El maestro Alcuino encontraba muchas cosas que admirar en un ruiseñor.
—Un cuerpecillo tan menudo —comentaba—, una garganta tan delicada y, sin embargo, ¡qué profusión de armonías! Su música me acompaña toda la noche y no me maravilla que el coro de ángeles celestial entone continuas alabanzas al Señor, cuando contemplo tanta gracia en una cosa tan pequeña.
Así como el dulce maestro de York se afanaba en estudiar el canto de un pájaro —y la misma admiración demostraba ante un cuco que celebrara la primavera—, de igual modo atribuía con toda naturalidad sus extraordinarios trinos a la benevolencia del Creador. El frágil y ya maduro Alcuino era incapaz de fingir. Su veneración era impulsiva; sus versos, una larga oración. Todo él sentía un gozo por la vida que, tiempo después, compartiría Francisco de Asís.
Afrontaba la desgracia con la cabeza alta y sin frases estudiadas de consuelo. Cuando perdió aquel ruiseñor en concreto, su compañero nocturno, se limitó a decir: «Quien te haya robado de ese matorral de retama envidiaba mi felicidad».
Se tomaba con buen ánimo las penalidades del duro invierno del norte. «Un tiempo para el ocio y las reuniones junto al fuego y el sueño tranquilo» era su descripción.
Amante del vino claro y de la conversación estimulante y de caminar por los pastos, compartía muchos de los gustos del rey. A Hildegarda la llamaba «la dulce reina».
La mente de Alcuino de York influyó en los acontecimientos del reino franco casi desde el momento de convertirse en mentor de Carlomagno.
A estas alturas, cabe ya referirse a Carlos, el hijo de Pipino, con el nombre de Carlomagno, el que le otorgaron en su memoria los pueblos de Occidente. Para muchos de ellos era todavía Carlos, el rey, pero en alguna medida era un caudillo distinto de su padre y de los demás príncipes de los territorios bárbaros. Este Carlomagno caminaba entre ellos con su áspera túnica frisona y sus pantalones, movía las orejas cuando celebraba sus chistes con estrepitosas carcajadas y dilataba las ventanas de la nariz, rojo de ira, ante sus fechorías. Su dominio tal vez no se extendiera más allá de su vigorosa presencia pero, ante él, los hombres sentían una esperanza estimulante.
Pablo Diácono, de noble familia lombarda y añorado de sus tierras del sur y de Montecassino, hablaba del «sereno poder de nuestro señor, el rey».
Mientras que Pablo se sentía cautivo en aquella corte, Alcuino disfrutaba con su tarea de enseñar al entusiasta rey franco. Sin embargo, el apacible maestro no congeniaba en absoluto con su pupilo y señor. Alcuino se negaba tercamente a hablar el dialecto germánico de las tierras renanas, sosteniendo que sólo debía permitirse su uso a quienes quisieran rezar y no conocieran otra lengua. A la mentalidad práctica de Carlomagno, oponía su antojadiza naturaleza céltica. Alcuino tampoco consentía, pese a la insistencia del rey, en acompañar al ejército en sus salidas. Según él, su frágil cuerpo no estaba hecho para el lomo de un caballo.
—Pero ya has leído —protestó su señor tras una de tales negativas— cómo la reina de Saba, una mujer, viajó a tierras judías para conocer al rey Salomón.
—Sí, esa reina llegó hasta la ciudad de Jerusalén y se admiró mucho ante lo que vio allí. Pero no siguió a Salomón entre los filisteos.
Por lo general, las respuestas de Alcuino satisfacían la curiosidad del corpulento franco. Largas horas de cabalgada nocturna habían despertado el interés de Carlomagno por el comportamiento de las estrellas. (Carentes de brújulas, relojes y mapas, los francos utilizaban el movimiento de los astros para orientarse y para determinar la hora). ¿Por qué todas las constelaciones giraban en torno a la estrella que llamaban Polar, próxima a las puntas del Carro? ¿Por qué Sirio sólo era visible en el horizonte en las cercanías de Roma? ¿Qué fuerza impulsaba a las estrellas a moverse, manteniéndose siempre en el lugar que les correspondía?
Alcuino le explicó cómo los diversos firmamentos habían sido colocados por el Creador sobre la superficie plana de la Tierra: primero la esfera del aire que respiraban, luego la del agua, la del fuego y la de la misteriosa Luna y los signos del zodiaco, sobre las cuales estaban el firmamento de las estrellas más lejanas y el del paraíso de los santos y los ángeles, hasta llegar al último cielo, el del Señor y Creador.
Así empezó a enseñar astronomía al rey. Y, allí donde su ciencia fallaba, lo cual sucedía a menudo, Alcuino recurría a citar con fluidez a Virgilio o a Agustín.
Y Carlomagno se dedicó al estudio, con más celo que un muchacho, a sus cuarenta años cumplidos. Realizó rápidos progresos en latín gracias a que su maestro hablaba con la elocuencia de Cicerón. Carlomagno alcanzó una considerable fluidez, pero Alcuino le advertía que utilizara las palabras correctamente. Ara significaba «altar»; hara, en cambio, era una «pocilga», y no convenía confundirse entre ambas.
