Un hombre alto y macizo vestido de gris obscuro trepó decidido la escalera de madera que conducía al último piso de un edificio de paredes obscuras de la calle «Grands Augustins» de París. Llamó a la puerta con los nudillos. Al cabo de unos instantes oyó pasos en el interior, pasos que reconoció en seguida. El pintor Picasso que tenía su estudio en aquella buhardilla era uno de sus mejores amigos. Aquel desconocido había recorrido cientos de kilómetros para llegar a París. Venía de Guernica. En su rostro curtido por el sol, se veían profundas arrugas.
El pintor abrió la puerta, sonrió y miró en silencio. El recién llegado no respondió a la sonrisa. Una ligera brisa entraba por la ventana abierta del estudio. Picasso hizo sentarse a su amigo en su cama al fondo de la enorme habitación llena de lienzos a medio terminar. Colocó su brazo derecho sobre su espalda. Las lágrimas brillaron en sus ojos grises. A los labios del recién llegado ascendían palabras de tristeza, palabras amargas. Como inconsciente narraba una tragedia que 48 horas antes había vivido: la destrucción de su pueblo Guernica. Picasso callaba con su cabeza reclinada en el pecho. Una máscara de sentimiento cubría su rostro. Se dió cuenta de que su amigo sufría y le miraba en silencio. Comprendía que si hablaba aquel hombre dolorido se echaría a llorar. El desconocido estaba terminando su relato cuando la comparsa del café de enfrente inundó el estudio con alegre musiquilla francesa.
Los muros del estudio de Picasso, con sus amplios ventanales abiertos sobre un paisaje de chimeneas negras y tejados rojos, no habían oído una historia tan espeluznante como la que aquel hombre había contado. «Vamos, Manuel» —dijo Picasso cogiendo del brazo a su amigo.
Picasso no durmió aquella noche, ni las siguientes, ni las quince siguientes. Estaba tan profundamente impresionado por el relato del bombardeo de Guernica que deseaba transmitir al mundo un mensaje de protesta. Comenzó a pintar su cuadro «Guernica» dos horas después de oír a su amigo Manuel. Pasó día y noche en su estudio. Tenía los ojos como atados a las figuras del lienzo. Su sensibilidad estaba excitada por la evocación de los muertos en Guernica. Parecía como si hubiera estado presente desde el comienzo de la tragedia aquella tarde del 26 de Abril en el aeródromo de Vitoria.