VII. El tesoro de los ávaros

Por esa época, empezó a producirse un distanciamiento entre Carlomagno y sus francos. Aunque el rey había conseguido someter a los salvajes de sus fronteras paganas, encontró más dificultades en dominar los impulsos bárbaros de su propio pueblo. Para vencer a italianos y lombardos, había utilizado la paciencia y la persuasión; en su reino, en cambio, actuó con brutal determinación.

De ello cargó con la culpa Fastrada. «Nuestro rey, normalmente tan clemente, se hizo cruel y exigente bajo la influencia de la reina». Tal vez fuera así, pues la mujer seguía siendo capaz de imponer su voluntad a su real esposo, pero la revuelta de los años siguientes no fue causada tanto por la personalidad de Fastrada como por la incapacidad del monarca para gobernar sus dominios, cada vez más extensos, más allá de donde alcanzaba su propia presencia física.

Los primeros síntomas de este distanciamiento aparecieron en las tierras del Rin con el viejo agravio de los soldados veteranos que, a su regreso, encontraban empobrecidas sus haciendas y descuidados sus campos de labor mientras que sus vecinos que habían eludido la llamada del rey tenían, al menos, el granero lleno y el ganado engordado. Además, los leales que habían cruzado los Alpes en esta ocasión no habían tenido acceso al botín como en la primera expedición victoriosa sobre los lombardos. Al parecer, el oro y los regalos de Tasilón y de Arechi fueron a parar a la «dote» de Fastrada, y la reina no tenía el menor interés en repartir el tesoro.

En esta situación, el inflexible monarca convocó el año siguiente, 789, a su hueste armada para devastar las tierras de los eslavos más allá del Elba, donde las aldeas de casa de adobe y techumbre de paja ofrecían poco provecho a los soldados leales. Muchos de sus hombres argumentaron enfermedades o pobreza para quedarse en sus granjas. Otros desaparecieron en los bosques cerrados para aumentar el número de gentes sin amo que vivían de la caza y del robo.

Contra todos estos desertores, Carlomagno formuló la acusación de herisliz.

La dificultad radicaba en capturar a los prófugos. La división de sus dominios en territorios poco definidos dominados por duques (jefes militares), condes (administradores) y obispados de las diócesis —además de entre los responsables de las numerosas abadías y monasterios ofrecía cómodos refugios en la espesura de aquellos bosques, que el rey pretendía ir transformando en tierra de cultivo. En las aldeas lejanas, gobernadas por vicarios o por «centuriones», eran bien recibidos los soldados y labradores fugitivos, sobre todo cuando llegaban con algún regalo en la mano.

En todas las tierras francas seguía en vigor la vieja costumbre tribal, no escrita, por la cual un guerrero era considerado un hombre libre, y los hombres libres no podían ser contratados ni obligados por la fuerza a los trabajos manuales, sino a recibir o entregar presentes al modo de los nobles y trabajar con las manos sólo cuando les viniera en gana.

Carlomagno descargó su ira contra tan extendida relajación e incumplimiento de las leyes. Sus edictos instaban a «los condes y jefes militares a impartir toda justicia, a utilizar agentes de su confianza no para oprimir a los pobres sino para apresar ladrones, rateros, homicidas, libertinos […]. Quienes han recibido el poder para juzgar lo harán rectamente, sin tomar en consideración regalos, lisonjas o personalidades».

El problema se centraba en estas últimas, como bien comprendía Carlomagno. Los guerreros portaban armas habitualmente; sería una afrenta intentar despojarles de ellas. Y, sobre todo al regreso de una campaña, era fácil que las utilizaran cuando bebían en exceso, cuando se sentían ofendidos o cuando algo provocaba su justa ira. Acusado de derramamiento de sangre, un franco reclamaría su derecho a pagar una compensación, un noble exigiría ser juzgado por sus iguales y un noble turingio afirmaría tener parentesco con la reina, mientras que un campesino podía ser crucificado por un robo.

La sugerencia de Alcuino de guiarse por las Sagradas Escrituras no había servido para acabar con aquel endémico rompecabezas de leyes. Un criminal podía apelar a la voluntad de Dios y exigir ser juzgado por la ordalía del fuego, el agua o la pez hirviente.

El monarca combatió con toda energía aquella lacra de las leyes personalizadas, de las que eran responsables sus predecesores, y decidió que si no podía remediarse mediante las palabras de las Sagradas Escrituras lo sería por el sentido de éstas. Los cristianos, pues, debían aceptar como leyes lo que Pablo y los apóstoles habían querido indicar que llevaran a cabo en la vida.

Por supuesto, la apelación final era al propio Carlomagno o, en su ausencia —y eran muchas las ocasiones en que estaba lejos de la escena de un delito o una disputa—, al conde palatino. Sin embargo, el monarca había heredado un método rudimentario de proyectar su real presencia a través de los missi, o portavoces del rey. Estos delegados explicaban los deseos de su señor, lo cual equivalía en realidad a expresar sus órdenes.

Ahora, Carlomagno intentó recuperar el control sobre sus súbditos mandando unos nuevos enviados dotados de mayor autoridad, los missi dominici, «para dar voz a la palabra de su señor y llevar a cabo la voluntad de Dios y las órdenes del rey».

Carlomagno utilizó esta frase sin asomo de vanidad. Para él, ser rey gratia Dei significaba gobernar con el deber de hacer cumplir la voluntad de Dios. Más tarde, la frase adquiriría otro significado —de hecho, algunos historiadores apuntan que Carlomagno fue el primero de los reyes franceses (o emperadores alemanes) «por la gracia de Dios»—, pero en su tiempo implicaba una gran responsabilidad. Responsabilidad que traspasó a sus nuevos enviados, convirtiéndoles prácticamente en virreyes. «Es mi deseo que den ejemplo del recto obrar que exigen en mi nombre».

Los missi dominici no debían aceptar presentes ni tener en cuenta la personalidad del juzgado. Tenían que llevar a cabo la voluntad de Dios a través de las leyes elaboradas por los hombres, e informar personalmente al rey de su tarea. Dado que las disputas más agrias surgían siempre entre clérigos y legos, Carlomagno solía nombrar sus missi por parejas, haciendo que viajaran un duque con un obispo.

Estos enviados tenían por misión principal ayudar a preservar la paz del rey. «Todo el que perturbe dicha paz será arrestado». También tenían que obligar a condes y prelados a ayudar «a los pobres del Señor» y estaban investidos de autoridad para imponer castigos a los gobernantes locales que se descarriasen. «Los domingos y festividades, todos deberán acudir a escuchar la palabra de Dios […]. Los condes deben presidir sus tribunales en primavera y otoño, en lugar de salir de cacería o dedicarse a otros placeres […]. A los ebrios no se les permitirá el acceso a la sala del tribunal».

Este atrevido experimento de delegar autoridad no rindió a Carlomagno los resultados que esperaba, pues también dependía en gran medida de la personalidad de los enviados, de si los missi dominici tenían la integridad suficiente para rechazar los sobornos. Además, como éstos debían presentar sus informes directamente al rey, tendían a informarle principalmente de la lealtad o deslealtad de sus vasallos.

De hecho, se convirtieron en una especie de policía de seguridad. Y Carlomagno tenía necesidad de un servicio como aquél.

Antes incluso de la gran sequía, los tiempos eran difíciles. Probablemente, Carlomagno empezaba a darse cuenta, si aún no lo había comprendido del todo, de que su naciente reino occidental había estado aislado de las rutas comerciales del mundo exterior. Sus salidas a Zaragoza, Benevento y la costa báltica le habían permitido vislumbrar brevemente las caravanas de mercaderes y el comercio marítimo. Su creciente reino franco seguía sitiado por las flotas normandas y árabes dedicadas al comercio y las incursiones violentas.

El monarca, además, no poseía monedas de oro como el diñar cordobés o el solidus bizantino e intentaba compensar su pobreza con bastante ingenio. Unas cartas de Adriano le agradecían el regalo de «caballos útiles», pero le pedía otros mejores y dinero en metálico para reparar el tejado de San Pedro. Carlomagno entregó cuanto tenía para las obras.

Para sostener sus acuñaciones de plata, invalidó las monedas extranjeras y el oro, al tiempo que aumentaba el peso de su propia moneda, el diñar de plata, más tosca que aquéllas. Al propio tiempo, intentó establecer una normalización de los pesos y las medidas.

Aunque aligeró los peajes a pagar por los mercaderes extranjeros, éstos rara vez se aventuraban más allá del Danubio o de las islas venecianas, a las que, según los rumores, llegaban por mar la seda, las especias, el cristal y los lujos de Oriente. La plata, la madera y los ásperos tejidos de lana de las tierras francas no tentaban a los comerciantes y, en un acceso de cólera, Carlomagno había prohibido el desembarco de los comerciantes de Britania en tierras francas.

Las pocas importaciones que llegaban al reino franco eran lujos que no afectaban a la economía de la vida aldeana.

En realidad, la economía de Carlomagno era una chapuza destinada a alimentar y a armar a sus súbditos. Le sorprendió descubrir, cuando los examinó con atención, que sus sellos reales carolingios habían sido moldeados a partir de una joya tallada de un emperador romano, Aureliano, y de una representación de Serapis, un dios egipcio.

