2

Basil había sido una fanfarria, un resplandeciente estallido de trompetas, un agudo tremolar de flautas, oboes y fagotes. Estaba de pie, con aspecto tranquilo, casi descuidado, relajado el rostro como si aguardase una sonrisa, sus magníficos ojos azules posados sobre su amada. Ella lo había visto de repente, mientras se miraba en el espejo: la prominencia de los pómulos bajo la tensa, atezada piel de la cara; el amplio y placentero sesgo de su boca; las cejas, dramáticamente arqueadas, y las cuencas de los ojos hondas y esculpidas; su pétrea frente y el rubio vigor de su cabello alborotado. Ella había dado un paso hacia él, se detuvo, echó a correr y se encontró en sus brazos, la cabeza apoyada sobre el hombro, la mejilla y la boca sobre la áspera lana del abrigo. Él la estrechó, la tomó por el talle con fuerza, la besó en la cabeza, pronunciando su nombre como si estuviera a solas: «Ellen, Ellen». Cuando alzó la vista hacia él, la besó en la boca —no hubo vacilación ni precauciones de ninguna clase— con franqueza y con firmeza, ardientemente. A ella se le hizo difícil respirar, y tuvo que separarse, pero permaneció junto a él, muy cerca, otro poco más, olvidando la mano posada sobre su hombro, mirándole y sonriendo al verle sonreír.

—Son tres bultos —dijo, a sabiendas que no debía decir nada de mayor hondura—, dos pequeños y uno más grande. ¿Me ayudas?

¿Acaso la habría puesto en el cajón? Porqué habría de estar una llave en el cajón de su tocador: eso no podía saberlo, pero sí tenía claro su deber de llevar a cabo una búsqueda sistemática, y mirar en todas partes, en todos los recovecos, incluso en los sitios donde menos probable le pareciera encontrarla, si de veras confiaba en dar con ella. ¡Qué inhóspito y estéril puede llegar aparecer un cajón que hace tiempo no se utiliza, en el que las medias están tiesas dentro de sus envoltorios polvorientos, en el que el maquillaje derramado despide cierto olor arando! ¡Qué chillona, qué descarada esa mancha rosada de maquillaje! ¿Cuándo lo habría utilizado? En fin, ahí no estaba la llave. Claro que, ya puesta a buscarla, podría intentarlo en los demás cajones.

Había sentido la desigualdad de las losas bajo los pies, el asa de la maleta se le había hincado en la palma de la mano (se había empeñado en transportar ella misma la maleta más pesada; los dos bultos de menor tamaño eran más que suficientes para Basil). El calor del sol, al caer de plano, le produjo cierto mareo, y el resplandor de la luz arrancó a la hierba matices más verdes que nunca, además de tornar el cielo más azul. En la verja hicieron un alto, y Basil se puso a rebuscar en los bolsillos, hasta dar con el papel que debía mostrar al vigilante. Ella pudo, mientras tanto, dejar la maleta en tierra, descansar la mano, cobijarse a la sombra de los olmos mientras aquel hombre llamaba por teléfono a la oficina de dirección para verificar sus credenciales. En realidad, había pasado al otro lado de la verja, ya que allí era más densa la sombra, y por eso no tuvo constancia de haber cruzado la línea, de haber salido del claustro y haber ingresado de nuevo en el mundo; más adelante se arrepintió de no haber dado ese paso con plena conciencia de hacerlo. Incluso había olvidado cómo llegó al otro lado hasta que se lo recordó Basil:

—Sí, cruzaste la línea para buscar la sombra, mientras yo hablaba con el vigilante, ¿no te acuerdas?

Esto sucedió cuando ya iban en el autobús, cuando recorrían la carretera montañosa que les llevaría al villorrio, a la estación de ferrocarril. Le dio pena haberse quedado deslumbrada, ciega ante la realidad, por las inmediatas exigencias de la ley de causa y efecto.

El autobús le había resultado caluroso, mal ventilado, lleno de gentes de todas las edades, con aspecto cansino, hombres y mujeres solitarios, familias taciturnas, una jovencita con la mirada fija al frente y el rostro impasible. Se había sentido cohibida por ir del brazo de Basil, e infantilmente exuberante ante aquella muchedumbre cariacontecida. Habían sido los primeros en subir al autobús, y tomaron asiento en la parte de atrás; desde allí vieron acomodarse a los demás pasajeros.

—¿Son todos pacientes? —había preguntado a Basil, rompiendo así un silencio que empezaba a resultarle incómodo—. Si no son pacientes, ¿por qué se marchan tan temprano?

—Los domingos, la hora de visita empieza a las seis. Es comprensible, porque de otra manera no podrían dar acomodo a todos los visitantes. Cada autobús trae un cupo y se lleva otro equivalente; pasan cada quince minutos, durante todo el día. El domingo es el único día en que puede venir de visita la mayoría, claro. —Había observado por la ventanilla a la muchedumbre que parecía aumentar a medida que iba llenándose el autobús—. Algunos son pacientes, por supuesto —prosiguió. Señaló con el dedo a la joven de rasgos inamovibles—. ¿Ves a aquella chica? Es una paciente. Una vez, en el tren, charlé con ella. Vive unas cuantas estaciones más allá, en un pueblo a orillas del río. Los domingos le permiten ir a casa, pero debe estar de vuelta a la caída de la tarde.

Ella le apretó con más fuerza la mano, le sonrió, combatiendo el temor que le había atenazado la garganta mientras le oía hablar. Casi llegaba a sentir el ronzal, una cuerda que le apretaba la cintura, y lo notó tensarse, se sintió arrastrada hacia atrás sin poder hacer nada para impedirlo. Y en ese momento se dio cuenta de que el autobús había arrancado, pues el chófer había quitado el freno y había metido la primera. Acto seguido supo que bajaban la cuesta, se alejaban de la muchedumbre (el pasillo estaba lleno de gente, hubiese sido imposible meter a más), se alejaban del hombre que había quedado en tierra pese a creer, momentos antes, que le tocaría subir a continuación; un hombre alto, de rostro encendido, que había quedado el primero de la cola y que agitó el puño cerrado en dirección al chófer, prorrumpiendo en imprecaciones inaudibles.