—Las confusiones en las palabras son peligrosas —reconoció Carlomagno—, pero las confusiones en el sentido lo son más aún.
El monarca seguía sintiendo un profundo afecto por la lengua, recia y rotunda, de los pueblos del Rin. ¿Por qué había de llevar el caluroso mes de julio el nombre de un César muerto cuando era, obviamente, el «mes del heno»? De igual modo, marzo ya no tenía nada que ver con el dios romano de la guerra, y debía denominarse Lenzinmanoth, el «mes de la Cuaresma». En esta misma línea, mayo tenía que ser Wunnemanoth, el «mes de la alegría».
Así pues, Carlomagno se dio el gusto de rebautizar todos los meses del año.
—Mi pueblo habla mal latín —apuntó— y por eso canta mal, y también reza mal: porque utiliza palabras impropias.
—Si tu pueblo tiene los pensamientos adecuados cuando reza, ¿importa acaso que sus palabras no suenen como es debido?
—Sí, importa.
Demasiado entendía Carlomagno que los pensamientos de los francos reflejaran sus ansias, dirigidas a la fornicación, la obscenidad, el lujo, la ociosidad, las peleas, las muertes y la bebida. El mismo las compartía.
Con feroz energía, valiéndose de las enseñanzas de Alcuino, intentó despertar a quienes le rodeaban, sacándoles de su pereza y de su decaimiento.
El celta de York emprendió con buen ánimo la difícil tarea de enseñar a una nación extraña. No había excusa posible ante la insistencia de su señor y rey.
Mandó llamar de Inglaterra a algunos discípulos para que enseñaran a los muchachos más jóvenes los tres primeros peldaños del saber: la gramática, la dialéctica y la retórica, junto a algunas nociones de matemáticas. Los cuatro restantes escalones o pilares del conocimiento —el álgebra, la música, la medicina y la astronomía— los enseñaba él mismo, con Pedro y Pablo, en la escuela palatina. Ésta ya existía anteriormente, por supuesto, en las residencias que servían de corte en Worms, Ingelheim y la Colonia. Dado que muchos de los nobles y clérigos seguían a la peripatética corte de Carlomagno, la escuela palatina impartía a menudo sus clases en henares o en bodegas.
Empezó a decirse en el reino que Carlomagno, el rey, descontento de su propio pueblo, traía extranjeros de Lombardía y Britania para enseñarles. Y el rumor iba a convertirse en una protesta.
El sagaz Alcuino tomó prestado de Pitágoras —la mayor parte de sus ideas eran tomadas de otros, sobre todo de Beda el Venerable, su maestro espiritual— el método de hacer que un alumno iniciado debatiera una cuestión con un muchacho sin instrucción, mientras él se limitaba a explicar lo que desconcertaba a los muchachos.
Más adelante, también le gustaba convertir sus respuestas, que en ocasiones debían de resultarle difíciles, en chistes y acertijos. Durante una lección, años después, Pipino (el Pipino Carlomán) hacía las preguntas y el maestro respondía.
—¿Qué es el aire?
—El guardián de la vida.
—¿Qué es la vida?
—La alegría del bien, el dolor del mal y la expectativa de la muerte.
—¿Qué es la muerte?
—Un viaje desconocido, el luto de los vivos y el cumplimiento de la voluntad de un hombre.
—¿Qué es el hombre?
—Un viajero que se detiene en una morada donde es huésped…
—¿Qué es la luna?
—El ojo de la noche, la que esparce el rocío, la profeta de las tormentas.
—¿Qué es el mar?
—El camino de los osados, la frontera de toda tierra, el receptáculo de los ríos, la fuente de la lluvia.
Finalmente, Alcuino proponía acertijos como el que sigue:
—Vi que lo muerto producía la vida, y que el aliento de la vida devoraba lo muerto.
Pipino lo resolvió.
—Mediante la fricción de dos ramas se produce el fuego, que devora las ramas.
Mediante acertijos y debates, el maestro de York incitaba a los francos a utilizar la mente para encontrarles sentido. De la verdadera ciencia —la física de Aristóteles, la geografía de Ptolomeo o los sorprendentes datos astrales de Hiparco—, Alcuino sabía poco más que sus alumnos. El misterio de la mayor de las estrellas, la pálida luna que pendía en el cielo nocturno, no tenía por qué ser objeto de los debates. La luna se movía según la voluntad del Primer Motor y seguiría haciéndolo hasta que el sol se volviera negro como una arpillera de crin y las estrellas cayeran del firmamento como hojas arrancadas de una higuera y el Dragón saliera del mar a la tierra, en el día final de la existencia humana.
Aquel día del Juicio, tan bien descrito por Bonifacio, no podía estar lejano.
