Al despertar, su primer pensamiento fue: «Ha llegado el día», y lo repitió una y otra vez, encantada por el eco de las sílabas, por el ascenso y descenso de su cadencia, hasta pronunciarlas incluso en voz alta, acentuándolas con un tono festivo: «Ha llegado el día». Ellen respiró hondo y estiró los brazos hacia el techo verde claro, hasta que le chasquearon las articulaciones y los tendones cedieron un punto. La clara luz de la mañana bañaba la habitación, inmaculada y aséptica, salpicándola de sol, como una batidora salpica de crema las paredes del molde. Ellen rio al pararse a pensar en esa imagen, complacida por su propia ingenuidad. Ciertamente, no había olvidado nada. solo había visto una vez batir la crema para hacer mantequilla —fue durante aquel mes, su primer mes de casada, que pasaron Basil y ella en una granja de Vermont—; solo había visto una vez la crema amarillenta y espesa, aquella mantequilla extraña, blanquecina, que tenía un sabor maravilloso, y la pala de batir, llena de espuma hasta el mango. Ah, ya estaba bien de nuevo, no le cupo la menor duda; de otro modo, jamás se le habría ocurrido pensar en aquello. Y le pareció tan adecuado —el sol sobre las paredes color verde claro parecía, de hecho, la crema batida volviéndose poco a poco mantequilla— que no pudo por menos que sentirse feliz. Lo cierto es que se sintió tan feliz en ese instante como lo había sido a lo largo de aquel mes, aquel mes idílico e increíble, recién casada con Basil. Su estado de ánimo, el sol y la mantequilla, todo era una y la misma cosa, todo era de una sola pieza. Ellen dejó caer los brazos y, con un suspiro exultante de contento, dejó vaciar los pulmones de la enorme bocanada de aire que había contenido, que había guardado celosamente, como si de ese modo pudiera atesorar para siempre la perfección de aquel instante. Y botó y rebotó pese a la dureza de los muelles y el colchón, arrojando a un lado sábana, manta y colcha, para saltar de la cama.
—¡Hoy me voy a casa!
Basil iba a acudir a recogerla. Ella se agarraría a su brazo, con cierta gravedad, tal vez cohibida en exceso, y recorrerían juntos el pasillo. Permanecería a su lado mientras Martha —¿o acaso sería Mary?— les abría la puerta, solo que en esa ocasión no le apretaría el brazo con más fuerza, no se tensarían sus dedos sobre el áspero tweed de su traje. En esa ocasión no tendría que detenerse ante la puerta, no tendría que permanecer unos instantes sola, desamparada, mientras Basil la besaba en la mejilla, en la frente y, con una precaución para ella del todo desconocida hasta entonces, en los labios. No tendría que sonreír, no tendría que hacer un comentario intrascendente, insignificante, animado, dedicado unas veces a Martha —otras veces había sido Mary— mientras él se alejaba a buen paso y traspasaba el umbral para bajar haciendo ruido las escaleras de metal, a prueba de incendios. No tendría que dar la vuelta en redondo y recorrer el pasillo hasta su habitación, una habitación idéntica a todas las demás a pesar de los gruesos visillos, los volúmenes encuadernados con partituras de Bach y Haendel, de Rameau y Couperin, de Haydn y Mozart, ordenados en el anaquel que había pedido y que Basil se encargó de traerle de la ciudad. ¡Hoy no! No, ya nunca más tendría que sentarse junto a la ventana, de espaldas, para no verle alejarse por el camino enlosado, en compañía del doctor Danzer, con el peso muerto de su Bach preferido sobre el regazo, abierto por la primera página del texto, agitándose las negras notas como un enjambre ante sus ojos, arqueados los dedos en una complicada postura al practicar el primer acorde, con todos los sentidos puestos en el ritmo, apoyándose en la nota más alta, percibiendo con absoluta precisión el momento en que debía finalizarlo —que no sea demasiado pronto ni demasiado tarde—, sintiendo una vez más la melodía en los oídos, la lenta dignidad de la zarabanda de Ana Magdalena, delicado ornamento de su melancolía.
—¡Hoy me voy a casa!
Volvió a decirlo en voz alta, riendo entre dientes al tiempo que se cepillaba con gestos vivaces el cabello, hasta dejárselo centelleante. Se vistió con rapidez, con seguridad, sin vacilar a la hora de elegir las prendas que iba a ponerse: eligió de forma irrevocable el traje de chaqueta de un tono verde bosque, los zapatos marrones de suela flexible, el sombrero con una pluma por adorno que a ella no le entusiasmaba, pero que Basil se había tomado la molestia de escoger personalmente para llevárselo, muy orgulloso de su elección. En aquel momento no necesitó decidirse, pues estaba decidida desde varios meses antes, desde que osó por vez primera anticiparse a ese día. Estaba todo elegido, a decir verdad, con la sola excepción del sombrero; ella había decidido ponerse otro, algo más masculino tal vez, pero que le sentaba mejor y que, además, le pareció más indicado para la ocasión. Después Basil le llevó el de la pluma, y ella no iba a dejar de ponérselo, dado que por nada del mundo deseaba herir sus sentimientos. No; en adelante iba a anteponer a todo la felicidad de Basil, que para ella había de ser condición sine qua non, pues él lo merecía. ¿Dónde estaría ella de no haber sido por Basil? ¿Quién había cuidado de ella, quién había hablado y razonado con ella cuando más enferma estuvo? ¿Quién permaneció a su lado en todo momento? Basil. ¿Y quién había acudido a verla todos y cada uno de los días de visita, pese a saber que de nada serviría, viajando desde la ciudad hasta el villorrio en tren, y del villorrio al hospital en un atestado autobús? Basil. Y la última vez —después que a él se lo comunicaran— le llevó aquel sombrero. Un sombrerito tonto, una fruslería con una absurda pluma por adorno, de esos que compran las mujeres cuando están enamoradas y los hombres cuando entran en una tienda, algo avergonzados, y terminan por decir «quisiera un sombrero… para regalar». Y en ambos casos, la confesión suscita las mismas palabras que pronuncia la dependienta: «Oh, a la señora le quedará tan chic…», y luego ese balbuceo, esa misma forma de buscar el monedero o la billetera con cierta vergüenza, el mismo sonrojo al pensar más tarde en la escena, a sabiendas, tanto si se admite como si no, que uno ha metido la pata. En fin, después de todo, ¿qué más daba? ¿Qué podía importar que el día requiriese un sombrero más serio, más sobrio? ¿Acaso no lo había comprado Basil, acaso no valía ese solo hecho más que todos los prejuicios femeninos? Oh, no había más que hablar: se pondría el sombrero y además de mil amores, pues por algo amaba a Basil, aparte de ser el día en que se iba a casa con él. Eso era lo único importante, ese era el hecho maravilloso.
Tras terminar de vestirse, tras hacer la rígida, alta cama del hospital por última vez, miró la hora y vio que eran poco más de las seis. El desayuno no estaría listo hasta las siete y el doctor no la recibiría antes de las ocho. Aun en el caso de que Basil hubiese tomado el tren de la tarde el día anterior, tal como prometió, aunque hubiese pasado la noche en el hotel del villorrio, no podría presentarse en el hospital antes de las nueve. Le quedaban, pues, tres horas, tal vez más, para hacer la maleta, recoger sus ropas, sus libros y partituras, despedirse de Mary y de Martha, agradecerle al doctor Danzer todo cuanto había hecho por ella… Al menos faltaban tres horas para partir. Se le harían muy largas, ahora le parecía que nunca acabarían de pasar. Pero, por otro lado, ¿le bastaría con ese tiempo? ¿Qué son tres horas en comparación con dos años, si sobre esas horas gravitan los años transcurridos, si el tiempo pasado deja sentir su peso en el presente, abrumándolo con el peso del significado que le corresponde? De seis a nueve tendría conciencia plena del paso de cada instante, tal como le pareció, en aquel momento, que había tenido conciencia plena de cada hora pasada de día o de noche en el hospital a lo largo de los dos últimos años que finalizaban en esos momentos. Sin embargo —y miró por la ventana y vio el césped verde, la curva del camino enlosado, los olmos que crecían junto a la alta tapia de piedra, la verja de hierro colado y la garita de ladrillo del vigilante—, llegarían las nueve; aunque el tiempo transcurriese con lentitud, llegaría Basil y ella le cogería del brazo, le dedicaría su mejor sonrisa y entonces, definitiva e irreversiblemente, habrían terminado los años y las horas.
