X. El crecimiento de una leyenda

Surgió primero de la tierra, en voz de gentes humildes. Un muchacho recogía hierbas medicinales en un huerto. Inclinando el cuerpo, aspiraba la fragancia del hisopo y del tomillo y pensaba que cuando llevara el cesto de hierbas a la puerta donde esperaba el viejo benedictino, añadiría a él sus palabras, aunque todavía no pudiese hacer un poema con ellas. «Es un regalo muy pequeño para tan gran sabio; si vinierais a sentaros aquí, en este huerto verde y umbrío, todos los chicos de vuestra escuela estarían jugando aquí, bajo los manzanos. Todos los alegres chicos de vuestra feliz escuela. ¿Querréis, padre mío, que sois capaz de escribir un libro entero con vuestros pensamientos, podar y dar forma a estas palabras mías para hacer con ellas un poema?».

El muchacho creció y asistió a la escuela y terminó escribiendo un poema que tituló Sobre el cuidado del huerto, y explicó que era un modestísimo regalo de Gualfredo Strabo al venerable abad de Saint-Gall.

Más adelante, mientras caminaba por la ribera arenosa del Loira, Fredugis, que había ocupado el lugar de Alcuino, intentó evocar los pensamientos de su maestro sobre «los campos floridos rebosantes de hierbas curativas, donde los pájaros entonan a coro sus maitines alabando al Dios que los creó. Donde la fragancia de los huertos de manzanos penetra furtivamente en las clausuras. Como el recuerdo de tu voz, resonando entre las paredes».

Estas pequeñas voces en forzada cadencia revelaban, sin embargo, una nueva esperanza y una tranquilidad sin precedentes. Los muchachos que acudían en tropel a la escuela de Tours, en plena expansión; los libros que fluían del scriptorium en la nueva grafía, delicada y claramente legible, y pasaban por Reims y Reichenau, en cuyos monasterios se añadían miniaturas de figuras santas en un estilo más naturalista, camino de los campos de Bretaña y de las alturas de las Asturias donde hábiles artesanos empleaban la forja y las tenazas para dar forma a nuevas lámparas como las de los moros de Córdoba… esta tranquila laboriosidad, esta expresión de alegría, fue producto de la paz de aquellos breves años.

En su cámara de Orleans, donde alguien había pintado un mapa del mundo, el activo Teodulfo recordó a Rotaida, que una vez había llevado manzanas a su furioso padre y que ahora «brillaba con regio esplendor de joyas y metales preciosos». En Saint-Denis, en el camino a la lóbrega isla de París invadida por la maleza, Fardulfo, el antiguo lombardo, anunció que la hostería palaciega que había edificado en agradecimiento esperaba la llegada de Carlomagno. Allí tenía siempre preparada una alcoba con damascos en el lecho, desde la que se divisaba el lejano Sena. El lugar le aguardaba, por si se decidía a visitarlo de nuevo durante el mes del Heno.

Un extranjero que llegó a Aquisgrán contempló aquellas tierras surcadas de ríos y las denominó «la floreciente Francia», pues le recordaron la ciudad florentina de Italia.

No hay confusión posible respecto a lo que indican tales voces. La tierra estaba en paz y, tanto para el joven Gualfredo como para el anónimo viajero, el aspecto de aquella tierra era obra de Carlomagno. ¿De quién, si no? ¿Qué provincia o diócesis de la cristiandad no le prestaba obediencia? «¿Cuándo, desde el principio del mundo, ha existido un monarca tan sabio y poderoso como él en las tierras hoy gobernadas por los francos?», preguntaba Dungal, el irlandés.

Estas voces expresan una clara percepción de que algo está sucediendo en torno a ellas. Aunque lo hagan movidos por la esperanza, los autores de tales comentarios perciben el final de los tiempos bárbaros mientras una gran comunidad cristiana se extiende hasta los puestos más avanzados de la Iglesia. Interiormente, el reino adquiere conciencia de sí mismo y se asienta sin más instrumento que la religión.

Pese a la afición de Einhardo por denominarlo «el renacimiento de Roma», son pocos más quienes consideran que tenga algo que ver con el Imperio Romano. Un par de voces se refieren en términos vagos a la edad de oro de Rómulo, a la fundación de ese otro imperio. Y, por supuesto, la palabra Imperator aparece en las monedas de nuevo peso y ley (como nuevos son los pesos y medidas para las balanzas). Pero la mayoría de quienes contemplan las pinturas que cubren las paredes de Reims y de Ingelheim, así como las páginas de las nuevas Biblias, evoca la figura del rey David, o la de Moisés conduciendo a su pueblo lejos del peligro de la travesía del mar Rojo.

Curiosa e insólitamente, se produjo una coincidencia de opiniones entre monjes que nunca abandonaban su clausura y guerreros veteranos de muchas guerras. Los viejos soldados recordaban cómo, después del derribo del Irminsul, la sed del ejército abrumado por la sequía se vio calmada gracias a una milagrosa lluvia torrencial. Y en las murallas de Fritzlar, ¿no aparecieron acaso dos guerreros desconocidos, vestidos de un blanco resplandeciente, en ayuda de las espadas cristianas? Los monjes habían identificado tales figuras como las de los santos Martín y Dionisio. Para rematar la historia, los soldados entonaron el romance de Sigiburgo, que contaba cómo en el círculo de escudos cristianos aparecieron dos corazas llameantes como puro fuego, que habían sembrado el temor entre los paganos y habían provocado su derrota.

Tales eran las cantilénes que los nietos de Keroldo escuchaban en los campamentos. La causa de tal intervención celestial, para los viejos soldados, sólo podía haber sido la presencia de Carlomagno. Aquella ocasión en que había caído del caballo y su lanza había volado a veinte pies de su mano, había marcado la muerte casi milagrosa de su enemigo Godofredo, el rey danés. La lanza volando de su mano había sido una indicación de que no la necesitaría. Y, desde luego, aquel terrible suceso del doble eclipse en los cielos, del sol y de la luna, había marcado el momento de la muerte de sus dos hijos, Carlos y Pipino.

Así, aun en vida del emperador, empezaba a formarse en torno a él la semblanza de un segundo Carlomagno, el rey legendario. Y el arnulfingo se esmeró en estimular tal leyenda, que le ayudaba a controlar las tropas enviadas a tierras ávaras y a tranquilizar a los campesinos llenos de miedo a la peste. Con su gran estatura y la impresionante redondez de su cuerpo, cabalgaba a la cabeza de los deslumbrantes duques, señores y obispos, precedido por el estandarte de Jerusalén y seguido por el asombroso elefante. Se unía al coro de cantores en los altares y a los alegres bebedores en las tabernas. Esta combinación de poderosísimo monarca y hábil comediante siempre fue del gusto de las multitudes.

Sin embargo, Carlomagno no pudo prever las consecuencias de representar de aquel modo su papel como emperador.

Confinado en los últimos tiempos a su palacio de Aquisgrán, ya no llegaban a oídos del franco las canciones de los campamentos ni las historias milagrosas que se contaban en los refectorios monásticos. Debido a su pronunciada cojera, llevaba ahora un largo manto ribeteado de armiño y la vara de madera de manzano había sido sustituida por un bastón largo con empuñadura de marfil tallado, regalo de los cazadores de focas frisones.

Desde su juventud, había permitido que le afeitaran con regularidad e incluso aguardaba a que el barbero le retocara las puntas de su bigote gris pero, ahora que sus cabellos se habían vuelto blancos como los del viejo Sturm, los dejó crecer por debajo de las orejas de modo que su melena parecía un casco refulgente, ceñida por la fina diadema de oro.

La mañana en la que iba a recibir la noticia del incendio, el monarca consiguió aparecer entre las cortinas de la antecámara con paso regular, venciendo el dolor que le atenazaba las articulaciones.

Saludó a Burcardo y a Einhardo, los cuales le informaron de que Arno había enviado a unos cristianos croatas a prestarle juramento de fidelidad, y le anunciaron que el conde palatino esperaba para presentarle la demanda de la familia sajona.

Los hombres de leyes dieron gran importancia a este pleito sobre el noble westfaliano asesinado. Este anciano, miembro de la nobleza sajona, había recibido el bautismo en tiempos de Widukindo pero, pese a su doble condición de cristiano y de noble portador de espada, había resultado muerto accidentalmente cuando Carlos, el hijo del rey, había arrasado el pagus westfaliano. A continuación, el hijo del sajón había renunciado a reclamar satisfacción por esta muerte, jurando fidelidad a Carlos. Hasta aquí, no había nada que objetar. Sin embargo, en el desorden de las últimas campañas en Sajonia, dicho hijo del muerto, hombre libre y vasallo de Carlos, había sido enviado al exilio con su familia a causa del decreto que había trasplantado a tantos sajones a nuevas tierras en el reino franco. Ahora, los tres hijos del hombre, jóvenes de buena planta con derecho a portar armas, presentaban una reclamación para recuperar sus tierras ancestrales en Westfalia, en calidad de herederos del difunto abuelo que había sido propietario de ellas.