Las matemáticas de Alcuino no precisaban muchos cálculos por parte de sus alumnos. Únicamente utilizaban las cifras romanas, del I al IX, sin el cero y sin cantidades negativas. Multiplicar una cantidad cualquiera, por ejemplo MCCXIX, por un simple XV era una tarea difícil para los dedos, utilizando una tableta de cera y un punzón. En cambio, podía hacerse con la mente, pensando en las cifras. Lo mismo cabía decir de las ecuaciones algebraicas. También aquí, el hábil celta y sus discípulos utilizaban esos sempiternos acertijos numéricos:
Una escalera tiene cien peldaños; en el primero de ellos hay posada una paloma, dos en el segundo, tres en el tercero, etcétera, hasta las cien palomas del escalón número cien. ¿Cuántas palomas hay posadas en la escalera? Para descubrirlo, recordad que habrá un centenar de palomas en cada par de escalones, cogiendo el primero con el noventa y nueve, el segundo con el noventa y ocho, etcétera. Así, contáis cuarenta y nueve cientos; añadid ahora el peldaño central, con sus cincuenta palomas, y el último, con sus cien. De este modo, sabéis ahora que hay cincuenta cientos más cincuenta palomas.
Los maestros se vieron obligados a ejercitar la imaginación, pues casi no había libros de texto. Muy pronto, Alcuino redactó una sencilla gramática y un misal. Hábiles monjes de la escribanía los copiaron en nuevos volúmenes. Alcuino también mandó traer de su vieja biblioteca de York la historia de Beda y los versos de Virgilio. No obstante, la mayor parte de los francos, adultos y niños, aprendían de oído y retenían los datos en la memoria.
Tenían que trabajar sin imágenes. Durante muchas generaciones, no se había tallado en tierras francas ninguna estatua. Las pinturas de las paredes de las iglesias mostraban escenas de demonios de colas bifurcadas que atormentaban a los pecadores en las llamas del infierno dentro de las fauces de un enorme dragón, o de grupos de almas benditas conducidas por ángeles gloriosos hacia un paraíso más allá de las nubes. Los pecadores iban desnudos; los bienaventurados conservaban sus ropas.
Asimismo, los sacraméntanos que Carlomagno había traído de Roma contenían algunas imágenes: del buen san Juan escribiendo su Evangelio con la ayuda de un águila simbólica, o de un san Pedro asustado ante el canto del gallo. En el grabado aparecían tres gallos, para significar que el animal había cantado tres veces, como decían las Escrituras. El rey ordenó a sus artistas que copiaran estas imágenes fragmentarias. Talladores de manos expertas realizaron copias fieles sobre puertas de madera y placas de marfil a lo largo del Rin. Hábiles mujeres las bordaron sobre estandartes y colgaduras.
En el reino franco aún podían encontrarse algunos restos del arte romano: fragmentos de pavimentos de mosaico que exponían imágenes de los gladiadores, los pavos reales y los soldados triunfantes de aquella civilización desaparecida. Carlomagno se complacía en contar a quienes le escuchaban cómo en Parma y Roma había contemplado escenas enteras de gran gracia y elegancia, de mártires elevados al cielo y de las murallas de Jericó derrumbándose al son de las trompetas.
También fue ampliando gradualmente la leyenda en torno a su antepasado Arnulfo, el cual había nacido, según parecía ahora, en una familia patricia. Después de mucho escuchar las aventuras de los troyanos narradas por Virgilio, recordó que uno de sus antepasados se llamaba Anquises, o algo parecido. ¿No era posible, se preguntó, que los primeros francos, llegados misteriosamente del mar, hubieran sido troyanos exiliados de su lejana patria y conducidos por Anquises, el padre de Eneas?
Tal explicación del origen de los francos sólo se atrevió a apuntarla tímidamente, pero corrió de boca en boca porque la había dicho el rey. Alcuino, que admiraba a Virgilio, no la confirmó ni la negó, pero aconsejó a su pupilo:
—No mires hacia atrás, querido amigo. En tu sabiduría, cristianísimo rey, contempla el futuro, pues éste descansa en tus manos.
El reflexivo britano, acostumbrado a las rivalidades de los mezquinos gobernantes de su isla, percibía ya el poder que podía emanar de Carlomagno si era bien aconsejado.
Pero el bárbaro franco había extraído una nueva idea de sus lecciones. Las bendiciones de la cultura y la magnificencia parecían proceder siempre del Este, de donde habían salido los troyanos, llorando por su hogar perdido, y de donde Pablo había llegado a Roma. Allí, en Oriente, aún podía encontrarse el esplendor en todas las artes en Constantinopla, e incluso los árabes paganos habían traído con ellos cosas preciosas para el cuerpo y para la mente desde Babilonia o Bagdad, donde el califa reinaba en un salón de oro y donde podían verse fabulosos elefantes.
Carlomagno hizo que Pablo Diácono le leyera la historia de Grecia y animó al eunuco Elisha a enseñar griego a sus otros hijos, además de a Rotruda. A los príncipes les pareció muy divertido ver al educado Elisha saludar a Rotruda postrándose en la alfombra como si buscara hormigas.
Alcunio reformó su Academia palaciega después de estudiar las costumbres de su señor. El nombre de Academia sonaba muy bien; era una novedad en el reino de los francos y Alcuino percibió claramente que el monarca habría exigido su creación, en cualquier caso. Tal Academia, más que una educación superior, ofrecía una educación a los alumnos superiores: los seis hijos del rey, los paladines como el afanoso Angilberto, y el propio Carlomagno.
Entre accesos de las fiebres que nunca le dejarían, Alcuino guió aquel círculo familiar con suavidad y buen humor. Muy pronto aprendió los apodos que Carlomagno había otorgado a cada cual. Angilberto se convirtió, dentro del círculo, en un juvenil Homero. El propio Alcuino era «el pobre Horacio», y el rey, «David, que fue alzado por el Señor sobre sus enemigos».