Se acercó al anaquel y acarició los estrechos lomos de sus volúmenes de partituras, encuadernados en piel sobredorada, arqueando los dedos, formando arpegios, apoyaturas y glisandos, sintiendo la firmeza del bucarán, la suavidad de la vitela, sintiendo por última vez una punzada de nostálgico dolor por la dura, pulida veracidad de las teclas, imaginando el sonido metálico, satisfactorio y brillante de una cuerda recién pulsada, oyendo el corazón mismo de la nota, la vibración de un acorde, la cosquilleante precisión de un barrido a lo largo del teclado, de un trino.
Unas cuantas millas montañosas en un autobús repleto de pasajeros, Basil a su lado tomándole la mano, la velocidad de un tren atraído a la ciudad como por un imán, la frustración propia de los arranques y las detenciones de un taxi, Basil muy cerca de ella, encerrado con ella en un reducido espacio, sus oídos molestos, como los de ella, por el tictac del taxímetro, igual que el de un metrónomo, y subiría la escalinata de piedra de su casa, intercambiando reverencias con Suky, el mayordomo —la de él sería una ágil inclinación desde la cintura; la de ella, una mera inclinación de la cabeza, un encogimiento de hombros—, y habría rebasado a Suky, subiendo a todo correr las escaleras de su estudio; haría un alto ante la puerta para fijarse en las paredes rosadas, en la suave iluminación que se derramaría desde el techo, en el largo diván en que solía tenderse al sentir cierto dolor de espalda, el ventanal… Pero ese alto duraría un solo instante antes de dirigirse con plena confianza hacia su instrumento, sentarse en el taburete y pasar suavemente ambas manos sobre la vieja madera de la tapa, levantarla y descubrir las hileras de teclas y bajar la mano con cierta brusquedad. Luego sentiría cómo cedían las superficies marfileñas y cómo volvían a su posición, suavemente, bajo sus dedos, y al pisar el pedal con el pie derecho, oiría el acorde y su expansión tonal y percibiría la aguda pureza del corazón de la nota, rodeada en ese momento por una nube de tonos entreverados, la esencia de la música que solo puede destilarse en un clavicordio. Para entonces ya sería mediodía; a lo sumo mediodía, aunque tal vez incluso antes tuviese la ocasión de volver a tocar. No la obedecerían los dedos. Con este hecho sencillo se había reconciliado, por más que hubiese procurado conservar su flexibilidad durante sus años de alienación, mediante el ejercicio y la práctica silenciosa. Se sabría las partituras —las sabía del derecho y del revés, de tantísimas veces como las había leído—, pero estaba segura de que al principio los dedos trastabillarían, faltos de coordinación, por culpa de su actitud tensa, de la inconsistencia del ritmo. Pero al menos volvería a hallarse frente al teclado, volvería a pulsar aquellas notas resonantes cuando lo deseara, esbozaría una melodía, improvisaría una ornamentación, y con los días que la esperaban, en un futuro, llegarían las largas mañanas, las tardes ante el instrumento, y sus dedos trabajarían poco a poco las teclas, recobrarían la facilidad, el don, aprenderían a traducir en música real aquellos sonidos ideales que ella oía mentalmente. Llegaría, tendría que llegar…, todo volvería a ser suyo. Y pensando en esto, comenzó a tomar los volúmenes del anaquel, de uno en uno, de dos en dos, y a llevarlos a la maleta abierta sobre la cama, colocándolos cuidadosamente, yendo de acá para allá, veloz, tranquila, feliz.
Cuando hubo guardado todos sus libros y partituras y hubo cerrado la maleta grande, después de arrastrar el peso con dificultad y haberla depositado en el suelo, colocó sus otras dos maletas, más pequeñas, sobre las dos sillas de la habitación, y se dirigió al armario a recoger sus ropas. Dos viejos saltos de cama, unos cuantos vestidos, varios pares de zapatos gruesos y unos zapatos bajos, de charol, que solamente se había puesto una vez, un día poco después de llegar al sanatorio. Resbaló y se cayó por culpa de aquellos zapatos. Se los retiraron y permanecieron varios meses bajo custodia junto con sus tijeras de manicura, su reloj, su pluma estilográfica, su laca de uñas: todos los pequeños objetos a los que estaba acostumbrada, de los que en cierto modo dependía. «Seguramente no va a necesitarlos, ¿verdad?», le dijeron. Pero, evidentemente, los había echado en falta, los había necesitado; más aún: los había deseado, pese a saber que todas sus protestas hubieran sido vanas, que en el sanatorio existía una rutina, un método. Hasta el propio Basil dijo que allí sabían lo que hacían. Aparte de estos zapatos y de los vestidos, en el armario guardaba su abrigo, el que se puso por vez primera durante aquel invierno para dar largos paseos en compañía de Martha y de Mary.
También estaban los demás sombreros. Lo cogió todo en tres o cuatro montones y lo arrojó en ambas maletas, alisando y doblando la ropa con apresurados movimientos, con diestras palmadas, de forma mucho más descuidada que sus libros y partituras, pues por algo sabía que aquella ropa no volvería a ponérsela salvo para andar por casa, pues la moda habría cambiado tanto que sin duda le harían falta muchísimas prendas nuevas.
Vació el cajón del reluciente armario blanco, metálico, en el cual había guardado sus medias, su ropa interior y otras cosillas, y lo embutió todo en una bolsa, sin pararse a mirarlo, para cerrarla con presteza y decisión. De pie en el centro de su habitación, miró a su alrededor para ver qué olvidaba, qué quedaba allí de todo lo que le había pertenecido, y examinar si deseaba conservar algo, por más que no eran muchas sus pertenencias. La radio se la había regalado a Mary algunos meses antes, pues las únicas emisoras que conseguía sintonizar daban programas insufribles: seriales, jazz, anuncios, noticias. Sin embargo, en cierto momento le hubiera ido de perlas: durante aquellos días en que empezó a mejorar, aquellos días en que se le permitió volver a ver a Basil, cuando él le llevó el aparato con su llamativo dial y su brillante barniz; días en que oír una voz en la habitación le había devuelto la confianza, una voz perteneciente a un desconocido, con una falsa calidez y afabilidad sin duda extrañas a ella, pero indudablemente humana, aunque perteneciera a alguien a quien no conocía, alguien que no sentía la menor preocupación por ella, alguien que en modo alguno podía tener un plan para ella. Las estampas que había pedido a Martha que recortara de algunas revistas y pegase a la pared —un dibujo de Picasso, una cuatricromía de una de las muchachas de cabellos dorados que pintara Renoir, un severo diagrama de Mondrian y el plano de una máquina voladora de Leonardo— las había arrancado y las había hecho trizas la noche anterior, a sabiendas de que ningún paciente, ninguna enfermera desearía quedárselas… Habían tenido por único propósito recordarle el orden existente en el mundo, el orden que por fuerza ella debía emular, y su función había dejado de ser necesaria, ya que pronto volvería a su casa, donde se vería rodeada por los cuadros que Basil y ella habían adquirido juntos, de modo que aquellos sustitutos estarían mucho mejor en la papelera. No quedaba, pues, otra cosa que las cortinas, y dudó si quitarlas o no, ya que dejaría la habitación desnuda, con lo que resaltaría su esterilidad hasta lo más obvio, y subrayaría todas aquellas restricciones. Pese a saber que no debiera, que lo que ocurriese allí después de su partida no era de su incumbencia, no pudo evitar pensar en el siguiente inquilino; no pudo evitar proyectar sobre semejante persona la desesperación, la soledad, el temor que había sentido al entrar por primera vez en aquella habitación, al ver aquellas paredes verdes, aquella cama alta, la ventana enrejada, pues en aquel momento supo que era una caja cerrada, una celda, una tumba donde iba a ser enterrada en vida. Recordó las noches que había yacido en cama, despierta, contemplando la luna, cuya luminosidad esparcía en infinidad de fragmentos el entrecruzado de la reja, y cómo aquella luminosidad se arrastraba por el suelo, trepaba por las paredes, por la cama, amenazándola. Y recordó las afiladas aristas del sol hecho añicos que le acuchillaban los ojos como si fueran dagas en los días de luz más intensa. Y se acercó a la otra silla, se inclinó sobre la segunda maleta y la cerró de golpe, afianzó los cierres e hizo girar la llave en la cerradura tras haber decidido que dejaría las cortinas puestas, pues al fin y al cabo pertenecían a aquellas ventanas.
