3

Lo había sentido con toda claridad antes de verlo; había sentido el calor abrasador en la carne bajo sus dedos extendidos, crispados, y el aguijonazo del dolor que le incendió la piel tensa de la palma de la mano; había sentido que sus uñas se hincaban en la mejilla de él. Pero al abrir los ojos —estaba soñando, aunque en sueños abrió los ojos— vio su mano extendida, vio, horrorizada, que el golpe que le había propinado le había abierto una gran oquedad en pleno rostro, que había revelado una vista, una perspectiva distante, engañosa, a la cual asistía por entre los huecos de sus dedos. De pronto fue como si su rostro hubiese dejado de existir, como si el bofetón hubiese hecho desaparecer una barrera que se interponía entre ella y otra escena, y echó a andar por entre sus dedos, buscando aquello que estaba más allá: Basil, tras ella, siguiéndola…

—Esa noche soñé que abofeteaba a Basil —dijo, con los ojos posados en las rayas de luz y sombra que dibujaba la persiana, sintiendo en los oídos el sibilante arañar del lápiz del doctor, que resbalaba por las páginas de su cuaderno—. Fue sumamente real. De hecho, sentí el golpe en la palma de la mano. Me dolió, sentí que le hincaba las uñas en la mejilla, y luego me observé la mano y… ¿cómo podría describirlo? Fue tan extraño… Fue como si el bofetón le hubiese abierto la cara, aunque no hubo ni una gota de sangre, no vi la carne, ni tejido alguno. Lo que vi, en cambio, fue una especie de panorama… ¡No, una larga y estrecha perspectiva, y algo —no puedo estar segura de qué se trataba, pues estaba demasiado lejos y me resultaba muy vago—, algo que deseaba ver más de cerca, que había despertado mi curiosidad, pero que solo existía a lo lejos! Mi mano, sin embargo, se interponía entre este panorama y yo. solo podía verlo entre los dedos, tal como miran los niños pequeños algo que les fascina. Recuerdo que me preocupó, recuerdo haber pensado: «Si aparto la mano, el panorama desaparecerá, pero si no lo hago, mi mano siempre se interpondrá». Y mientras estaba sumida en esta preocupación decidí atravesar mi mano. Recuerdo haber sonreído, haberme dicho que no, que era imposible, que esas cosas solo pasan en sueños, pero a pesar de mi escepticismo atravesé mi mano y Basil también, siguiéndome.

Hizo una pausa y miró a su alrededor, registrando toda la consulta del doctor Danzer. Estaban sentados en sendas sillas, colocadas a una cómoda distancia una de la otra. Habría podido tratarse de dos amigos conversando. En el despacho había unos cuantos libros, no muchos. La iluminación era más bien tenue, procedente de diversas bombillas ocultas en las molduras. El doctor Danzer daba la impresión de estar agazapado en su silla, con las piernas cruzadas y el cuaderno sobre la rodilla. Durante la mayor parte del tiempo no miró a Ellen, sino que mantuvo fija la mirada en la página, mientras tomaba notas. Ella abrió el bolso y sacó un arrugado paquete de cigarrillos, lo sacudió hasta que salió uno y hurgó con el dedo para saber cuántos le quedaban. solo quedaban uno o dos; así pues, debería comprar otro paquete, y pronto. El domingo por la noche adquirió un cartón, y no le quedaba ni la mitad. Y eso que solo era miércoles…

—¿No recuerda nada más de su sueño?

El doctor hizo la pregunta con calma, quitándole todo énfasis, a pesar de lo cual resultó una pregunta con todo su peso específico. Ella se dio cuenta de que deseaba recordarle su deber de continuar relatando el sueño, de no dejarse nada en el tintero… De que no había salida por la que pudiese fugarse.

—Recuerdo haber caminado cada vez más de prisa. Recuerdo haber querido alejarme de Basil, aunque si yo caminaba de prisa él también lo hacía. No tardamos en ir corriendo los dos, pero no fue una carrera como las que yo pueda recordar. Era como si mis pies apenas tocasen el suelo, y a cada paso avanzaba muchos metros, si bien no tenía ninguna sensación de estar realizando un gran esfuerzo, y no respiraba trabajosamente, ni sentía tampoco el viento en la cara.

»Seguimos corriendo mucho tiempo. Aunque yo había atravesado el agujero porque deseaba alcanzar aquel vago objeto que había visto a lo lejos, al sentirme perseguida por Basil olvidé cuál había sido mi primera intención. En lo único que podía pensar era en escapar de él. Seguí corriendo y corriendo, y eso que me daba la sensación de que cuanto mayores eran mis zancadas, más se acercaba a mí el ruido de sus pasos. Entonces, de pronto, cesó todo y ya no oí nada. Pero aun así continué corriendo, pero nada más que un trecho. Me di la vuelta muy despacio, temerosa de encontrarme cara a cara con Basil. Pero no estaba allí. ¡Había desaparecido!

»Y mientras me recuperaba de la sorpresa que me produjo su desaparición, empecé a darme cuenta de que a mi alrededor iba cambiando todo. Lo que antes me parecía lejano estaba cada vez más cerca: el cielo, el suelo, todo empezaba a encoger, todo disminuía rápidamente, no importa hacia dónde mirase. Me llevé la mano a la boca para no chillar. Cerré los ojos con fuerza, y recuerdo haber pensado: “Si voy a morir aplastada, es preferible no ver nada”. Pero no morí. Esperé mucho tiempo, convencida de que en cualquier momento sentiría un gran peso, una gran presión por los cuatro costados, aplastada por una fuerza inexorable. Pero no sucedió nada y, tras esperar otro largo rato, durante el cual recobré el ánimo, abrí los ojos.

»Me encontré de vuelta en mi habitación, de pie ante la cómoda. Había abierto uno de los cajones y lo miraba fijamente; estaba buscando algo. Basil seguía detrás de mí. Recuerdo haber pensado que, después de todo, no había escapado de él. No había desaparecido; había llegado antes que yo, eso era todo. Y cuando pensaba esto noté que Basil me dirigía la palabra: “Ellen, ¿por qué sigues buscándola, por qué confías todavía en encontrarla? Sabes que, en el fondo, estás buscando algo que no ha estado ahí, que hace muchísimo tiempo que no está ahí, caso de que de veras haya llegado a estar ahí alguna vez”. Miré y me di cuenta de que tenía razón, pues no estaba allí».

Dejó de hablar. Tenía los labios resecos y le dolía la garganta. Cerró los ojos y ocultó la cara entre ambas manos. Volver a pensar en su sueño fue un esfuerzo que la deprimió, que la hizo desear marcharse cuanto antes de la consulta del doctor, salir a la calle, respirar al aire libre. Recordó que brillaba el sol y que corría una brisa fresca.

—¿Eso es todo?

—Sí. Luego desperté.

—¿Está segura de que no recuerda nada más? ¿No habrá algún detalle que ha dejado de contarme por creer que carecía de importancia? Esa clase de detalles suelen ser primordiales, usted lo sabe.

—No. Eso es todo lo que recuerdo.

—Mmmm… —El doctor Danzer se adelantó en su silla, al tiempo que cerraba el cuaderno y lo dejaba sobre la mesa—. Veamos. Hay una cosa de la que podemos estar seguros. El arranque del sueño (la bofetada que propina a su marido) no es sino una representación de algo que había ocurrido ese mismo día. ¿No es cierto?

Ella asintió. El doctor le sonreía con gesto inquisitivo, como si esperase que ella dijera: «¡No, no fue así! ¿Cómo es posible que sea usted tan estúpido?». ¿Qué diría él si ella se atreviese a espetarle tal cosa en plena cara? En fin, no dijo nada, y se limitó a asentir con un movimiento de cabeza.

—¿Y cuál cree usted que es el significado de la herida abierta, de la carrera a través de la abertura, de la persecución? —le preguntó el médico en tono amable.

—Supongo que, según usted, será un símbolo del útero. Que lo que deseaba expresar era un deseo de huir de la realidad.

Danzer se puso en pie y se acercó a Ellen.

—Un deseo muy natural en estos momentos. Debe tener presente, Ellen, que ha estado enferma. Ha vivido en un mundo muy reducido, un mundo perfectamente equipado para solucionar sus necesidades. Ahora ha vuelto a Nueva York, lo cual es muy distinto. Tal vez, incluso, espeluznante. Ah, por descontado, esto es algo que nunca admitirá, ni siquiera a solas. Cuando dialoga con usted misma se muestra muy valiente. Pero cuando sueña, de noche, todo es muy distinto. —Se dio la vuelta y escrutó la ventana en penumbra—. Dígame, Ellen. ¿Qué objeto era ese que veía a lo lejos? Lo que deseaba alcanzar ¿cómo era?

—Era un clavicordio —dijo, sintiendo en ese instante un profundo odio hacia su interlocutor, por el método que había empleado para extraerle sus secretos, por el tiempo que se había tomado para hacerle aquella pregunta. Pero casi en el acto sintió vergüenza de sí misma y esbozó una sonrisa de culpabilidad.

—Así, después de abofetear a su marido trató de zafarse de él y correr hacia su clavicordio. Pero él la siguió, impidiéndole huir.

—Y en ningún momento pude alcanzar el clavicordio. Ni siquiera después que él hubo desaparecido pude localizarlo. Es más, fue entonces cuando las cosas empezaron a cercarme, cuando cerré los ojos. Al volver a abrirlos estaba en mi habitación, buscando algo en los cajones de la cómoda. Basil se encontraba a mi lado, diciéndome que allí no estaba lo que yo deseaba encontrar por todos los medios.

—¿Qué cree que podría ser? —le preguntó el doctor Danzer.

Ellen se paró a pensar en esta pregunta antes de contestarla. Todavía no le había dicho nada de la búsqueda de la llave, que le había ocupado todo el domingo. Fue una tontería… Creer que había perdido la llave cuando en todo momento la tuvo ante sus propios ojos. ¿Por qué iba a decírselo? ¿Acaso tenía que decírselo todo?

—¿No tiene ninguna idea de qué buscaba? —insistió el doctor.

—Podría estar buscando la llave de mi clavicordio —confesó en un arranque de sinceridad.

«Sabe que con solo hacerme unas cuantas preguntas se lo diré todo —pensó—. ¿Por qué no puedo guardar ni un secreto?».

—¿Qué le hace pensar tal cosa?

—El domingo perdí la llave del clavicordio. La estuve buscando toda la tarde. Miré en todos los rincones de la casa por lo menos diez veces. Y fue Basil quien la encontró… Estaba donde debía estar: en la cerradura del clavicordio. Me sentí tremendamente avergonzada. Por eso abofeteé a Basil. ¡Iba a reírse de mí!

—¿Por qué creyó haber perdido la llave?

—No lo sé.

El doctor la miró mientras extendía un dedo hasta tocar el brazo de su silla. Se dio la vuelta, caminó hacia la ventana, y allí volvió a darse la vuelta en redondo, para mirarla. No dijo nada.

—¿Cree usted que pude perderla por alguna razón determinada? ¿Piensa que, tal vez, no deseaba tocar el clavicordio? ¡Eso es absurdo! ¿Por qué no iba a querer tocar mi instrumento? ¡No he pensado en otra cosa durante los últimos meses!

—¿Se ha dedicado a practicar desde que volvió a casa?

Ella se sintió encoger por dentro, contraerse. En alguna parte, los crueles dientes de una trampa acababan de cerrarse con un chasquido, clavándose en la carne de algún ser pequeño, cálido, desvalido. Tensó las mandíbulas para contener el temblor de los labios, habló lenta y cautelosamente, y lo confesó:

—No, no he tenido tiempo de ponerme a practicar. He estado demasiado ocupada.

