A finales del año 786, emprendió la tarea de liberar su frontera oriental, aunque la empresa parecía imposible. En la reunión de otoño, sus paladines protestaron amargamente. Geroldo, hermano de Hildegarda y guardián de la Marca Bávara, explicó que el orgulloso Tasilón tenía intención de mantenerse independiente en sus montañas y que se aseguraría la alianza de los poderosos ávaros si era atacado. Tasilón ya había dado muerte al conde franco, guardián de la frontera italiana.
—Por esa muerte —insistió Carlomagno— tiene que presentarse ante la corte del rey de los francos para ser juzgado.
El franco no estaba dispuesto a perdonar a su primo Tasilón la vieja afrenta de herisliz ni la, en su opinión, nueva traición de llegar a pactos con sus enemigos cuando la posición del monarca parecía más débil en las guerras sajonas.
El honrado Geroldo expuso que Tasilón permanecía seguro tras las defensas naturales de los Alpes bávaros, con gargantas y lagos que se extendían hasta Salzburgo y las fuentes del Danubio, donde empezaban las tierras de los ávaros. Para entonces, Tasilón tenía la fuerza de un gran rey y no iba a caer en un engaño.
—Tenemos amigos entre sus iglesias, mi buen Geroldo —dijo Carlomagno—. Manda saludos al arzobispo de Salzburgo y hazle saber que les visitaremos antes de la próxima Navidad.
Los resueltos paladines reaccionaron a esto con desagrado, pues captaron perfectamente los celos de Carlomagno hacia los ricos y orgullosos bávaros y su casa real, la agilulfinga, más antigua que la naciente arnulfinga. La reina de Tasilón había sido hermana de Désirée. ¿Acaso nunca quedarían definitivamente enterradas las rivalidades de sangre con la dinastía lombarda?
Audulfo, el senescal, recién llegado de su acerba lucha con los bretones, contó al rey que sus propios francos detestaban la idea de volver a cabalgar tan pronto, pues habían pagado un alto precio por la victoria sobre los sajones. Durante dos años, no habían podido sembrar ni recolectar sus campos y quien había conseguido sobrevivir, había perdido al menos parientes y caballos de guerra.
—Pesada es la carga que recae en los más fieles. Se necesita el trabajo de tres campesinos para mantener en la guerra a un soldado de a pie; para equipar a un jinete, es preciso el rendimiento de toda una casa de labranza. Los fideles que obedecen tu orden se ven empobrecidos, mientras que quienes se excusan de cumplirla para seguir en sus casas consiguen con ello acumular ganancias y bienes. ¡Ay!, bien pueden pagar las multas. No convoques a tus fieles a una leva de armas, este año.
—¡Los unos protegen a los otros! —el rey enrojeció de cólera y guardó silencio. Sus paladines tenían razón: no podía permitirse un nuevo desastre como el del Süntal—. ¿Y si hacemos un viaje sin librar combates? —preguntó entonces.
A sus consejeros les pareció estar oyendo uno de aquellos acertijos británicos de Alcuino. No se les ocurrió ninguna respuesta y, cuando abandonaron la mesa del consejo, Audulfo preguntó a Geroldo con acritud:
—¿Hará Dios Todopoderoso que los ávaros se abstengan de combatir, o que el terco Tasilón se convierta en fiel vasallo después de treinta años? ¡Responde, hermano!
Carlomagno tenía una excelente razón para no revelarles lo que le rondaba por la mente. Esta aún abrigaba el vago pensamiento de años antes, de componer una poderosa nación cristiana dentro de unas fronteras seguras. Desde Roncesvalles, no había vuelto a hacer mención de un ejército cristiano; no obstante, los frisones cristianos habían permanecido leales frente a sus parientes paganos y, por ello, eran tan fideles del rey como los nobles de sus tierras renanas.
Sin embargo, sus nobles no lo aceptarían nunca, ni se pertrecharían y abandonarían a sus familias para cabalgar con él si les decía la verdad a la que había llegado: que los francos eran demasiado pocos y se extinguirían si no acogían a otras naciones para formar un único pueblo cristiano capaz de sobrevivir.
En aquel momento, se dio cuenta de que éste había sido el plan de Pipino. Y este nuevo descubrimiento le produjo cierto alivio. ¿No había predicho Agustín que, tras la caída del poder romano, llegaría el refugio del dominio de Dios? ¿No había convocado el astuto Adriano a su grey de todas las tierras cristianas a elevar oraciones de acción de gracias tras la victoria sobre los sajones y la pacificación?
El gesto del Papa dio esperanzas a Carlomagno. Al término del consejo, envió a sus paladines a convocar a sus francos del Rin, no a la guerra sino a una larga marcha invernal. A continuación, llamó a sus fieles entre los alamanos, turingios y sajones a presentarse a principios de verano en la plaza fuerte de Geroldo, en la frontera bávara.
Habiendo despistado a sus dignatarios, se dispuso acto seguido a hacer lo mismo con Tasilón, con la ayuda de Adriano, gran amigo de los bávaros. A su primo, le envió una tímida orden de presentarse en Ingelheim para responder de las acusaciones de deserción, quiebra de juramento y deslealtad. El hábil bávaro no tendría muchos problemas en eludir la convocatoria.
En lugar de esperar la contestación del hostil Tasilón, el corpulento monarca del Rin convocó a sus señores más leales, los francos del este, a reunir a sus veteranos jinetes para cabalgar junto a él. Y para hacerlo de inmediato, con la llegada del invierno. Esta vez, les prometió, el viaje no terminaría en combates.
