IX. La ciudad de Carlomagno

«Tres mesas de plata hay en el tesoro —apunta Einhardo, el enano—. En la cuadrada aparece la imagen de la ciudad de Constantinopla; en la redonda, un plano de la ciudad de Roma; la tercera, superior con mucho a las demás en belleza, recoge un plano de todo el universo en tres círculos».

Carlomagno, pues, había conseguido su mapa del mundo. Pero ¿por qué las ciudades, tan meticulosamente grabadas en la superficie de las mesas? Estas, por supuesto, debían de parecerle más útiles que las pinturas murales, como la del palacio de Letrán. Pero los planos de las ciudades tenían un propósito definido; ofrecían a sus ojos el verdadero aspecto de la Roma original y de la segunda Roma, Constantinopla, que no había visitado pero que podía contemplar de todos modos. Y su propia ciudad de Aquisgrán podía convertirse en una tercera Roma.

Sin embargo, por muy hábiles que fueran los trazos de aquellos planos —y Einhardo los consideró muy hermosos y a la altura de su héroe y rey—, no revelaron al gigantón bárbaro qué había creado ambas Romas. La primera había crecido casi por accidente en las colinas sobre el fangoso Tíber, gracias a que los césares romanos habían controlado el mar, con su comercio. Lo habían llamado «nuestro mar». Y, de hecho, su imperio no había avanzado muy lejos de las costas de aquel mar Interior (Mediterráneo) que lo sostenía.

Después, Constantino el Grande había trasladado la sede de su imperio al Este, a la «Ciudad de Constantino», en la encrucijada de los mares interiores y las rutas comerciales de tres continentes. Su situación excepcional la había sostenido durante casi tres siglos frente a las tensiones económicas y frente a las invasiones bárbaras. Y ello a pesar de los muchos césares locos, neuróticos o absolutamente incapaces que había tenido.

En Aquisgrán, Carlomagno quedaba muy lejos de aquel mar generador de poder y, además, estaba aislado de su comercio por la presencia de las flotas árabe y bizantina. En torno a Aquisgrán no había ninguna posibilidad de revivir el Imperium romano, entre aquellos toscos pueblos de los bosques que surcaban los ríos en sus botes de cuero y mimbre. Sin embargo, después de ser coronado emperador romano, Carlomagno había abandonado Roma y Rávena, e incluso la concurrida plaza fuerte de Pavía; estaba dispuesto a convertir Aquisgrán en su capital y, hasta entonces, no había fracasado en ninguno de sus empeños.

Un vistazo a aquella futura capital habría desanimado a cualquiera. Es cierto que el pequeño río Würm serpenteaba plácidamente bajo los olmos del verde valle, surcado de esquifes que llevaban pescado al mercado de la ribera, y que su palacio de piedra gris coronaba una colina de suaves laderas, exhibiendo sus columnas de pórfido púrpura y mármol verde que recordaban vagamente los edificios de Rávena. Sin embargo, la basílica octogonal no se parecía apenas a San Vítale pese al esfuerzo volcado en su construcción. Durante la ausencia de Carlomagno, los obreros se habían quedado sin mosaicos y habían acabado de recubrir las paredes con placas de piedras de colores. Además, su escaño de mármol en la galería porticada había sido tallado tan pequeño que apenas podía encajar en él sus caderas. En realidad, aquella iglesia de la Virgen María no era mayor que una capilla y, de hecho, los peregrinos ya hablaban de Aix-la-Chapelle.

En San Pedro, el franco había podido observar que los ornamentos daban esplendor a la casa del Señor, sobre todo si estaban brillantemente iluminados. «Adornó la hermosa basílica de Aix-la-Chapelle —explica Einhardo con entusiasmo— con lámparas de oro y plata, y con pasamanos y puertas de bronce macizo. Y la dotó de gran número de vasos y receptáculos de oro y plata, así como de finas vestiduras en tal profusión que ni siquiera los ostiarios tenían que llevar a cabo sus tareas con su ropa de diario. Dedicó grandes esfuerzos a mejorar el canto, pues el rey destacaba en este arte, aunque nunca cantó en público, salvo en voz baja y a coro con otros cantores».

No obstante, los adornos e indumentarias brillantes y lujosos no podían remediar las especiales características de la capital de aquel futuro imperio. Dado que los funcionarios de la corte viajaban con Carlomagno, acompañados de sus familias y servidores, cada vez que el monarca abandonaba Aquisgrán, la ciudad fundada nueve años antes se convertía en un lugar desierto. En cambio, cuando Carlomagno regresaba, la capital bullía como un avispero, con gentes que instalaban tenderetes en el mercado y levantaban chozas en torno a las casas de los nobles. Los visitantes alzaban sus pabellones en las laderas de la colina, hasta el punto que era preciso apostar centinelas para impedir que invadieran las tierras consagradas del camposanto catedralicio y del cementerio judío.

Tal multitud de nobles atraía, a su vez, a mercaderes de Hispania, talladores de madera de la Ciudad de Plata, juglares de taberna y a cientos de personas que, procedentes de todos los rincones, acudían a presentar sus peticiones al nuevo emperador. Los francos del reino aceptaron la exaltación de Carlomagno sin pestañear; aun sin entender qué significaba, brindaban por ella y entonaban canciones de alabanza a su monarca. Cuando éste se ocupó de que todos los hombres libres mayores de doce años le prestaran un nuevo juramento de fidelidad «también como cesar», todos lo hicieron de bastante buen grado. ¿Acaso el hijo de Pipino, el arnulfingo, no merecía ser también Imperator y césar? Lo único que deseaban era poder alzarle de nuevo sobre sus escudos, al viejo modo germánico.

Carlomagno puso remedio a esa peculiar estacionalidad de Aquisgrán convirtiéndola en su hogar permanente. A partir de entonces, las cabañas se convirtieron en sólidas casas de piedra y los señores opulentos transformaron las granjas vecinas en villas residenciales. Los antiguos cuarteles romanos fueron reformados en posadas para peregrinos.

Casi al mismo tiempo, una noticia procedente de Italia llenó de expectación a los ciudadanos de la nueva Aquisgrán. ¡Aquella bestia fabulosa, el elephas, venía por fin del Oriente para ser entregada a Carlomagno! Ercambaldo, el secretario, había viajado a Italia para fletar una nave lo bastante grande como para transportar el enorme elefante a tierras cristianas. Einhardo, el escritor, añadía que el animal tenía por nombre el de Abul Abbas y que se lo enviaba Aarón, o Harún, rey de Persia o, en cualquier caso, monarca de todo el Oriente salvo la India. Sin embargo, los nobles se extrañaron de que sólo hubiera mandado uno de tales elefantes e interrogaron a Einhardo al respecto.

—Aarón ha enviado el único que tenía —explicó Einhardo con rotundidad.

Como la llegada del órgano, la presencia de Abul Abbas quedó registrada por el monje que se ocupaba de los anales. «En octubre, Isaac, un mercader judío, hizo la travesía de Africa a un puerto de Liguria con el elephas y, como no podía atravesar los Alpes debido a la tormenta, la expedición que lo traía tuvo que pasar el invierno en Vercellae».

Parece que Carlomagno se hizo informar de todos los progresos de Abul Abbas, el cual había tenido que dar un rodeo por tierra para evitar territorios bizantinos hostiles. Para entonces, el monarca de los francos había encontrado un título satisfactorio para sustituir al de Augusto Emperador de los romanos, que detestaba. Ahora, proclamó, era «gobernante del Imperio Romano en Occidente». Era una definición bastante ajustada a la verdad, y fácil de entender.

Con las nuevas monedas, en cambio, tuvo más dificultades. Como el sello regio, una moneda real tenía que llevar el título exacto. Finalmente, se decidió por la leyenda Carolus Imperator, pues era ambas cosas: Carlos y emperador. Una moneda acuñada en Roma llevaba la inscripción Renovador del Imperio Romano. En Aquisgrán, él emitió otra en una de cuyas caras constaba Religión cristiana.

De esta manera, mediante las leyendas de las monedas, los políticos de Roma proclamaban que el franco reconstruiría el imperio de sus antepasados, mientras que él se anunciaba protector de la religión cristiana.

Y precisamente entonces, en 802, la ciudad de Constantinopla puso en ridículo al nuevo césar.

Carlomagno ya esperaba algo así. Aunque no era un hombre de gran imaginación, no le había costado mucho esfuerzo formarse una idea de cómo recibiría la corte de Constantinopla la noticia de su coronación como emperador romano. Aquellos bizantinos se pondrían furiosos, igual que él montaría en cólera si un Graf turingio proclamara el derecho a sentarse en su trono. De lo que no estaba seguro era de cuál sería su reacción. Más que su cólera, Carlomagno temía sus burlas; conocía demasiado bien su propia torpeza como para tolerar que le ridiculizaran.

Sin embargo, cuando llegaron unos emisarios bizantinos, se mostraron muy afables. Altos y delgados, envueltos en sus tiesas túnicas recamadas, le saludaron con una profunda reverencia y, en elocuente griego, le llamaron gran rey, cristianísimo monarca y señor victorioso de Occidente. Pero no utilizaron el título de Basileus, que significaba «emperador» en su lengua. No; los enviados no le saludaron como igual de Irene.

Aun así, le ofrecieron la amistad y los buenos deseos de la emperatriz. Más incluso, con palabras veladas sugirieron que la santa Irene —adorada por su pueblo, al que había devuelto el culto de las imágenes sagradas— podía contemplar la posibilidad de casarse con él. Tal matrimonio uniría el Este y el Oeste del mundo romano superviviente.

Carlomagno no había tomado esposa desde la muerte de Liutgarda; sólo había una hermosa mujer de Frankfurt que visitaba la alcoba real. ¿Era auténtico el ofrecimiento de Irene para unir de aquel modo ambos tronos?

La emperatriz era una griega. Sus enviados decían que recorría las calles en un deslumbrante carro de oro tirado por mulas blancas, que se sentaba en un trono muy elevado sobre los demás mortales, semioculta entre volutas de incienso. El franco recordaba que Irene se había negado a casar a su hijo con Rotruda, pero tal vez ahora tenía necesidad de las espadas francas para proteger sus fronteras contra los paganos eslavos y búlgaros…

En cierta ocasión, en la costa del Adriático, había visto un buque de guerra bizantino con sus centelleantes remos rojos y sus banderas al viento. Aquella enorme drómona habría podido transportar en su proa cualquiera de las naves dragón de los corsarios nórdicos. Irene gobernaba una potencia marítima y Carlomagno había empezado a descubrir la importancia de aquel mar, claramente marcado en el centro de su mapa del mundo.

Carlomagno tenía presente cómo habían muerto hombres valientes porque Fastrada, siendo la reina, había deseado tener poder sobre ellos. Por otra parte, los peregrinos llegados de Tierra Santa decían que el propio sol había sido oscurecido por un eclipse cuando la emperatriz había cegado a su hijo. ¿No serían las palabras de los enviados bizantinos como gotas de miel destinadas a endulzar el duro pan de la verdad?

Con todo, Carlomagno se sentía complacido con aquellos hombres porque no le ridiculizaban. Si Irene había prohibido a sus missi llamarle Basileus, al menos, como Augusta, había hablado de un matrimonio que le convertiría a él en verdadero Augusto. ¿O no?

El franco sopesó detenidamente el mensaje de la emperatriz antes de dar su respuesta a los enviados. «En correspondencia a sus bondades, nos, que gobernamos el Imperio en Occidente, brindamos también nuestra amistad y nuestros mejores deseos a la emperatriz de los romanos».

Tras esto, esperó con curiosidad la respuesta de Irene.

Pero tal respuesta no llegó de ella. A finales de aquel año, los mismos emisarios se presentaron de nuevo ante Carlomagno con noticias de Constantinopla: Irene había sido desterrada a una isla tras una revuelta de la nobleza y el ejército, que la habían derrocado por deponer a su propio hijo, por haber otorgado el poder supremo a su galaxia de eunucos y por intentar una alianza con un bárbaro franco.

En la corte bizantina reinaba ahora Nicéforo, Basileus por elección divina, con el apoyo del ejército y de los iconoclastas. La orgullosa Irene, recluida en su isla, ocupaba su tiempo en el torno de hilar.

