tensos los tobillos. Se balanceó, conteniendo la respiración, extendidos los brazos, la cabeza hacia atrás y los ojos fijos en aquel cuajarón azul. Entonces, al verlo acercarse, se abalanzó sobre ella y la empapó de color, de una luz obscena, estigmatizándola: era un martillo acusador, y ella un yunque sumiso, dispuesto a recibir el mazazo. Se levantó, mantuvo el equilibrio un brevísimo instante como una hurí azul, y alzó la vista y miró atrás, siguiendo la masa de azul hacia la fuente de la que procedía, una astilla de fuego color zafiro, reconociendo así su dominio sobre ella. Y en este punto la liberó uno de los acordes de la guitarra de Jim, de forma que enderezó la cabeza y pudo mirar de frente lo que de sobra sabía que estaba allí, lo que oiría en un segundo, pero no vería jamás: la muchedumbre. Y con el segundo acorde, antes de que entrase la voz de Jim, se puso a bailar, titubeante, delicada, presa de aquel sonido lastimero que la ponía en trance. Fue como una escaramuza, luego una batalla, y después Armagedón: el animal de mil cabezas rompió a aplaudir, batiendo al unísono sus millares de palmas, dando zapatazos con sus millares de pies, silbando, chillando a manera de aprobación. Ella, sin embargo, continuó entregada a su danza, inventando pasos y más pasos mientras Jim repetía acordes, hasta que la muchedumbre se aquietó y pudieron continuar con el espectáculo.
Más tarde, sentada a solas en el camerino, se preguntó o fingió preguntarse por qué no se había reunido Jim con ella, como solía hacer después de la última actuación. Había pasado más de media hora desde que repitió su reverencia de costumbre ante el público, desde que dejó a un lado los asientos de la banda, corriendo, para atravesar el estrecho pasillo que llevaba al desaseado cuarto en que solían vestirse. Jim debió haberla seguido minutos después. Siempre cantaba una canción de propina después que ella hubiese bailado El moscardón. Pero no había llegado, y esa semana llevaba varias noches sin ser puntual. Permaneció sentada ante el espejo lleno de manchas, vistiendo un quimono sobre los hombros desnudos, puliéndose las uñas y esperándole. Fumó un cigarrillo tras otro, echando la ceniza al suelo de linóleo, hasta que se formó un anillo de cenizas grises alrededor de su silla. Jim seguía sin aparecer. A la postre suspiró, dejó que el quimono le resbalara de los hombros hasta el suelo, trazando una onda de seda. Se miró en el espejo el rostro maquillado, fijándose en los oscuros círculos que ni siquiera las cremas de Max Factor habían podido ocultar, para arañar la fría crema y aplicarse otra capa. Estaba decidida, por descontado, a salir y encontrarlo, al igual que ya hiciera la noche anterior. Lo encontraría en la barra o sentado a una mesa con quién sabe quién. Eso le daba igual —encontrárselo en la barra o tomando una copa con alguien—: lo que temía era dar con él en la mesa a la que estuviera sentada Vanessa. Allí lo había localizado la otra noche. Casi se había echado encima de él, le había faltado un tris para abochornarlo en público, antes de caer en la cuenta de que la mujer que lo acompañaba era la bailarina cuyo número antecedía al suyo. Al verse en medio de la multitud, a punto de ponerse a gritarle, se acordó de que la noche de su primer compromiso lo había encontrado entre las sombras que proyectaba la orquesta, mirando a Vanessa. Le vio los ojos mientras él miraba a aquella mujer alta, pelirroja, ejecutar su ridícula danza con un loro. Danzaba desnuda, salvo una pequeñísima braga, y había entrenado al loro para que se aferrase a su cuerpo mientras ella adoptaba toda clase de posturitas, con lo cual el loro la tapaba obscenamente con sus grandes alas verdes y con su pecho amarillo y colorado. Vanessa, sin embargo, solo tenía un loro, al cual había enseñado a cubrirle esa parte de su cuerpo que ella pretendía mostrar ante el público: al tiempo que ella daba vueltas y saltaba y el loro se aferraba a sus formas, cualquiera que estuviese donde la banda, o acechando por allí cerca, podría adivinar sus secretos bajo la claridad del foco rosáceo que tanto le agradaba. Cuando recordó aquello, vio a Jim sentado frente a Vanessa y adivinó en sus ojos la misma mirada que tenía aquella noche en que permaneció un buen rato recostado sobre uno de los atriles de la banda, observando cómo se exhibía con el loro. Se le encendieron las mejillas por la certeza, y no dijo nada; optó por darse la vuelta y salir del club, marchar a su hotel y meterse en la cama, para pasarse la noche en vela hasta que regresó Jim. Pero ni siquiera entonces le dijo lo que había visto, lo que sospechaba.
