VIII. La corona imperial

Al principio, Carlomagno comprobó que no tenía ninguna colaboración de sus clérigos. Y sin el esfuerzo de sus sacerdotes no podría influir en los numerosos pueblos bajo su trono.

Los antepasados de los francos habían sido hábiles con el hacha. Sus hachas de amplio filo eran buenos instrumentos para arrojarlos contra el enemigo o para abrirse paso en el bosque. Como sus parientes, los daneses y los noruegos, aquellos francos pioneros podían convertir una franja de bosque en un campo cultivable y construir una casa con un respiradero de humos en el techo y un suelo de tierra apisonada entre el deshielo de primavera y las heladas de otoño.

Naturalmente, buscaban las tierras ricas de las orillas de los ríos, junto a las vías de agua fácilmente navegables, que les proporcionaban pescado que secar y salar para el invierno. Con las hachas y scramasax, armaban esquifes y pequeños botes de mimbre y cuero con bastante rapidez. De las ruinas romanas obtenían ladrillos, rejas de hierro y, posiblemente, algunas cañerías de plomo. El hombre libre compartía su casa con la vaca, los cerdos, el perro guardián o, si el hombre era rico, el caballo. La esposa, si era mañosa, podía añadir colgaduras murales y lienzos blancos a sus enseres de cocina, cacerolas y espetones, y a la mesa y la cama construidas con sus propias manos. Un marido con dotes artísticas podía tallar las patas de la cama o los respaldos de las sillas con diseños de cruces, esvásticas o figuras de santos con un halo en torno a la cabeza.

Siendo autosuficiente en todas estas cosas, el hombre libre prefería, normalmente, que su casa de campo fuera independiente de las demás y contara con su propio río y su bosque de robles; estaba dispuesto a caminar varias leguas hasta el pueblo con su familia, para tomar unas cervezas en la feria o en la festividad del santo, para comprarle a la mujer un broche para el manto o para llevarla a recibir la comunión.

En tiempos de Carlomagno, en cambio, este hombre libre franco estaba ya camino de convertirse en campesino, más que en guerrero; en aldeano, más que en miembro de un clan. Con todo, seguía manteniendo con terquedad su derecho a declarar en los pleitos, a beber más de lo que aguantaba y a conservar su propiedad para sus hijos. Para su espíritu independiente, la vida urbana parecía una cárcel voluntaria; y, respecto a ser ciudadano de un Estado, no tenía la menor idea de qué podía significar tal cosa. En cuanto al Imperio Romano, lo tenía por una leyenda como las hazañas de Beovulfo, aunque el primero había dejado vestigios como el derruido acueducto de la Colonia, del cual se podía acarrear buena piedra de construcción para el nuevo monasterio de Fulda, tan querido a san Bonifacio.

Para los señores feudales, los campesinos y los siervos del nebuloso reino franco, las iglesias y los monasterios se habían convertido en centros de difusión de toda invención, toda ciencia y toda salvación. Aquellos lugares sagrados habían reemplazado a la adoración a Odín —no por completo, sin embargo, y no en todas partes— como puente a la vida tras la muerte que antiguamente había conducido al Valhalla. Además, mientras que los representantes del rey en los pueblos aplicaban las leyes para resolver los conflictos, los sacerdotes curaban las enfermedades mediante el contacto con reliquias sagradas e infundían el alma a los niños mediante el bautismo. La escuela parroquial incluso podía enseñar a los hijos de los señores y a los hermanos legos a trabajar el metal —Einhardo había aprendido aquel arte en Fulda—, a hacer vino, a escribir o a entonar el padrenuestro. En la escuela arzobispal de las grandes ciudades como Frankfurt (Frankonovurd), con más de mil habitantes, los estudiantes más brillantes podían perfeccionar la lectura y aprender diversos modos de exorcizar los demonios.

Con demasiada frecuencia, si una iglesia poseía una copia completa de las Escrituras, cosa que rara vez sucedía, las preciosas páginas encuadernadas estaban celosamente protegidas en cajas de fino cuero pintado o de madera pulida con incrustaciones de piedras preciosas y se colocaban junto al altar para ser veneradas por los fieles, pero nunca leídas. Cuando un sacerdote tonsurado leía en voz alta un salmo, normalmente repetía lo que recordaba, más que leer lo que veía en las letras apretadas que formaban las palabras. En cuanto a los nobles legos, eran contados los que sabían escribir su nombre. El propio Carlomagno firmaba con una gran cruz, a cuyos lados escribía las letras K y R. Los héroes guerreros no precisaban educación y los agricultores prósperos empleaban su tiempo libre en fabricar cerveza o contemplar las danzas de las muchachas…

Más adelante se verá que Carlomagno estaba fracasando en su esfuerzo por renovar la mentalidad de su pueblo. Aparte de sus hijos, cada vez más numerosos —y que en esa época incluían a las hijas de Fastrada, con sus cabellos pajizos, y a Rotaida, que no tenía madre oficial—, y de algunos discípulos como Einhardo, la escuela palatina y la Academia tenían pocos alumnos más a quienes enseñar los misterios de Euclides y las artes curativas de Hipócrates. En el resto del reino, sólo algunos pocos escogidos como Alcuino y Arno esparcían la luz y el conocimiento por la pura fuerza de su personalidad. Carlomagno, sin embargo, se negaba a reconocer el fracaso.

Como no podía llegar hasta las multitudes que ahora se volvían a él, pidió que lo hicieran sus iglesias: «Rezad, o renunciad a vuestras prebendas».

El monje cronista de Saint-Gall, que no parecía muy amante de los obispos, contaba de uno de ellos que vivía «con alfombras en el salón y colgaduras en las paredes, un cojín sobre el asiento y unas ropas de preciosa seda púrpura en torno al cuerpo, que comía los bocados más deliciosos que sus pasteleros y confeccionadores de embutidos podían servirle en bandejas de oro». En una ocasión, el muy religioso emperador Carlos ordenó a los obispos de todos sus dominios que predicaran en la nave de sus catedrales antes de cierto día, o serían privados de su dignidad episcopal. Pues bien, el mencionado obispo se alarmó porque no tenía más instrucción que la glotonería y temía perder su vida muelle.

»Así, después de ser leída la enseñanza de aquella festividad, el obispo subió al púlpito como si fuera a predicar un sermón a los fieles, que se arremolinaron debajo para escucharle, asombrados ante tan insólito acontecimiento. Todos los presentes se apretujaron bajo el púlpito, menos un pobre hombre, pelirrojo, que llevaba la cabeza cubierta con un paño porque se avergonzaba del color de sus cabellos. Entonces, el obispo le vio y dijo al ostiario: “Tráeme a ese patán que se cubre la cabeza, ahí junto a la puerta de mi iglesia”. El ostiario agarró al asustado palurdo y le condujo a rastras, pues el pobre hombre se resistía, temiendo que el terrible obispo le infligiera algún grave castigo por estar en la casa de Dios con la cabeza cubierta. Sin embargo, el obispo, inclinado sobre la baranda de su atalaya, empezó a predicar como sigue, ora dirigiéndose a su grey, ora gritando al pobre patán: ¡Tráele por aquí! ¡Qué no resbale! ¡Quieras o no, palurdo, vas a venir! ¡Ahí, no; más cerca! Entonces, le quitó el paño de la cabeza y exclamó, vuelto hacia los fieles: ¡Ved todos, comprobadlo bien: El palurdo es pelirrojo! Tras decir esto, el obispo regresó rápidamente al altar y celebró el oficio, o fingió hacerlo.

»Cuando el emperador Carlos, que conocía la torpeza del obispo, supo que había hecho un esfuerzo por decir algo para obedecer la orden, le permitió conservar su obispado».

Forzado por las circunstancias, el rey de los francos ideó algunos recursos ingeniosos para aumentar los conocimientos. Cuando llegó el nuevo órgano de Constantinopla, mandó desarmarlo y copiarlo, para que en sus grandes iglesias «los fuelles de piel de buey soplaran a través de los tubos de cobre con el rugido del trueno y el estrépito de los címbalos».

—Cantad como es debido las palabras que glorifican al Señor —exigió al coro de palacio, y cantó con ellos.

—Haced que los Evangelios se copien con claridad, y que no lo hagan jóvenes descuidados sino concienzudos hombres de edad —instó a los responsables de los scriptoria monásticos. Las enormes y extensas Biblias quizá fueran escasas y difíciles de encontrar, pero los Evangelios, y en especial las epístolas de Pablo, el gran predicador, eran comprensibles para todos. En Tours, Alcuino pasaba las noches trabajando con sus escritores para difundir los Evangelios por las iglesias del reino.

Las admoniciones de Carlomagno sonaban como el chasquido de un látigo contra la molicie y el relajamiento en los monasterios y conventos. (¿Acaso él no tenía las mismas inclinaciones?). Prohibió a abades y abadesas el uso de perros de caza, halcones y juglares. Ninguna monja debía escribir o enviar cartas de amor. Ningún monje debía faltar a su vocación por el sucio dinero.

El franco reconocía que pecar era humano, pero mantenerse en el pecado era diabólico. Sus creencias se ceñían a lo fundamental; no entendía el idealismo de Platón ni las sutilezas de los filósofos.

—Predicad cómo los impíos serán arrojados a las llamas por los demonios —bramaba a sus clérigos—. Proclamad que los virtuosos vivirán para siempre con Cristo.

Pero sus sacerdotes fracasaron. Por mucho que se esforzaran, sólo conseguían balbucir jaculatorias, fragmentos de oraciones, torpes llamadas al arrepentimiento. Muchos de sus clérigos eran hijos de señores legos que se alimentaban de las iglesias, y su estrechez de ideas les impedía percatarse del misterio de la vida y de la inmensidad del poder divino.

Cuando se dio cuenta de ello, Carlomagno ordenó que se pintasen en los muros de todas las iglesias representaciones de los sermones, mostrando a los ojos de todos los fieles las lúgubres llamas rojas del infierno y los gozosos colores blancos y dorados de la esfera del cielo. Y él mismo se dedicó a predicar. Desplazándose a iglesias, mercados y ferias, explicó la Palabra de Dios, de monarca a súbditos. «Creed y os salvaréis. La salvación no viene de las buenas obras por sí solas, aunque éstas son meritorias, sino de la fe». Ningún predicador viajero posterior a él divulgaría el Evangelio con más energía y persuasión.

«Jesucristo, nuestro Señor, reinará para siempre. Yo, Carlos, por la gracia y la bondad de Dios rey de los francos y defensor de la Santa Iglesia, saludo y acojo en paz a todas las órdenes de piedad eclesiástica o de poder secular, en el nombre de Jesucristo, nuestro Señor eterno…».

A gritos, infundiendo en los fieles miedo y anhelo, el rey predicó la salvación por las tierras sumidas en la oscuridad.

Ésta es la paradoja de Carlos, de Carlomagno. Por una parte, un hombre tosco a medio enseñar, que tomaba mujeres desconocidas cuando sentía deseos hacia ellas, que se saciaba de carne cuando se ponía el sol tras un día de ayuno, que engañaba a sus amigos y encontraba el modo de someter a quien se le oponía. Aquél era el Carlos cazador de jabalíes, el arnulfingo. Carlos Martel no tenía su fuerza; Pipino el Breve carecía de su astucia.