—Supongo que, en efecto, tiene muchísimas cosas que hacer, sobre todo después de haber pasado tanto tiempo fuera. Sin embargo, debo decirle que me sorprende que no se haya puesto a tocar su instrumento. Me dijo en varias ocasiones que estaba decidida a practicar seis horas diarias tan pronto volviese a casa. ¿No va a ofrecer un concierto en otoño?

—Oh, sí, sí. Todos los días me propongo practicar, pero siempre me encuentro con infinidad de cosas por hacer. La casa… ¡Tendría que verla! Todo está fuera de su sitio, todo está manga por hombro.

Iba a decirle más cosas: el tiempo tan hermoso que hizo el día anterior, cómo se había ido a dar un paseo por Central Park a primera hora de la mañana, sin proponerse pasar más de una hora fuera de casa, pero en realidad no regresó hasta el atardecer… O cómo el lunes se había ido de compras, de tienda en tienda, adquiriendo un vestido tras otro; cómo aquel mismo día, tan pronto saliera de la consulta, estaba citada con Nancy para almorzar juntas en Julio’s. Nancy la había llamado el día anterior. Ellen no pudo negarse a almorzar con la hermana de su marido, sobre todo por saber que, probablemente, Basil le había sugerido que la llamase. Habría sido de lo más descortés.

En cambio, comentó:

—Todo es tan extraño…, tan distinto de lo que yo esperaba encontrar…

Al expresarse así se dio cuenta de que no sabía por qué razón quiso hablarle en aquellos términos, pues antes de mencionarlo ni siquiera había caído en la cuenta de que era verdad.

—¿Qué quiere decir? —le preguntó el doctor—. ¿En qué sentido le resulta todo tan extraño?

—La casa —le dijo en un susurro— está muy cambiada. Oh, los muebles están allí, claro, y los cuadros siguen en su sitio… Pero cada vez que busco alguna cosa, nunca está donde yo creía que estaba. Además, encuentro… encuentro cosas continuamente.

—¿Qué cosas?

—Pequeños objetos. Nada importante. Polvo de maquillar derramado en un cajón, de un tono que a mí me disgusta particularmente, que no recuerdo haberme puesto jamás. En un cajón de mi vestidor. Una agenda de cuero negro, un extraño bolso cuadrado que yo no recuerdo haber tenido… Cosas por el estilo.

—¿Se lo ha mencionado a su marido?

—No.

—¿Por qué no?

—Porque le parecería otra de mis rarezas, ¿no? Pensaría que he olvidado que todas esas cosas me pertenecieron. Podría pensar que pretendo acusarle, ¿no cree?

—¿Acaso no le está acusando? ¿No le acusa en su sueño?

—¿Que le acuso? ¿De qué?

Estaba indignada. ¿Por qué se mantenía a la expectativa el doctor, por qué no le decía nunca a las claras lo que estaba pensando? ¿Por qué se empeñaba en decir las cosas de forma tácita, en obligarla a ella a decirlas?

—¿No debería ser usted la que contestase a esa pregunta, Ellen?

—No sé de qué me está hablando.

El doctor se cubrió los ojos con la mano, apretándose la frente con los dedos. Vaciló antes de decir algo, como si quisiera asegurarse a fondo de lo que iba a decir a continuación, calibrarlo al milímetro y expresarlo con toda precisión, con absoluta claridad.

—Ellen, al final de su sueño, cuando regresa a su habitación y Basil está a su lado, cuando ha fracasado en su intento de huir de él y de alcanzar el clavicordio, ¿qué le dice él? En fin, podría repasar mis notas y leer lo que me ha dicho hace unos minutos. Pero creo que será más útil (en este contexto en concreto) que repita las palabras de su marido. ¿Qué le dice al final del sueño?

Ellen cerró los ojos y volvió a ver su dormitorio, la cómoda. Buscaba en un cajón desordenado por el que se habían derramado unas motas de polvo rosado, de un tono que no le agradaba en absoluto. Y sintió a su lado la presencia de Basil. Con solo levantar la mirada lo veía reflejado en el espejo. Y le decía…

—Dijo: «Ellen, ¿por qué sigues buscándola, por qué confías todavía en encontrarla? Sabes que, en el fondo, estás buscando algo que no ha estado ahí, que hace muchísimo tiempo que no está ahí, caso de que de veras haya llegado a estar ahí alguna vez».

Las palabras brotaron de sus labios de forma vacilante, como si nada tuvieran que ver con ella. Una parte de ella gritó: «¡Nunca has dicho eso, nunca has soñado nada parecido a eso! ¡No es verdad!». Pero otra parte de su ser, la facultad de raciocinio, fría y tranquila, sabía que lo que sus labios acababan de decir era inequívocamente cierto.

El doctor asintió.

—¿Y qué significado atribuye a eso?

—Yo tenía miedo de haber perdido algo. Todo el sueño está relacionado con la pérdida, ¿no es así? Había perdido algo, algo que tenía una clara relación con Basil, algo que tal vez yo no hubiera tenido nunca. Sin embargo, seguía buscándolo.

Quedó en silencio, a la espera de que el doctor volviera a tomar la palabra. Pero no dijo nada; nunca decía nada en los momentos difíciles. «Todo tiene que salir de su interior —le había dicho infinidad de veces—. Sabe de qué se trata; es solo una parte de usted la que lo mantiene a buen recaudo. Pero bastará con que piense en ello, y así lo averiguará».

—En el sueño escapaba de Basil y corría hacia el clavicordio. Pero Basil corría tras de mí, e incluso después de que él desapareciera no encontré el clavicordio. ¿No podría ser que fuese precisamente el clavicordio lo que yo buscaba?

—¿En un cajón?

—Tal vez fuese la llave del clavicordio lo que, en realidad quería encontrar en ese cajón. En el sueño, el clavicordio podría haber representado la llave, tal como, en la realidad, la llave representa el instrumento.

—Y esto ¿a dónde nos conduce?

A Basil. Basil la había perseguido, Basil le había impedido alcanzar el instrumento.

—¿No podría ser que, en el sueño, Basil se interpusiera entre el instrumento y yo, que Basil me impidiera tocar el clavicordio?

—¿Ha intentado Basil impedirle tocar en alguna ocasión?

—A veces tengo la impresión de que le fastidian mis gustos musicales. Él prefiere otras cosas. Las sinfonías modernas, grandilocuentes y cacofónicas. Las obras de D.

—Pero ¿ha intentado impedirle tocar en alguna ocasión?

—Cuando estaba enferma. Antes de ingresar en el sanatorio.

El doctor sonrió y desvió la mirada. No dijo nada por espacio de varios minutos; pareció aguardar a que ella tomase la palabra, a que añadiera algo a lo dicho. Pero ella se negó a decir nada. ¿Por qué concedía tanta importancia a ese sueño? En otras ocasiones tuvo sueños infinitamente más abigarrados, y él se limitó a despacharlos, dedicándoles unas breves palabras a manera de explicación. ¿Trataba acaso de localizar algo que no iba como debiera ir? ¿Acaso esperaba una recaída? Debería tener mucho cuidado, elegir con detenimiento cada palabra, dilucidar con precisión lo que iba a decir antes de hablar.

El doctor Danzer volvió a mirarla, sonriente.

—Ellen, usted sabe tan bien como yo por qué le impidió tocar su marido al enterarse de que estaba enferma. Usted sabe que los ejercicios musicales, en aquella ocasión, la excitaban, la hacían empeorar. Pero no ha contestado a mi pregunta, Ellen. No le he preguntado por el pasado… Todo eso ya lo sé, como a usted bien le consta. Lo que deseo aclarar es si Basil trata de impedirle tocar el clavicordio… ahora.

Ella respondió con parsimonia:

—No. Dijo que, en su opinión, no debería ponerme a practicar con demasiado ahínco, que es demasiado pronto para pensar en ofrecer un concierto. Pero no me ha impedido que toque. Incluso me ayudó a encontrar la llave.

El doctor se demoró en encender su pipa. Ellen se fijó en la llamarada, que oscilaba al ritmo con que él chupaba de la boquilla, prendiendo el tabaco. Exhaló una bocanada de humo espeso y oscuro que se deslizó lentamente hacia ella, provocándole ganas de toser.

—¿Y qué me dice del sueño, Ellen? ¿Qué buscaba en el cajón?

—Alguna cosa que había perdido.

—Pero ¿qué había perdido? Diga lo que le venga a la cabeza. ¡Rápido!

Su voz sonó sorprendentemente cortante y perentoria.

—Basil —respondió ella sin pararse a pensar, pese a haberse prometido un momento antes andar con cuidado, examinar cada palabra que fuera a decir, sopesar sus consecuencias—. Basil —repitió, desolada por la facilidad con que la había traicionado su propia mente, tan parecida a un perro de circo, un perro viejo y desgreñado que ejecutaba el número cada vez que su amo hacía chasquear el látigo.

«¡Qué bien enseñada me tiene, doctor Danzer!», pensó, burlándose de sí misma.

—¿Temía haber perdido a Basil? ¿Se refiere a su amor?

—Sí, supongo que sí.

Por desgracia, estaba en lo cierto. Siempre estaba en lo cierto; no se equivocaba jamás. De eso trataba su sueño. Había temido que Basil ya no la amara, que los dos años transcurridos hubiesen sido tiempo suficiente para…

—¿Tiene alguna razón que la lleve a creer que su marido ya no la quiere?

El doctor lo dijo con suma cautela, como si a él mismo le diese vergüenza el número que la había obligado a representar. «Si yo fuese un perro viejo, ahora me daría un terrón de azúcar y me rascaría detrás de las orejas», pensó, al tiempo que sonreía irónicamente para sí.

—No. Se ha mostrado muy atento, muy cariñoso. Pero… —No fue capaz de continuar.

—Pero hay algo que no marcha, algo que ha cambiado, ¿no es eso? —preguntó el doctor Danzer—. Se muestra afable con usted. Es evidente que la quiere o, al menos, dice que la quiere, cuando, en verdad, no se comporta como usted lo recordaba. ¿No es así?

—Así es, en efecto.

El doctor se puso en pie, recorrió la habitación de un vistazo, movió la mano de tal forma que le diera la luz primero y que después quedase en penumbra. Cuando estuvo seguro de que ella lo observaba, se acercó a la ventana, tiró de las cuerdas y abrió la persiana. Brillante, cegadora, entre blanca y amarilla, la luz del sol de mediodía expulsó la oscuridad reinante en la habitación. El doctor apartó los ojos de la ventana y parpadeó.

—No es igual que antes, ¿verdad? —inquirió.

—No, no es igual que antes.

Ellen se puso de pie, dispuesta a marcharse, porque durante las entrevistas que mantuvieron en el sanatorio cuando él abría la ventana era la señal de que la entrevista había terminado.

Sin embargo, la detuvo con un ademán, indicándole que volviera a sentarse.

—¡Qué día tan hermoso! —dijo.

Ellen asintió. En realidad, el sol brillaba con tal intensidad que casi le produjo dolor de cabeza.

—No me había dado cuenta de lo mucho que brilla hoy el sol. Al venir me dio la impresión de que el día estaba ligeramente nublado. O tal vez fuese que solo pensaba en la entrevista que íbamos a mantener, y no me fijé en el tiempo.

—Pero ahora sí se ha fijado. En primer lugar, se ha dado cuenta de que ha cambiado. Acto seguido, comienza a preguntarse cómo ha sido. «¿Estaba nublado antes? Desde luego no ha llovido, de eso estoy segura. ¿Brillaba tanto el sol, o acaso se ha tornado más intenso? Tal vez; al venir no me fijé, porque estaba demasiado preocupada». De esta manera habla usted consigo misma. Y en todo momento el día es espléndido, si bien usted está demasiado preocupada acerca de cómo ha podido cambiar: está tan preocupada, diría yo, que no disfruta del día.