Los francos más viejos recordaron aquella primera marcha invernal a través de los Alpes y dudaron de su palabra. Todos los indicios apuntaban a una guerra en Baviera; sin embargo, al llegar a la cabecera del Rin, Carlomagno se desvió en dirección al paso del Gran San Bernardo, que conducía a Italia.
El monarca se burló de la actitud sombría de sus huestes.
—¿Qué terror veis en esta ruta? —les incitó—. Vais a celebrar la Navidad en la Ciudad Floreciente, disfrutaréis de la paz de Roma, donde os aguardan las tumbas de los apóstoles, y seréis invitados del rico y leal ducado de Benevento.
La euforia del rey les quitó de encima sus malos presagios.
—Jamás hemos conocido tales paz y alegría —refunfuñaron, sin embargo.
—Entonces, venid con buena voluntad y las disfrutaréis.
Con esta avanzadilla de guerreros, Carlomagno ascendió hacia el paso nevado. No le acompañaba su familia ni sus clérigos. Ninguna caravana de carretas seguía entre gemidos a sus jinetes, que avanzaban a buena marcha. Pipino Carlomán, el pequeño rey de Italia que acababa de cumplir diez años, fue con él.
Esta vez, el monarca no llevó consigo a Fastrada.
Como había prometido Carlomagno, pasaron junto a Pavía y alcanzaron Florencia, bella como un jardín, a tiempo de celebrar la Navidad. Allí, el franco se aventuró a escribir a Alcuino: «Vamos camino de resolver los asuntos de Lombardía».
Tales asuntos no eran tan indiferentes como daban a entender sus palabras. Nubes de tormenta se cernían sobre la disputada península italiana, inquieta con los rumores de revuelta que llegaban de los caminos del norte. El eco del desafió de los bávaros resonaba en la Italia del sur, donde aguardaba una potencia no afectada por las guerras, la del ducado de Benevento, segura en su ciudad fortificada y con un refugio inexpugnable en Salerno, coronando una altura sobre el mar meridional.
El ducado de Benevento ocupaba la bota italiana, con sierras fragosas y puertos abiertos a golfos históricos, la villa de descanso de los romanos en Capua y la cumbre humeante del Vesubio, en estrecho contacto con las flotas, los comerciantes y los espías de la poderosa Constantinopla. Algo de la cultura y el esparcimiento de los romanos se mantenía allí, donde las iglesias griegas sobresalían de los viñedos y los cortesanos se entretenían con el juego de chaquete y los deportes hípicos.
Su anciano duque, Arechi, conocía la cortesía y las mañas de otros tiempos. Lombardo de origen, había convertido aquella tierra en el último refugio de la libertad lombarda, lejos del alcance del bárbaro franco. Con el mar a la espalda, el barbudo y remilgado Arechi podía llamar en su ayuda a la potencia marina abriendo sus puertos a las flotas bizantinas. Y esto es lo que estaba haciendo.
Unos mensajes de Adriano habían puesto sobre aviso a Carlomagno: Arechi reclamaba los monasterios de San Pedro, estaba reuniendo grandes fuerzas armadas, había reforzado las murallas de Capua y Salerno y ya se peinaba el cabello y la barba a la moda bizantina, tras aceptar telas entretejidas de oro, una espada y un cetro de manos del strategos bizantino de Sicilia.
Del propio mar llegó el aviso de que un olvidado hijo de Desiderio suplicaba a la emperatriz Irene una flota de drómonas y un ejército para hacer una incursión sobre Italia y reconquistar Rávena, ciudad de los césares bizantinos. Arechi pronto sería dueño de Nápoles…
Carlomagno tal vez aprovechó estos rumores para romper abiertamente el compromiso de Rotruda con el hijo de Irene, pero ya había tomado antes su decisión contraria al matrimonio. A su modo de ver, los beneventinos invocaban al imperio de Oriente como su primo de Baviera había acudido a los ávaros cuando le había creído debilitado por la larga y penosa campaña sajona. Y en Benevento, una vez más, se le opuso una hija de Desiderio en la persona de la animosa y gallarda duquesa, que no consideraba perdida la causa lombarda. Carlomagno no malgastó muchos pensamientos en Arechi, pero ardía en deseos de comprobar la fortaleza de voluntad y la valentía de la duquesa. Recordaba muy bien que la mujer era la benefactora de Pablo Diácono, quien había sido su preceptor. De «exquisita y resuelta», la había calificado Pablo.
Cabalgando sin dificultades, seguido de sus huestes, Carlomagno tomó el camino de Roma para permitir a sus hombres cumplir la peregrinación a las tumbas de los apóstoles. Aparte de esta tranquila cabalgada, poco sabemos de lo que sucedió realmente en aquel cambiante caleidoscopio de intrigas, rebosante de rumores.
Lo que queda claro es que Carlomagno evita Baviera, donde era aguardado, para aparecer en Italia, donde nadie le esperaba. Y, a lo largo del viaje, está siempre pendiente de noticias sobre Tasilón. Se exhibe en un viaje pacífico, pero tiene una fuerza impresionante a su espalda.
En Roma, Adriano le recibe nervioso, con estandartes y peticiones urgentes de iniciar una campaña contra los lombardos y tomar el puerto de Gaeta antes de que sea demasiado tarde. El astuto Papa le advierte que Arechi está fortificando Salerno como cabeza de puente hasta el mar, por donde vendrán las flotas bizantinas para reinstaurar el dominio lombardo sobre Italia. El rey Carlos debe marchar sobre Salerno.