La había buscado en su estudio, en la caja de música, en el dormitorio, en todos los cajones de su tocador. Bajó de nuevo y entró en la biblioteca; se puso a mirar por todo el escritorio, dentro de todos y cada uno de los pequeños cajones, debajo del secante, incluso en el compartimiento secreto… «¿Qué estás haciendo?». La voz de Basil resonó a sus espaldas, inquisitiva, un tanto impertinente. «Todavía sigo buscando la llave —dijo ella dándose la vuelta, sorprendida al ver que el rostro se le sonrojaba a pesar de su tez morena—. No la encuentro por ninguna parte, y eso que estoy segura de haberla dejado en la cerradura. ¿Dónde la viste por última vez?». Él se encogió de hombros y se acercó para situarse a su lado, la mano apoyada en el escritorio, apartándola de la mesa. «Yo me encargo de buscar aquí —dijo—. Tengo guardados algunos manuscritos que no quiero que se me desordenen. ¿Por qué no vas a la cocina, a preguntarle a Suky si la ha visto en alguna parte? Me juego cualquier cosa a que la ha guardado él».

El tren estaba sucio, e iba tan lleno de viajeros como el autobús. En su compartimiento viajaban algunas personas a las que ya había visto en el autobús, aparte muchas otras: campesinos que iban de visita a la ciudad en compañía de sus mujeres, a ver una película o a pasear por la playa; varios trabajadores ferroviarios que se bajaron en una de las primeras paradas, un cruce de caminos, y otros a los que no consiguió identificar. Se preguntó qué opinión les merecerían Basil y ella a todas aquellas personas, y se preguntó también si los demás, o al menos algunos, estarían haciendo lo mismo que ella, o sea procurar deducir quiénes eran los demás, de dónde podían provenir y a dónde iban. Basil, ella lo sabía bien, sobresalía en cualquier grupo de personas. Lo que le distinguía era su manera de estar, fuera donde fuese, su apostura. Siempre daba la impresión, al menos eso le parecía a ella, de estar subido al podio desde el que dirigía la orquesta. Una de sus manos sostenía una batuta imaginaria. Tenía la cabeza erguida, el cuello algo rígido, y sus ojos oscilaban continuamente, daban con lo que había estado buscando y se apartaban de ello con idéntica agilidad en pos de alguna otra cosa, escrutando continuamente la totalidad del compartimiento, como si estuviese escrutando una orquesta: primero las cuerdas, luego las maderas, los cellos, los metales, la percusión, los contrabajos.

—¿Qué, tienes alguna partitura nueva para esta temporada? —le preguntó ella de sopetón, decidida a abandonar el juego en que se había empeñado, es decir, descubrir qué pensaban de ella los demás pasajeros, porque le resultaba difícil y no era en modo alguno provechoso.

Cuando ella le hizo esa pregunta, Basil iba mirando por la ventanilla el terreno montañoso, la rocosa cara del acantilado, surcada por oscuras vetas de mineral. Se había vuelto hacia ella al oírla hablar, pero sin mirarla: miraba otra cosa, algo que estaba encima de ella.

—Hay una nueva sinfonía de D. —dijo, nombrando a un compositor ruso contemporáneo cuyas obras, pese a haber recibido los parabienes de la crítica y haber alcanzado una gran popularidad, a ella siempre se le habían antojado vulgares, pomposas y reiterativas—. He tenido la suerte de obtener los derechos exclusivos para dirigir la primera ejecución en Estados Unidos. Me propongo inaugurar la temporada con ese material.

Ella casi había olvidado del todo qué gustos musicales tan distintos tenían los dos. A menudo les gustaban las mismas cosas —Beethoven, Mozart, Stravinsky—, pero había muchas otras que a él le gustaban o que, en cualquier caso, defendía e interpretaba solo porque gustaban al público, y que a ella le resultaban del todo insípidas o espúreas. D. era uno de estos casos. Al igual que la mayor parte de los aficionados acostumbrados a asistir a los conciertos, había tenido ocasión de conocer cierta cantidad de obras suyas, dado que su música se había ejecutado ampliamente desde que comenzó su carrera. Aparte algunas piezas de música de cámara, desde luego primerizas, que habían tomado un sesgo tímidamente experimental, a ella todo lo demás le aburría. Y a menudo había llegado a sospechar que Basil compartía esa opinión. Sin embargo, había defendido a capa y espada todas las obras de D. desde el principio, aparte de que su fama de director la había adquirido dirigiendo interpretaciones de ese compositor (por norma general, era propenso a un tempo más acelerado que los demás, y él se encargaba de extraer hasta el último decibelio, el último tronar de un crescendo o un clímax), y por eso se había ganado el derecho a presentar ante el público estadounidense la obra más reciente de aquel compositor.

—¿Es muy larga? —preguntó ella.

—Al contrario: es sorprendentemente breve. Son seis movimientos muy cortos, dos lentos y cuatro más vivos. Uno de ellos, lo creas o no, es un minueto encantador. Tal vez un poco irónico…: unas cuantas pinceladas de ingenio por aquí y por allá. En conjunto, resulta muy melodiosa, muy bella.

—Me gustaría ver la partitura —dijo ella, a sabiendas que era lo más indicado, deseosa de eludir, al precio que fuera, el antiguo e inútil antagonismo que a menudo los había enfrentado por cuestiones parecidas.

En cierto sentido, era preferible que los dos habitasen mundos musicales distintos: así no había competencia posible. Él solo tocaba Bach en transcripciones orquestales, introducía a Mozart y Haydn en sus programas para rellenar una velada de obras más rimbombantes, de modo que los utilizaba como adornos ligeramente monótonos, perfectos para subrayar el talento de un prestidigitador musical.