Por influencia de Fastrada, el franco empezó a considerar que carecía de muchas cosas que nunca había echado de menos en vida de Hildegarda. Cuando Maganfredo, su diligente chambelán, logró incrementar las cosechas de las propiedades de Carlomagno y sugirió que podían atender con el excedente las necesidades de otros dignatarios de la corte, recibió la orden de no hacerlo. «Las tierras del rey deben servir sólo al rey, y a nadie más».

Ningún monarca de sus tiempos insistió con más firmeza en sus prerrogativas personales. Sus nobles no protestaron ante ello, sino que más bien le admiraron. Los señores francos, con todo, empezaban a estar insatisfechos con las prebendas del monarca, como las concesiones de tierras de cultivo vitalicias. Un conde renano recibía una aldea, con una iglesia y casas de labor, en la «conquistada» Sajonia, con el deber de mantener la paz, detener a los fugitivos y pagar los diezmos al rey y a la iglesia. Naturalmente, el conde empleaba este poder vitalicio para ampliar sus tierras, incorporando más ríos de pesca y más bosques de caza, y muy pronto empezaba a considerar la concesión como su propiedad y a legarla a sus hijos, mientras Carlomagno insistía en que la concesión seguía siendo una propiedad real, que se pondría en manos del dignatario que ocupara el lugar del conde.

Al propio tiempo, la cesión de tierras a señores locales tuvo una consecuencia imprevista hasta entonces. Los hombres de armas y campesinos de los señores estaban obligados por juramento a obedecer a Carlomagno y a sus reales hijos, pero dependían de su señor local para las necesidades de la vida cotidiana: un molino para hacer la harina, semillas para la siguiente siembra, animales para tirar del arado y, sobre todo, protección frente a las incursiones de los vecinos o de las bandas hambrientas que pululaban en los bosques. Así pues, la necesidad les impulsaba a una segunda lealtad, esta vez a su señor feudal. Y, sobre todo cuando ese señor era un caudillo valiente en la batalla, sus seguidores se sentían más vinculados a él —sobre todo si las tierras quedaban lejos del Rin— que a un rey invisible que hablaba en griego y pasaba los veranos en Roma o en Ratisbona.

Carlomagno, que comprendía a su pueblo, tal vez percibió el peligro que significaba aquella lealtad dividida. Los hombres que eludían el juramento de fidelidad con cualquier pretexto eran perseguidos o exiliados. Al propio tiempo, los incesantes desplazamientos del monarca le llevaban a recorrer sin ceremonias ciudades y puestos fronterizos desde Boulogne, en el canal de la Mancha, hasta Montecassino. No obstante, era imposible que pudiera visitar todos sus nuevos dominios y se vio forzado a confiar cada vez más en sus missi dominici y en los pocos caudillos locales de probada lealtad, como Geroldo y Erico, «poderosos en la guerra y elevados de espíritu».

Sin embargo, nada podía sustituir del todo la propia presencia del rey, alegre y exigente, y su voz aguda exhortando a todos a mejorar las cosas. En Aquitania, donde hacía doce años que no ponía el pie, los asuntos no marchaban bien. Luis, el rey, era todavía un muchacho y el competente guardián, Guillermo de Toulouse, tenía crecientes dificultades con los moros del otro lado de los Pirineos.

El propio Carlomagno tenía también problemas de otro tipo con la gran asamblea de sus pueblos cristianos.

En 790, sucedió algo insólito. El verano de aquel año, Carlomagno no viajó a ninguna parte.

La asamblea de otoño se celebró donde estaba instalado el monarca, en la antigua ciudad de Worms, entre campos de viñedos del curso alto del Rin, cerca de la frontera bávara. De hecho, la asistencia de los señores de las tierras francas, legos y clérigos, fue tan numerosa que algunas de las reuniones tuvieron lugar en los propios campos.

Los francos de más edad no aceptaron de buen grado la presencia de extranjeros lombardos, bávaros y sajones, que fueron recibidos por Carlomagno con los mismos honores que los renanos. A ojos de éstos, el congreso nacional de los francos se había transformado en una auténtica Babel de gentes extrañas que hablaban toda clase de lenguas y que insistían con vehemencia en someter sus reclamaciones a conocimiento y sentencia del rey, quien debería haber atendido primero a las necesidades de sus nobles francos. Así pues, estos francos más veteranos intentaron conferenciar aparte, para acordar una postura común.

«Ningún extraño se acercó al lugar de su reunión —escribió Adalardo, primo del rey (cuyas palabras nos han llegado en el manuscrito de Hincmar, arzobispo de Reims)—, hasta que los resultados de su deliberación fueron expuestos ante el gran rey, quien entonces, con la sabiduría que le otorgó Dios, respondió con una resolución que todos obedecieron».

Carlomagno, pues, no intervino en las discusiones de sus nobles, pero dio su parecer cuando hubieron terminado. Y la palabra del rey fue obedecida por todos.

«Mientras se desarrollaban estas deliberaciones lejos de la presencia del rey, éste salía a mezclarse con la multitud, aceptaba presentes, saludaba a los hombres más notables, se fijaba en los que apenas conocía, mostraba un cortés interés por los ancianos, jugaba con los niños y hacía casi lo mismo con los clérigos […].

»Con todo, el rey proponía a los señores, tanto legos como eclesiásticos, las cuestiones que debían tratar. Y si la asamblea deseaba su presencia, el monarca se sumaba a ella y permanecía en la reunión todo el tiempo que los señores deseaban.

»El rey tenia también otra costumbre: pedir a cada hombre que le informara sobre la parte del reino de la que procedía. Todos los asistentes a las reuniones eran instados a investigar, entre asamblea y asamblea, lo que sucedía en sus territorios y en las tierras vecinas. El monarca, pues, conseguía informaciones tanto de los habitantes como de los extranjeros, de los amigos como de los enemigos, empleando en ocasiones a diversos agentes sin preocuparse mucho de cómo obtenían sus informes.

»El soberano quería saber si en algún rincón del reino había inquietud entre el pueblo, y si se había producido alguna alteración de la paz. También quería descubrir si había algún signo de revuelta y si las naciones aún independientes amenazaban con atacar el reino. Si se producía algún desorden o se advertía algún peligro, exigía conocer con detalle cuál era la causa».

Así pues, al tiempo que representaba su habitual papel de encantador anfitrión, Carlomagno recogía los informes de espionaje más recientes. El franco tenía por costumbre guardarse las decisiones hasta el final de las reuniones. Los notarios de la asamblea, sin el menor asomo de ironía, dejaban constancia de sus resoluciones atribuyéndolas «al consejo y al propio rey».

Aquel otoño, Carlomagno estaba especialmente preocupado por la cuestión de la lealtad, porque había percibido un estado de inquietud en el corazón de las tierras francas. Por ello, se propuso convocar a todas sus fuerzas armadas para dirigirse contra los ávaros antes de que los paganos orientales pudieran atacar de nuevo Baviera e Italia. A lo largo de dichas fronteras, sus missi dominici estaban negociando activamente con los caudillos ávaros sobre los límites de sus respectivos territorios, bien para comprobar si el khagan ávaro accedería a firmar la paz, o bien para inducirle a creer que el rey franco buscaba dicha paz. Intentar estratagemas contra los nómadas paganos era peligroso y Carlomagno comprendió que necesitaba el pleno apoyo de lombardos, bávaros y turingios para enfrentarse a ellos. Así pues, la asamblea de 790 le permitió descubrir quiénes eran los leales en los que podía confiar y qué tropas acudirían a su convocatoria. Necesitaría más fuerzas que las de sus propios francos.

Einhardo, el enano, relata: «Le gustaban los forasteros y se ocupaba de protegerlos, incluso cuando llegaban al reino y a palacio en tan gran número que parecían una molestia».

Este Einhardo se había convertido en blanco de las bromas y risas de los moradores de palacio. Con su cuerpo menudo, corría siempre de un lado a otro llevando plumas o vino a los grandes eruditos. «Como una hormiga», comentó alguien. Alcuino le dio el nombre de Nardalus, el enano, pero añadió cortésmente que su pequeño cuerpo albergaba un espíritu excelente. Y, como sólo era experto en el trabajo de los metales, el pequeño monje de Fulda, que apenas contaba diecinueve años, recibió también el apodo de Bezaleel.

El joven Einhardo respondía siempre con alegría a cualquiera de aquellos nombres, ocultando su ambición de llegar a escribir como su maestro, Alcuino. Al mismo tiempo, desde entonces en adelante, hizo de Carlomagno un héroe al que profesaba veneración. A los ojos perspicaces del nuevo estudioso, el corpulento arnulfingo era no sólo un señor majestuoso, sino un ser lleno de magnetismo, con flaquezas y caprichos que le daban una dimensión humana.

Años después, Einhardo describiría el aspecto de Carlomagno en la plenitud de sus fuerzas.

«Era robusto, fuerte y de excepcional estatura. La parte superior de su cabeza era redonda, con los ojos muy grandes y vivaces, la nariz algo larga, el cabello claro y una expresión alegre y satisfecha. Sentado o de pie, su porte resultaba majestuoso aunque tenía un cuello grueso y algo corto y un vientre bastante prominente. Su paso era firme, sus gestos, viriles, y su voz, clara, aunque no tan potente como uno esperaría de alguien de su corpulencia […].