Siendo sajones, los tres apelaron a la ley sajona. Sin embargo, era preciso determinar si eran exiliados u hombres libres. En los archivos de Aquisgrán figuraban inscritos como exiliados, y la ley sajona establecía que «un noble desterrado sólo podrá recuperar sus propiedades con la aquiescencia del rey».

Los juristas habían tratado el caso en profundidad, sin llegar a una decisión. Entonces, a regañadientes, el conde palatino había respaldado la apelación de los herederos ante el monarca.

Carlomagno contempló a los tres muchachos sajones que aguardaban ante él muy erguidos, sonrojados de excitación y con un destello de expectación y de respetuoso temor en sus ojos azules. Dada su juventud, sólo le conocían como el gran rey que había expulsado de Westfalia a los incursores normandos. Aquellos tres jóvenes, pensó el emperador, serían excelentes soldados…

—Así lo ordenamos —proclamó a continuación—. Como leales servidores del trono, les corresponde heredar la propiedad.

Mientras tomaba nota en la tablilla, Burcardo murmuró entre dientes algo así como: «¡Y cuántos miles de sajones más!».

Al pasar junto a los muchachos, ahora rodilla en tierra ante él, Carlomagno no pudo evitar una mirada a sus rostros exultantes. Volvió entonces la vista a los croatas, hombres morenos vestidos con capas blancas de fieltro y brazaletes de plata. Estos le habían traído una tosca cruz procesional de plata y el emperador se alegró de que Burcardo hubiera seleccionado otros brazaletes de oro, más valiosos, como presente del rey a quienes les enviaban.

Después, continuó avanzando entre la multitud congregada hasta llegar a lo alto de la escalinata, pendiente del tintineo del reloj metálico que anunciaría la primera hora de la tarde, momento en que podría encabezar la marcha hacia el comedor y, después de saciar su hambre, podría despojarse del manto, el cinto y los zapatos y retirarse a dormir un par de horas, o incluso tres.

Entonces se presentó el mensajero del barco correo del Rin para anunciar que el incendio había destruido el gran puente de Maguncia, una magna obra construida para resistir los embates de las crecidas del río. Un grupo de juerguistas borrachos había dejado caer unas antorchas sobre las vigas de madera, en lugar de arrojarlas a las aguas, y en menos de tres horas todo el puente había ardido y se había derrumbado.

—Volveremos a levantarlo, esta vez en piedra —se limitó a comentar.

Sin embargo, durante la siesta de aquella tarde no logró conciliar el sueño pensando en cómo podría tender arcos de piedra entre los pilares, y en cómo haría para levantar tales pilares en medio de la corriente, pues la fuerza de las aguas era demasiado grande.

Una violenta tormenta de primavera había derribado la columnata cubierta que le protegía cuando acudía a la capilla, poniendo en evidencia que sus albañiles no eran capaces de construir en piedra con la firmeza de los romanos, que habían tendido los acueductos… ¿Cuánto tiempo les había llevado edificar la monumental Roma? Cuatro siglos, decía Einhardo, pero Carlomagno consideraba la respuesta un disparate que habría despertado el rechazo y las burlas de Alcuino. Aquellos jóvenes, educados en palacio, le contaban las palabras de los libros, no su significado. Aunque tales palabras estuvieran escritas en aquellas nuevas y claras minúsculas, no constituían nada más que pequeñas astillas preparadas para una hoguera. Era la propia mente la que tenía que coger las palabras e inflamarlas con el entendimiento, como si una llama prendiera en las astillas.

Pero, aunque surgiera el entendimiento y la mente se propusiera con determinación conseguir algo, ¿cómo podría lograrlo si no era por la voluntad de Dios Padre Todopoderoso?

Ningún hombre de leyes podía responder a eso. Y todo el mundo recurría a él: Burcardo esperaba su orden para sembrar el nuevo cereal llegado de África, Arno le enviaba a aquellos croatas… La columnata en ruinas, el puente derrumbado, las sepulturas de los muertos por la peste y las peticiones de sus miles de hijos… Todo esperaba a que él se ocupara de resolverlo.

Cuando se levantó tras la siesta, los pajes de la alcoba le vieron dirigirse cojeando hacia la escalera que conducía a la capilla, envuelto en su manto azul. Los criados llamaron aparte a Rotaida, lejos de las chismosas damas de la corte, para que ella le indicara al rey que era momento de ocupar el trono para escuchar los informes fiscales de los obispos turingios y la codificación de sus decisiones en temas jurídicos.

A aquella hora de la tarde, el fuego del cuerpo que los médicos llamaban fiebre atenazaba al monarca y confundía sus pensamientos. Carlomagno solía mirar entonces los rostros de los reunidos a su alrededor para recordar qué debía hacer a continuación. Burcardo le instó a que mandara llamar al único hijo superviviente de Hildegarda, pero Luis estaba en la Marca Hispánica con el ejército de Aquitania. El muchacho tenía sus propias responsabilidades en aquella frontera. Carlomagno, pues, ordenó retirarse a Burcardo y no mandó aviso a Luis para que acudiera a su presencia.

Allá, en el sur, la frontera marítima estaba en llamas. Las flotas sarracenas no habían respetado la tregua firmada en Córdoba y los musulmanes de Hispania se habían aliado a sus hermanos de África; sus naves habían vuelto a arrasar Córcega y Cerdeña y habían efectuado desembarcos en tierras continentales, en Narbona y en la costa toscana. Las fortines de León no podían trasladarse de emplazamiento para enfrentarse a las embarcaciones incursoras. Carlomagno se agarró a una esperanza: una flota bizantina había sido avistada frente a Sicilia.

Si el otro emperador extendía su brazo desde Constantinopla para ayudarle en aquellas difíciles circunstancias, entre los dos podrían mantener seguras las costas, aun si se perdían las islas.

Carlomagno alimentó aquella esperanza. Su plan de organizar flotas poderosas había fracasado; su torpe escuadra de embarcaciones de madera verde había sido dispersada y vencida como si un vendaval se hubiera abatido sobre ella. Sentado ante la mesa de plata, estudió el plano de la gran ciudad de Constantino. En ella había grandes puertos y un arsenal, con los edificios llamados la Universidad, donde, según sus embajadores, los griegos elaboraban una llama imposible de apagar que denominaban «fuego del mar» porque ardía sobre las aguas. Aquel fuego griego podía destruir las embarcaciones enemigas.

¿Quiénes eran sus embajadores en Constantinopla? Hugo, el joven conde de Tours, y el obispo Amalhar. Hugo le informó fielmente de que el tratado de paz no podría firmarse porque el débil Miguel había sido desterrado por un militar más enérgico llamado «el Armenio». Nadie sabía con seguridad qué política seguiría aquel Armenio, salvo que no era partidario de las imágenes. Resultaba extraño que Irene, mujer intrigante, hubiera sido devota de las imágenes sagradas… Carlomagno aguardó el regreso de Amalhar con la esperanza de que trajera firmado el tratado de paz.

Desde la pérdida de Carlos y de Pipino, le abrumaba la inquietud. Sus manos siempre se habían apoyado en los recios hombros de aquellos dos hijos suyos y ahora tenía que sostenerse solo, utilizando su bastón de marfil como si fuera un nuevo tipo de cetro, y deambular con paso lento, al descubierto por el pasadizo en ruinas, en impaciente espera de noticias que aliviasen su abatimiento.

Contaba las semanas que faltaban para poder dejar el bastón y las ropas palaciegas, montar y salir de cacería. Cuando pudiera tomar el camino de las Ardenas con sus cazadores, el diablo de la fiebre le abandonaría y podría dormir hasta que el sol dibujara las ramas de los árboles en negras siluetas sobre la tienda de campaña que le cobijaría. Pero antes debería reunir la asamblea de los señores y trazar los planes para el año siguiente.

Aquel año, la asamblea se celebraría en Aquisgrán. Cuando se lo comunicó a Burcardo, el condestable asintió en silencio.

—Bernardo deberá viajar desde Pavía para asistir a la reunión. Adalardo puede esperar en Roma.

Su oficial asintió y le indicó con aire muy serio que el conde de la Marca Bretona no podría abandonar su puesto debido a la agitación reinante en aquel territorio. Y tampoco había que contar con los señores de las montañas vascas vecinos de los gascones, pues habían desertado de las huestes armadas de Aquitania.