Ellen volvió a ponerse en pie. Se iba a marchar.

—¿Quiere darme a entender que me preocupo en exceso por esas cosas? ¿Qué tengo una tendencia exagerada a la introspección?

Él se adelantó y la tomó de la mano. Era la primera vez que hacía ese gesto. La miró, titubeando, como si fuera a bajar la mirada en cualquier momento.

—No; lo que creo es que está demasiado ansiosa, demasiado a la defensiva… Que es presa de una especie de miedo escénico. ¿No está de acuerdo?

—Sí —admitió—, supongo que sí.

Retiró las manos y se las metió en los bolsillos, de forma que la chaqueta se le abultó un tanto cómicamente. Pero su expresión era de absoluta seriedad.

—Ellen —le preguntó—, ¿y si su marido se hubiese enamorado de otra mujer? ¿Sería tan terrible…?

—¡Oh! Creo que le he dado una impresión errónea. No creo que tal cosa haya ocurrido. No era más que un absurdo sueño.

—No existen los sueños absurdos, Ellen.

—Quiero decir que me he comportado de forma neurótica. Basil me quiere mucho, no me cabe duda.

Las palabras del doctor la habían hecho sentirse azorada, por lo que empezó a retroceder en dirección a la puerta. ¡Si al menos se le ocurriese un comentario despreocupado, algo relacionado, tal vez, con el tiempo…!

—¿Sabe una cosa? Hace un momento le he mentido. Sí me había dado cuenta de que el sol brilla con fuerza. No sé por qué le he dicho que me había parecido un día nublado, cuando…

—Ellen —la interrumpió el doctor—, no me venga con evasivas otra vez. ¿Sería tan terrible que Basil no la quisiera?

—No lo sé. Honradamente, no lo sé.

Y, dicho esto, ya no sintió ningún temor. Volvió a darse la vuelta, miró de frente al doctor y vio que se mostraba tan tímido como antes.

—Debo decirle, Ellen, que cabe la posibilidad de que su marido haya conocido a otra mujer a lo largo de estos dos años. Tal vez tenga usted razón, tal vez haya cambiado. Ese es un hecho al que tendrá que enfrentarse.

—Lo sé.

—Pero eso no es lo que de veras importa, Ellen. Basil no es usted. Usted es quien es. De eso no puede escaparse. Debe aprender a convivir consigo misma, tomarse la vida tal cual se le presente.

—Sí, lo sé. Pero la verdad es que no creo… Bueno, de hecho no lo sé, pero no creo que Basil…

—Yo no estoy diciendo que haya conocido a otra mujer, Ellen. Ni siquiera insinúo que tal cosa haya de ocurrir. Lo único que quiero decirle con absoluta claridad es que no debe tener miedo de los cambios.

—Lo entiendo, doctor. Gracias, y adiós.

—Adiós, Ellen. Al salir concierte con la señorita Nichols su próxima visita, haga el favor. Creo que bastará con que nos veamos el mes que viene… Claro que puede llamarme por teléfono siempre que sienta la necesidad.

Cerró la puerta mientras el doctor seguía hablando, sin darse la vuelta, y avanzó hacia la mesa de la señorita Nichols. Mientras aguardaba a que la enfermera terminase de tomar notas y levantase la vista, se dio cuenta por primera vez de que estaba llorando.

Julio’s todavía no estaba repleto de público —había llegado algo antes de la hora de máxima afluencia— y encontró una mesa en la terraza. Desde allí alcanzaba a ver el zoo de Central Park, los grupos de niños que correteaban con sus ropas de vivos colores, los ponis desflecados que tiraban de carritos chillones, y los globos rojos y azules que se bamboleaban atados a sus cordeles, mecidos por el viento sobre el tenderete del vendedor. El espectáculo era tan hermoso, tenía tanta vida y resultaba tan atractivo, que sintió deseos de seguir allí sentada, quieta, sin hacer otra cosa que registrar los detalles de aquel espectáculo resplandeciente, detalles que estaba segura de encontrar con solo tener la perseverancia necesaria: el niño que se había perdido —pues en los zoos siempre hay un niño que se pierde, ¿no es así?—, los gritos de las focas, la jaula de los monos…

Nancy llegaba tarde, claro que Nancy, casi por costumbre, llegaba tarde a todas partes. Nunca había conseguido sentir verdadero aprecio por la hermana de su marido, aunque en cierto momento sí fueron bastante amigas. Pero tampoco le disgustaba. Para ella, Nancy era una de esas personas que se erigen en parte preponderante de cualquier relación, una persona a la que no tenía por grata ni tampoco por desagradable, ni atractiva ni repelente, a la cual podía ignorar o bien aceptar, según quisiera. A Basil sí le gustaba Nancy, e incluso sentía cierto orgullo de ella, razón por la cual Ellen había tenido que verla a menudo y, casi con seguridad, debería seguir viéndola en lo sucesivo. Nancy era brusca y escasamente femenina, descuidada, desenvuelta y parlanchina. A veces, su cháchara sin sentido era como un cuchillo que rasca la superficie de un plato de porcelana: le daba dentera. Confió en que aquel no fuera uno de los días en que las cosas salían así, pues la sola visión del zoo la había hecho sentirse descansada, en paz. Era uno de esos días, sí, en los que se alegraría de no tener que pensar, de separarse por completo del ajetreo de la ciudad y de los problemas que planteaba su regreso a la vida.

Llegó el camarero y le pidió un refresco, una bebida helada y espumosa que había visto tomar a muchas personas, pero que ella, hasta ese momento, no había tenido la iniciativa de pedir. Y al volver a mirar el parque, se centró de nuevo en el caleidoscopio de niños y animales, de globos y edificios. Un retazo de rosa le llamó la atención, y a sus oídos llegó un débil chillido que en seguida interrumpió una ráfaga de brisa. Vio la chaqueta azul, la espalda recia e inclinada de un policía que se agachaba para consolar a una niña de rizos dorados y piernas muy rectas, de vestido impecable. La niña se había perdido —¿qué duda podía caber?—, y el policía acababa de encontrarla; tal vez sus gritos, sus sollozos, le hubieran llevado hasta donde estaba. En ese momento le daba palmaditas en la cabeza, la consolaba, le decía que no se preocupase, que todo estaba en orden, que su mamá acudiría a buscarla.

El camarero depositó su refresco sobre la mesa, y Ellen apartó los ojos del espectáculo para tomar un sorbo, para probar la bebida y decidir si iba a gustarle, pero acto seguido se sintió desilusionada por encontrarla dulce en exceso. Cuando volvió a mirar, el retazo rosado y azul había desaparecido, había vuelto a girar el caleidoscopio y sus ojos vieron un dibujo distinto. Se sintió triste, casi desconsolada. Durante un brevísimo instante la niña perdida había formado parte de su ser; habían compartido su desamparo, estuvieron unidas frente a la adversidad. Pero se había roto el encantamiento, y el parque, a sus ojos, apareció como cualquier otro parque en el que hubiese un zoo pequeño y lleno de gente, y ella se sintió tonta por perder el tiempo en espera de una amiga, bebiendo un brebaje dulzón que no le gustaba lo más mínimo y que habría hecho mejor en no pedir.

—¡Querida! ¡Qué triste se te ve, con lo bonito que está el día! ¿Qué te sucede? —Había llegado Nancy, hecha un remolino de gestos y hablando ya por los codos, los ojos inquisitivos, agresivos, con una larguísima boquilla de jade entre los dientes, en el extremo de la cual llevaba un cigarrillo a medio consumir—. ¿Qué estás bebiendo?

Nancy se dejó caer aparatosamente en la silla que había al otro lado del velador de metal verde, se agachó y se puso a enredar con algo que Ellen no alcanzaba a ver.

—Bueno, bueno, haya calma. ¡Quieto, te digo! ¡Eso es, así, ah, no me digas que no es encantador! ¡Quieto, maldito, quieto! Así, eso es.

Ellen se inclinó hacia un lado de la mesa para ver de qué se trataba, y solo en ese momento se percató de que Nancy llevaba consigo a su perro, un animalillo de raza indefinida y aire irritable, con unas orejas descomunales. Nancy estaba ajetreada, intentando atar la correa a una de las patas de la mesa, mientras el perrillo tironeaba, le mordía la mano y gruñía juguetonamente.

—Este es Peligro —dijo Nancy—. ¿No te parece encantador?

—¿Por qué le has puesto Peligro? —preguntó Ellen—. A mí me parece un simple cachorrillo.

Nancy había conseguido por fin amarrar la correa a la mesa, tras lo cual adoptó una postura más adecuada.

—Claro, no es más que un cachorrillo. solo tiene seis meses. Pero es un Peligro, ya lo creo. Le encanta morderme los lienzos y los pinceles. Y tiene un temperamento de agárrate.

Aquello tenía todas las trazas de ser incluso peor de lo que había supuesto. ¿Era posible que Nancy fuese tan exuberante? ¿O acaso intentaba hacer toda una demostración, a fin de disimular su azoramiento por encontrarse con ella después de tanto tiempo, después de lo sucedido? Recordó que durante todo el tiempo que estuvo en el sanatorio, Nancy no había ido a visitarla una sola vez. Cierto que ese detalle no le importó nada: hubo días en los que no habría tolerado ni por asomo la presencia de Nancy. Sin embargo, no podía dejar de preguntarse el porqué.

—¿Cómo te encuentras, querida? ¡No sabes cuantísimo me alegro de verte…! Ha pasado una eternidad. ¿Y qué es eso que tomas? No me lo has dicho, y eso que acabo de preguntártelo. Si de veras está bueno, creo que pediré lo mismo. Qué color tan bonito…

Le dijo cómo se llamaba el refresco, y que no se lo recomendaba. Nancy llamó a un camarero y pidió un martini.

—Pero seco, ¿eh?, bien seco. Tiene que ser todo ginebra y un chorrito, solo un chorrito, ojo, del mejor vermut que tengan. Y media nuez, solo media, en vez de la aceituna que siempre ponen.

Nancy parecía algo mayor, y tenía una arruga en torno a la boca que semejaba una mueca. Su rostro, ancho y de grandes rasgos, campesino, que procuraba hacer pasar por más femenino mediante un uso abundante de carmín y maquillaje, hasta parecer a veces un verdadero cromo, daba más que nunca la sensación de estar labrado en granito refractario. Las manos, que llevaba siempre más o menos manchadas de pintura al óleo, aferraron de pronto la carta y la movieron para obtener una luz más favorable. Sus ojos barrieron la página impresa como si estuviesen juzgando la valía de una modelo, tomando buena nota de los aperitivos, los entrantes, los postres, la anatomía del almuerzo. Su mente, sin embargo, volvió a su impresión inicial.

—Ellen, te encuentro algo tristona. ¿Hay algo que no vaya bien?

—Soy una niña perdida. Me he perdido por el parque. No sé dónde estoy ni cómo voy a llegar a casa.

Al decirlo, esbozó una sonrisa, sintiendo un perverso placer en confundir a Nancy, al fin y al cabo una mujer práctica, con los pies en la tierra.

—¿De qué estás hablando? —exclamó Nancy.

Dejó la carta sobre la mesa y contempló a Ellen con franca curiosidad. «Espera que me comporte de forma extraña, aunque no tanto», pensó.

—Estaba mirando el zoo, allá enfrente, y vi a una niña que se había perdido, que estaba llorando hasta desgañitarse. La encontró un policía y se la llevó. Un momento antes que tú llegaras llegué a creer que yo era esa niña… Me sentí un poco perdida, un poco triste.

—¡Bueno! Me alegro que no haya sido más que un capricho. Me preocupaste, de tan melancólica como parecías estar. Pero déjame probarlo, ¿quieres? ¡Puaj! Es totalmente insípido. ¡Me alegro de no haberlo pedido!