»Se dejaba llevar por sus propias inclinaciones más que por los consejos de los médicos, a quienes casi odiaba porque insistían en que abandonara los asados, que le gustaban con fruición, por la carne cocida.

»El rey Carlos rara vez era capaz de rechazar un bocado apetitoso y a menudo se quejaba de que los ayunos perjudicaban su salud. De todas maneras, era moderado en el comer y aún más en el beber, pues le repugnaba la ebriedad, especialmente en él mismo y en su familia. Rara vez se permitía beber más de tres copas de vino en una comida. En cambio, era gran amante de los asados que sus cazadores le servían en espetones. En la mesa, le gustaba escuchar música o lecturas en voz alta de las historias y hazañas de la Antigüedad, aunque también era amante de los libros de san Agustín, sobre todo del titulado La ciudad de Dios.

»En verano, tras la colación de mediodía, tomaba alguna pieza de fruta, apuraba una copa de vino, se quitaba la ropa y los zapatos y descansaba durante dos o tres horas. Por la noche, tenía la costumbre de despertarse y levantarse de la cama cuatro o cinco veces. Solía dar audiencia a sus amigos mientras se vestía, pero si el conde palatino le informaba de algún pleito que precisaba de su intervención, hacía pasar enseguida a las partes y dictaba su decisión. Dondequiera que estuviese, siempre resolvía tales litigios».

Para el estudioso Einhardo, la capacidad del rey para resolver cuestiones como si se tratara de juicios al tiempo que se ocupaba de otros asuntos resultaba asombrosa, igual que la rapidez de sus respuestas.

«El rey Carlos tenía el don de la facilidad de palabra, y respondía a todo con rapidez y claridad. Tanta era su elocuencia que habría podido ser maestro, pero tenía en gran estima a quienes le habían enseñado. Con el diácono Alcuino, el gran erudito, profundizó en el estudio de la retórica y, sobre todo, de la astronomía. El rey aprendió a calcular e investigar los movimientos de los cuerpos estelares con un profundo conocimiento del tema. También probó a escribir y solía guardar tablillas y páginas en blanco bajo la almohada de su lecho, para poder ejercitar la mano en la caligrafía durante las horas de insomnio. Sin embargo, había empezado tan tarde que nunca lo consiguió […].

»Solía llevar la indumentaria nacional [es decir, de los francos]. Sobre la piel vestía una camisa y unos calzones de lino y, encima de ellos, una túnica orlada de seda. Llevaba los pies calzados y unas bandas de cuero, atadas con tiras del mismo material, cubrían sus piernas. Encima de todo ello lucía una capa azul y portaba al cinto una espada, casi siempre con oro en la empuñadura. Sólo exhibía la espada de gala, con piedras preciosas, en las grandes festividades o cuando recibía a algún embajador extranjero. Los días de gran celebración, se engalanaba con ropajes llenos de bordados y cerraba la capa con una hebilla de oro. Como corona, lucía una diadema de oro y gemas».

Mientras Einhardo servía a su héroe, otra figura contrahecha apareció en la corte de Worms. Pipino el jorobado dejó su guarida en Prüm para presentarse en palacio, donde se sintió desplazado. Fastrada, con su melena rubia resplandeciente, gobernaba a las mujeres asistida por unas damas cuyas ropas y joyas eran más espléndidas de las que había tenido nunca su madre.

De hecho, la casa del rey estaba ahora llena de mujeres, dado que todos los medio hermanos de Pipino tenían ya sus propias cortes en tierras lejanas. Incluso el mayor de ellos, el atractivo y torpe Carlos, había sido nombrado duque de Maine, junto al río Loira (pues el muchacho no había satisfecho las expectativas de su padre como caudillo guerrero).

Después de las oraciones vespertinas, cuando el rey hubo despedido a sus paladines, las mujeres revolotearon alrededor del monarca en el jardín de palacio, como moscas en torno a un tarro de miel. Todas ellas lucían nuevas galas como si cada una tuviera un rango, concedido por Carlomagno, y llevara sus mejores ropas para complacer su mirada.

El padre del jorobado tomó asiento cómodamente en su banco de campo, sobre un tapiz con su nombre bordado: Carolus Rex. Una cruz separaba ambas palabras. Carlomagno no se cansaba nunca de oír el tañido del arpa y las voces agudas de las muchachas, que se comportaban como pavos reales, sabedoras del efecto de sus hermosas ropas, cuyas colas arrastraban por la hierba húmeda al moverse. Rotruda llevaba sus cabellos de color paja atados con cinta púrpura y lucía una cadena de oro colgada al cuello.

El jorobado se dedicó a observar y escuchar desde abajo, junto a las mesas de los portadores de copas, donde podía pasar por uno de los jóvenes sirvientes que esperaban a que les llamaran. No obstante, era diez años mayor que aquellas muchachas de Hildegarda. Advirtió que Berta se mantenía a la sombra de la columnata y vio sus manos entre las del capellán, Angilberto. Cuando empezó a notar el relente vespertino, la muchacha se echó una capa de armiño por encima de sus blancos hombros. La luz de las velas arrancó un reflejo dorado de su diadema y un centelleo de oro en la banda que ceñía su esbelta cintura.

Cuando su padre la llamó, Berta se adelantó para cantar acompañada del arpa.

Salvando montañas y atravesando valles umbríos, acuden los fatigados viajeros. Llegan con báculos y escrituras buscando la paz más allá de las montañas, en los valles de la paz de Cristo.

Así cantó Berta, con voz melodiosa, los versos escritos por Angilberto que tan bien conocía. Su padre, mientras tanto, llevaba el compás con su recia mano, disfrutando de aquella hora que dedicaba al descanso y la alegría.

El jorobado espió a aquellas espléndidas mujeres. Acuclillado en su rincón, advirtió cómo una robusta camarera besaba a escondidas la mano del rey mientras le servía unas frutas. Y vio cómo el rey le acariciaba la pierna.

Aquellas mujeres, se dijo, eran busconas que se arremolinaban en torno a su señor, quien repartía entre ellas a manos llenas piedras preciosas engastadas en plata. Pipino se preguntó si Fastrada, la reina, habría advertido aquellas insinuaciones, pero no pudo interpretar su expresión.

Los descendientes de la real pareja que dormían en la alcoba principesca eran todas niñas, con un ligero tono dorado en sus cabellos infantiles. El jorobado se dijo que Fastrada tal vez brillara como el oro, pero su espíritu debía de ser más duro que las ásperas piedras de su celda en Prüm. Probablemente, ni siquiera una piedra arrojada contra su cabeza acabaría con su vida.

Arrodillado junto a la pared de la capilla real durante la misa, el recién llegado escuchó la plegaria final del sacerdote que, vuelto de espaldas al altar, rogaba «por el rey Carlos, por sus hijos Pipino y Carlos, por Pipino, rey de los normandos, y por Luis, rey de Aquitania, por la reina Fastrada…».

El nombre del jorobado precedía, pues, al de la reina en el orden de la familia. Pipino había llegado a la edad adulta sin más título que un nombre murmurado en las plegarias. El muchacho no tenía la fuerza necesaria para arrojar una piedra a la cabeza de la orgullosa reina. En cambio, encontró amigos que le aconsejaron, nuevos amigos que buscaban su compañía, que compartían el vino con él y escuchaban cortésmente sus palabras como si hubiera recibido honores y privilegios de su padre. Y todos ellos le advirtieron que no hiciera el menor comentario desfavorable acerca de Fastrada.

—Hubo un tal Hostlaico —le cuchichearon sus amigos— que declaró que Kriemhilda, la reina borgoñona, no tenía más ansias de contemplar la muerte sangrienta de hombres valerosos que Fastrada, que había matado a los nobles turingios con su lengua viperina. El comentario de Hostlaico llegó a conocimiento de Fastrada gracias a sus mujeres espías; muy pronto, la reina dio muestras de una gran consideración hacia el citado Hostlaico, hasta el punto de obsequiarle con unos pasteles preparados por sus damas. Cuando el hombre cayó enfermo, Fastrada expresó su gran pesar y le visitó en el lecho, prometiendo que enviaría a su propio médico para atenderle. Pero, cuando se presentó, el citado médico sólo pudo verificar que Hostlaico había entregado su vida sin recibir confesión ni extremaunción. Mi señor, no digáis una sola palabra contra la reina.

Pipino no sabía si sus amigos decían la verdad. Sus nuevos camaradas le condujeron entonces a la mesa de un noble, que le cedió el asiento de honor. Las doncellas de la casa escanciaron vino al jorobado antes que a nadie. A su alrededor y al pie del estrado, estaban sentados hombres poderosos, camaradas turingios del difunto Graf Hardrad y señores bávaros que habían servido a Tasilón. Todos ellos brindaron por el jorobado como primogénito y heredero del rey. Si Dios permitía que Carlomagno muriese en la marcha contra los ávaros, su hijo Pipino debía, por derecho, gobernar el reino franco. Así se lo hicieron saber.

El muchacho alentó la esperanza de que una piedra aplastaría finalmente a Fastrada.