—De momento están copiando cada una de las partes —dijo—. Tengo entendido que no estará publicada hasta la primavera. De hecho, solo tengo una copia microfilmada del original.

—Bueno, puedo esperar hasta que lleguen otros ejemplares.

Le alivió saber que no sería necesario examinar la partitura y comentarla. Si él le hubiese pedido su opinión, ella le habría contestado con la verdad, verdad que, mucho se temía, a él no iba a gustarle. Sin embargo, al manifestarle su interés le había complacido, y le reconfortó saber que él todavía seguía buscando su aprobación. Había vuelto a tomarle de la mano, y se la sostenía, si cabe, con más firmeza que antes.

«Basil —pensó—, te quiero. De todos modos, querido, jamás te he considerado un músico. ¡Oh, por descontado que sabes dirigir! Puedes obligar a cien hombres a tocar tal como tú quieres que toquen, pero eso, en tu caso, es puro negocio, un medio de alcanzar la fama y engrosar tu fortuna; una posibilidad de abrir el camino y hacer que los demás te sigan, pero en modo alguno se trata de un arte. Creo que hojeas la sinfonía de D. con detenimiento, tarareas tal o cual pasaje, pero no para descubrir de qué se trata, no para apreciarla y aprender algo nuevo de ella, sino para averiguar, caso de que te sea posible, hasta qué extremo puede ser eficaz, hasta qué extremo puedes desvirtuarla y darle un determinado giro con el fin de poner de relieve tu personalidad, tal como busca un político las frases más llamativas, las consignas, dentro de un discurso. Creo, querido Basil, que lo que quieres de la música (y lo que tienes que conseguir de ella) es una sensación de poder personal. Te mides contra la orquesta y contra el público, y también contra el compositor. Te plantas en el podio, a su merced, y los esclavizas a todos con un simple movimiento de tu cabeza dorada, con un sencillo e inquieto reajuste de los hombros, con una mirada airada, con un toque de atención. ¿Y yo? Pues claro, querido, claro que me gusta verte: admiro tu destreza, tu dominio de los trucos, y me dejo seducir por ti. Claro, Basil, que nuestra relación no es de carácter musical…».

Un vendedor de bocadillos había entrado en el compartimiento dando voces, con lo cual se detuvo el flujo de sus pensamientos y con lo cual Basil pasó a la acción. Había empezado a gesticular imperiosamente en dirección al vendedor, pero como este no le hizo caso, tuvo que silbar con insistencia.

El vendedor le oyó al fin y se acercó a ofrecerles la cesta, de la cual escogieron unos bocadillos de pan blanco con queso y unas tazas de plástico cargadas de un café que tenía un gusto incierto y salobre. solo en ese momento se dieron cuenta de que ya eran más de las diez y que tenían verdadera hambre.

Suky se mostró cortés, le hizo un par de reverencias y musitó escuetas excusas, pero también fue inflexible. No tenía la llave, nadie se la había entregado, no la había visto. Se mantuvo al margen, murmurando, algo molesto por su irrupción en la cocina, mientras ella rebuscaba por los cajones de la mesa, por la despensa y las alacenas. Salió con presteza de la cocina, aliviada de verse fuera del alcance de su servil animosidad.

Fue al vestíbulo y registró los pequeños cajones de la consola. Uno de ellos estaba lleno de tarjetas, y en él encontró un sobre perfumado y dirigido a Basil con lo que era una caligrafía concisa, pequeña y femenina, quien había escrito aquellas líneas gustaba de sustituir los puntos de las íes por un circulito, que desprendía el remoto aroma de un perfume que, en su momento, por fuerza tuvo que ser penetrante. Tomó el sobre entre los dedos, vio que estaba abierto e incluso consideró la posibilidad de leer la carta. Sin embargo, supo al punto de qué se trataba: una nota llena de halagos, procedente de una joven admiradora que habría asistido a alguno de sus conciertos y que se habría enamorado de su noble espalda. Basil recibía continuamente correspondencia de sus admiradoras; acaso había topado con aquella carta entre el grueso de su correspondencia, la había leído allí mismo, en el vestíbulo, antes de salir a la calle, y la había dejado caer sobre la consola; después habría llegado Suky —el cual jamás tiraba nada a la basura a menos que así se le indicara— y la había guardado en el cajoncito. Lo cerró con suavidad. Allí no estaba la llave, y había llegado a un punto en el cual ya no sabía por dónde buscar.

Se encontraba en el vestíbulo, observando la calle, los numerosos viandantes que iban de acá para allá con sus trajes de domingo, los taxis multicolores que pasaban como una exhalación bañados por una luz todavía brillante, pensando dónde podía haber puesto la llave. La había buscado ya en su estudio, en la biblioteca, en el dormitorio, en la cocina… No, en la biblioteca no la había buscado. Basil se había mostrado quisquilloso cuando quiso buscar en su escritorio, e insistió en buscarla él personalmente. Tal vez ya la hubiese encontrado.

Dio la espalda a la calle y se dirigió de nuevo hacia la biblioteca. Basil seguía sentado ante el escritorio, con una partitura de D. extendida ante sí. Ellen aborrecía tener que interrumpirlo mientras estaba trabajando, claro que en tanto no diese con la llave no podía ponerse ella a trabajar.

—Basil —le preguntó—, ¿la has encontrado?

Él alzó la vista hacia ella, con ojos inquisitivos, el lápiz en la mano:

—¿Cómo dices?

—Te pregunto si has encontrado mi llave. Dijiste que te encargabas tú de buscarla en el escritorio.

De sus ojos desapareció aquella característica mirada que tenía al estar distraído, pues entendió lo que ella le preguntaba.

—No, no la he encontrado. —Y volvió a inclinarse sobre la partitura.

A Ellen le quedó la duda de si en realidad la había buscado.

Se habían colocado en la parte delantera del transbordador de Weehawken, donde el sol matinal les daba de lleno, abrazados y observando el espectacular perfil de Manhattan, al que iban acercándose poco a poco. Antes, hubo noches en que ella permaneció tendida en la cama, incapaz de conciliar el sueño, momentos en los que dudó incluso de la propia existencia de la ciudad, de toda realidad mayor que las cuatro paredes de su habitación, de la puerta que daba al corredor, la ventana enrejada desde la que se veían el césped y los olmos.