Aquel comentario despertó viejos recuerdos en el anciano monarca. Treinta y cinco años atrás, Roldán era el guardián de la Marca Bretona y el ejército había sucumbido ante los vascos en Roncesvalles, aquel lugar que nadie mencionaba ahora.

—¿Dices que los vascos han desertado? —inquirió. Su tono áspero alertó al comandante de sus fuerzas armadas.

—Según los informes, mi señor, han abandonado el estandarte del rey Luis y han desaparecido en sus montañas.

—¿Adonde… adonde lleva Luis su estandarte?

—Hacia Huesca, cerca del Ebro.

Carlomagno ya conocía la respuesta. Sólo quería oír la confirmación de boca de su consejero. Huesca, ciudad próxima a Zaragoza, se había rebelado contra su autoridad.

Su memoria evocó las rojizas alturas de Hispania contra el pálido azul del firmamento y volvió a experimentar el calor del sol, sofocante desde el amanecer, de aquella tierra traicionera, llena de peligros ocultos. Recordó también la imprudencia de Luis, la ciega confianza del muchacho en la protección del Señor. Los vascos habían desaparecido en sus montañas. De nuevo, rebuscó en su memoria las palabras de advertencia de su gran guerrero, Guillermo de Toulouse. Las villas desiertas en la ruta eran una señal de peligro, pues indicaban que los pastores habían dispersado sus rebaños.

Aquellos recuerdos le llenaron de malos presagios. Sólo le quedaba un hijo y toda la tarea que había desarrollado a lo largo de su vida dependía ahora de la supervivencia de Luis, el heredero. Las llamas de unas antorchas habían destruido su puente sobre el Rin, tan sólido y resistente. ¡Cuánto más frágil era el gobierno de una docena de pueblos distintos!

—Señor condestable —añadió entonces en tono ceremonioso—, transmitid de inmediato a mi hijo, Luis, mi voluntad y mi orden de que regrese a toda prisa de la Marca del Ebro, con su estandarte y sus levas armadas.

Mentalmente, recorrió de nuevo el valle del Ebro y ascendió hacia los dos pasos, uno peligroso y otro seguro. Burcardo, sorprendido y atento, esperó a que terminara de hablar.

—También es mi voluntad que utilice para su regreso la ruta de la ciudad de Urgel y el paso de la Perche hasta su ciudad de Toulouse, y luego siga camino hacia aquí para llegar a tiempo a la asamblea.

—Por Urgel y el paso de… la Perche —murmuró Burcardo, quien tenía la costumbre de repetir las órdenes que recibía. Luego, curioso, contempló al anciano rey, que parecía abstraído en sus meditaciones, preguntándose si querría añadir algo más.

Tras mucho darle vueltas al anillo del sello que lucía en uno de sus gruesos dedos, Carlomagno despertó de sus reflexiones. La asamblea del año sería festiva, anunció en voz baja, y los señores del reino, tanto legos como eclesiásticos, no acudirían para emprender una campaña sino para rendir fidelidad como emperador a Luis, su hijo. Había llegado el momento de que éste recibiera la corona. (Nada dijo Carlomagno de convocar al papa León para que se la impusiera). Que el senescal dispusiera lo necesario para atender a gran número de personalidades.

—Pues nos han llegado gozosas noticias por tierra y por mar —informó a sus paladines—. Nunca han estado nuestra tierra y nuestro pueblo más bendecidos por las gracias del Señor. Es oportuno que en este tiempo de paz y de gloria, Dios mediante, mi hijo adquiera el título de emperador, para que lo comparta conmigo hasta que lo sea en solitario a mi muerte.

Tan conveniente pareció su previsión que los paladines expresaron al instante su alivio y su contento. Einhardo informó a los médicos y éstos se alegraron de que el enfermo monarca llamara a su lado por fin a su hijo, fuerte y sano.

Esa noche, a solas en su alcoba, Carlomagno echó cuentas de las semanas que se preparaban y calculó que Luis emprendería el viaje a principios del mes del Heno. La coronación se celebraría, pues, por la Segunda Cosecha; luego, en torno a la luna del mes de la Vendimia, podría convocar a sus cazadores y tomar el camino de las Ardenas.

La leyenda creció durante aquel verano. Allí donde las comitivas de los nobles llenaban los caminos reales, tenían lugar celebraciones. Las columnas de encapuchados procedentes de los monasterios descendían de los montes y colinas cantando plegarias por los dos emperadores. Desde Orleans, donde se le unió Teodulfo, hasta la villa de Theodo, el pueblo celebró con actos religiosos el paso de Luis con lo más granado de su reino. Sin embargo, cuando las multitudes le aclamaban, gritaban también en honor del poderoso Carlomagno, reinante en su gloriosa ciudad.

Era un viaje afortunado, comentaban los señores de Provenza, pues habían cruzado los Pirineos sanos y salvos a pesar de la trampa que les habían tendido, «como acostumbran a hacer», los traicioneros vascos.

Aunque corto de estatura como su abuelo, Luis daba una estampa gallarda, ancho de hombros y muy erguido, y mostraba un gran fervor cuando rezaba en los santuarios. «El Honorable», le llamaba el pueblo por su donosura y su religiosidad.

La multitud llenaba el valle del Würm y en las colinas lejanas se alzaban numerosos pabellones, pues Carlomagno había convocado a todos los obispos y abades, a quienes tuvo durante semanas reunidos en concilio «para que decidieran entre ellos todos los asuntos para el bien del imperio». En el atril de lectura situado ante Hildebaldo —quien había llegado de la Colonia para convertirse en archicapellán de Aquisgrán—, reposaba la gran Biblia obra de Alcuino.

Largo tiempo discutieron estos señores de las iglesias sobre las nuevas leyes, los diezmos y los beneficios, mientras Carlomagno esperaba en su silla de campo junto a la iglesia de Santa María, apoyado en el bastón. Cuando los religiosos salieron a su encuentro con sus opiniones, la aguda voz del emperador les exhortó a intentar mayores empresas. —Habéis enumerado los vicios de éste, mi pueblo; ahora, exponed las buenas obras que habéis hecho vosotros […]. No existe dignidad si no es en mérito de las obras […]. Decís que hay paz y concordia; mostradme los acuerdos de paz que habéis alcanzado con mis condes, que os acusan de pendencieros […]. Porque, después del emperador, el deber de gobernar al pueblo de Dios recae entre vosotros y esos condes.

Pero no resultó fácil que aquellos señores de iglesias y monasterios alcanzaran acuerdos satisfactorios para su emperador. Los rumores sobre sus discusiones llegaron hasta los campesinos y los peregrinos en las oraciones vespertinas.

Algunos de los visitantes advirtieron cómo los mendigos mostraban sus llagas en los pórticos de palacio y cómo los vagabundos acechaban en las esquinas para rajar las bolsas. Con las carretas de los comerciantes de Pavía y de Passau llegaban prostitutas que, engalanadas con cintas y plumas de faisán, deambulaban por los patios con los ojos pendientes del paso de una capa de armiño o del destello de una mano enjoyada. Por un sólido de plata o una promesa susurrada de media hora de lujuria, los guardianes de las puertas dejaban entrar a las mujeres. En los pasillos, los sirvientes aceptaban dinero de sus manos y, entre risas disimuladas, cuchicheaban que las aves de más fino plumaje tenían su nido en el piso superior, en las cámaras reales, y les cobraban un precio más alto.

Bernardo, el joven rey, llegó de Italia con sus cuatro hermanas adolescentes y no supo dónde alojarlas porque los aposentos de las mujeres parecían, por su cháchara y sus olores, un burdel. Carlomagno alojó a las muchachas, sus nietas, entre las hijas de sus concubinas. A veces no lograba recordar el nombre de las pequeñas. Junto a la encantadora Rotaida, reinaba en aquel gallinero Adelinda, la belleza sajona, por ser la madre de Thierry, un chiquillo de siete años que era el último hijo varón del emperador.

El viejo monarca murmuró a Bernardo que su hijo entronizado y su nieto debían ocuparse de alimentar y atender a toda aquella tierna prole.

Cuando llegó Luis el Piadoso (Ludovico Pío), contempló con desdén a aquellas mujeres emperejiladas recordando a la devota Hildegarda, su madre, y decidió ocupar otra residencia junto con Hildebaldo, cosa que su padre permitió.

Carlomagno recibió a su hijo con lágrimas de alegría pues para entonces, a consecuencia de su debilidad, lloraba y reía con facilidad. Inquieto, su mirada recorrió los rostros que aparecían tras Luis y reconoció con alivio a Bera, el visigodo. En cambio, Sancho el Lobo, héroe de los vascos, no estaba en el cortejo real; Rostán de la Gironda, que había portado el estandarte, no había acudido.