—En las Sagradas Escrituras se cuenta cómo Abimelec, hijo de Gedeón y de una concubina, mató con una piedra a su padre y a sus setenta hermanos —apuntó un clérigo de Baviera.

—Cuánto me aflige —añadió otro comensal— oír comentar en la corte que Himiltruda, la noble madre de Vuestra Excelencia, era una simple concubina y no la esposa legítima de vuestro padre.

Toda la rabia de Pipino se concentró en Fastrada y su corte de mujeres, no contra su padre.

—Mientras el rey Carlos siga con vida —le aseguraron—, Fastrada continuará actuando sin clemencia.

—A la muerte de Gedeón, Abimelec reinó con gran esplendor.

El banquete y la conversación dejaron una huella en la mente del jorobado. Habría sido mejor para él haberse quedado en los huertos de Prüm. Se sentía un hombre hecho y derecho, pero era un completo extraño en la corte de su padre. El otro enano, Einhardo, contaba con la estima del rey por su cháchara. Carlomagno estaba absorbido por la tarea de reunir fuerzas para atacar a los ávaros. Alcuino, que a veces se sentaba a charlar amablemente con el jorobado, había terminado un gran misal para el rey, con una caligrafía clara y elegante. Tan satisfecho quedó el monarca, que concedió a Alcuino permiso para visitar su tierra natal de Britania.

Los nuevos amigos de Pipino rondaban en torno a él, en abierta conspiración. Como contraseña para reconocerse, llevaban pequeñas piedras en la mano.

Todos ellos trataban con deferencia a Pipino el Jorobado, y le enseñaron a evitar la inquina de Fastrada fingiendo estar enfermo. Recluido a solas en una hostería junto al río, el muchacho pudo escapar a la vigilancia de la reina y recibir allí la visita de sus camaradas, que le llevaban regios presentes y la promesa de que la dignidad real sería suya, pues el rey se disponía a partir hacia Ratisbona para reunir allí la hueste armada del reino franco y, si se aventuraba en tierras ávaras, todo podía suceder. Incluso su muerte.

Pero Fastrada, añadían los amigos del muchacho, se quedaría, sin duda, como había hecho en Eresburgo durante la campaña sajona, y su crueldad y su orgullo acabarían por encolerizar a muchos nobles valerosos. Entonces, éstos se levantarían contra ella y Pipino podría reclamar el trono, pues era el más valioso de los hijos del rey.

A Pipino le agradó ver a todos aquellos señores, a quienes no conocía, hincados de rodillas junto a su lecho. Desde hacía muchos años, el joven no era objeto de tantas atenciones.

«Con el mejor de los ánimos, el rey llevó a cabo sus mayores preparativos para marchar contra los ávaros», escribiría Einhardo.

Trece años más tarde, Carlomagno volvía a intentar lo que no había conseguido en España: conducir un ejército cristiano a tierras lejanas contra unos peligrosos paganos. En Ratisbona, proclamó que había decidido «visitar a los hunos para exigirles cuentas de sus fechorías contra la Santa Iglesia y contra el pueblo cristiano».

Los francos tenían por hunos a aquellos desconocidos nómadas porque habían surgido del misterioso Oriente y se habían instalado más allá del Danubio, sobre las ruinas de los dominios de Atila. Además, aquellos jinetes robustos, de baja estatura, rostros anchos con pómulos prominentes y largos cabellos recogidos en trenzas detrás de las orejas, parecían llevar en sus venas la misma sangre que las disgregadas tribus hunas. Los ávaros se habían abierto paso por las rutas de hierba de las estepas, expulsando a los demás pueblos que encontraban, hasta instalarse con sus rebaños en la llanura húngara, donde los misioneros cristianos jamás habían puesto el pie.

En aquellas tierras inexploradas, el khagan gobernaba una ciudad oculta en los bosques. Arno de Salzburgo explicó que esta ciudad recibía el nombre de Ring, pues estaba rodeada por un círculo de túmulos de tierra donde los paganos enterraban a sus muertos, y que nadie entendía la lengua de aquellas gentes. (En efecto, los ávaros fueron el primero de los pueblos nómadas a caballo de origen turco-mongol en llegar a Europa).

Keroldo y sus hombres, por su parte, habían oído muchos rumores sobre aquel Ring.

—Es tan extenso —relataban— como las tierras que van de Tours al lago de Constanza. Alta en su muralla, de troncos de roble y tejo: siete codos mide de altura, y otros tantos de ancho. Es una barrera firme, reforzada con piedras y adobe. En su interior, el pueblo tiene sus viviendas, tan juntas que un hombre a la puerta de su casa puede hablar con el de la casa de al lado. Así, cuando las trompetas del khagan suenan en su inmenso palacio de troncos, la llamada puede oírse a veinte leguas en todo el Ring y todos los hombres gritan de una casa a otra: «¡A las armas!».

Aunque ni uno solo de los francos había visto el Ring todos se hacían una idea muy precisa de cómo era. Sobre todo, habían oído la historia de su tesoro. Mucho tiempo atrás, los godos habían saqueado Lombardía y los vándalos habían descubierto las riquezas ocultas de Roma, pero ambos pueblos habían seguido su camino bastante pronto. En cambio, los ávaros llevaban más de dos siglos haciendo incursiones en todas las fronteras cristianas para saquear de objetos preciosos las iglesias, habían impuesto tributo a los emperadores de Constantinopla y habían obtenido buenos ingresos por exigir el rescate de sus numerosos cautivos.

Después de tantos años, aquel tesoro ávaro debía ser mayor incluso que el de los nibelungos, protegido por las estratagemas de las doncellas del Rin. De hecho, cuanto más hablaban del asunto los hombres, más se confundía el oro de los ávaros con el tesoro de los nibelungos.

Carlomagno no desautorizó tales rumores sobre el tesoro y pronto apareció una multitud de señores sin fortuna, espadachines y campesinos lanceros dispuesta a seguirle a tierras ávaras en busca del tesoro. Sin embargo, salvo los bávaros montañeses, el rey sólo convocó bajo su estandarte a las huestes a caballo, pues los campesinos no podrían enfrentarse a los ávaros, que avanzaban como una nube de tormenta a lomos de sus monturas, infatigables y feroces.

La convocatoria real llegó muy lejos, hasta el propio Luis y sus vasallos de Aquitania. Pronto tendría Carlomagno ocasión de lamentarlo. Duran te todo aquel verano, sus grupos de guerreros recorrieron los caminos hacia Ratisbona, junto a las fuentes del Danubio. El monarca decidió lanzar, como había hecho en Baviera, tres ejércitos de gran fuerza contra los jinetes ocultos. Primero, los lombardos y los francos de Italia emprendieron la marcha hacia el Danubio a través de los pasos de los Alpes de Carintia, bajo el mando del conde Erico y el rey Pipino.

Carlomagno condujo a sus renanos Danubio abajo, por la orilla derecha. Por la izquierda, el joven conde Thierry y Maganfredo, el chambelán, encabezaban las tropas sajonas, turingias y frisonas. Por el propio río viajaron Geroldo y los bávaros, embarcados en una flotilla de pequeñas lanchas cargadas de provisiones. Esta triple columna se detuvo durante tres días en la confluencia del Inn y el Danubio para cantar letanías y rogar la ayuda divina «para preservar al ejército y castigar a los ávaros».

A continuación, iniciaron el descenso del caudaloso río, que serpenteaba entre bosques cerrados hasta los amplios valles de los ávaros. Aunque no encontraron caminos, los francos prosiguieron su avance por las orillas mientras la flotilla de Geroldo descendía bajo su protección. A su paso encontraron pequeñas aldeas donde sólo quedaban perros y algún que otro vagabundo. Carlomagno y los suyos apresuraron la marcha río abajo, quemando poblados y dando muerte a cuantos hombres descubrían en la espesura.

Todo el ganado y los caballos parecían haber huido de los pastos de las montañas. Después de las lluvias de otoño, llegaron a una red de caminos, pero no encontraron ningún otro rastro de los jinetes paganos. Carlomagno evocó la travesía del paso de Roncesvalles, aparentemente desierto, y las palabras de Guillermo de Toulouse considerando un mal presagio aquella ausencia absoluta de gente y de animales.

Cuando llegaron por el río a los lindes del bosque de Viena, los exploradores escucharon el sonido de unos cuernos. Delante de ellos, unos hombres avanzaban por la espesura, dando voces. Eran los lombardos de Erico y el rey Pipino.

La columna de éstos recibió a la hueste del rey con recelos. Allí habían encontrado barreras de troncos caídos y trincheras en lo alto de taludes de arcilla resbaladiza. El lugar olía a orina de ganado; los ávaros habían esperado allí para plantar resistencia, pero finalmente habían optado por escapar hacia el este con sus rebaños.

Los francos continuaron Danubio abajo, arrasando los poblados desiertos, y dejaron atrás un gran lago, con barcas vacías de hombres. Llegó el frío de octubre, pero los ávaros continuaron fuera de su alcance.

Carlomagno acampó finalmente junto al río Raab, entre densas nieblas. Los lombardos habían librado un combate y habían tomado cautivos y cierto botín. La suerte parecía favorecerles, pues en el campamento de los francos se propagó una epidemia entre los caballos (tal vez envenenados por los nativos). Cada día morían más monturas de guerra, hasta que sólo quedó viva una décima parte de las que traían.

