«ESTO ES UN JUEGO PARA HOMBRES COMO USTED, HANS…»

Eran las 3,69 de la tarde. El aeródromo de Vitoria, en la provincia de Álava, estaba lleno de aviones. En ninguno se veía la enseña de la aviación española. Destacaba en los costados gris obscuro de los aparatos la Cruz negra de la Lufwaffe y la zwástica alemana. Dispuestos a despegar estaban 26 aviones «Heinkel 111», «Junker 52», «Heinkel 51» y 5 aviones de caza italianos. El jefe del aeródromo, el alemán Galland, vestido con un uniforme kaki verdoso, con botas altas negras muy bien lustradas y un pequeño sable con adornos e incrustaciones doradas y plateadas daba sus últimas órdenes. En su obra «Hasta el final con nuestros Messerschmidt» describió años después el despegue de la aviación alemana.

Con él hablaba en aquel instante Joachim Hans Wandel, uno de sus hombres de confianza. Hans era un piloto que pertenecía a las Juventudes Hitlerianas. Tenía un gran porvenir. Alto (1,82 m.), rubio, nacido en 1914 en la ciudad de Karldorf (Prusia Oriental), anotaba en su carnet de vuelos el objetivo y las órdenes. Estaba cumpliendo el servicio militar en la Aviación Alemana. El 22 de Abril había llegado a Roma desde Berlín y el 23 se había trasladado a Vitoria. Pertenecía a la escuadrilla selecta I.J. de la Legión Cóndor. Galland se acercó a los primeros aparatos de la formación. Hans subía en aquel momento a su «Heinkel 51».

—Este es un servicio decisivo. El general Sperrle está muy interesado en saber como responde nuestro material más moderno. El vuelo de día es juego de niños para un piloto experimentado como usted Hans. Además no hay oposición enemiga y el tiempo es magnífico— dijo Galland dirigiéndose a Hans Wandel.

Sus últimas palabras y los últimos «Aufwiedersehen»[1], «Leben Sie wohl»[2] y «Heil Hitler» de saludo quedaron casi apagados por el bronco rumor de los motores. Abrochándose el cuello de su mono azul en el que se veía la insignia dorada alada de la Lufwaffe, Hans miró a los mecánicos que se movían alrededor. El «Heinkel 51» se dirigió hacia la pista de despegue y una vez situado en posición se detuvo. En los demás aviones había otros «Hans», muy rubios, muy altos y muy alemanes: lo más escogido de la raza aria…

La flota aérea se desplazaba con cierto desorden aparente en el momento en que el general Hugo Sperrle, el hombre que se hizo dueño de todos los aeródromos de Franco (cuyas órdenes estaban por encima de todos los generales españoles), se levantaba de la mesa para dormir la siesta. Había llegado a España a principios de 1936. Era consejero personal del general Franco en todas las operaciones aéreas y en muchas terrestres. Sperrle vió despegar la flota aérea alemana desde la ventana de su casa cercana al aeropuerto, y sonrió orgulloso.

Hans Wandel levantó el brazo en señal de saludo y movió una palanca con una atención obsesionante como si de cada movimiento dependiera la suerte del Imperio Alemán.

Minutos después la escuadra volaba sobre el cielo de Vitoria. Los aviones parecieron revolotear como libélulas, se difuminaron en la lejanía sobre un fondo casi azul, insignificantes, triviales y cual notas salidas de lo más íntimo de un txistu se perdieron entre los rayos del sol. El mundo jamás podrá olvidar lo que ocurrió en las dos horas siguientes.

Hans miró a su reloj. Eran las 4,13 minutos. El reloj de la plaza mayor de Guernica a 54 kilómetros en línea marcaba en ese mismo momento las 4,15. El reloj de Guernica siempre estaba dos minutos adelantado. Era lunes, día de mercado. A los 7.200 habitantes de Guernica se habían agregado otros cuatro o cinco mil.

Miles de personas olvidando la horrible guerra que en los montes cercanos sostenían los gudaris vascos contra la anti-libertad vestida de requeté, moro y falangista, acudían al mercado de Guernica para disfrutar de aquel claro día de primavera. Guernica, bañada por las aguas del río Mundaca, era más que una ciudad un santuario. Era algo sagrado para los vascos. Ninguna de las diez u once mil personas que se congregaban en la vieja ciudad se imaginaba que el viejo roble bajo cuyas ramas se reunían las Juntas de Vizcaya desde tiempo inmemorial pudiera correr peligro.

Nadie se podía imaginar que Franco y Mola habían señalado con un lápiz negro sobre el mapa del país que ellos llamaban tercamente España el nombre de Guernica. Nadie se podía imaginar que Goering, Sperrle y Galland habían señalado en un mapa con un lápiz rojo el nombre de Guernica en una operación que ellos llamaban «Versuch» (Prueba).

Era lunes, día de fiesta, de partidos de pelota vasca, de visitas familiares. Era lunes de recuerdo de quienes luchaban allá en los montes. Nadie se acordaba de la amenaza que la víspera el general Mola había lanzado por la radio: «Si el Ejército Vasco no se rinde a las tropas de liberación no dejaré piedra sobre piedra de ninguna ciudad vasca». La amenaza volaba en forma de flota aérea con dirección a Guernica.