No tenía nada que echarle en cara. Esto lo sabía de sobra, al igual que aquel mismo año, meses antes, supo, cuando cedió a sus insinuaciones, cuando huyó del conservatorio sin decir nada a nadie, cuando consintió que le comprase el vestido azul y le enseñara a bailar, que aquello no podía durar; que para él ella no era sino un episodio más, una colegiala tontuela que demostró tener el talento necesario para actuar en su espectáculo. A sabiendas de todo esto, huyó con él de todos modos, en parte porque al sentirlo cerca de ella, al sentir que la miraba directamente a los ojos como aquella primera noche en la barra, aquella noche en que ella no fue capaz de apartar la mirada, sentía una excitación, una sensación tal de estar viva, de ser ella misma y de conocerse hasta el más oculto recoveco, como no había sentido nunca. Pero también, en parte, por su padre, por la rabia de que iba a ser presa en cuanto recibiese el telegrama del colegio, porque de noche, mientras yacía junto a Jim, envuelta por el aura de su calor, pensaba en la cólera y la impotencia de su padre, en su hueco didactismo, y estaba segura de que por fin había triunfado sobre él.
Pero por más que supiera a ciencia cierta que aquello había de acabarse algún día, que iba a llegar el momento en que Jim conociera a otra y ella se vería ante el dilema de abandonarle o quedarse a su lado e ignorar sus infidelidades, todavía no se había animado a calibrar las dimensiones del aprieto en que estaba metida. Ni tampoco lo hizo en ese instante. Al contrario, se frotó la cara llena de crema con verdadero vigor, arrojó a un lado la toalla sucia, abrió el armario y se introdujo en otro vestido sin quitarse el disfraz con que actuaba. Le importó un comino que se le arrugase: «¡Que se ocupe él de comprar otro!». ¿Acaso no había sido todo idea suya? ¿No había sido él quien se inventó lo del baile, quien insistió en lo del traje especial, quien la obligó a permanecer despierta noche tras noche, hasta altas horas, hasta dar por bueno que ya lo hacía con precisión y con soltura de profesional? Bueno, pues si había decidido echarla, a ella no le importaba. «¡Que le enseñe a esa cerda gorda y a su asqueroso loro a bailar de puntillas!». ¡Estaba harta!
Se puso el abrigo y salió por la puerta de atrás, para evitar encontrarse con Jim. Fuera arreciaba un viento frío y húmedo; terminaba agosto con tiempo desabrido. Apretó la mandíbula y se introdujo en la brisa racheada, rumbo a su hotel, mientras la falda se le arremolinaba alrededor de las piernas y las finas gotas de lluvia le empapaban el rostro como si fueran lágrimas. Antes de llegar al hotel, sin embargo, los helados dedos del viento habían tentado sus piernas y habían acariciado el tejido metálico de su traje. El cuerpo se le quedó helado, rígido y los dientes le castañeteaban. La luz de neón de un bar abierto toda la noche parpadeaba allí cerca, de modo que abrió la puerta de par en par y entró en aquel local caldeado.
Se sentó ante el mostrador y pidió una taza de café antes de darse cuenta de que todos los demás clientes eran hombres de lo peorcito que una puede encontrarse. A su lado estaba sentado un tipo enorme con una nariz bulbosa, un matojo de pelo rojizo y unas cejas prominentes; soplaba sobre su cuenco de caldo y parecía ajeno a su presencia. Ella miró hacia el otro lado y vio a un tipo pequeñajo y tembloroso, con rostro de hacha y ojos acuosos, uno de los cuales lo tenía caído, como si lo hubiese guiñado de forma excesiva. Se aferró al filo de la barra con ambas manos, de forma convulsiva, y no miró a izquierda ni a derecha; a pesar de todo, vio en el espejo empañado que todos los hombres presentes la miraban a ella. Ante sí apareció como por ensalmo una taza de café: resbaló, se detuvo de pronto como si hubiese llegado al extremo del cordel al que estaba atada, derramando de ese modo un líquido con olor a achicoria, pegajoso, que se desbordó sobre el platillo y le empapó una mano. Esa súbita aparición y ese nuevo medio de locomoción la sorprendieron; a pesar de su resolución de no mirar a su alrededor, sí miró al otro lado de la barra, y vio un sucio delantal y una panza silenciosa que subía y bajaba al ritmo de una pesada respiración; la panza del hombre al que había pedido un café. Incluso se fijó en los dientes que su sonrisa ponía al descubierto.
Tomó su taza, la separó del platillo y colocó una servilleta de papel sobre el charco que se había formado, momento en el que decidió tomarse un tiempo, sorber con calma aquel líquido azucarado y caliente, sin permitir que todos aquellos hombres le inspirasen miedo. Se las había visto ya con los peores. En otra ciudad, a comienzo del verano, un hombre la había seguido hasta el camerino, había abierto la puerta de un empellón y la había contemplado en silencio mientras se cambiaba. La primera impresión que tuvo de que había alguien más en el camerino se produjo cuando notó otra respiración. Se dio la vuelta en redondo y le miró, pero no hizo ningún ademán de cubrirse con sus ropas, sino que se limitó a mirarlo fijamente hasta que el hombre puso pies en polvorosa. Jim lo agarró al otro lado de la puerta y lo derribó de un puñetazo, pero siempre se arrepintió de que hubiese sucedido eso. Ella lo había tratado a su manera, y la intervención de Jimmy resultó de todo punto superflua.