Entregando la escuela palatina a sus ayudantes, Alcuino tomó a su cargo el grupo íntimo de la Academia siempre que el rey descansaba en Worms, en Ingelheim o en Thionville. Muy pronto, se encontró en el papel de maestro de ceremonias, entre francos que cantaban y animaban las bromas con vino. Alcuino contribuyó a la fiesta con su número del tañido de campanas. Con unas campanillas de plata, se podía acompañar el melodioso tañido de las grandes campanas de la iglesia. Su jovial señor insistía en que debían conseguir un nuevo órgano del emperador —mejor dicho, de la emperatriz Irene—, ya que el viejo de Saint-Denis se había estropeado y no se encontraba a nadie que pudiera repararlo.
Carlomagno se complacía en escuchar las agudas voces de sus hijos entonando un Gloria. Los mayores, Carlos y Rotruda, eran altos y de una hermosura extraordinaria; ambos tenían, más o menos, la edad de su padre cuando éste había cabalgado hacia el norte bajo la tormenta al encuentro de Esteban.
—Quiero que mis hijos sean gloriosos como reyes —insistía—, que sean buenos jinetes, buenos guerreros, buenos cazadores y nadadores, y maestros en conocimientos. Quiero que sepan y entiendan más que otros hombres.
El, a aquella temprana edad, no había poseído título ni dignidad alguna, y muy poca educación.
En cuanto a sus hijas, tocadas por la gracia de la feminidad, aún sentía más pasión. Tenían que estudiar con los varones y aprender, además, las artes femeninas del hilado y del telar; tenían que cantar melodiosamente y apreciar la poesía más refinada. Si Berta hacía frecuentes preguntas acerca de las estrellas, su padre se convencía de que la pequeña debía aprender los secretos de la astronomía; si la voz de Rotruda sobresalía de las demás en las escalas gregorianas, el rey estaba seguro de que su misión sería dar gloria al canto.
Alcuino las llamaba sus palomas. A la esbelta Gisela, de luminosos ojos, la apodaba Delia. Sin embargo, al maestro le parecía que su alegría procedía de sus cuerpos llenos de salud, que gustaban de adornar con gallardetes de seda e incluso perlas de Hispania. Su Berta no apartaba sus bellos ojos del atractivo Angilberto.
A menudo, las largas horas de Academia junto al fuego de la chimenea de palacio fatigaban al apacible celta, quien también tenía la tarea de copiar libros para la biblioteca de Carlomagno y revisar el funcionamiento de la escuela palatina, además de su incesante correspondencia con abadías lejanas donde las fuentes del sagrado conocimiento no se habían secado.
En ocasiones, Alcuino se preguntaba por qué el otro hijo mayor, Pipino el Contrahecho, no aparecía nunca por palacio. Según le dijeron, el jorobado hacía compañía a su abuela en Prüm, en los bosques.
A pesar de su constante fatiga, de la que no se quejaba porque era consecuencia de la fragilidad de su cuerpo, desarrolló una admiración por su señor y pupilo que creció hasta convertirse en amor. Carlomagno no descansaba nunca. El gigantón franco se volcaba en comprender los misterios del conocimiento con la misma energía que desplegaba con el canciller y el senescal en planificar el aprovisionamiento de las granjas, el almacenamiento de las simientes, el drenaje de los canales y la construcción de nuevas iglesias y de puentes para suprimir vados y transbordadores. Y, cuando terminaba la sesión, el rey salía a escape para dedicarse a la caza en el bosque.
Cierta vez, Alcuino le descubrió nadando en el río con un puñado de camaradas, a quienes interrogaba sobre las leyes de los sajones.
En otra ocasión, presenció cómo Carlomagno recorría a grandes zancadas su alcoba mientras dictaba una carta airada al arzobispo de Maguncia: «Me sorprende que, al tiempo que trabajáis con la ayuda de Dios para ganar almas, no os ocupéis en absoluto de enseñar a leer correctamente a vuestros clérigos. Todos quienes os rodean y están a vuestra disposición viven en la más oscura ignorancia. Vos, que podríais iluminarles con vuestro conocimiento, soportáis que vivan en la ceguera…».
El pupilo de Alcuino había aprendido a ser elocuente en latín y nunca dejaba de hacer preguntas a su maestro: ¿Cómo fueron escritos por primera vez los textos de las Escrituras? ¿Cómo los diversos pueblos habían terminado por tener diferentes leyes? ¿Cuál era el origen de la ley romana y de la antigua notación musical, el canto gregoriano? ¿Cómo dominaron los antiguos romanos las lenguas de los muchos pueblos que gobernaron?
Pero, sobre todo, Carlomagno quería que le explicara las palabras de forma llana y comprensible.
—Hablas de justicia. ¿Qué entiendes por ella?
—La justicia depende de tres cosas: la veneración a Dios, las leyes hechas por el hombre y los valores de la vida. El fin de la justicia es preservar, no destruir.
—Es mucho más sencillo destruir una cosa que preservarla. ¿Qué entiendes por leyes hechas por el hombre?
—Normalmente, los hábitos de un pueblo. Las costumbres que siguen de forma generalizada.