Ahora, a medida que el transbordador surcaba las henchidas aguas del Hudson y los edificios color hueso parecían aumentar de altura por momentos, arañando centímetros del resplandeciente azul del cielo, se preguntó si no habría sido ese el peor de sus sueños. Se estremeció de emoción al percibir la cercanía de la vida que representaba aquel panorama; la agitación de la calle Cincuenta y siete, las fachadas del Ayuntamiento y del Carnegie Hall, el silencio de los estudios radiofónicos, las paredes rosadas de su estudio, en su casa, el murmullo de las voces en un cóctel, el sonido de un clavicordio…

Basil sintió el temblor de sus manos y la estrechó con más fuerza.

—Es una ciudad maravillosa, ¿no te parece? —dijo. Y después se refirió directamente, por primera vez, a las especiales circunstancias del día—. Debe de ser estupendo volver tras haber pasado tanto tiempo fuera.

—No quiero volver a marcharme nunca más —dijo ella con calma, consciente del énfasis que ponía en su voz, aunque no avergonzada, ya que ese tono traducía exactamente su estado de ánimo.

—¿Ni siquiera para hacer un viaje?

—No, ni siquiera para hacer un viaje.

El transbordador vibró al tocar la grada, rebotó perezosamente, siguió adelante, hacia el embarcadero. Les sobresaltó un ruido muy fuerte, y ambos se pusieron en marcha, cogieron las maletas y se internaron entre el gentío. Habían atracado y ya estaban bajando la plancha. En unos pocos minutos se encontraron en las calles de Nueva York, buscando un taxi.

Al doblar el taxi por la calle Cuarenta y dos ella le formuló la pregunta que llevaba horas deseando hacerle:

—¿Te alegras de que haya vuelto, Basil?

Se volvió hacia ella, perplejo, la boca ligeramente abierta, los ojos centelleantes.

—Claro, sabes de sobra que me alegro. No creí que hiciera falta decírtelo. Tú sabes que me he pasado todo el año esperando este día.

¡Qué agradable fue oírle pronunciar aquellas palabras! «¡Si al menos —pensó— lo hubiese dicho sin que yo se lo preguntara…! Claro que, al habérselo preguntado yo, ¿puedo creer que lo dice de veras? Oh, no me cabe duda que así lo piensa, pero ¿por qué habré tenido que sacarle esa frase mediante mi pregunta? ¿Por qué no habrá sido capaz de comentarlo con naturalidad, como habría hecho cualquier otro hombre?». En ese momento se distanció de sí misma y se pasó revista, pues supo a ciencia cierta que una vez más iba a meterse en problemas, y en suspicacias. Basil no había dicho que se alegraba de su vuelta hasta que ella misma se lo preguntó, pero Basil actuaba así porque era de natural reservado, distraído. Jamás estarían casados en el sentido de compartir una comunidad de pensamientos, ni tampoco habría querido ella que su matrimonio se basara en eso. Basil vivía en un mundo propio, y ella habitaba el suyo; eran dos mundos contiguos, que a veces se superponían, pero que nunca llegaban a coincidir del todo.

—Tanto Suky como yo nos hemos sentido solos —dijo, interrumpiendo así su discurso interno. Sonrió con cierto pesar—. Me temo que nuestra casa no es como antes: le falta tu toque personal.

Ella se apoyó en su hombro y cerró los ojos.

—Eso se arregla en un par de semanas. Aunque a lo mejor necesito más tiempo. Tengo que practicar por lo menos seis horas diarias. Ya lo sabes, no he tocado una tecla durante dos años enteros. Me temo que se me ha olvidado tocar.

Sintió que el hombro de Basil se ponía rígido, que todo su cuerpo se envaraba. Levantó la cabeza y abrió los ojos para mirarle y averiguar qué no iba bien. Tenía las manos cerradas, prietas sobre el regazo, y los labios comprimidos.

—¿Te parece que es lo mejor? ¿No crees que tal vez resulte algo prematuro? ¿No sería mejor que te lo tomaras con calma y descansaras? Este año no es preciso que des un concierto, tú lo sabes. El público se acordará de ti, no habrá necesidad de organizar un «regreso». Tus grabaciones siguen vendiéndose bien todavía…

—Voy a dar un concierto en noviembre, Basil… —le interrumpió ella—. He hablado de esto con el doctor Danzer, y está de acuerdo en que debo interpretar en público tan pronto como quiera. Es mi forma de vivir, al igual que la tuya. solo sirvo para eso.

—Hay otras formas de realizarse, otras formas menos severas, menos exigentes. Sé cómo te comportas cuando te encierras en el cuartito. Me parece que es pronto para volver a ello.

Permanecieron en silencio mientras el taxi ganaba velocidad por Park Avenue, cada vez más cerca de su calle, de su casa. Basil aflojó las manos y pareció relajarse un tanto, se volvió a mirarla y de nuevo la tomó de la mano.

—No pienso interponerme en tu camino, Ellen. Lo que tú quieras es lo que yo quiero, no me gustaría que pensases lo contrario.

Ella levantó la cara y él la besó. Ellen cerró los ojos para que él no viera las lágrimas de furia que le habían asomado involuntariamente. Tan pronto supiera que no la estaba mirando —cuando pagase al taxista, por ejemplo—, sacaría el pañuelo. Por un momento llegó a pensar que Basil no quería que volviera a tocar.