Sin embargo, la guerra parece lejos de la intención del viajero Carlomagno. A Roma llegan a toda prisa enviados de Arechi con ricos presentes de oro macizo y palabras fáciles de fidelidad al rey franco y a su insigne hijo.
Carlomagno acepta los regalos pero no las promesas. Distribuye el oro entre sus seguidores y continúa viaje desde la tumba de San Pedro hasta el solitario risco de Montecassino. Allí abraza a su viejo maestro, Pablo Diácono, y le interroga sobre sus amigos los duques y los asuntos que se traen entre manos. El corpulento señor de los francos crea una conmoción en la quietud de la clausura benedictina. Admira la biblioteca, pregunta con vehemencia si pueden verse las Pléyades en el horizonte y, por medio de Pablo, envía saludos al duque Arechi y le anuncia su intención de visitarle.
Desde Montecassino, prosigue la marcha y acampa en torno a la ciudad palaciega de Capua, sobre el gris río Volturno. Los francos no saquean Capua. Acuartelados ante las puertas de la ciudad, se incautan de comida y forraje en los campos de alrededor durante el magro mes de marzo.
Recibe noticias de que Arechi, con su duquesa y su corte, ha huido de Benevento para refugiarse en Salerno. Entré ambos circulan mensajes de salutación y de pacto mientras los francos devoran carne y grano «como langostas». Sus fuerzas son demasiado numerosas para que Arechi pueda plantar batalla y no tiene noticias de su cuñado Tasilón, ni la menor señal de que se aproxime una flota bizantina. Como mucho, sólo puede intentar defender las murallas a medio construir de Salerno.
Sorprendentemente, el señor del reino franco accede a un pacto. No cruzará el Volturno, ni exigirá que Arechi se arrodille ante él; aceptará el juramento de fidelidad del duque de Benevento, con un tributo de siete mil piezas de oro al año. Pero Arechi debe afeitarse la barba y peinarse el cabello al estilo de los francos como señal de buena fe. (¿Qué pensaría de ello la duquesa?).
En garantía, Arechi entregará como rehenes a su hijo, Grimoaldo, y a doce señores de Benevento. Pablo Diácono recibe con alegría el acuerdo entre los lombardos y su antiguo señor, pues ha advertido a Arechi de la ferocidad de los francos cuando arrasan un país. (De hecho, Carlomagno tiene dificultades para impedir que sus partidarios saqueen Capua).
Entonces llegan a Capua dos distinguidos emisarios de la corte de Irene. Con toda su afectada cortesía, preguntan a Carlomagno si tiene o no intención de desposar a su hija con el joven emperador. Él responde que no tiene la menor intención de hacerlo.
En Capua, llegaron hasta el rey las noticias que estaba esperando. Tasilón había contestado con astucia a sus requerimientos; en lugar de aventurarse fuera de Baviera personalmente, había enviado a Roma a dos obispos, uno de ellos Arno de Salzburgo, para suplicar a Adriano que arbitrara en la disputa entre los dos reales primos. Una petición muy hábil, pues el Papa deseaba, ante todo, el mantenimiento de la paz. Carlomagno vio en aquello la mano de la mujer lombarda que le odiaba.
A toda prisa, condujo a sus seguidores a Roma a tiempo para la Pascua, llevando como regalo a Adriano las llaves de Capua y la restauración de varios monasterios al gobierno del Papa. Recibió a los obispos bávaros sin hostilidad, pues sabía que Arno era un hombre recto y favorable a él. Adriano instó a Carlomagno a esforzarse por mantener la paz entre los francos y los bávaros.
—Eso es exactamente lo que deseo.
Tras declarar ante los dos emisarios que jamás había querido la guerra con el duque, su pariente, se limitó a pedir a los obispos que firmaran el compromiso de fidelidad de Tasilón, como tantas veces lo habían jurado anteriormente a su padre, a él mismo y a sus hijos.
Sin embargo, si los emisarios aceptaban la propuesta, estarían jurando la lealtad de Tasilón, en calidad de súbdito, a Carlomagno como rey. Arno consideró, en conciencia, que no podía hacerlo.
—No tenemos ninguna autoridad para firmar tal cosa en nombre de nuestro señor, el duque.
De inmediato, al oírle, el franco apeló al juicio de Adriano. ¿No era culpable Tasilón si se negaba a confirmar el juramento de fidelidad que una vez había prestado? Adriano no pudo negarlo y Tasilón no estaba presente para responder. El Papa, que acababa de presenciar la humillación infligida por Carlomagno a los orgullosos beneventinos sin necesidad de combatir, emitió su sentencia contra Tasilón con palabras fuertes que llevan la impronta de la capacidad de persuasión del franco.
«Anatema sobre el duque Tasilón si se niega a confirmar el juramento dado de fidelidad. Si el duque opone un corazón duro a estas palabras del soberano Pontífice, el rey Carlos y sus huestes armadas serán inocentes y estarán absueltos de todo pecado, aunque maten y quemen, si actúan contra Tasilón y sus aliados».
Con esta autorización moral del Papa, el rey de los francos se despidió del nervioso Adriano. Arno y el otro enviado bávaro volvieron a toda prisa a los Alpes con una nueva carga sobre su conciencia. No obstante, Carlomagno no hizo ningún movimiento inmediato para hacer cumplir el mandato de Adriano contra Tasilón, sino que, junto a su hijo Pipino, condujo a sus hombres hacia el noreste en dirección a la antigua ciudad imperial de Rávena, en la costa del Adriático.