Así pues, los desleales habían desertado del lado de su hijo. Luis, gozoso de contemplar la cúpula dorada de la capilla, apenas mostró inquietud por ello. Sin embargo, para Carlomagno, la lealtad era el primer eslabón de la cadena que unía a los pueblos cristianos. Sin lealtad, no podía haber honradez ni buena voluntad. ¿Cuántos eslabones eran precisos para hacer fuerte la cadena? La abundancia de las cosechas, unida a una moneda fiable, llevaba hasta el eslabón clave de las fuerzas armadas, tanto terrestres como marítimas. Este eslabón clave era el que nunca había sido capaz de forjar, pese a haberlo templado con la sangre de sus campeones, de Roldán y Erico, de Geroldo y Audulfo.

Ahora, sentado en su trono frente a las ventanas que daban al oeste, recibía a sus vasallos reunidos en el gran salón. Cuando escuchó comentarios sobre malas noticias procedentes de la costa de Campania, habló a sus leales de la paz definitiva que había alcanzado, por mediación de Adalardo, con los últimos lombardos, los beneventinos. El peligro de las flotas sarracenas había unido en alianza a griegos, lombardos y francos para hacerles frente. Cuando el conde de la Marca del Este informó de la presión de los eslavos, el emperador replicó que Hohbuki había sido reconquistada. Si se había perdido Huesca, los castillos que guardaban los Pirineos seguían sin novedad gracias a los méritos del rey Luis y a la providencia del Señor.

Todos los días observaba los rostros de quienes acudían ante él, buscando el del obispo Amalhar, que volvía de Constantinopla. Si Amalhar llegaba a tiempo de depositar en sus manos el tratado de paz firmado por el otro emperador, la coronación de Luis se produciría con los mejores augurios.

Al amanecer del día de la ceremonia, Amalhar no había llegado aún. Carlomagno salió de su alcoba cojeando y, con un suspiro de alivio, dejó caer su abultado peso en el banco para ser afeitado y peinado.

Sobre las colinas, el cielo parecía despejado. Señalándolo, comentó:

—Buena señal. ¿Acaso no están terminando las tormentas de la guerra y del hambre? Nunca ha amanecido un día con más expectativa de paz y de caridad.

Luego, notando la caricia del filo de la cuchilla en la mandíbula y del peine de marfil en la cabeza, se quedó adormilado. La enfermedad le había quitado las pocas reservas de energía que le quedaban a sus setenta y un años. Se había convertido en una máscara, en un patético trasunto de majestad. Paso a paso, cumplía a duras penas el ritual de gobernar, sostenido por un reflejo de su voluntad. Ya era incapaz de distinguir con claridad su prole de nietos, los pequeños de su familia, del imperio que había creado. Las necesidades de Thierry, el larguirucho bastardo, se confundían en su mente con la necesidad de la llegada de Amalhar…

Ya avanzada la mañana de aquel 11 de septiembre de 813, hizo su entrada en la nave de su iglesia mientras el coro entonaba «La Cruz de los fieles…». Un paso detrás de otro, avanzó entre las oscuras columnas hacia las mil y una luces del altar. Apoyado en el recio hombro de su hijo, no hizo uso del bastón. Su cabeza lucía la corona imperial y sobre el pecho llevaba el emblema real, colgado de una pesada cadena de oro. A su entender, llevaba la indumentaria más parecida a la de los antiguos emperadores.

Contemplado de esta manera por los clérigos situados a ambos lados y por la nobleza que ocupaba la galería, Carlomagno sobresalía entre todos ellos en majestuosidad. Cuando se arrodilló a orar, cuando se incorporó para dirigirse al altar, donde descansaba la otra corona, dio a todos una impresión de vivida esperanza y energía. Cuando se refirió a Luis como hijo fiel y servidor leal del Señor, todos derramaron lágrimas de alegría. Cuando preguntó a los presentes si estaban de acuerdo con su decisión de otorgar la corona del imperio a su hijo, el rey de Aquitania, todos respondieron con una sola voz que así debía hacerse «por la voluntad de Dios y por el interés del imperio».

Sólo en un instante de la ceremonia, cuando se volvió hacia su hijo y le interrogó sobre su voluntad de asumir las tareas de gobernante, su voz pareció divagar inesperadamente. Después de exigirle la protección de todas las iglesias y la caridad para todos los que sufrieran penalidades, Carlomagno añadió: «Y sé siempre generoso con tus hermanas, tus sobrinos y tus nietos, así como con todos los demás que llevan tu sangre».

Nuevamente, pidió a su hijo que jurara cumplirlo así y Luis hizo pública promesa de ello. A continuación, Carlomagno colocó la corona sobre la cabeza de su hijo y proclamó:

—Bendito sea el Señor, que ha concedido a mis ojos contemplar en este día a un hijo mío en mi trono.

—¡Larga vida a Luis, emperador y augusto! —exclamó la multitud.

Hildebaldo se encaminó entonces al altar para celebrar la misa y el coro entonó «Venid, Espíritu Santo…».

Para los testigos de aquel momento, Carlomagno estaba investido de algo más que majestad. Allí, en pie junto al altar, les hablaba como un apóstol de un tiempo pasado lleno de milagros. A continuación, el joven Bernardo se adelantó hasta el estrado para ser consagrado rey de los lombardos.

Por la tarde, toda la ciudad celebró con alegría un gran festejo. Durante los días siguientes, los señores del reino juraron fidelidad a Luis, su coemperador, y Carlomagno colmó a su hijo de los más ricos regalos. Nadie, salvo Burcardo y el propio Carlomagno, recordó que Amalhar no había regresado de Constantinopla.

Sin embargo, para sorpresa general, Carlomagno no tardó en instar a su hijo a regresar a Aquitania, donde le esperaban sus obligaciones. «Para que el señor emperador —explica un cronista— pudiera seguir ostentando su título con el honor habitual».

Los médicos y Einhardo reaccionaron a ello con profunda inquietud, pues el padre enfermo necesitaba a su lado la fuerza del hijo. Además, el lugar de un emperador del reino no era una región lejana como la Aquitania. No obstante, Carlomagno no pareció tomar en consideración la posibilidad de que otra persona pudiera compartir su autoridad en Aquisgrán. Obediente, Luis partió hacia tierras aquitanas dejando tras él un gran interrogante.

Se acercaba la luna llena del mes de la Vendimia, alzándose sobre la barrera de los pinos e iluminando la abarrotada ciudad y la cinta de plata del río. De noche, llegaba del bosque el aliento frío del otoño. Carlomagno seguía contando los días que faltaban para poder cabalgar de nuevo por la espesura.

Con la luna llena, Aquisgrán recuperó su aspecto habitual. Los pabellones desaparecieron de las colinas y, después de la puesta de sol, pocas luces permanecían encendidas. En el bosque, brillantes chispas rojas indicaban dónde se quemaba la maleza. El ganado era llevado a los campos rebosantes de grano para una segunda siega.

Carlomagno convocó por fin a sus cuatro cazadores y ordenó que prepararan monturas y mastines. Todo estaba dispuesto. Los médicos le rogaron que no se expusiera al frío y él respondió que no viajaría a las sombrías Ardenas, sino a sus cotos privados próximos a Aquisgrán. Indicó a Burcardo las cosas que debían hacerse y luego, despertando en plena noche, deambuló a tientas por el palacio hasta las velas que ardían en las salas del vestuario y del tesoro, donde permaneció un rato contemplando los arcones sellados. Tras esto, buscó a Rotaida en la estancia donde ésta dormía, aparte de las demás mujeres, y le pidió que se ocupara del pequeño Thierry, nacido como él fuera del matrimonio.

Antes del alba, se presentó ante su puerta privada de la iglesia de Santa María, sin vestir ni afeitar. Llevaba puesta la zamarra de piel de oveja y el manto azul y se sentía cómodo y tranquilo. Cuando hubo terminado las oraciones, contempló los vasos del altar y las lámparas que había ordenado mantener encendidas. Después, salió a reunirse con los cazadores.

«Partió de caza como solía hacer —escribió Einhardo—, aunque débil por la edad. Regresó de la batida por las cercanías de Aix-la-Chapelle hacia el primer día de noviembre. Luego, en enero, fue presa de una fiebre alta y guardó cama, recetándose él mismo un ayuno, como solía hacer cuando le subía la fiebre. Sin embargo, experimentó un dolor en el costado que los griegos llaman pleuresía, a pesar de lo cual continuó el ayuno, sin tomar otra cosa que bebidas esporádicas para mantener las fuerzas. El séptimo día después de caer en cama, murió a la hora tercia de la mañana, tras recibir la santa comunión, a los setenta y dos años de edad».