Sin embargo, aquel mismo hombre honraba a su padre y a su madre, jamás blasfemaba, repartía sus posesiones, era el campeón de «los pobres del Señor» y se sentía personalmente responsable de todos los seres humanos bajo su gobierno. Éste fue el Carlomagno que entraría en la leyenda.

Este dualismo procedía, al parecer, de una circunstancia muy sencilla. El poco instruido monarca franco creía a pie juntillas en cada palabra de las Santas Escrituras. Cuando leyó las primeras palabras de la epístola a los efesios escrita por «Pablo, apóstol de Jesucristo por la voluntad de Dios», se convenció de que aquella misma voluntad divina le había hecho rey. Estando, por tanto, a la cabeza de las iglesias del reino, se sentía impelido a predicar y, como rey que era, a ser el primero de los predicadores. Él mismo lo dejó expresado con toda claridad en el encabezamiento de los llamados Libros Carolingios: «Habiendo recibido del Señor, en el seno de la Iglesia, el gobierno de nuestro reino, debemos dedicarnos con todas nuestras fuerzas, y con la ayuda de Dios, a defenderlo y hacerlo crecer para merecer ser llamado por el Señor “un siervo bueno y fiel”».

No era la mojigatería o el mero sentido de la responsabilidad lo que le hacía decir una cosa semejante. Otros monarcas, fueran bárbaros como Teodorico, el gran godo, o cultos como Marco Aurelio, también habían actuado movidos por tales impulsos. Su propio hijo, Luis, sería conocido como «Luis el Pío» (Ludovico Pío).

Carlomagno era diferente a todos ellos. Él intentaba cumplir el mandato de la Biblia «con todas nuestras fuerzas». Por encima de otras necesidades colocaba «recolectar la cosecha de los campos del Señor».

En sus intentos de conseguirlo, el monarca nacido campesino adquirió una perspectiva del pueblo que le rodeaba concedida a pocos en épocas mucho menos turbulentas. Alcanzó a ver la humanidad como un tocio y se vio a sí mismo como un hombre entre otros muchos cuyas penalidades era su deber aliviar.

Desde nuestra distancia en el tiempo y nuestra mejor perspectiva, nos damos cuenta de que se empeñaba en una tarea imposible. Sin embargo, en su cabeza no lo era, si Cristo le ayudaba. Sólo era preciso encontrar la manera práctica de llevarla a cabo.

Igual que en su juventud, cuando estaba preocupado, saltaba a la silla de su caballo, ahora se dedicó a visitar sus iglesias, a escuchar el sonido de los nuevos órganos y las plegarias de voces recién educadas, con banquetes hasta avanzada la noche y rezos al romper el alba… Una manera de evangelizar que dejaba agotado a Alcuino, quien se refería con añoranza al gran bien que hacían los escritos, sobre todo los de almas cultivadas como las de Agustín y Jerónimo.

—¡Que yo no tenga doce clérigos tan instruidos y sabios como ellos! —se quejaba Carlomagno al oírle. (Así nos ha llegado la anécdota).

—¡Dios nuestro Señor, que creó el cielo y la tierra —respondía Alcuino, escandalizado—, se contenta con tener sólo dos de tales hombres… y vos queréis tener una docena!

Por esa época, el rey estaba muy satisfecho porque un tudun ávaro, un príncipe nómada, se presentó a mostrar sumisión al victorioso cristiano y recibir el bautismo, que los ávaros sabían que acompañaba al acatamiento. Carlomagno asintió al bautismo y actuó como padrino. (En aquel tiempo, tal padrinazgo espiritual conllevaba mucha más responsabilidad que hoy). También recompensó con su largueza al nuevo converso ávaro, con riquezas procedentes del propio tesoro ávaro.

No obstante, para entonces, Alcuino empezó a tener reparos sobre el método de conversiones en masa de paganos que empleaba Carlomagno por la fuerza, aunque nunca puso en duda el derecho del rey de someter a los no creyentes mediante la guerra.

Sólo a Carlomagno correspondía interpelarse sobre tal derecho, y lo hizo con gran detenimiento. Según la ley canónica, la que él pretendía implantar, era pecado hacer la guerra para obtener territorios o incrementar el propio poder. La bendición de Jesucristo llegaba con la paz, no con el combate. ¿Quién podía imaginar siquiera a Cristo regresando a la Tierra en plena carnicería de un campo de batalla?

Impulsado por tal creencia, o bien por su instinto de estratega, Carlomagno siempre había conducido su hueste armada no a la guerra, sino a evitar la batalla si ello era posible. Frente a los lombardos cristianos había tenido la justificación de que iba en ayuda del vicario apostólico de San Pedro; contra los devotos bávaros, había conseguido de Adriano el decreto de que cometerían pecado si se le oponían. Incluso en la pagana Hispania y en las tierras ávaras, se las ingenió para evitar las batallas convencionales. (Roncesvalles, el Süntal y Narbona tuvieron lugar lejos de su presencia, aunque aceptara la responsabilidad de lo sucedido). Tanto Einhardo como el monje de Saint-Gall mencionan que sus imponentes cabalgadas para someter a los diversos pueblos se desarrollaron «sin derramamiento de sangre, o casi sin él».

Muchos comentaristas, entre ellos Napoleón Bonaparte, han adjudicado al arnulfingo un genio militar que nunca tuvo. Lo que sí mostró fue una consumada habilidad para conseguir sus objetivos sin combatir. En relación con lo habitual en su época, Carlomagno actuó siempre dentro de sus prerrogativas.

Sin embargo, contra los sajones, dio rienda suelta a la brutalidad. Su estrategia persuasiva no había tenido ningún efecto sobre el pueblo del Irminsul.

Los reparos de Alcuino estaban motivados no por las campañas de su rey, sino por sus esfuerzos misioneros. El anciano maestro supo resolver el misterio de la resistencia sajona. La tenaz oposición de aquellos pueblos estaba causada por los sacerdotes que acompañaban a los soldados y que bautizaban en los ríos a unas gentes ignorantes, exigiéndoles de inmediato una conducta cristiana y el pago de diezmos a la Iglesia, bajo la amenaza de la condenación. Todo aquello sólo impulsaba a los sajones a volverse a sus tradicionales dioses de los bosques, invisibles e inocuos. Y si aquellos pueblos persistían en tal culto, ¿qué podía esperarse de los ávaros?

Presa de una intensa inquietud, escribió a su estimado Arno, cabeza de la misión entre los ávaros: «Predicad ahora la rectitud y la honradez, más que exigir diezmos. Es preciso infundir un nuevo espíritu en las gentes, alimentándole con la leche de la bondad apostólica hasta que haya crecido lo suficiente como para tomar alimentos sólidos. El tributo del diezmo, según me cuentan, está trastornando la fe de los sajones. Es mejor perder los diezmos que la fe. ¿Por qué hemos de someter a unos hombres ignorantes a un yugo que nosotros y nuestros hermanos no podríamos soportar?».

Pero una cosa era escribir tales cosas al experimentado «águila de Salzburgo» y otra muy distinta amonestar al tozudo Carlomagno. Con todo, Alcuino lo intentó a través de Maganfredo, con palabras punzantes: Que los clérigos de Sajonia prestaran atención a cómo exigían el dinero; que no fueran tan estrictos en reclamar los diezmos, castigar los delitos o exigir de los ignorantes sajones lo que éstos no podían llevar a cabo. «En resumen, mi señor, que aprendan de los apóstoles a ser divulgadores de la Palabra, no ladrones».

El recado no produjo el menor resultado y Alcuino se atrevió a reconvenir al propio rey. Prudentemente, inició su petición describiendo la alegría que se produciría el día del Juicio si multitudes de sajones seguían al «felicísimo monarca» hacia el trono de Cristo (una astuta apelación al corazón de un evangelista). Sin embargo, continuó Alcuino, pese a los esfuerzos y a la dedicación del rey, la elección de los sajones no parecía haberse decantado, hasta el momento, por el Dios verdadero. Así, pues, le instaba a «proporcionar a esos pueblos conquistados nuevos maestros que les amamanten con leche, como a niños de pecho. Los diezmos pueden ser provechosos, pero es mejor quedarse sin ellos que sin la fe de las almas. Recordad la enseñanza de san Agustín: Primero, instruye al hombre y tráele a la fe; entonces, y sólo entonces, bautízale».

Carlomagno continuó haciendo las cosas a su modo en Sajonia, sin prestar la menor atención a las palabras de Alcuino. Lamentándose, el celta escribió a Amo: «¿Qué se consigue con un bautismo si no hay fe? A un hombre se le puede forzar al bautismo, pero no se le puede obligar a creer».

Sin embargo, después de veinticuatro años de lucha, Carlomagno estaba decidido a imponer la fe a los sajones por la fuerza. Su ceñuda tenacidad igualaba la voluntad de resistencia de aquel pueblo. El franco se enfurecía con la «infidelidad de los sajones», cuando éstos luchaban por la independencia. En el momento en que empezaba a contemplar la idea de una comunidad cristiana, los sajones habían abandonado la fe; en el momento en que, como ahora, pretendía reinstaurar la hegemonía que había ejercido su abuelo, Carlos Martel, sobre los pueblos germánicos del Rin, en la propia orilla de éste los sajones volvían a alzarse en armas contra él. En el corazón de sus dominios —tal como él los entendía—, las tribus sajonas unían sus fuerzas a los paganos eslavos y ávaros.

A lo largo de los años 794 a 798, inexorablemente, Carlomagno envió sus fuerzas de nuevo a las ya familiares rutas de Sajonia, recuperando Paderborn e invernando de nuevo junto al Weser, hasta que el ejército de su hijo Carlos alcanzó por segunda vez la costa báltica.

Pero, en esta ocasión, Carlomagno probó una nueva estrategia. Primero, tomó como rehenes a un tercio de los hombres de las aldeas; después, empezó a desarraigar de sus bosques a cientos de familias para volverlas a establecer en los valles del Rin y del Loira. Habiendo fracasado en someter a los sajones, se dedicó a trasladarlos.

Siempre que tenía un fracaso, el infatigable arnulfingo se enfrentaba a él y acababa arrancándole un éxito personal de algún tipo. Su río, el «rápido y espumeante Rin», no había tenido nunca un puente que lo salvara y, en opinión de sus gentes, todos los esfuerzos por tender uno serían inútiles. La primera estructura que había mandado levantar en Maguncia había sido arrastrada por las avenidas de agua, pero Carlomagno hizo hundir barcazas cargadas de piedras río arriba, construyó nuevos pilares de madera, los ancló a las orillas mediante obras de sillería y, por fin, el Rin tuvo su puente.

Los francos no tenían conocimientos de arquitectura, pese a lo cual el monarca entregó a uno de ellos, el maestro Odón, el plano de la iglesia de Justiniano en Rávena, un templo octogonal y de reducidas dimensiones. El maestro Odón no consiguió edificar otro San Vitale, pero la iglesia de la Virgen en Aquisgrán fue completada y despertó la admiración de todos. Desde luego, no fue erigida en una sola jornada a instancias de Carlomagno, como proclamaban sus guerreros veteranos, pero la energía del arnulfingo logró que la obra fuera rematada, con placas de oro y plata y notables pinturas en las paredes, en el plazo de cuatro años, en lugar de en cuatro generaciones. Pronto, desde las marismas frisonas hasta las capillas de la Provenza, corrió la noticia y acudió gente a admirar aquel templo.