En Roma, el rey franco había admirado los nuevos edificios erigidos por Adriano; sobre todo, las hermosas líneas de la iglesia románica de Santa María in Cosmedin, cerca del viejo Foro en ruinas, y del santuario de San Pedro Encadenado. Adriano estaba reconstruyendo Roma en mármol y Carlomagno anheló tener arquitectos de aquella valía en Ingelheim o en Worms.
En Rávena le aguardaba un soldado competente, Erico, duque del Friuli, guardián de la barrera montañosa tras la cual vagaban los ávaros. También esperaba allí el conde de Verona y otros francos. Carlomagno les instó a reunir sus tropas para saludar a su rey, Pipino. Con esto, pudo reunir en Rávena un ejército pequeño pero útil.
Y allí sucedió algo inesperado. Carlomagno cayó bajo el hechizo de la difunta ciudad. Por alguna extraña razón, aunque nunca hasta entonces la había tenido ante sus ojos, le resultaba familiar.
Olvidando aparentemente la crisis bávara, a Grimoaldo y a los mal dispuestos rehenes de la buena voluntad de Benevento, rastreó las murallas derruidas de Rávena como un podenco tras la pista de un venado. La mole redondeada y cubierta de hierba de la tumba de Teodorico; el Vítale octogonal y abovedado con los retratos en mosaico de Justiniano y su emperatriz, Teodora; el delicioso interior púrpura de la tumba de Gala Placidia, que producía la impresión de penetrar bajo el cielo nocturno salpicado de oro… Carlomagno estudió minuciosamente cada lugar, almacenando los detalles en su portentosa memoria.
Instalado en el palacio de Teodorico, sólo tenía que cruzar el patio para llegar a la catedral abovedada, donde se sentaba a estudiar el largo peristilo de columnas de mármol multicolor y las placas murales de reluciente alabastro.
Cada vez que entraba en el palacio, hasta entonces abandonado, el franco pasaba ante la enorme estatua de Teodorico, el rey godo, quien había sido el único hombre que había conseguido unificar Italia bajo una mano firme. Teodorico el godo, el devastador, se había convertido en aquella espléndida efigie de bronce en Teodorico el Grande, amigo de la humanidad. Carlomagno quedó impresionado con su figura.
Hubo otro hecho que le sorprendió profundamente. Roma, pese a sus asombrosas vistas y sus grandes edificios que se alzaban hasta tocar el cielo, no dejaba de ser la obra de un mundo pagano que el franco no conseguía entender. En cambio, Rávena había sido construida por manos cristianas en los tiempos de los primeros Padres. Además, la ciudad llevaba la impronta de dos gobernantes de gran determinación, Teodorico y Justiniano, que la habían convertido en un monumento a sus vidas. Carlomagno había leído a los Padres de la Iglesia —o, más bien, había hecho que le leyeran sus escritos durante las cenas— y, a aquellas alturas, se daba perfecta cuenta de los múltiples problemas de una Italia dividida que Teodorico y Justiniano habían sabido resolver, aunque cada uno a su modo. Mientras inspeccionaba detenidamente sus obras, el rey franco interrogó a los clérigos de Rávena sobre la vida de aquellos dos grandes personajes.
Con todo, la mayor parte del tiempo la dedicó a absorber Rávena con sus propios ojos. A sus seguidores, la ciudad les parecía pequeña, angosta y húmeda, rodeada de marismas llenas de carrizos. El rey, pese a ello, se hizo conducir a remo por el fangoso canal hasta el viejo puerto abandonado. Así llegó hasta el Adriático, la vía marítima del este, de las islas venecianas, de las montañas de Istria y de los puestos avanzados de Constantinopla.
Al contemplar los campos con su perspicaz mirada, descubrió por fin la razón de que Rávena le resultara familiar. Sus cursos de agua y sus marjales y el verde ininterrumpido de su llanura, que se extendía hasta unas lejanas montañas, tenía cierto parecido con el lugar de descanso de sus años mozos, Aquis Granum.
El contraste entre Rávena, una metrópolis en miniatura de palacios e iglesias cristianos, y las tierras vírgenes salpicadas de hospederías de Aquis Granum debió de impresionarle. Rávena contenía los monumentos de varios siglos. Su verde valle sólo acogía los acuartelamientos abandonados de la Sexta Legión romana y su propia villa real de caza.
Un año más tarde, el franco pediría consentimiento al Papa para extraer las losas de mármol de las paredes, las columnas del palacio e incluso la estatua de bronce del monarca godo, con el propósito de llevárselo todo a tierras francas. No le importó que transportar tan enormes fragmentos de civilización en carro a través de los Alpes fuera un trabajo digno de Hércules.
Mientras tanto, Carlomagno había pasado en Rávena más tiempo del que había previsto y, emprendiendo el regreso hacia los conocidos pasos de montaña, condujo velozmente a su hueste hacia los Alpes. No obstante, dejó en la ciudad a Pipino, con el duque Erico y al mando de un ejército reclutado en el Friuli.
Hacia el mes de julio, el monarca volvía a estar en el Rin y convocó un concilio en Worms. Tan pronto como los clérigos estuvieron reunidos en el gran salón, Carlomagno sucumbió a la tentación de hablarles de las maravillas que había visto en su larga expedición. «Regocijándose y alabando la bondad divina —cuentan los anales—, el señor rey relató a sus clérigos y a sus mejores súbditos las múltiples cosas notorias que había encontrado en su viaje».
Según parece, ocupó con estos asuntos la mente de sus conciliares mientras se cercioraba de que Tasilón no había enviado respuesta a los requerimientos de Adriano, pues pasó a la acción sin más conversaciones. De hecho, ya había ultimado todos sus planes y sólo necesitó enviar, mediante rápidos mensajeros, las órdenes precisas a sus guardianes: a Erico, que aguardaba ahora en el Friuli, y a Geroldo, acuartelado en la frontera bávara con un ejército de antiguos rebeldes, turingios y sajones. Las órdenes eran marchar al paso sobre Baviera, hacia el objetivo de Salzburgo.