Carlomagno murió en enero de 814. Pocos días después del óbito, llegó de Constantinopla Amalhar, el obispo embajador, quien traía firmado el tratado de paz entre los dos imperios. Sin embargo, Carlomagno ya no estaba allí para hacerlo cumplir y para intentar unir las dos mitades hasta entonces separadas del mundo cristiano.

Desde el primer día, se produjo una situación insólita en torno a la muerte del monarca que había dominado las vidas de tantas personas a lo largo de casi cuarenta y seis años. Luis, ausente en el sur, no podía tomar las decisiones pertinentes y Carlomagno no se había preocupado de indicar a sus oficiales de palacio dónde deseaba ser enterrado. Los paladines se reunieron en consulta y decidieron dar sepultura al monarca al día siguiente, junto con todos los emblemas regios, en un sarcófago de mármol bajo el altar de su basílica de Aquisgrán, la ciudad que había fundado. Después, además, en la comitiva fúnebre de palacio sólo hicieron acto de presencia los niños y jóvenes de la estirpe real, conducidos por Rotaida.

Inquieto ante el improvisado entierro, el pueblo de Aquisgrán se apresuró a recordar los portentos de los últimos tiempos: el temblor de tierra que había derribado poco antes la columnata de Carlomagno y el rayo que había caído en la cúpula de la iglesia de Santa María y había derribado la esfera dorada.

En la propia capilla, la gente señaló a Einhardo el cambio misterioso que había experimentado la inscripción que se leía en la cornisa que remataba los pilares. En aquellas dos palabras Karolus Princeps, el color rojo de la inicial de la primera se había difuminado hasta hacerse casi indistinguible. Y entonces evocó el propio Einhardo cómo, en el año del eclipse de sol, una luz flameante había cruzado el cielo para arrebatar de la mano del emperador la lanza que portaba, presagiando con ello el cercano fin de su mandato.

Tales portentos sólo podían significar que la tierra de los francos estaba bajo la mano del Señor. ¿Qué sucedería ahora, si no era algún cambio en su mundo? Por eso, al pesar general por su pérdida se unió el temor a qué sería de ellos, privados de la protección de Carlomagno. En las villas del reino se desataron rumores tranquilizadores respecto a que el gran monarca no había muerto de verdad, sino que dormía en su tumba para despertar otra vez si se presentaba alguna calamidad, pero ello no impidió que gran número de hombres y mujeres, presa del miedo, abandonara sus hogares para buscar la seguridad de los monasterios (un comportamiento que, de estar vivo el emperador, habría provocado una furiosa diatriba de éste).

Cuando Luis llegó por fin a Aquitania, el joven emperador demostró ser un hombre meticuloso y fanáticamente devoto. Con gran escrupulosidad, llevó a cabo todas las directrices de su padre respecto al reparto del tesoro palaciego. Al mismo tiempo, nombró a cuatro árbitros para que expulsaran de las estancias de palacio al corro de mujeres privilegiadas y demás gorrones. Mendigos y porteros ávidos de sobornos fueron apartados de las puertas de palacio, al tiempo que se proscribía a los prestidigitadores y los osos bailarines, tachándoles de criaturas del Diablo.

Luis ordenó que se levantara un arco de oro sobre la tumba, con la siguiente leyenda:

AQUÍ YACE EL CUERPO DE CARLOS,

GRANDE Y DEVOTO EMPERADOR,

QUE ENSANCHÓ CON NOBLEZA

EL REINO DE LOS FRANCOS

Muy pronto, sin embargo, se produjo un cambio. Luis, Ludovico Pío, se propuso ser un emperador devoto, heredero de los emperadores romanos. Gobernando con benevolente tolerancia, celebró espléndidas asambleas e hizo uso del título de Emperador Augusto que su padre había evitado utilizar. En el palacio de Ingelheim, ordenó pintar murales que mostraran las victorias de Carlos Martel, la fundación de las ciudades de Roma y Constantinopla y la coronación de su padre.

El nuevo emperador emprendió con celo la tarea de ocuparse de las iglesias, pero no salió a recorrer los caminos de sus provincias ni a inspeccionar las costas del reino. La gran mayoría de sus súbditos sólo le conocían de nombre y se vieron obligados a buscar la clemencia y la ayuda de sus señores locales. Privados de la magia del nombre de Carlomagno, su lealtad se volvió más y más hacia los condes y los duques. Y éstos también se hicieron cada vez más independientes del emperador recluido en Aquisgrán.

En cuanto a la familia, Luis protegió con esmero a la joven prole de bastardos de su padre, muchos de los cuales destacarían más adelante, como el cronista Nitardo o como Thierry, celebrado abad. Sin embargo, en Italia, Bernardo —testarudo como su abuelo a su edad— se rebeló contra su tío, el emperador. Teodulfo, aquel hombre de gran imaginación, se unió a la rebelión, que fue ahogada en sangre.

Carente de fuerzas para controlar los cambios continuos en sus dominios, Ludovico Pío siguió el ejemplo de sus antepasados dividiéndolos entre sus tres hijos. En su caso, éstos le sobrevivieron y la muerte de Luis marcó el inicio de su lucha por hacerse con el mando supremo. Un poeta describió así la batalla que libraron en Fontenoy, en 841:

Suena el grito de guerra

y estalla en el campo la lucha feroz,

en la que un hermano abate a otro hermano […]

olvidado su antiguo afecto.

Luis había sido un gran devoto, pero la religión por sí sola no podía mantener unido aquel naciente imperium de cristianos, impulsado por las personalidades de Carlos Martel y Pipino el Breve y moldeado y ampliado por Carlomagno. Desaparecido éste, carente de base racial y de instituciones duraderas, el imperio dejó de existir.

Curiosamente, Luis fue el primero en utilizar el título de emperador romano y lo hizo cuando el imperio occidental estaba agonizando y empezaba en Europa la era caótica del feudalismo. De pronto, el Rin dejó de ser una poderosa arteria de comunicaciones y se convirtió en una barrera fortificada entre los pueblos de lenguas germánicas, al norte y al este, y los pueblos de lenguas romances de la Franconia occidental y la Aquitania (es decir, entre las futuras Alemania y Francia). El pasillo de comunicaciones de Carlomagno, que iba desde los Países Bajos hasta Italia cruzando los Alpes, desapareció en el caleidoscopio de enclaves feudales —salvo una vaga y simbólica «Lotharingia»— y las llanuras de Lombardía volvieron a ser un camino de conquista, con ciudades aisladas —fortificadas con murallas más altas y gobernadas por sus propios duques palaciegos y por los gremios de la plaza del mercado— que se convertirían con el tiempo en Milán, Florencia y Ferrara. Por su parte, los venecianos de la isla de Rialto buscaron su futuro en el mar.

En todas partes, con el resquebrajamiento del imperium de Carlomagno, los vasallos feudales se aferraron a sus señores, y las abadías a sus prebendas. Poco después, empezaban a desafiar la autoridad central de los reyes. La Roma papal, carente de una fuerza armada como la de un Pipino o un Carlomagno a la que pudiera llamar en su auxilio, se hundía en una nueva debilidad. Algunos fragmentos de las zonas fronterizas carolingias darían lugar a nuevas comunidades en el norte cristiano de Hispania y a lo largo del Danubio, donde Austria tomaría forma a partir de la Marca del Este. Sin embargo, aunque la breve dinastía carolingia declinó y el naciente imperio murió, hubo algo que sobrevivió, inadvertido y casi clandestino.

El renacimiento carolingio continuó. Pese al hundimiento de los gobiernos, pese a las guerras, una frágil herencia de conocimientos y esperanzas se mantuvo viva. La escuela de Carlomagno, la comunidad de mentes de Alcuino, las cancioncillas de Angilberto, los tribunales abiertos de Teodulfo y las iglesias de sólidos muros fueron los esfuerzos pioneros de una recuperación más amplia. La capilla de Aquisgrán, el palacio de Ingelheim o la comunidad de Saint-Denis tuvieron otros pequeños destellos de esplendor. La línea vital de comunicaciones entre las iglesias de Carlomagno, desde Bremen a Tortosa, no se interrumpió por completo.