Carlomagno había visto en Montecassino la extensa biblioteca donde Pablo Diácono había trabajado en su historia de los lombardos. Mientras inspeccionaba sus estanterías de preciosos volúmenes, dispuestos cuidadosamente unos sobre otros, se había sentido lleno de envidia.

Ahora, su nuevo palacio contenía la biblioteca de Carlomagno. Ocupaba una estancia desde la que se veía el pasadizo cubierto que conducía a la iglesia de la Virgen y, cuando el franco se colocaba ante uno de sus pupitres de lectura, la cúpula dorada reflejaba los rayos del sol en sus ojos. En torno a las paredes estaban los archivos de los que se ocupaban Ercambaldo y Einhardo, la pequeña gramática de Alcuino y copias de los escritos de los Padres de la Iglesia, entre las que destacaba una Ciudad de Dios encuadernada en plata con incrustaciones de piedras preciosas. Sobre un texto de Beda el Venerable, protegido en una caja de madera pulimentada adornada de esmaltes, descansaba un San Juan Crisóstomo en una funda de suave terciopelo con bordados de oro, obra de las muchachas. Allí estaba Virgilio junto a Suetonio, el historiador de los césares. Separado de los demás reposaba el gran Leccionario, escrito veinte años antes en pergamino púrpura con letras grandes para facilitar su lectura, con las miniaturas de los cuatro evangelistas. En aquel libro espléndido, san Marcos aparecía ayudado por un simbólico león alado.

Carlomagno tenía siempre junto a su cama el delgado volumen que Alcuino había escrito para él. Le había pedido que fuera corto y práctico; que contuviera, abreviadas, las plegarias, los himnos y las jaculatorias adecuadas a cada fecha del calendario. Este breviario le acompañaba en sus viajes. (Y fue el primer breviario del que se tiene noticia).

Sin embargo, por mucha dedicación que prodigara el abad de Tours al trabajo de preparar libros para su amigo, resultaba muy difícil convencerle para que prestara algún volumen de la biblioteca del monasterio. «Sois muy rápido en poner la mano para recibir un libro —regañaba al monarca—, pero cuando os pido que lo devolváis, siempre lo escondéis tras la espalda».

Desde hacía años, Carlomagno había adquirido la costumbre de hacer copiar los libros en el scriptorium de la escuela palatina, y Alcuino había hecho otro tanto, empleando las hábiles manos de los monjes de Tours. Si cada monasterio tenía llena su biblioteca, no sería necesario pedir prestados los libros de uno a otro, con el riesgo de perder quizás alguna obra de Cicerón o de Tácito de la que no existieran más ejemplares. De esta manera, muchas obras poco conocidas escritas en la hermosa caligrafía celta de Britania llegaron hasta el reino franco, mientras que Carlomagno siempre volvía de sus viajes con un tesoro de escogidos escritos de Lombardía o de la biblioteca de San Pedro. Como había comprobado Alcuino, resultaba difícil negarse cuando se empeñaba en pedir un libro.

Es probable que ni el rey ni el maestro de York se dieran cuenta de con qué rapidez estaban estableciendo en el reino franco una especie de centro de supervivencia de los escritores clásicos y de los Padres de la Iglesia. Volúmenes poco divulgados, que habían permanecido encerrados en Saint-Gall o en Lindisfarne, circulaban ahora en las escuelas de Carlomagno. Afortunadamente, pues la biblioteca de Lindisfarne había ardido casi por completo en una incursión de los normandos.

A Alcuino le gustaba sorprender a su amigo con libros bellos o recién encontrados. Un verano, aprovechando el buen clima, viajó a Aquisgrán y se presentó, inclinado bajo el peso de un voluminoso objeto envuelto en bordados, ante un Carlomagno expectante. El anciano dejó caer sobre el brazo del asiento real su gran Biblia, el texto de san Jerónimo corregido y expurgado de los errores cometidos por copistas descuidados.

—¡Ahora, mi David —declaró—, ya no podréis decir que vuestro pueblo reza mal porque utiliza las palabras equivocadas!

La cubierta de la nueva Biblia llevaba, incrustadas en plata, una placa de marfil en la que se había grabado la escena de la Crucifixión, con unos ángeles arriba y unas figuras llorando al pie de la cruz, y los cuatro evangelistas, uno en cada esquina, enfrascados en su trabajo con la ayuda de sus símbolos. Un trabajo satisfactorio en el menor detalle.

—Ni podréis decir —añadió Alcuino— que vuestros sacerdotes lean mal porque las palabras estén mal escritas.

Su amigo, el monarca, pasó con avidez las finas páginas de pergamino. Llamó poderosamente su atención la primera letra de cada parte, iluminada con brillantes colores; las palabras estaban claramente separadas y era posible distinguir las letras una a una, sin confusión posible. Al instante, Carlomagno ordenó que se hiciera una copia maestra de aquella Biblia en su biblioteca; de dicha copia maestra, se harían veinte más que se repartirían a las diócesis del imperio.

En la biblioteca, el rey se aventuró a hacer una pregunta a su maestro. Pero esta vez no la soltó con brusquedad, como habría hecho en la época en que los dos se sentaban juntos en la escuela. Volviéndose hacia el libro de Agustín, señaló una línea sobre la que había reflexionado durante horas. «A Constantino —decía el texto—, le fue dado el honor de fundar una ciudad para que fuera compañera del imperio, como una hija de la propia Roma».

—¿Te parece a ti —preguntó entonces con cierto titubeo— que podría fundarse otra ciudad, otra… compañera de Roma parecida a ésa?

Alcuino no miró el texto, cuyas palabras había leído de un vistazo, sino a su amigo. La pregunta que le daba vueltas en la cabeza al emperador —pues Alcuino consideraba ahora como tal a su amigo franco— era si aquella ciudad suya de Aquisgrán podía convertirse en otra Roma.

Al otro lado del alféizar, toscas techumbres de paja se acurrucaban en torno a la cúpula solitaria de la iglesia de la Virgen. La ciudad no tenía más murallas que las suaves laderas de las colinas que se alzaban hacia el cielo. Roma, en cambio, protegía con murallas el río y las colinas cubiertas de palacios y templos.

—Si no puede haber una tercera Roma —respondió—, puede nacer una nueva ciudad de Dios.

El sabio britano tenía más de setenta años y estaba debilitado por las fiebres y disminuido por la artritis. Pese a su devoción por el emperador, eran demasiadas las cosas que le perturbaban en el nuevo palacio con el águila dorada sobre el pórtico. El gran salón, de más de cuarenta pasos de largo, estaba lleno de extraños. Mujeres de rostros desconocidos corrían tras sus pequeños por los aposentos del palacio, pero todas ellas llevaban las galas de la realeza y daban órdenes con voces chillonas. Apenas reconoció entre ellas a Rotruda, su alumna de veinte años atrás.

En la escuela palatina, donde ahora enseñaban sus discípulos, previno con acritud a uno de ellos, Fredugis:

—¡No permitas que esas palomas coronadas que revolotean por los aposentos de palacio vengan a picotear a tu ventana!

Cuando descubrió que Carlomagno se proponía trasladar el día de Año Nuevo de la fiesta de Navidad al término de la oscuridad invernal, Alcuino exclamó:

—¡Dejé aquí una escuela latina y ahora la encuentro convertida en egipcia, ocupada en calendarios!

En la propia biblioteca, descubrió a Einhardo, ya un hombre maduro, enfrascado en la lectura de las biografías íntimas de los doce Césares que escribiera Suetonio.

—Su Excelencia, nuestro glorioso emperador —le comentó el enano—, se parece muchísimo a César Augusto, el primero de los emperadores de Roma.

—¡El emperador sólo se parece a sí mismo! —fue la respuesta de Alcuino.

Adalardo, que leía en voz alta los versos medidos del pagano Virgilio, recibió también sus amonestaciones:

—¿Por qué te entregas a tal fascinación diabólica?

Sin embargo, mientras arrastraba su cojera junto a las estanterías, solía acariciar las tapas preciosas de los libros que había escrito o copiado y ladeaba la cabeza como si escuchara algo.

—¡Ah, cuántas melodías entonan para nosotros! —murmuraba, como excusándose—. Sus páginas nos cantan en silencio.

Los libros eran la causa de que Carlomagno no permitiera a Alcuino abandonar el mundo, como era el deseo del britano, para gozar del retiro en el monasterio benedictino de Fulda. Aún había mucho que revisar y sólo Alcuino podía hacerlo.

Cuando el envejecido abad escribió para él una oda a san Miguel, el arcángel de la espada flamígera, Carlomagno expresó su desconcierto ante el último verso: «Vuestro estudioso ha escogido esta melodía para su emperador».

Para entonces, pese a todas las quejas de Alcuino, la escuela palatina había instruido a toda una generación en el ejercicio de sus mentes y los alumnos educados en ella llenaban los monasterios de tierras lejanas. En Tours, Alcuino siempre terminaba por instar a los peregrinos y estudiantes de Irlanda y Britania a que acudieran al emperador, quien les alimentaría y protegería, para expresar sus esperanzas al infatigable pastor del pueblo cristiano.

Fueron tantos los isleños que dirigieron sus pasos a San Martín que los monjes terminaron por mofarse de «esos britanos que acuden como abejas al panal».

Un irlandés era ahora el director de la escuela palatina. Inevitablemente, estalló un disputa entre los astutos isleños y los nativos, poco sagaces. El crisol de mentes de Carlomagno llevaba años cociendo a fuego lento y, de pronto, rebosó. Teodulfo, quien cierta vez había afirmado que estaría de acuerdo con un escocés «el día en que un lobo bese a una mula», fue quien prendió la mecha.

Un joven clérigo, juzgado culpable de cierto delito en Orleans, la ciudad de Teodulfo, huyó a buscar refugio en el altar de San Martín de Tours, cuyo monasterio dirigía Alcuino. El abad de Tours se negó a entregar al fugitivo y, cuando Teodulfo envió a unos oficiales armados para sacarle de la iglesia, el pueblo hizo sonar las campanas y salió a las calles para enfrentarse a ellos hasta que Alcuino y sus monjes rescataron a los hombres de Teodulfo. Tras el incidente, Alcuino mantuvo su negativa a entregar al perseguido y se apresuró a escribir a Carlomagno su versión del caso: que el clérigo fugitivo tenía derecho al asilo y a apelar al emperador.

Carlomagno no compartió su opinión: «El día antes de recibir vuestra carta —le respondió—, nos llegó otra de Teodulfo […]. Habéis caído en desacato de una orden de nuestra propia incumbencia […]. De nada sirve que citéis la apelación de san Pablo al César, pues san Pablo no era culpable como ese clérigo. Haced que sea devuelto a Teodulfo. Nos sorprende que hayáis consentido en ir contra nuestra voluntad».

Con estas palabras, el monarca del reino franco cristiano negaba el derecho de asilo cuando éste entrara en conflicto con una orden de su gobierno. Carlomagno debía de estar bastante furioso, pues arremetía contra Alcuino por sembrar la discordia «entre dos hombres sabios, doctores de la Iglesia», y asestaba un golpe bajo a su anciano maestro al referirse a la hermandad de San Martín como «ministros del Diablo» cuyo estilo de vida había esperado cambiar enviándoles como abad a Alcuino…, a quien ahora encontraba incitándoles a una maldad aún mayor.

En esta diatriba se hacían patentes las crecientes reservas de Carlomagno frente al sistema monástico, que sustraía hombres jóvenes al servicio de la corona para permitirles —así lo entendía en ocasiones el monarca— llevar una vida consentida.

En efecto, los hermanos legos de San Martín habían causado bastantes preocupaciones a Alcuino por su arraigado hábito de frecuentar el vino y las mujeres fuera de los muros del monasterio. El abad acató al instante la autoridad de Carlomagno, pero se negó a aceptar las censuras de éste respecto a sus monjes y a su iglesia, replicándole que conocía a la hermandad de San Martín mejor que aquellos que levantaban acusaciones contra ella. Los hombres de Orleans que habían intentado irrumpir en la iglesia eran los más culpables, decía en su contestación, y añadía: «He servido todos estos años en vano […] si he de pecar de deslealtad a mi avanzada edad […]. Ni todo el oro del reino podría hacerme suscitar tan peligroso tumulto en el seno de la Iglesia».