De nuevo al frente de su caballería franca, Carlomagno embarcó hombres y bestias en barcazas para remontar el Rin a remo. Pronto llegó al Lech y apresuró la marcha hacia Augusburgo (Augusta). Por el sur y por el noroeste llegaron los otros dos ejércitos para ganar los valles altos de Baviera antes de las tormentas de otoño.
Desconcertado ante esta imprevista invasión desde tres fronteras distintas, Tasilón y su reina no pudieron reunir fuerzas suficientes para resistir. La hueste bávara no había sido llamada a las armas y sus guerreros montañeses, a pie, no pudieron cerrar los valles a los veloces caballos de los francos. En las iglesias, los obispos, informados por Amo del edicto de Adriano, no predicaron la resistencia a Carlomagno.
Pese a las lágrimas de su reina lombarda, Tasilón no tuvo otro remedio que someterse al hombre que le había ganado la partida, y lo hizo con su elegancia cortesana saliendo a su encuentro con sirvientes desarmados y cargados de presentes de oro y emblemas reales recamados de piedras preciosas.
«Puso sus manos en las grandes manos del rey —cuentan los anales—, y le rindió en obediencia el ducado que había recibido de Pipino, el rey».
Carlomagno recordaba perfectamente que aquel mismo Tasilón había abandonado a un Pipino enfermo en tierras gasconas, treinta años atrás. Preguntó a su primo si era cierto, como había oído, que éste poseía un espléndido cetro (que ningún vasallo podía poseer).
Entre los regalos, el orgulloso bávaro extrajo un cetro de oro rematado por una cabeza coronada en miniatura.
—Lo hice fabricar —dijo tranquilamente— para ti, primo.
Con el tributo de Arechi y los ricos presentes de Tasilón para recompensar a su hueste armada, Carlomagno regresó al Rin, donde Fastrada le esperaba en su palacio favorito de Ingelheim. Durante el trayecto, llegaron las tormentas de octubre.
Sus jinetes se dispersaron hacia sus hogares repitiendo un breve anuncio por las posadas de los caminos: «Paz y alegría». El rey había cumplido su promesa: les había llevado a una larga marcha sin entrar en combate. Sin embargo, nunca recibirían las recompensas en oro y botín que esperaban del rey. Fastrada se ocupó de ello.
Pero, aunque sus súbditos celebraron la Navidad en paz y alegría, Carlomagno no tenía muchas esperanzas de que aquel estado de felicidad sobreviviera al invierno.
Gracias a la rapidez de sus caballos, el señor de los francos había conseguido por la fuerza la sumisión de su primo, que le odiaba. Tasilón había saboreado la independencia durante treinta años y tenía hijos que aspiraban a heredar el trono. Además, tenía una esposa que jamás se arrodillaría ante un arnulfingo. Y la hueste armada de los bávaros seguía intacta.
Por su parte, el sagaz agilulfingo se daba perfecta cuenta, como el propio Carlomagno, de que la cuestión entre ambos no era quién llevaba a cabo un mandato de Adriano, sino quién gobernaría Baviera. El regalo de un poco de oro, la falsa aceptación de un nuevo juramento y la entrega de una decena de rehenes no era más que un gesto forzado. Tasilón resistiría por las armas y Carlomagno no tenía, en aquel momento, el menor deseo de encontrarse con otro Widukindo.
Pero ¿cómo podría plantar cara al orgulloso bávaro? Sin duda, recurriendo a los ávaros, los enemigos naturales del cristianísimo rey de los francos.
Consciente de todo ello, Carlomagno dedicó los meses invernales a escribir cartas —o, mejor, a dictarlas— con un propósito. Las misivas hablaban de su responsabilidad en la salvaguardia de las tierras fronterizas de los cristianos frente a los eslavos y los ávaros. A Alcuino le planteó la cuestión de si no era misión suya expandir las fronteras de la Cristiandad. ¿Acaso Willehado, pariente de Alcuino, no acababa de consagrar su nueva catedral en Bremen (Brema), en la otra orilla del Weser? Alcuino, lleno de júbilo, escribió a Arno, «el águila de Salzburgo», que su glorioso monarca tenía en mente derrotar y obligar a retroceder «a los hunos, que son enemigos del Señor». Salzburgo, donde vivía el valiente Arno, quedaba ciertamente muy cerca de las tierras ávaras.
Los peregrinos de Renania llevaron el mismo mensaje por los caminos. Entretanto, Carlomagno descansaba tranquilo en Ingelheim, dedicado a sus habituales cacerías, mientras esperaba a que su presa humana cayera en los señuelos que le había preparado.
Y empezó a suceder lo que había previsto. A instancias de su esposa, Tasilón llamó a las armas a sus vasallos. En el Danubio, el khagan ávaro, inquieto ante la súbita llegada de los francos, mandó enviados a consultar con los bávaros. Tasilón solicitó la ayuda de los jinetes paganos para conservar las montañas de Baviera frente al inflexible franco de baja cuna.
Sin embargo, en lugar de encontrarse al frente de un ejército, el señor de Baviera halló obstáculos que no había previsto. Sus señores feudales, que no tenían ninguna disputa con el imponente Carlomagno, protestaron ante su intención de quebrantar el compromiso alcanzado el otoño anterior (que les vinculaba al servicio del rey en el mismo grado que Tasilón). Sus obispos tampoco estaban dispuestos a ir en contra de la voluntad de Adriano. Arno —quien había respaldado con suficiente lealtad a su duque en Roma— se destacó especialmente en clamar contra la alianza con los hunos paganos, saqueadores de iglesias.