Tampoco había en el reino franco nadie que tuviera la habilidad suficiente para tallar o moldear una estatua, pero entre la iglesia de Santa María y el edificio de palacio resplandeció pronto la brillante estatua de bronce de Teodorico a caballo. El buen godo y su montura casi parecían estar vivos.

Desde Aquisgrán, los misioneros continuaron avanzando, más allá del Elba y los pueblos eslavos vecinos, hasta entrar en contacto con los salvajes sorbios (serbios) y croatas.

En la lejana Italia meridional, el joven Grimoaldo, el beneventino, se había casado con una princesa bizantina y se había declarado por fin «lo que he sido siempre, un hombre libre». Para corregir la situación, Carlomagno envió al brillante Angilberto.

En el oeste, los Pirineos habían pasado a manos de los musulmanes. Entonces el rey decidió enviarle al valiente Guillermo de Toulouse un numeroso grupo de austeros y endurecidos vasallos que ayudaron al aquitano a recuperar pacientemente, mes a mes, las poblaciones fronterizas y los pasos de montaña.

Al este, muy lejos, los paganos ávaros combatieron contra las misiones de Arno. Erico de Friuli acudió a someterlos acompañado del tudun bautizado. Los caudillos paganos resultaron muertos o emigraron a las estepas.

Así, en todas las comunidades de Occidente, Carlomagno se había convertido en un poder fáctico. Sus missi transmitían las palabras de apremio de su señor hasta las iglesias de Istria, en la costa dálmata, y los «hombres de Carlos» se reunían en los tempos con una nueva esperanza.

Sin embargo, ¿qué era Carlomagno?

Los paladines que trabajaban a su lado rara vez se hacían tal pregunta, pues no tenían tiempo para pensar en otra cosa que en llevar a cabo la voluntad del monarca. Arno, enfrascado en su labor evangelizadora entre los ávaros, tampoco tenía un momento para preguntárselo.

Quien sí tuvo ocasión de reflexionar sobre el asunto, en la calma de la clausura de San Martín, fue Alcuino. El sabio anciano, nunca libre de enfermedades, notaba ya próximo el final de sus días. Tours quedaba más allá de los territorios francos ancestrales, cerca de la antigua Galia meridional, donde aún se mantenían algunos recuerdos del Imperio Romano. Por otra parte, la mente infatigable de Alcuino aún seguía de cerca, gracias a sus cartas, los cambios de personalidades y los acontecimientos que se producían a lo largo y ancho de aquellos dominios que aún carecían de identidad. Si bien ya no era el mentor de Carlomagno, aún actuaba como ministro oficioso de éste.

Aunque seguía haciendo gala de su sentido del humor, el britano estaba cambiando de opinión en algunos temas conforme se acercaba el momento de rendir cuentas de sus pecados. Nadie había citado los versos de Virgilio con más asiduidad que él, pero ahora censuraba la lectura de tal «poesía pagana». Le divirtió pensar cuánto disgustaría a Angilberto, a quien encantaban las funciones teatrales, la reciente prohibición de las pantomimas en la corte. Sin embargo, Agustín había sido muy tajante al afirmar que el teatro era una invención del Diablo.

A Alcuino le molestaba que Carlomagno no prestara ninguna atención a las necesidades de los reyes anglosajones. «Un pueblo descreído», fue el comentario del franco ante la noticia de que los habitantes de Northumbria habían matado a su monarca. Por su parte, Carlomagno se dedicaba cada vez más a reforzar las iglesias de sus territorios. Para entonces, se refería a sí mismo simplemente como «rey de los francos», sin añadir ya lo de «rey de los lombardos y patricio de Roma», pues, ciertamente, su hijo Pipino era el rey nominal de los lombardos, aunque fuera su padre quien gobernara a través de los missi dominici. El anciano maestro de York se preguntaba qué sería de las naciones de Occidente si Carlomagno moría. Y, sobre todo, ¿qué sería del vicario de san Pedro, en Roma?

Entre su constante correspondencia, mientras descansaba su dolorida cabeza en la quietud de la noche, Alcuino le daba vueltas a aquel interrogante: Carlomagno había alcanzado un poder superior al de cualquier rey del Occidente, pero no tenía ningún título que reflejara tal poder. Su personalidad había rebosado los límites del primitivo dominio de los francos, pero ¿qué era ahora?

Un emperador, sin duda. En efecto, si lograba añadir a sus dominios la Britania y aquella otra isla del mar Interior, la Sicilia, pasaría a gobernar más tierras que cualquier emperador romano de Occidente. Era cierto que Hispania seguía fuera de la influencia cristiana, pero aquella tierra pagana aún podía ser sometida. César Augusto era señor de muchos menos territorios el día de su coronación.

Alcuino reflexionaba de este modo sobre el Imperium de la antigua Roma porque en Occidente no se había conocido otro. Además, en el Este, precisamente por esa época, era una mujer, Irene, quien ocupaba el trono de los emperadores orientales de Constantinopla, los simbólicos sucesores de los césares romanos. Irene había pecado al dejar ciego a su propio hijo, Constantino, para conservar el poder en sus manos como portadora de la púrpura.

Con todo, Alcuino sabía que su rey David no tenía tales sueños imperiales. El bárbaro franco se consideraba ungido rey, como David, por voluntad divina y creía a pie juntillas en Agustín, quien había profetizado que la ciudad mística de Dios seguiría a la caída de la Roma terrenal. Y era muy difícil, si no imposible, contradecir a Carlomagno cuando estaba convencido de algo.

Aunque comprendía que era preciso resolver el interrogante, Alcuino no logró dar con la respuesta y planteó la cuestión, por escrito, a un reducido número de amigos de confianza. Al único que no pudo recurrir en aquella búsqueda de respuesta fue a Carlomagno.

Otra tarea desafiaba por entonces al monarca. Éste había ordenado la construcción de un canal a través del alto valle bávaro que separaba las cabeceras del Danubio y del Rin, pero las obras no avanzaban.

«El rey ponía su sello en cada obra, donde quiera que estuviese», escribiría Einhardo, el enano. Así pues, se embarcó río arriba, remontando el Altmühl hasta donde pudieron llevarle los esquifes, para llegar al esquivo valle. Transcurría entonces el Brachmanoth, el mes de iniciar las excavaciones (junio), y el franco lo consideró un buen presagio.

Su cortejo avanzó entre campos inundados por el deshielo, cazando jabalíes en la espesura y celebrando banquetes bajo los pabellones. El concienzudo Maganfredo llevaba los documentos de la corte y el severo Audulfo, el senescal, se ocupaba del transporte de las provisiones que complementaban la carne de los cerdos salvajes. Liutgarda, la joven y frágil reina, se tomaba a la ligera las lluvias y comentaba que el sol bendecía a todos aquellos que acudían a las montañas. Las hijas del rey añadían sus voces a la alegría general mientras su padre cabalgaba valle arriba para encontrar y expulsar al diablo que ponía trabas a la excavación del canal.

Las hijas de Fastrada se quedaron en la Ciudad de los Francos (Frankfurt), pero la traviesa Rotaida siguió a todas partes a la joven y esbelta Delia, tratando de hacer lo mismo que las chicas mayores.

En el cortejo había más niños. Berta, una mujer madura con veinte años cumplidos, llevaba con ella a los dos hijos tenidos de Angilberto. Rotruda, tan poco casada como su hermana, tenía también un pequeño.

Ni de palabra ni de gesto mostró el rey desprecio alguno por esos nietos bastardos, sino que contempló con afecto a sus hijas dándoles el pecho. Los pequeños lloraban a pleno pulmón cuando tenían hambre. A la hora de la cena, sus hijas se vestían de satén azul y le escanciaban el vino. Gracias a Dios, su familia crecía.

Einhardo dijo de las muchachas: «Tanto disfrutaba el rey con su compañía, que no soportaba estar separado de ellas».

La fiesta del Brachmanoth se celebraba a pleno mediodía; las muchachas de más edad se engalanaron con coronas de flores en los brazos y en los hombros y llevaron a su padre fuentes de fresas, peras, cerezas y uvas tempranas, pero a la pequeña Rotaida no le dieron nada que llevar. La niña tenía una corona de flores en su rincón y allí fingió bailar cuando las arpas y los címbalos empezaron a sonar.

En plena celebración, sólo un hombre se percató de los furtivos pasos de baile que ensayaba la solitaria Rotaida. Era Teodulfo, el gran poeta, un elocuente sacerdote de las montañas hispanas tostado por el sol que había llegado de la asolada Narbona, fugitivo con una hija pequeña y nada más a su nombre, y que se hacía llamar «el godo». Un gran poeta, sí, pero más torvo que el virtuoso Sturm cuando se encolerizaba, y más rápido en el beber que los recios Grafs turingios. Alcuino le apodó «el Pontífice de la Parra» y Carlomagno le dio refugio, deberes y poemas que hacer.

Aquel voluntarioso sacerdote hispano cantaba sus poemas; así había recitado el Salmista el Cantar de los Cantares; así daban gracias por su felicidad los peregrinos que poblaban los caminos. Sólo Ercambaldo, el secretario de Carlomagno, y el adusto Einhardo, el enano, escribían sus historias sobre el pergamino en esmerada prosa. Teodulfo dejaba oír su voz sobre la corte después de saciarse de buena carne y de fuerte vino… y ay del noble que estuviera demasiado borracho como para prestarle atención, pues el godo dirigía entonces las pullas de su canción contra el durmiente hasta que todos se echaban a reír y el hombre, despertando, abandonaba el salón tambaleándose.

Teodulfo había captado la ironía de los poetas árabes de Córdoba y había apreciado el ingenio de Ovidio. «Escuchad a los pájaros —decía a los señores del reino franco—. Oíd cómo los cuervos ahogan la melodía con su algarabía de graznidos; advertid cómo la urraca se siente ufana porque imita una voz humana; observad cómo el inflado pavo real emite sus chillidos cuando intenta hablar. Escuchadlos, y os oiréis a vosotros mismos».

A aquellos que se mostraban demasiado ufanos por haber realizado una peregrinación para expiar sus pecados, les apuntaba: «No llegaréis al cielo caminando».

Mientras observaba a Rotaida bailando sola, el tempestuoso godo se dio cuenta de cómo los niños tenían que soportar las penas en silencio y de cómo el rey franco, tan generoso en su clemencia, podía ser muy cruel cuando olvidaba ésta. Con su dominio sobre quienes le rodeaban, tan pronto les daba alegrías como les agraviaba. Con todo, su manera de ser le llevaba siempre a dominar. ¿Era, pues, digno de gobernar a tan grande multitud?

El godo no se dejaba engañar. Había tenido por hermanos a los proscritos, su refectorio había sido la cuneta del camino y sus himnarios, los lamentos de los desesperados. El godo, más que cualquiera del círculo de Carlomagno —más incluso que el sagaz y rápido Angilberto—, tenía imaginación.