—Pero esas costumbres pueden ser malas. Los sajones ofrecen sacrificios humanos. ¿Justificas tal cosa porque sea su tradición hacerlas?
—No. Eso viola una ley superior, la de la igualdad entre los hombres.
—¿Igualdad?
—Un juez debe ser imparcial y tratar por igual a todos. Así, todos los hombres tienen iguales derechos, bajo una ley justa.
Alcuino era muy atrevido al hablar así, sabiendo que en el reino de los francos se cortaba el brazo al ladrón, mientras que el homicida podía redimirse pagando una indemnización. La propiedad estaba por encima de la vida, y el rango por encima de la justicia. Y Carlomagno, como su padre, se atenía a las leyes particulares dentro de sus territorios, de modo que un sajón, un bávaro o un lombardo eran juzgados cada cual según sus propias costumbres. Y éstas eran diferentes entre los diversos pueblos. Los bávaros no tenían que prestar juramento para atestiguar; los borgoñones castigaban el asesinato con la muerte, en lugar de con la compensación económica; los alamanes cotizaban el precio de un buen perro de caza en doce piezas de plata, superior al de un esclavo fugitivo. Y todos ellos discrepaban en el delicado procedimiento del juicio por combate.
—¿Quién podría hacer una ley que satisficiera a tantos pueblos distintos?
—La encontrarás en las Escrituras, —con una sonrisa, Alcuino se atrevió a citar a su señor—: «Vos, que podríais iluminarles con vuestro conocimiento, soportáis que vivan en la ceguera…».
Alcuino tenía el valor de oponerse a veces a su «rey David». Sabía hacerlo, con diplomacia, porque entendía muy bien la mentalidad de los francos. En sus esfuerzos por afrontar el perenne problema de elaborar leyes justas para unas gentes que tenían concepciones muy diferentes de las leyes, Carlomagno recurrió, como le había aconsejado su mentor, a las Escrituras. Sin embargo, encontró más satisfacción en la lectura de las palabras de Pablo de Tarso, el pecador de noble cuna. Aquel Pablo no intentaba dejar a un lado las ataduras terrenales de los seres humanos, su amor a las mujeres, sus supersticiones y búsquedas de un dios desconocido… Sus propios francos se parecían mucho a las congregaciones del sutil y perspicaz Pablo. Pues éste también se había empeñado, en casa de Lidia, en bautizar a todo aquel que acudía a su río, incluso el carcelero aterrorizado por el terremoto.
Leyendo tales cosas, Carlomagno anheló tener una mujer comprensiva que colaborara con él, una casa tan espléndida como un palacio romano y una iglesia tan espaciosa como la gran Santa María, junto a un río donde todo el pueblo se congregara para ser purificado de sus pecados.
Siempre que Alcuino tenía una hora para descansar, antes de los rezos del alba o cuando los miembros de la Academia se quedaban dormidos tras un buen almuerzo, aprovechaba para sentarse ante su pupitre y conversar por carta con amigos lejanos.
Con creciente frecuencia, correos y viajeros le llevaban paquetes cuidadosamente envueltos y sellados. El sabio de York recogía tales paquetes con gran excitación, preguntando al instante de dónde procedían y cómo estaba el remitente.
En una ocasión, el monarca le oyó canturrear en el patio:
—¡Ha llegado, ha llegado! ¡Cuánto tiempo he esperado esta página, más dulce que la miel y más valiosa que una joya refulgente!
Al asomarse, Carlomagno observó cómo un Alcuino transfigurado estrujaba la misiva, la levantaba para romper con cuidado el sello y paseaba su ávida mirada por las líneas escritas.
Tras saborear la alegría de mensajes como aquél, Alcuino contaba al rey cómo estaban las cosas en Lindisfarne, al otro lado del mar, o en Aquilea, más allá de las islas venecianas. Carlomagno no tardó en utilizar aquel creciente servicio de noticias; cuando salía a recorrer los campos, hacía que Alcuino le informara con minuciosidad de lo que sucedía en las tierras del Rin, sobre todo en el seno de su familia. También solicitó a Adriano que en adelante le mandara noticias de Roma cada semana, lo cual le permitió conocer también los comentarios que corrían por Italia.
Más adelante, cuando Carlomagno consiguió traer de Constantinopla un nuevo órgano —con el propósito de que sus artesanos lo copiaran, para que hubiera música de órgano en otras iglesias además de en Saint-Denis—, obtuvo también de Oriente un medio extraordinario y admirable de mandar mensajes breves a través de los aires. Era un medio tan sencillo y práctico que sus francos lo adoptaron con facilidad. Unas palomas de robustas alas, acostumbradas a un hogar determinado, podían ser conducidas en jaulas a lugares lejanos y soltadas allí para que volaran de regreso, raudas como el viento. La dificultad radicaba en encontrar un material para escribir el mensaje lo bastante liviano como para poder atarlo a la pata de la paloma mensajera. El mejor de que podían disponer era una seda floja blanca, adquirida a comerciantes africanos.
Al establecerse esta línea de comunicación a distancia entre «David» y el «pobre Horacio», Alcuino se vio arrastrado a una responsabilidad que no había previsto. Se convirtió, a la fuerza, en el consejero del rey y, con el tiempo, en el administrador oficioso del reino franco.