El perro saltó, con lo cual las dos se distrajeron. En primer lugar quería que le dieran palmadas en la cabeza, y después se puso a lamer las manos de Nancy, hasta que esta lo llamó al orden, le dio un golpe en el hocico y lo hizo sentarse.

—Si no aprende ahora que es joven, no me obedecerá jamás —se disculpó.

—¿Y cómo va la pintura, Nancy? —preguntó Ellen, consciente de que debía mantener en marcha la conversación, proporcionar los consabidos tópicos a Nancy, impedirle que se dedicara a hacerle preguntas más o menos comprometedoras.

Y es que Nancy era pintora, y por si fuera poco no era de las malas —había expuesto sus cuadros en varias ocasiones—, aunque no conseguía vender gran cosa, lo cual la obligaba a vivir de la generosidad de su hermano. Ellen, sin embargo, sabía que a Nancy le gustaba hablar de su obra, de sus grandes lienzos llenos de fuerza, que daban la impresión de sostenerse en pie por sí solos y de lanzar a los ojos del espectador los más fieros matices del espectro.

—Oh, no va nada mal, nada mal —contestó con tono lúgubre—. Aunque todo hay que decirlo: en lo que va de año no he vendido nada. Basil dice que es porque estoy experimentando con la pintura al duco, esa que se emplea para pintar los coches, ya sabes. Si extiendes una gruesa capa sobre una superficie de mampostería, le da una opacidad reluciente, una fuerza y un vigor que no se consiguen de ninguna otra forma.

—Debe de resultar más bien chillón.

Nancy extendió la mano sobre la diminuta mesa y aferró a Ellen por la muñeca. Le centelleaban los ojos.

—¡Pues claro que sí, querida! Esa es la cuestión. Con ese material se puede pintar de forma sumamente violenta. Te obliga a ser vigoroso, querida. Tendrías que ver algunas de las maravillas que han hecho los mexicanos utilizando la pintura al duco.

—¿Los mexicanos? ¿Te refieres a Rivera?

Intentó concentrarse en lo que estaba diciendo Nancy, pero como quien presta oído al parloteo confuso de un loro e intenta descubrir cuál es el sonsonete que repite a graznidos. Mentalmente volvía una y otra vez a la consulta del médico. Hasta ese momento se había obligado a no pensar en lo que había dicho el doctor; se había prohibido desenmarañar el significado oculto de aquella alegoría acerca del sol y de los cambios del tiempo. Pero a cada minuto que pasaba le costaba más trabajo, incluso ante una compañera tan vivaz.

—¡No, a Rivera no! —exclamó Nancy—. Te hablo de los mexicanos de verdad: Orozco, Siqueiros. Ellos sí que han hecho cosas de verdadera talla. El genuino arte del pueblo.

—¿Rivera no es un mexicano de verdad?

Se acordó de cuando Nancy se había puesto furiosa por la destrucción del mural del Rockefeller Center, es decir, de cuando Rivera, para ella, había sido el pintor vivo más importante. ¿Habría cambiado de opinión? En realidad, no sería de extrañar. ¿No era eso mismo lo que le había comentado el doctor Danzer? Todo cambia. Hasta Basil. Tal vez, hasta ella misma, Ellen.

—Pero, querida, no me digas que no tienes noticias de ese asunto —le decía Nancy—. El gran Diego se ha vuelto completamente comercial. ¡De veras, comercial de pies a cabeza! Bueno, hay que tener en cuenta, claro está, que nunca fue un tipo de fiar… Es decir, políticamente. Pero ahora se dedica a pintar murales en las discotecas de México, D. F. para reanimar el comercio turístico. Son cosas grandilocuentes, obscenas, pura divagación. Y si uno se para a contemplar sus obras anteriores, bueno, la verdad es que da que pensar. ¡A veces es como si nos hubiera tomado el pelo!

Había olvidado qué proclive era Nancy a dejarse influir en sus opiniones por los acontecimientos de actualidad; es decir, por la política. Tanto Basil como Nancy tendían a considerarse liberales, aunque en diversas ocasiones Ellen había llegado a dudar que entendieran a fondo el significado de esa palabra. Para ellos, lo que de veras contaba era lo que hacía todo el mundo: eran adeptos de las actitudes populares, de las tendencias de moda, y no sentían el menor escrúpulo a la hora de seguirlas, por más que eso significase la destrucción de los antiguos dioses. No les daba miedo el cambio; claro que también carecían de raíces. Iban a la deriva por los mares del presente, arrojados de cuando en cuando al banco de arena de tal o cual opinión por los vientos del momento, por las hipocresías y los prejuicios.

—Pues yo creí que te gustaba Rivera —dijo, más que nada por ver cómo se desembarazaba su amiga del pasado, cómo se despojaba de una antigua lealtad—. ¿No solías pintar siguiendo su estilo? ¿No formaste parte del grupo que organizó una manifestación de protesta cuando Rockefeller se negó a que su mural se erigiera en el centro de Radio City?

Nancy se rio y tiró de la correa del perro.

—Querida, ¡de eso hace siglos! Desde entonces han ocurrido centenares de cosas. —Abrió los ojos como platos, como si quisiera expresar su incredulidad—. Todos cometemos errores, y yo soy la primera en admitirlo. Además, el gusto es algo que cambia con el tiempo. Sé que mi gusto ha cambiado. Todos crecemos, todos avanzamos.

Un automóvil soltó un petardazo, puntuando su frase y encabritando al perro, que se puso a dar vueltas como un loco en torno a la pata de la mesa, enmarañándose con la correa y con la pierna de su ama, sin dejar de ladrar como un poseso. Todo ello resultó un perfecto símbolo de la confusión.

Hasta que tomaron el café no hizo Nancy referencia a la enfermedad de Ellen. A lo largo del almuerzo prosiguió hablando de pintura, refiriéndole anécdotas y cotilleos de sus amistades, muchas de las cuales eran todavía más excéntricas que ella. Peligro no dejó de ladrar ni un momento, probablemente pidiendo comida. Al principio, Nancy se negó a darle ni una migaja; le propinó varios sopapos en el hocico y le gritó: «¡Sentado! ¡Sentado te digo! ¡Qué peste de perro!». Más tarde, la continua escandalera que armaba el perro agotó sus deseos de enseñarle a comportarse, y le arrojó diversos trozos de comida: un poco de ensalada, un hueso de chuleta y los restos de una mazorca de maíz. Tras llevárselos de acá para allá, por todo el círculo que tenía a su alcance, manchándolo todo de grasa, el cachorrillo también desdeñó aquella comida, hasta que el camarero se agachó a recoger los desperdicios, momento en el cual se puso a gruñir, a ladrar y a tirar bocados a diestro y siniestro, armando un alboroto todavía mayor.

Mientras tomaban café, volvió a la carga. Nancy no le hizo caso, y dedicó una sonrisa a Ellen.

—Debe de ser estupendo volver a Nueva York después de tanto tiempo. De todos modos, querida, dime una cosa: ¿no te resulta todo un tanto extraño?

Se había dedicado a mirar el parque, embebida en el mecerse de los árboles y los arbustos a merced de la brisa. La pregunta de Nancy la sobresaltó. Por un instante pensó que se hallaba de nuevo en la consulta del doctor, de cara al intenso sol que inundaba la ventana, procurando distinguir su rostro sobre aquel fondo cegador. Pero al darse la vuelta se percató de que era Nancy la que hablaba.

—¿Qué quieres decir?

—Oh, no sé… Cuando paso fuera una temporada, al regresar siempre me desilusiona todo un poco, o al menos me desilusiona darme cuenta de que ya nada es como antes. La impresión no es la misma, solo que las cosas nunca cambian lo suficiente como para saber qué ha cambiado, caso de que algo haya cambiado. ¿A ti no te pasa lo mismo?

Asintió con un movimiento de cabeza.

—Es como si no encajase nada —reconoció. Y lo dijo como quien reconoce cierta culpabilidad, ya que esa era precisamente la sensación que tenía, una sensación que no deseaba revelar a nadie. Luego, al acordarse de que Nancy era hermana de Basil, añadió—: Basil no ha cambiado, todo hay que decirlo. Está igual que siempre.

A Nancy se le abrió la boca involuntariamente, tal vez a causa de la sorpresa. Dejó la taza del café sobre el plato haciendo un ruido excesivo, y cambió de postura, con evidente incomodidad.

—¿De veras?

Ellen fingió no darse cuenta de la sorpresa que había sentido Nancy. Tomó su propia taza y se la llevó a los labios, pero le costó verdadero esfuerzo entreabrir la boca y sorber un poco de café.

—Sí, claro que tal vez sea porque no he dejado de ver a Basil en todo este tiempo —dijo, sin dejar de mirar de cerca a su acompañante—. Ha venido a verme todos los días de visita. Ha sido muy bueno.

Nancy inició una sonrisa, pero no llegó a esbozarla del todo.

—Claro, de eso eres la mejor juez, querida —comentó lentamente, pero no sin cierta amabilidad—. Yo en tu caso, sin embargo, me esperaría algún cambio. Los hombres son animales muy raros.

Se rio, pero la cadencia de su risa le incomodó, por resultarle forzada y discordante.

—Te olvidas de que Basil está tan enfrascado en su música que no parece probable que esté al tanto de lo que sucede a su alrededor, y así puede permanecer durante meses y meses. A menos, claro está, que sepas algo que a mí se me escapa… —Hizo una pausa, procurando decidirse a formular la pregunta que deseaba y, caso de llegar a decidirse, preguntándose qué sería mejor, si preguntar directamente o al desgaire, como quien no quiere la cosa. Entonces, antes de tomar una decisión, volvió a reírse, esta vez más ruidosa y ásperamente que antes. Y la pregunta surgió por sí sola: ella, desde luego, no había deseado plantearla de forma voluntaria, no pronunció las palabras, y la voz que de hecho las pronunció en modo alguno se parecía a la suya—. No se habrá enamorado de otra, ¿eh, Nancy? ¿Es eso lo que intentas decirme?

Y estiró todos los dedos de manera compulsiva. Las uñas se clavaron en el mantel y le tembló todo el cuerpo.

La cara de Nancy se tornó seria, pero solo por un instante. Luego volvió a sonreír, mientras rebuscaba en su bolso hasta sacar un peine y un espejo. Con la otra mano, daba palmaditas a su perrillo negro.

—Querida, ¿cómo iba yo a saberlo? solo soy su hermana; sería la última en enterarme.

Nancy vivía en un apartamento que dominaba Washington Square. Basil pagaba el alquiler de aquel espacioso estudio, que contaba además con grandes ventanales y con una magnífica luz natural. Del mismo modo, pagaba la mayor parte de las facturas. Los muebles eran viejos y estaban desgastados; procedían de casa de su madre, en Connecticut, y su aspecto era tan pasado de moda que hasta podían resultar modernos. Nancy los había dispuesto con el talento natural que tiene un artista para los efectos dramáticos: todo se hallaba de cara a los grandes ventanales, sobre Washington Square; todo excepto su caballete, que daba la espalda a la luz. Así, cuando uno tomaba asiento en el imponente sofá, como hizo Ellen, se sentía como si hubiese sido lanzado al espacio, catapultado de la tierra a las nubes, delicadamente suspenso en el reino del empíreo.