Bajo el dosel del rey, un discípulo celta de Alcuino llamado Fredugis instruía a los estudiantes sobre los números mágicos y el significado de los eclipses de sol y de luna. Todas las muchachas estaban allí, calladas al menos, si no interesadas. La pequeña Rotaida entró tras ellas, acomodándose donde una cuerda sostenía el ángulo del pabellón real. El maestro escocés, al verla, le hizo un gesto para que se marchara. Entonces, el godo lanzó un rugido de cólera:

—¡Escocés borracho! ¡No impidas a los niños acudir a la instrucción!

—La chiquilla me incomoda y no puedo sino aburrirla con mis lecciones.

—Entonces, ocúpate de complacerla. ¿Acaso impartes enseñanzas por el placer de oírte, o más bien para que los demás entiendan lo que dices?

El maestro llegado de Britania no supo qué responder, pero, en adelante, se abstuvo de rechazar la presencia de los niños. Y cuando ellos invitaban al godo a hacerse amigo de Fredugis, él les contestaba:

—¡Seré amigo de un escocés cuando una perra amamante a un conejo!

Mientras tanto, a pesar de las exhortaciones de Carlomagno, la zanja del canal en aquel valle, de dos mil pasos de largo por cien de ancho, no podía hacerse más profunda. El agua se filtraba y convertía la obra en un lodazal. El margen de la zanja se desmoronaba y los hombres quedaban atrapados en el fango de aquel lugar que llamaban el Ried.

Miles de picos y palas trabajaron para abrirlo, y el rey ordenó que se levantaran presas y se cerraran canales, pero, noche tras noche, el lodazal se adueñaba de nuevo del fondo del valle. Además, durante las horas de oscuridad, de aquella tierra maldita surgían gemidos y jadeos inhumanos, acompañados de un hedor pestilente.

Los compañeros de rancho de Keroldo afirmaban que unos enemigos abominables se habían apostado en el Ried para maquinar contra el rey cristiano. Al oírles, Keroldo exclamó, quejándose de su cháchara:

—¿Vosotros, que apenas sois capaces de matar una mosca, decís haber visto enemigos apostados allí? ¡Ahora oiréis el testimonio de lo que yo he visto! No era ningún enemigo, sino el propio Diablo, que combatía allí con nuestro muy glorioso rey, al borde del maldito lodazal cuando la noche era más cerrada. Nuestro rey sólo iba armado con la espada, pues había dejado el puñal y la lanza en la tienda. Entonces, sacando su espada del mejor hierro, alzó la empuñadura con la cruz y el diablo empezó a gemir y jadear, como bien oísteis. En aquel punto, nuestro muy creyente rey descargó el filo de la espada en el vientre del Archienemigo al tiempo que invocaba al valiente arcángel Miguel. Lo que ahora oléis y escucháis son los restos del propio Diablo deslizándose y retorciéndose en esa ciénaga.

A los comensales les pareció que Keroldo, en aquella ocasión, decía la verdad. Pues el hediondo lodazal derrotó los esfuerzos de todos los demás hombres.

Las lluvias produjeron inundaciones que se llevaron las presas de contención. Carlomagno se dio cuenta de que con su presencia no había conseguido nada. En un acceso de furia ciega, echó a andar hacia la colina donde había estado la presa. En momentos así, nadie de su corte se aventuraba a seguirle. Aquella vez, sólo la pequeña Rotaida, de siete años, fue tras él movida por algún impulso. Y Teodulfo, el godo, salió tras ella porque sabía que el rey deseaba estar a solas con su cólera.

El godo les observó bajo la lluvia barrida por el viento: Carlomagno, sentado en un peñasco con la cabeza entre las manos, y la chiquilla, acercándose a él. El rey no se percató de su presencia hasta que ella se remangó la falda y se puso a dar unos pasos de danza sin música delante de él, avanzando y retrocediendo. Teodulfo no se acercó más. Al ver a la niña, Carlomagno la subió sobre sus rodillas y echó el borde del manto por encima de su cabeza para protegerla de la lluvia. Cuando lo hizo, vio al díscolo godo.

—Teodulfo —le confió—, ahora siento vergüenza. En esta hora terrible, la pequeña Rotaida me trae el consuelo de su encantadora danza.

Cuando regresó a la tienda, el rey dio orden de emprender el regreso hacia el río al día siguiente, pues las lluvias ponían fin a los trabajos en el canal.

El valle del Ried no terminó de excavarse nunca y, años después, el proyecto del canal quedó abandonado. El analista de Salzburgo escribió: «Era un esfuerzo inútil. Ningún cálculo ni previsión puede triunfar frente a la voluntad del Señor».

En cambio, se oyó a Teodulfo proclamar:

—¡Bendito sea Dios, que me ha concedido, indigno como soy, un señor como Carlos!

Y Carlomagno concedió a aquel hombre sin pelos en la lengua el obispado de Orleans. Allí, Teodulfo asombró a sus fieles con la creación de escuelas en los pueblos «para aprender canto y escritura».

Otro asunto más importante que el canal del Ried derrotó también a Carlomagno. Durante aquella época de tensiones, había intentado limitar su responsabilidad a las tierras francas tradicionales, con su centro en Aquisgrán. Sin embargo, descubrió que no podía. Ahora, demasiada gente apelaba a él. Podría haber rechazado tales apelaciones, pero no era propio de su carácter hacerlo.

Para llevar a cabo su nueva obligación como procurador general, se vio obligado a desplazarse nuevamente de Aquisgrán. Con el fin de restaurar el orden en Sajonia, se trasladó con la corte a la región del Weser, abrogando los castigos más severos de su odiada Capitular a los Sajones y supervisando el traslado de los aldeanos; después, para gran intranquilidad de Alcuino, prosiguió la marcha hacia las colonias establecidas entre los eslavos, al otro lado del Elba.

Durante este periodo, entre 797 y 798, los anales revelan la llegada de misiones de tierras lejanas a la corte ambulante del franco. Un señor árabe de Barcelona le presentó las llaves de dicho puerto de mar (pues Guillermo de Toulouse estaba abriendo y fortificando los pasos orientales de los Pirineos). Este árabe, Abdulá, hijo exiliado del gran sarraceno, Abderramán, buscó la amistad del rey y relató a Carlomagno las maravillas de Bagdad, donde leones de bronce rugían como órganos. Al oírle, el franco despachó enviados a Bagdad para solicitar el regalo de un elefante.

Desde los Pirineos occidentales, Alfonso, rey de los astures y de los gascones, envió tributo, con cautivos y trofeos de la Lisboa musulmana. Los mismos cristianos que al principio se habían resistido a los francos, se presentaban ahora como súbditos de Carlomagno, el victorioso rey cristiano. Lo mismo hicieron los príncipes ávaros.

De la Sicilia bizantina llegó una carta del patricio saludando al monarca de los francos. Más aún: Miguel, metropolitano de Constantinopla, le mandó el saludo de la emperatriz Irene, con el anuncio de su ascensión al trono de los césares (pero sin mencionar que había ordenado la ceguera y el encarcelamiento de su hijo, Constantino).

Los monasterios le rogaban su apoyo y Carlomagno instaba a los monjes a trabajar los campos para obtener mayores cosechas. Estos centros de clausura eran arterias de nueva vida pero los monjes, al retirarse de la agitación del siglo, rehuían sus responsabilidades para con los demás. «¿Vais a encerraros en una prisión segura? —preguntó con malos modos al mismísimo Arno—, ¿o pensáis continuar adelante hasta convertir a Sigfrido, el rey de los daneses?».

Carlomagno empezó a resentirse por la ausencia de Alcuino, Angilberto y Adalardo, cada cual en su abadía.

De Aquilea, la ciudad en ruinas de la frontera oriental de Italia, llegó un antiguo alumno de la Academia, Paulino, el mismo a quien Liutgarda había enviado los brazaletes de oro. Este Paulino («cuyo nombre —según Alcuino— no está grabado en tablillas de cera sino en nuestros corazones») estaba enfermo de pena por las ruinas de Aquilea, que había sido una de las últimas muestras de esplendor del Imperio Romano antes de que los hunos de Atila la arrasaran.

—Una ciudad principesca —se lamentaba Paulino— se ha convertido en una pobre choza. Los brezos invaden sus iglesias desmoronadas y ni siquiera los muertos tienen allí paz, pues los ladrones se dedican a arrancar las lápidas de mármol de las sepulturas.

Carlomagno, que amaba y admiraba a Paulino, el sacerdote de Erico, no sabía qué ayuda podía prestar a aquella ciudad fantasma.

—¿Qué gentes habitan allí? —preguntó al clérigo.

—Los supervivientes de la antigua civilización buscaron refugio en las islas del mar y en las lagunas vénetas. Hoy, han desaparecido y sólo acuden a mi altar gentes hambrientas y mendigos que recorren la costa.

—Construid posadas y acoged en ellas a los viajeros que se dirigen al este.

Carlomagno propugnaba que todas las diócesis acogieran como huéspedes a los viajeros. La población ambulante de sus dominios necesitaba encontrar puertas abiertas y tierras que trabajar. A Paulino, además de plata, le concedió un título muy apreciado en el Este: el de patriarca de Aquilea. Es decir, de jefe religioso de aquella ciudad fantasma.

Desde Toulouse llegó su hijo Luis, tan pobre que ni siquiera había podido ofrecer regalos a la futura esposa que le acompañaba. Allí, en la próspera Provenza y la fértil Gascuña, los recaudadores de los diezmos se dedicaban a robar y los jueces ambulantes vendían sus veredictos por dinero. Luis, un hombre de estrictos principios, era incapaz de poner coto a la extendida corrupción de los funcionarios del rey, y éste no podía viajar personalmente a Aquitania para hacerlo.

En casos así, Carlomagno recurría a sus servidores más hábiles y honrados para que actuaran en su nombre. En esta ocasión llamó a Teodulfo, el godo, para que viajara por su antigua patria como missus dominicus con poderes para juzgar a los funcionarios. «No aceptes regalos, escucha a todo el mundo e infórmame de lo que descubras», le aconsejó.

A modo de informe, Teodulfo envió un poema mordaz titulado ¡A los jueces! En él, hablaba despiadadamente de lo que había encontrado tras las huellas de los jueces que le habían precedido. Allí donde llegaba, las gentes le recibían con sobornos antes incluso de presentarle sus demandas.

«Un hombre me trae gemas de Oriente para que le transfiera la propiedad de las tierras de su vecino. Otro me ofrece monedas de oro con inscripciones en árabe como recompensa si le adjudico la casa que desea. El criado de un tercero se presenta ante mí describiendo una maravillosa vasija de la plata más pura y de un peso extraordinario, ornamentada con una detallada escena de Hércules furioso, tan minuciosa que se ve su maza de hierro en el momento de golpear la cara furiosa de su enemigo, y otra en la que el propio Hércules saca los bueyes del establo de Augias y se aprecia claramente el miedo de los animales al ser arrastrados por la cola. Entonces, el criado me ofrece la vasija en nombre de su amo, a cambio de una mera modificación en los documentos de un gran número de personas».