Por eso se limitó a beber su café lenta y ostensiblemente, fingiendo no oír los comentarios que empezaban a circular por la barra. Al terminar encendió un pitillo y fumó el tiempo necesario para resultar convincente, antes de depositar una moneda sobre la húmeda superficie del mostrador y abandonar el local. Sin embargo, nada más verse en la calle, cuando el viento helado le dio en la cara, volvió a sentir la incomodidad del disfraz que llevaba bajo el vestido, y perdió parte de su valentía. Había dado solo unos cuantos pasos calle abajo, en dirección a su hotel, cuando oyó un portazo a sus espaldas y sintió que alguien la seguía. Y en cuanto oyó un silbido desafinado supo que era cierto.
Procuró avanzar a pasos más largos, mover los pies más de prisa, pero el disfraz era rígido en exceso. Tal vez fuese preferible mantener un paso firme, para que su perseguidor no tuviese la impresión de que estaba asustada. ¿Cuál de ellos, pensó, habría tomado la determinación de abordarla? No sería el camarero: su gordura lo descalificaba, aparte de que tendría que seguir al pie del cañón. ¿El de los ojos acuosos y cara de conejo? Confió de todo corazón que no fuera él, aunque, si había de suceder lo peor de lo peor, lo prefería al tipo enorme con cejas alborotadas y nariz bulbosa. Las pisadas a sus espaldas empezaron a sonar cada vez más cerca, casi a la carrera.
Fue entonces cuando se le cayeron las ropas, disolviéndose como la espuma en la cresta de una ola. Se detuvo avergonzada y, pese a todo, orgullosa. El viento, tan gélido poco antes, se le antojó cálido como una caricia. Por todo su cuerpo sintió extenderse un raro calor que le tintó las carnes con el matiz que caracteriza tanto el azoramiento como las más altas cumbres del ardor. Las alas de gasa, que creyó haberse quitado antes de ponerse el otro vestido, que debería haberse quitado pero que, de pronto, aparecieron sorprendentemente en su sitio, en el preciso instante en que toda otra cobertura, toda decencia se hubo desvanecido, aquellas alas parecieron centellear como si estuvieran en éxtasis, presa del viento cálido. Le dieron una sensación de poder, de conocimiento de la libertad, y —en vez de echar a correr por la calle como alma que lleva el diablo— se dio la vuelta para hacer frente a quien la estuviera siguiendo. Era su padre.
O, mejor dicho, no es que fuera su padre, sino algo que carecía de rostro e iba ataviado igual que su padre, con aquel traje de largas solapas, de sarga negra, con la corbata de terciopelo negro y un sombrero negro de ala curva, el paraguas plegado y prieto. Allí donde debiera estar el sombrío semblante de su padre encontró un espacio en blanco, un agujero en el tiempo, una fisura. Cuando aquella figura avanzó hacia ella, se sintió arrastrada como por un imán, y el sonido que poco antes había creído un silbido de seductor aumentó de volumen y de tono, para tornarse un lamento infernal. Al mismo tiempo, las alas que llevaba a la espalda ganaron peso y fuerza, dejaron de temblar y comenzaron a batir, pero en cuanto tuvo la certeza de que era capaz de elevarse del suelo, de alzarse y escapar a su padre, se lo encontró encima. Los negros, largos estandartes que tenía por brazos la atenazaron en un abrazo opresivo. Trataron de llegar a sus alas, que batían sin cesar, para desgarrarlas, desbaratarlas. No consiguió rehuirle, pero él fracasó en su empeño de inmovilizarla contra el suelo: abrazados en una pugna feroz, los dos comenzaron a elevarse, y por unos instantes se debatieron en un remolino, en el aire. Entonces, el agudo y penetrante ruido de condenación que salía del abismo de su rostro se elevó hasta tornarse un chillido, un aullido que rápidamente creció en volumen, que la abrazó en un violento clamor y que, una vez más, dio con ella en las profundidades.
Alrededor, arriba, por los cuatro costados, solo existía la negrura. Se sintió existir en un vasto, gélido remolino que era en realidad la nada. Girando a una velocidad cada vez mayor, pasmosa, sintió que se desintegraba, que el vértigo, en aquel momento su única conciencia, era preludio del olvido, la destrucción. Ya no alcanzaba a ver, dado que todo a su alrededor era noche oscura; ya no oía nada, porque el aullido de la banshee[2] le taponó los oídos. Su única sensación fue una oscilación horrenda, a cada momento en un tris de irse a pique. El fluir del tiempo se había detenido en seco, se había tornado glacial; el espacio y los objetos que antes lo definían los había engullido el vórtice. Con todo, al rendirse, al someterse al frenesí, vio la luz.