Con la llegada del invierno y la caballería diezmada, Carlomagno dio la orden de regresar y dividió el ejército en dos partes: una de ellas volvería por el sur y la otra lo haría por el norte, a través de Bohemia. Los hombres regresaron sanos y salvos, dicen los anales, «agradeciendo a Dios tan gran victoria».

No hubo tal victoria. La horda pagana había escapado con sus animales a las llanuras orientales donde estaba el Ring, todavía oculto y con sus tesoros aún intactos: Carlomagno necesitaba aquel oro.

Una cosa sí había hecho: había penetrado en tierras ávaras sin encontrar resistencia. Su ejército cristiano había disipado el viejo temor a los paganos y había puesto fin a la leyenda sobre su poder.

«Con mis saludos y mi —amor escribió a Fastrada desde la ruta—. A Dios gracias, estoy sano y salvo. Y tengo buenas noticias de mi hijo Pipino, que ha tomado botín y cautivos a los hunos, quienes huyeron aterrados ante su presencia. Ahora celebramos una solemne oración para dar gracias por haber regresado incólumes. Nuestros sacerdotes nos piden que ayunemos en esta ocasión, absteniéndonos de vino y de carne. Todos entregamos limosnas, en sueldos de plata o en monedas de menos ley, cada cual según sus posibilidades. Cada sacerdote ha cantado cincuenta salmos, si conocía suficientemente su salterio. Después, todos ellos han salido en procesión, descalzos.

»Ahora, deseo que consultes con los clérigos de la ciudad para que hagan lo mismo. Pero cuida, te lo ruego, de no hacer más de lo que te permiten tus escasas fuerzas. Me preocupa no haber recibido ninguna carta tuya. Por favor, hazme saber cómo te encuentras y todo cuanto desees contarme».

El franco aún sentía afecto, si no amor, por su reina renana. De sus palabras, se deduce que carecía de noticias de su palacio de Ratisbona. Su carta deja constancia de que, en su retirada por la antigua calzada fronteriza romana, llevaba consigo muchos enfermos. Habiendo perdido los caballos, sus hombres se vieron obligados a transportar sus bagajes a la espalda y a abrirse paso a pie por los valles sumidos en el invierno. Entre aquellos bagajes, el botín que llevaban era escaso.

Durante la marcha no llovió ni nevó, y los animales del bosque también emigraban hacia lejanas fuentes de agua. La sequía se prolongó y el humo de los incendios forestales envolvía su avance. De noche, las llamas eran visibles en las alturas bajo las que acampaban.

Fastrada le recibió a las puertas de Ratisbona sin muestras de alegría, diciendo que la llegada de su hijo jorobado a la corte había sido un mal presagio. El tullido se comportaba como un troll, un gnomo de los bosques, ocultándose junto al río y tratando con merodeadores nocturnos. Y los bávaros, medio paganos aún, sacrificaban esclavos para rociar de sangre humana sus secos campos de cebada y de trigo.

Entonces recibió Carlomagno la noticia de que, durante su ausencia en tierras ávaras, se había producido un desastre en los Pirineos. Luis, su estudioso y enfermizo hijo, se presentó ante él con los nobles de Aquitania. Todos ellos habían marchado hacia el este a las órdenes del rey y éste, cuando ya no había precisado más de sus fuerzas, les había dado instrucciones de esperar en Ratisbona hasta su regreso. Carlomagno tuvo que oír de sus labios la carnicería y el saqueo sufridos en el sur de Aquitania.

En la Marca de los Pirineos, la tregua firmada por diez años con Abderramán había expirado; el gran emir de Córdoba había muerto y su sucesor había convocado a las huestes mahometanas a la guerra santa. Cuando Carlomagno desapareció hacia el este, los musulmanes irrumpieron a través de los Pirineos y llegaron hasta Narbona saqueando iglesias y haciendo esclavos a los campesinos.

Frente a Narbona, el fornido Guillermo de Toulouse plantó resistencia con ancianos, muchachos y campesinos armados con hoces, pero tales combatientes a pie no pudieron oponerse a la caballería mora. Luego, Guillermo conservó la muralla de Narbona durante un tiempo, pero otra vez fueron diezmados sus seguidores y la ciudad fue saqueada. Por tercera vez opuso resistencia el aquitano, ante las puertas de Carcasona, y en esta ocasión, gracias a su valor, consiguió dar muerte a los comandantes musulmanes y rechazar a los invasores. Sin embargo, Aquitania lloraba a sus muertos mientras su ejército permanecía ocioso en Ratisbona por órdenes del rey.

Carlomagno aceptó la responsabilidad de aquel nuevo desastre.

—La culpa es mía, y a nadie más hay que echársela —declaró, y permitió a los aquitanos regresar a toda prisa a su asolada frontera.

Su insensatez había arrojado por tierra el trabajo de Guillermo, que había mantenido la frontera en la vertiente española de la barrera de los Pirineos y ahora se veía obligado a retirarse hasta el Garona y hasta su propia ciudad de Toulouse. Carlomagno elogió el valor de aquel hombre, que había rechazado una invasión con sus solas fuerzas.

Pero hizo otra cosa más. Cuando aquella noche, al acostarse, se despojó de la espada de empuñadura de oro, tomó la decisión de no volver a empuñarla nunca para dirigir sus ejércitos. Ya que miles de cristianos habían muerto por aquel error suyo, en adelante sólo daría el mando de las tropas a sus maestros en el arte de la guerra, el valiente Guillermo, el buen Geroldo y el sagaz Erico.

Aquella noche permaneció despierto hasta muy tarde, a la luz de la vela, pasando las páginas del misal de Alcuino y siguiendo las palabras de la plegaria con el dedo. En aquel momento echaba de menos al dulce Alcuino, quien seguía en la lejana Britania.

La noche del aviso, Carlomagno estaba despierto, esperando en la cama a que sonara la campana que le llamaría a laudes. En mitad del invierno, la oscuridad se prolongaba hasta la segunda hora del día. Su reloj de arena no podía decirle cuántas horas habían transcurrido, cuando escuchó un alboroto y unas risas femeninas en la antecámara. Acudió a la cortina y encontró un corro de damas de Fastrada, a medio vestir y despeinadas, empujando la puerta exterior de los aposentos.

—¿Qué andáis buscando? —les preguntó. (Al menos, eso le contaron luego las damas a su reina).

Las mujeres se llevaron los pliegues de sus faldas a la boca para sofocar las risas y exclamaron que un hombre desnudo, lleno de rasguños, presa de una gran agitación y profiriendo desvaríos, intentaba forzar su entrada en los aposentos reales.

—¿Qué desvaríos son ésos?

—Dice que solicita ser conducido a vuestra real presencia. Pero sólo va cubierto con un blusón y unos calzones y está tiritando de frío de pies a cabeza…

—Dejadle entrar y retiraos.

Recordando que también él iba en ropa interior, el rey franco volvió a su lecho, junto a la vela aún encendida, y recibió allí a un hombre obeso y tonsurado, vestido como habían dicho las mujeres, jadeante y temblando de frío. Postrándose de rodillas ante el monarca, el desconocido exclamó:

—En todas las puertas han intentado impedirme llegar hasta vuestra caritativa presencia, mi señor. Primero los centinelas…

—Bien —le interrumpió Carlomagno—, ahora que estás aquí, toma un poco de vino y explícate.

El tembloroso desconocido asintió y, hablando con el acento de los lombardos, se presentó como Fardulfo, un pobre diácono de la iglesia de San Pedro en aquella ciudad de Ratisbona. El hombre declaró a continuación que había acudido al altar para encender los candelabros para el servicio religioso matinal cuando, en la oscuridad, había oído junto al propio altar las voces de unos hombres armados que hablaban en voz baja de matar al rey cuando acudiera, como tenía por costumbre, a realizar sus primeras plegarias del día. Los conspiradores fingirían una pelea entre borrachos y la muerte parecería un accidente.

Fardulfo se había enterado de sus planes porque aquellos hombres armados estaban repasando cómo actuaría cada cual en la falsa pelea. El diácono se había escondido detrás del altar, pero los conspiradores le habían descubierto, le habían quitado la ropa y le habían hecho jurar que se quedaría quieto y callado donde estaba. Sin embargo, mientras permanecía inmovilizado, temblando de miedo y de frío, el diácono Fardulfo había llegado a la conclusión de que aquellos hombres le sacrificarían como a un cerdo tan pronto como el rey hubiera muerto. Así pues, había logrado escabullirse por el otro extremo del altar antes de que los conspiradores se apostaran a la puerta. Y había reconocido algunas de las voces.

De inmediato, Carlomagno envió a su guardia palaciega a rodear la iglesia, mandó despertar a Maganfredo y Audulfo y ordenó que, al amanecer, las calles fueran ocupadas por tropas francas de confianza.

Cuando los conspiradores fueron sorprendidos en Ratisbona, salió a la luz toda su trama. Los traidores tenían intención de matar al joven Luis junto con su padre, mientras que otros grupos armados atacarían a sus otros hijos. A continuación, se proponían proclamar a Pipino el Jorobado como primogénito del monarca y auténtico heredero de su trono. A Carlomagno le llevó semanas apresar a todos los involucrados en la trama, desde Eresburgo a Pavía.