Los únicos regalos que aceptaba Teodulfo eran las manzanas o algún suculento pollo que le ofrecía la gente del pueblo. Los versos del godo hacían burla de los jueces ambulantes del rey; decía de ellos que se levantaban con el alba para aceptar sobornos pero dormitaban hasta el mediodía cuando el deber les llamaba, que se incorporaban de sus bancos a mediodía para atracarse de comida y luego se pasaban la tarde dando cabezadas durante las audiencias, que prestaban gran atención a las peticiones de los influyentes y se volvían sordos a las reclamaciones de los pobres.

Allí donde acudía Teodulfo, la institución de los missi dominici recuperaba el respeto de todos. Así pues, la acción de unos pocos seguidores devotos hizo sentir la fuerza de la personalidad de Carlomagno en unos territorios cada vez más extensos.

En Saint-Denis, el agradecido Fardulfo estaba levantando un palacio «para la venida del rey». En Salzburgo, Arno instaba a sus predicadores a comportarse como apóstoles y no como recaudadores de impuestos. En Tours, Alcuino pasaba las noches dedicado a recopilar y comparar manuscritos de la Biblia Vulgata de Jerónimo, con objeto de poner en manos del rey una versión nueva y clara de la extensa Biblia. En la fantasmal Aquilea, Paulino convertía en ciudadanos a los viajeros de paso.

Y, mientras se dedicaban a sus tareas, las mentes inquisitivas de aquellos hombres daban vueltas a la pregunta de Alcuino, tal vez porque éste se la había transmitido en sus carcas: ¿Qué era ahora Carlomagno, que se había convertido en más que un rey?

La respuesta no cardó en llegar. El monarca franco se estaba constituyendo en cabeza del nuevo Imperium Christianorum, del «imperio cristiano».

Todo empezó, como tantas otras cosas, en el Oriente misterioso. De aquel Oriente habían llegado las fuerzas que habían dado energía al rey de los francos. Las propias Sagradas Escrituras procedían de las lenguas del Asia Menor, a través de las predicaciones de Pablo de Tarso. El monaquisino de Benedicto de Nursia provenía de los eremitas del desierto egipcio, y las leyes de Occidente se habían modelado a partir del Código de Justiniano. En el Este, en la ciudad de Constantino, todavía se conservaba la herencia de Roma, las ciencias y las artes del pasado perdido.

En cambio, de las costas y mares occidentales no había llegado nada, pues nada se había creado allí todavía entre los habitantes de los bosques y los pueblos marineros. Incluso las almas más puras del oeste, Beda y Columbano y sus hermanos, habían obtenido la bendición del conocimiento gracias a las rutas comerciales marítimas que ponían en contacto la costa irlandesa con Constantinopla. Los propios sobornos ofrecidos a Teodulfo y las piezas excepcionales del tesoro ávaro habían sido fabricadas por manos orientales.

Las grandes transformaciones de los seres humanos tenían lugar en aquellas lejanas tierras del Este y cada una de ellas, como una gran ola de marea, rompía con fuerza en las regiones de Occidente para morir en pequeñas ondas entre los bosques inexplorados.

Casi dos siglos antes, con la predicación de Mahoma de una nueva fe en los desiertos más allá de la Tierra Santa, había surgido una rebelión contra los imperios, opulentos y estancados, de Bizancio y de la Persia sasánida. La oleada de conversiones al Islam y las espadas de conquista musulmanas habían barrido la costa de África, provocando contracorrientes por todo el mar Interior, y se habían filtrado a través de los pasos de los Pirineos, donde Guillermo aún seguía librando la guerra del creyente contra el infiel. Sin embargo, en el Este, la fe de Mahoma había sido la de un puritano que sólo rendía adoración a Dios, y a nada más. El fuego de su convicción espiritual —que propugnaba la oración sin clérigos, la veneración sin iglesias y la fe sin condiciones— había prendido entre las sectas cristianas orientales, que veían con agrado sus planteamientos y que, a su vez, se rebelaron contra la jerarquía de Constantinopla. En los desiertos cristianos, las ideas puritanas ganaron adeptos hasta que, en las resecas llanuras de Anatolia, se alzaron para romper las imágenes de las iglesias, hacer trizas sus ropas y destruir los cuadros y murales que parecían burlarse de su fe íntima.

El conflicto entre estos rompedores de imágenes, los iconoclastas, y los partidarios de tales representaciones, los iconodulos, se prolongó durante generaciones. La emperatriz Irene —más por verdadero convencimiento que por interés político, probablemente— restauró la presencia de imágenes sagradas en los templos.

No era una vana cuestión de ritual lo que inflamaba aquella controversia. Era una pregunta general como el mundo y particular como el alma de cada creyente. Si uno hacía sus oraciones ante una estatua de la Virgen María, ¿no le estaría rezando a una mera imagen de piedra o madera, en lugar de hacerlo a Dios? ¿Quién podía responder a tal dilema?

Cada vez más enfrentados, iconoclastas e iconodulos encarcelaron, dejaron ciegos y dieron muerte a sus antagonistas hasta que en el Este, en Nicea (787), el séptimo Concilio de la Iglesia dilucidó por fin la cuestión (bajo la autoridad de Irene): «Los símbolos […] serán legítimamente visibles en vestimentas sacerdotales, recipientes, muros y caminos, para recordar a los hombres lo que representan».

Tales imágenes, declaraba el Concilio, debían ser respetadas y veneradas, incluso honradas con velas e incienso, pero no debían ser adoradas por sí mismas. La adoración ele los hombres debía tener por único objeto a Dios.

La oleada de controversias se propagó hacia el oeste hasta Roma. Allí, Adriano dio su aprobación a la sentencia del Concilio y bendijo a Irene por haber restaurado las imágenes de los templos. Aunque en San Pedro no había tanta pompa y ceremonia como en las iglesias ortodoxas de Oriente, Adriano y sus católicos apoyaron con firmeza la veneración de las imágenes de los santos y de las cruces de las capillas junto a los caminos.

Desde Roma, la disputa alcanzó la corte del rey franco. Allí, los templos eran lugares bastante toscos en los que no había imágenes porque ningún artesano sabía tallar estatuas, pero en ellos abundaban las pinturas murales y las reliquias preciadas como el manto de san Martín. Así pues, el dilema llegó al propio Carlomagno. ¿Se equivocaba al representar en las paredes el esplendor del paraíso? ¿Carecían de virtudes curativas los huesos o pertenencias de los santos?

«No —se respondió con rotundidad, y añadió—: Las imágenes no deben ser destruidas».

Tal postura habría dejado resuelta la cuestión en las iglesias francas de no haber sido por uno de esos percances que hoy parecen imposibles pero que, en esa época de dificultades comunicativas, se producían con bastante frecuencia. Alguien, en Roma o en Frankfurt, se equivocó en la traducción de una palabra. El término revere llegó a Carlomagno y a sus eclesiásticos como adoración. En consecuencia, llegaron a la conclusión de que el Concilio de Nicea y el propio Adriano habían ordenado la adoración de todos los símbolos. Esto enfureció de inmediato a Carlomagno, quien lo consideró un retorno al paganismo. ¿Cómo podía una cruz de madera junto al camino ser igual que el Dios Todopoderoso?

—Las imágenes no deben ser destruidas —proclamó, furioso—, ¡pero tampoco deben ser adoradas!

Teodulfo se mostró de acuerdo y Alcuino, que por entonces acababa de regresar de Inglaterra, tuvo que reconocer que el Concilio celebrado en el Este y el propio Papa se equivocaban. Sin embargo, la cólera de Carlomagno tuvo consecuencias de gran alcance. El franco vio en los bizantinos a unos falsarios religiosos y consideró que Adriano se había rebajado ante ellos; entonces, convocó su propio Concilio en Frankfurt (794) para debatir la cuestión candente de las imágenes y Dios, y exigió a los participantes una respuesta clara. La obtuvo: en Frankfurt, sus clérigos rechazaron y condenaron la adoración de las imágenes de los santos. Únicamente la Santísima Trinidad debía ser objeto de adoración.

El rey y sus eruditos religiosos no se detuvieron allí, sino que pusieron por escrito sus conclusiones en los famosos Libros Carolingios. Y así, en aquel momento, debido a la mala traducción de una palabra, Carlomagno dejó constancia de lo que consideraba su responsabilidad: «Habiendo recibido del Señor, en el seno de la Iglesia, el gobierno de nuestro reino […]».

El franco lo decía absolutamente en serio. Gobernaba su reino como jefe de la Iglesia y, por encima de todo, estaba esa responsabilidad suya como sacerdote del Señor. Y, en las circunstancias de aquellos años, a sus clérigos debió de darles la impresión de que tanto Constantinopla como Roma habían caído en el error. El propio Carlomagno debió de sentir que su fe era puesta a prueba y, como Martín Lutero en otra reforma, bien pudo haber dicho: «Aquí me planto; no puedo obrar de otra manera».

A semejanza de Lutero, también él acudió a las Escrituras para confirmar su postura. Los edictos de los Libros quizá fueran formulados por Alcuino y los demás, pero llevaban el claro eco del propio monarca: «[…] los obispos entenderán las oraciones que rezan en la misa […] comprenderán la plegaria del Señor y enseñarán su significado […] y no darán lectura a falsos escritos o a cartas mendaces […] para no conducir al pueblo al error […] ni permitirán a los sacerdotes difundir entre el pueblo otras enseñanzas que las expresadas en las Sagradas Escrituras».

A su vez, esta exhortación a los clérigos colocó al terco arnulfingo frente a la herejía que se extendía en aquellos momentos por tierras hispanas. Allí, los cristianos de las montañas septentrionales habían entrado en contacto con el pensamiento de los eruditos musulmanes y judíos y habían desarrollado algunas ideas propias. Uno de ellos, Félix, obispo de Urgel, discutía el concepto de la Trinidad y mantenía que Jesús, el hombre, sólo había sido Hijo adoptivo de Dios.

Hombre honrado, Félix predicó con celo su creencia en el adopcionismo, que se extendía por las iglesias de los Pirineos. Para Carlomagno, no había duda de que Cristo había compartido la divinidad del Padre. ¿Cómo podría un hombre normal, por adoptado que fuese, traer la salvación a todo el género humano?

El monarca llamó a Alcuino y a Teodulfo para que refutaran la herejía y convencieran a Félix de su error, y envió de inmediato a Angilberto a Roma para consultar con el nuevo Papa.

Así pues, ya próximo al final del siglo, Carlomagno se veía a sí mismo como principal defensor «interior» de la Iglesia, mientras que el sucesor de Adriano constituía una incógnita.

Alcuino se encontró, por tanto, enfrentado a la vez con aquellas cuestiones de fe y con la inflexible voluntad del rey y buscó refugio en San Martín. «He volado a mi amado nido», comentó al llegar. Allí, junto al río, insatisfecho con su labor como abad, deseó liberarse de aquella responsabilidad casi insoportable para entrar en la paz de la vida monástica. ¿Podría encontrar alguna solución al problema de la personalidad de Carlomagno y su creciente autoridad?