Esto, a su vez, tendría consecuencias imprevistas para ambos. Alcuino, recluido siempre en abadías o salones, solo alcanzaba a formarse una imagen mental de la vida de las gentes, sin entrar apenas en contacto con ellas; Carlomagno, con sus interminables rondas por ríos y caminos, estaba obsesionado con las necesidades reales de los diversos pueblos que trabajaban para extraer su alimento de la tierra. Alcuino insistía en lo que se debía hacer; su pupilo sabía lo que se podía conseguir.
El sabio de York acogía con alegría las escasas visitas de la princesa real, Gisela, hermana del rey, que se había retirado del siglo para convertirse en abadesa de Chelles. El porfiado arnulfingo encontró que su seria y callada hermana traía el rigor monástico a la alegría de sus salones. No obstante, le concedió de buen grado tierras y una cantidad de preciado oro, pues le complacía ayudar a Gisela en su servicio al Señor, mientras él seguía sus propios caprichos.
En cambio, le molestaba que Hildegarda, quien le pertenecía por entero, recurriera a excusas para ausentarse de la estimulante instrucción de la Academia. Su esposa era incapaz de decir la frase más sencilla en latín, y tampoco hacía el menor esfuerzo por resolver acertijos sobre las estrellas que su hija, Berta, sabía adivinar al instante. Alcuino escuchaba en silencio sus quejas sobre la indolencia de Hildegarda.
—Es una mujer buena y sencilla —se limitó a responder el celta—. Y éstos son los escogidos de Dios.
Tales palabras recordaron a Carlomagno algo que le había hecho reflexionar, aun sin entenderlo. Algo que había dicho Pablo: «Pues Dios ha escogido las cosas simples del mundo».
Después de dar a luz a una niña a principios de las Navidades del año 783, Hildegarda quedó postrada en cama. Cuando el rey ya había partido a la reunión del Campo de Mayo, Alcuino le mandó una carta con un discípulo que corrió a llevársela más deprisa que un missus. La carta empezaba hablando de lo verdes que estaban los pastos y de lo bien que iba la labranza, y en ella informaba al monarca de que su dulce reina había muerto.
Carlomagno pospuso la expedición contra los sajones el tiempo necesario para dar sepultura a Hildegarda, para cuya tumba escogió la basílica de San Arnulfo, la más notable de las iglesias de Metz. El rey designó a Pablo Diácono —y no a Alcuino— para que escribiera la elegía que se grabaría en la lápida, ordenando al poeta lombardo que no dejara de incluir en ella la expresión «madre de reyes».
Al morir, Hildegarda tenía veintiséis años y le había dado nueve hijos, de los cuales sobrevivían seis. La hija menor había muerto poco después que su madre, y Berta, la madre del monarca, no tardó mucho en seguirlas, y fue enterrada en su caso en la iglesia de Saint-Denis. Carlomagno meditó sobre las mujeres que habían desaparecido de su lado, bien camino de la tumba o bien tras la clausura de un monasterio. ¿Dónde estaría Gerberga, la esposa de su hermano, a la que había proscrito? ¿Qué habría sido de Ansa, la insigne esposa de su enemigo, Desiderio? Ni siquiera conseguía recordar dónde estaba enterrada Désirée.
Antes de partir para reunirse con el ejército que le esperaba, el rey hizo una donación para que se cantaran laudes perpetuos, día y noche, por Hildegarda y por Berta.
El otoño siguiente, cuando regresó de la expedición, contrajo matrimonio con Fastrada, la orgullosa doncella renana que se había cruzado en su camino en la cacería. El cabello pelirrojo de la muchacha resplandecía bajo el sol como el fuego y sus ojos brillantes le retaban a poseerla.
Aquel verano de 783, el arnulfingo se enfrascó en una lucha a muerte con los sajones y el invisible Widukindo.
Pues Carlomagno, rey de los francos y de los lombardos, patricio de los romanos y conquistador —según todas las apariencias— de los sajones paganos, se sentía derrotado, tras once años de porfías, por aquellos pueblos indómitos, emparentados con el suyo y acérrimos enemigos.
Había probado a castigarles y a convertirles; había acordado con ellos una generosa tregua y había arrasado sus tierras como un aventador trilla el grano con el mayal. Había construido pueblos e iglesias, impulsado por la vehemente misión de Willehado. Tanto Alcuino como el propio Adriano le alabaron por «someter a la salvaje raza pagana y llevar la salvación a sus almas».
Y, sin embargo, el año anterior le había traído un nuevo desastre.
¿Cómo y por qué?
Alcuino no supo decírselo. Y tampoco pudieron hacerlo los caudillos de su ejército, que habían ido a unirse a los fantasmas de Roncesvalles. A solas, Carlomagno afrontó el misterio de un pueblo que no había modo de someter, repasando con detalle los hechos extraordinarios de aquel último verano.
Primero, la indefinible agitación de los bosques sajones. Luego, su rápida intervención para mostrar su autoridad, sin combatir; la asamblea de Paderborn —como aquel otro año que conduciría a la catástrofe al otro lado de los Pirineos—, en las iglesias reconstruidas; la presencia de lejanos enviados del khagan ávaro y de Sigfrido, rey de los daneses, para impresionar a los caudillos sajones.
