«LET US GO» DIJO EL INGLÉS, PERO LAS DOS MUJERES ESTABAN MUERTAS

Hans Wandel consultó su mapa y miró hacia abajo. Estaba encima de Zugaztieta, a unos kilómetros de Guernica. Allí estaba su primer objetivo. Consultó su reloj y movió la cabeza con disgusto: las 4,19 minutos. Tres minutos y medio de retraso. Oyó la orden del jefe de la escuadrilla por la radio: «objetivo a la vista». Impulsó la palanca hacia abajo para picar y notó que el cinturón le apretaba y que el terreno se le acercaba a velocidad vertiginosa hacia la cabeza. Esperó a tener con nitidez el objetivo (el tren Amorebieta-Guernica) dentro de los aparatos de puntería. En ese solemne instante apretó el botón de disparo. Su avión se conmovió y trepidó con el tableteo de las dos ametralladoras de las alas. Hans sonrió. En su sonrosada cara de niño se notó la satisfacción del triunfo. El avión de fabricación alemana, respondía maravillosamente. Las balas fluían de las ametralladoras sin cesar y hacían blanco en aquel tren de madera ya seca por los años, y en la carne de las gentes para quienes el tren (que funcionaba desde hacía 60 años) era el único medio de locomoción. Sus vagones parecieron desintegrarse.

Mujeres y niños que se dirigían al mercado lanzaban gritos lastimeros. El silbido de los proyectiles se convirtió en un fragor como el del trueno. Una mujer de edad se arrojó por la ventanilla y su cuerpo produjo un ruido seco al caer al suelo. Los gritos parecieron cesar para convertirse en un largo suspiro moribundo. Después, solo se oyeron el silbido de los proyectiles y la explosión de las bombas. Se oyó también el chirrido de los frenos y la gente quiso salir al mismo tiempo de aquella caja de la muerte, la pradera era demasiado llana y a unos cien metros había un pinar. No había otra salida: los hombres con los niños en brazos cruzaron o intentaron cruzar aquel mar agitado por la tempestad de las balas. Las llamas brotaban de las ametralladores como surtidores. Muchos quedaron en el camino. En los gritos de aquella gente parecía estar encerrada toda la angustia de la Humanidad.

Los cinco aviones de la escuadrilla de Hans seguían volando a ras de tierra. Algunos aldeanos que trabajaban el campo abandonaron sus yuntas de bueyes y los aperos de labranza y se tendieron en el suelo. Las vacas que pastaban en un prado oscilaron y comenzaron a correr torpemente. Una cayó abatida. Llevaba su boca abierta por el sufrimiento. Otra se arrodilló. Se siguieron oyendo disparos. Uno de los bueyes que estaba tirando de un carro se plantó sobre sus patas delanteras, comenzó a dar vueltas en círculos y giró arrastrando a su pareja. Tenía un balazo en el lomo.

Un grupo de unas cinco mujeres se arrojó debajo de los vagones. Sus cuerpos temblaban y una de ellas con la cara ensangrentada por el corte producido por los cristales rotos sostenía la cabeza entre las manos y lloraba amargamente porque su hijo quedó dentro del vagón. En medio de un paisaje tan verde, tan tranquilo antes, corría el espectro de la muerte.

Un camión cruzó la escena. Uno de los cazas alemanes voló tan bajo que pareció iba a chocar con él. El tableteo de las ametralladoras detuvo la precipitada marcha del vehículo: el chófer recibió una ráfaga en pleno rostro. El camión chocó contra la cuneta. Los otros dos ocupantes saltaron a tierra y se tendieron en la carretera.

No lejos de allí, cerca del pueblo de Arbacegui, a ocho kilómetros al suroeste de Guernica, un corresponsal de un periódico de Londres en el frente de batalla vasco sintió tras sí el tableteo constante y monótono de una ametralladora. Sin darse cuenta de lo que ocurría, de forma instintiva se lanzó de cabeza en una zanja. El avión, como un águila gigante en el momento de lanzarse sobre la tórtola, bajó en picada hasta cinco metros del suelo. Dos mujeres vestidas de negro que caminaban a unos metros se lanzaron, con enorme torpeza de movimientos, en la misma zanja. Los tres cuerpos quedaron como abrazados. Hundido en el suelo con todas las articulaciones temblorosas y en tensión, el corresponsal inglés levantó la cabeza y miro con los ojos llenos de espanto. Sobre las alas del avión vió claramente escrita esta palabra: «Heinkel». Pudo ver también el mono azul del piloto, las llamaradas multicolores de las ametralladoras, y los enormes guantes de cuero del hombre que tripulaba el avión. Sin saber por qué se fijó en los guantes. El avión volvía otra vez sobre su presa, esta vez atacando de frente. El inglés recibió el polvo que levantaban las balas en el camino, en pleno rostro. No se movió ni un músculo de su cuerpo. Oyó el silbido de los rebotes y pensó en la muerte. El avión se alejó. El periodista se levantó y quedó extrañado al ver que las mujeres, dos aldeanas que se dirigían a pie al mercado, no le imitaran. Intento ayudar a una de ellas cogiéndola por la toquilla de lana. «Let us go»[3] —dijo en su lengua. Ninguna de las dos respondió. Con horror el periodista les miró en el rostro. Sus caras aterciopeladas y blancas tenían esa espantosa expresión de los cadáveres: estaban muertas.

Hans Joachim Wandel enderezó su aparato. Obedecía la orden del jefe de la escuadrilla que decía por la radio: «Destino Guernica».

Era lunes y podía haber sido un lunes como los demás. Pero a las 4,29 de la tarde las campanas de la iglesia parroquial de Guernica comenzaron a sonar. Un lejano y tétrico run-run que venía del Este electrizó a Guernica. Eran los pesados «Junker 52» precedidos de los «Heinkel 111» y de los cazas «Heinkel 51». A las 4,30 hizo su aparición sobre el cielo de la ciudad el primer avión «Heinkel 111». Lanzó seis bombas en la estación. El reloj de la iglesia parroquial se podía haber parado para siempre en aquella hora triste del 26 de Abril de 1937 pero siguió andando y la nueva corrió por el País Vasco y el mundo entero se enteró de la noticia para cuando las agujas de aquel reloj llegaban a las 8 de la noche. Pero el monstruo de la Apocalipsis posó su garra sobre la ciudad de los vascos sin que el mundo quisiera sentir sus pisadas…

La multitud huyó espantada hacia los portales de las casas. El avión bajó en picado a velocidad de vértigo. Las ráfagas de sus ametralladoras tuvieron como blanco las calles llenas de gente.