Algunos de aquellos nobles cabalgaron Rin abajo para presentar su causa ante el rey. De inmediato, Carlomagno emplazó a Tasilón a presentarse el siguiente mes de junio ante la asamblea general reunida en Ingelheim, para responder a las acusaciones de rebelión y deslealtad.
El agilulfingo no tuvo más remedio que acatar la orden, pues los ávaros no iban a moverse en ayuda de un monarca al que abandonaba su propio ejército. Así pues, desarmado y con su familia, Tasilón se presentó al juicio.
Para su sorpresa, se encontró no ante la corte de Carlomagno, sino enfrentado a la asamblea de nobles de las tierras francas, sajonas, lombardas y otras. En el gran salón de Ingelheim, los cargos contra él fueron presentados por sus propios vasallos.
Carlomagno no efectuó ninguna acusación. De hecho, mientras los nobles discutían, el inquieto franco abandonó la sala para hacer una ronda de inspección por el patio abarrotado de gente, donde conversó sobre las cosechas, los caballos y la caza —cualquier cosa menos el asunto de Tasilón— con los condes y caudillos que aguardaban allí.
Mientras, en el salón, un duque franco mencionó el agravio que Carlomagno había guardado durante treinta años contra Tasilón.
—Por desertar de su señor, el rey Pipino, mientras el mencionado señor marchaba contra su enemigo.
Tasilón comprendió entonces que Carlomagno había insistido en aquella acusación y que la asamblea iba a condenarle sin remedio.
Cuando fue instado a hablar en su defensa, el duque bávaro respondió con orgullo y elocuencia, esmerándose en contar la verdad y toda la verdad. Había conspirado con los enemigos del rey y había deseado dar muerte a su señor. Su esposa había participado en la conjura. Había roto su juramento de fidelidad, pues «si tuviera diez hijos y los hubiera entregado a todos como rehenes, antes los perdería que someterme a los vergonzosos términos de ese juramento. Antes perdería la vida que seguir existiendo bajo sus condiciones».
Fue un discurso valiente y sincero que satisfizo a los jueces del alto tribunal y que le valió la condena a muerte por unanimidad. Aunque la asamblea no hizo mención de su familia, Carlomagno podía fácilmente haber ampliado la sentencia a su esposa y a sus hijos. Pero, en lugar de ello, el rey ordenó que Tasilón fuera internado en un monasterio, «para que allí hiciera penitencia por sus pecados durante los años de vida que le quedaran». Sus hijos le seguirían a la clausura y su esposa también tomaría los hábitos.
Así, con calculada clemencia, respondió el impredecible franco a la apelación del orgulloso bávaro a una muerte honrosa. Tasilón pidió entonces no ser sometido a la indignidad de perder su larga melena allí, delante de la asamblea, y Carlomagno le concedió ser tonsurado en el monasterio.
El dominio de la familia agilulfinga había terminado. En etapas cómodas, el advenedizo franco se trasladó a la ciudad palaciega de Ratisbona (Regensburg) e inspeccionó sus nuevos dominios en los Alpes, adueñándose de las propiedades de Tasilón y mandando al exilio a sus cómplices más cercanos. Arno fue consagrado arzobispo de Baviera.
Aunque rara vez llevaba o lucía en sus manos las galas y emblemas de la realeza —salvo para impresionar a los embajadores extranjeros—, Carlomagno presidía en ocasiones las audiencias empuñando el cetro confeccionado con tanto arte para Tasilón, bien porque algo inquietaba su conciencia o bien porque deseaba impresionar otra vez a su nuevo pueblo con la justicia de su toma del poder, pues al cabo de unos pocos años mandó presentarse a Tasilón, ahora monje tonsurado, para que reiterase su declaración de renuncia a toda reclamación sobre Baviera ante Carlomagno, su legítimo señor y rey.
Mientras tanto, en el frente italiano, Carlomagno había obtenido una victoria muy remarcable sin tener que librar combate. Keroldo y los veteranos la denominaron «una victoria sin sangre, o casi sin ella». Repasemos el calendario de este último y agitado año, entre 787 y 788, en que el franco y sus seguidores cubrieron más de tres mil quinientos kilómetros a caballo.
El 26 de agosto de 787, murió el viejo y resignado Arechi, duque de Benevento, y con él murió su paz. La duquesa, ejerciendo un privilegio de mujer, rechazó el compromiso de la familia con Carlomagno e hizo un llamamiento a la resistencia, al tiempo que enviaba un urgente mensaje a la corte franca suplicando la liberación de su hijo Grimoaldo, rehén de Carlomagno y heredero del trono de Benevento. En la carta, invocaba su amor de madre y la necesidad de su pueblo sin líder. (Para entonces, Carlomagno se hallaba en plena marcha por el Rin hacia Baviera).
Por fin, la flota bizantina apareció ante la costa. Traía un ejército de invasión conducido por Adelghi, hijo de Desiderio, el hermano de la duquesa. Esta volvió a pedir el regreso de Grimoaldo.