No sabía por qué había acompañado a Nancy. En un principio, tenía la intención de pasar con ella el tiempo estrictamente necesario; cuando terminaron de tomar café en Julio’s y discutían acerca de cuál de las dos pagaría la cuenta, estuvo a punto de fingir que tenía otra cita, presentarle sus excusas y despedirse de Nancy. Claro está que no tenía ninguna otra cita; lo único que le apetecía era pasear por el parque, entrar en el zoo, vagar a sus anchas durante un par de horas. Sin embargo, cuando su acompañante sugirió que tomaran un taxi para ir al Village —«Quiero que veas mis nuevos óleos, Ellen. Me gustaría conocer qué opinión te merecen»—, asintió y aceptó la invitación, no por querer estar con Nancy —si acaso, habría preferido huir de ella—, sino porque la improvisada advertencia de Nancy y la parábola del doctor habían despertado su curiosidad y aguzado su inseguridad. Sintiendo que su pensamiento no era sino una racionalización posterior a los hechos, y que su verdadera motivación era el miedo, Ellen se dijo para sus adentros: «Si me quedo con ella seguirá parloteando sin parar, y tal vez me revele algo con más significado, algo que me permita saber en qué situación estoy con Basil».

Sin embargo, durante el trayecto Nancy se mostró más taciturna. Tras indicar la dirección al taxista, se arrellanó en el asiento con su perro en el regazo y se pasó el tiempo acariciándolo y dándole palmaditas en la cabeza. Cuando llegaron al alto edificio y entraron en uno de los ascensores, para llegar a una de las plantas más elevadas, a sus pies. «¡No puedo soportarlo ni un momento más!», se dijo, mientras clavaba los dedos en el áspero tejido de la tapicería, con la espalda arqueada, y como cataléptica en su esfuerzo por encogerse y apartarse de la fuente de la que manaba aquel ruido. Así pues, hizo un último esfuerzo para volverse, recordando esta vez que debía flexionar las piernas, tratando de acordarse de la mecánica esencial para sentarse, para cambiar de postura, si bien volvió a verse frustrada por la rigidez de sus piernas. Y el horror se apoderó de ella como una fría humedad en los tobillos y ante sus ojos flotaron más espesos los jirones de tinieblas, la negrura. Un ruido ronco, agudo como el estampido de un disparo, rompió el silencio. Y en ese momento volvió a ella la razón, mezclándose por unos instantes con el término de su confusión, tal como existen a la par el sol y la lluvia en una tarde de verano. Se sintió desfallecer y en ese mismo instante, a ciegas, extendió una mano hacia abajo, todavía presa del pánico, incapaz de darse la vuelta, sin recordar qué movimientos debía hacer para mirar abajo, pero palpó un pelaje corto e hirsuto y una fría naricilla en el momento en que Nancy hacía su irrupción en la sala, con una bandeja en las manos en la que había una botella y unos vasos.

—¡Peligro! ¿Adónde vas? ¡Oh, eres una bestia! ¿No ves que has asustado a Ellen?

Emitió una débil risita, llevándose la mano a la boca para ocultar la mueca de terror y para tapar aquel sonido tan desatinado. Su cuerpo, libre por fin de la tensión que le había impuesto el terror, se ablandó en exceso. Se sintió como una muñeca de trapo a la cual acaba de extraérsele el relleno de estopa. Nancy dejó de regañar al perro, depositó la bandeja sobre la mesa y pasó a ocuparse, de un modo educado, del susto de su invitada. Se sentó junto a ella en el viejo sofá, frotándole las manos y acariciándole la frente con suavidad.

—La verdad, a veces es temible. ¿Qué ha hecho? ¿Te ha saltado encima? No hay forma de quitarle esos caprichos. Son todo fanfarronadas y bravatas. Lo que tienes que hacer es regañarle; ya verás qué mohíno se pone. ¡Fíjate, míralo ahora!

Era cierto. El absurdo cachorrillo, acongojado por la voz de su ama, se arrastraba hacia ellas con la panza pegada al suelo, la lengua fuera, los ojos idiotizados por una humildad timorata. Esa sola visión la calmó, y logró detener la risa, aunque la evidencia de que el animal que tanto la había aterrorizado era de todo punto inofensivo la hizo cavilar de nuevo. ¿Habría algo, algo que aún no hubiese descubierto y que yaciese bajo la superficie de su mente, oculto salvo cuando se producía alguna asociación accidental que le daba carta blanca para emerger a la conciencia, como si fuese un monumento sumergido sobre unos cimientos desconocidos del todo, una piedra angular de su trastorno? ¿Y qué habría podido sacarlo a la luz esta vez? ¿Las azules profundidades del cielo? ¿El recuerdo de la ventana enrejada? ¿La negrura del pasado? Pero si había algo ahí abajo, algo además no tan remoto, puesto que en todo momento podía acercarse y arrasarla, ¿de qué forma podría llegar a conocerlo, ya que conociéndolo seguramente le sería posible vencerlo? ¿Bastaría acaso el viejo truco de separar los juicios de las emociones? ¿Podría mantenerse aparte, inspeccionar su interior, allí, tendida en el sofá, fláccida, escuchando los arrumacos de Nancy, para descubrir cuál era el fallo y así erradicarlo? No, no podía; por primera vez estuvo segura de que tal cosa era imposible. Y, por si fuera poco, y ahí estaba el quid de la cuestión, tampoco quería.

El perro, tras arrastrarse laboriosamente, había llegado otra vez a sus pies, y Nancy se agachó para acariciarlo. Fue un toque mágico, galvanizante, pues transformó lo que era una actitud propiciatoria en puro éxtasis: con entusiasmo demoníaco, empezó a aullar, a hacer cabriolas, y a perseguirse el rabo. Mentalmente, mientras observaba las muestras de júbilo del cachorrillo, oyó un surtidor de notas cromáticas; sobre ella descendió Chopin en su pequeño vals; ilógicamente —¿o quizá lógicamente? Él lo había escrito tras un jugueteo travieso como aquel, ¿no?— y por fin pudo reírse con sensatez de su propio miedo.

—Me he portado como una boba, Nancy. Por favor, perdóname.

—Pues claro, querida —contestó Nancy, al tiempo que apartaba al perro, el cual ladraba de forma explosiva, para alcanzar la botella y servir vino en uno de los vasos—. Ten, bebe un poco. Te aclarará la cabeza.

Bebió algo más que un poco; en realidad, bebió varios vasos. Paladeó aquel vino ligeramente amargo mientras Nancy desplegaba sus lienzos, llenos todos ellos de grandes manchurrones rojos y amarillos, aunque de cuando en cuando, aquí y allá, descubrió algo: a un obrero, un edificio, un árbol que más bien era pura conjetura o esbozo. Sin embargo, asintió, carraspeó y titubeó antes de pronunciarse sobre cada uno de los lienzos. Varios de ellos le gustaron de modo especial, o al menos jugó incluso a elegir el que más le agradaba de todos. Lo cierto es que no le importó estar con Nancy más de lo que había creído, aunque tal vez fuese porque había bebido demasiado vino y se encontraba envuelta en una cómoda neblina, o porque acaso, lisa y llanamente, era fácil acostumbrarse a la presencia de Nancy. Y de hecho se alegraba de contar con la presencia de otra persona; después del terror pasado, lo último que deseaba era quedarse a solas.

Un cúmulo de campanillas tintineó, propagando el eco de forma portentosa. Nancy, que estaba guardando sus lienzos en un armario, arrodillada, apretándolos, se puso en pie de súbito y exclamó:

—¡Ese debe de ser Jimmy!

—¿Quién es Jimmy?

Su amiga, sin embargo, ya había echado a correr hacia el vestíbulo, dejando abierto el armario, del cual sobresalían unos cuantos lienzos. A Nancy el rostro se le arreboló de pronto, quién sabe si por enderezarse de golpe o por cierta sombra de vergüenza.

Miró hacia la puerta: tras abrirla, Nancy la sostenía con una mano, ocultando de ese modo al que hubiese accionado el timbre. Mantenían ambos una conversación apagada; al menos, Nancy hablaba en susurros, de prisa, pero en voz tan baja que Ellen no acertó a oír ni un retazo de lo dicho. Mientras la miraba y aguzaba el oído, Nancy retrocedió unos cuantos pasos, y en el estudio entró un hombre. Ella volvió la cabeza sin esperar a más —prefería que no supieran que los había estado observando—, tan deprisa que solamente atisbo unos mechones de cabellos sin domar. Se ajetreó con la botella, sirviéndose otro vaso de aquel vino tan fuerte, y afectó indiferencia cuando los sintió entrar en la sala.

—Ellen, este es Jimmy. Jimmy es uno de mis mejores amigos.

Con terquedad, solo en parte por la timidez que se apoderaba de ella en el momento de conocer a alguien, en un primer momento se negó a levantar la vista. Tan solo le vio los zapatos, unos zapatos gruesos, color ocre, desgastados por los tacones como los de su Jimmy. «¿Por qué se me habrá ocurrido pensar en eso? Hacía meses que no me acordaba de él —se dijo—. No es que no pueda pensar en él, claro». Podría revisar todo el pasado, recordar todos y cada uno de los incidentes, con ecuanimidad, incluida esa parte. Pensando en esto, elevó la mirada y topó con unos pantalones de franela gris algo abolsados, idénticos a los pantalones sin planchar que llevaba siempre el Jimmy que ella había conocido. Cerró los ojos, los volvió a abrir en seguida, elevó todavía más la vista y vio una cazadora de cuero raído, una cremallera entreabierta, unos brazos fuertes, cortos, bronceados, unas manos de gruesos y largos dedos plácidamente colocadas sobre la pernera de los pantalones, como si abarcaran los muslos, en tanto la cazadora se arrugaba con toda nitidez en el centro. En ese momento tuvo conciencia, placentera y confusamente, de que el tal Jimmy le acababa de dedicar una breve reverencia. Volvió a parpadear y se dijo: «¡Qué extraña forma de mirar a un hombre!». Elevó más la vista, con la confianza de encontrarse con un nuevo rostro, un rostro desconocido.

Sin embargo, el rostro que vislumbró estaba muerto, ladeado, apoyado sobre una mejilla, los oscuros cabellos enmarañados sobre la almohada, los labios hacia fuera, de forma tortuosa, los párpados entreabiertos, como si el hombre, al morir, hubiese descubierto que tan solo podía soportar un asomo de visión. Volvió a quedarse boquiabierta y vio la sangre renegrida, la cabeza destrozada… Se dio la vuelta e intentó echar a correr, pero, al igual que la otra vez, sintió que los invisibles cables que la sostenían derecha se desmoronaban de pronto… No era posible que estuviera a punto de caer, como tampoco lo era que el hombre fuese Jimmy, un Jimmy que había muerto, que de hecho estaba muerto, que de ninguna manera podía…

—¡Diantre! —exclamó Nancy—. ¡Se ha desmayado!

(La voz le llegó desde muy lejos, temblorosa, se elevó, descendió de tono y repitió lo dicho).

—¡Anda! —exclamó a su vez Jimmy con acento arrastrado—. ¿Qué demonios habré hecho?

Su voz, una suave voz de tenor, se entremezcló con un acorde arrancado a las cuerdas de una guitarra tocada con cierto descuido —en abierto contraste, en un contrapunto irritante y desentonado, con la acerada perfección del clavicordio, con su cadencia, tan distinta y tan distante—, y tarareó al desgaire por unos instantes, para cantar acto seguido aquel estribillo que no era fruto de una elección, sino que se diría nacido con él:

Jimmy crack corn, and I don’t care!

Jimmy crack corn, and I don’t care!

Jimmy crack corn, and I don’t care!

My massa’s gone awaaay…

El olor fuerte, acre, casi desagradable, que sintió poco después la obligó a apartar la cabeza, le arrancó lágrimas de los ojos y la obligó a decir en voz bien alta:

—¡Basta, basta! ¡Estoy bien!

Nancy, sin embargo, mantuvo el frasco muy cerca de sus fosas nasales, forzándola a sentir el olor del amoníaco, mientras decía:

—¡Pobrecita! ¡Debe de sentirse tan frágil, tan desquiciada! Fíjate: hace un momento, el perro le ladró un par de veces y le dio un susto que a poco más se me muere.