La tarea de revisión del nuevo texto de la Biblia completa le pareció superior a sus fuerzas y escribió a Carlomagno que le fallaba la cabeza. Algún día, imploraba el sabio de York, un segundo Jerónimo o alguna inspirada comunidad de eruditos la completaría, pero él se sentía incapaz.

«No esperes una era de mentes perfectas —respondió Carlomagno—. Nunca llegará». El franco quería ver la nueva Biblia acabada, inteligible hasta la última palabra, y tenerla pronto en sus manos. Así pues, Alcuino continuó trabajando, repasando los textos de los Padres de la Iglesia para refutar a Félix y explorando los tempranos fragmentos en griego de las Escrituras, hasta que el dolor de cabeza le obligaba a tenderse en el catre.

Y entonces llegó de Roma la noticia inconcebible.

Con palabras rudas y directas, los anales de 799 relatan que «los romanos capturaron al papa León, le sacaron los ojos y le cortaron la lengua. Llevado a prisión, escapó de noche saltando la valla y buscó la protección de los enviados del señor rey, Wirundo el abad y Winigis, duque de Spoleto, quienes estaban por aquel entonces en la basílica de San Pedro».

Así empezó el año de la decisión.

Para quien había jurado defender a su pueblo del exterior al tiempo que fortalecía la fe en el interior, aquel año trajo una sucesión de crisis. En Hispania, donde Carlomagno se había propuesto extirpar el peligroso adopcionismo, sufrió una inesperada derrota por mar cuando los corsarios árabes desembarcaron en las Baleares y las saquearon. Una oleada de inquietud recorrió todas las costas del reino, despertando a los bretones y a los eslavos del otro lado del Elba. Dos de sus missi fueron muertos.

Peores noticias llegaron de la Marca del Este. Arno había salido a toda prisa hacia Roma. «Dos de los caudillos francos cayeron —relata Einhardo—. En una ciudad de la costa [cerca de Fiume], Erico, duque de Friuli, fue muerto a traición. Y Geroldo, gobernador de Baviera, encontró la muerte mientras cabalgaba al frente de sus hombres, reunidos contra los hunos».

Carlomagno lloró la muerte de su cuñado, Geroldo, pero lloró aún más la pérdida del sin par Erico, que había sojuzgado a los ávaros. Erico siempre había llevado consigo un pequeño escrito del devoto Paulino, un Libro de exhortaciones para un cristiano en la guerra. El duque había repartido toda su riqueza en limosnas, sin pensar nunca en su propia seguridad. «Estos hombres valientes —dijo de ellos Carlomagno— ensancharon y protegieron las fronteras de los dominios cristianos».

¿Quién iba a ocupar su lugar? El monarca se sintió obligado a viajar de nuevo a la Marca del Este. Sin embargo, acampado en Paderborn, contempló los caminos por los cuales la nobleza sajona era conducida a sus nuevos hogares en Franconia mientras los colonos francos emigraban a tierras sajonas. Su hijo Carlos había partido para conseguir la sumisión de los eslavos. ¿Cómo podía él abandonar Sajonia?

Llegó a Paderborn un enviado bizantino con un extraño mensaje de Constantinopla, por mediación de Miguel, strategos de Sicilia. La emperatriz Irene enviaba presentes y salutaciones al rey de los francos, a quien explicaba que había encarcelado a su hijo Constantino por sus crímenes, de modo que ahora gobernaba sola. La emperatriz expresaba sus deseos de amistad con el rey franco, pero éste se preguntó qué clase de mujer era aquélla, capaz de poner grilletes a su propio hijo, y cómo podía ocupar una mujer aquel último trono de los césares.

Mientras esperaba en Paderborn, su atención se concentró en el sur y en el este. Antes que las demás necesidades, estaba la llamada del herido León, señor apostólico de Roma, que viajaba a su encuentro en los bosques sajones. Cuarenta y cinco años antes, el franco había salido bajo la tormenta invernal al encuentro de Esteban, que acudía a pedir la ayuda de su padre; sin embargo, ahora no podía dejar el campamento para recibir al desconocido León. En su lugar envió a Pipino.

Era evidente que a León no le habían sacado los ojos y también que era capaz de articular palabras con su lengua herida. Algunos prelados de su comitiva afirmaban que le había curado un milagro.

Todos estaban de acuerdo en que se había producido una disputa en la turbulenta Roma; León no tenía el apoyo de las familias nobles y, cuando salía de Letrán para un paseo a caballo, había sido atacado por una banda armada de espadas y porras. Sin embargo, dado que la multitud que contemplaba su paso se había dispersado rápidamente, llevada por el miedo, no había mucho acuerdo sobre lo que había sucedido a continuación. En cualquier caso, los prelados movían la cabeza, murmurando que León no era Adriano.

Las cartas de los enemigos del Papa afirmaban que era culpable de inmoralidad y perjurio, pero parecía que su mayor delito había sido ganarse el antagonismo de la facción violenta que pretendía gobernar Roma.

Después de escuchar a León, Carlomagno se reunió con su propio consejo, de modo que sus vasallos no pudieron conocer su opinión. Desde luego, respetaba a León como Sumo Pontífice, pues le pidió que consagrara el altar de una nueva iglesia. Aun así, declaró que León debía volver a Roma, bajo su protección, para enfrentarse a las acusaciones de que era objeto. Carlomagno le seguiría, para ser juez en la audiencia.

De este modo, es muy posible que León acompañara a los lanceros francos por los caminos del bosque con considerable incertidumbre. Iba a ser una dura prueba enfrentarse a sus enemigos en su propia ciudad, tras haber huido de ellos ensangrentado y medio ciego.

Arno le acompañó, como antes, pero Alcuino estaba demasiado débil para cabalgar hasta Sajonia, y Teodulfo, el godo, seguía en el frente hispano, donde las tropas francas estaban reconquistando Mallorca. Por su parte, Guillermo acababa de enviar al rey las llaves de Huesca.

Sin embargo, en su retiro de Tours, Alcuino se mantuvo informado de los acontecimientos a través de Arno. Sólo por debajo de su devoción a Carlomagno estaba su profunda lealtad a San Pedro. Mientras hurgaba en sus libros, tenía la absoluta certeza de que había sido la voluntad de Dios la que había conducido al herido Papa hasta el valiente y magnánimo rey franco. Alcuino no podía juzgar aquel caso con imparcialidad, enfurecido contra los revoltosos «hijos de la discordia» en Roma, donde «desde antiguo nuestra fe brilló con la luz más resplandeciente. ¡Los hombres, ciegos de corazón, han cegado a su propio Pastor!». Con gran vehemencia, aprobó la decisión del monarca de juzgar el crimen en Roma. Después, sus meditaciones se centraron en Carlomagno. ¿Quién, sino él, podía poner remedio al estado lamentable de las tierras cristianas y devolver a Roma su gran luz de antaño? Estos pensamientos los expresó en una notable carta al rey.

«Hasta ahora han sido tres las personas de superior rango en el mundo. Primero, Su Eminencia Apostólica, que ocupa por el poder de vicario la sede de san Pedro, príncipe de los apóstoles. Y de lo que se ha hecho a este insigne pontífice, sólo ahora me he informado por Vuestra Excelencia. En segundo lugar, está la dignidad imperial y el poder secular de la Segunda Roma (Constantinopla). Y todo el mundo habla de cómo su gobernador ha sido derrocado por su pueblo de la manera más impía. En tercer lugar, está la dignidad real en la que la providencia del Señor os ha hecho gobernante del pueblo cristiano: Vos, exaltado en poder sobre los antes citados dignatarios, superior en sabiduría y más glorioso en vuestra realeza. ¿No veis que el destino de las iglesias de Cristo depende sólo de vos? A vos os corresponde vengar el delito, guiar al viajero, consolar al doliente y ensalzar al bueno».

Mediante sinceras exhortaciones y sutiles reiteraciones, el ministro oficioso del reino franco llamaba a su rey y amigo a gobernar el Occidente cristiano como emperador, aunque no llegaba a utilizar esta palabra.

Carlomagno no dio muestras de contentarse con aquellos razonamientos y siguió buscando el modo de atraer a Alcuino a Sajonia, donde nativos y francos estaban siendo trasplantados de tierras. Alcuino no se dejó convencer para trasladarse «de la morada de la paz a un lugar de recogimiento». A continuación, el rey quiso que su consejero le acompañara a la gloriosa Roma «para escapar del humo de los tejados de Tours, tan nocivo para vuestros ojos», pero Alcuino respondió que el humo de Tours no podía ser más perjudicial que los puñales de los conspiradores romanos.

Había, con todo, una cosa que no negaría a Carlomagno. Éste necesitaba los conocimientos de Alcuino para refutar la herejía de las tierras hispanas ante un concilio y decidió ir en busca de su dulce y Cándido campeón, y también de Teodulfo.

Cuando las tormentas de invierno cerraron los caminos, Carlomagno se encontraba al abrigo de Aquisgrán. Su mente testaruda no se ocupaba, aparentemente, de asuntos políticos o de dignidades; había demasiadas necesidades que atender. Se lanzó a la decoración de su pequeña catedral y al cubrimiento de los grandes baños al aire libre alimentados por las fuentes termales. «Solía invitar a sus nobles y amigos e incluso a sus guardaespaldas a bañarse con él —relata Einhardo—. A veces, tenía a un centenar de personas en el baño».

Pero mientras se bañaba, celebraba banquetes o se vestía al alba, no dejaba de hacer preparativos para el año que iba a empezar, el 800 de la Salvación. (El nuevo año empezaba el día de Navidad). Y desde su salón de Aquisgrán corrió la noticia de que Carlomagno volvería a recorrer las fronteras de su reino.

Los jinetes de sus turmae calcularon que sería una larga cabalgada.

—¿Volverá riendas nuestro muy pacífico rey cuando llegue al rápido Loira? —discutían—. ¡Claro que no! Perseguirá a los paganos de Hispania hasta el África, la tercera parte del mundo, donde se encuentran los elefantes. Y continuará hasta la Tierra Santa, donde está el Sepulcro.

¿Acaso no había enviado a un monje, Zacarías, con regalos para las iglesias de Jerusalén? ¿No había en alguna parte, camino de su corte, un elefante enviado por el poderoso califa de Babilonia, o Bagdad? Ecos de estas especulaciones populares llegaron hasta Alcuino, cuyo corazón estaba volcado en Roma. Después de las muertes de Erico y Geroldo, le daba miedo que Carlomagno volviera a aventurarse por las zonas fronterizas. «Contentaos con conservar lo que tenéis. Persiguiendo una ganancia menor, podéis perder la mayor».

Otra voz instó al rey a no viajar. Su joven esposa, fatigada por la dura prueba de las tierras sajonas, deseaba quedarse con la corte en el nuevo palacio de Aquisgrán, donde todas las mujeres disfrutaban del lujo de unas cámaras de dormir protegidas del frío nocturno mediante acogedoras colgaduras bordadas.

—No volváis a los caminos —suplicó Liutgarda en su agotamiento.

A principios de Lentzinmanoth (el mes de la celebración de la primavera: marzo), Carlomagno emprendió la marcha.