Al principio no fue más que un punto, un átomo desde el que irradiaba una levísima luminosidad, una astilla radiante. Y pese a todo, fue creciendo mientras ella la observaba esperanzada y con un júbilo salvaje, histérico, alcanzaba el tamaño de una polilla, y luego un haz, y luego un rayo. Tenía el brillo de la luz del sol, la amarillenta calidez de la luz matinal. Al expandirse, al atravesar la noche arremolinada primero con un sutil resplandor y por fin con un estallido cegador, sintió que volvía a respirar, que le latía de nuevo el pulso y que el hielo que había envuelto el tiempo, deteniéndolo, se derretía, goteaba y permitía otra vez el flujo. A su alrededor descubrió cuatro paredes y un techo, una superficie cuajada de grietas, un mapa enigmático de un continente todavía no descubierto. Allí mismo, en algún sitio, oyó el llanto de un niño. Sonaron los pasos cerca y luego más lejos: en el descansillo, pues estaba tendida en la cama de un hotel. Sin embargo —pasó de pronto a otro nivel de conciencia—, algo había ocurrido, una negrura arremolinada, un torbellino, una sensación de vergüenza, su padre. Al intentar acordarse, de pronto se le apareció en la mente una imagen, una imagen de su propia desnudez, de una negra figura plantada ante ella, cerca, a punto de atenazarla, un torbellino negro que se alimentaba de su propio miedo con la voracidad de un monstruo. Se incorporó en la cama, los ojos bien abiertos, despierta pero aterrorizada aún por su pesadilla. Y mientras miraba la puerta, una puerta de metal pero barnizada de marrón, con aspecto de madera, mientras miraba el ojo de la cerradura y de cuya llave colgaba un tarjetón rojo y oscilante, supo que se hallaba en un sitio en el cual nunca había estado, y supo que algo terrible estaba aconteciendo de nuevo.
No puede ser. No podía despertar dos veces de ese modo, no podía morir dos veces en el mismo abismo y sobrevivir, y que además, al sobrevivir, al darse la vuelta, se encontrase dos veces ¡con aquello! Esta vez no se daría la vuelta, no se dignaría mirar. Se había engañado, había soñado con aquella época remota (poco a poco todo volvió a ella), con aquella noche, cuando no era más que una muchacha, en que se peleó con Jim; una noche en la que ocurrieron cosas de las cuales ni siquiera en la actualidad estaba segura, cosas que incluso hoy, en ese mismo instante, sentada en una cama extraña y temerosa de darse la vuelta, de mirar, no sabía si eran fruto de sus sueños de entonces o si las había soñado hacía un momento.
Y mientras miraba la puerta barnizada, que estaba segura de no haber visto nunca antes, incluso al asegurarse mentalmente de que al menos eso era real, se acordó de lo que le dijera el doctor Danzer cuando, tras el primero de sus «tratamientos», se acordó de aquella noche confusa, se acordó de punta a cabo de aquel terrible despertar. «Quiero que piense detenidamente en lo que me ha dicho. Quiero que se fije en la naturaleza equívoca de todo ello. Quiero que decida si lo que recuerda es un sueño, una reconstrucción imaginaria de un conflicto que tuvo lugar durante su infancia o si se trata de algo que ocurrió realmente. Pero también quiero que sepa, toda vez que me lo ha contado, que he hecho las comprobaciones pertinentes con la autoridad de la ciudad que usted menciona, y que según estas fuentes no existe ningún registro según el cual durante aquel mes, aquel verano, aquel año se produjera tal muerte violenta». Y le pareció que el doctor Danzer se estaba dirigiendo a ella, de tan fuerte como le resonaron sus palabras en el oído. «La culpa que siente es una culpa puramente imaginaria. El crimen que cometió es imaginario. Pero no por eso es menos real. Para usted, es incluso más merecedor del castigo, ya que usted lo deseaba con todas sus fuerzas. Mentalmente, en su imaginación, ha cometido este crimen contra ese hombre, y a través de él ha asesinado a su padre. Para usted ha muerto, pero la culpa que siente no se debe a su muerte imaginaria, sino a la muerte real que se produjo aquel verano, mientras usted se encontraba lejos de su casa y en compañía de ese hombre: la muerte de su padre, acaecida por causas naturales. Me ha dicho que murió de un ataque cardíaco, sin que nadie le atendiera… Por lo visto, intentaron localizarla a usted en el conservatorio, pero en el conservatorio nadie sabía su paradero, y todo lo que el director alcanzó a decir fue que hacía varios meses que usted no asistía a clase, que creía haber entendido que usted se había marchado a su casa. He ahí la culpa que usted siente: usted deseaba la muerte de su padre y su padre murió por un descuido totalmente imputable a usted. A este hecho debe enfrentarse. Cuando se haya enfrentado a él, creo que podrá descubrir que el otro recuerdo no es más que una distorsión de este, un castigo que ha inventado para infligírselo a sí misma».