Los grandes cantos gregorianos, los sacramentarios y breviarios, la nueva Biblia de Alcuino, se transmitieron en el silencio de los monasterios. La copia de libros en la clara escritura carolingia continuó. Los versos de Virgilio y la visión de san Agustín llegaron a mayor número de mentes ignorantes, pasaron de abadías y palacios a las escuelas parroquiales. Escaparon a la destrucción de las invasiones bárbaras porque no podían ser saqueadas o pasadas a fuego. Huyeron con los monjes a las montañas, a Reichenau y al lago de Constanza, donde los artistas perfeccionaron su habilidad en la iluminación de los textos.

La escritura carolingia penetró en Italia hasta Montecassino. En la Inglaterra anglosajona, Alfredo el Grande, un rey de Wessex que también luchaba por mantener viva la cultura mediante la copia de libros, mandó a buscar en tierras francas instructores como Juan el Sajón.

Para entonces, el recuerdo del Carlomagno de carne y hueso había quedado oscurecido. Hizo su última aparición en muchos siglos cuando Einhardo, el enano, se retiró al monasterio benedictino que había enriquecido con reliquias traídas de Roma en sus viajes. Allí escribió Einhardo el afectuoso retrato de su gran rey y compañero, el Vita Karoli. Sin embargo, a este retrato humano, el enano añadió toques nostálgicos, así como algunos atributos de su otro héroe favorito, César Augusto. Para entonces, transcurrida una década desde su muerte, el Carlomagno real empezó a asumir el aspecto físico del monarca de la leyenda.

El recuerdo de su afición a las mujeres no se desvaneció sin dejar rastros. Un monje anónimo escribió una Visión de Carlomagno en la que relataba cómo el poderoso franco había llevado a una santa virgen, una tal Amalberga, a su palacio y apuntaba que, a consecuencia de ello, sufría ahora los tormentos del purgatorio. Sin embargo, ésta fue una voz solitaria que se perdió pronto en el coro de cantilénes, relatos populares y nuevas redacciones monásticas de la vida y las hazañas del hijo de Pipino el Breve.

Pues, por alguna alquimia de la imaginación humana, Carlomagno se convirtió en héroe, no ya de las crónicas de corte o de las leyendas de sus propios francos, sino de cualquiera que escribiera, narrara o cantara entre las nuevas calamidades que se abatieron sobre la Europa occidental. De este manera, se convirtió finalmente en el monarca heroico de toda la humanidad.

Poco después de Einhardo, el estudiante poeta Gualfredo Strabo escribió un prefacio a la Vita Karoli de aquél. Aunque Gualfredo parecía al corriente de los hechos reales en torno al difunto rey, su «muy glorioso emperador Carlos» ya mostraba rasgos del extraordinario monarca de una era dorada. «[…] Más que ningún otro rey mostró interés en hacer buscar hombres sabios […]. Transformó su reino, que estaba a oscuras y ciego —si se me permite utilizar tal expresión— cuando Dios lo puso en sus manos, en un lugar radiante con el esplendor de una nueva erudición, desconocida hasta entonces en nuestra sociedad bárbara. Pero ahora, una vez más, los hombres vuelven su atención a otros intereses y la luz del saber, menos apreciada, agoniza en la mayoría de ellos».

Quizá no resulte sorprendente que las hazañas de Carlomagno se exagerasen de esta manera; pero, por cierto, es extraordinario que, en la leyenda, pasara a ser lo que no había sido jamás en vida.

El arnulfingo de carne y hueso había sido un hombre bastante alto y extraordinariamente fuerte, sobre todo en determinación, así como muy perspicaz en su juicio de las personas. Al cabo de tres generaciones su fantasma, el Carlomagno de las leyendas, había cambiado de aspecto físico. Para entonces, sacaba una cabeza a cualquier hombre y la simple mirada de sus ojos penetrantes causaba el terror en los paganos y en los enemigos. También había mudado su vieja indumentaria franca por las galas imperiales y ceñía su frente con una corona cuando salía de caza. Cuando se encolerizaba, reducía a todos los presentes a un silencio tembloroso. Y, en su camino de vuelta al malhadado paso de Roncesvalles, su figura mítica ordena al sol que se detenga en el cielo para prolongar el día.

En vida, el corpulento franco no había sido una figura dotada de majestuosa dignidad. Su sosias legendario se convirtió en un ser mayestático, omnisciente y todopoderoso. Una larga barba añadía dignidad a este aureus Karolus, a este Carlos de oro. Naturalmente, el cuerpo contenido en la tumba de Aquisgrán se adecuó a la leyenda. Allí, Carlomagno dormía su largo sueño sentado muy erguido, con un gran tomo de los Evangelios sobre las rodillas y el rostro vuelto hacia la puerta de la iglesia. Dado que no estaba muerto, su barba florida continuaba creciendo, incluso entre las rendijas de las losas.

Por esa época (885), el notable monje de Saint-Gall escribió su Gesta Karoli, «Gestas de Carlos», para describir con su «boca balbuceante y desdentada» los grandes acontecimientos del «imperio dorado del ilustre Carlos». Después de escuchar los ecos de las cantilénes de viejos soldados, el buen monje aporta un giro realista a muchas de sus anécdotas sobre la figura tangible, terrenal, del «sagacísimo rey Carlos». Sin embargo, para entonces, el gran monarca ya se ha convertido para todos, incluso para el cronista, en un «Carlos de hierro» cuyo pueblo, «más duro que el hierro también, rendía honor universal a la férrea firmeza de su señor».

De este modo, en la memoria del monje, un invencible Carlomagno gobernaba sobre un pueblo belicoso a lo largo de una época dorada de paz y seguridad. Esta figura mítica significa una asombrosa metamorfosis de aquel franco, que no había sido un líder en el campo de batalla pero que había conducido a un pueblo poco combativo a sucesivas campañas a lo largo de casi cuatro décadas.

De esta transformación tuvieron la culpa las invasiones. Carlomagno apenas llevaba una decena de años en la tumba cuando los normandos empezaron a realizar incursiones a lo largo de las fronteras marítimas. Remontando las aguas del Rin, del Sena y del Loira, sus flotas avanzaron hasta devastar las ciudades, pues ya no había ningún ejército que pudiera rechazarlas. Ya en 845, un nieto de Carlomagno fue testigo impotente, junto a sus señores y las levas —que se negaron a atacar a tan formidables invasores—, de cómo los nórdicos se llevaban de las poblaciones del Sena a más de mil cien cautivos.

Un segundo Godofredo remontó el Loira con sus largas naves para saquear e incendiar Tours. La Orleans de Teodulfo cayó ante un ejército llegado por mar. En Saint-Denis, los invasores profanaron las tumbas de los arnulfingos para apoderarse de los objetos de valor que adornaban los cuerpos. Luego, ascendiendo el curso del Mosa, llegaron a Aquisgrán, donde quemaron la iglesia de Santa María. Entre incursión e incursión, los grupos de feroces bárbaros montaron campamentos de invierno a lo largo de las costas.

Mientras los triunfantes normandos daneses se aventuraban hasta la misma Hispania, las flotas musulmanas de Al Andalus y del norte de África se adueñaron del Mediterráneo occidental. Desde sus bases insulares, los agresivos sarracenos (abasidas aliados con omeyas) capturaron el puente de tierras hasta Italia. Después de apoderarse de Malta, se concentraron a lo largo de la costa siciliana próxima a Palermo, conquistaron una cabeza de playa junto a Salerno y penetraron hasta el Adriático y, por la costa del Tirreno, hasta Roma.

Aunque era el fervor religioso lo que impulsaba a los musulmanes a atacar, los almirantes árabes demostraron una gran habilidad táctica en el uso de sus organizadas flotas. En 837, frente a Sicilia, una de éstas replicó al «fuego griego» de una escuadra bizantina con unos novedosos lanzadores de nafta inflamada. Muy pronto, los sarracenos consiguieron su objetivo, que era expulsar a la marina bizantina de las rutas mediterráneas.

En Roma, otro León construyó una muralla defensiva desesperada en torno a San Pedro. Remontando el Volturno, los jinetes árabes avanzaron hasta la altura rocosa de Montecassino, sin apenas oposición. Los diseminados reyes carolingios carecían de naves y los papas, de ejército; Benevento sólo buscaba defenderse y las naves de guerra venecianas casi no actuaron debido a que su puerto de Rialto seguía a salvo; por último, la flota bizantina se limitó a luchar por mantener abiertos los canales comerciales.

La propia Constantinopla, en lugar de unir sus fuerzas a las del Occidente cristiano, se retiró de nuevo al aislamiento. Flotillas de escandinavos llegadas de los ríos asaltaron la ciudad reina mientras los poderosos búlgaros conseguían el dominio de las tierras balcánicas y de la costa dálmata.