Ellen recordó haber pensado aquello mientras estaba ante la puerta de la biblioteca, tras haber preguntado a Basil si había encontrado la llave del clavicordio. No creía que se hubiese puesto a buscarla realmente en su escritorio. ¿Querría eso decir que sabía dónde estaba la llave, pero que no deseaba que ella la encontrase? Avanzó lentamente, adrede, por el vestíbulo. Suponiendo que, por alguna extraña razón, sus sospechas fueran ciertas y que él prefiriese que ella no volviera a tocar. ¿Acaso le impediría tocar el mero hecho de haber ocultado la llave de su escritorio? ¡Por descontado que no! Si al día siguiente continuaba sin aparecer la llave, llamaría al cerrajero y le encargaría una nueva. Además, ¿no había dicho él en el taxi que si de veras quería ensayar para dar un concierto en noviembre, no tenía ninguna intención de interponerse en su camino? En lo sucesivo debería tener más cuidado con sus resentimientos, con sus sospechas. Había de tener muy en cuenta la conveniencia de ser objetiva, de calibrar sus sentimientos en todas las circunstancias, con el fin de comprender sus temores y, una vez conocidos, disiparlos.

Basil había previsto, pues, buscar la llave en su escritorio, de esto ya no le cabía ninguna duda. solo que, al sentarse, sus ojos se habían fijado en el manuscrito y en los problemas que presentaba; se había puesto a trabajar y pronto olvidó qué le había llevado a su escritorio en un primer momento. Más tarde, cuando hubiera terminado, podría volver a preguntárselo, y tal vez entonces reconocería haberlo olvidado por completo, con lo cual volvería al escritorio a buscar la llave. Y si no fuera así, en realidad no tenía importancia, por más frustrante que fuera no poder abrir su instrumento.

Se dispuso a subir las escaleras, pues había recordado que no había buscado la llave en sus bolsos viejos. Había visto dos al revisar los cajones, pero probablemente los otros estaban en el armario. Los bolsos son los lugares idóneos para guardar las llaves, de modo que la que estaba buscando bien pudiera encontrarse en uno de ellos. Subió las escaleras, y al ver el interior del estudio a través de la puerta que había dejado entreabierta, experimentó el impulso de entrar en la pequeña y funcional habitación. Funcional, sí, pero no en el sentido de moderna; agradable tal vez fuera una palabra más adecuada. No había nada que estuviese fuera de lugar, nada innecesario ni meramente ornamental. El clavicordio se hallaba en el centro, lugar desde el cual recibía de lleno la luz del mirador. Al lado mismo había una alta lámpara de pie, inclinada de forma que de noche iluminase las partituras. Las paredes estaban cubiertas por un papel de color rosado intenso, por encima de las estanterías bajas en las que descansaban los volúmenes encuadernados de sus partituras, la colección de Grove, los Principes du Clavecín de St. Lambert, L’Art de toucher le clavecín de Couperin, los tomos de Dolmetsch y Einstein, de Tovey y Kirkpatrick. En una mesa baja de palo rosa descansaban un bastidor, una caja de cigarrillos y un cenicero; en un rincón estaba el diván bajo y alargado. Por lo demás, el estudio carecía de ornamentos. De pie en el umbral de este santuario del que tanto tiempo se había visto excluida a la fuerza, se sintió más calmada, más a sus anchas; el tenso muelle de la coerción que la atenazaba, que la había impulsado de una habitación a otra y de cajón en cajón desde el momento mismo en que descubrió la ausencia de la llave, se aflojó y dejó de funcionar. Sin embargo, recordó el desagrado que la había invadido unas horas antes, en el momento en que abrió de par en par las puertas de abajo y subió las escaleras, en que se plantó en aquel mismo umbral por vez primera en dos largos años, los ojos absortos en la incuestionable realidad de un escenario que durante tantísimo tiempo había existido solamente en su memoria… Recordó también el momento en que se abalanzó sobre el clavicordio, en que pasó la mano por la vieja y pulida superficie e intentó levantar la tapa, para encontrársela cerrada con llave —no pudo hacerla ceder—, con una llave que no aparecía por ninguna parte.

Suky había hecho sonar el gong que anunciaba el almuerzo antes de que pudiera emprender la búsqueda de la llave. Mientras duró el almuerzo, tan solo tuvo en mente una idea: ¿dónde podría estar? Basil se había mostrado hablador, y le había comunicado sus planes con la orquesta para la temporada que acababa de empezar. Charló de sus colegas, los otros directores, le contó anécdotas relativas a varios solistas famosos y a sus manías, volvió a manifestar un claro entusiasmo por la nueva sinfonía de D. Ellen se forzó a contestar a sus observaciones, a esbozar una sonrisa e incluso a reír cuando le pareció indicado, a prorrumpir en una exclamación o hacerle una pregunta, pero en todo momento siguió pensando en dónde podría haber dejado la llave, tratando de retrotraerse al último día en que tocó el instrumento…, tarea punto menos que imposible, ya que aquel fue un día embrollado, un día que prefería no recordar.

Y después de almorzar fumó un cigarrillo en compañía de Basil, mientras mentalmente seguía en el piso de arriba, en sus habitaciones, repasando los cajones, saqueando los armarios. Él fue a sentarse a su lado y le mostró el microfilme de la partitura. A ella se le antojó una maraña de notas, una página emborronada, una página en negro. Sin embargo, Basil no se percató de la confusión, y malinterpretó su vaga efusión por una muestra de ardor, para tomarla en sus brazos y besarla apasionadamente. Y ella se entregó casi por completo a sus caricias, regocijada al sentir la fuerza viril de sus abrazos, posponiendo de momento la búsqueda. Dieron las dos de la tarde antes de que iniciara la búsqueda de la llave, momento en que le dijo a Basil que debía deshacer las maletas, aún sin reconocerle su descuido, su frustración. Sin embargo, ahora que sí lo había reconocido, se dio cuenta de que a él no le importó lo más mínimo.