Desde Roma, alertado de la situación, el Papa también envió a Carlomagno su ruego de que no liberase al muchacho. La duquesa, según Adriano, había acudido en peregrinación al santuario de San Miguel Arcángel. ¡Un santuario, precisamente! La flota invasora estaba en las proximidades, en Taranto, y la mujer, junto con su hermano y los bizantinos —el strategos de Sicilia y el representante de la emperatriz—, estaba tramando planes para «arrebatar la Italia meridional al apóstol de Dios y a vuestro real poder, y al mío. ¡Venid pronto! —exclamaba Adriano con evidente apuro—. ¡No dejéis que Grimoaldo se os escape!».
Pero Carlomagno no hizo nada de lo que le solicitaban.
A principios de la primavera de 788, mientras escribía sus numerosas cartas a Baviera, el señor de los francos mantuvo a su lado al joven rehén. Grimoaldo, un poco mayor que Pipino, comía en la mesa del rey, le acompañaba de caza y estuvo presente en el juicio a Tasilón, en junio. Carlomagno trató al muchacho como si fuera su propio hijo.
Después, una vez desembarazado de Tasilón y con las manos libres, dejó en libertad a Grimoaldo. Antes de partir, el muchacho hizo promesa de cumplir sus deberes de vasallo para con el rey, acuñar sus monedas con la efigie de Carlomagno, rasurarse, salvo el bigote, al estilo franco —una exigencia que parecía arraigada con firmeza en la mente del monarca— y permanecer leal a su rey. También prometió derribar las nuevas murallas que fortificaban Salerno (donde había fondeado la flota bizantina).
Así, Carlomagno apostó por la admiración que despertaba en el muchacho. Aquel septiembre, Grimoaldo volvió a cruzar el Volturno como hombre libre y fue recibido por las aclamaciones de sus nobles, el abrazo de su madre y el plan de batalla de su tío, Adelghi.
Desde aquellas explosivas tierras del sur, los enviados de Carlomagno le escribieron con preocupación: «En la frontera beneventina, no hemos encontrado lealtad a Vuestra Excelencia entre el pueblo».
Adriano, por su parte, clamaba amargamente: «En Capua, en presencia de vuestros enviados, ese Grimoaldo se felicitó diciendo que vos, su rey, habíais ordenado que todo el mundo le obedeciera. Y los nobles griegos de Nápoles soltaron una carcajada de burla, diciendo: “¡Gracias a Dios! Todas las promesas hechas a los francos se las ha llevado el viento”».
Pese a las múltiples peticiones para que actuara y a las predicciones de un inminente desastre, Carlomagno, que por entonces estaba ocupando Baviera, no hizo nada acerca de la nueva crisis italiana. Quizá contaba con la amistad de Pablo Diácono, quien ahora se encontraba al lado de Grimoaldo.
Al llegar el otoño, el frente italiano estaba cubierto de rumores, los bizantinos desembarcaban en la costa del Adriático, los enviados francos huían para salvar la vida…
Entre los rumores, llegó la noticia de la batalla. En la frontera del Volturno, junto al monte del Buitre, la expedición del Imperio había sufrido una sorprendente derrota en la que había perdido cuatro mil soldados y sus comandantes bizantinos, el strategos y el sacellarius. Entre sus líderes, sólo Adelghi había logrado huir por mar, para no volver jamás.
Enfrentándose, pues, a su tío, Grimoaldo consiguió esta victoria con la ayuda del leal duque de Spoleto y un único conde franco. Con su decisión de mantenerse fiel al señor de los francos, el muchacho había contrariado las plegarias de su madre.
Adelghi desapareció del recuerdo histórico y la causa lombarda en Italia quedó definitivamente perdida. El ausente Carlomagno gobernaba ahora las tierras italianas en la persona de su hijo, Pipino. Las grandes ciudades como Benevento, Bolonia y Verona, abandonadas a sus propios recursos, lograron conservar cierta independencia. (En siglos venideros, esta independencia aumentaría hasta dar lugar al autogobierno de las poderosas Florencia y Milán bajo las familias ducales de los Sforza y los Médicis).
¿Qué había sido del juramento prestado años antes por Carlomagno ante la tumba de San Pedro, de devolver a los Papas la mayor parte de las tierras de Italia? El franco no lo mantuvo. Al parecer, con el paso de los años se reafirmó en la decisión de otorgar a los vicarios apostólicos numerosas propiedades eclesiales, pero no el gobierno mundano. Tal vez había advertido que Adriano carecía del vigor físico necesario para retener grandes territorios en aquella época violenta. Fuera como fuese, Carlomagno conservó sus dominios con la espada.
Adriano, aunque envejecido, no cejó en sus protestas por el quebrantamiento del compromiso y por la pérdida «del patrimonio de San Pedro». Al propio tiempo, el formidable campeón de San Pedro agradecía la protección de su inusual «compadre». Ciertamente, Carlomagno llevaba consigo la bendición de la paz real.
Durante los meses siguientes a la victoria al pie del monte del Buitre, Adriano tuvo buenas razones para agradecerla pues los ávaros, dueños no reconocidos de las tierras al este, emergieron de sus plazas fuertes junto al Danubio para lanzar un ataque salvaje.
Ante la turbulenta situación de las tierras cristianas, el khagan ávaro, siempre al acecho, aprovechó la oportunidad para realizar lucrativas incursiones. Avanzando con cautela, sus jinetes penetraron en las tierras altas de Baviera y descendieron a través de los Alpes de Carintia hacia el fértil valle del Po.
Junto a las fuentes del Danubio, Geroldo, el guardián de la Marca, rechazó a los invasores. En el Friuli, el experimentado Erico reunió a sus hombres de armas francos para obligarles a retirarse de castillos, abadías y pasos de montaña. Frente al peligro del ataque avaro, las fuerzas cristianas de protección se unieron con buena voluntad.