Carlomagno, inflexible, envió a sus missi a arrancar de su refugio al reo. Impávido, Alcuino respondió hurtando «a la cólera ardiente de Teodulfo» a varios monjes jóvenes de su comunidad, enviándolos a refugiarse lejos de allí, en Salzburgo, con Arno.

Tal enfrentamiento de firmes voluntades sobre la cuestión de la autoridad y los derechos humanos era un signo de nueva vitalidad en el mundo de las grandes ideas.

En aquel crisol de pueblos en que se había convertido el reino franco, estaba iniciándose un renacimiento. Hasta entonces, no había habido juglares que recorrieran los caminos junto a los peregrinos que visitaban los nuevos santuarios, ni pintores de retratos o escultores que crearan obras maestras para los príncipes. Manos aún torpes tallaban ya en madera diseños copiados de los marfiles bizantinos, varios orfebres empezaban a elaborar pequeños recipientes como los hallados en el tesoro ávaro y las mujeres reproducían en sus telares las estampas de los cuatro Evangelios de Carlomagno. En el monasterio de Reims, los monjes empezaron a dibujar vividas figuras con renovado deleite.

Toscamente, pero con insaciable vitalidad, el espíritu occidental empezó a expresarse en un movimiento hacia una vida mejor que conocemos como «el Renacimiento carolingio», y que encontró su vía de expresión en la escritura carolingia.

Hoy, nos parece muy normal que todos empleemos el mismo tipo de letra en nuestra escritura, pero hace quince siglos, tras la desaparición de las bonae litterae de los romanos, sólo existía una babel de escritos, torpemente copiados de los griegos y de los romanos al principio, y de unos a otros más tarde. En la época de los francos merovingios, la escritura había caído, con el pensamiento, a su nivel más bajo.

Durante esas tinieblas de la Baja Edad Media, el arte de escribir sólo había sobrevivido en los centros monásticos y, muy toscamente, en las escasas secretarías de las cortes. Estos núcleos supervivientes, al estar muy alejados entre sí, tendían a generar grafías propias. Ya no existía un modelo al que ceñirse, y los amanuenses, que trabajaban con la pluma o el punzón sobre pergaminos de piel de cordero raspada en estancias mal iluminadas, escribían espontáneamente como les resultaba más sencillo a ellos, y no como hiciera más fácil la lectura. Por lo general, un copiante podía leer sus escritos, pero pocos más eran capaces de hacerlo.

Desde luego, la mayoría de ellos había visto las grandes y angulosas mayúsculas latinas grabadas en muros y lápidas; para ellos, era una especie de lenguaje funerario. Sin embargo, requería mucho esfuerzo copiar un libro entero en aquellas letras, que por otro lado ocupaban demasiado lugar en aquellos valiosos pergaminos. Las mayúsculas angulosas estaban bastante bien para el encabezamiento de la página; para el resto, los amanuenses solían emplear su propia cursiva. Incluso la cancillería papal había desarrollado una vacilante caligrafía que debía ser descifrada por los iniciados. Algo de la hermosa letra romana de la Antigüedad sobrevivió en Irlanda, donde se convirtió en la elegante grafía insular de Lindisfarne.

Mientras, los contados monasterios de Hispania empleaban unas letras visigodas, claras pero completamente distintas, al tiempo que los monasterios beneventinos en torno a Montecassino desarrollaban unas letras menudas, sin separaciones entre ellas, que servían bastante bien a los beneventinos. El problema era que las letras tendían a tomar diferentes formas en los distintos lugares, mientras que los irlandeses desarrollaron otra grafía enteramente propia, que llegó al corazón del reino franco gracias a misioneros como Gall y Columbano.

En uno de los monasterios del reino, Corbie, donde había estudiado Adalardo, evolucionó una suerte de común denominador de la escritura, en parte derivada de la antigua grafía romana y, en parte, de la influencia celta. (Entretanto, la escritura de Constantinopla seguía siendo bastante legible, pero mantenía el uso del griego, que apenas era conocido en el Oeste). Pacientemente, al copiar sus libros, los amanuenses de Corbie desarrollaron una letra que se llamaría minúscula y que ofrecía dos ventajas vitales: era lo bastante pequeña como para escribirla fácilmente con la pluma y, al mismo tiempo, conservaba la forma clara de las letras grandes (mayúsculas). Tal escritura resultaba atractiva y cualquiera podía leerla tras un par de ensayos.

Esta tosca minúscula de Corbie encontró una buena acogida en Tours, cuyos copiantes la perfeccionaron hasta hacer reconocibles las letras una a una, dejando una ligera separación entre ellas. Y la escritura de Tours llegó más tarde a la escuela palatina de los francos, donde aparecía en pan de oro en la primera página púrpura del gran Leccionario o Biblia de lectura de Carlomagno cuando Alcuino se hizo cargo de la escuela. No es cierto, como se ha dicho en ocasiones, que Alcuino fuera el inventor de esta escritura, pero sí favoreció su uso, igual que Carlomagno, porque resultaba más fácil de leer.

El rey y el sabio de York prepararon un salterio para Adriano, escrito en oro en aquella nueva y hermosa letra.

Conforme aumentó la producción de copias de libros, la escritura que había evolucionado en Corbie, Tours y Aquisgrán se extendió hasta las fronteras del reino franco. Tanto Carlomagno como Alcuino comprendieron la ventaja de tener una caligrafía uniforme en todos los centros de lectura y el monarca la hizo obligatoria.

Sin embargo, no resultó tarea fácil instruir a cientos de hombres para que escribieran según el mismo patrón. «No hacemos grandes progresos —reconocía Alcuino ante su amigo—, debido a la incultura aquí existente». Para escribir bien, el amanuense tenía que saber leer con fluidez. Más aún, tenía que utilizar los signos de puntuación como los demás. Como recordatorio, Alcuino colocó un rótulo en el scriptorium: «Expresad claramente el sentido de las palabras mediante la puntuación, o el lector de la iglesia las transmitirá erróneamente a sus hermanos». Esta advertencia resulta muy típica de Carlomagno.

La inflexible determinación del monarca imperial y el genio de Alcuino para la preparación de libros consiguieron su objetivo. Salterios, misales, libros de leyes y otros muchos volúmenes transcritos con aquella nueva letra viajaron de Tours y Aquisgrán hasta las ciudades más lejanas. Por fin había aparecido una escritura común a todos y con ella se puso término al galimatías incoherente de siglos anteriores.

Más aún, al ser copiado múltiples veces gran número de obras literarias clásicas y del principio del cristianismo, se conservaron textos que, de otro modo, no habrían llegado a los eruditos del Renacimiento y a nuestros días.

Esta escritura, que hoy conocemos como «minúscula carolingia», se mantuvo vigente en siglos posteriores pese a la intrusión de la florida letra gótica. Cuando los humanistas de siglos posteriores buscaron una caligrafía mejor, revivieron esta minúscula carolingia, sobre todo en Italia, pasando a ser conocida entonces como «letra romana» (nuestra «redonda»), Y cuando los primeros impresores buscaron en los manuscritos un modelo en que basar sus caracteres tipográficos, probaron los góticos para decidirse finalmente por los carolingio-romanos. Y así ha sobrevivido en las páginas que hoy leemos.

Ni siquiera el triunfo del monarca en la antigua Roma causó tanto revuelo como la llegada del elefante Abul Abbas a Aquisgrán. El monstruo fabuloso de Babilonia avanzó bamboleándose por la embarrada calle del mercado, arrancando la hierba fresca de la techumbre de los edificios con aquel brazo increíble que le servía de nariz. Luego, el animal emitió un sonido como un trompetazo y los caballos de las callejas de la ciudad huyeron espantados, abriéndose paso entre las ovejas apelotonadas junto a los tenderetes de los vendedores de carne.

Carlomagno contempló complacido cómo Abul Abbas destrozaba el establo que le proporcionaron; el elefante era capaz de arrancar de cuajo un árbol joven y, sin embargo, aceptaba las uvas que le ofrecía el rey cogiéndolas de su mano con toda delicadeza. Isaac, el mercader que había viajado durante dos años con el animal y era su cuidador, dijo que Abul Abbas podría vivir aún cincuenta años más si se sentía contento en tierras francas. Desde luego, en los cálidos días estivales, el animal parecía muy satisfecho, devorando en cada comida un campo entero de cereal y tomando su baño cotidiano en el río. Cada día, en sus rondas de inspección, el rey se detenía a contemplar a su prodigioso visitante, regalo del califa.

Einhardo, al menos, insistió en que Aarón había enviado a Abul Abbas por el gran amor y admiración que le inspiraba Carlomagno. Sin embargo, en las mesas de las tabernas corría el rumor de que Isaac había traído el elefante por propia iniciativa, como un objeto de comercio más.

—¡Aarón siente más afecto por nuestro glorioso rey que por ningún otro monarca de la tierra! —defendía el enano a su héroe.

—¿Por qué afirmas tal cosa?

Los parroquianos siguieron escépticos al respecto, pues los francos enviados a Bagdad habían muerto o desaparecido y sólo habían llegado a Aquisgrán el mercader y Abul Abbas.

—Por los ricos presentes que hemos recibido de los persas.

—¿Qué presentes?

—Perfumes y toda clase de objetos.

Los comentarios en torno a las jarras de cerveza siguieron insistiendo en que el diminuto secretario real fanfarroneaba. Sin embargo, en el tesoro del rey apareció una maravillosa bandeja de oro de Jursabad, regalo sin duda de Harún (Aarón), el califa. El tesoro contenía también un enorme dosel, con las cuerdas de sujeción teñidas de insólitos colores, que dejó asombrados a los rehenes sajones que intentaron disparar sus flechas por encima de él. Desde la aparición de Abul Abbas, cualquier tesoro que llegara del Este era denominado «el regalo de Harún». Por ejemplo, el reloj.

Este reloj de agua fabricado en bronce satisfizo a Carlomagno, para quien resultaba más exacto que las velas de sebo marcadas y que los relojes de arena. Su mecanismo de goteo de agua medía una a una doce horas, liberando una bola de bronce que hacía sonar una campana al cumplirse cada hora. El artilugio le sirvió para seguir el movimiento nocturno de las constelaciones.

Para entonces, el monarca tenía siempre a su lado a varios traductores que le explicaban lo que decían sus visitantes gascones, griegos o ávaros. Exiliados como Egberto de Britania buscaron refugio en Aquisgrán, donde se estaba produciendo algo inaudito. Desde aquel embrión de ciudad junto al Würm, la paz del rey estaba extendiéndose más allá de las fronteras del reino. Los rehenes sajones se establecían en el verde valle y el príncipe Carlos realizó su última marcha hasta el Báltico. La guerra que había sostenido durante treinta y dos años contra el pueblo sajón finalizó sin discursos, asambleas o tomas de juramento. Más allá del Rin, los colonos francos edificaron poblaciones que se mantuvieron en pie sin ser objeto de saqueos o incendios. Con el brutal traslado forzoso de pueblos impuesto por Carlomagno, habían terminado los enfrentamientos armados, pero quien realmente había sellado la paz era la nueva generación que crecía sin guerras ni conflictos de religión, a lo cual contribuyó quizá la prohibición de portar armas decretada por el rey. Por otra parte, las escuelas parroquiales, que reunían a los jóvenes sin distinciones, ayudaron a quebrar los antagonismos de clan. Esto último, el monarca debía agradecérselo al godo.

Además, esta nueva generación —la de Einhardo— no había conocido otro gobernante y no tenía otra lealtad que la debida al gigantesco franco. Aunque Alcuino hablara con alborozo del nuevo imperio cristiano, el pueblo de las villas y de los campos sólo estaba unido por la creencia de que Carlomagno les gobernaba a todos por igual.

«El rey hizo anotar minuciosamente las rudas canciones que celebraban las hazañas y las guerras de los antiguos monarcas —relata Einhardo—, con la intención de conservarlas para futuras generaciones».

Con este intento de preservar los viejos mitos teutónicos, Carlomagno tal vez pretendía expiar el hecho de haber derribado el Irminsul, treinta y dos años antes. Sin embargo, estas canciones que mandó copiar se perdieron en la nueva edad oscura que siguió a su muerte.