Por alguna razón, no había conseguido sus propósitos pues, terminado el encuentro de Paderborn, habían llegado los ataques a las aldeas de los sajones conversos, las persecuciones de misioneros… Recordó a Willehado huyendo de los bosques, proclamando que todo aquel que llevara el nombre de cristiano estaba condenado; Willehado, el entusiasta predicador, escapando a Roma en busca de paz para su espíritu mientras sus misioneros caían en su propia sangre, degollados como animales.
Y Widukindo, el Sacbsenführer; siempre a distancia de Paderborn pero haciendo oír su voz entre los caudillos, tal vez mediante espías que formaban parte de la comitiva de los daneses. La voz de Widukindo llamando al pueblo sajón a levantarse y vengar a los antiguos dioses…
Pero ¿por qué? ¿Por qué precisamente cuando el poder de Carlomagno se extendía sobre sus tierras, y sus huestes armadas viajaban hacia el norte para pacificar la frontera del Elba? ¿Por qué, sin ningún signo visible de guerra a sus espaldas?
Carlomagno pensó en aquel ejército suyo, avanzando ajeno a todo por los caminos del bosque igual que, cuatro años antes, sus huestes habían ascendido hacia el paso de Roncesvalles. Valientes guerreros conducían la columna armada: el condestable Geilón, el chambelán Adalgiso y Worad, el conde palatino. Debían haber avanzado con cautela, cruzando el Weser con centinelas apostados en las alturas de las inmediaciones.
Sin duda, habían avistado a los sajones agrupándose junto a la sierra del Süntal, sobre el río. Deberían haber esperado al ejército de apoyo que el viejo conde Thierry había reunido en el Rin para correr en su ayuda. Tal vez esperaron, en efecto, hasta que oyeron las trompetas de Thierry. Entonces avanzarían a toda marcha, con los paladines delante y la caballería franca siguiéndoles los pasos, deseoso cada hombre de ser el primero en remontar el Süntal, para encontrarse solamente con la emboscada de los sajones. Entonces, los francos habían intentado escapar, cada cual por su cuenta. El anciano Thierry había podido salvar a algunos supervivientes, pero también él había caído.
Tras esto, Carlomagno tomó el mando. El otoño ya estaba demasiado avanzado, la hierba estaba muerta y las heladas aterían la tierra durante las noches. El monarca condujo de vuelta al Weser a todos los jinetes que pudo reunir y batió el río aguas arriba hasta alcanzar a los sajones fugitivos en el poblado de Verden, escondido entre los pinares. Más de cuatro mil guerreros fueron capturados allí y Carlomagno les exigió que le entregaran a los líderes de la emboscada del Süntal y a Widukindo. Los prisioneros se negaron a traicionar a sus caudillos y el franco ordenó su muerte. Y los más de cuatro mil fueron muertos en un solo día, arrodillados junto al río…
Después de esto, la silenciosa resistencia se extendió a otros pueblos. Los anales reales relatan: «Hasta las orillas del mar, los frisones abandonaron la fe cristiana y volvieron a ofrecer sacrificios a sus ídolos».
Carlomagno, en sus cavilaciones, llegó al convencimiento de que se había equivocado. Desde el día de aparente triunfo en que había derribado el Irminsul, había llevado a cabo todos sus planes pero no había conseguido nada. Los sajones, como los nórdicos, eran supervivientes de la raza germánica vinculados al culto a Tor y a Balder, como lo habían sido los francos en otra época. Ahora, Carlomagno y su pueblo tenían algo a lo que los sajones nunca otorgarían sincera fidelidad. En cambio, con daneses y nórdicos del mar, se emborrachaban y mezclaban la sangre de sus venas para convertirse en hermanos. ¿Por qué?
Ya estaba cerca de la solución del misterio, pero entonces se le ocurrió que, si actuaba con ellos como un danés u otro pueblo pagano, tal vez pudiera atraerlos a un acuerdo con él.
Sus adivinos, los viejos bardos de la arboleda, se habían marchado o habían terminado sus humildes vidas en el bosque. Sin embargo, el rey había tenido buen cuidado de ordenar a otros viejos escribanos que copiaran todas las leyendas antiguas que escucharan, pues deseaba conservar tanto la lengua como las tradiciones cantadas de sus antepasados. Esta vez, acudió a un manuscrito sobre leyes sajonas y las estudió pacientemente.
Todas ellas hablaban de indemnizaciones y castigos por agravios:
«Por golpear a un hombre de alta alcurnia, XXX piezas de plata […] Si la túnica o el escudo de otro son cortados por una espada, se pagarán XXXVI piezas de plata como compensación […]».
Parecía que cuanto mayores eran las probabilidades de venganza, más cuantiosas se hacían las indemnizaciones. Por matar a un esclavo huido, bastaba una pequeña suma. Si los sajones necesitaban tener leyes de aquella naturaleza, les impondría castigos que les resultaran comprensibles.
Con este espíritu redactó Carlomagno su Edicto para las tierras sajonas. Los castigos quedaban perfectamente explicados.
Por conspirar contra el rey o quebrantar la fidelidad a él y a su pueblo cristiano, la pena era de muerte.