Entretanto, percibió también la voz de él, suave y borrosa:

—Señora, las chicas muchas veces me han puesto muecas de asco, pero le juro por todos mis muertos que es la primera vez que una se me desmaya solo con verme.

Al oír esto, se sentó tan erguida como pudo —tanto para apartarse del frasco de sales cuanto por cualquier otra razón— y miró fijamente el rostro curtido y afilado que tenía delante, un rostro que siempre le recordaba una silla de montar hecha en casa y desgastada y, paradójicamente, una estancia repleta de gente, con el aire viciado y una lucecita azul: el rostro que ella daba por sentado que había dejado de existir. Sin saber qué hacer, al ver que Nancy, una vez rechazadas sus atenciones, había salido del salón —probablemente a dejar el frasco en el botiquín del cuarto de baño—, parpadeó al mirar ese rostro. Y el rostro le correspondió, guiñándole un ojo con aire audaz, dramático, como si le anunciara lentamente una conspiración:

—Parece que se siente mejor, señora. Al menos, eso espero —dijo, aun antes de haber terminado de guiñarle el ojo.

Ellen se retrepó en el sofá, apartándose de él, pero Jimmy se acercó algo más. Vio que había traído su guitarra —¡qué gesto tan típico de él!— y que la había dejado sobre la mesa, cerca de la botella.

—Sí, ya estoy mucho mejor. En realidad no ha sido nada. Lo cierto es que he pasado una larga temporada enferma, y a veces todavía me siento un poco neblinosa.

—Querrá decir mareada, señora. Ha dicho «neblinosa».

—Sí, he dicho neblinosa; confusa, quiero decir. He estado una temporada en un sanatorio mental.

—Ah, ¿sí? —No hizo ninguna pausa, sino que prosiguió con aquella comedia, continuó presionándola maliciosamente—. Mi abuela está en el Hospital del Estado, claro que ya está vieja y achacosa. Usted no me parece vieja.

—¿Tenemos que pasar este mal trago, Jimmy? No tiene ninguna gracia.

—¿Señora? —Se le pusieron los ojos como platos, pero mantuvo la boca tensa, decidido a conservar la mueca que, por el contrario, debiera haber desaparecido de su semblante—. ¿La he entendido bien, señora?

Antes de que tuviera tiempo de contestar había regresado Nancy. Peligro correteaba y alborotaba a su alrededor, mordisqueándole la falda.

—Haz el favor de sentarte —dijo Nancy—. ¡Cuánto jaleo armáis! En fin, ya se sabe: los sureños sois todos iguales. Por lo que veo —dijo a Ellen—, os vais conociendo.

—Sí —dijo, a sabiendas de que debería añadir algo más, que era casi imperativo que dijera alguna otra cosa, de modo que Nancy, precisamente Nancy, no sospechara nada. Pero no pudo decir nada más—. Sí.

—Jimmy es el último grito en el Village. Bueno, ya lo es por toda la ciudad. Lo suyo son las canciones folk, pero cantadas como se deben cantar, sin pasarse de rosca ni derivar hacia el jazz. Estoy segura de que te gustaría, Ellen.

—Sí.

Era como si solo supiese pronunciar esa palabra, como si no conociera ninguna otra, pero desprovista de significado, de expresión, de sonido; no era más que una acción mecánica, una pura disposición de los labios, un botón apretado, una luz que se enciende.

—¿No te apetece cantarnos algo, Jimmy?

Nancy intentaba mostrarse agradable, si bien se dio cuenta de que había despertado la curiosidad de Ellen. «Sabe que ha ocurrido algo, algo que yo no había previsto… Y se pregunta qué podrá ser. Si al menos no cantase…».

Jimmy encendió un cigarrillo y sostuvo en alto la cerilla, mientras se rizaba por efecto de la llama, en tanto buscaba un cenicero. Nancy, obsequiosa, corrió al otro extremo de la sala —con el perrillo ladrando sin parar, pegado a sus talones—, encontró un cenicero y se lo llevó a toda prisa. Milagrosamente, Jimmy estaba diciendo:

—Señora, si hoy me hiciera el favor de disculparme… Tengo la garganta algo dolorida, y todavía debo dar dos conciertos esta noche.

Agitó la cerilla y la dejó apagada en el cenicero. Nancy, excusándose, le quitó el cigarrillo de la boca.

—¡Por descontado que no debes cantar! ¡No lo consentiré! —exclamó—. Y tampoco pienso permitir que te eches a perder la garganta con esto. Ah, eres como todos los artistas… ¡No pensáis nunca en las consecuencias!

Hizo una pausa y lo observó, para comprobar si su discurso había causado efecto.

Se levantó y habló con su voz cansada:

—Pero todavía puedo tocar la guitarra, señora.

Y sin darle tiempo a Ellen para comprender lo que estaba ocurriendo, se echó al hombro su guitarra amarillenta, acarició las cuerdas con su manaza y pulsó con la otra dos trastes. Inició una melodía grave, algo cohibido, pero con precisión, con una hermosa precisión: tañó la guitarra tal como debía tañerla, espaciosa, equilibradamente, creando una forma en el seno de otra forma, una línea de pensamiento…

—¡Ahí va! —exclamó Nancy—. ¡Qué maravilla! Pero eso no es una canción folk. ¿O sí?

—No, señora, no lo es —dijo, agachando la cabeza. A veces, pensó, se excedía un poco, pero ¡qué bien le resultaba!—. No es una canción folk. He oído por ahí que la escribió un tal Bach.

Ella se levantó. Era un momento tan oportuno como cualquier otro para marcharse.

—Perdóname, Nancy, pero debo irme. Es por mi cabeza, ya sabes. —Y contempló largo rato al hombre, que se ponía de pie y se encorvaba, mirándola fríamente—. Me alegro de haberle conocido, señor… señor…

—Shad, señora. Jim Shad. Llámeme Jimmy.

Se vio obligada a seguirle la corriente.

—Toca usted maravillosamente, señor Shad. ¿Se sabe usted todas las Variaciones Goldberg?

—Las treinta y dos, señora.

—Bueno, de veras que debo marcharme. Tal vez vuelva en otra ocasión.

—No sé en qué estoy pensando —la interrumpió Nancy—. ¡Ellen, no puedes marcharte sola! Fíjate, te has desmayado dos veces en lo que va de tarde. Jimmy, lo mejor será que la acompañes. Ve con ella hasta la puerta de su casa. ¡No me digáis que no! Insisto.

Shad, sonriendo, con la guitarra en bandolera, dijo:

—Esa era mi intención, señora.

No tuvo la confianza en sí misma necesaria para hablar con Jim al bajar en el ascensor ni al esperar ante la puerta del edificio, mientras el sol arrancaba destellos a la madera barnizada de la guitarra que Jim había apoyado contra una de las columnas del dosel de la entrada, en tanto buscaba un taxi. Él tampoco dijo nada, contentándose con lanzar unos cuantos silbidos capaces de partirle el tímpano a cualquiera, con los cuales consiguió que un taxi blanquiverde se acercara lentamente desde el otro extremo de Washington Square. Tan pronto se detuvo ante la acera, ella echó a correr y emprendió una pelea con la portezuela, consiguió abrirla, montó de un salto y trató de cerrarla antes que él pudiera impedírselo.

—¡Vámonos de aquí, a toda velocidad! —dijo al taxista.

Shad, sin embargo, reaccionó deprisa. Aunque le sorprendió la ágil táctica de Ellen, se las apañó para agarrar su guitarra y aferrar la puerta en el momento en que estaba a punto de cerrarse de golpe. La abrió y entró en el taxi, colocando la guitarra con sumo cuidado entre sus piernas, para caer de sopetón contra el asiento por efecto de la súbita arrancada del vehículo.

El conductor, a medida que cambiaba de marcha, la miró por encima del hombro.

—¿Todo en orden, señora? —preguntó.

Ella vaciló, miró de reojo a Shad, vio que una de sus grandes manos agarraba con fuerza el mástil de la guitarra, y observó que sus largos labios estaban tensos, prietos, y que sus ojos oscuros destelleaban de mal humor. ¿Se atrevería a decirle al taxista que parase? ¿Podía acaso arriesgarse a apearse del taxi? ¿No era más sensato pararse a hablar primero con Shad y averiguar cuáles eran sus intenciones, qué sabía en realidad?

—Siga, siga. Todo está en orden.

—Sí, pero antes tendrá que decirme adónde vamos.

«No debo permitir que se entere de dónde vivo —pensó—. No puedo decirle al taxista que me lleve a casa… Mejor será decirle que me lleve a cualquier otra parte, pero ¿a dónde? ¿A dónde?».

—Hotel Plaza, por favor.

Le pareció que su voz sonaba tranquila, pero débil y lejana.

—Muy bien, señora.

El taxista se encogió de hombros y se recostó en el asiento; volvió a cambiar de marcha y el taxi salió por una de las curvas de Washington Square.

—¿Así que vives ahí? —preguntó Shad, y lo dijo sin arrastrar las palabras, pronunciándolas, por el contrario, con toda precisión, recortadas, sin ningún deje de acento—. Veo que has progresado mucho.

Ella no le contestó; ni se dignó mirarle. El mero hecho de mirarle le daba miedo. Sin embargo, le oyó silbar con suavidad, de forma vaga e inconclusa, unas cuantas frases de vez en vez, aquella canción que tan bien conocía; una canción que en otro momento había deseado olvidar con todas sus fuerzas, sin conseguirlo… El moscardón. En ese momento, él dejó de silbar, carraspeó para aclararse la garganta y comenzó a hablar:

—Creías que estaba muerto.

No fue una pregunta, sino la simple afirmación de un hecho.

Ella no contestó. Alguien apretaba y aflojaba sucesivamente una cinta de terciopelo en torno a su cabeza, la apretaba y volvía a aflojarla. Los ruidos callejeros, presentes todo al tiempo, pero que no había escuchado hasta ese momento, iban ganando en intensidad —el silbato de un policía, el motor de un camión, el gemido, a lo lejos, de una sirena—, hasta formar un crescendo tumultuoso que amenazó con ensordecerla. «¡Si solo lograse enfocar la vista en algo, en cualquier cosa! —pensó—, en algún objeto detenido… Si pudiera concentrarme en algo e ignorarle hasta que la carrera del taxi acabe… Ah, si así fuera, todo estaría en orden». Pero no pudo mirar hacia Jim; incluso al mirar por la otra ventanilla veía un débil y fantasmagórico reflejo de su rostro saturnal, y en la superficie de vidrio aparecían sus ojos burlones. Y si miraba al frente, solo alcanzaba a ver la nuca del conductor, su licencia de conducir con una fotografía en la que figuraba un rostro de aspecto rufianesco, y el taxímetro que hasta el momento marcaba 00 dólares 40 centavos.

—Creíste que me habías matado.

En la nuca del taxista se había posado una mosca. Se movía sin cesar por el cuello de la camisa, sobre las arrugas de la piel, por debajo del nacimiento del cabello. ¿Por qué no se la apartaba de un manotazo? ¡Tenía que estar sintiéndola, sin duda! Un poco más y ella misma la hubiese sentido sobre su nuca, produciéndole unos espantosos escalofríos. No; de pronto lo entendió: no estaba posada sobre la nuca del taxista, sino sobre el cristal que le separaba de ellos dos. ¡Eso era! La mosca deambulaba sobre el cristal de separación, aunque en un primer momento le pareció verla posada sobre la nuca del taxista. Otro ejemplo más de cómo nos engañan los ojos…

—¿No te interesa saber qué ocurrió en realidad?