Pese a todo lo anterior —y salvo su insistencia en que ahora se le acatara como emperador, y no ya como rey de los francos—, Carlomagno no cambió en absoluto sus hábitos. Continuó sometiendo a algunos embajadores extranjeros, sobre todo bizantinos, al juego de enviarles de un paladín a otro por los pasillos del palacio de Aquisgrán, hasta que el inexperto embajador se encontraba presentando sus respetos al chambelán y al condestable, antes de ser conducido por fin ante la mayestática presencia real, deslumbrantemente vestida con paño de oro y sentada en el trono tras el cual brillaba un sol cegador. Salvo en tales ocasiones, el emperador llevaba siempre su viejo manto azul y la vara de madera de manzano, y ponía reparos a la vistosa indumentaria que sus nobles habían importado de países extranjeros. Alcuino advertía de ello a su amigo, el arzobispo de Canterbury, en una carta: «Si visitáis a nuestro señor rey, cuidad de que vuestra gente no aparezca ante él vestida de oro y seda». Carlomagno también seguía siendo un entusiasta de las cacerías de jabalíes, y el chocarrero cronista de Saint-Gall contaría, años después, una anécdota al respecto.

«Un día de lluvia, Carlos llevaba encima una badana, bastante barata, mientras el resto de su corte se pavoneaba con ropajes de piel de faisán y plumas de pavo real, con sedas adornadas de cintas púrpura e incluso, algunos, envueltos en mantos de armiño. Se celebraba una festividad y acababan de volver de Pavía, donde los venecianos inundaban el mercado con todo tipo de riquezas de Oriente. “No debemos caer en la indolencia porque estemos disfrutando de una jornada de descanso —les dijo el rey—. Salgamos todos ahora a cazar, con las mismas ropas que llevamos”.

»Así pues, salieron a batir la espesura, abriéndose paso entre ramas de árboles, espinos y zarzas y ensuciándose con la sangre y la piel de los animales salvajes. Y en este estado regresaron a la ciudad.

»Todos buscaron la cercanía de los fuegos para calentarse, cuando el astuto rey Carlos ordenó: “Todos debéis acostaros ahora con esas ropas para secarlas”.

»Al día siguiente, les hizo comparecer con la misma indumentaria, que ahora ya no tenía nada de espléndida pues estaba arrugada, encogida y llena de desgarros. Entonces Carlos, en son de burla, dijo a su chambelán: “Que cepillen mi piel de oveja y me la traigan”. Cuando le llegó, limpia y entera, se la volvió a poner y habló de esta manera: “¿Qué es más valioso y más útil, esta prenda comprada con una pieza de plata, o las vuestras, que os han costado libras de plata?”».

Así como Alcuino encontraba solaz fuera de la capilla de San Martín, donde los árboles del huerto se alzaban como las columnas de una catedral y los pájaros cantaban con voces angeli cales, Carlomagno buscaba la tranquilidad junto al río, donde sus hijas, con regias indumentarias, adornaban de flores su mesa bajo un olmo y cantaban con sus nietas. Hasta el año de la paz sajona, 804, Alcuino, que había ansiado tomar los votos monacales y escapar de los trabajos mundanos, luchó por revisar una Regla de san Benedicto para que la copiaran todos los monasterios; entre sus otros edictos, Carlomagno dictó un capitular exigiendo la lectura del canon y la regla de san Benedicto. Poco antes de morir, Alcuino escribió a Adalardo, entonces abad de Corbie: «He guardado la espada de mi trabajo como soldado».

Ningún paladín armado había sido más resuelto campeón de Carlomagno que aquel maestro de las escuelas. Con su muerte se rompió parte de la notable continuidad de pensamiento en el reino franco. No volverían a escucharse los apodos de la Academia.

Guillermo de Toulouse, tal vez el apoyo más fuerte del rey, dejó la compañía de la vieja generación de una manera muy propia de él. El héroe de la Marca Hispánica abandonó espada y silla de montar para ingresar en un monasterio de montaña a cuyo sostenimiento había contribuido durante sus campañas. Cuentan que allí se ocupaba de transportar el agua, a lomos de un borrico, a los hermanos que trabajaban los campos. Algilberto, por su parte, también se recluyó cada vez más en su abadía.

Nadie sabe qué habría podido conseguir Carlomagno sin este destacado grupo de consejeros, quienes dedicaron sus vidas a que la de su pupilo fuera fructífera. El franco había aprendido mucho de ellos, y ellos le habían sido fieles. Ahora, a sus sesenta y dos años, ya no tenía un Alcuino que guiara su mente ni un Erico que le protegiera las espaldas. A instancias suyas, aquellos sacerdotes y paladines habían logrado culminar tareas mayores que las que jamás habían imaginado posibles. ¿Podrían otros servirle así?

Carlomagno reflexionó sobre ello y convocó a todos los que él mantenía para que le rindieran un servicio más extraordinario. «Existe ahora una tarea superior que debe llevarse a cabo —les dijo—, pues, con fortaleza de cuerpo y de mente, debe prestarse servicio al Señor».

Einhardo, su sombra, advirtió este cambio en él: «Después de que recibiera el título de emperador…».

El año de la muerte de Alcuino y de la paz sajona, 804, fue también el año de la esperanza en Aquisgrán. Al sur, la Marca Hispánica se mantenía firme con las ciudades y torres que había erigido Guillermo; al norte, el belicoso Godofredo, rey de los daneses, propuso conversaciones de paz a Carlomagno; desde su ciudad imperial, el franco enviaba dinero por vía marítima a los cristianos pobres de África y Siria, de Cartago y Jerusalén. Y, por último, el papa León viajaba desde Roma al encuentro de Carlomagno, esta vez no temeroso y necesitado sino lleno de alborozo, para dilucidar si se había producido o no cierto milagro en Mantua.

Durante estos meses, las tierras son trabajadas y el pueblo ha hecho solemne promesa de rendir servicio al Señor, con una naciente esperanza de futuras bendiciones. Junto a la escalinata de palacio, el reloj de bronce marca las horas con su novedoso sonido… Sin embargo, pocas van a ser las horas de gloria de esa comunidad perdida.

El papa León cruza la frontera con alivio. En las alturas de los Alpes, Audulfo, nuevo conde de la Marca del Este, le escolta hasta el monasterio de Saint-Maurice, donde Carlos, el hijo del rey, espera con sus hombres para presentar honores a los visitantes de Roma. Juntos cabalgan cómodamente entre los grupos de peregrinos y las caravanas de carros tirados por bueyes que transportan los productos de Pavía y de las islas venecianas hasta Aquisgrán, pues se han eliminado los peajes para los mercaderes. Los jinetes que les dan escolta llevan capas lombardas, cerradas con broches de plata mora; aunque son turingios o francos del este por nacimiento, todos ellos se consideran simplemente «hombres del emperador».

Para la octava del buen san Martín, León ya está en Reims, en cuya plaza de la gran iglesia de Saint-Remi le aguarda Carlomagno con sus paladines y cazadores. De la puerta del templo escapa la música de un órgano; en uno de sus muros hay una estampa de Moisés conduciendo a su pueblo sano y salvo hasta la orilla del mar Rojo mientras las olas se tragan a los jinetes armados de un faraón con el aspecto de un huno…

Las gentes hablan de las cosechas recolectadas y de las semillas reservadas para la siembra del mes de roturar los campos. En el alargado valle de Aquisgrán, donde brilla la cúpula dorada, el pueblo espera bajo los estandartes de las iglesias, desplegados como en Roma. Sin embargo, el camino hasta el pórtico del palacio transcurre junto a rediles de ovejas y establos de vacas. La estatua que guarda los peldaños es un espléndido oso de bronce.

La multitud que aguarda para contemplar el paso del Papa se entretiene con los saltimbanquis, que ofrecen sus cabriolas y malabarismos a cambio de unas monedas. Cuando Carlomagno desmonta, con los palafreneros a su estribo y el marcial chambelán esperando al pie de la escalinata para hacerse cargo de la capa de montar del emperador, no suena ninguna fanfarria. Un anciano se atreve entonces a adelantarse unos pasos y, tañendo un arpa con dedos nudosos, entona un saludo al rey que regresa a su salón cortesano y el emperador entrega al cantante uno de sus brazaletes de oro. Viendo tal cosa, Teodulfo, el obispo de Orleans, exclama:

—¡Es la gloria de los poetas!

El salón está engalanado para la fiesta de celebración del término del viaje; las paredes están cubiertas con colgaduras de paño de Arrás, los bancos de los invitados están forrados de seda púrpura y numerosos candelabros de plata iluminan las largas mesas, adornadas con flores y bayas otoñales. El senescal, con ropas cortesanas, da paso a los portadores de las grandes fuentes de comida, que las reparten entre los comensales. A ellos siguen los portadores de copas y los escanciadores de vino. Junto a los paladines, relucientes de escarlata y oro, los niños se apretujan en sus bancos esperando con impaciencia que se inicie el banquete. Sus cuchicheos se alzan como un leve soplo de brisa en la espesura hasta que se hace el silencio con la bendición de León.

A una señal de Carlomagno, el capellán de palacio eleva una oración de acción de gracias por las mercedes recibidas por el pueblo cristiano. A pesar del esplendor de las indumentarias y de la abundancia de metales preciosos, la asamblea no parece en estos momentos sino la alegre reunión de una gran familia para celebrar el último de los Doce Días de Navidad, con el que se inicia el año nuevo. Y, entre el alborozo general, el repique del reloj de bronce marca las horas…

Sin embargo, las grandes esperanzas de este amanecer de la nación cristiana quedarían empañadas por los infortunios de los cinco años siguientes.

En primer lugar, Godofredo, el rey danés, no hizo acto de presencia en las acordadas conversaciones de paz. Al contrario, sus navegantes reanudaron las incursiones bélicas. Los analistas de Aquisgrán utilizaban indistintamente los términos «daneses», «normandos» o «nórdicos» para referirse a estos pueblos procedentes de la yerma y fría Escandía, de las islas bálticas y de la Marca Danesa, que aparecían durante la temporada estival, ideal para la navegación, a bordo de sus naves esbeltas y rápidas que transportaban tanto guerreros como caballos. Estos primeros vikingos (hombres de los fiordos) remontaban los ríos en sus embarcaciones de poco calado y tras desembarcar, montaban sus caballos y arrasaban ciudades, saqueándolas e incendiándolas, como sucedió en Lindisfarne. Por la noche, protegían sus campamentos con trincheras. Eran guerreros valientes que hacían sacrificios a los antiguos dioses y atacaban iglesias para apoderarse de los objetos de valor de sus altares. Cuando alguna hueste armada se dirigía contra ellos, los hombres del norte montaban de nuevo y volvían al galope hasta sus naves dragón, donde quedaban a salvo de los perseguidores.

Fracasados sus intentos de conseguir un acuerdo de paz con ellos, Carlomagno intentó disponer una defensa de sus fronteras marítimas. En su visita de inspección del año 800, había puesto sobre aviso a los pueblos costeros y había iniciado la construcción de torres de vigía. Sin embargo, sus diócesis de los Países Bajos y del Canal llevaban demasiado tiempo en paz y los hombres libres campesinos eran reacios a mantener patrullas armadas de vigilancia. El monarca ordenó la construcción, en astilleros situados en los ríos caudalosos, de barcos capaces de navegar por el mar; también mandó edificar fortalezas de piedra en puntos estratégicos como el pasillo del Rin. Sin embargo, el rey danés decidió marchar contra los eslavos del Báltico, expoliando a quienes habían jurado fidelidad al emperador cristiano y ayudando en cambio a quienes combatían contra él. Los ejércitos de Carlomagno no consiguieron dar alcance a los osados saqueadores.

Parecía como si hubiera surgido del mar un nuevo Widukindo y la profecía de la cabeza de dragón estuviera cumpliéndose.