El monarca se dirigió a buen paso hacia las fronteras donde era necesaria su presencia. Primero, se embarcó Mosa abajo hasta la costa, deteniéndose con Liutgarda a pasar las noches en sus villas o en los santuarios más afamados. Desde los agitados Países Bajos, continuó su avance a lo largo de la costa del Canal estableciendo fortificaciones en las bocas de los ríos, cuyos cursos remontaban las flotas corsarias para hacer incursiones tierra adentro. En mayo, Carlomagno estaba más allá del Sena, inspeccionando la Bretaña pacificada. A finales de ese mes, el rey llegó al valle del Loira y acudió a visitar a Alcuino en el santuario de San Martín.

«Llegó allí para orar —registran los anales—, pero se quedó varios días a causa de la debilidad de su esposa, la reina Liutgarda, quien murió en aquel lugar el día 4 de junio. El rey le dio sepultura allí, en la iglesia de San Martín de Tours».

El achacoso Alcuino sintió profundamente la muerte de aquella muchacha sencilla que había intentado llevar a cabo con dignidad sus deberes de reina y, ante el altar erigido sobre la tumba del «buen soldado» Martín, elevó sus oraciones: «Señor Jesús, dulce y misericordioso, ten piedad de la mujer que acabas de llevarte de nuestro lado […]. ¡Ah!, oremos para que esta hija tan querida para nosotros sea también amada a los ojos de Dios».

Carlomagno no retrasó mucho la partida. Llevando consigo a Alcuino y acompañado de Luis, quien había llegado de Toulouse, aceleró la marcha hacia el norte y recogió a Teodulfo en Orleans antes de visitar las sepulturas de la familia en Saint-Denis, donde le esperaba Fardulfo. Un mes después del entierro de Liutgarda, el monarca estaba de nuevo en Aquisgrán, ocupado en la preparación del concilio.

Flanqueado por sus señores, laicos y eclesiásticos, Carlomagno presidió los debates desde su trono en el estrado del gran salón, envuelto en su manto bordado, coronado con la fina diadema de piedras preciosas y luciendo al cinto su espada engastada de joyas. Durante seis días, asistió al gran debate entre Félix de Urgel y Alcuino de Tours, hombres venerables y versados ambos en la dulce sabiduría de los Padres de la Iglesia.

El concilio fue un juicio de Dios mediante la confrontación de las ideas. En esa época temprana, la herejía no era considerada un delito. De hecho, una creencia nueva podía llegar a convertirse en una verdad aceptada. ¿Acaso no había roto el propio Pablo los cánones de su tiempo? Sin embargo, tal verdad debía quedar demostrada más allá de cualquier duda y Carlomagno sentía que recaía sobre él la pesada responsabilidad de tomar la decisión final.

Félix, el obispo, era un hombre de vida virtuosa, pero ¿predicaba la verdad? ¿Cabía la más remota posibilidad de que Jesucristo no fuera el Hijo verdadero y unigénito de Dios, dotado de Su misma naturaleza divina, sino sólo el Hijo adoptivo del Padre Eterno? Félix declaró en el concilio que tenía permiso de «nuestro glorioso rey Carlos […] para exponer ante él mis opiniones. He sido traído aquí sin violencia para someter ajuicio y confirmación mi creencia, si no es refutada por el concilio».

Al cabo de la semana de debates, Carlomagno rechazó las argumentaciones del obispo de Urgel y éste acató la posición de Alcuino, haciendo nueva profesión de fe y suplicando el perdón por haber sido causa de conflictos en el seno de la Iglesia. El juicio de Dios dejó exhausto al anciano Alcuino.

Tan pronto como Carlomagno hubo dispuesto el internamiento del obispo Félix en un monasterio y el envío de nuevos predicadores a la Marca Hispánica, partió con sus hombres hacia Maguncia para asumir el control de Sajonia durante el verano.

Alcuino le despidió con un deseo: «Roma, la capital del mundo, os aguarda, su señor […] Regresad pronto, mi bien amado David. Todo el reino franco se apresta gozoso a recibiros con los laureles de la victoria». Tras esto, el sabio britano volvió a toda prisa a Tours para esperar allí, con febril impaciencia, más noticias de Roma.

A finales de agosto, Carlomagno avanzaba ya Rin arriba, acompañado de varias de sus hijas y de su hijo Carlos. Cuando hubo dejado atrás los pasos de los Alpes que tan bien conocía, en lugar de dirigirse a Roma, se encaminó a Rávena. Allí, en el palacio de Teodorico, recibió informes sobre los territorios encomendados al difunto Erico, en la frontera oriental. Pipino salió a su encuentro desde la frontera de Benevento mientras su padre viajaba por mar hasta el puerto de Ancona.

Los últimos días de noviembre avistó por fin los tejados pardorrojizos de Roma y los pinares de sus colinas. Como había hecho veintiséis años antes, ordenó a sus nobles que vistieran sus galas más espléndidas y continuó la marcha al encuentro del Papa entre sones musicales.

León salió a unos veinte kilómetros de la ciudad para darle la bienvenida y celebrar su llegada con un banquete nocturno. Al día siguiente, Carlomagno dio una vuelta a caballo en torno a la muralla de la ciudad entre las filas de estandartes. Pesado y lento de andares, ya canoso, el monarca franco ascendió los peldaños de la iglesia de San Pedro. En esta ocasión, no hincó la rodilla.

Pese a haber sido objeto de debates durante más de once siglos, jamás ha llegado a aclararse el misterio de lo que sucedió allí, en el templo, aquel día de Navidad.

Antes de esa fecha se produjo la vindicación del Papa. Los clérigos de alto rango de Roma y del reino franco se reunieron en la sala del triclinium del palacio de Letrán para escuchar a León y a los conspiradores que le habían atacado. En esta ocasión, investido como juez, Carlomagno presidió las sesiones sentado junto al acusado vicario de san Pedro.

Aunque no tenía el respaldo de su ejército —pues los jinetes de élite de los francos habían partido con Pipino hacia el insalubre Benevento para hacer cumplir la voluntad del rey—, la mera presencia de Carlomagno mantuvo tranquilas las turbulentas calles de Roma. La ciudad estaba mucho más hermosa gracias a los nuevos edificios erigidos por Adriano y a los dones enviados por el rey franco.

En el salón de la asamblea, León había hecho instalar en una pared un nuevo mosaico decorativo que debió de llamar la atención del arnulfingo. En él aparecía san Pedro, de gran tamaño como correspondía a tan eminente personaje, tendiendo en su mano derecha un palio a León, representado más pequeño y de rodillas, y ofreciendo en la izquierda un estandarte tachonado de rosas a «Carlos, el rey». Así pues, en aquella representación, un Carlomagno recio y marcial con un gran bigote franco aparecía como igual al Papa y portaestandarte de la Iglesia.

Al parecer, Carlomagno no tomó parte en la vindicación del papa León, que probablemente se trató fuera del salón. En el templo de San Pedro, el monarca fue testigo de la solemne declaración del hombre sentado junto a él. Sosteniendo en sus manos los cuatro Evangelios, el Papa proclamó: «[…] por cuanto yo, León, pontífice de la Sacra Iglesia Romana, no siendo juzgado ni obligado por ningún hombre, por mi propia voluntad me purificaré en vuestra presencia […]».

Tras comprobar que no se levantaba ninguna voz en su contra, León pronunció juramento autoexculpándose. Los líderes de la facción romana que le acusaban fueron escuchados y condenados a muerte por los obispos, e indultados por Carlomagno a petición del Papa. La pena de muerte les fue conmutada por el exilio en tierras francas.

A mediados de diciembre, los clérigos seguían reunidos en consulta informal. Teodulfo, Arno (ahora consagrado arzobispo) y un discípulo de Alcuino formaban un grupo compacto que insistía en el reiterado argumento de Alcuino respecto a que los dominios de Carlomagno se habían convertido en un imperio, un imperio nuevo, cristiano. ¿No era él su único protector? Entonces, ¿cuál era el título que le correspondía por derecho?

En los anales de un monasterio, el de Lorsch, se escribió lo siguiente: «Estando vacante el título de emperador, el rey Carlos fue llamado a ocuparlo por la voluntad del pueblo cristiano».

¿Acaso Carlomagno no había procurado la unión de los pueblos cristianos? ¿No les había exhortado el venerable abad de Tours a ver en aquel imperio sin fronteras visibles la verdadera instauración en la tierra de la ciudad de Dios profetizada por el divino Agustín?

¿Qué importaba si los políticos romanos se sonreían al escuchar la propuesta? ¿Qué importaba si el propio León guardaba silencio cuando se hacía mención al tema?

Los tres amigos de Alcuino consultaron a Angilberto, que había pasado largos años al lado de Carlomagno. ¿Qué opinaba Angilberto de todo aquello?

—Ahora, supera en poder a todos los demás reyes juntos. En cuanto a su persona, es justo, honrado y comedido.

Dos días antes de Navidad, los cuatro hombres de Carlomagno celebraron un encuentro con el pensativo León. Ningún secretario tomó nota de lo que hablaron, pero es indudable que el Papa sentía gratitud por el socorro que le había prestado el rey; aún llevaba las cicatrices de los puñales de los conspiradores y acababa de pronunciar ante el altar de San Pedro el juramento probatorio, que hasta entonces sólo había prestado Pelagio, en tiempos de Justiniano.

Teodulfo y Arno eran hombres de hablar austero que habían desarrollado sus misiones por los caminos de las tierras cristianas y habían llevado sus esfuerzos más allá de las fronteras. Los dos tenían muy presentes las palabras de Alcuino respecto a que Carlomagno había superado a cualquier otro monarca pues estaba trayendo la paz a las tierras cristianas. Al referirse a esa paz, Teodulfo la veía, más que para él y su generación, para sus descendientes.

León les escuchó. Sobre él, como antes sobre Adriano, recaía la responsabilidad de la Iglesia; él era el único campeón de San Pedro y de Roma…

De Ostia llegaron noticias inesperadas. Zacarías, el monje que había llevado los presentes de Carlomagno a Tierra Santa, había desembarcado allí con el enviado del patriarca de Jerusalén y traía al rey franco las llaves de la iglesia del Sepulcro y del Calvario, así como el estandarte de Jerusalén. Los clérigos romanos y los nobles francos celebraron aquel buen augurio y enviaron caballos para que trajeran lo antes posible hasta las puertas de la ciudad a los mensajeros de Tierra Santa.

La víspera de Navidad, Zacarías hizo entrega de las llaves y el estandarte a Carlomagno. Recibir aquellos símbolos de la ciudad de Cristo en víspera tan señalada era una clara bendición divina…

El día siguiente, a primera hora de la mañana, Carlomagno, rey de los francos, cruzó el pórtico de San Pedro y avanzó entre las colgaduras púrpura de las columnas de la nave hasta detenerse en el arco triunfal, donde brillaba un millar de velas. Atendiendo a la insistente petición del Papa, llevaba por segunda vez en su vida la túnica, la clámide y las sandalias ligeras de un patricio romano.

Del campanario llegó el eco de la llamada de aquella iglesia, cuyos muros tenían cuatro siglos. En torno a la iluminación cegadora del arco triunfal se agolpaban los clérigos de San Pedro y de Roma, los obispos del reino franco, los señores de las naciones y los nobles romanos. Detrás de Carlomagno esperaba Pipino, que había sido llamado a la ciudad para la festividad. Cerca del altar se hallaban las hijas. En el pórtico estaban los hombres del rey con los regalos navideños de éste, una mesa de plata y una patena y unos cálices de oro; en total, el peso de un hombre robusto, del propio rey, en metales preciosos.