Carlomagno no había podido prever el momento del asalto ávaro, pero había preparado sus fronteras para el día en que se produjera. Durante aquellos dos últimos años, gracias a su impresionante exhibición de fuerza y destreza, había convertido a los rebeldes bávaros y beneventinos en aliados que se encargaran de rechazar los asaltos de los bizantinos por el mar y de los nómadas paganos por tierra. El temerario Palurdo que había provocado una enconada rivalidad al apartar de su lado a Désirée, su esposa lombarda, en un acceso de ira, se había convertido en el astuto estadista que había decidido liberar a su potencial enemigo, Grimoaldo. El infeliz caudillo que había avanzado torpemente en su primer paso de los Alpes en Mont Cenis y que había perdido lo mejor de su ejército en Roncesvalles, había aprendido por sí mismo, de algún modo, el dificilísimo arte de llevar a cabo una guerra sin librar combates.
Por aquel entonces, el monarca empezaba a intentar instruir a su primogénito, Carlos, en la conducción de los ejércitos mientras los otros hijos de Hildegarda, Pipino y Luis, conseguían, si no precisamente honores, sí al menos reconocimiento como reyes de Italia y de Aquitania.
Y por fin, cuando ya terminaba el año, Carlomagno envió mensajes a Arno de Salzburgo y a los guardianes de sus lejanas fronteras anunciando que acudiría personalmente a protegerles de los paganos eslavos, bohemios y ávaros. Una promesa que se proponía cumplir.
Poco a poco, con la tenacidad de un campesino, el monarca del Rin se abría camino hacia un nuevo dominio, hacia un nuevo reino que, en su imaginación, evocaría la ciudad de Dios que había descrito el inspirado Agustín. En él, sus nuevos súbditos se convertían en fideles, fueran bretones, turingios o sajones. El propio Alcuino reconocía ahora: «Vuestros súbditos son los pueblos cristianos».
Extensos eran ya los territorios de la futura nación y sus fronteras podían ampliarse aún más, hasta la orilla del Mar Helado y hacia el oriente desconocido al otro lado del Adriático. El primer paso sería llevar esas fronteras más allá de las tierras ávaras. En Ratisbona, la ciudad corte de su brillante primo Tasilón, Carlomagno se preparó para lanzar su ataque hacia el este.
Sin embargo, a finales de aquel año, el monarca se dirigió a otro lugar para celebrar la Navidad. Sin detenerse en Ingelheim, donde se había instalado Fastrada en unos lujosos aposentos, Carlomagno embarcó Rin abajo, avanzando con el viento hacia el pavimento roto de la calzada romana en desuso que conducía a su valle de Aquis Granum.
En aquella encrucijada de caminos, entre baños en las aguas termales sulfurosas y cacerías de jabalíes en los bosques, llevó a cabo los cánticos y banquetes de la Navidad, para gran sorpresa de sus paladines y de los miembros de la Academia, pues no había celebrado allí las fiestas navideñas desde hacía dos décadas; concretamente, desde el año de la muerte de su padre.
Sobre el valle se alzaba una hermosa colina cuya falda, bañada por el sol de la tarde, dominaba las casas apiñadas de la aldea y las ruinas romanas. Paseando por ella, Carlomagno escogió el emplazamiento para un palacio como el de Pavía, con una columnata que se extendería hasta el punto donde se erigiría una catedral, pequeña pero dedicada a la Virgen, que sería edificada a semejanza del templo de San Vítale, en Rávena.
Mientras se preguntaba quién la construiría, observó complacido las radiantes miradas de las doncellas de la aldea, llenas de admiración y temor ante la presencia del rey. Las muchachas rebosaban de calor y de risas, al contrario que la altiva y exigente Fastrada. Una vez más, el valle le pareció a Carlomagno el lugar ideal para su nueva ciudad.
Una carta de Adriano vino a aumentar su satisfacción.
—¡Ha llegado! ¡Por fin ha llegado! —exclamó al recibirla—. ¡Más dulce que la miel!
La carta decía: «Hemos recibido vuestra misiva, luminosa y más dulce que la miel, de manos del duque Alwino. En ella expresáis vuestro deseo de que os concedamos los mármoles del palacio de la ciudad de Rávena, así como los mosaicos que se encuentran tanto en el pavimento como en las paredes de las iglesias. Con gusto accedemos a vuestra solicitud, pues, gracias a vuestros reales esfuerzos, la iglesia de vuestro patrono san Pedro disfruta todos los días de numerosos beneficios».
Ahora, Carlomagno sólo necesitaba dos cosas: alguien que trazara los planos de sus edificios capitalinos y materiales mejores que el estuco romano o los troncos y la paja francos para erigir las paredes.
Mucho tiempo después, un viejo soldado contaría al divertido monje cronista de Saint-Gall la manera que tenía Carlomagno de construir lo que deseaba: «Entonces, el ingeniosísimo gran rey dijo a sus hombres: “Que no se nos acuse de permanecer ociosos en este día; erijamos algún monumento conmemorativo de la ocasión. Apliquémonos a levantar una capilla de oración donde podamos consagrarnos de nuevo al servicio de Dios”. No bien terminó de hablar, sus hombres se dispersaron en todas direcciones en busca de piedras y arena, de madera y de cal y de pinturas, así como de operarios expertos en su uso. Ese día, entre la hora cuarta y la hora duodécima, con la colaboración incluso de los hombres de armas y los propios nobles, se edificó una catedral tal, con sus muros y techos y sus frescos en las paredes y sus grecas en el cielo raso, que nadie que la viera después habría creído que se había tardado un día menos de un año en levantarla».