Cuando el primer avión abandonó la ciudad, otro «Heinkel 111» bombardeó y ametralló el mismo sector. Manuel, aquel hombre alto, macizo de rostro moreno, no tuvo tiempo de darse cuenta de lo que ocurría. Estaba en una esquina hablando con su hermano Pedro y un amigo. A 30 metros de su cabeza vió aparecer un caza y se refugió en un portal. Sonó un bombazo y la casa de enfrente, un edificio viejo de ladrillo rojo de cuatro pisos, se desplomó. Salió corriendo y entró en una cristalería. Una detonación atronó el espacio. Las copas, los jarros y los vasos parecieron desintegrarse. Los tres escaparon a toda velocidad para buscar refugio en un lugar más abrigado. Entraron en un edificio de piedra de los más altos de Guernica. Estaba atestado de gente que creía estar en lugar seguro. Las mujeres lloraban y rezaban. Los tres hombres salieron de allí para esconderse detrás de un muro de piedra pero el crujido seco de las bombas repercutió en sus brazos y piernas. Como animales acorralados huyeron totalmente inundados de una onda de muerte que les arrastraba, una onda que multiplicaba sus fuerzas y aumentaba su sed de vivir…
La tierra se agitaba como estremecida por un terremoto. Las paredes de los edificios se desmoronaban y los cristales de las ventanas explotaban produciendo un chasquido sordo. El aire se hacía irrespirable y atacaba los nervios de los que estaban en los refugios. Como sentadas en sus tumbas aquellas gentes esperaban sólo una cosa; que la casa se hundiera y los sepultara debajo. De repente se oía un crujido y el refugio crujía por cada viga, por cada juntura. Se oía un terrible ruido de metal y los muros comenzaron a oscilar. La tierra, los hombres, las mujeres, los niños y el polvo formaban segundos después una masa, un todo.
Guernica en llamas era presa de una tensión mortal. El fuego le abrazaba en un abrazo demasiado apretado. Guernica no parecía tener ya ni carne ni músculos. Nadie creería que en aquel volcán pudiera haber seres humanos. La tierra temblaba y los muertos se amontonaban en las calles. La población sepultada en sus propias tumbas, los refugios, permanecía en silencio, como jadeante. Las cabezas estaban pesadas y en las almas del pueblo tan agujereadas como los cuerpos penetraba como un dolor que perforaba, la imagen de los hijos y de las madres muertas allá mientras otros seguían viviendo. Guernica parecía un muerto insensible que por arte de brujería seguía respirando…
Algo negro cruzó el aire. Era una bomba que estalló a pocos metros del lugar en que estaban Manuel, su hermano y su amigo. Manuel apenas pudo ver lo que sucedía. Se vió envuelto en una nube de polvo. Las balas seguían barriendo la calle. Manuel oyó un grito lastimero y a rastras se acercó al lugar del que procedía. Tropezó con el cuerpo de su amigo y le habló fuerte. Vió su rostro transformado en una hoja de papel blanco. Ninguna voz respondió. Su amigo había muerto.
A su lado estaba Pedro. Tenía la cadera derecha destrozada y parecía demasiado débil para contestar preguntas. Manuel con desesperación comenzó a desabrochar la camisa de hermano pero no pudo terminar porque estaba completamente pegada al cuerpo por una masa de polvo, sangre y sudor. Con sus enormes brazos lo cogió sobre sus hombros y corrió como poseído por un extraño demonio. La sangre del costado de Pedro corrió por la camisa blanca de Manuel que sin hacer caso de los torpedos de una tonelada que seguían cayendo quería a toda costa llegar al hospital.
Eran las 5,30 de las tarde. El bombardeo duraba ya una hora. La iglesia de San Juan, el Ayuntamiento, la iglesia de Andra Mari y el convento de Santa Clara ardían. Tres sacerdotes y unos cuantos médicos corrían de un lado a otro intentando socorrer a los moribundos. El P. Ruperto Arronategui, párroco de Guernica, salió de su iglesia de Andra Mari que había sido alcanzada ya por las bombas incendiarias. Se vió obligado a pasar por encima de cadáveres sin ver lo que pisaban sus pies. Intentaba llegar a todos los gritos que salían de cada esquina porque todos los gritos eran parte de su vida y de su pueblo. Los muertos yacían abandonados en las calles esperando ambulancias que nunca llegaban: no había ambulancias. Las mujeres en los sótanos se acurrucaban unas contra otras. El P. Arronategui se cruzó con Manuel y su hermano. Al llegar al hospital Pedro pidió un sacerdote. El padre jesuíta Goicoechea se acercó a él. Poco después Manuel salía del hospital con los ojos tan nublados como el corazón. No le importaban las balas, no le importaban las bombas: su hermano estaba muerto.
A las 7,44 de la tarde cayó la última bomba sobre Guernica. El bombardeo había durado tres horas catorce minutos. Se habían arrojarlo sobre la ciudad 3.000 bombas incendiarias, 1.000 de 100 a 250 kilos, y 100 torpedos de una tonelada. A las 7,45 un silencio glacial reinaba en la ciudad. Sólo un perro en una esquina lanzaba alaridos lastimeros. Ninguna voz humana, ni ninguna música podía expresar mejor que aquel animal el dolor de una ciudad muerta. Grupos de gente comenzaron a salir a las calles de los edificios destruidos. El alcalde de la ciudad, José Labauria, organizó brigadas de socorro. Las caras de mujeres y niños parecían de papel. Hombres y mujeres caminaban por las calles para saber si sus padres, hermanos o hijos estaban con vida. Muchos yacían sobre los zaguanes de las escaleras e incluso en las camas dentro de las habitaciones.
Hans Wandel con su escuadrilla de «Heinkel 51» se dirigió hacia Vitoria. La operación se había realizado según lo previsto. Al aterrizar en el aeródromo el jefe alemán Galland dió un abrazo a Hans y a los demás jefes de escuadrilla: la misión más importante de la guerra se había cumplido. El general Sperrle les felicitó más adelante por escrito. El periodista inglés George L. Steer[4] llegó a Guernica poco después de terminar el bombardeo. El resplandor del incendio se veía a 20 kilómetros. Entró en el hospital y quedó lívido. El suelo parecía alfombrado de sangre. En la entrada pudo contar 40 muertos, la mayoría mujeres. En la calle encontró un trozo de bomba y lo recogió: se leía «Did» y tenía dibujada un águila alemana. En otra bomba casi entera se podía leer la palabra: «Roma». En Guernica se encontró con el corresponsal de «París Soir» y «Daily Express», Nobel Monks.