Pocos minutos después, entró Mary con el desayuno, un desayuno familiar que había podido probar en infinidad de ocasiones: zumo de naranja, frío pero con sabor a lata; un plato de harina de avena espesa, caliente, gelatinosa; dos tajadas de pan integral de trigo y un poco de mantequilla; café con una jarrita de crema y un terrón de azúcar que jamás había utilizado, pero que seguía encontrando a diario en el platillo. El rostro de Mary le pareció tan relamido y tan pulcro como siempre (Ellen había llegado a imaginar que después de lavarse era probable que se lo restregara con una toalla hasta sacarle brillo). Sus cabellos, de un color gris hierro, recios como alambres, bullían bajo la cofia, saliéndosele aquí y allá, como siempre. Sin embargo, aquella mañana a Ellen le pareció que la sonrisa de la enfermera era menos automática que de costumbre, que los rápidos gestos de sus manos manifestaban cierto nerviosismo, tal vez achacable al entusiasmo; es decir, que Mary, como ella, se alegraba de que Basil fuera a recogerla, de que volviese a casa.
—El doctor Danzer se retrasará un poco esta mañana, señora Purcell —anunció Mary—. ¿Dónde —añadió, sin pausa— quiere que deje la bandeja?
Ellen atravesó la habitación, asintiendo, para tomar el vaso de zumo de naranja antes que la enfermera depositara la bandeja sobre la mesa, y engulló de un sorbo el frío líquido, para ahorrarse aquel regusto que no le agradaba lo más mínimo.
—Hoy vuelvo a casa, Mary.
Lo dijo a sabiendas de que era superfluo, pero la movía el deseo de oír el dulce son de aquellas palabras, como si hubiese tenido ganas de tararear una melodía de Mozart por el solo hecho de que oírla la contentaba.
La enfermera asintió con gesto vivaz, pero se le marcaron las arrugas que tenía alrededor de los ojos, y Ellen alcanzó a darse cuenta de que estaba relajada, de que al menos en aquella ocasión Mary se presentaba ante ella si no como una amiga sí, al menos, como una persona neutral.
—Vamos a echarla de menos, señora Purcell —comentó, con una sonrisa sincera—. Por algo es usted nuestra paciente favorita, ya lo sabe.
Ellen probó la harina de avena y bajó la mirada hacia la bandeja para evitar que la enfermera se percatase de lo mucho que le agradaba lo que acababa de oír.
—¿De veras? —No es que lo dudase; su pregunta era una reacción infantil para ganarse otro piropo—. Vaya, no lo sabía en absoluto.
—Pues eso es lo que dice el doctor Danzer.
Ellen dejó caer ruidosamente la cuchara sobre la bandeja y se dio la vuelta en redondo, para ver quién acababa de hablar. Era Martha, que estaba en el umbral. También sonreía; claro que Martha siempre estaba sonriendo.
Las dos enfermeras encarnaban dos tipos muy distintos: Martha era alta, joven, rubia y tenía una cara adorable, que se maquillaba con sumo cuidado, graciosos movimientos y largas extremidades que uno espera más de una modelo o una actriz que de una enfermera. Mary, baja y robusta, pero de carnes firmes, era mayor que Martha aunque sin llegar a vieja, de gestos rápidos y más bien mecánicos, reposada y siempre vigilante. Con todo, en ellas las diferencias no eran lo que más llamaba la atención, sino precisamente los parecidos. Daban la sensación de estar siempre presentes, siempre alerta, siempre cautas. Ellen, aun sin verlas, sabía que acechaban por alguna parte. Al estar con alguien, fuera quien fuese, no le quitaban el ojo de encima, sin importarles qué otra cosa estuvieran haciendo, sin aflojar en ningún momento su estrecha vigilancia. En cierta ocasión, a Ellen llegó a dolerle tan intensa vigilancia, y se lamentó, aunque en silencio. Se había sentido aislada del resto de la humanidad, como sin duda les sucede a los prisioneros. Incluso aquella misma mañana, pese a saber que ninguna de las dos tenía ya motivos para mirarla más que de forma amistosa, escrutó sus rostros en busca de alguna señal que delatara su cautela, y sintió cierto alivio al comprobar que ya habían depuesto esa actitud, si bien se mantuvo ojo avizor, como si en el fondo esperase que su particular forma de mantenerse alerta volviera a manifestarse de un momento a otro.
Martha había entrado en la habitación, acercándose a la mesa. «Con que solo me diera la espalda —pensó Ellen—, sabría con toda seguridad que lo que acaba de decir lo ha dicho en serio». Volvió a mirar el plato, tomó la cuchara, y esta vez sí se llevó una cucharada de harina de avena a la boca, tragando sin pausa el mejunje pegajoso. Martha seguía hablando con voz agradable, despreocupada.
—Sí, el doctor Danzer nos decía el otro día que usted es un «triunfo». Aseguraba que jamás había tenido una paciente que respondiera al tratamiento tan bien como usted…, que haya efectuado un «reajuste» tan completo…
La segunda enfermera tenía una forma de hablar tan enfática que a Ellen a veces le resultaba molesta. Acentuaba las palabras no por la posición que ocuparan en la frase o en el conjunto de frases, como le gustaba hacer a la propia Ellen, sino con objeto de subrayar su significado. Martha hablaba como se habla a los niños. A pesar de que no repitiera todo lo que decía, el efecto de sus palabras era el más parecido a una repetición hecha adrede. Y tras ese énfasis, Ellen entreveía la altisonancia de la autoridad, el retintín de una voz de mando.
Apartó la vista del desayuno para mirarlas a las dos, la alta y la baja, que seguían a su lado.
—Es muy amable de su parte. Pero me pregunto cómo es posible que haya quien no mejore con tantísimos cuidados.
Era algo que había pensado con todo detenimiento, hasta llegar a la conclusión de que era precisamente lo que debía decir: una afirmación que ponía de relieve equilibrio, ecuanimidad y confianza, aquellas cualidades de las que había carecido. Sin embargo, de una manera más sutil si cabe, era también una mentira, una falsedad que a ella se le antojaba preocupante. Mary y Martha le gustaban; jamás se habían portado de modo descortés, pero no era menos cierto que se alegraba de no volver a verlas en el futuro, de que sus personalidades y su actitud vigilante formasen parte de la vida de la que iba a escapar, como también formaba parte de esa vida el enrejado de la ventana.