Jim Shad le hizo la pregunta lenta y maliciosamente. Ella supo que con solo mirarle en ese instante advertiría las huellas de una sonrisa en las comisuras de su boca. Siempre había disfrutado aguijoneando a los demás; el antagonismo era, para él, la sal de la vida. Pero en esa ocasión no podía permitirse un acceso de cólera… Era mucho lo que dependía de que ella mantuviera la calma, el dominio de sí misma. Volvió a mirar el cristal en busca de la mosca, registró el pedazo del cristal de separación que alcanzaba a ver sin mover la cabeza, justamente a tiempo de verla flexionar las patas y levantar el vuelo.

—Tengo un cartapacio lleno de recortes de prensa —decía Jim—. Entre unos y otros, hay unas cuantas historias tremendamente interesantes. —Volvía a pronunciar las palabras de forma desmañada y, así, lo que decía iba tornándose más siniestro—. Hay unos cuantos titulares bien grandes, negros, de los que te meten el miedo en el cuerpo: titulares referidos a usted, señora, que a unas cuantas personas podrían interesarles un montón…

El taxi había hecho un alto en el trayecto, obligado por el semáforo del cruce de la calle Cuarenta y dos. A un lado del taxi había un autobús de dos pisos, al otro un camión… No podría saber cuál era la densidad real del tráfico sin mirar a su alrededor, sin mirarle a él. Y si le miraba a la cara, temía que ocurriera lo mismo que había ocurrido tantas veces en el pasado: que cedería ante él. Volvería a dejarle hacer lo que quisiera. Todo volvería a empezar. No, no podía atreverse a correr semejante riesgo.

Él seguía en lo suyo medio en broma, con su tono trivial de siempre, chapurreado, adrede; su voz, cálida y musical, incluso cuando hablaba de aquel modo tenía el matiz seductor que daba a su manera de cantar un aire de sencillez, de veracidad, de auténtica calidad. solo que lo que decía en ese momento no era sencillo, no era siquiera bueno, sino terroríficamente cierto.

—No consigo entender por qué no te interesa lo que te estoy diciendo. Sé que te interesaría, y mucho, con solo echar un vistazo a las ilustraciones que salieron en los periódicos cuando decidieron buscarte por todo el país. Les dejé algunas de tus fotografías profesionales… Ya sabes, aquellas fotos que te sacaron con aquel vestido tan coqueto, un tanto ligero y atrevido, pero coqueto de todas todas; aquel vestido azul que te ponías tan a menudo…

Arrancó de nuevo el taxi, lanzado a la carrera, en tanto el conductor zigzagueaba por entre el tráfico, decidido a ganar unos segundos, atravesando de ese modo la calle Cuarenta y tres, la Cuarenta y cuatro, la Cuarenta y cinco. Con la mirada fija en el taxímetro, que marcaba 01 DÓLARES 05 CENTAVOS, decidió obligarle a poner sus cartas sobre la mesa.

—¿Vas a intentar chantajearme?

Él permaneció en silencio unos instantes, durante los cuales atravesaron otras dos calles y se detuvieron en otro semáforo, muy cerca de Radio City. «El Plaza está en el parque, es decir, en la calle Cincuenta y nueve: otras diez manzanas, dos semáforos más —pensó—. Si consiguiera darle el pego hasta entonces… Él cree que vivo en el Plaza, y no se espera nada… Seguramente conseguiré rehuirle…».

—Me sorprendes, Ellen. Me sorprendes y me desazonas —dijo, prescindiendo de nuevo de su acento coloquial. Ella nunca se había dado cuenta de lo muy efectivo que podía ser utilizar dos voces diferentes, una para las amenazas y otra para las zalamerías—. Siempre pensé que tratarías mejor a tus viejos amigos. Quería verte otra vez, eso es todo… Quería charlar contigo, recordar los viejos tiempos. Chantaje… Eso sí que es una palabra fuerte. Una palabra terrible, Ellen. Deberías pensarlo dos veces antes de pronunciarla.

El taxi estuvo esperando durante lo que a ella se le antojó un lapso interminable, hasta que cambió el disco. La cinta de terciopelo se apretaba más y más sobre su cráneo, el taxímetro tictaqueaba cada vez más fuerte, la ruedecita blanquinegra que giraba y giraba parecía mostrar que el mecanismo se había vuelto loco, pues diríase que retrocedía al tiempo que avanzaba. Lo pensó lentamente y decidió que no era el momento de decir palabra, que era preferible ganar tiempo, obligarle a repetirse, cosa que conseguiría con solo permanecer callada.

—Ya entiendo por qué te preocupa la posibilidad de un chantaje —dijo cargando el acento sobre la última palabra, regocijándose en el eco creado—. Tu marido es un hombre muy importante, el director de una de las orquestas sinfónicas más antiguas y con más solera de todo el mundo… Un hombre con una reputación que defender. Y, puestos a pensarlo, también tú tienes una sólida reputación, Ellen, un buen nombre que debes conservar inmaculado ante tu público. Ha pasado mucho tiempo desde que diste tu último concierto… Mucho tiempo desde la última vez que los periódicos hablaron de ti. Sí, ahora que lo pienso, entiendo perfectamente por qué te preocupa tanto un chantaje. —Hizo una nueva pausa, como si sopesara la palabra en cuestión—. No sería ni mucho menos agradable, ¿a que no? No, no podría ser agradable que los periódicos volvieran a airear aquellas viejas historias. La gente lo iba a pasar igual que en un circo romano, Ellen. Y tú no podrías hacer lo que se dice nada, nada de nada, para impedirlo.

Rugió el motor del taxi; el conductor, impaciente, parecía librar una carrera contra sí mismo. Cambiaba de marcha despiadadamente, triturando la caja de cambios, que emitía un ruido áspero de cuando en cuando. El taxi avanzó dando tirones, perdió velocidad, se detuvo en seco y el taxista soltó un improperio. El automóvil que iba tras ellos hizo sonar el claxon, y a su lado pasó un monstruo amarillento y verdoso, un autobús igual que la tortuga en el momento de rebasar a la liebre. Ellen contuvo la respiración, sintiendo en el oído el claqueteo del taxímetro, y clavó las uñas en el asiento de cuero, con la esperanza de que el taxi no se hubiese quedado averiado, con la esperanza de que volviese a arrancar. A la postre, así fue, pero solo después que otro autobús y varios automóviles más lo rebasaran emitiendo bocinazos, como si manifestaran su desprecio. Por desgracia, una vez que se pusieron de nuevo en marcha tuvieron que avanzar muy despacio, y dejaron atrás las calles Cuarenta y seis y Cuarenta y siete poco a poco, detenidos de nuevo por culpa de un semáforo.

—Sí —dijo Jimmy—. Entiendo de sobra por qué te preocupa tanto un chantaje. Lo que en cambio no entiendo, señora mía, es por qué te pasa por la cabeza que yo podría rebajarme a chantajearte…

Hizo una pausa, y dejó que la última palabra revoloteara por el aire.

Ella no dijo nada. El taxi volvía a moverse, esta vez en silencio. El taxista descubrió un hueco entre el flujo de vehículos, giró el volante como un poseso y se introdujo por aquella vía de escape. Las manzanas fueron quedando atrás a buen ritmo: la calle Cuarenta y ocho, la Cuarenta y nueve, la Cincuenta, la Cincuenta y uno… ¡A ese ritmo, incluso lograrían llegar al Plaza!

Pero no pudo ser: tuvieron que detenerse ante el semáforo de la calle Cincuenta y dos. El tráfico volvió a esperar y se detuvieron a mitad de manzana.

—¿No vas a contestarme, Ellen?

¿Cómo iba a contestarle? En lo único que acertaba a pensar era en la fuga, en huir del taxi, de aquellos matices contrastados de que hacía gala su voz insolente, de aquella pronunciación sureña y arrastrada y de la brutal precisión propia de su segunda forma de hablar. Siete manzanas más y habría llegado al hotel; siete manzanas más, un semáforo o con mala suerte dos. En eso era en lo único que podía pensar, y de eso no podía hablarle a Jimmy. Era más que posible que él hubiese adivinado cuáles eran sus planes, y probablemente había ideado ya un medio de impedírselo.

Volvió a silbar suavemente, pero con ilación. Silbó de cabo a rabo El moscardón, y acto seguido volvió a hablar, arrastrando las sílabas con un tono musical, de modo que a ella le dio la sensación de que sus palabras brotaban de la vieja canción.

—¡Ah, cuánto me gustabas con aquel vestido, Ellen! Era de lo más atrevido.

A ella se le arreboló la cara, y sintió un calor en la piel incluso debajo de la ropa. Él la observaba con mirada implacable, como si le tomara la talla, como si midiera a aquella Ellen que tenía delante para compararla con la Ellen que había conocido años antes, a la cual volvía a ver con aquel vestido escueto, diáfano. Ella deseó apartar la mirada, pero no pudo, fuera por lo que fuese. Sus ojos hicieron frente a la mirada de él. Sus temperamentos también se encontraron de frente y chocaron el uno con el otro. Entonces él se aproximó a ella y, antes que ella se diera cuenta de lo que iba a suceder, la tomó en sus brazos.

Se sintió como en un rincón conocido. Sus brazos eran tan fuertes como ella los recordaba, su boca igual de franca y subyugante. Ella se desperezó por dentro —una gata, cálida y gordezuela atravesó una habitación, estirándose con ademán orgulloso, perezosamente— y recibió su beso. Y en ese mismo instante le sobrevino la negrura, una negrura arrasadora y henchida, que se aferraba a ella, que la reclamaba, si bien amistosa, nunca hostil. Cedió a esa negrura. Ese regreso a las tinieblas fue como una bienvenida de vuelta a casa, un abandono a la placidez del olvido. Allí no había amenaza posible, no sintió en ningún momento la agobiante excitación propia de las otras veces que se había encontrado sumida en aquel pozo; se dejó ir bajo la superficie de aquel mar, se abrigó con la niebla de aquella noche que volvía a engullirla. Antes le había parecido vasta, incalculable, informe, incognoscible; una auténtica catástrofe, y por ello había peleado contra la negrura, se había esforzado por regresar al punto de partida, había luchado con denuedo por volver a flote, por alejarse de aquella fuerza que la arrastraba hacia abajo, y mantenerse de ese modo a salvo. Sin embargo, esta vez el negro océano se le antojó limitado, con forma y sustancia propias, lleno de significado… Un estado de beatitud al cual se sometió, de manera tan inequívoca como cuando abandonaba la consciencia para sumirse en el sueño, y se unió a él de todo corazón, igual que cuando, de niña, se encaramaba al regazo de su padre, regocijada ante su paulatina pérdida de identidad.

Su padre había sido un hombre de carácter fuerte, poco amable pero apasionado. Había abarcado a su familia y la había encerrado dentro de los límites de su propia personalidad, para darle el mundo tal como él lo había visto. Su mundo era más bien escaso de miras: se centraba en su establecimiento, con sus estantes llenos de libros y sus objetos de papelería, sus empleados mansos y recatados, su fachada académica, con escaparates de cristal emplomado y un cartelón que se balanceaba, crujiendo, los días de viento; sin embargo, su mundo había supuesto una intensa experiencia, tanto para su hija y su paciente esposa como para él mismo. Las dos habían atendido a sus clientes, su mujer había llevado los libros de contabilidad y se había encargado de pagar las facturas con su dolorosa y aseada caligrafía, mientras Ellen se dedicaba a quitar el polvo y fregar los suelos, engrasar las encuadernaciones de cuero, hacer recados y embalar los paquetes. El librero había asistido a los grandes acontecimientos de su madurez a través de la lente de aumento de su comercio, para referirse a la guerra, a pocos años del armisticio, como «aquellos años en que guardábamos en el sótano todo lo alemán». Su década de prosperidad se concentró en sus viajes anuales, en verano, a Europa, viajes que a Ellen le habían supuesto largos y acalorados días en el interior de la tienda, mientras ayudaba a su madre a llevar el negocio en ausencia del padre, al cuidado de cajones enteros de volúmenes mohosos, de carpetas de grabados procedentes de Francia, de magníficas encuadernaciones que había que mimar durante los largos atardeceres del invierno.