Volvió a acomodarse en la cama y cerró los ojos, pues el doctor Danzer le había devuelto la confianza. Le había dicho una y mil veces que siempre que se sintiera confusa, siempre que le diese la impresión de que existía una grieta, cuando olvidase algo que había ocurrido y quisiera recobrar un recuerdo determinado, lo único que debía hacer era remontarse al inicio de la cadena de los acontecimientos, recordar cada eslabón, repasarlos uno a uno, hasta dar con el que faltaba. Por eso cayó en la cuenta de que debía intentarlo de ese modo. En primer lugar, debía desenmarañar la verdad de lo acontecido aquella noche de agosto de todos los sueños que la rodeaban, en la medida en que tal cosa fuera posible. Y es que, pese a saber que el doctor Danzer tenía razón, que todo aquello solo poseía sentido si consideraba que lo que en su opinión había ocurrido aquella noche solo había ocurrido, en realidad, en su imaginación, nunca fue capaz de disipar del todo la sombra de la duda. Además, debía tener en cuenta lo que acababa de soñar, que en muchos sentidos correspondía exactamente a la realidad de aquel verano, a aquel clímax, pero que distorsionaba otros fragmentos sin piedad ninguna. Era cierto que había ido ella sola al Gato Negro, que allí conoció a Jim Shad, pero no le dio a entender quién era hasta haber conseguido que él flirtease con ella e incluso pasase a mayores. Y también era cierto que había seguido viéndolo sin permitir que Molly o Ann se enterasen de sus andanzas, que se había fugado del conservatorio con él porque le quería y porque deseaba ser libre. Sabía que era cierto que él le enseñó a bailar y que la utilizó en su actuación, y que le encargó un traje especial, un traje que se adecuase al título de aquella canción que tanto le gustaba cantar. Evidentemente, en el sueño había dado por sentados todos estos hechos, que habían acontecido a lo largo de varios meses, y los había embutido en una sola noche, metiendo unos dentro de otros como si fueran cajas chinas. Con todo, era cierto que Jim había ligado con Vanessa, que ella se puso celosa, que una noche en que Jim no volvió a su camerino después de la actuación, a ella le entró una rabieta y decidió volver caminando sola al hotel. También recordaba haber tenido mucho frío en aquellas calles que barría el viento, haberse detenido en una cafetería a tomar un café, y que cuando reemprendió su camino, alguien la siguió. Pero en ese punto el sueño se tornaba pura fantasía, se extraviaba en un laberinto de símbolos y en un terror de pesadilla. Y fue precisamente en ese punto cuando perdió también la pista de la realidad. Supo que había echado a correr, que fuera quien fuese —o lo que fuese— el que la seguía, se acercó a ella cada vez más y más…
Se estremeció y se puso rígida, todavía en la cama. A pesar del buen consejo del doctor Danzer, no consiguió que funcionara la memoria. Había dado con el eslabón, pero todo cuanto lograba recordar era la fantasía sustitutoria, aquello que en el fondo sabía que no había sucedido jamás, aquello que de ningún modo pudo haber ocurrido… ¿No se había tomado el doctor Danzer la molestia de consultar los archivos? Aquello no podía ser más que una invención que brotó de su neurosis. Sin embargo, para ella constituía la única realidad. Pero, y esto era todavía peor, ¿qué explicaba su incapacidad para darse la vuelta y mirar? ¿Qué era lo que tanto miedo le daba encontrar? ¿Por qué le inspiraba pavor que lo que nunca había ocurrido, lo que el doctor Danzer le había garantizado que no pudo haber ocurrido de ninguna manera, excepto en su imaginación, pudiera, sin embargo, haber vuelto a ocurrir?
Se sentiría mejor si supiera de qué forma había ido a parar a aquella extraña habitación de hotel que en el fondo le resultaba tan incómoda como aquella otra, en otra ciudad, muchos años atrás. Pero por más que lo intentaba, no conseguía recordar los sucesos de la noche anterior, ni tampoco del día anterior. El único modo de descubrirlo todo, de eso se había dado cuenta por experiencia propia, sería utilizar el método del doctor: recorrer los eslabones de la cadena que formaba la memoria —si alguno le resultaba vago y dudoso, siempre podría saltárselo— para seguirlos uno a uno hasta llegar al presente.
Pasada aquella noche tuvo celos de Jim y huyó del club nocturno. Después de aquello que probablemente no había ocurrido jamás, a la mañana siguiente se sintió aterrorizada y abandonó la ciudad, tomó un tren con rumbo a su casa, que estaba casi al otro lado del país, y llegó en el momento en que acababan de colocar la corona funeraria de su padre en la puerta. Su padre había muerto de noche a causa de un fallo cardíaco, pocos días antes, según le comentó un vecino. Intentaron localizarla, pero en el conservatorio creían que había vuelto a casa. Tras esta conmoción, se quedó en casa el resto de aquel verano menguante, hasta que todos los asuntos de su padre quedaron resueltos. Vendió la librería, vendió la casa y todo el mobiliario, incluido su piano, y descubrió entonces que tenía dinero y podía viajar. Aquel otoño no regresó al conservatorio, sino que se trasladó a Nueva York, donde se puso a estudiar bajo la tutela de Madame Tedescu, una señora vieja y frágil, con cabellos cenicientos, cuya fama era conocida en dos continentes. Tocó algunas piezas para ella y Madame la aceptó por alumna. Durante los diez años siguientes su vida estuvo volcada en la música: tres años con Madame en Nueva York, de nueve a doce de la mañana y de una a seis de la tarde, todos los días del año, sin vacaciones, con la sola excepción de los domingos; dos años en Roma, después de ganar una beca, con un animado maestro italiano, experto en instrumentos antiguos; siguieron otros cinco años más, con Madame, durante los cuales dio conciertos por toda Europa, desde París a Moscú, pasando por Bruselas, Viena, Berlín, Nápoles y Londres. Y por último, no hacía tanto tiempo, su primer concierto en el Town Hall, en Nueva York. Recibió ramos de rosas y un ramillete de orquídeas procedente de un hombre alto y rubio que aquella temporada causó sensación como director de orquesta: Basil.