El eco de las campanas calló cuando Carlomagno se arrodilló a rezar ante las columnas de pórfido y las estatuas de los santos y los ángeles que el difunto Adriano había mandado colocar sobre la cripta que guardaba la tumba de san Pedro.

Durante aquella primera oración del año hubo recuerdos de los veintinueve años transcurridos en torno al gigantesco rey, de los hijos de Hildegarda, de la difunta Liutgarda y de la promesa formulada a Adriano, que había mantenido a su manera…

Cuando se incorporaba tras la plegaria, León se acercó y le colocó una corona en la cabeza. El brillo de las velas parpadeó con luz delicada en sus joyas y las voces de todos los presentes exclamaron a coro: «¡A Carlos Augusto, coronado por Dios, grande y pacífico emperador de los romanos, larga vida y victoria!».

Dos veces repitieron el grito los clérigos y nobles de Roma, y los francos les acompañaron. Carlomagno, al oírles, permaneció inmóvil. Entonces, León y los acólitos de la ceremonia desplegaron un manto de púrpura imperial, lo colocaron sobre sus hombros e hicieron una breve genuflexión para saludarle como césar, augusto y emperador de Roma. Tras esto, el Papa se encaminó al altar y en la iglesia se hizo de nuevo el silencio con la llamada a la misa. En la plegaria final de ésta, detrás del nombre de Carlos, se escuchó la palabra Imperator.

Una vez que se hubo presentado ante el altar el último regalo, Carlomagno abandonó el templo y se dirigió en silencio a la escalinata del patio. A su alrededor se arremolinó la gente bajo el sonido de un incesante tedéum.

Más adelante, Carlomagno confiaría a Einhardo:

—¡Si hubiera sabido lo que se proponía León, no habría puesto el pie en la iglesia incluso tratándose de tan importante festividad!

Esto escribió Einhardo en su biografía de Carlomagno y así nos ha llegado hasta hoy, para aumentar el misterio en torno a esta coronación. Si el corpulento monarca no había previsto que le hicieran emperador, ¿qué esperaba de Roma? Y, por otra parte, ¿qué se proponía el Papa con el nombramiento?

Los estudiosos del tema no han sido capaces de resolver este misterio, pues sólo disponen de documentos muy fragmentarios en que apoyarse. Consideran que Alcuino esperaba abiertamente que en Roma se concediera a su amigo y pupilo tal título de emperador, pero nadie ha podido determinar cuáles eran las expectativas del gigantesco arnulfingo.

Difícilmente podemos suponer que en esa ceremonia se colocara el emblema del imperio sobre la cabeza de un hombre ajeno a lo que sucedía, y menos aún tratándose de un franco bárbaro que despreciaba los títulos romanos y no acababa de entender, pese a su esfuerzo por instruirse, qué era un César Augusto. No, cuando aquel hombre había pasado el año precedente ocupado en multitud de otras tareas por toda Europa y había acudido a Roma para asistir a un juicio a su señor apostólico, y luego había entrado en San Pedro a rezar y ofrecer sus presentes del día de Navidad. Así lo señalan los historiadores posteriores, y se puede leer entre líneas su irónico escepticismo.

En efecto, Carlomagno esperaba algo, allí ante el altar; de eso no cabe duda, pero nadie sabe qué podía ser. Recuérdese que, cuando la asamblea permaneció reunida en Letrán después de la exculpación de León, parece que Arno instó a que se tratara aquel asunto en concreto. El cronista de Lorsch suele ser muy preciso en sus exposiciones de los hechos. Dado que Carlomagno era reacio a la palabra imperio, es posible que el grupo de amigos de Alcuino sólo le hablaran de «todo el pueblo cristiano», lo cual encajaba en su propia concepción de su pueblo. Tal vez la asamblea expresó su deseo de proclamarle algo más que rey de los francos y de los lombardos; algo así como monarca o Imperator del pueblo cristiano de Occidente. Con todo, parece claro, no obstante, que el arnulfingo no esperaba lo que el Papa hizo en el altar.

Dejando aparte estas incógnitas, podemos hacernos una clara idea de los deseos que impulsaban a todos estos hombres: el anhelo de Alcuino de honrar a su amigo y proteger las iglesias, la esperanza «imperialista» de los clérigos de que a través de Carlomagno llegara algo más fuerte y universal, y el interés del propio papa León III por crear una autoridad nueva e indisputada que le sostuviera después de la desdichada prueba a la que se había visto sometido.

Lo que hizo León, al parecer, fue tender un cebo a Carlomagno y a los obispos francos. Proclamó al arnulfingo soberano «por la gracia de Dios», no de un impreciso reino franco o de un pueblo cristiano carente de fronteras, sino de su propia y tangible ciudad de Roma… y de unos desaparecidos dominios que habían llegado a abarcar Britania y Constantinopla, así como la Tierra Santa, Hispania y África, ahora bajo la égida de los califatos. Fue una jugada atrevida. Además, al imponer la corona con sus propias manos, ¿no había sentado el precedente para que los futuros emperadores debieran ser proclamados por los papas?

De aquel acto suyo se derivaría un interminable conflicto sobre la continuidad del Imperio Romano, sobre las dos espadas del mundo, sobre los poderes de papas y emperadores, sobre el propio Sacro Imperio Romano, sobre la naturaleza del dominio cristiano medieval… Este conflicto, con demasiada frecuencia envuelto en sangre, se prolongaría hasta que Napoleón aspiró a la corona del imperio, e incluso después.

Lo que hizo Carlomagno, de momento, fue abandonar los símbolos de la coronación. Cuando llegó a sus aposentos en la casa del obispo, cerca de San Pedro, se despojó de las galas reales romanas y jamás volvió a ponerse las prendas púrpura cargadas de bordados. Una vez que abandonó Roma, después de la Pascua, jamás volvió a la ciudad. Tampoco hizo ningún cambio entre los funcionarios de la corte ni en los títulos y deberes de sus hijos. Pipino, que había asistido a la coronación navideña, fue enviado de nuevo al calor de la Italia del sur, donde el buen chambelán Maganfredo murió de malaria.

Carlomagno, en su papel de segundo Constantino y perpetuo Augusto, empleó mucho tiempo en considerar detenidamente el asunto. Ignoramos qué le aconsejaron Arno y Teodulfo. El franco tuvo que darle vueltas en solitario.

Más allá de los guardianes de su casa —que aún llevaban sus cascos y sus capas descoloridas por la intemperie— el veleidoso pueblo romano desfilaba ante su puerta agitando banderas y expresando a gritos su devoción hacia el nuevo emperador.

Porque Carlomagno había aceptado la corona. Envuelto en los cantos litúrgicos, transfigurado junto al altar, se había mostrado tan pasivo como las columnas engalanadas de púrpura. ¡Con qué alegría le había recibido su hija en la corte!

Para su mente práctica, recibiendo la corona no había ganado nada más. Ni un solo palmo de tierra, ni un solo ser humano, habían venido a añadirse a lo que ya poseía. Más allá de la muralla de la ciudad levantada por Aureliano se abría el circo de Nerón, cubierto por la hierba, y la columna de la victoria de Trajano se alzaba sobre las chozas de los mendigos.

Había recibido el Imperium de aquellas gentes, pero las asambleas de los francos no habían tenido voz en esta exaltación de su rey al título de emperador. Tampoco el único resto que quedaba del imperio de los césares, la ciudad de Constantinopla, le había elegido a él, un bárbaro ignorante, mediante la votación de su patriarca, senado, ejército y pueblo. ¿Qué diría la enigmática Irene a su coronación en el Oeste?

A pesar de sí mismo, reflexionó sobre Irene. Algunos la tachaban de diabólica y otros aseguraban que poseía una belleza mágica. Ahora que tenía el título de emperador, podía casarse con una emperatriz…

Al llegar a este punto en sus cavilaciones, se restregó contra la piel la áspera lana de la camisa y, pasándose los dedos recios por su espesa melena, sonrió como si acabara de escuchar un buen chiste. Era una tontería, una solemne estupidez, afirmar como hacían los filósofos políticos que, por ser Irene una mujer, en Constantinopla necesitaban a un hombre como emperador. Constantinopla escogía a sus gobernantes y no cabía ninguna duda de que jamás le ofrecería el trono a él, un franco de Roma…

Aunque ostentara el título de Constantino, no poseía ninguna ciudad, ni flota, ni código de leyes, ni más legiones que la precaria hueste armada que le seguía.

Una vez que hubo meditado todo esto, Carlomagno extendió sus doloridos brazos y se rió de sí mismo. ¡Vaya si el Señor había escogido las cosas más simples de este mundo!

Muy pronto recibió una carta de Alcuino dando gracias a Dios. «¡Bendito sea el Señor, que te ha elevado en triunfo para salvación de sus siervos!».

El mensajero que traía la misiva declaró que, en Tours, Alcuino salía al encuentro de todos los visitantes para preguntarles cuándo emprendería regreso el emperador y cuándo estaría de vuelta en su reino.

No bien terminaron las fiestas pascuales, Carlomagno abandonó Roma. Pero antes de despedirse de León consiguió de éste el acuerdo de que, en adelante, se precisaría el consentimiento del monarca de los francos para la consagración de un nuevo Papa.

Sin hacer caso de un terremoto que asoló varias ciudades italianas, Carlomagno regresó por donde había venido. Reparando daños allí donde podía, escuchando las peticiones de los campesinos en lugares donde la palabra «emperador» no se había escuchado en tres siglos (desde los tiempos de Justiniano, que había intentado sin éxito revivir el imperio en Occidente), continuó su visita de inspección. Desde Spoleto siguió la costa hacia el norte hasta Rávena, donde se demoró unos días en el palacio de Teodorico, despojado de sus columnas. Luego, en Pavía, se solazó en los baños de los reyes lombardos y presidió una audiencia para recibir a los enviados de Harún, califa de Bagdad, que no traían con ellos el esperado elefante.

Cabalgó luego hacia las montañas, portando las llaves del Santo Sepulcro. Ante él ondeaba el estandarte de Jerusalén; detrás, le seguía la comitiva de sus hijas, que entonaban canciones e himnos con sus voces de valquirias.

Peñas arriba condujo a su séquito entre las nieves fundentes de las paredes rocosas del Mons Jovis, junto al brillo de los lagos, más allá de la ciénaga abandonada de su canal, hasta los bosques de su patria. Fue la última vez que cruzó los Alpes.

Con el ánimo alegre, dirigió las cacerías durante la marcha. En su cabeza recia y preocupada estaba creciendo un convencimiento. Aunque no era ningún emperador romano, había recaído en sus manos la responsabilidad del imperio. Ahora, su pueblo eran todas las gentes cristianas.

Los viajeros descendieron el rápido Rin en veloces embarcaciones. Más allá de la confluencia del Mosela, se encaminaron hacia Aquisgrán. Ya que no tenía una ciudad imperial, construiría una allí, en su querido valle.