Hasta los propios acontecimientos de la ciudad en que vivían les llegaban filtrados a través de los contactos que mantenía su protector con sus clientes. El incendio de un almacén, a resultas del cual cuatro obreros habían perdido la vida, y que los demás habitantes de la localidad se habían reunido a contemplar, admirados al ver cómo encendía la noche, lo comentó al desgaire el reverendo Swayer el día que les compró una colección de Jonathan Edwards. El padre, aquella misma noche, durante la cena, lo mencionó con igual despreocupación, al comentar cómo, mientras cerraba la operación con el reverendo, había descubierto que una de las barbas del papel estaba ligeramente cubierta de polvo. ¡Cuánta vergüenza había pasado y cuánto provecho le había sacado el cura al incidente! Todo lo que sabían de la política, del extranjero, de los asuntos de la localidad, brotaba gota a gota, de uno u otro modo, de aquel imparable flujo de información que constituía la venta de libros… Pues todo lo que leían —lo poco que leían— eran los volúmenes estropeados, los que no se podían vender, o aquellos otros que, por la razón que fuese, caían en desgracia o perdían la estima de su dueño y eran devueltos, calificados de mercancía inadecuada. Su padre tenía verdadero orgullo por su habilidad para descubrir cuándo se había leído un libro y cuándo no, y el mero hecho de haber sido objeto de una hojeada le hacía perder valor automáticamente. «Los libros son bienes tan perecederos como los huevos o la mantequilla —solía decir—, y por tanto deben manipularse con exquisito cuidado».

La negrura, el torbellino, otrora aterrador —pero en esta ocasión sosegante—, la neblina… Todo ello se hallaba íntimamente engarzado con esto, así como con sus otros recuerdos: los días pasados en la escuela, cuando los otros niños se burlaban de ella por su afectación al hablar y la excluían de sus juegos por su extravagante manera de vestir; el piano vertical que su madre había heredado de un tío carnal, y el maravilloso espectro de sonido, los colores continuamente cambiantes de las notas y los acordes, los silencios momentáneos y el deslumbrante esplendor de las sonoridades cada vez mayores que le había permitido evocar… El piano la había ayudado, y mucho, a ganarse su liberación de la tienda, aunque no bastó para dejarla remontar el vuelo y alejarse de su padre, pues este, por razones tan inescrutables como las que subyacían en sus restantes pasiones —la tienda, la familia, su persona derecha y varonil—, compartía con ella su hambre de música, y se le plantaba detrás, con las manos a la espalda, para oírla ensayar, listo para dedicarle un gesto de reprensión o disgusto tan pronto equivocase una nota, o a propinarle un doloroso tirón de las trenzas en cuanto diese muestras de pereza o apatía.

En ese momento la vigilaba muy de cerca, mientras ella soñaba todo eso; descollaba encima de ella, obligándola a cumplir con su voluntad. Ella arqueaba los dedos, atacaba, aporreaba el enigma de las teclas, las viejas y tensas cuerdas propagaban sus largas, intensas vibraciones, las armonías y los sostenidos, los dolorosísimos ritmos. La sombra de su padre se proyectaba sobre ella y la envolvía. Él era el mar, la noche, la imagen amenazadora, aunque benévola, contra la cual tenía que defenderse, por más que en el fondo se sometiera. Y allá al fondo, clara y alejada de la noche, sonaba otra música, una serie de frases armónicas, una serie de notas grabadas al aguafuerte en tonalidades metálicas que eran, por encima de toda consideración, algo completo en sí mismo, algo en contacto pleno con una sencillez y perfección, con una esencia, algo que no le perteneció ni entonces ni ahora, pero para lo cual estaba delineada ella, a lo cual estaba consagrada en cuerpo y alma. Sin embargo, el aria que había oído se hallaba en flagrante conflicto con la negra y envolvente sombra, por lo cual no podía surgir de ella, y parecía existir por completo al margen, en un tiempo del todo diferente. Todos estos dulces sonidos nada tenían que ver con la acogedora presión que sentía, con la cálida e inmediata negrura, con el semblante frío y aséptico de su padre, ya muerto, apoyado sobre un almohadón color albaricoque y envuelto en una fétida atmósfera de rosas, con los cortinajes fúnebres que ocultaban la forma de algún pariente arrodillado. Los sonidos persistían a despecho de las sacudidas, de la alarmante, machacona intrusión de una disonancia más extraña si cabe; una barahúnda ruidosa y caótica que terminó por disipar la negrura a merced de una corriente de luz solar resplandeciente, un alboroto que tomó forma, en definitiva, sobre las imágenes y no sobre la música, en un mundo de cuero negro lleno de estrellas, en un rostro de cuero ocre, en una ruedecita blanquinegra que claqueteaba como si se hubiese vuelto loca, como una ruleta enloquecida, así como en una voz gutural y altisonante que le gritaba, por segunda o quizá tercera vez:

—¡Señora, hemos llegado al Plaza! Aquí me dijo que la trajera. Oye, tío… ¿estás seguro de que se encuentra bien?

Y otra voz —una voz suave, de tenor, que conocía tan bien que no podía atemorizarla—, decía en ese momento:

—Me parece que sí; lo que pasa es que ha tenido un desmayo. Ya recupera el sentido. Verás como de aquí a nada está más contenta que unas pascuas. En fin, gracias por todo.

Ella entreabrió los ojos. Jimmy le sonreía con dulzura. Acababa de entregarle al taxista algún dinero, y el hombre se había dado la vuelta. Ella se dispuso a levantarse, pero el brazo de Jimmy la retuvo, la obligó a permanecer sentada. Este amago de dominio le recordó su decisión, le devolvió su resolución, la llevó a intentar zafarse de él. Él dejó la guitarra a un lado y la ayudó a bajar del taxi con ambas manos. Caminaron el uno junto al otro, ella del brazo de él, hacia el portero.

—Esta señora ha sufrido un desmayo —dijo cadenciosamente Jimmy al portero—. ¿Quiere encargarse de ella mientras voy a por mi instrumento?

El portero la ayudó a subir los escalones mientras Shad volvía al taxi.

Tan pronto terminó de subir los escalones, se desprendió del portero y dio la vuelta en redondo. Sus movimientos se le antojaron lentos y pesados, y también le pareció que Jimmy avanzaba hacia el taxi con verdadera lentitud. Esa escena, bajo el crudo resplandor del sol, se le antojó irreal, teatral. «Este hotel ante el que me encuentro no es un hotel conocido, un hotel al que haya venido otras veces a cenar o a bailar, sino un telón de fondo… Este hombre, con su librea, no es en realidad un portero, sino un actor algo envejecido, y ese hombre al que observo, el hombre que abre la portezuela del taxi y recoge su guitarra no es en realidad Jim Shad, sino el galán de la película». Sin embargo, en cuanto esto se le pasó por la cabeza, en cuanto procuró convencerse de que la conversación que había mantenido en el taxi no había tenido lugar, sino que había formado parte del sueño que había tenido al desmayarse, su yo frío y escéptico se acuarteló y pasó a la acción. Se volvió al portero —era, ciertamente, un viejo, un hombre con la cara colorada y rolliza y los ojos de un azul transparente— y le dijo:

—¡Ese hombre se ha dedicado a importunarme! ¿Será tan amable de impedirle que me siga?

Y sin darle tiempo a contestar, pues esperó solo lo necesario para comprobar que sus cansados ojos se encendían de indignación, entró corriendo en el oscuro, fresco vestíbulo del hotel, para internarse por un pasillo que conocía de sobra y salir por una puerta lateral. Encontró allí mismo otro taxi.

Dio su dirección al conductor y se retrepó en una esquina del asiento, para que nadie la viera desde la calle. Sus temores en modo alguno habían terminado, si bien supo que se hallaba relativamente a salvo de Jim. Por descontado, conseguiría saltarse al portero; a saber qué mentiras le diría, y tal vez incluso le metiese un billete en el bolsillo. Para entonces, sin embargo, ella habría ganado unas manzanas de ventaja: lo único que le aseguraba el éxito de la fuga era ese retraso, esa mínima dilación que logró imponer a su perseguidor.

¡Al menos, de momento! Suspiró y se llevó a la sien la mano helada. ¿Qué haría él a continuación? ¿Iría a ver a Basil, a contarle la verdad de los hechos? De momento, no. Primero intentaría por todos los medios volver a verla si lo que buscaba era el dinero. Y probablemente lo era, por más que lo hubiese negado. Claro que ¿cómo no iba a negarlo? ¿Acaso no era propio de su forma de ser el hacer las cosas de manera sesgada, forzando a los otros a inferir de sus acciones lo que en realidad deseaba?

Pero ¿y si decidía ir a ver a Basil? Metió la mano en el bolso y, con los dedos temblorosos, sacó un cigarrillo. Si le contaba a Basil con pelos y señales lo ocurrido… Ni siquiera se aventuró a considerar lo que sucedería. Basil se había comportado de forma bien paciente y… ¿Cuál era la palabra que se solía emplear para referirse a una mujer que se aprovechaba de su esposo? Una mujer insufrible, eso era. Él se había prodigado con toda suerte de amabilidades y deferencias mientras duró su prolongada enfermedad. ¡Y en el preciso instante en que estaban a punto de recomenzar su amor, tenía que aparecer, así de repente, Jim Shad!

Miró por la ventanilla y cayó en la cuenta de que le faltaba tan solo una manzana para llegar a su casa. Una súbita aprensión, un impulso repentino de velar por su seguridad, la llevó a repicar en el cristal que la separaba del taxista para hacerlo parar. Le pagaría allí mismo y recorrería a pie el trecho que le faltaba. De ese modo podría asegurarse de que no la seguía nadie.

Al cruzar la avenida vio que otro taxi estaba aparcado exactamente en el portal de su casa.

Bien podría no significar nada, pero podría ser una señal de peligro. Aminoró el paso, titubeó a cada poco y esperó para comprobar quién entraba o quién salía. El sol, que había permanecido oculto por el perfil de los rascacielos, asomó de repente por el oeste y sus dedos encarnados prendieron fuego a la calle, iluminándola de forma harto misteriosa. Y alguien abrió la puerta de su casa y bajó las escaleras, corriendo, para subirse al taxi.

Lo vio un brevísimo instante y bajo aquella luz, pero discernió aquel perfil, un perfil marcado por la juventud, con una gracia de movimientos inolvidable. Cuando alzó la vista para precisar de qué puerta había salido aquella muchacha, se encontró con que todas estaban cerradas. Y cuando volvió a mirar el taxi, este ya había arrancado.

Al emprender de nuevo la marcha a casa, a paso más vivo, Ellen no pudo evitar acordarse de lo que le había dicho el doctor. «Puede que su marido haya conocido a alguien durante estos dos años. Tal vez tenga usted razón… Puede que haya cambiado». Cuando abrió la puerta con su llave, se dirigió de inmediato a la consola del vestíbulo, abrió de un tirón el cajoncito y registró meticulosamente las postales y las cartas que contenía.

Ya no estaba allí, por más que la hubiese encontrado en el mismo lugar pocos días antes, aquella carta con un sobre que olía a lavanda, con una interesante caligrafía femenina. No le cupo duda de que la había visto allí mismo: en eso no se equivocaba, pues el penetrante perfume de la carta todavía flotaba vagamente, provocativamente, en el interior. Pero la carta había desaparecido.