Luego, en una asamblea de sus nobles vasallos celebrada en la propia ciudad, los conspiradores fueron juzgados y condenados a muerte. Carlomagno, al término del juicio, sólo mostró clemencia con Pipino, su hijo, a quien envió bajo custodia «por una breve temporada» a su antigua celda de Prüm. Allí pasaría el jorobado el resto de sus días, a solas, trabajando en los huertos con la única compañía de sus fantasías.

Algunos de los acusados demostraron su inocencia por voluntad divina, después de someterse a una ordalía. A otros pocos, Carlomagno les perdonó, enviándoles al exilio. Todos los demás murieron por la espada o en la horca, o fueron condenados a la ceguera.

Aunque Fastrada no pudo asistir a las sesiones del juicio, demostró un gran interés por conocer los detalles de la muerte de los desleales vasallos y recordó al rey cómo había intuido que aquel monstruoso Pipino, engendro de una concubina, iba a traer el mal al palacio. Carlomagno nunca pudo resolver la duda de hasta qué punto había estado su esposa al corriente de la conjura, pues Fastrada era ambiciosa y sus jóvenes hijas no iban a heredar, en ningún caso, parte alguna del creciente poder del reino franco.

Cuando llegó el momento de recompensar al hombre que le había salvado, Fardulfo el lombardo, Carlomagno acudió a la iglesia de San Pedro para contemplar el altar donde se había ocultado el diácono. El altar lucía sus candelabros de costumbre y sobre el mantel había un espléndido cáliz. Al verlo, el rey tuvo el impulso de regalárselo a Fardulfo, donando a la iglesia otro vaso sagrado de su propiedad para sustituirlo. Sin embargo, cuando tomó el cáliz en sus manos para admirarlo, advirtió una inscripción bajo las figuras, magníficamente talladas: Tassilo Dux Fortis. Aquel cáliz, superior a todos los que poseía Carlomagno, había sido donado por el «valiente duque Tasilón». Volviendo a dejarlo en el altar con gesto sombrío, decidió revolver en el arcón donde Maganfredo guardaba los brazaletes de oro y piezas semejantes y regaló un puñado de ellas a Fardulfo. Sin embargo, en adelante protegería al fiel diácono y, años más tarde, le nombraría abad de Saint-Denis. Carlomagno no olvidó nunca el leal servicio prestado por un extranjero.

Por aquel entonces, pareció que los malos augurios de Fastrada iban a extenderse a todo el reino franco. En la primavera siguiente, las semillas plantadas en la tierra reseca y quemada por el sol no llegaron a germinar y el hambre empezó a extenderse por las fronteras meridionales hasta penetrar en tierras borgoñonas. El rey requirió a sus abades y condes para que mandaran grano al sur en carretas de bueyes, con fuerte escolta. En la frontera beneventina había estallado un nuevo conflicto.

Sobre este año de 792, y sobre la creciente ola de dificultades, los anales reales explican: «Los sajones pusieron al descubierto lo que habían ocultado durante largo tiempo en sus corazones. Igual que los perros vuelven a su vómito, así regresaron ellos al paganismo que habían escupido de su interior. De nuevo, abandonaron el cristianismo, traicionando a Dios y al rey y señor que tanto les había beneficiado. Se unieron a los paganos de otras tierras y se entregaron por completo a la adoración de los ídolos, quemaron las iglesias y capturaron o mataron a los sacerdotes».

Más allá del Elba, los eslavos se alzaron en armas y, en la costa, los frisones organizaron una revuelta.

El arnulfingo pensó que el Señor, como a Job, había mandado todas aquellas tribulaciones sobre su tierra. Entonces, se dedicó a combatir con todas sus fuerzas la hambruna y el creciente malestar que se extendía por el reino. Cuando sus abadías y plazas fuertes no tuvieron más grano que enviar a las zonas afectadas, ordenó a sus dignatarios que entregaran sus monedas de plata hasta la siguiente cosecha y marcó un precio fijo para el pan. Advirtiendo su carencia de vías de transporte, aceleró la construcción de puentes de madera sobre los ríos e incluso empezó a tender uno sobre el Rin, en la encrucijada de Maguncia.

En sus travesías fluviales, había advertido la escasa distancia que existía entre las cabeceras del Rin y del Danubio en sus nuevas tierras altas. Por ello, ordenó a los campesinos de la zona que excavaran un canal para conectar los dos grandes cursos de agua. Al mismo tiempo, no dejó de importunar a Alcuino con incesantes recados para que volviese. Sin su mentor, Carlomagno se sentía ineficaz en sus esfuerzos, y Fastrada no podía ayudarle a combatir la hambruna como había hecho Hildegarda.

Al comprobar que Alcuino ponía reparos a abandonar su patria, Carlomagno insistió hasta convencerle y le dotó con la abadía de San Martín, en Tours, en cuyo scriptorium se estaban copiando los mejores libros. El abad, le escribió el monarca, necesitaba de Alcuino tanto como su afligido rey David.

—Un amigo como él —explicó el dulce celta a los suyos— no debe ser rechazado por alguien como yo.

Incluso en su amada York, Alcuino había echado de menos las alegres veladas de la Academia franca, donde la observación de los astros se endulzaba con unos tragos de buen vino. «Aquí, el vino de las barricas se ha agotado y sólo llena nuestros estómagos la espuma de nuestra amarga cerveza —escribió a la corte renana—. Así pues, bebed a nuestra salud y alegrad vuestras veladas. Pero por todas mis enfermedades, buenos médicos, hacednos llegar un par de tragos de vuestro vino, delicado y transparente. ¡Hacednos llegar uno, por lo menos!».

Cuando la figura alta y encorvada de Alcuino apareció en el salón de Worms, Carlomagno ordenó una noche de celebración. El rey David había recuperado a su amigo perdido y ya no necesitaría seguir dictando sus consultas a los escribanos.

El maestro Alcuino llevó consigo, como regalo al rey, una serie de libros poco comunes y una copia de un mapa del mundo, así como la amistad del rey Offa. El erudito celta, un hombre muy sagaz, tenía la impresión de que el creciente poder del franco ayudaría a proteger y enriquecer al pobre y necesitado reino de Mercia y se asió a tal esperanza con todas sus fuerzas al llegar a sus oídos la noticia de la devastación producida por los normandos, que habían llegado por mar para destruir la apacible Lindisfarne, con su iglesia y su monasterio.

—Jamás, desde que habitamos en Britania, hemos padecido tal terror ante una raza pagana. Nunca pensamos que llegaría a producirse tal invasión de naves. ¡Imaginad…, imaginad tan sólo la iglesia del santo Cutberto embadurnada con la sangre de sus sacerdotes! Imaginad ese lugar sagrado, devastado por los paganos.

En sus lamentaciones por el monasterio perdido, Alcuino clamó contra los pecados de los príncipes britanos.

—Sus fornicaciones, adulterios e incestos llenaban la tierra. ¡Reflexionad sobre si tales malas conductas no nos han traído esta desgracia sin precedentes!

Abrumado por sus propias tribulaciones, Carlomagno se preguntó también si tales pecados no habían provocado el castigo del cielo. Alcuino, en su dolor, estaba convencido de ello y reconocía las señales que habían anunciado el desastre, como la lluvia de sangre que había caído del techo de la iglesia de San Pedro, en York. El esplendor extravagante de la indumentaria de los nobles y sus lujosos peinados eran una burla a Dios.

—Caminan tambaleándose bajo el peso de sus estrafalarias vestiduras mientras otros perecen de frío. ¡Los hombres acaudalados, envueltos en púrpura, se dedican a toda suerte de placeres y a los banquetes mientras, a su puerta, los Lázaros se mueren de hambre!

Carlomagno escuchaba con humildad la inspirada elocuencia de su maestro. Su mente poco instruida no podía seguir del todo la rápida exposición de hechos de Alcuino; sólo alcanzaba a ver con cierta claridad las tareas que había que realizar para hacer frente a las penurias: la construcción de puentes, el acopio de animales de tiro para arrastrar las carretas, el reparto de las provisiones acaparadas…, mientras que Alcuino veía en él un poderoso defensor de los cristianos, el único que podía socorrer las iglesias de Britania.

El franco no pensó en la cantidad de yuntas de bueyes que había necesitado para arrastrar los trineos que traían las columnas de mármol de Rávena a través de los Alpes para la construcción de su nueva iglesia en Aquis Granum. Ni tuvo en cuenta que Maganfredo sacrificaba cada día muchas vacas y corderos para proporcionar cuatro platos de carne a la muchedumbre que habitaba en palacio. El monarca había tomado la firme resolución de erigir la gran iglesia y, por otra parte, no podía negar el sustento a la multitud de peregrinos y vagabundos que se apiñaba dentro de las murallas de la ciudad.

No obstante, Carlomagno se preguntó si no habría algún signo claro mediante el cual Dios le mostrase su aprobación o expresase su cólera. Alcuino sabría decírselo.

—Has hablado de las señales de la cólera de Dios en Britania —le dijo, pues—. ¿Cuáles son, entonces, los signos de su amorosa aprobación?