El monje de Saint-Gall, con la ventaja de escribir tiempo después de que se produjeran los hechos, narra un episodio de la lucha de Carlomagno contra la amenaza procedente del mar:

«Sucedió que, en una de sus rondas de inspección, Carlos se encontraba cenando en paz en cierta ciudad de la costa de Narbona cuando se presentaron varias naves normandas con intención de realizar una incursión pirata. Al principio, cuando las naves fueron avistadas, parte de los habitantes de la ciudad pensó que eran judías, o pertenecientes a algún mercader africano o britano. Sin embargo, el sapientísimo monarca las reconoció al instante por su forma y su velocidad y declaró lo siguiente: “Estas naves no vienen llenas de mercaderías, sino de ferocísimos enemigos”.

»Al escuchar sus palabras, los ciudadanos corrieron a toda prisa a defender la costa, pero fue en vano porque los nórdicos, al saber que Carlos se hallaba allí, emprendieron la huida con asombrosa rapidez. Cuando recibió la noticia, el justísimo y devotísimo rey Carlos se levantó de la mesa, se asomó a mirar por la ventana que daba al este y allí permaneció inmóvil, con lágrimas en los ojos, y nadie se atrevió a dirigirle la palabra.

»Entonces, el monarca explicó sus lágrimas a los nobles con estas palabras: “No tengo miedo de que esos bribones despreciables me hagan ningún daño. Lo que me entristece es pensar que se atreven a invadir esta costa cuando aún estoy vivo, y me sobrecoge un profundísimo pesar al imaginar el mal que puedan causar a mis descendientes”».

El ingenioso cronista dejaba así constancia de que, mientras vivió, Carlomagno procuró defender sus tierras interiores aunque los escurridizos invasores marinos continuaron sus incursiones en las costas del reino, al tiempo que empezaban a infligir más y más daños en Britania.

Al sur, las fronteras del franco se mantenían seguras más allá de los Pirineos. Sus huestes armadas de Aquitania —ahora al servicio de Luis, su hijo— habían incorporado a los taimados gascones, a los provenzales y a los antiguos godos de Navarra, que prestaban oídos a las indicaciones de Teodulfo. Ganando las montañas pueblo a pueblo, hondonada a hondonada, la línea fronteriza avanzó lentamente hasta las aguas del Ebro, donde se encontraba la Zaragoza de infausto recuerdo. El objetivo de Carlomagno era adueñarse de la costa mediterránea hasta Barcelona, al tiempo que intentaba alcanzar una tregua con los poderosos emires de Córdoba.

En esto último no parecía tener mucho éxito. De vez en cuando, el celo religioso inflamaba a los señores árabes del norte y les impulsaba a acometer a los cristianos invasores. Apartado Guillermo de Toulouse de aquel mundo de batallas, en Aquitania se echaba en falta un liderazgo militar. El devoto e incauto Luis era incapaz de mantener la disciplina entre los poderosos señores de los castillos pirenaicos y Carlomagno no se aventuraba hasta aquellas tierras. La hueste armada de los cristianos se dirigió a tomar Tortosa, en la boca del Ebro; al llegar allí, desfiló en torno a la ciudad con aire triunfal y penetró en un valle cerrado por grandes peñas, donde fue emboscada y diezmada como sucediera en Roncesvalles. Carlomagno recibió las noticias de Tortosa en apenado silencio.

Pero el mayor peligro del poder musulmán se hizo patente en el Mediterráneo, donde el emperador tenía ahora varios puertos —Barcelona, Narbona, Massilia (Marsella) y los puertos de la Liguria—, que habían quedado inactivos tras la desaparición del dominio romano. Según cuenta el monje de Saint-Gall, naves mercantes judías y cartaginesas descargaban en aquella costa preciados cargamentos de contrabando. Carlomagno deseaba reabrir aquella antigua avenida comercial y Pipino fletó una flotilla que recorría las costas de Liguria (en las proximidades de Génova).

Las velas musulmanas pasaban a toda velocidad ante aquellas costas y las flotas de la Hispania islámica hacían incursiones en las islas —las Baleares, Córcega y Cerdeña—, de donde se llevaban cristianos para venderlos como esclavos. ¿Qué defensa podía ofrecer el emperador de los cristianos a aquellas islas?

La improvisada flota de Pipino, con dotación italiana, expulsó de Córcega a los invasores en una ocasión, pero otros sarracenos enviaron desde África nuevas flotas capaces de cruzar el mar abierto. Carlomagno impulsó entonces la construcción de grandes naves con espolones como las bizantinas y movidas a remo como las nórdicas.

Al Este se extendían los territorios del desconocido continente. Más allá del Elba, Carlomagno había exigido rehenes y tributos de muchas tribus eslavas, a las cuales debía protección frente a los nórdicos y otros paganos. Bajo el mando de Carlos, su hijo guerrero, los ejércitos de la gran Marca del Este debían adentrarse continuamente en las tierras vírgenes para imponer la paz del emperador, quien tuvo el acierto de nombrar conde de la Marca a uno de sus oficiales, Audulfo, comandante de aquella vasta frontera.

En el centro del continente, más allá de la cadena montañosa del Bóhmer Wald, habitaba el silencioso pueblo de los checos, o bohemios, que jamás había conocido las bendiciones de la civilización.

El sagaz anciano de Aquisgrán sabía que, si lograba conquistar a aquellos bohemios, los inquietos ávaros y eslavos podrían ser expulsados más al Este. Contra los bohemios envió a Carlos con tres ejércitos cristianos formados por sajones, bávaros y eslavos. Así había invadido el franco las tierras de los ávaros y, tal como sucedió con éstos, los bohemios que habitaban los bosques desaparecieron de sus valles altos ante el avance de su hijo. Más allá del rápido Moldava, los ejércitos se quedaron sin suministros y Carlos tuvo que retirarse, para informar a su padre de que allí sólo había encontrado un mar de hierba, «la gran llanura del este».

El emperador mandó de nuevo a Carlos a los bosques de Bohemia y envió refuerzos a Luis para que volviera a intentar la captura de Tortosa. Los resultados fueron los mismos: desaparición del enemigo en un caso y desastre militar en el otro.

Carlomagno, parece, comprendió por fin que sus fronteras habían alcanzado los límites posibles hacia el norte y el este, donde llevaba algún tiempo construyendo núcleos defensivos a lo largo del Elba: pueblos fronterizos amurallados, reforzados con torres y habitados por guarniciones siempre a punto para el combate. Así, Essefeld mantenía la guardia frente a los daneses, y Hohbuki, río arriba, hacía lo propio ante los hostiles wilzi. Más allá quedaban Magdeburgo y Halle, desde donde la línea de defensa seguía el río Saale y ascendía las cumbres del Bóhmer Wald, el bosque de Bohemia; de allí, formaba una curva hacia el este en torno a los poblados ávaros y descendía hasta el Friuli e Istria (más allá de Trieste), donde Erico había establecido una buena defensa. Al oeste de esta línea, las colonias cristianas iban tachonando los valles con el paso del tiempo; al este, el desorganizado pueblo pagano se extendía por la gran llanura.

Esta línea defensiva desde el Báltico al Adriático se mantuvo firme pero, en algunos puntos, los misioneros cristianos llegaron más allá. Arno dedicó su vida a extender sus iglesias hacia el Mur y el Drave (más allá de la actual Austria). Durante mucho tiempo, estas misiones carolingias marcaron los límites de la iglesia cristiana.

Más allá de los puestos fronterizos de Istria, en la costa adriática, los missi de Carlomagno y sus misioneros llevaron al seno del cristianismo a los vecinos pueblos yugoslavos.

Por primera vez, el emperador había establecido límites a sus dominios y ahora se disponía a defenderlos con toda su energía. En el interior, debía reinar la paz.

Pero entonces reapareció la escasez. Se produjo tras una sequía y se convirtió enseguida en una gran hambruna. Carlomagno sabía, por experiencia, que a ésta seguiría la peste, la cual alimentaría a su vez el desorden y el miedo de la misma forma inevitable en que los Cuatro Jinetes del Apocalipsis se sucedían unos a otros.

A aquellas alturas, el monarca disponía en Aquisgrán de un considerable tesoro. Convocó a sus paladines a presentarse de inmediato en la corte y organizó con ellos un cuerpo de oficiales a quienes enviar donde resultara necesario. Cuando recibía un aviso mediante fogatas de señales o palomas mensajeras, estos oficiales se apresuraban a acudir al lugar. Siguiendo los consejos de Eberhardo, el senescal, encargó la resolución de todos los asuntos legales al conde de palacio. Sin embargo, pese a todo, la hambruna se extendió donde sus oficiales no pudieron reunir provisiones suficientes.

Los paladines llevaron las flotillas de pesca frisonas a las bocas del Rin y convocaron la leva de armas para proteger el grano almacenado y los rebaños. Los comandantes militares de cada plaza hicieron inventario de la comida que quedaba en su circunscripción. «El Diablo anda suelto por la tierra», declaraban los aldeanos, y acudían en masa a las iglesias para rezar, en lugar de dedicarse a llevar agua a sus campos. Los missi de Carlomagno cabalgaron de pueblo en pueblo exhortando a los que tenían la despensa llena a que entregaran parte de sus reservas a quienes no tenían qué llevarse a la boca Unos acataron la orden pero otros, temiendo que lo peor no hubiera llegado todavía, no lo hicieron.

«Que todos obedezcan a los mensajeros», ordenó entonces Carlomagno; y lo hizo cumplir. En sus casas de campo crió ganado seleccionado y caballos escogidos, y sus administradores plantaron nuevos cereales más resistentes, al tiempo que empleaban a los siervos en el cuidado de las colmenas y en la protección de la pesca en los ríos. Así, sus casas de campo enseñaron con su ejemplo a otros campesinos cuáles eran los mejores cultivos en aquellas circunstancias. El monarca ordenó también que se abrieran a las familias trasladadas desde Sajonia los mansos reales, es decir, las tierras y casas de campo del rey situadas fuera de las villas. A las familias sin tierras las envió al este para desbrozar los bosques de Sajonia. Otras fueron conducidas desde Aquitania al otro lado de las montañas para colonizar las nuevas tierras fronterizas de Hispania. A los hombres demasiado enfermos para el trabajo se les encargó que llevaran las piaras de cerdos a los bosques para que se alimentaran allí.

Al presentarse esta crisis, Carlomagno reflexionó sobre su propia muerte y lo que sucedería entonces con su familia y sus dominios.

Antes de que finalizara el invierno del año 806, convocó una asamblea en Thionville, más próxima al centro de su reino que Aquisgrán. Allí decretó la partición del presunto imperio entre sus hijos, Carlos, Pipino y Luis (Ludovico Pío). Con esto siguió la costumbre merovingia y el ejemplo de su propio padre.

Dividió, pues, la inmensa herencia en tres reinos. A su muerte, sus hijos gobernarían como reyes los territorios que ya venían administrando como virreyes: el reino de Luis tendría su centro en Aquitania, el de Pipino en la antigua Lombardía y Carlos gobernaría las tierras del Rin, abarcando hacia el sur hasta la región de Tours. Con su nueva preocupación por las fronteras, Carlomagno fue muy minucioso al delimitar el territorio de cada uno de los futuros reinos. Así, a Luis le concedió además un paso a Italia a través de los Alpes Marítimos y a Carlos le adjudicó una ruta desde el Rin hasta el paso del Monsjovis. De este modo, otorgaba a cada hermano una vía por la que acudir, en caso necesario, en ayuda de los demás.

Al resto de la familia lo protegió con medidas muy propias de él. Sus hijas dispondrían de sus propias tierras y haciendas, serían protegidas por sus hermanos y contraerían legítimo matrimonio según sus propios deseos. Ninguno de sus nietos podría ser desterrado, hecho cautivo o perjudicado en modo alguno. Debería mantenerse la paz en el seno de la familia y en sus dominios. Sin embargo, mientras él viviera, toda la autoridad descansaría en sus manos y seguiría recibiendo «la obediencia debida de los hijos hacia su padre, así como la de los súbditos hacia su emperador».

Ciertamente, mal puede ser ésta la última voluntad de un hombre que intentara revivir el Imperio Romano o crear algún tipo de imperio político. Con ella, Carlomagno dejó a los historiadores un enigma tan desconcertante como el de su coronación. ¿Se proponía realmente dividir su obra de esa manera, o tenía intención de nombrar emperador a uno de sus hijos en el último momento? El franco no lo aclaró.