—Pues algunos no… —empezó Mary, y calló lo que fuera a decir.
Y, tal como en un equipo un miembro ayuda a otro a recuperarse de una torpeza, Martha aprovechó el silencio subsiguiente:
—El doctor Danzer nos ha dicho que va a reanudar su actividad musical…, que va a ofrecer un concierto dentro de poco. ¿Nos enviará entradas para su primer recital?
—Desde luego que sí… Lo prometo —dijo Ellen, tomando varias cucharadas seguidas de harina de avena—. Para el primer concierto que dé. Pero les advierto que es probable que no les agrade… Estoy un poco en baja forma. Me temo que he perdido el secreto de la digitación.
Y al hablar, pensaba qué habría querido decir Mary con lo de que «algunos no…». ¿Que algunos no se recuperan jamás? Claro que tal cosa era una verdad como un puño, y que ella lo sabía. ¿O acaso la mayor de las dos enfermeras habría querido decir, y no lo habría hecho por cuestión de tacto, que algunos parecen recobrarse pero tienen recaídas, que algunos no se mantienen reajustados, que regresan los viejos temores y con ellos la vieja enfermedad?
Ellen tomó la palabra impulsivamente, con falsa valentía, más para ponerse a prueba, para probar su fuerza de voluntad, que por pura necesidad interior:
—Martha, antes de irme… —Hizo una pausa y rio, de modo que aquello pasara por un chiste— me gustaría que me hiciese un favor. Quisiera que se diese la vuelta, que las dos se dieran la vuelta, ¡y que me vuelvan la espalda durante más de un minuto!
Martha sonrió y no dijo nada. Mary ni siquiera sonrió. Las dos la observaron en silencio, aunque por poco tiempo, que a ella se le hizo larguísimo, mientras se llevaba a la boca otra cucharada. Bajó la vista, creyendo que las dos enfermeras querrían mirarse, calibrar la una los pensamientos de la otra para comprobar si a las dos les parecía acertado acceder a aquella petición. Pero tan pronto hubo bajado la mirada se obligó a levantarla. Si ambas enfermeras se habían mirado, solo habían podido mirarse de reojo durante un brevísimo instante. Pero Ellen sintió que lo habían conseguido, ya que Martha volvía a sonreír abiertamente. Claro que, a decir verdad, Martha siempre esbozaba una sonrisa.
—Claro, si de veras le apetece —dijo Mary—. Pero no veo por qué.
Sin embargo, tras mostrarse dispuesta a darse la vuelta no lo hizo, ni tampoco Martha. Las dos permanecieron observándola, esperando una explicación, sonrientes. Y Ellen se dio cuenta de que una vez más tendría que dar explicaciones.
—Ya sé que puede parecer un poco tonto por mi parte —reconoció—, pero después de todo el tiempo que he estado aquí he podido darme cuenta de que cada vez que una de las dos entra en esta habitación jamás me da la espalda. También sé a qué se debe, y no creo que deba echarles la culpa. En fin —abrió las manos, arqueó los dedos, los extendió hasta cubrir una octava en la escala, a sabiendas de que esos gestos traicionaban su nerviosismo, pero incapaz de dominarlos—, lo que quiero decir es que, ahora que me marcho a casa, me sentiría mucho mejor si las dos me volvieran la espalda durante unos instantes.
Alzó la vista al terminar de hablar, y esta vez sí las vio intercambiar una mirada. Martha rio y se quedó con su perenne sonrisa en la cara.
—Bueno, a mí la verdad es que me parece una tontería, pero si insiste…
E hizo ademán de darse la vuelta, aunque titubeó.
—Pues claro, si de veras lo quiere —dijo Mary.
Empezó a volverse, pero no terminó. Ellen se dio cuenta de que su petición tenía algo de exceso extravagante, y que el mero hecho de haberla formulado había quebrado su talante amistoso: en ese momento, por más que las dos supieran que no estaban obligadas, volvían a pensar en Ellen tal como pensaban en los demás pacientes, y regresó a las dos su actitud alerta, no de súbito, sino poco a poco.
Por eso Ellen volvió a reír, más nerviosamente que antes.
—No, no se den la vuelta. No hace falta. Ha sido una tontería por mi parte. ¡Qué idea tan absurda! No, no hace falta.
—Pero sí podemos, si de veras desea que nos demos la vuelta… —dijo Martha.
—Se hace tarde —apremió Mary tras dedicarle una larga mirada—. Tenemos que repartir los restantes desayunos.
Y Ellen volvió a reír, viéndolas salir de la habitación, y no probó ya la papilla de avena.
Tras beber el café le apeteció fumar un cigarrillo, así que buscó en el paquete de su bolso, extrajo uno y se lo llevó a la boca, sin darse cuenta de que no tenía cerillas. A ninguno de los pacientes se le permitía disponer de ellas, ni siquiera el mismo día de su vuelta a casa. Podría llamar a la enfermera con solo pulsar el timbre: llegaría puntual, le daría fuego y permanecería a su lado hasta ver el cigarrillo perfectamente apagado, y esto era algo que en modo alguno podía apetecerle. Se acercó a la ventana y se plantó ante ella, a un par de pasos, para mirar por entre el enrejado, hacia el césped, hacia la curva del sendero, la cancela y los olmos. El cielo que alcanzaba a ver era de un azul profundo y claro, el azul típico del verano. Las hojas de los olmos se habían tornado oscuras bajo el calor del sol, y la hierba, aunque bien cortada, la estropeaban algunas manchas peladas, ocres: julio aún no había acabado, pero la estación había sembrado las semillas de su propia destrucción. El calor del día ya rezumaba, empapando la habitación. Se sintió algo sonrojada, y al pasarse la mano por la frente se la notó humedecida. Se acercó al lavabo y mojó una toalla, para llevársela después, bien fresca, a la cara. Se puso un poco de maquillaje en las mejillas y algo de carmín en los labios, de una barra nueva, acercándose mucho al espejo. Vio que su cabello conservaba un aspecto aceptable, que sus ojos tenían el mismo azul transparente, que eran pocas las arrugas de su rostro. Tenía los labios bien dibujados y el mentón adelantado, el cuello no era largo en exceso, y la piel parecía suave. «Pero ¿qué puedo yo decir de mi aspecto? —se preguntó—. Caso de haber cambios, estos acaecen de un día para otro, de modo que me acostumbro, y por más que con los meses y con los años madure mi rostro, se torne áspero, se burle de su juventud, los pequeños progresos que a diario hace la edad son algo que no alcanzo a ver jamás, algo que nunca alcanzo a comprender». Pensando en esto recogió sus objetos de tocador, se los llevó a uno de los maletines, volvió a abrirlo, los guardó y lo cerró de golpe. Nada más hacerlo tuvo más constancia que nunca de que ya eran las siete y media, de que la enfermera le había dicho que el doctor se retrasaría, de que incluso si Basil llegaba temprano no le dejarían pasar a recogerla hasta haberse entrevistado con el doctor y haber firmado el alta; de que, en fin, pasaría más de una hora antes de que pudiera marcharse.
Había guardado los libros y también la música… No le quedaba ni siquiera un periódico que leer para pasar el rato. Si permaneciera sentada mano sobre mano, sin hacer nada, comenzaría a recordar todos los incidentes de su convalecencia, y el recuerdo se apoderaría de ella con toda morosidad. En ello, por más que su sensación de felicidad no la hubiese abandonado, sentía la inminencia del peligro. Por descontado, podía abrir la maleta y sacar un libro; de hecho, era lo más sensato que podía hacer. Claro que la tarea de cerrar las maletas había supuesto un momento importante por su significado, pues marcaba el final de su vida en aquella habitación; ni siquiera le había complacido tener que abrir uno de los maletines para guardar los cosméticos. No, no quería leer. En cambio, decidió qué quería hacer: pasaría a visitar a Ella, a despedirse.