Suspiró y dio la espalda a su estudio, para bajar de nuevo al dormitorio. Si sus recuerdos no la engañaban, había guardado los bolsos en el cajón superior del vestidor. Abrió ese cajón y le complació encontrarlos allí: un bolso de muaré, una mochila de piel, una pequeña billetera y un monedero que solía llevar en el bolsillo del abrigo, así como un bolso de noche tachonado de lentejuelas doradas. Oh, había uno más: un bolso cuadrado, de cuero: se abría a uno y otro lado, por una curiosa bisagra: de este se había olvidado por completo. ¿Cuándo lo había comprado? Por lo general, tenía un gusto bastante más conservador. Claro que ¿cómo podía aspirar a dar cuenta de una serie de acciones que se remontaban a dos años atrás, y en especial de las acaecidas en los seis meses anteriores a su ingreso en el sanatorio? Volvió a suspirar y procedió a registrar los bolsos.

Encontró algunas monedas, un lápiz de labios y una polvera, un peine con incrustaciones de brillantes —este último en el bolso de cuero—, dos entradas para el Carnegie Hall con fecha del 23 de enero de 1944, varios pañuelos y unas cuantas horquillas. Pero no dio con la llave, por más que cuando sus dedos palparon una horquilla llegó a creer que por fin la tenía. La alegría le puso el corazón en la garganta, y contuvo la respiración; un momento después, se daba cuenta de su error, de que la llave seguía sin aparecer. Imaginó aquel objeto pequeño y metálico; lo vio rebrillar ante sus propios ojos, tan cerca que pudo incluso contar las muescas, los pequeños dientes del filo: eran cinco en total, uno de ellos más marcado, más aserrado que los demás. Ver la llave con tal claridad le resultó particularmente frustrante, pues era como si la hubiese tenido en sus manos el día anterior, como si la hubiese depositado en algún lugar seguro, como si solo con pensarlo detenidamente, con concentrarse y recordar lo que estaba haciendo en ese instante, pudiera acordarse de dónde la había puesto. En realidad, esto no la llevaba a ninguna parte, ya que no fue el día anterior, ni siquiera la semana anterior cuando tuvo la llave en sus manos por última vez: de eso hacía años. Supo en cambio que cuando la encontrase —pero ¿iba a encontrarla de veras alguna vez?— no tendría el mismo aspecto con que la estaba viendo mentalmente; supo que su recuerdo no sería en modo alguno exacto, y que la llave le parecería por completo diferente. Era igual que buscar un determinado pasaje en un libro, del cual la memoria sostiene que se encontraba sin duda en la parte inferior de una página impar, cerca ya del final del último capítulo, de modo que bastará con hojear todas las páginas impares de ese último capítulo para encontrar lo que estamos buscando. Sin embargo, una vez hojeadas a conciencia todas estas páginas, así como las pares, hace falta repetir todo el proceso capítulo por capítulo —yendo de atrás adelante y de principio a fin— hasta dar finalmente con el fragmento en cuestión. Y produce cierto desagrado encontrarlo de una vez por todas, ya que en realidad no dice lo que habíamos creído recordar, y ni siquiera resulta tan conmovedor como lo recordábamos; de hecho, cuando nos paramos a pensarlo, ¿no es más bien un mero lugar común? Pero lo más turbador, por cuanto pone de manifiesto lo traicionera que es la memoria, lo que nos nubla la vista y nos ata un nudo de cólera ciega en la garganta es la comprobación de que el pasaje que buscábamos es, ni más ni menos, el principio de un capítulo —del segundo capítulo, por ejemplo— y que por tanto está en la parte superior de una de las primeras páginas del volumen.

No era menester seguir buscando. Ya iba avanzada la tarde. La cena no tardaría en estar lista; tal vez, después de todo, no debiera ponerse a trabajar el primer día, recién llegada a casa. Ya tendría tiempo de buscar la llave a la mañana siguiente, y si entretanto sentía verdaderos deseos de tocar, podía echar mano del piano de Basil. Si no encontraba la llave, llamaría de inmediato al cerrajero y le encargaría la fabricación de una nueva. Era así de sencillo.

Salió al vestíbulo en el momento en que tronó por toda la casa un acorde reverberante como un estampido. Sus tímpanos, acostumbrados desde hacía tiempo a la disciplinada quietud del sanatorio, retemblaron al percibir el estruendo. Un estremecimiento se apoderó de ella, la sacudió por completo, como un cetro en manos de un puño gigantesco. Casi antes de que cesara el eco de las cuerdas castigadas, una melodía estridente y sobre todo percusiva brotó atropelladamente, de modo que cada nota montaba sobre sus convecinas, sacudidas por un ritmo primario y fuerte. Basil estaba tocando el piano.

Con resolución, rígida la espalda y tensos los músculos faciales, Ellen bajó las escaleras, dirigiéndose a la fuente de la que brotaba el sonido. Con el fin de controlar el colérico grito de protesta que amenazaba reventar en su garganta, con el fin de sobreponerse al deseo de darse la vuelta en redondo, de huir escaleras arriba y refugiarse en su estudio, cerrar la puerta de golpe y arrojarse en el diván, de taparse los oídos con las palmas de las manos, procuró precisar qué estaba tocando, quién pudiera haberlo escrito, qué tendencia representaba la obra, si la había oído antes o no.

La pieza no era obra de D.: hasta ahí estaba segura. No traslucía ninguno de sus amaneramientos característicos, su amor por las frases largas, sus modulaciones extremas, sus melodías dispuestas en intervalos sucesivos. Tampoco la armonía era tan escueta, tan terca y recortada como para pertenecer a Hindemith. La intención de la pieza le pareció algo satírica —bastaba oír esa reiteración tan banal— y, en ocasiones, se dejaba sentir una cadencia alegre. Parecía haberse propuesto combinar los peores rasgos del jazz y de cierto material folklórico europeo. Sin embargo, la identidad del compositor seguía escapándosele.