Después se sucedieron los años felices: su matrimonio y aquellas idílicas semanas en una granja de Nueva Inglaterra, días como la mantequilla, con su blanca espuma, en el cuenco en que se bate, y su nueva casa en Nueva York, sus amistades, Madame Tedescu, las opiniones favorables de los críticos. Y luego llegó otro verano y con él las dificultades, la negrura que surgía de su clavicordio; incluso cuando ejecutaba a su muy amado Bach, la negrura que se adueñó de ella. Aquel recuerdo la obsesionaba. Las cosas fueron a peor, los trocitos en que se deshicieron los días se fueron mezclando unos con otros o se perdieron para siempre, entre sus delirios. Y la enfermedad, los días y las semanas en que solo hubo tinieblas, el sanatorio, la ventana enrejada y la vista de los olmos…
Hasta ahí todo estaba bastante claro, todo lo que alcanzaba a pensar, y colocaba cada eslabón en su sitio. Aparte aquellas primeras semanas negras y perdidas, recordaba todos y cada uno de los incidentes que se sucedieron durante su estancia en el sanatorio, recordaba todas las noches en que había combatido contra el pasado y había salido victoriosa. Todos los días de la semana pasada, el día en que salió del sanatorio, los días que pasó de compras, la entrevista con el doctor Danzer, el almuerzo con Nancy y la tarde que pasó en su estudio, incluido aquel pavoroso episodio… Sí, todo encajaba a la perfección, incluido su encuentro con Jim Shad, la carrera en el taxi, su fuga, la mujer que salía del portal de su casa a contraluz, la puesta de sol, aquella carta que inexplicablemente ya no estaba en la consola… Y entonces recordó lo que había ocurrido a continuación. Subió a la biblioteca y se encontró a Basil ante el piano; se paró a observarle, temerosa de hablar, por si sus palabras traicionaban sus pensamientos. Le vio tocar un buen rato, y después se dio la vuelta y salió de casa. Mientras callejeaba, con dirección al centro de la ciudad y en concreto a un pequeño restaurante francés en el que creía poder cenar con tranquilidad, pensó en aquel extraño bolso cuadrado que había encontrado en uno de sus cajones, y pensó en la vulgaridad de aquel maquillaje derramado en la cómoda. Sentada a solas en el restaurante, bebiendo un vaso de clarete, pensó en la advertencia del doctor, relativa a que tal vez su marido hubiese cambiado, y se acordó de que Nancy había insinuado algo en el mismo sentido, durante aquel almuerzo. Y se sintió asustada y triste, y bebió tal vez demasiados vasos de clarete.
Después, impulsivamente, compró un periódico y miró y remiró la sección de espectáculos, en busca del club en el que actuaba aquella noche Jim Shad. Sabía que, a la vista de lo ocurrido aquella tarde, lo último que debía hacer era ir a donde trabajaba él, pero deseaba ardientemente volver a oírle cantar, deseaba formar parte de aquella muchedumbre anónima, estar cerca de él pero sin relación ninguna con él. Hizo un alto en otro bar y tomó otra copa, esta vez un martini, para armarse de valor, y luego paró un taxi para que la llevara al club, un antro del Village.
Una vez en aquella sala pequeña, de techo bajo y paredes extrañamente decoradas, paredes que parecían converger en el minúsculo escenario y en una pista de baile más diminuta aún, ya no pudo escapar. No había caído en la cuenta de que el sitio le parecería muy íntimo —imaginó todavía a Jim Shad cantando en uno de aquellos enormes graneros del Medio Oeste en los que solía actuar—, ni tampoco le pasó por la cabeza que a las diez y media el local estaría casi desierto. El maître la acompañó a una mesa cercana a la pista de baile, y solo tras mucho insistir le permitió buscar un rincón más oscuro, un sitio en el que confió que nadie la descubriera. Pero tan pronto se hubo sentado se dio cuenta de que entre la docena de personas que estaban en la barra o a las mesas figuraban precisamente aquellas dos que no quería que la vieran bajo ningún concepto: Jim Shad y Vanessa. Todavía fue peor que Shad, sentado de cara, la hubiese visto, hubiese contemplado al parecer su discusión con el maître y le dedicase una sonrisa por encima del hombro o de Vanessa, guiñándole incluso un ojo para hacerle saber que se había percatado de su presencia, que deseaba verla y que se acercaría tan pronto pudiera desembarazarse de Vanessa.