En cuanto a sus hijos, no pareció favorecer a ninguno por encima de los demás. A Carlos, el más parecido a su padre —los observadores censuraban al resuelto príncipe que rezara con la cabeza erguida—, era a quien recurría con más frecuencia para hacer la guerra. El piadoso Luis era quien recibía más ayuda, y parecía necesitarla toda. El impetuoso Pipino, celoso de Carlos, disputaba constantemente con León, pero consiguió grandes cosas por su cuenta contra beneventinos, ávaros e incluso frente a los musulmanes en el mar. Sin embargo, Carlomagno mantuvo siempre a los tres dentro de las órbitas de sus futuros reinos.

El emperador se ocupó decisivamente de que su voluntad se cumpliera. Hizo que los nobles de la asamblea de Thionville juraran obedecerla y ordenó a Einhardo mandar una copia de ella a León para que éste expresara el consentimiento papal.

Tal vez nos haya quedado una clave respecto a sus intenciones: el arnulfingo siempre pareció más consciente de la responsabilidad que había recaído sobre él que de los privilegios que estaba en su mano reclamar. (Le disgustaba que le llamaran «otro Augusto» o «un segundo Constantino el Grande»). Hincmaro, que escribió la crónica de palacio, se refiere a esta responsabilidad, «que empezó en tiempos de Constantino el Grande, quien se convirtió a Cristo».

Tal vez, en Carlomagno, esta obligación como cristiano dominaba sobre cualquier visión política. Así parecía considerarlo él mismo. En su última voluntad, ¿no quería dar a entender que el principal beneficiario era, simplemente, el pueblo cristiano unido, mantenido en paz por los reyes hermanos y guiado por San Pedro? Con su centro en Aquisgrán y protegido por las nuevas fronteras que había establecido, ¿acaso no podría sobrevivir aquella única nación cristiana de Occidente?

Tal dominio no tenía precedentes. Era un sueño visionario, construido sobre la esperanza y sostenido por la vehemente determinación de Carlomagno.

Aunque la hambruna fue contenida, la peste se extendió por las villas, afectando más a los animales que a los humanos, al parecer. En el norte, los ejércitos de Carlos se vieron inmovilizados por la falta de animales. Incluso en la lejana frontera italiana, estallaron conflictos contra los beneventinos, quienes fueron acusados de diseminar un «polvo asesino» entre el ganado. La superstición atizó el miedo a los forasteros, que podían traer consigo aquel misterioso «polvo asesino». Los viajeros que no podían identificarse convenientemente corrían el riesgo de ser inmovilizados y arrojados a los ríos.

En Aquisgrán, las gentes acudían en tropel a la iglesia de Santa María para tocar el relicario de oro que contenía el manto de san Martín.

En el verano de 807, un suceso sin precedentes perturbó a Carlomagno. Muy pocos de los nobles y señores convocados a la asamblea anual se presentaron en Ingelheim. Tan pocos que, por primera vez, la asamblea no pudo celebrarse. El rey interpretó el hecho como una rebelión contra su autoridad. Aquel verano no podría entrar en campaña. En lugar de trazar los planes anuales con sus señores, legos y eclesiásticos, el rey envió a sus missi a investigar cada provincia para descubrir si en ella se prestaba obediencia al señor local o al lejano emperador.

Empezaban a hacerse visibles los efectos de su ausencia de las provincias. Al principio, la decisión de establecerse permanentemente en Aquisgrán le había satisfecho por la comodidad de poder guardar todo su tesoro y sus archivos documentales en un mismo lugar, en vez de tener que transportarlos de un sitio a otro en sus desplazamientos. Sin embargo, ahora parecía que las gentes, no viendo ya nunca a su rey entre ellas, se volvían hacia sus señores locales.

Los hombres de las fuerzas armadas, los citados missi, permanecieron fieles al emperador, pero el contingente de tropas se redujo debido a la pobreza que reinaba en los hogares. La construcción de barcos e iglesias restaba brazos a los trabajos del campo y los pequeños propietarios pagaban «para liberarse de la necesidad de prestar servicio de armas». Los hombres libres que no podían ganarse el sustento y pagar el diezmo de la iglesia optaban por entrar en los monasterios, donde sus necesidades estaban cubiertas.

Carlomagno combatió con edictos aquella creciente deserción: «Se prohíbe que los hombres libres ingresen en la vocación eclesiástica sin el consentimiento del emperador, ya que muchos lo han hecho para rehuir la leva de armas […]. Pueden celebrarse rogativas públicas, sin el permiso real, donde se produzca una hambruna o una peste […]. No se venderá grano a un precio superior al ordenado […]. No se exportarán alimentos necesarios para el sustento del reino».

De igual modo, se amenazaba con la pérdida de sus feudos a los terratenientes que no suministraran los pertrechos requeridos para el ejército. Quienes poseyeran tres mansos debían cumplir el servicio de armas; de cada tres propietarios de un manso, uno debía servir y los otros dos debían procurarle el equipo y mantenerle. Quienes sólo tuvieran bienes muebles o semovientes debían enviar un tercio de los caballos, las telas, los cerdos, las ovejas u otras posesiones.

Se estaba produciendo algo que Carlomagno no había previsto. Para enfrentarse a los árabes y a los normandos necesitaba un ejército de jinetes experimentados que estuviera en campaña todo el año. Tales jinetes, a su vez, precisaban corazas y cascos de preciado hierro, sillas de montar resistentes para sostener tal peso, y cadenas de aros de hierro para proteger el cuello y las riendas de los caballos. Pertrechar y alimentar a uno de aquellos guerreros requería el trabajo de cinco hombres libres en los campos. (Tres siglos más tarde, este guerrero se convertiría en el caballero enfundado en acero, mantenido por los campesinos).

Además, al recaer en los señores y obispos —bajo la amenaza de fuertes sanciones— la responsabilidad de aportar un número determinado de hombres a la hueste armada, los nobles incrementaron su dominio sobre éstos. El juramento de servicio del hombre libre al noble, a cambio de la tradicional moneda como pago, se hizo más vinculante. La palabra vasallo empezó a aparecer en los registros. Estaba instaurándose el vasallaje feudal.

Al propio tiempo, estaba cambiando el carácter de la nobleza. Los duques y condes de antes, que gobernaban extensas áreas en nombre del rey, no podían servir en campañas tan prolongadas y, simultáneamente, mantener el orden en sus tierras. (Carlomagno permitió que los condes dejaran hasta cuatro hombres de armas para proteger su castillo; los obispos podían dejar dos guardianes en su residencia). Erico y Guillermo habían pasado la mayor parte de su vida con las fuerzas armadas; ahora surgía un nuevo tipo de señor, el jefe guerrero afortunado o popular que podía reunir un séquito armado. Carlomagno sancionó que un hombre libre pudiera cambiar un señor por otro, pero no podía escapar del servicio militar salvo por una causa extraordinaria. Con esto pretendía terminar con las deserciones y controlar la huida a los monasterios de los reacios a la guerra.

El viejo orden de los francos merovingios, basado en unos pocos oficiales del rey al mando de una tropa de hombres libres que aportaban sus propias armas, estaba desmoronándose. Los señores empezaban a conducir pequeños ejércitos fieles a su líder, con lo que su poder se incrementaba.

Este embrión del sistema feudal se había formado antes de Carlomagno, pero éste aceleró su desarrollo y lo legalizó con sus edictos. Con todo, mientras él vivió, la gloria de su nombre mantuvo a los hombres sometidos por el respeto y el temor que les inspiraba, y todos aceptaron que su más alta obligación era para con el monarca. ¿Acaso no buscó su consejo el propio Eardulfo, rey de Northumbria en la Britania? ¿Y acaso no envió el sabio señor rey —su pueblo rara vez le llamaba emperador— al fugitivo Eardulfo a presencia de León para que el Papa decidiese?

Con todo, aquel señor rey impuso aveces sus decisiones frente a León, el señor apostólico. Casi con el mismo ardor que habían mostrado en la cuestión de las imágenes sagradas, las iglesias discutían sobre la naturaleza del Espíritu Santo. ¿Procedía sólo de Dios Padre, o también de Jesucristo, su Hijo? Carlomagno convocó en Aquisgrán un concilio eclesiástico para decidir sobre el asunto y, allí, el siempre expresivo Teodulfo mantuvo que el Espíritu Santo procedía también del Hijo, como era creencia común de cualquier hombre sensato. ¿Qué importaba que los griegos pusieran reparos a tal verdad? Carlomagno decretó que la decisión quedara expresada clara y notoriamente en la plegaria pública con la fórmula Filioque («y del Hijo»), Así se incorporó, pues, a las oraciones, y el venerable Adalardo se encargó de notificar a Roma lo decidido en Aquisgrán.

Más aún impresionó al pueblo que el propio patriarca de Jerusalén apelara al incansable Carlomagno, informándole de que los rebeldes beduinos atacaban y esclavizaban a los meritorios cristianos de Tierra Santa, a quienes Carlomagno había enviado tantas riquezas para la construcción de hosterías y la ornamentación de los altares. Pues, en efecto, «el monte de Sión y el monte de los Olivos están gozosos y agradecidos por las donaciones del muy generoso monarca». Cuando escuchó la súplica del desdichado patriarca que le había enviado las llaves del Santo Sepulcro, el emperador se encolerizó y se sintió agraviado, por lo que despachó unos enviados a Aarón, rey de los persas, para pedirle, por la estima que le tenía, protección para las congregaciones cristianas de Jerusalén.

En este asunto, el califa mostró realmente su aprecio por el señor rey de los cristianos enviándole un embajador llamado Abdulá, junto con el monje Félix y el abad del monte de los Olivos, Jorge. El persa Abdulá trajo consigo unos regalos increíbles, una miniatura en marfil de un elefante, un vaso de cristal realzado con lacas y oro y un pabellón lo bastante grande como para cobijar a Carlomagno y a todo su consejo de paladines.

Además, el propio Abdulá prometió, en nombre de su señor, que se cumpliría la voluntad del emperador. Los peregrinos y cristianos que habitaban los santos lugares desde San Sabah, en el valle del Kedron, hasta el Sepulcro serían protegidos del expolio y de las vejaciones. En prenda de su compromiso, el califa otorgaba graciosamente al rey cristiano la posesión del Santísimo Sepulcro.

Einhardo dejó constancia de ello: «El califa, informado de los deseos de Carlomagno, no sólo le concedió lo que pedía sino que puso en su poder la propia tumba sagrada del Salvador y el lugar de Su resurrección».

La noticia de la decisión de Harún, que llegaba en un momento de considerable tensión emocional, provocó el júbilo y fue hinchándose de aldea en aldea por todo Occidente, donde cualquier cosa que tuviera relación con Jerusalén adquiría un significado milagroso. Einhardo, como de costumbre, no pudo resistir la tentación de adornar un poco los hechos en su relato.

¿Cuáles fueron, en realidad, las relaciones entre Harún y Carlomagno? Ésta constituye la tercera gran incógnita del reinado del gran monarca. Los registros de la corte de Bagdad no citan el nombre de Carlomagno, ni haber enviado una embajada a su presencia. Los historiadores árabes conocían a los francos —de hecho, denominaban así a todos los europeos occidentales— y mencionan a un rey. En cambio, no aparece ninguna referencia al elefante Abul Abbas. Sin embargo, entre Aquisgrán y Bagdad hubo un intercambio de misiones comerciales. Sólo Isaac, aquel notable intérprete convertido en embajador por cuenta propia, podría explicarnos tal vez toda la verdad.

Da la impresión de que, efectivamente, la petición de los cristianos de Palestina llegó hasta Harún, un califa menos tolerante que su homónimo, el Harún al Rachid de Las mil y una noches. El Harún real otorgó su protección a las iglesias y peregrinos en apuros y, como gesto de cortesía, hizo donación de la tumba que la tradición señalaba como la de Jesús al embajador que presentaba la petición del rey franco.

También es posible que Harún donara al rey de los francos la pequeña cripta existente bajo la iglesia del Sepulcro, pero resulta inconcebible que un califa del Islam, guardián de los santuarios de su religión, cediera a un cristiano desconocido la autoridad sobre parte alguna de Jerusalén, que era al Quds, «la Santa», para todos los musulmanes. Tampoco otorgó al franco ningún protectorado sobre la ciudad o sobre la tierra de Palestina, como se dice a menudo. Lo único que ofreció fue ocuparse de la salvaguardia de sacerdotes y peregrinos.