Llegó hasta la puerta y puso la mano sobre el pomo, lo hizo girar —tal vez esperaba encontrarse con que no giraría del todo, por más que supiera que hacía ya varios meses que no la encerraban—, oyó un suave clic y abrió de par en par la pesada puerta. Tras salir al corredor, la dejó abierta y accionó el pasador que impediría cerrarla por accidente: era una de las reglas del sanatorio. Se adentró por el corredor, avanzando por entre las verdes paredes y sin hacer ruido sobre el suelo de linóleo, hasta llegar a la habitación de Ella. La puerta estaba también abierta, así que entró sin molestarse en llamar.
Encontró a Ella sentada en una silla junto a la ventana, la cara vuelta hacia el sol, su cuerpo grandón en una postura abandonada, como desmoronado, mientras un celador le daba a la boca el desayuno. Ellen hizo un alto en el umbral, esperó a que el celador le hiciera una seña con la cabeza, indicándole que entrase, y luego caminó hacia la ventana, hacia aquella mujer enorme y avejentada. Ella ejercía sobre su imaginación una fascinación evidente, una atracción que no podría explicarse por completo acudiendo a la similitud de sus nombres, tal como en cierta ocasión había intentado explicarle al doctor Danzer, aunque ella misma reconocía que parte de su compulsión tenía origen en esa similitud. El invierno anterior, cuando fue ingresada Ella en el sanatorio, había oído que las enfermeras y los celadores conversaban acerca de una tal «Ella», acerca de sus intervalos de violencia incontenible, de su estado de avanzada demencia. Y las primeras veces que oyó pronunciar aquel nombre creyó entender que hacían referencia a ella misma, creyó que decían «Ellen», y se aterrorizó. Durante varios días ocultó sus temores al doctor Danzer, por más que este descubriera los efectos del terror en su paciente, de modo que se dedicó con ahínco a proponerle asociaciones de palabras, al tiempo que se tomaba un renovado interés por sus sueños… Ahora, Ellen ya podía reírse de aquel pánico que la atenazó, si bien entonces llegó a creer que los síntomas de Ella, de los cuales había oído hablar, eran los suyos propios: creyó que estaba pasando por episodios de violencia para olvidarlos después por completo. Por último, participó sus temores al doctor Danzer, el cual, a fin de aquietarlos, la llevó a ver a Ella, según dijo, «para que entienda usted que cuando decimos “Ella” no hacemos referencia a “Ellen”».
Al cruzar la habitación recordó aquella primera vez que pudo ver a Ella: su cuerpo enorme, colapsado sobre la cama, bajo un alud de mantas, el retorcerse y rechinar de aquel cuerpo grande como una montaña, la respiración pesada y el rostro sorprendentemente plácido que coronaba semejante desorden, las mejillas de un tono gris, abultadas, los labios anchos, gruesos, los ojos abiertos de par en par, grises y acuosos, como si no quisiera perder detalle. Su primera reacción había sido la repugnancia, seguida del alivio y, por último, la compasión. El doctor Danzer le refirió en parte la historia de Ella: le contó que había sido una mujer dedicada a los negocios, en los que consiguió un notable éxito, que tuvo muchísimos amigos y que era jovial y amable; le contó cómo el alcohol había sido en principio un placer, después una pasión y por último una manía. Se sometió a diversas «curas» en instituciones de dudosa reputación, pero la última vez que se corrió una juerga fue mucho peor, con diferencia, que todas las anteriores, pues se presentaron complicaciones: una degeneración cerebral. «Nunca se había sometido a la terapia de Wassermann —dijo el doctor— hasta que un amigo suyo nos la trajo aquí. Ahora está bajo tratamiento. Tal vez logremos poner freno al avance de la enfermedad, pero no podemos albergar la más remota esperanza de recuperar todo lo que ha sido destruido».
Visitar la habitación de Ella varias veces por semana terminó por convertirse en una costumbre: se sentaba a su lado, en la cama o en la silla junto a la ventana, con el solo objeto de contemplar su plácido rostro. Rara vez se ponía violenta, y pasaba la mayor parte del día junto a la ventana. Por qué le gustaba tanto a Ella mirar por la ventana era algo que a Ellen se le escapaba, aunque se había percatado de que los ojos de la anciana perseguían el sol, y solo los días más soleados cambiaba algo su expresión facial, hasta el punto de que algo en cierto modo parecido a una sonrisa animaba sus rasgos deshabitados. Aquella mujer grandona rara vez emitía un sonido, salvo alguna queja, un gemido; ni siquiera un intento de encadenar las palabras. Su rostro encerraba para Ellen tantos misterios como el mar. Estaba convencida de que su placidez de máscara no era sino la superficie más visible de un universo profundo donde, a muy diversos niveles, reinaba el desorden. Sentarse a observar aquellos planos y curvas inmóviles, volver a su habitación y escrutar el espejo, inspeccionar su propia sensibilidad tal como afloraba en sus carnes firmes, en su semblante tornadizo, era lo mismo que recobrar la fe en su propia inteligencia. Por eso iba a la habitación de Ella siempre que dudaba de sí misma, siempre que tenía miedo.
Ella estaba comiendo; mejor dicho, la estaban alimentando, y Ellen supo que su sola presencia era una molestia para el celador. Claro que este había asentido, de modo que se llegó hasta la ventana y se dedicó a observar alternativamente a la corpulenta enferma, al delgado joven vestido de blanco que le daba cucharada tras cucharada, o las manos carnosas, descomunales, asidas con fuerza al brazo de la silla, de pronto relajadas, de nuevo tensas, relajadas de nuevo, tal como aprieta y afloja el puño un niño al mamar del pecho de la madre. Sin embargo, esa era la única similitud de Ella con un niño; su placidez parecía más bien la marca visible de una madurez sobrehumana, la expresión de una paz propia de una diosa. De hecho, sus rasgos no diferían demasiado de los de un Buda: aunque nunca se sentase con las piernas cruzadas, su cuerpo era lo bastante voluminoso y poseía el misterio preciso. Cuando estaba en calma, era como si estuviese petrificada, pues su único movimiento consistía en una oscilación de la cabeza, a medida que sus ojos ausentes seguían el sol. Este movimiento, sin embargo, era más una invasión, como el alargarse de la sombra del gnomon en un reloj de sol, como la lenta progresión de la manecilla de un reloj al pasar de un número al siguiente. «Dicen que Ella ya no percibe la realidad —pensó—, pero, en ese caso, ¿por qué sigue el sol con los ojos? ¿No indica acaso esa compulsión una percepción del paso del tiempo, un conocimiento de la destrucción continua y gradual de la vida misma? ¿No es posible que siga siendo inteligente, por más que haya perdido la capacidad de hablar, junto con el control de la mayoría de sus músculos, de todos, salvo los de la cabeza y los ojos? De ser así, mantener erguida la cabeza y buscar con la mirada el sol no es sino su forma de hacernos saber su determinación de seguir viva. Y podría darse el caso de que sus frases violentas fueran un gran espasmo producido por la exasperación, por la desesperación; una afirmación desbocada de su anhelo. De resultar eso cierto, su imbecilidad es para ella una tragedia, como lo es para nosotros».