Más allá de los búlgaros, un peligro aún mayor surgió de «la gran llanura del Este». Salvajes magiares siguieron el Danubio hasta los valles bávaros; sus jinetes irrumpieron en la Marca del Este de Carlomagno, rodeando las islas venecianas, hasta separar irremediablemente la devastada Aquisgrán de la cercada Constantinopla. El comercio del mundo exterior dejó de llegar a los restos del reino franco, cuyo pueblo se veía empujado tierra adentro, a los territorios que ocupaba antes del ascenso de los primeros arnulfíngos.

De nuevo, los francos supervivientes se vieron abandonados a sus propios recursos. Se inició una tremenda migración que les llevó lejos de las costas, de las rutas fluviales y de los valles fértiles, hacia la seguridad de las montañas. Los fugitivos se volvieron rumbo al este, vadeando el Rin con sus rebaños para protegerlos en los bosques sajones, y buscaron refugio en los castillos de los señores locales, poderosos y combativos. De nuevo, quedaron aislados de los puertos marítimos.

Se extendió la inactividad. Salvo en el norte de Italia (la antigua Lombardía), la vida urbana cesó. Se dice que en Roma, entre los años 870 y 1000, no se construyó ningún edificio nuevo ni se reparó ninguno antiguo. La isla de París fue sitiada y saqueada por los metódicos y combativos normandos.

Ya no existía ninguna fuerza que protegiera al pueblo cristiano. Las congregaciones supervivientes sólo esperaban ya la salvación después de la muerte. En aquel estado de desesperación generalizada, parecía como si todo el mundo conocido estuviera encaminándose a su final en el ya cercano año 1000 del Señor…

Pero el recuerdo de Carlomagno se mantuvo vivo a lo largo de aquella desintegración social, de aquel paréntesis en el pensamiento. Se mantuvo, y cambió. La imagen del «rey despreocupado» que nunca cedía a la desesperación se convirtió en la del señor de la cristiandad, el sire de la chrétienté, que preservaba a su pueblo. En comparación, la era de Carlomagno se veía como una luminosa época de paz. Más aún, por una suerte de transmutación de la añoranza, el nombre de Carlomagno se convirtió en la esperanza de los diversos pueblos cristianos. En la misma medida en que aumentaban sus padecimientos, creció la añoranza de su esperanza perdida.

A finales del siglo IX, sucedió algo muy inusual con el recuerdo de Carlomagno. Debido a la devastación causada por las disputas civiles y por las invasiones bárbaras en el reino franco ancestral, desde el Loira al Rin, se perdió gran parte de los registros escritos, de los edificios, de los propios objetos y de las tradiciones locales. Los maestros y eclesiásticos huyeron de las antiguas ciudades romanas junto a los ríos y se refugiaron en las montañas del este. Irónicamente, muchos nobles francos emigraron, atravesando el Rin, a la seguridad de la antigua Sajonia. Allí, los centros monásticos de la vieja Marca del Este, desde Fulda a Saint-Gall, se convirtieron en los nuevos centros de supervivencia.

El efecto de este éxodo resultó decisivo sobre el recuerdo de Carlomagno. Los rastros del hombre de carne y hueso desaparecieron casi por completo, mientras las hazañas del personaje legendario acompañaban a los emigrantes a los nuevos territorios. En todas partes, los libros y reliquias preciosos rescatados del amenazado valle del Rin se convirtieron en evidencia de las gestas del idealizado señor de la cristiandad.

Durante las siguientes generaciones, sumidas en penalidades, poco se escribió acerca de Carlomagno. Su recuerdo, cabe decir, se mantuvo en una suerte de clandestinidad. Pero se mantuvo. Se transmitió en las narraciones de los viajeros y se incorporó en las canciones. Los monjes de Fulda, en sus observaciones de las estrellas, denominaron a la constelación de la Osa Mayor el Karlswagen, el «Carro de Carlos». Los hospederos de los Pirineos señalaron una cruz de piedra como perteneciente a Carlomagno. Los cazadores de los Alpes explicaron que un venado blanco había aparecido ante el rey Carlos para mostrarle el camino hacia el este.

En el recuerdo de Venecia, cuyas lagunas había intentado dominar, su figura se convirtió en la del inspirado profeta de la conservación de la ciudad. Los venecianos dijeron que el monarca había pasado por sus canales y, arrojando una pesada lanza en lo más profundo de sus aguas verdes, había declarado: «Tan cierto como que ninguno de nosotros volverá a ver jamás esa lanza, os aseguro que vuestros enemigos serán siempre derrotados por la cólera de Dios».

Difundido de esta manera por los narradores de leyendas, el recuerdo de Carlomagno arraigó en muchas tierras. Trasplantado, este recuerdo tendió a convertirse en la imagen de un benevolente monarca universal. En Sajonia, transformada ahora en punto de reunión de la fuerza germánica, esta imagen experimentó una evolución bastante notable. Los teutones del siglo X parecieron recordarle, en primer lugar, como legislador y, luego, como el rey legendario que les había llevado el cristianismo. ¿No eran una prueba irrefutable de ello las muchas y bellas iglesias de madera que había ordenado consagrar?

Los libros iluminados, las piezas de orfebrería y las excepcionales tallas de marfil que se conservaban en Fulda y en Reichenau, ¿no atestiguaban acaso el esplendor de su reinado? Cuando estos germanos del este empezaron a plantear una verdadera resistencia frente a normandos y magiares, sus nuevos reyes, los Otones, se alzaron en Sajonia empleando una serie de confusos conceptos que atribuyeron a Carlomagno. Estos germanos no podían considerarle del todo uno de los suyos, pero tampoco podían pasarse sin él. Así pues, le adjudicaron el título de primer emperador de su imperium Teutonici. El primer Otón imitó las celebraciones de Carlomagno y se hizo coronar, como él, en la reconstruida capilla de Aquisgrán. El tercero de los Otones trató de obtener la coronación más lejos, en Roma, como nuevo restaurador —tras Carlomagno— del antiguo Imperio Romano. (Precisamente lo que el monarca franco no había querido restaurar).

Después de reverenciarle como rey misionero y de honrarle como fundador de su «imperio» (que pronto recibiría el insólito nombre de Sacro Imperio Romano), los germanos empezaron a considerar a Carlomagno un santo que mantenía contacto con el paraíso mediante la intervención, como mensajero, del arcángel san Gabriel.

Para entonces, su figura mítica se convirtió en una fuerza viva en la mente de las gentes.

Aunque debilitado, el mundo no terminó en el año 1000. Al contrario, una nueva vitalidad se extendió por la Europa cristiana y el Carlomagno legendario cobró también nueva vigencia.

Como un espíritu invisible, acompañó a los peregrinos que viajaban de santuario en santuario. A lo largo de estas rutas de peregrinaje, los monasterios y las posadas intentaron, naturalmente, atraer a los peregrinos mediante milagros y reliquias. ¿Qué milagro atraía más multitudes que el hecho de que aquel sire de la chrétienté hubiera formulado una profecía acerca del lugar? ¿Qué reliquia podía ser más codiciada que un fragmento de escrito o un retal de tela «pertenecientes realmente a Carlomagno en persona»?

La vía a través de los Pirineos pasó a conocerse como «el camino de los francos». (En realidad, esta ruta de peregrinación no atravesó el valle, bastante poco profundo, llamado de Roncesvalles). Cada uno de los lugares de acogida de viajeros revivía febrilmente el recuerdo de Carlomagno como el más puro de los peregrinos y el más poderoso de los monarcas. Este recuerdo se extendió hasta el mismo borde del temible océano occidental, cerca del cual se encontraba el santuario de Santiago de Compostela. ¿Acaso Carlomagno no había visitado el lugar cuando conquistó toda Hispania, excepto Zaragoza, a los infieles mahometanos? Ciertamente, sólo la barrera del océano había impedido al gran viajero proseguir su avance. (Esta leyenda acerca de que su triunfal expansión se vio frenada por el mar persistió durante mucho tiempo).

Cuando los poetas de Provenza empezaron a elaborar sus trovas, complacieron a sus audiencias con el relato de las hazañas de Carlomagno, el rey y campeón del Señor. Y el público quiso oír más y más historias sobre el monarca.

En la isla de París, los trovadores evocaron en sus cantos cómo el gran rey había instalado su corte junto a la roca de Montparnasse y cómo había bendecido la iglesia de Santa Genoveva.

Cuando estas primeras trovas se convirtieron en las grandes chansons de una nueva Francia, Carlomagno apareció en ellas como celebrado monarca de aquella tierra generosísima, un roí en France de moult grant seignorie. ¿Acaso no había sido devoto del buen san Dionisio desde su juventud? Aquel rey de antaño había trabajado toda su vida por la dolce France. Trovadores y oyentes, todos estaban convencidos de que, en tiempos de Carlomagno, su dulce Francia se había extendido hasta muy lejos, más allá de las umbrías Ardenas y de los pasos nevados de los Alpes y de las tierras de los hunos, hasta la mismísima Catay.