El desinhibido monje de Saint-Gall expresó en su crónica la leyenda que se formó en torno a Carlomagno como «protector de Jerusalén».

«El infatigable emperador envió al monarca de Persia presentes de caballos y mulas de Hispania, telas frisonas blancas y rojas y perros de suma fiereza. El rey de Persia recibió los demás regalos con indiferencia, pero preguntó a los enviados qué piezas de caza acosaban mejor aquellos perros […]. Los perros germanos capturaron para él un león persa y Harún comprendió, ante aquel pequeño indicio, cuan poderoso era nuestro señor rey. Ahora sabemos —dijo Harún— que es cierto cuanto hemos oído de nuestro hermano Carlos. ¿Cómo podríamos responder adecuadamente al honor que nos ha hecho? Si le damos la tierra que fue prometida a Abraham, está tan lejos de su reino que no podrá defenderla, por noble y elevado que sea su espíritu. Sin embargo, le demostraremos nuestra gratitud entregando a su majestad dicha tierra, que gobernaremos en calidad de virrey».

Mientras la peste se extendía por villas y pueblos, Carlomagno salió de nuevo a los caminos e hizo acto de presencia a lo largo del Mosa y del Rin seguido de su familia y del coro de Aquisgrán, que entonaba cantos a la misericordia del Señor. Convencido de que aquellas tribulaciones eran voluntad de Dios, Carlomagno consideró que era tarea suya ponerles remedio.

Se rió del temor que reinaba entre el pueblo, prohibió escapar de las poblaciones y se burló de la ociosidad de las gentes. «Ahora tenemos el privilegio de servir al Señor con grandes obras». Contó a sus súbditos sus gestiones sobre Jerusalén y la concesión del Santo Sepulcro, les mostró el estandarte de la Ciudad Santa y, como prueba visible de todo ello, la gente común pudo contemplar la mole sobrenatural de Abul Abbas marchando tras el rey.

Con la llegada del frío, la peste remitió y la inquietud se calmó. Por donde pasaba el monarca, se extendían rumores de acontecimientos favorables, como el acuerdo para una tregua con los sarracenos de Hispania (Luis acababa de fracasar por segunda vez ante Tortosa). Los mercaderes, por otra parte, traían nuevos productos desde Provenza, donde se estaban botando al mar las primeras naves del reino cristiano.

Carlomagno había conseguido romper el aislamiento de las tierras interiores. Ahora estaba en contacto con las vías de comunicación del mundo exterior y ello significaba estarlo con el comercio que atravesaba el Mediterráneo. Finalmente, el franco hacía esfuerzos por alcanzar aquel mar («aquel pequeño charco», explicaba el monje de Saint-Gall). No le había bastado con defender su línea costera, cada vez más extensa, mediante torres fijas y puestos de guardia. Con sus nuevos puertos comerciales, podía acceder al tráfico marítimo de mercancías y construir naves grandes para su reino.

Desde luego, sus nuevas flotas de las costas de Provenza y Liguria no podían competir con las rápidas naves sarracenas, pero había otro mar más vital al este, y Carlomagno lo había visto con sus ojos.

Desde el puerto de Rávena, había contemplado las aguas oscuras del Adriático, que surcaban las flotas bizantinas con total superioridad. Al otro extremo del Adriático se alzaban las guarniciones avanzadas de Constantinopla. Ningún ejército franco a bordo de esquifes y barcas podría cruzar aquella barrera de agua si los almirantes griegos se oponían. Y en los últimos tiempos, espoleados por Nicéforo, quien se había negado a saludarle como Basileus, los bizantinos se habían mostrado bastante hostiles, tanto en Constantinopla como en Sicilia.

Pero al norte de Rávena y frente a ella, en el saco del Adriático, estaban los antiguos puertos de Aquilea y Pola en la orilla de Istria. Allí, un obispo amigo de Carlomagno había sido arrojado desde lo alto de una torre por la facción bizantina. Fortunato, su sucesor, pidió la protección de su emperador de Aquisgrán. También por esa época, en las misteriosas islas venecianas, un pueblo de comerciantes construía nuevos barcos de carga y se hacía al mar en secreto. Aparecieron en Aquisgrán dos dogos de Venecia —como llamaban a sus duques— que suplicaban la alianza con Carlomagno al tiempo que intentaban lanzar la potencia terrestre del reino franco contra la potencia marítima de Constantinopla. Irritado con la hipocresía de aquellos hombres, el emperador fomentó una facción favorable a él en el puerto veneciano.

Poco después, una flota bizantina efectuó una incursión en la costa próxima a Rávena y los dogos se apresuraron a volver su mirada a Constantinopla. Carlomagno anunció que protegería a Fortunato y envió a Pipino con el ejército lombardo de Italia, con órdenes de avanzar por tierra hacia las montañas dálmatas y la ruta de Constantinopla. Camino de su objetivo, Pipino capturaría el puerto escondido y traicionero de los venecianos.

Si el emperador conseguía hacer súbditos suyos a aquellos venecianos, podría construir nuevos barcos en sus hábiles y experimentados astilleros y acceder a las rutas comerciales marítimas… quizá no durante su vida, pero sí durante la de sus hijos. Carlomagno se propuso dominar el Adriático y, con esta ventaja en la mano, establecer una paz firme con Constantinopla.

El voluntarioso y terco Pipino, obedeciendo a su padre, hizo un intento de cruzar el mar hasta Venecia, pero fue rechazado por las naves de guerra bizantinas y el ejército lombardo tuvo que abrirse paso a pie por la costa hasta las marismas y lagunas, una de las cuales logró capturar tendiendo un puente con mástiles de barcos. Astutamente, los venecianos trasladaron sus naves y pertenencias hasta el Canal Profundo (el Rivus Altus, o Rialto).

Pipino puso sitio a este reducto pero no pudo tomarlo por falta de una flota. Sin embargo, al ocupar la tierra firme con sus tropas, mantuvo a aquel pueblo marinero acorralado en la gran laguna exterior. Cuando llegó el caluroso verano y los guerreros francos empezaron a enfermar, los venecianos les convencieron para que aceptasen una sumisión verbal de las islas y el pago de treinta y seis libras de plata como tributo anual a Carlomagno. Pipino accedió y levantó el cerco, reemprendiendo la marcha hacia el este. Sin embargo, lo hizo sin haber capturado el puerto de los vénetos y afectado por la enfermedad de las marismas.

(Los venecianos sacaron una lección de aquel asedio y reconstruyeron su puerto en torno a Rialto, desde donde dominarían más adelante los mares cercanos, bajo el nombre de República de Venecia. Durante esa misma década, el exiliado Egberto, el sajón occidental, regresó a Britania desde la corte de Aquisgrán y adoptó el título de primer rey de Inglaterra).

Estas noticias llegaron a conocimiento del emperador en su capital. Rotruda, su hija mayor, estaba enferma en el ala de las mujeres, donde los sacerdotes esperaban para oírla en confesión. Sin embargo, la atención de los habitantes de palacio estaba pendiente del norte, donde las desgracias se sucedían con rapidez. La amenaza del norte procedía de los daneses, que habían asolado las islas y la costa de Frisia, cobrando un tributo de cien libras de plata a cambio de retirarse, y luego habían remontado el Elba asaltando el castillo de Hohbuki, sublevando a los eslavos y arrasando las poblaciones sajonas.

Junto a la leva de armas que había enviado al norte para hacer frente al peligro, Carlomagno mandó a su elefante. Los amanuenses de palacio realizaron una breve anotación: «El elefante que le había regalado Aarón, rey de los sarracenos, murió allí repentinamente».

Al término de una jornada, mientras el dueño de Aquisgrán paseaba bajo la columnata junto a la estatua de Teodorico, salió a su encuentro un mensajero. El hombre, cuyo aspecto revelaba que acababa de realizar una larga y penosa cabalgada, hincó la rodilla ante el rey y suplicó la clemencia de éste antes de transmitirle sus noticias.

—Habla sin temor —respondió Carlomagno, impaciente.

—Las palabras no son mías, sino de Godofredo, el rey danés.

—Te ordeno que las transmitas.

—He aquí, pues, sus palabras. Dice Godofredo que las tierras de los frisones y de los sajones le rinden tributo, y que ahora emprende la marcha hacia aquí para pasar a fuego vuestra corte de Aquisgrán. Con este aviso, el rey de los daneses quiere daros tiempo para que huyáis.

Aquella noche, enfurecido, Carlomagno convocó a los paladines que esperaban en su capital y reunió a su guardia personal y a los hombres libres del Mosa y del Rin. Rápidamente, mandó aviso a su hijo Carlos para que trajera el ejército de la Marca del Este y a Audulfo para que remontara el Weser. Carlomagno avanzaría a marchas forzadas por el Rin y las fuentes del Lippe para reunirse con él en Verden, la ciudad de infausto recuerdo. Así, el emperador y sus tropas se situarían entre los daneses y Aquisgrán.

De modo que a la edad de sesenta y ocho años y apesadumbrado por la muerte de su querida Rotruda, el emperador salió de su capital para librar combate con los normandos. No era tarea fácil atraer a una batalla en tierra firme a aquel pueblo de navegantes que podían deslizarse a lo largo de las costas en sus naves.

Cuando Carlomagno levantó la tienda tras la primera acampada nocturna de la expedición, se produjo un desdichado suceso al cual Einhardo, testigo presencial del mismo, no dio importancia en el primer momento, pero que más tarde recordaría con claridad.

«El rey salía del campamento antes del amanecer para iniciar la marcha —explica Einhardo—, cuando vio una bola de fuego que caía del cielo con una gran luz. La bola de fuego cruzó con gran rapidez el cielo despejado, de derecha a izquierda, cuando el caballo que montaba Carlos dio un traspié, arrojándole al suelo. El rey cayó tan pesadamente que se le rompió el broche de la capa y el cinto de la espada. Cuando sus servidores corrieron hasta él y le desembarazaron de las armas, Carlos no pudo levantarse sin su ayuda. La lanza ligera que portaba en sus manos fue encontrada a más de veinte pies del lugar de la caída».

Carlomagno había engordado considerablemente y llevaba todo su armamento en el instante de la caída. Desde entonces, cojearía de una pierna.

En el momento de producirse, aquel presagio no fue considerado de mal agüero pues los carolingios, padre e hijo, se encontraron en el Weser como habían previsto y aguardaron allí sin que sus espías y exploradores advirtieran el menor rastro dé los normandos. Carlomagno siguió esperando en su tienda, batiendo los bosques. Finalmente, les llegó la noticia de que Godofredo había muerto asesinado y que sus naves habían regresado a Escandía, donde el nuevo rey propuso una tregua al monarca franco. Cuando éste tuvo la certeza de que tales noticias no eran una mentira para engañarle, regresó también a su palacio.

Pipino, que había gobernado Italia hasta entonces, murió más allá de Venecia, bien a causa de la peste o de alguna otra enfermedad.

Tan pronto como llegó a Aquisgrán, Carlomagno llamó a su presencia a Adalardo, quien gozaba de toda su confianza:

—Iréis a Lombardía y haréis construir la tumba de nuestro hijo en la basílica de Mediolanum (Milán), pues él reinó sobre esa tierra. En la basílica de San Pedro, anunciaréis que Bernardo, su joven hijo, es ahora el rey de los lombardos y de todos los demás súbditos de su padre.

Adalardo debía encargarse de otro asunto. En Pavía aguardaba un spatharius de Constantinopla que había solicitado audiencia a Pipino. El enviado de Carlomagno debía rendir honores a aquel embajador y conducirlo a presencia del emperador, en Aquisgrán, «pues ese hombre es el vínculo de la paz entre los dos imperios. Y si los duques venecianos son un obstáculo en el camino de dicha paz, que sepa el spatharius que tal obstáculo será eliminado y los venecianos serán sometidos a la autoridad del muy benevolente señor de Constantinopla. Que el embajador sepa que habrá paz».