Cuando el celador hubo terminado de darle el desayuno a su paciente, le limpió la boca con una ternura brusca, masculina, recogió la bandeja y ofreció su silla a Ellen. Tomó asiento de espaldas a la ventana y miró más de cerca el rostro ido de la mujer, tratando de imaginarlo tal como había sido cuando era una persona de éxito, cuando tenía infinidad de amigos. Siempre debió de tener grande la cara, eso era evidente; resultaba fácil deducirlo de la forma del cráneo y de la estructura de los huesos. Y sentía cierta inclinación a pensar que siempre había tenido algo al menos de la máscara en que se había convertido ahora. No en la misma medida, pues seguro que presentaba mayor variedad: sin duda hubo una máscara alegre, una máscara seria y, tal vez, una máscara enfurruñada. Pero Ellen tenía la práctica seguridad de que su casi homónima jamás manifestaba sus emociones; fue en exceso una actriz, una perfecta vendedora… ¿No se había mostrado acaso jovial, no había tenido infinidad de amigos? Así pues, lo que veía al mirarla en aquella situación no era tanto la desintegración de su persona, sino un aumento, una intensificación. Su conflicto había estado siempre en su interior, y a ello achacaba el doctor Danzer el origen de su crisis, y no al alcohol: ese conflicto estaba hoy tan oculto como siempre, y precisamente ese conflicto, según intuía Ellen, era el meollo de su personalidad. ¿Cómo sería posible sondear aquellas plácidas honduras y encontrarlo? ¿Dónde estaría la clave, la llave que diera entrada a su secreto, la cuña mediante la cual sería posible forzarlo? Ellen tuvo la impresión de saberlo, de que era algo que saltaba a la vista; era la única excentricidad, el único vestigio de su carácter: los ojos de la mujer y su hábito de seguir el sol con la mirada. «He aquí una persona —pensó— que ha descubierto el secreto del tiempo, una persona a la cual el tiempo ya no le produce el menor terror, una persona que, posiblemente, ha terminado por ser una y la misma con su genio destructor».
Pensando en esto, miró la hora y vio que pasaban ya de las ocho. Se puso en pie para marcharse, pues no quería estar fuera de su habitación cuando el doctor pasara a visitarla, pero volvió a mirar a Ella, taciturna y misteriosa. Sabiendo a ciencia cierta que de alguna manera Ella le había dado fuerza, que Ella había construido su esperanza —recordaría con agrado a aquella plácida mujer que tan violenta podía llegar a mostrarse—, salió y se dirigió a su habitación. Allí estaba el doctor Danzer, esperándola.
Estaba frente a la ventana, posada la mano sobre una de las cortinas, el cuerpo medio vuelto hacia la entrada, los ojos pensativos y puestos sobre ella. Era un hombre bajo, lento, amable. Al entrar ella en la habitación y acercársele, sintió la misma sorpresa que había experimentado tantísimas veces al verlo: volvió a sorprenderle, por inesperada, su escasa estatura y su liviana complexión, la pequeñez de sus manos, la aparente inmadurez de sus rasgos. Tras las gafas de concha, sus ojos oscuros tenían la intensidad, la capacidad de sentir dolor que uno espera en un adolescente. Su boca denotaba la capacidad de impresionarse, sus labios eran como una conjetura, como si todo lo que fuera a decir no pasara de mera tentativa, como si no tuviera respecto de sí más certidumbre que la que le inspiraban los demás. Pero tan pronto tomaba la palabra, desaparecía toda vaguedad, toda indecisión. Sus palabras existían por derecho propio; las pronunciaba con toda deliberación y exactitud, aunque con calma, dando a entender la lógica que le había llevado a escogerlas, la intuición que subyacía al saber. Ellen siempre se sintió segura con aquel hombre y le agradaba tanto por sí mismo como por esa seguridad que le infundía. En aquel momento todavía le agradó más, y a punto estuvo de prorrumpir en una exclamación de júbilo cuando él dijo las palabras, sus palabras, las que tanto significado tenían para ella. Cómo supo que debía decirlas era lo de menos; lo importante era que las dijo, con lentitud y precisión, entregándoselas como si fuera el símbolo de su libertad:
—Bueno, Ellen: hoy es el día.
Ella tomó asiento a su lado y le miró, sin atreverse a decir nada. Se sintió cerca de él, como uno se siente cerca de un amigo. Había muchas cosas que había deseado decir, que tenía planeado decir en aquel momento… Quiso hacerle saber cuánto resentimiento le inspiró al principio, cuánto le odió, cómo luchó con todo su ser contra él; cómo empezó poco a poco a ansiar sus visitas, cómo aprendió de él a divertirse con los trucos y embustes que una parte de ella imponía al resto de su persona y al doctor; cómo se acostumbró a poner a prueba todos sus motivos, todas las razones que la llevaban a actuar de tal o cual manera, y a cuestionar hasta los más remotos impulsos, a observarse tal como se observa a un personaje de una obra teatral, críticamente, analíticamente. Pero había llegado la hora de la verdad y él tomó la palabra en primer lugar, empleando milagrosamente las mismas palabras de Ellen, y había expresado sus propios sentimientos, de modo que a ella no le quedó nada que decir.
De todos modos, no se sintió desorientada. Él se metió la mano en el bolsillo y dio la espalda a la ventana, de manera que la miró directamente.
—¿Ha dormido bien? —preguntó.
Una vez formulada la pregunta, e iniciado así el conocido ritual, ella pudo contestarle también directamente:
—He dormido muy bien, aunque tardé mucho en conciliar el sueño. Estaba demasiado excitada, demasiado ansiosa porque llegara la mañana, pero la verdad es que me dormí.
—¿Ha tenido sueños?
Había sacado un cuaderno de notas y el lápiz, del cual se había desprendido parte de la pintura dorada.
—No, no he tenido sueños en toda la noche.
—Oh, uno siempre sueña. Intente recordar. Estoy seguro de que puede acordarse.
Así que hizo el esfuerzo de recordar. Y, ciertamente, algo le vino a las mientes. Se le apareció como de costumbre, visualmente al principio, algo que se escabullía, que desaparecía como si se deslizara, algo que llegó a percibir, aunque sin reconocer; algo que le resultaba turbador por el mero hecho de serle evasivo. Sin embargo, no lo dejó escapar, se negó en redondo a dejarlo desvanecerse, se aferró a ello interrogándose al mismo tiempo: ¿Era algo oscuro? ¿Era grande? ¿Era acaso alguien? ¿Hombre o mujer? ¿Y qué estaba haciendo? A medida que se interrogaba, la imagen no llegó a desaparecer, aunque tampoco logró reconocerla, si bien al tiempo fue expresándose mediante palabras, sílabas, a veces frases enteras, tal como se formaba en su interior una melodía, ganando poco a poco en resonancia, y estaba ya dispuesta a procurar identificarlo, desmembrarlo en varios intervalos, en frases musicales…
—¿Qué ha soñado?
—Soñé… soñé… —En ese momento estaba ya segura de sí misma, y a punto de decirlo—. Soñé que estaba tocando. No sé qué tocaba… Un instrumento grande y voluminoso. Se alejaba de mí continuamente. Arqueaba los dedos, los clavaba, trataba de aferrarlo e impedir que se alejara…, pero la melodía no terminaba de cuajar. Mentalmente sí oía la melodía. Era extraño: la veía bailar ante mis propios ojos. No sé cómo podría expresarlo. Lo que veía no eran notas musicales, en absoluto, sino más bien una especie de fluir, una especie de río de sonido que serpenteaba iluminado por el sol. Ya sé que esto que digo no parece coherente, pero en mi sueño me pareció lo más natural. Seguí tocando, o intentando al menos interpretar esa melodía. Y el instrumento —era un instrumento grande, aunque no tanto como un piano— seguía alejándose de mí. Por eso no podía tocar la melodía, por más que lo intentase. ¡No podía…!
—¿Cómo se llamaba ese instrumento?