Le entraron ganas de irse, pero supo que hubiese sido inútil. De haberse marchado, él la habría seguido. De hecho, estaba perfectamente a salvo dentro del local. Cuando empezase su actuación, llamaría a Basil y le pediría que acudiese a recogerla. Antes o después tendría que hablarle a Basil de todo aquello, pero temía que, al hacerlo, le daría la oportunidad que probablemente estaba buscando, el pretexto para solicitar el divorcio. En fin, aquella noche sería un momento tan apropiado como el que más. Pero entretanto tuvo muy claro que debería aguantar a Shad.
Pidió una copa y mantuvo la vista apartada. Esta estratagema no surtió efecto: aunque no le mirase, sentía sus ojos clavados con insistencia en ella, y no pudo impedir que ante sus ojos se formase la imagen de su rostro, su sonrisa despreocupada. No pudo apartar de él sus pensamientos. El camarero le llevó su copa y un cuenco de palomitas y galletas saladas; sorbió despacio el martini, saboreando cada trago, y tomó una galleta tras otra, desmigándolas una por una hasta encontrarse con un montículo como un hormiguero encima de la mesa. El sótano fue llenándose poco a poco de público. Oyó hablar al maître con cada pareja, a medida que bajaban las escaleras, y escuchando con atención el ruido de sus pasos dedujo dónde se había sentado cada cual. El pianista acercó su piano miniatura a su mesa, colocándolo de tal forma que le tapó la visión de Shad y de Vanessa o, mejor dicho, la visión que habría tenido con solo levantarse. Tocó unas cuantas piezas más bien de mala manera, pero le alivió poder levantar la mirada durante unos momentos, y al terminar le dio algún dinero. Entró la orquesta —una formación que constaba de piano, contrabajo, trompeta y batería— y empezó a tocar los clásicos de siempre, con un estilo Dixieland algo cambiado. Tocaban con limpieza, y de no haber tenido la mente fija en Jimmy probablemente habría disfrutado de la música. De pronto se dio cuenta de que el local estaba lleno. Fue como si todos hubiesen llegado a la vez. Echó un vistazo al reloj y vio que casi era medianoche. La orquesta siguió tocando, cada vez de forma más libre: se alargaron los solos, las improvisaciones se tornaron más ingeniosas. Se puso a mirar al trompetista, un tipo enjuto como una caña que daba la sensación de tener temblores, pero que llevaba el ritmo de maravilla y sabía cómo desarrollar una melodía en todo momento. Minutos después observaba al batería, y luego al negro grandullón que zarandeaba el contrabajo. Al desgaire, como si fuera puramente accidental, pasó la mirada sobre la mesa en la que había visto a Jim y a Vanessa. La pelirroja se había ido, pero Shad vio cómo le miraba y se puso de pie en el acto. Acarició con los dedos el tallo de la copa, dándole vueltas en uno y otro sentido, y le temblaron los labios al verlo avanzar hacia su mesa. Se lo encontró de pie ante ella, una sombra oscura sobre el mantel blanco y circular de su mesa, diciéndole:
—¿Puedo?
—Claro, —asintió ella con la cabeza.
Jim tomó asiento frente a ella sin decir palabra. Se dio la vuelta e hizo una señal al camarero, que le sirvió de inmediato un bourbon. Se lo bebió de un trago, entrecerrando los ojos al hacerlo, como antaño, pero sin hacer comentario ninguno. Ella no dijo nada. Jim tomó un puñado de palomitas y se puso a triturarlas una por una sobre el montoncillo de migas que ella había formado antes. Cuando terminó de triturar las palomitas ya había demolido el montículo.
—He hablado con el jefe —dijo sin arrastrar el acento.
Ella no le miró, ni manifestó de ningún modo que le hubiera oído.
—No tengo que cantar esta noche.
Ella sorbió su copa y apartó la mirada para fijarse en la orquesta.
—He pensado que podíamos ir a otro sitio. Ha pasado mucho tiempo, Ellen.
Su voz y su presencia la conmovieron; le resultaron alternativamente reconfortantes y estimulantes. No confió en sí lo suficiente para mirarle, pero cada vez se le hacía más difícil evitar sus ojos.
—Si te preocupa ella, olvídate. Ya me he ocupado de eso.
Se sorprendió al darse cuenta de que le creía.
—Eres la única que de veras me ha importado, la única que para mí ha tenido verdadera importancia. Habría acudido a ti mucho antes, pero no supe cómo acercarme. Te has convertido en toda una mujer, Ellen… Eres grandiosa. No sé por qué me he comportado así esta tarde. Creo que ha sido por tu forma de mirarme… Me mirabas como si te diera miedo.
Hablaba con calma, titubeando. Ella nunca le había oído tartamudear. Le pareció sincero.
—Déjame que vaya a por tu abrigo —le decía—. Te quiero, y quiero estar contigo.