El celta movió la cabeza suavemente:

—No pueden mencionarse, pero sabrás reconocerlos.

—¿Cómo?

—Hubo un hombre que quiso descubrir la presencia de Dios en la tierra que le rodeaba. Buscó y buscó y sólo vio el agua de los mares, la profundidad de los abismos, los animales que corren a cuatro patas, las aves que pueblan los cielos y las innumerables criaturas que se arrastran por el suelo. Al no encontrar ninguna señal de Dios, gritó a los seres que le rodeaban: «¡Decidme algo de Dios!». Y todos ellos le respondieron a la vez: «¡El nos ha creado!».

La hambruna se extendió desde el sur hasta los valles y bosques septentrionales. Carlomagno la combatió mediante edictos y con su ejemplo. Cuando multitud de familias empezó a abandonar sus aldeas para buscar refugio en las villas del rey, éste ordenó que se las alimentara con caza y queso de las despensas. El monarca cabalgaba entre las gentes, expresando a grandes voces su seguridad en que el Señor no dejaría morir de hambre a su pueblo. Exaltado e insomne, les gritaba:

—Pensad que el Señor, que os ha creado, nos mandará alimento en las alas de los cuervos, igual que hizo con Elías.

Parecía como si el Maligno se hubiera instalado en el reino franco. Bandas armadas asaltaban las haciendas para llevarse las provisiones y Carlomagno publicó un edicto sin precedentes por el cual no podían portarse armas, las cuales debían ser entregadas a sus funcionarios para que las guardaran en los arsenales. Al mismo tiempo, el edicto prohibía sacar armas de las fronteras del reino para ser vendidas a pueblos extranjeros o paganos.

Sus tierras fronterizas volvían a registrar tumultos. El monarca hizo una llamada a sus guardianes para que incrementaran sus esfuerzos y tomó en consideración cada zona fronteriza —la Marca Hispánica, la Bretona, la Danesa, el Elba y la gran Marca del Este— como si fuera un país autónomo. Carlomagno ya no volvió a aventurarse más allá, sino que envió las levas armadas a los guardianes de las Marcas —Guillermo, Audulfo, Geroldo y Erico del Friuli—, a quienes consideraba ahora más capaces que él para la defensa de las fronteras del reino.

En sus elogios a estos hombres, el rey se refirió ante sus vasallos a la figura de Eishere (que jamás existió en realidad).

—¿Por qué he de ir a someter paganos cuando tengo a nobles como Eishere que lo pueden hacer en mi nombre?

La circunstancia de que nadie hubiera conocido en persona al tal Eishere no afectaba al renombre de dicho héroe, a quien se refería incluso el propio monarca. Eishere, se decía, no sólo cruzaba a nado ríos de aguas bravas, sino que había abierto un canal entre el hielo de los torrentes de montaña. Aquel héroe constituía por sí solo todo un ejército; un ejército terrible. «Eishere abate bohemios, eslavos y ávaros como si segara el heno; los ensarta en su espada como aves en el espetón del asador. ¡Y cómo se enfrentó a los winidas! ¡Ay, todos vosotros, holgazanes que os quedáis en vuestras casas, deberíais oírle hablar de los winidas! Cuando regresaba de dar muerte a siete u ocho de ellos con su espada, proclamó: “Cansado estoy de sus gritos cuando les doy muerte. ¿Por qué me han tenido que molestar con tales renacuajos? Mi señor rey y yo no deberíamos haber sido requeridos a malgastar nuestras fuerzas combatiendo contra tales gusanos”».

Para enfrentarse a los sajones, el monarca envió a su hijo Carlos al frente de las tropas, acompañado de varios comandantes de gran experiencia, con la orden de «apresar a las familias principales, en mayor número que antes, como garantía de paz».

Los ávaros volvieron a ocupar el asolado valle del Danubio al tiempo que, precavidos, mandaban enviados para descubrir qué estaban haciendo los francos y qué planes tenía en mente el notable rey cristiano. Aquellos pueblos ávaros habían vivido demasiado tiempo en la opulencia, gracias a los saqueos, y habían perdido su ferocidad. Carlomagno agasajó a los enviados y llenó sus brazos con regalos del oro que le quedaba. Les dio de beber en abundancia, les bautizó y, finalmente, les despidió con nuevos honores que les dejaron impresionados. Con esto, creó en el seno de la nobleza ávara una célula favorable al poderoso rey cristiano que, como sucediera con los bávaros, se convertiría con el tiempo en una facción partidaria de Carlomagno.

—Un día, estos pueblos se acogerán a la gracia de Dios —profetizó el franco, y encargó la misión de convertirlos a su viejo antagonista Arno, el águila de Salzburgo.

Alcuino, impaciente, escribió a Arno: «Si la gracia de Dios ha de extenderse a su reino, ¿quién osará negarles la predicación que ha de salvarles?».

Con todo, Carlomagno decidió también reforzar las tropas de Geroldo, guardián de la frontera, e iniciar el tendido de puentes firmes sobre el curso superior del Danubio con objeto de abrir una nueva ruta a territorio ávaro para sus jinetes.

Durante aquellos años de crisis, sus missi dominici cabalgaron sin darse descanso a sí mismos ni a sus caballos. Por una vez, los enviados del rey no tenían más objetivo que hacer cumplir la voluntad del monarca. Contrariarla significaba la muerte.

—¡Obedeced! —ordenaban a los abades dedicados a la caza del zorro y a los dignatarios amantes de las borracheras—. ¡Apartaos de vuestras maldades y despojaos de vuestros ricos atavíos! ¿Cómo podéis daros banquetes cuando el hambre espera a vuestras puertas?

Cuando aquellos mensajeros reales encontraban a algún noble vestido con la elegante y novedosa capa corta de vistosas rayas, copiada de los vascos, repetían lo que Carlomagno había dicho de ellas:

—¿De qué sirven esas pequeñas capas? No podéis cubriros con ellas para dormir, ni protegeros del viento y de la lluvia cuando montáis a caballo.

El monarca siempre cabalgaba envuelto en su manto de lana azul descolorida, seguido de una escolta armada entre la que viajaban sus hijas, cuyas voces de jóvenes valquirias se alzaban en torno a él durante el canto de las vísperas. Con el corazón encogido de desesperación, Carlomagno recorría un país torturado. Sin embargo, su animosa presencia daba renovadas fuerzas a sus fatigadas gentes, a quienes repetía que su tierra sería bendecida por el Señor cuando terminara aquella época de tribulaciones. En Aquis Granum, el valle seguía verde y las cosechas iban creciendo gracias a los manantiales. «He aquí una señal de la amorosa bondad divina», añadía al mencionarlo.

Ante las paredes de la catedral en construcción, Carlomagno declaró que el recinto sagrado no sería dedicado a san Martín, patrón de los francos, ni a san Arnulfo, el antepasado de su familia, sino a la muy misericordiosa madre de Dios. El y su pueblo terminarían de erigir aquella iglesia a la Virgen María, en acción de gracias.

Así como su presencia proporcionaba seguridad, sus detallados planes para un mañana mejor extendían el convencimiento de que tal día llegaría. Los seres humanos se agarran a cualquier esperanza, por irracional que sea, y, en aquellos tiempos de aflicción, Carlomagno se convirtió en la personificación de tales esperanzas. El futuro de su pueblo estaba en sus manos y el monarca no se dejaba vencer por ningún obstáculo, porque sentía que había recaído sobre sus hombros una gran responsabilidad.

Carlomagno había cambiado bastante en comparación con el hombre que encabezó la demostración de fuerza a través de las desiertas tierras ávaras. Ahora, sabiéndose carente de la capacidad de un gran monarca, se limitaba a interpretar el papel de tal. Esto produjo cierto efecto en él. Por primera vez, se dio cuenta de que al rey le correspondía permanecer en el centro de las cosas. Instalado en la confluencia de las vías de comunicación existentes, podía mantenerse en contacto con todas sus fronteras y enviar a sus funcionarios a solucionar los problemas de las regiones lejanas, mientras que en sus años mozos sólo había pensado en viajar a tales regiones personalmente. Así, para conseguir la victoria en Lombardía, había provocado el fracaso en Sajonia; y con su ausencia en tierras ávaras, había perdido la frontera de los Pirineos.

Tales reflexiones tuvieron consecuencias inmediatas en el testarudo franco, aunque no las que podían esperarse. Tan pronto como hubo intuido las ventajas de un gobierno personal centralizado, decidió llevarlo a cabo desde una única ciudad. El también tendría, se dijo, una Roma en tierras francas.

Este centro geográfico de sus dominios podría haber sido la Ciudad de Plata (Estrasburgo) o incluso Ginebra, pero Carlomagno se decidió por la aún inexistente Aquis Granum. Quizá le atraían sus aguas termales y sus cotos de caza, o tal vez era reacio a residir lejos de su tierra natal en los valles entre el Rin y el Mosa. Fuera cual fuese la razón, dejó patente su determinación de convertir Aquis Granum en su capital, haciendo de ella una ciudad que se conocería por el nombre, más popular, de Aix o Aachen, Aquisgrán en español.