—Clavicordio —contestó, sin sorprenderse de haberlo sabido en todo momento, ya que eso le había ocurrido otras veces—. Ahora lo recuerdo: era un instrumento muy peculiar, extraño, aunque a mí me gustaba precisamente por eso. ¡Y esa, digo yo, debe de ser la razón por la cual tan difícil era tocar la melodía! El clavicordio, ya ve usted, solo tenía un… solo un…
Calló, le miró de frente y se echó a reír.
—¿Bloqueada? —preguntó.
—Sí. Y no sé por qué. Lo tenía en la punta de la lengua.
—Probemos con un juego de palabras. Ya sabe usted: diga lo primero que se le ocurra, por las buenas. ¿Preparada? Verde.
—Césped.
—¿Verja?
—Casa.
—¿Basil?
—¿Basil?
—¿Bloqueada? —inquirió.
—Sí. Y no sé por qué.
—¿Teclado?
—Piano.
—¿Clavecín?
—solo un Basil.
El doctor la miró, sonriendo, y apartó después la mirada. Aún seguía sonriendo; ella se dio perfecta cuenta. Pero ¿por qué había apartado la mirada?
—¿Por qué ha dicho «solo un Basil»? —preguntó.
—Porque un clavecín tiene solo un… Oh, quise decir «teclado». Eso era lo más extraño del clavicordio de mi sueño… Eso era lo que me tenía bloqueada. «Teclado[1]». solo un hombre. Basil. Estaba soñando con Basil. Y con la música, y con lo mucho que tendré que practicar. Eso era todo, ¿no? Entonces, ¿por qué me he quedado bloqueada?
—Porque no quería que yo lo supiera. Porque Basil es su marido.
Ella le miró y volvió a reírse. Él se rio también.
—Creo que ya va siendo hora que se vaya a casa, señora Purcell.
El doctor se alejó de la ventana, dejándola atrás, y se encaminó hacia la puerta. Al hacer él este movimiento, algo le pasó a Ellen en la garganta: se sintió vacía, desolada. «Así es como debe de sentirse una niña —pensó— cuando su padre la abandona por primera vez, cuando la deja a solas, cuando ella se da cuenta de que debe echar a andar, porque si no se caerá». Apretó los labios, hizo una mueca por efecto de la idea que acababa de tener… Era independiente del doctor Danzer: ella lo sabía y él lo sabía también; no cabía ninguna duda: ya no le necesitaba. De todos modos, dio un paso al frente, se sintió arrastrada hacia él y contra su voluntad, deteniéndose solo al ver cómo la observaba él, con los restos de una sonrisa en los labios, con los ojos más oscuros que nunca, poniéndola a prueba.
—Su marido ya debe de estar abajo. Seguramente habrá cumplimentado todos los impresos. Iré a ver si puedo acelerar el trámite.
—Claro, habrá impresos que rellenar.
No lo dijo porque deseara saber más, sino por mero deseo de conversar, de decir algo, de permanecer a su lado y prolongar unos minutos el interés seguramente ya en declive, que el doctor pudiera sentir por ella.
—En la administración tienen que dar el visto bueno —admitió. Y entonces chasqueó los dedos—. ¡Vaya, me olvidaba! La semana que viene vendrá a visitarme, ¿no es así? ¿Irá a mi despacho de Nueva York? Paso consulta los miércoles por la mañana y el viernes durante todo el día.
—Sí, puedo ir a verle cuando usted quiera.
Volvió a sacar el lápiz y el cuaderno.
—¿Le viene bien el miércoles a las once? —Levantó la vista, sonriéndole—. No es más que una simple comprobación. Podremos charlar un rato. Creo que deberíamos seguir viéndonos durante una temporada.
—A las once, perfecto.
Así que volvería a verle. Al saberlo, sintió una cierta desilusión. Estaba atada a una larga cuerda, y podía retozar cuanto quisiera, pero siempre podía hacerle volver a él, tirando de la cuerda. Con todo, y como siempre, tenía razón. Le gustaría volver a verle.
Terminó de tomar nota y guardó el lápiz y el cuaderno en el bolsillo interior. De nuevo llevaba la mano en el bolsillo, al dar unos cuantos pasos hacia la puerta. Pero volvió a detenerse.
—¿Me permite hacerle una pregunta?
—Por supuesto.
Se preguntó por qué le habría pedido permiso. Durante dos años le estuvo formulando infinidad de preguntas, a las que ella contestó puntualmente. ¿Por qué iba a molestarle una pregunta más?
—Esta mañana, cuando estuvo charlando con las dos enfermeras, les pidió que se dieran la vuelta, ¿no es cierto?
—Sí, así es.
—¿Y por qué les pidió tal cosa?
Tuvo miedo. Sintió que se tensaba la cuerda, sintió que la obligaba a volver. Se humedeció los labios y habló con todo cuidado, recordando que cuanto dijera debía traslucir confianza en sí misma, equilibrio.
—Fue por puro capricho. Desperté con una clara sensación de júbilo… Diría incluso que desperté feliz, aunque usted preferiría hablar de júbilo. Me sentía bien con todo el mundo, todavía me siento así. Pero cuando entró Mary en la habitación, y luego vino Martha, no pude evitar el recuerdo de otros tiempos. Recordé cómo me miraban antes, cómo me vigilaban, cuánto cuidado habían puesto siempre en no volverme la espalda…
—¿Y por eso les pidió que se dieran la vuelta? —preguntó. La miró de frente, con gran seriedad—. Pero usted sabía que eso no es posible. Es una de las reglas del sanatorio, una regla que nunca debe pasarse por alto. No tenía nada que ver con usted.
—Fue una tontería por mi parte, lo reconozco.
—Todos hacemos tonterías de vez en cuando —apartó los ojos de los de Ellen y bajó la mirada hacia el bloc de notas, que de nuevo tenía en la mano—. Bueno, le deseo la mejor suerte. Voy abajo, a ver qué tiene tan ocupado a su marido.
Salió de costadillo, retrocedió hacia el vestíbulo, sonriéndole, sacando por un momento la mano del bolsillo y alzándola, para dejarla caer en seguida, como si hubiese querido decirle adiós y hubiera preferido no hacerlo.
Ella lo vio marchar, pensando una vez más qué hombre tan maravilloso era. Pero tan pronto recuperó cierta distancia, tal como él le había enseñado, y pensó en él objetivamente, se dio cuenta de que su afabilidad no era más que una parte de su actitud profesional, una bolsa llena de efectos y trucos para realizar una transferencia, y pensó que no conocía su verdadera personalidad porque él nunca la había exteriorizado. «Si lo hubiese conocido en una fiesta, si me lo hubiese presentado un amigo común —se preguntó—, ¿qué habría pensado de él?».
Se dio la vuelta, la puerta había quedado abierta, ya que él olvidó cerrarla, y decidió dejarla como estaba, para volver junto a la ventana. «Ahora acaba de reunirse con Basil —pensó—; está hablando con él, primero comentando el tiempo que hace y después le hablará de mí. ¿Se tendrán aprecio el uno al otro? Tendría que preguntarle alguna vez a Basil qué le parece el doctor Danzer». Se propuso hacerlo alguna vez, más adelante, cuando aquel momento perteneciera al pasado lejano, cuando la respuesta de Basil a su pregunta careciese de importancia, cuando fuera posible hacerle esa pregunta al desgaire, como de pasada. Trató de imaginar juntos a Basil y al doctor: uno alto, rubio, robusto, y el otro bajo, moreno y reservado. Cerró los ojos con el fin de concentrarse, pero no consiguió ver mentalmente a ambos a la vez. Primero veía a Basil, y después al doctor Danzer. Era como si los viera a los dos utilizando sentidos distintos y tuviera que alternar continuamente entre uno y el otro, como si fuera incapaz de utilizar todos los sentidos al mismo tiempo. Pero era algo que carecía de importancia, un simple juego para matar el tiempo. Pronto vería a Basil. Llegaría por el vestíbulo, cruzaría la puerta…
De pronto, tuvo miedo. Al imaginarse a Basil en el momento de cruzar la puerta, algo, en efecto, había entrado en su habitación, algo viejo y de sobra conocido, algo atávico y espantoso. Se había encontrado antes con aquello, aunque hacía varios meses que no asomaba, hasta llegar a pensar que lo había superado por completo, que no tenía por qué temer su regreso. Todas las veces se le había aparecido del mismo modo, inesperadamente, mientras estaba pensando en otra cosa. Había caído sobre ella por sorpresa, la había poseído, la había apartado de la luz.