Y ella asintió.
Volvió a abrir los ojos. Estaba sentada en la cama, pero mantenía la vista fija en el barniz de la puerta. Así había sido. Se había ido con él. Pasearon por Washington Square, se sentaron en un banco y se hicieron toda clase de arrumacos, como una joven pareja. Ella ardió en deseos de preguntarle qué había sucedido aquella noche, hacía tantísimo tiempo; deseaba averiguar de una vez por todas si lo que recordaba era verdad… o si era el doctor quien estaba en lo cierto, y tan solo habían sido imaginaciones suyas. Pero no le pareció el momento oportuno.
Él la llevó a un hotelito cercano, un sitio en el que conocía al portero de noche. La única habitación disponible era pequeña y no tenía cuarto de baño. Ella miró al techo. Recordó haberse fijado en una grieta en el yeso cuando el botones los llevó a la habitación, solo que tenía mucho peor aspecto iluminada por las bombillas que ahora, con la tenue luz de la mañana. Jimmy compró una botella y los dos tomaron un par de copas. Luego, ella apagó las luces y esperó a que volviera, pues había ido al otro extremo del pasillo.
Eso era todo lo que alcanzaba a recordar.
Sin dejar de mirar la puerta, se quitó de encima la manta y la colcha y salió de la cama. No llevaba nada encima, y en sus manos, sus pechos y sus muslos había manchas oscuras. Contuvo la respiración y esta vez decidió conservar la calma como fuera, razonarlo todo antes de tomar una iniciativa, de forma que luego pudiera recordarlo.
Se encontró el cuerpo de Jim entre la puerta y la cama. Tenía la cara llena de arañazos y la garganta moteada. De la boca le había brotado un oscuro hilo de sangre que le había teñido el mentón. Al tocarlo, se tornó de un rojo intenso. La cabeza, sobre todo la coronilla, había sido aplastada, y tenía el pelo apelmazado por la sangre seca. Al volver a mirar la cama descubrió que la sangre teñía uno de los postes del cabezal, y que las sábanas y el colchón estaban llenos de manchas oscuras. No cabía duda de que estaba muerto —si bien le tomó el pulso—, ni de que llevaba muerto un buen rato.
Se vistió a toda prisa, abrió la puerta nada más que una rendija y miró por si había alguien en el pasillo, antes de correr al otro extremo a lavarse las manos. Restregó a fondo el lavabo para cerciorarse de que no dejaba ninguna mancha, volvió a otear el pasillo y regresó a su habitación. Una vez dentro, lenta y cautelosamente la registró de punta a cabo para asegurarse de que no dejaba ninguna prueba de su presencia. Encontró una horquilla, tres cabellos rizados, uno de ellos con la punta abierta, y su barra de labios. Se plantó junto al cuerpo de Jim y lo miró, tratando de recordar. No sirvió de nada. Abrió la ventana y comenzó a bajar velozmente por la escalera de incendios.
Cuando bajaba la ventana desde fuera, dejando resbalar el polvoriento cristal entre sus manos, alguien golpeó con fuerza la puerta de la habitación. Ese sonido la aterrorizó más que la visión del cuerpo de Jim. Apartó las manos del cristal, dejándolo golpear ruidosamente contra el marco. Se apartó en el acto de la ventana, tropezó con la barandilla de la escalera, perdió por un momento el equilibrio y vio en un abrir y cerrar de ojos la calle, muchos pisos más abajo. Por un momento se mareó. Eso fue todo lo que pudo hacer para no precipitarse por encima de la barandilla de hierro, y cuando recobró el equilibrio se sintió tan débil que se hincó de rodillas y apoyó las manos en la plancha de hierro.
En esta postura se atrevió a mirar una vez más por la ventana, a tiempo de ver cómo se abría la puerta de par en par, cómo reventaba el cierre endeble y saltaba la llave del cerrojo. Una mujer alta y pelirroja, con la cara entre pálida y gris por la ansiedad, se abalanzó al entrar en la habitación. Abrió los brazos al ver el cadáver, echó a correr y se desmoronó al lado de Jim. Ellen comprobó que era Vanessa.
Lentamente, Ellen comenzó a bajar por las sucias escaleras de la salida de incendios. Hasta que no estuvo a menos de un salto del callejón en que desembocaban no se irguió del todo. Entonces se dejó caer y aterrizó en el suelo. Al llegar a la calle principal se detuvo en la esquina y paró un taxi inmediatamente.
Vanessa debía de haberlos seguido cuando salieron del local; debía de haber esperado en la puerta del hotel, donde seguramente se pasó toda la noche esperando a que aparecieran. Cuando, devorada por los celos, se vio forzada a aporrear la puerta, probablemente esperaba encontrarse con Ellen en compañía de Jimmy. No podía adivinar, de ninguna manera, lo que en realidad iba a hallar.
Ellen iba sentada muy rígida en el taxi cuando este dobló para enfilar la Quinta Avenida, y entonces miró atrás, hacia el hotel. No creyó que nadie la hubiese visto.