Para adornar la nueva ciudad, solicitó permiso a Adriano para traer de Rávena la enorme estatua de Teodorico el Grande. Los anales reales de 794 dicen: «El rey regresó al palacio que es llamado de Aquis y allí celebró la Natividad del Señor, y la Pascua».

También se relata en ellos que la reina Fastrada murió ese año y que recibió sepultura con honor en San Albano, en Maguncia. Carlomagno no enterró en San Arnulfó, al lado de Hildegarda, a la mujer que había causado tantos conflictos. Su epitafio fue escrito por un nuevo amigo del rey, Teodulfo el godo, y sólo contenía unas frías palabras de alabanza. Ante la pérdida de la reina conspiradora, los vasallos de las tierras francas sólo sintieron alivio.

Carlomagno no volvió a permitir que otra persona ejerciera excesiva influencia sobre él. Tomó en matrimonio a Liutgarda, una mujer ingenua y confiada no mayor que Rotruda. La muchacha, que quizá fuera ya su amante, fue educada con esmero por Angilberto en los deberes de la realeza y aprendió a leer con soltura. Tenía un carácter dulce y gozó del aprecio de Alcuino, que veía en ella a «una mujer dedicada a Dios».

Quizás el rey evocaba en Liutgarda la imagen de la dócil Hildegarda, la muchacha que a sus trece años le había robado el corazón en la feria de Aquisgrán, pues la tímida personalidad de su nueva esposa se había formado en la misma tierra natal que Carlomagno y, por aquella época, el monarca parecía atraído instintivamente por cuanto evocara los primeros años de su vida.

Durante esos años caóticos entre 792 y 795, el arnulfingo luchó con todas sus fuerzas, no para conquistar nuevos dominios, sino para preservar su reino franco original, su herencia y su responsabilidad. Ignorando las peticiones de «los extranjeros», volvió a la compañía de sus señores francos. La propia Aquisgrán se alzó recluida en un valle lleno de recuerdos de los bardos cantores, de sus aldeas ancestrales y de sus cacerías. Carlomagno dio gracias de poder preservar su reino, pero no iba a tener ocasión de disfrutar de él, pues había puesto en movimiento unas fuerzas que le obligarían a abandonar de nuevo su santuario entre el Rin y el Mosa.

Primero, los guardianes de las Marcas restauraron una cierta paz en las fronteras, impidiendo que los sajones pudieran unirse a los ávaros. Luego, de las tierras de éstos llegaron unas noticias tan sorprendentes que casi parecieron milagrosas.

Pipino y sus guerreros lombardos habían vuelto a abrirse paso combatiendo hasta el Danubio. La hueste bávara cruzó los nuevos puentes para unirse a ellos. Los príncipes ávaros que les opusieron resistencia fueron barridos y los nómadas se disgregaron en facciones, dando muerte a su khagan. Arno de Salzburgo se puso al frente de sus sacerdotes, jurando hacer lo que los primeros apóstoles, «enseñar al que no sabe, antes de convertirle». Feroces tribus de serbios y croatas acosaron a los debilitados ávaros. En medio de este desmoronamiento, Erico de Friuli había conducido a su hueste armada más allá del Theiss, donde Carlomagno no había conseguido llegar, hasta las alturas al oriente de la llanura húngara.

Un caudillo eslavo había mostrado a Erico el camino hasta el oculto Ring y el vasallo del franco había irrumpido en los terraplenes y las barreras de troncos, y había capturado el tesoro de los ávaros.

Las noticias añadían que Erico venía hacia Aquisgrán con el tesoro en quince carretas, tiradas cada una por cuatro bueyes, para presentárselo a Carlomagno junto con la sumisión de los ávaros.

Ningún otro anuncio podría haber conmovido más los centros de la Cristiandad. Alcuino, rebosante de alegría, elogió a Erico «por su brazo valiente contra los enemigos del nombre del Señor». Con todo, a Alcuino le parecía como si el triunfo hubiera sido conseguido merced a la sabiduría y la fuerza de su rey David: «Jesucristo, sin duda, ha puesto bajo los pies de tus soldados a los pueblos hunos, temidos desde antiguo por su ferocidad y su arrojo».

Teodulfo, el poeta godo, escribió exultante: «Este huno de cabello en trenzas ha venido a Cristo. Y un hombre que tan feroz fuera, es ahora sumiso en la fe».

Arno, el intrépido, envió sus misiones «en torno al lago Balatón, más allá del río Raab, e incluso hasta el Drave en la confluencia con el Danubio».

Los creyentes vieron la mano del Señor en la humillación causada a aquellos peligrosísimos paganos.

Así, Carlomagno se encontró vitoreado como vencedor en la única guerra que no había dirigido, y reconocido como creador del «ejército cristiano» que no había conseguido formar en tantos años.

Más aún, el tesoro ávaro superó en riqueza todas las expectativas. Einhardo, el diligente enano, expresó su asombro: «Nunca en la memoria de los francos había llegado a sus manos tal botín de dinero y objetos preciosos. Tantos fueron el oro y la plata que se encontraron en el palacio del khagan y se arrebataron en los campos de batalla, que esos hunos debían de haberlos acumulado a lo largo de muchos años».

La suposición es acertada. Igual que los hunos de Atila, los nómadas del Este habían acumulado sus tesoros: finos ornamentos de iglesia y barras de oro producto de los saqueos, oro pagado en rescates y los objetos más ricos obtenidos en sobornos a lo largo de dos siglos. De los carros de Erico salieron piezas de cristal y oro, armas con incrustaciones de piedras preciosas, esmeraldas talladas, zafiros, coronas y cetros olvidados y colgaduras de puro paño de oro.

El tesoro ofrecía piezas artísticas nunca contempladas hasta entonces por Carlomagno, sus orfebres o sus metalúrgicos de Aquisgrán. La originalidad y la perfecta ejecución de aquellos objetos orientales cautivaron la atención de Carlomagno y animaron a algunos de sus artesanos a copiarlas, si podían. Allí, de un solo golpe, había obtenido una magnífica decoración para su nueva catedral.

El monarca repartió con generosidad la mayor parte del tesoro, como no había hecho en tiempos de Fastrada. Recompensó a los seguidores de Erico y a todos los que habían mostrado fidelidad, llenó de nuevo las arcas vacías de sus iglesias y adornó los altares desde Ratisbona a Toulouse e incluso, para alborozo de Alcuino, mandó una parte al otro lado del canal, a las catedrales de Britania. El rey Offa recibió una espada enjoyada, con la amistad de Carlomagno.

A esta abundancia imperial, Liutgarda añadió sus dones. En Aquilea, en el lejano mar oriental, el obispo Paulino supo, por una carta de Alcuino, que «mi hija, la reina, una mujer devota, ha despachado dos brazaletes de oro para vos, pidiendo vuestras plegarias por ella».

A Adriano, su crítico y abogado en San Pedro, Carlomagno reservó presentes adecuados a su rango. Entonces recibió la noticia de que el anciano Papa había muerto. Carlomagno lloró su pérdida y mandó su sentido pésame por la muerte de «su dulce compadre» al Pontífice sucesor de Adriano.

Pese a sus diferencias, el brillante Adriano y el testarudo franco se habían apoyado mutuamente durante su insólita relación. Sin el viejo Papa, Roma iba a convertirse en un lugar muy distinto.

Por la misma época, Carlomagno se quedó sin la compañía de Alcuino, pues el maestro de los francos, acusando los años, ya no podía soportar la incesante actividad y jolgorio de la corte. Cuando pidió permiso para retirarse a su nueva abadía de San Martín, en Tours, el rey se lo concedió, sabiendo que aún podría mantener contacto por carta con él.

Alojado en su palacio de Aquisgrán a medio terminar, paseando por el patio sin empedrar que conducía a la puerta lateral de su iglesia de Santa María, Carlomagno encontraba multitudes esperando verle pasar. Cuando salía al pequeño balcón, gentes de todas las tierras distantes se arremolinaban debajo, presentándole peticiones.

Aquéllos eran sus nuevos súbditos, el pueblo cristiano. Pero ¿qué era, en realidad, Carlomagno?

Tras profundas reflexiones, pues la carta muestra lo meditado de cada palabra, escribió al nuevo Papa: «Hice un pacto de copaternidad con vuestro bendito predecesor […]. Es nuestro deber, con la ayuda de Dios, defender con las armas a la Iglesia de Cristo de las invasiones de los paganos y de los saqueos de los infieles, y fortalecerla interiormente, mediante nuestro reconocimiento de la fe católica. A vos corresponde, Santísimo Padre, ayudar a los esfuerzos de nuestros ejércitos alzando las manos en oración como hiciera Moisés, para que […] el pueblo cristiano obtenga siempre y en todas partes la victoria sobre los enemigos del santo nombre de Dios».

Lo que expresaba Carlomagno en la carta era una gran responsabilidad. No invocaba ninguna autoridad regia ni ningún poder imperial, sino que exponía una tarea que se debía realizar. Apuntaba a la creación de un nuevo régimen en el occidente europeo, que daría cumplimiento a la profecía de Agustín sobre el advenimiento de la ciudad de Dios.

Convertir en realidad aquella visión era una tarea muy difícil. Para llevarla a cabo, el bárbaro franco se puso a trabajar con toda su infatigable energía.