Entró en la biblioteca, presa todavía del esfuerzo por no perder los estribos, y vio a su marido en pleno debate con el piano. Su cuerpo brincaba y bailoteaba —le dio la sensación de que lo estuviera sacudiendo un marionetista que tuviese sus miembros dominados mediante diversos hilos invisibles—, y atacaba el teclado con movimientos desmedidos, machacones. Y cuando llegó a un pasaje más lento —era una lenta endecha que recordaba en cierto sentido un blues—, en vez de sosegarse adoptó una actitud de presteza, como un muelle que acaba de vibrar y ahora permanece en calma, a pesar de lo cual no puede decirse que su estatismo sea sinónimo de reposo, pues su perfil y su aspecto contradecían cada frase. Sus manos pulsaban aquellas notas lastimeras tal como prensan la arena las pinzas de un cangrejo; de repente, sus dedos se aquietaban, listos para atacar —encogidos los hombros, ella creyó ver bullir sus músculos bajo la chaqueta—, y al zambullirse en las teclas, como bombarderos de carne que descargasen sus proyectiles sobre una columna de soldados de marfil, volvió a marcar el ritmo presuntuoso de antes, volvió a surgir la melodía de la danza, para terminar con una cadencia de catástrofe que revoloteó por el aire de la biblioteca y la incomodó en grado sumo en el momento mismo en que él se daba la vuelta, inclinaba la cabeza y le dedicaba una sonrisa, tomando nota así de su presencia.

—¿Qué era, Basil? —preguntó—. Lo he oído antes… Estoy segura de haberlo oído muchas veces; hasta tengo el nombre en la punta de la lengua, pero no termino de caer.

Se acercó a ella y le tomó la mano con fuerza, con un toque ciertamente afable, pero con gesto autoritario.

—Es de Shostakovich.

—¡Claro! ¿Cómo habré podido olvidarlo? Es una obra temprana, ¿verdad? Una danza campesina, una polka. ¿De La Edad de Oro?

Basil asintió y sonrió con mayor amplitud. «¡Cuánto adora el interés que me tomo! —pensó Ellen—. Es algo que necesita, ¿no es cierto? ¿Qué haría si no le hicieran caso y no pudiera captar la atención de los demás? O, lo que aún sería peor, ¿qué haría si tuviese que vivir a solas?».

—¿Te has sentido solo, Basil? —le preguntó con timidez.

Él había sacado la pipa del bolsillo, y la introducía en ese momento en la tabaquera. La pregunta de Ellen detuvo el movimiento de sus manos.

—¿Por qué me lo preguntas?

—Oh, no lo sé. Acaba de ocurrírseme.

Ella le miró a los ojos, para ocultar la confusión que le había producido su respuesta. La pregunta con que había contestado fue del tipo de las que solía hacerle el doctor Danzer: directa, inesperada en un principio, y en apariencia incongruente, pero después como una cuña, como si trasluciera un extraño conocimiento que la penetraba.

—Estamos hablando de música —siguió acosándola—, tratando de identificar la pieza que había ejecutado… Y de repente, me preguntas si me he sentido solo. ¿Por qué?

Ella se echó a reír.

—En cuanto me descuide, me propondrás asociaciones de palabras y me preguntarás qué he soñado la pasada noche. De verdad, lo único que pasa es que se me ha ocurrido y te lo he preguntado. Tal vez fuese por la forma de tocar esa parte más tranquila. La has interpretado como si fuese una endecha, cuando se supone que tiene una intención cómica…

Los dedos de Basil reanudaron la labor interrumpida, y terminó de cargar la pipa. Se llevó la boquilla a los labios, con parsimonia, y encendió una cerilla de cocina rascándola contra la gruesa tela de sus pantalones. Ella tuvo la impresión de que no la creía, y no pudo siquiera echarle la culpa. En el pasado, habían sido muy numerosas las ocasiones en que, cuando quiso mentir, cuando toda su persona había insistido en protegerse tras una falsedad, no fue capaz de ponerla en pie.

Podía decirle la verdad: eso era algo que a ella no iba a lastimarla. Pero a él sí le haría daño, y eso carecía de todo sentido; era un hombre inteligente, sensible, que reconocería a la primera la claridad meridiana de su observación, que admitiría ante sí mismo —aunque tal vez lo negase en presencia de ella— su propia debilidad.

—Todavía no has contestado a mi pregunta —comentó ella a la ligera—. ¿Existe tal vez algún motivo por el cual prefieras no contestar?

Se acercó a la mesa y tomó un cigarrillo de la caja de plata, mirándole, con las pestañas entrecerradas, por encima del hombro.

—Pues claro. Claro que sí. Te he echado de menos. Te he echado mucho de menos.

Ella apartó la mirada, se acercó al escritorio y cogió el encendedor de plata maciza, entreteniéndose en el ritual de encender el cigarrillo. Toda vez que él había dicho lo que ella deseaba oírle decir, se sintió avergonzada. Se sintió algo estúpida, y un tanto a la defensiva, cauta. No porque no le creyese: se había sentido solo; sin duda había tenido que sentirse solo. Pero no lo admitió hasta que ella le obligó a hacerlo, y esto encerraba algo que la hizo desear salir de la biblioteca y permanecer a solas un rato.

Por el contrario, Basil se situó a su lado. Observó el escritorio y apoyó la mano sobre la lisa superficie.

—¿Has encontrado la llave?

—No, aún no. ¡Y eso que he buscado en todos los sitios posibles!

—Puedes buscar tú en mi escritorio, si quieres. Me temo que antes me porté de forma un tanto descortés.

—No hace falta, muchas gracias. Si estuviese aquí, seguro que la habrías encontrado.

Él sacudió la cabeza y apartó la mirada de su mujer. Por la actitud que adoptó, la inesperada caída de sus hombros, la cabeza inclinada, ella se dio cuenta de que estaba a punto de pedirle disculpas. Dejó de sentirse avergonzada, y la vergüenza dio paso a una cálida sensación de simpatía. «Me ha mentido —pensó— y ahora lo lamenta».

—Si no querías ponerte a buscar la llave, no hacía falta que me dijeras que no estaba ahí.

Él se dio la vuelta en redondo, de golpe.

—¿Cómo sabes que no la busqué?

Ella le puso la mano sobre el hombro.

—Por tu actitud, por tu manera de inclinar la cabeza.