Las fronteras del pueblo cristiano debían mantenerse seguras, a pesar de la peste, de la muerte y de los paganos que habitaban más allá. Así, Egberto cruzó las aguas para gobernar Inglaterra, y la naciente Venecia quedó liberada y desvinculada del destino fatal que se cernía sobre el imperio de Carlomagno. Desde Córdoba venían también emisarios a proponer una tregua.

El obstinado y cojo gigantón que reinaba en Aquisgrán estaba dispuesto a poner en orden su casa y, volcado en ello, influyó durante aquellos breves meses en los acontecimientos del mundo exterior.

Cuando la peste ya declinaba, la muerte asestó sus golpes más terribles al monarca pues le arrebató a su virtuosa hermana, Gisela, abadesa de Chelles, y se llevó también a su primogénito, Pipino el Jorobado, quien un día había soñado ocupar el trono y había terminado su vida recluido en Prüm. La peste ya parecía haber cesado cuando, a fines del año siguiente, se aproximaban los Doce Días de la Navidad.

Como última anotación del año, el escribiente recoge en los anales: «Carlos, el hijo mayor del emperador, murió el segundo día de las nonas de diciembre. Y el emperador pasó el invierno en Aquis».

—¡El joven Carlos era la esperanza del imperio! —exclamaron los paladines, lamentándose más, tal vez, por sí mismos que por la pérdida del caudillo de los ejércitos del emperador.

Carlomagno quedó profundamente afectado por la muerte de este hijo, a quien siempre había encomendado las tareas más difíciles y que era mucho más que un tocayo. Quizás había tratado con demasiada severidad a su hijo cuando era un muchacho. Carlos no se había casado, aunque había estado prometido a una hija del rey de Mercia, igual que Rotruda lo había estado al joven emperador de Constantinopla. Incluso Gisela —el monarca casi no se acordaba de ello— había sido prometida en matrimonio a la línea real lombarda. Carlomagno no había permitido tales uniones. ¿Y si todos ellos le abandonaban para ocupar tronos lejanos? El franco no podía ni imaginarlo.

Para entonces, su familia había cambiado. Sólo quedaba en palacio Rotaida, con los nietos y los hijos de las últimas mujeres que el rey había tenido después de Liutgarda. Unas mujeres que holgaban en las cámaras forradas de cortinajes sin prestar la menor atención al canto de las vísperas, que parloteaban sin cesar acerca de sus nuevos vestidos de sedas adamascadas y que a veces intentaban conversar en latín para complacerle. Aquellas mujeres le halagaban sobremanera cuando las llamaba a su presencia, pero esto sucedía ahora muy rara vez y, de noche, ellas se escabullían a buscar a sus hombres en otra parte.

A Rotaida no le gustaba leer, ni siquiera para su padre; en cambio, se ponía a bailar cada vez que sonaba la música, sujetándose el borde de la falda y moviéndose, deslumbradora, entre la luz de las velas y el resplandor del fuego.

Al amanecer y al caer la noche, Carlomagno se encaminaba en solitario, envuelto en su ajado manto y calzado con chinelas, hacia la columnata donde le esperaban los monjes para escoltarle hasta la puerta imperial de su capilla. Allí llevaba a cabo sus oraciones, marcando las subidas y bajadas de tono de su cántico.

Después de que Dios llamara a Su presencia a Carlos y los demás, cuando se adueñó de él la debilidad, el monarca recordó por primera vez que podía encontrar descanso. Podía abandonar el mundo y retirarse a la clausura de San Arnulfo, o a la celda que tanto había añorado Alcuino, cerca del valiente san Martín. Muchos de sus antecesores en el trono franco lo habían hecho.

En vida de su hijo Carlos, el arnulfingo sólo había pensado en ello de manera muy vaga. A causa de su debilidad, su corazón se fatigaba cuando montaba a caballo. Recordó lo que Alcuino le había leído, sacado de las páginas de Plinio: igual que el corazón bombeaba la sangre vital hacia el resto del cuerpo, una familia necesitaba un órgano, una persona, que alentara y sostuviera a las demás. Carlos habría sido ese sostén de la familia real. Y el propio pueblo, aquella gente perezosa de cuerpo y de mente, debería tener también tal sostén o, de lo contrario, caería nuevamente en la desesperación de la ignorancia.

¿Cómo llamaban a Luis, su único hijo superviviente? Luis el Amable, el Pío. Agraciado, sensible e ineficaz, Luis habría visto satisfecha su vocación ingresando en la Iglesia.

Las malas noticias no cesaron. En Oriente, Nicéforo había sido asesinado y su ejército diezmado por el khan de los búlgaros. Frente a las costas de los Países Bajos se habían avistado velas nórdicas. De San Pedro llegaron nuevos avisos que hablaban de flotas sarracenas que asolaban las islas. No se trataba de incursores procedentes de Hispania, sino de las flotas musulmanas de África. ¿Qué sucedería si los moros hispanos y los africanos se aliaban para invadir las costas cristianas? Ningún ejército, por poderoso y leal que fuese, podía avanzar por las tierras costeras a la misma velocidad que las naves.

En Roma, León hacía planes para fortificar la costa, pero no podía cerrar ésta como si fuera el núcleo de una ciudad. Y, por su parte, Carlomagno no había reunido nunca un ejército poderoso, sino que había instado e impulsado a las levas a salir de expedición cada verano, excepto dos, con ondear de estandartes y sonido de fanfarrias.

No; la idea de abandonar los asuntos del mundo iba a ser imposible de realizar. La tregua pactada con el rey danés estaba en vigor, pero para aquellos guerreros contaba más el saqueo y el botín que mantener un compromiso con los cristianos. Los ejércitos no podrían defender al pueblo cristiano a menos que el emperador encontrara su propia manera de hacerlo…

Durante los días invernales, Carlomagno se mantuvo muy ocupado, haciendo pasar a la antecámara —donde ya no retozaba ninguna mujer— a quienes esperaban para presentar sus peticiones, mientras él se ajustaba el calzado y se ceñía las bandas de cuero que cubrían sus piernas. Por la noche, iba y venía de las cámaras del tesoro al vestuario y a la biblioteca, tomando nota detallada de las riquezas que allí poseía.

«Deseaba dejar herencia a sus hijas —relata Einhardo—, y a los hijos de sus concubinas […] en el caso de que muriera o decidiera retirarse del mundo».

Ercambaldo se encargó de redactar este inventario y distribución de bienes con un estilo ampuloso:

«En nombre del Señor Dios, Padre Todopoderoso, de Su Hijo y del Espíritu Santo. He aquí el inventario y reparto dictado por el muy glorioso y muy pío señor Carlos, Emperador Augusto, en el año 811 de la Encarnación de Nuestro Señor Jesucristo, en el año cuadragésimo tercero de su reinado en Francia y trigésimo séptimo en Italia, el undécimo del Imperio y en su cuarta Indicción, cuya piedad y prudencia le han decidido, Dios mediante, a disponer de los tesoros y el dinero que contiene en esta fecha su cámara del tesoro».

El diligente Ercambaldo era un maestro en esta escritura grandilocuente, que tal vez resultara necesaria en los documentos de Estado, pero Carlomagno tenía otros gustos. Desde su pequeño trono de mármol en el estrado de su iglesia de Santa María podía contemplar las letras, en mosaicos rojos, que formaban el nombre de quien la había mandado construir: Karolus Princeps. El mismo había indicado a los albañiles sicilianos que ésta hiera la leyenda: «Carlos, caudillo». Le tranquilizaba leer aquellas sencillas palabras, tan indiscutiblemente ciertas.

En cumplimiento de su voluntad, dividió sus joyas, monedas, oro, galas reales y objetos de valor en tres partes, que se colocaron en tres grandes arcones. Dos de estos arcones fueron sellados; a su muerte, pasarían a pertenecer a las iglesias de todas sus tierras, para ser administrados por los veintiún arzobispos de ciudades. Esta parte de sus tesoros iría pues a limosnas, como era obligación de un buen cristiano.

El tercero de los arcones no fue sellado. En su interior había, además de la parte correspondiente del tesoro, las pertenencias personales del monarca. Carlomagno podría disponer de su contenido y, a su muerte, se repartiría a lotes iguales entre su familia, sus servidores y los pobres del reino.

Dado que había objetos voluminosos como vasijas, utensilios de cobre, valiosos cetros, alfombras e incluso armas y sillas de montar que no cabían en el tercer arcón, ordenó que fueran añadidos al lote más adelante.

A continuación, añadió algunas disposiciones especiales. Su capilla, la iglesia de Santa María, debería dejarse como estaba, intacta, con todos sus ornamentos.

Una de las mesas de plata, la que llevaba el plano de Constantinopla, sería enviada a San Pedro; la que describía Roma viajaría a Rávena. La tercera y más espléndida, que contenía el mapamundi, pasaría a sus herederos, incluidos los pobres.

Así procedió Carlomagno a dividir todas sus pertenencias. Entre los testigos que firmaron el documento se contaron Arno y Teodulfo, así como los abades Angilberto y Fredugis.

Una vez ultimadas aquellas disposiciones, aprovechando el tiempo suave y primaveral, Carlomagno avanzó a marchas forzadas por el Mosa hasta la costa, con la intención de acelerar la construcción de plazas fortificadas en Gante y de embarcaciones de guerra en los ríos. Ya en el Canal, donde habían hecho acto de presencia los normandos, inspeccionó Boulogne; allí, erigió un faro y botó nuevas naves desde las rampas de los astilleros. Allá donde iba, difundía con entusiasmo las noticias victoriosas que llegaban de Hispania. Tortosa había caído en manos de los cristianos, que ahora dominaban todo el curso del lejano Ebro.

Demostración de esta victoria fue la llegada de enviados de la orgullosa Córdoba para transmitirle el ofrecimiento de paz del emir Hakam. Al sur del reino, Bernardo había sido coronado rey de Italia y Adalardo había alcanzado un compromiso de paz con los beneventinos, de quienes podía esperarse que lo respetaran si Constantinopla estaba de acuerdo.

Era preciso llegar a una alianza con los bizantinos. Carlomagno consideró una señal de la providencia divina que los enviados musulmanes estuvieran aún en palacio cuando llegaron de Constantinopla unos embajadores de aspecto imponente. Tuvo un momento de inquietud al descubrir que la delegación no era del máximo nivel, pues la encabezaba Miguel, el metropolitano de Constantinopla que ya le había visitado como emisario años antes, y un oficial de la guardia del nuevo Basileus, Miguel. Sin embargo, procuró exhibir todo el esplendor posible en el encuentro: su guardia personal lució capas nuevas de colores intensos, sus paladines se engalanaron con sedas y plumas y sus señores y nobles vistieron sus mejores ropas. El emperador de Aquisgrán también hizo desplegar los estandartes de sus veintiuna ciudades en los peldaños de la escalinata de entrada, junto a la estatua del oso.

Cuando Burcardo, el senescal, se apresuró a confiarle que los enviados del verdadero emperador estaban preocupados por la amenaza de los invasores búlgaros y deseaban «que no se produjera ningún conflicto entre los señores de Oriente y de Occidente», Carlomagno se animó un poco antes de reflexionar que los bizantinos siempre empezaban ofreciendo lisonjas y cumplidos más dulces que la miel.

En lugar de conducir a los embajadores al gran salón, amplio pero pobremente ornamentado para el gusto bizantino, hizo que les llevaran a su cámara más gloriosa, la nave de la pequeña iglesia de Santa María. Allí les recibió sentado en el trono, envuelto en su manto de paño de oro y luciendo al cinto la espada dorada con la empuñadura de piedras preciosas, con el espléndido cetro de Tasilón en la mano y una diadema de gemas en la cabeza.

Cuando los enviados hicieron su entrada, ataviados con ropas negras y brillante púrpura, el coro de la capilla entonó el Vexilla regísprodeunt mientras sonaba el órgano. Los bizantinos inclinaron la cabeza, hincaron la rodilla y pusieron en las manos de Carlomagno un documento. Era un ofrecimiento de paz.

Los cronistas terminaban así su descripción del encuentro: «[Los bizantinos] le alabaron en su lengua griega, y le llamaron emperador y Basileus».

Al cabo de doce años, Carlomagno era reconocido por fin como emperador e igual del Basileus de Constantinopla.