Se debatió y tuvo ganas de echarse a llorar, pese a saber que no se atrevería. Un solo grito bastaría para que acudiese a la carrera una de las enfermeras, que le preguntaría qué sucedía, para decírselo en seguida al doctor. Y una parte de ella sabía que no la amenazaba nada, que aquella negra sombra que tanto temor le inspiraba procedía de su pasado, que alguna vez había llegado incluso a verla en sueños, con tanta claridad que había podido reconocerla. Al acordarse de esto recordó también su propia fórmula para vencer aquel terror: lo único que tenía que hacer era pensar en ese sueño, invertir un gran esfuerzo en captar de nuevo aquella experiencia, verla con toda plenitud, con precisión, e identificarla… para reírse de ella. Y es que en realidad no era tan espantosa: era tan solo el corpachón de su padre dando la espalda a la luz, balanceándose sobre su cuna, cuando era niña, borracho como una cuba, aumentado y distorsionado por las sombras que en su rostro proyectaba la luz, y luego la voz de su madre, áspera y aguda: «¡Ni se te ocurra! ¡Como le toques un pelo, te mato!».
Pero a pesar de saber cuál era la causa de su pavor, pese a repasarla mentalmente una vez más, tal como la había visto por vez primera en la realidad cuando tenía tres años, todavía tuvo que pelear contra la forma que había adquirido aquella visión en la actualidad, aquella negrura que todo lo impregnaba, un enorme y asfixiante manto de pánico que caía sobre ella, que amenazaba cubrirla del todo. Se forzó a mirarse en el espejo, a mirar aquel rostro, sus ojos saltones, su boca tensa por el esfuerzo, la mano con que se oprimía la mejilla hasta detener el fluir de la sangre. Y mientras se examinaba en el espejo, clavó la mirada en la imagen de sus ojos y suprimió el deseo de darse la vuelta, de mirar por encima del hombro, para sentirse como si estuviera ascendiendo de las profundidades, esforzándose por subir un poco más, por rehuir las tinieblas y emerger a la luz. Retiró la mano de la mejilla —aunque en la carne sonrosada quedaron las huellas blancas de los dedos—, se relajaron los labios y consiguió dedicarse una sonrisa. Su ritmo respiratorio se tornó más acompasado y de nuevo sintió que su cuerpo entero le pertenecía: de nuevo volvía a ser compacto, uno, suyo.
Permaneció ante el espejo, pintándose los labios y retocándose las mejillas, peinándose. Se recordó que Basil no tardaría en aparecer —esta vez, al pensar en ello no volvió a azotarla el negro terror, y ni siquiera se sintió nerviosa—, y que tenía que presentarse ante él lo mejor que pudiera. Para Basil sería un día bien difícil: el primer día, en el plazo de dos años, que iba a pasar entero en compañía de ella. ¡Dos largos años! En mucho menos tiempo muchos amantes se convierten en completos desconocidos. Debía hacer todo lo que estuviera en su mano para facilitarle a él las cosas: debía recibirlo de corazón, sin medias tintas, debía mantener a la vez la distancia y juzgar sus sentimientos y los de él, tal como le había enseñado el doctor Danzer, para intentar en todo momento mantener la objetividad respecto a su relación. Además, se dijo, Basil habría cambiado.
También ella había cambiado, por más que no alcanzase a saber cuánto ni de qué forma. ¿La encontraría él muy diferente de la mujer con la que se había casado? ¿Le gustaría, ahora que había aprendido a ocultar sus conflictos, a afrontar la oscuridad cuando se sentía amenazada, a valerse por sí sola, a luchar? ¿La amaría él como la había amado entonces? ¿O acaso seguiría existiendo la reserva que ella había achacado al ambiente que la rodeaba, a su larga ausencia, así como a la dificultad de unir los trozos de su vida anterior por espacio de una o dos horas, una o dos veces por mes? Tal vez nunca podría reunir las piezas, al margen de lo que pudiera quedarles por delante. Y al pensar en el tiempo echó un vistazo al reloj y vio que ya habían dado las nueve.
Minuto a minuto, habían volado una por una las horas hasta llegar el instante en que la porción de su vida que había pasado en aquella habitación pertenecería para siempre al pasado. Aguzó el oído con toda atención para captar los ruidos procedentes del corredor: los pesados, rítmicos pasos de Basil, como los timbales en las sinfonías que dirigía. Y al mismo tiempo pensó en el mundo en el que estaba a punto de reingresar: pensó en su desguarnecido futuro, en las causas y efectos que moldearían su vida, causas y efectos sobre los cuales solo dispondría de un dominio parcial; pensó en los condicionamientos… Volvió a recorrer la habitación de un vistazo, aquel escenario clausurado, familiar, las cuatro paredes protectoras, la puerta que podría abrir o cerrar —para dejar entrar o para dejar fuera los sonidos pertenecientes a otras vidas distintas de la suya—, los dibujos de sombra y luz que sobre el suelo proyectaba el enrejado de la ventana. «Voy a dejar atrás todo este orden —pensó— para entrar en el caos. Ya nunca sabré qué va a suceder de un momento a otro, por más que finja saberlo, tal como fingí saberlo en tiempos, ni sabré tampoco cómo comportarme, ni qué me espera a la vuelta de la esquina. Ante mí, ahora, la vida y, en definitiva, la muerte, a ninguna de las cuales puedo escapar. solo están ya trazadas en el sentido más genérico, de forma indirecta. Tan pronto oiga los pasos de Basil, tan pronto vea su rostro y me coja del brazo para franquear esa puerta, tendré que moverme continuamente, tendré que actuar y que creer… Tendré que creer en mí misma y en los demás».
«¿De veras deseo franquear esa puerta y abandonar para siempre esta habitación, este orden en el que sé que puedo confiar? ¿No sería más sabio quedarse aquí, aceptar este mundo conocido y sin cambios, en vez de abandonarlo para someterme a un flujo de acontecimientos desconocidos?». Estaba de pie, erguida, rígida, con los ojos cerrados, las palmas de las manos estiradas y apretadas contra los muslos hasta hacerse daño. Por un instante se le quedó la mente en blanco. Indecisa, no pensó en nada; se mantuvo al filo de su conciencia, balanceándose en la cuerda floja que lleva de las sensaciones a la parálisis, del pensamiento a la nulidad, de la afirmación a la negación. Y entonces le anegó la visión una sola escena, una escena brillante, gloriosa, iluminada tal como los focos bajos iluminan un decorado: su habitación en su casa, su estudio, las paredes rosadas, el diván bajo, la inapelable elegancia del clavicordio. Con calma, con precisión, oyó sonar las notas del aria de Bach, y se vio sentada ante el instrumento, respirando al compás del suave vaivén de la melodía, segura, a salvo dentro de otra disciplina. Y abrió los ojos, de nuevo ajena a todo temor, para ver a Basil callado en el umbral de la puerta.