—Me senté al escritorio con la intención de buscarla —admitió—. Pero me fijé en algo que en ese momento me pareció una errata en la partitura de los contrafagotes. Me puse a estudiarla, y se me olvidó la llave. Cuando viniste a preguntarme si la había buscado no quise decirte que no. Ya sabes que a veces me pongo un poco tozudo.

—Lo sé.

—Podemos buscarla ahora, juntos.

—Ahora mismo —dijo ella. Apoyó la mejilla sobre la áspera tela de su chaqueta, sobre su hombro. Le asió la solapa, sintió su cálido aliento en el cuello—. Ahora mismo la buscamos.

Pero después de registrar todo el escritorio tampoco apareció la llave. A ella no le extrañó; de hecho, lo esperaba. Después de todo, ¿qué más daba? Al otro día encargaría una llave nueva. Basil, una vez despierto su interés, insistió en que seguramente estaba en manos de Suky.

—Debe estar en la casa. Suky ha tenido mucho cuidado con tu instrumento. Le ha quitado el polvo todos los días con el mayor cariño.

Fueron a la cocina cogidos del brazo, e interrogaron al sirviente. Suky los recibió con una reverencia y retrocedió, se mostró más cortés que nunca, pero no tenía la llave. Basil lo interrogó a fondo, y Suky contestó a sus preguntas con todo detalle. Su forma de hablar, precisa, exagerando las consonantes aspiradas, le pareció a Ellen algo ansiosa, demasiado solícita. «Con todo, cuando le pregunté me pareció un tanto hostil —recordó—. ¿O fueron tan solo imaginaciones mías?».

Sin concederle un segundo para pensarlo con detenimiento, Basil se dio la vuelta y salió por las puertas batientes que daban al comedor y al vestíbulo. El comedor, el aparador, el curioso cajoncito del aparador en el que solía guardar esas cosas que se guardan solo porque nadie parece dispuesto a tirarlas… ¿Cómo no se le había ocurrido mirar allí? ¡Bien, Basil! Ahora estaba del todo segura: iba a encontrar la llave.

Pero no fue así. Basil encontró un cortaplumas que creía haber perdido hacía meses, las piezas sueltas de su oboe, un condensador para la radio. De una forma que no supieron explicarse, aquellos objetos, sin relación alguna entre sí, les entristecieron, les recordaron que en otro tiempo habían sido jóvenes. Aunque tampoco los objetos eran viejos, sí que simbolizaban la diferencia entre el entonces y el ahora. «Al menos eso creo —se dijo Ellen—. Pero ¿cómo puedo saber lo que piensa Basil, qué le entristece (caso de que de veras esté triste, pues bien puede ser una falsa impresión, causada por la sombra que le tapa la boca al tener inclinada la cabeza), a menos que se lo pregunte? Y si se lo pregunto, ¿cómo podré saber si me dice la verdad? No es que fuera a mentirme deliberadamente, por malicia o por alguna otra razón puramente egoísta, sino que tal vez prefiera no confesarme una determinada emoción y quizá prefiera guardarla para sí. Claro que ¿cómo puede saberse, dado que es imposible meterse dentro del cráneo de otra persona?».

Una vez más tuvo que suspender sus reflexiones, abandonar ese interrogante, dejar su propia investigación en la estacada. Basil había salido bruscamente del comedor, para llegar hasta el vestíbulo y quedarse mirando fijamente la consola.

—La habrás buscado aquí, ¿no? —le preguntó sin siquiera darse la vuelta.

—Sí —dijo Ellen.

Basil empezó a subir las escaleras.

—Estoy segura de que allí no está —dijo Ellen, y subió las escaleras detrás de él.

Buscaron en el cuarto de Ellen, en los cajones y en los armarios, en un baúl y en unas maletas viejas. Pasaron luego al cuarto de Basil e incluso buscaron en la habitación de los invitados, pero no encontraron nada. Cuando hubieron terminado, tenían las manos polvorientas, les dolían los músculos de tanto agacharse y los ojos de tanto buscar y escudriñar, de tanto esperar encontrarla, tocarla, descubrirla.

Por último, Basil abandonó la búsqueda. Se quedaron a la puerta del estudio de Ellen. Basil soltó una carcajada y la atrajo hacia sí.

—Bueno, Ellen. Pues tenías razón. Habrá que esperar a mañana y encargar una llave nueva. A menos que… —Calló y miró al interior del estudio—. Hay un sitio donde no hemos buscado.

Ella sonrió ante su egotismo.

—Pero yo sí, bobo. Fue el primer sitio donde la busqué. He repasado todos los rincones. ¡Estoy segura de que ahí dentro no puede estar!

Basil le dio una palmadita en la cabeza.

—Da lo mismo, voy a echar un vistazo.

Pasó a su lado y entró en la habitación de paredes rosadas. Ella lo vio acercarse al clavicordio. Ni siquiera miró a su alrededor, sino que fue directamente hacia el instrumento, se detuvo delante de él sin llegar a tocarlo. No se agachó, y emitió un silbido bajo, poco musical. Ella se plantó a su lado.

La llave, exactamente tal como ella la había visualizado, estaba en la cerradura. Extendió la mano y la tocó: era de verdad. La hizo girar, sintió un «clic» en el cierre y, con suavidad, fácilmente levantó la tapa, doblándola sobre sí misma para no rascar la pulida superficie. Los dos teclados, las dos hileras de escalones blancos y negros que llevaban al Parnaso, se hallaban ante sus propios ojos. Se inclinó, pulsó una nota, y oyó un do como si fuera una llamada al orden. Estiró los dedos, suspiró, tocó un terceto mayor, una escala, un par de compases de la zarabanda de Ana Magdalena…

Aunque estaba a su lado, cuando Basil habló le pareció que la voz llegaba desde muy lejos:

—Querida, ha debido de estar ahí en todo momento…

Sus ojos azules la miraban con insistencia; tenía la frente arrugada y la boca parcialmente abierta, a la expectativa. «Dentro de un instante se reirá de mí», pensó Ellen.

En ese momento le odió, y le abofeteó con fuerza en pleno rostro.