Con este inicio de la vida feudal, la imagen de Carlomagno adquirió los atributos de un monarca feudal. Poderosos vasallos le servían: veinte duques transportaban las fuentes a su mesa, cuatro reyes le asistían y el propio Papa celebrada la misa para él. Sin embargo, en la coronación de su hijo Luis, había sucedido algo inesperado. ¡Para gran disgusto de Carlomagno, Luis había mostrado miedo de adelantarse para recibir la corona imperial! Los psicólogos de la historia tal vez podrían reconstruir la realidad de lo sucedido en la coronación de Aquisgrán.

Con el advenimiento de la figura del caballero andante y la aparición de los cantares celebrando el valor heroico del combate singular, la imagen de Carlomagno como campeón de la dulce Francia encajó fácilmente en este nuevo molde. El hombre que había sido un consumado estratega y gran motor de pueblos en la vida real, se convirtió en rey guerrero al nuevo estilo, capaz, con un solo golpe de su espada, de partir en dos a un enemigo acorazado, desde el casco hasta la silla de montar. El hombre que había intentado mantener a sus francos apartados de la batalla abierta, decidía ahora las guerras con un único asalto triunfal de sus lanzas. La espada de hierro de ancha hoja que, según las crónicas de su tiempo, sólo portaba al cinto en las ceremonias, también adquirió una nueva personalidad. De nombre Joyeuse, forjada en el más fino acero, llevaba en la empuñadura la más preciada de las reliquias: un fragmento de la Santa Lanza. Y dado que los juglares de esa época posterior se interesaron muy pronto en hablar de los amores de sus héroes, Carlomagno también se convirtió en campeón y defensor de alguna dama sin par; con frecuencia, esta figura femenina era la hija del rey moro de Hispania, convertida al cristianismo por el franco tras abjurar de la diabólica adoración a «Mahoma». Su prole de hijas lozanas y sensuales quedó transformada en la persona de una única hija virtuosa, blanca como un lirio y encarnada como una rosa, de nombre Bellisenda.

Nada que resultara llamativo a la imaginación popular le fue negado a la figura mítica de aquel «primer rey de Francia, coronado por Dios entre los cánticos de los ángeles». Incluso a sus doscientos años de edad, Carlomagno se levanta de su trono de marfil y hace acopio de fuerzas para acudir en ayuda de su pueblo al grito de: «¡Barones de Francia, a los caballos y a las armas!». En las casas de campo, las madres consolaban a sus hijos en las privaciones repitiendo que «cuando Carlomagno contempló nuestras penalidades, las lágrimas rebosaron de sus ojos y resbalaron por su larga nariz y por su barba blanca hasta caer sobre el cuello de su caballo».

El imaginario de la nación franca reclamó celosamente como propio a este Carlomagno de leyenda. Al propio tiempo, el aspecto físico del durmiente en la tumba de Aquisgrán cambió también para adecuarse a la leyenda. Desde la diadema de oro, un velo descendía sobre su rostro. Su mano izquierda enguantada sostenía sobre sus rodillas los Evangelios encuadernados en oro, mientras la diestra blandía la espada desnuda «perpetuamente desenvainada contra sus enemigos».

Muy pronto, esta figura imaginaria del arnulfingo se hizo visible a los ojos de los curiosos. Los iluminadores de los manuscritos de sus leyendas le pintaron despertado de su sueño por el buen Santiago, o entrando a caballo en Constantinopla. En los tapices, fue representado portando todos los atributos de su realeza, envuelto en armiño y terciopelo y sosteniendo en las manos el orbe y el cetro. Los orífices crearon relicarios para guardar sus huesos y pertenencias (su cuerpo había sido exhumado para ser investido, entre otras cosas, con un manto de seda púrpura bizantino, adornado con elefantes). Cuando los vitrales empezaron a dar esplendor a las iglesias con sus cristales de vivos colores, la imagen del Carlomagno legendario quedó a la vista de los feligreses.

A estas convincentes imágenes se sumó pronto una biografía. Un monje de Chálons, deseoso de honrar a su santo patrón, Santiago de Compostela, recopiló a partir de las leyendas una vida de Carlomagno verdaderamente prodigiosa para instrucción de futuras generaciones.

Con ello, el mito convirtió a Carlomagno, más de tres siglos después de su muerte, en monarca de un mundo feliz y en armonía, en el cual los normandos eran arrojados al mar, los sarracenos eran expulsados de la cristiandad y la ayuda del Señor traía alivio a todas las penalidades humanas.

Tal vez sólo en una época de creciente fe y vitalidad como aquélla pudo una leyenda semejante dejar su impronta en las cortes reales, en las instituciones nacionales, en la vida monástica, en la literatura popular y en las artes. Pero así sucedió con la figura de Carlomagno.

Un verdadero interrogante sobre su vida y su tiempo dominó la Europa medieval. ¿Qué había sido, exactamente, el imperio de Carlomagno? ¿Había sido el Imperium Christianum? Los eclesiásticos así lo afirmaban. ¿Se había tratado del Imperium Romanorum? La corte papal mantenía que así era en efecto, asegurando que aún poseía la autoridad mediante la cual León le había coronado emperador en Roma. ¿Había sido el Imperium Francorum? Los recién elevados monarcas germanos proclamaban que Carlomagno había fundado su Imperio Germánico. Uno de esos monarcas logró incluso hacerle canonizar, localmente, para iniciar el culto a su persona. Las tres cosas eran rechazadas por los francos, que veían en el legendario monarca a su primer rey.

Así empezó la larga disputa entre los poderes y las personalidades de la Europa occidental y cristiana que Carlomagno había intentado en vano unificar. Los monarcas del Sacro Imperio Romano —que nunca llevaron a cabo tal unificación de Europa— volvieron su vista a Carlomagno. Federico Barbarroja invocó sus gestas como precedentes para su propia ambición; Federico II llevó a cabo una nueva exhumación de sus restos para colocar un segundo manto sobre su sudario de los elefantes y, en tiempos mucho más modernos, Napoleón Bonaparte, autoproclamado emperador de los franceses, invocó el recuerdo de «nuestro predecesor, Carlomagno». Sin embargo, todo esto entra en el terreno de la historia, no de la leyenda.

Esta se negó a morir. Ni siquiera quedó limitada a un territorio determinado. En Aix-la-Chapelle corrió la voz de que las campanas de la iglesia sonaron sin que nadie las tañera cuando Carlomagno murió. En las montañas de Baviera, se decía que el emperador esperaba allí, en el interior de una caverna. En Renania contaban que, cuando la barba de Carlomagno hubiera crecido hasta dar tres vueltas a la tumba, llegaría el fin del mundo.

Cuando los cristianos de Hispania iniciaron su larga lucha por la libertad frente a los califas de Córdoba, sus trovadores contaron cómo Carlomagno les había precedido en aquella empresa, con Roldán. En la leyenda, las figuras de sus paladines se transformaron en los Doce Pares, héroes de otras leyendas, ahora al servicio de Carlomagno: Oliver y Ogier el danés, y el duque Naimes de Baviera, y el valiente arzobispo Turpin.

Cuando gascones y provenzales participaron en esta guerra, lo hicieron bajo la bandera de Carlomagno, el estandarte de Jerusalén, convertido ya en el pendón de Francia.

En torno a ellos tomó forma la Canción de Roldan, con su carga de valor y de muerte.

Cuando los hombres de Occidente, desde Inglaterra hasta la Renania, dejaron sus casas para emprender la primera Cruzada, se produjo una exaltación de los espíritus, un sentido de nuevos horizontes a descubrir, que no había existido desde los tiempos de Carlomagno.

Los cruzados que partían por mar o por tierra oían en las tonadas de los trovadores cómo Carlomagno había arrebatado Jerusalén al sarraceno Harún. El gran rey había viajado a Jerusalén, a la tierra de los apóstoles, para proteger el propio Santo Sepulcro.

Así, la imagen de Carlomagno siguió ejerciendo un influjo en la mente de la humanidad en general, convocándoles allí donde estuvieran. Su figura acompañó a los viajeros dondequiera que llegaran los caminos.

El bárbaro arnulfingo que construyó su ciudad en el bosque y alzó en ella la pequeña iglesia gris de la Virgen se había convertido en un recuerdo celosamente protegido, que recorría Europa; un recuerdo de una época desaparecida durante la cual los cristianos, de algún modo, se habían unido para buscar juntos a su Señor.