Las iglesias debían ser honradas como los santuarios paganos de antaño, y respetado el derecho de asilo. La adoración de fuentes, árboles o bosques quedaba prohibida.
Dejar de bautizar a los hijos significaba una multa de ciento veinte piezas de plata para los nobles, sesenta para los hombres libres y treinta para los siervos. No guardar el ayuno durante la Cuaresma podía ser castigado con la muerte.
Esta era, también, la pena por hacer sacrificios humanos, quemar los cuerpos de los muertos, entrar por la fuerza en una iglesia o prenderle fuego o robar sus posesiones, rechazar el bautismo o matar a un obispo o a un clérigo.
Únicamente habría clemencia para quien hiciera una confesión completa a un sacerdote y cumpliera la penitencia.
Estas leyes darían a Sajonia el orden moral y material que necesitaba. Por lo menos, eso pensaba.
Un año después de que el Edicto fuera hecho público, los frisones en sus aldeas atrincheradas y los sajones hasta el Elba se alzaron en rebelión.
Entonces, cuentan los anales reales, Carlomagno condujo a sus francos para «arrasar los campos, derruir las plazas fortificadas y recorrer los caminos mezclando fuego con sangre».
Aún no había entendido que aquellos tercos paganos no combatían contra él, sino contra la cristianización que les había sido impuesta. La habían visto claramente expuesta en el Edicto y estaban dispuestos a morir resistiendo con la espada en la mano.
Durante aquellos años, del 783 al 785, Carlomagno no abandonó las tierras sajonas. Colocó a su hijo mayor, Carlos, entre los caudillos de uno de los ejércitos, celebró la Pascua y la Navidad en los campamentos e hizo trasladarse a su reciente esposa, Fastrada, y a sus hijos a su nuevo hogar de Eresburgo, donde Alcuino no quiso aventurarse.
Hubiera sido mejor que Carlomagno no llevara a Fastrada al escenario de la guerra.
En aquella época, al menos en Renania, los nombres solían describir a la persona. Bertrada (Berta) significaba «la Resplandeciente», y Fastrada quería decir «la Inflexible». La nueva esposa de Carlomagno era, pues, una mujer dura. Y, como Berta, se volvió orgullosa al verse convertida en reina y consorte de un poderoso monarca.
Hija consentida, tal vez única, de un conde renano, Fastrada cabalgó junto a Carlomagno considerando a su corte y a su pueblo como meros servidores de su voluntad. Sus doncellas trabajaban como esclavas bordando satén y seda púrpura para sus vestidos. Tal vez fuera hermosa, pero los anales de la corte dicen que era «orgullosa, arrogante y cruel». De toda la gente cercana a Carlomagno, ella era la única capaz de salirse con la suya frente a la voluntad del rey.
Quizá, como la legendaria Brunilda, al entregar su cuerpo a un hombre sentía la necesidad de vengarse causando el sufrimiento de otros. Desde luego, su pertenencia a una familia noble del Rin la llevaba a odiar a los sajones. La noticia de la matanza de Verden, donde guerreros postrados de rodillas habían sido asesinados como si fueran ganado en el matadero, la había espantado.
El rey tal vez disfrutara con la compañía de Fastrada en Eresburgo, la plaza fuerte sajona, pero la guarnición y los numerosos cautivos sajones encerrados en la empalizada de troncos mal podían compartir su gozo. Cuando su real esposo se ausentaba en alguna expedición, Fastrada podía llevar a cabo su guerra personal contra las familias indefensas, sajonas y paganas, a merced de su guardia armada. Esto la excitaba más que cabalgar tras un fatigado ciervo para darle caza.
Las actividades de Fastrada tuvieron consecuencias más allá de la ciudadela de Eresburgo, pues aprovechó una oportunidad para humillar a los nobles turingios, próximos a la retaguardia de los ejércitos francos. Tal vez Fastrada tenía alguna cuestión personal pendiente con los turingios. Uno de ellos había prometido su hija en matrimonio a un franco, pero se había negado a enviar a la muchacha cuando se le había mandado hacerlo. Era un asunto menor, al cual dio Fastrada una excesiva importancia. Emisarios suyos exigieron a los nobles bárbaros de más allá de la llanura de Hesse la entrega de la mujer, so pena de desobediencia al rey, su esposo.
Como consecuencia de ello, los jefes guerreros turingios conspiraron para matar a Carlomagno.
Durante el año y medio que el arnulfingo permaneció en tierras sajonas con su familia y el ejército, tanto su poder como su vida estuvieron amenazados. Estallaron revueltas desde las montañas turingias hasta la orilla del mar, donde los frisones combatían por sus dioses y los bretones desafiaban al rey en su península.
Seguramente Carlomagno pensaba que los sajones, en su agónica resistencia, estaban llevándose con ellos la estructura, tosca y débil, de su reino.
¿A qué podía recurrir? Sus mejores paladines habían muerto en aquella carga sin sentido contra el Süntal. El más sagaz de los supervivientes, Guillermo, el hijo de Thierry, estaba al cuidado de la frontera de los Pirineos. Otro duque leal y competente, Geroldo, hermano de la difunta Hildegarda, gobernaba la Marca Bávara no lejos de las fuentes del Rin. Pero Geroldo, fiel e incondicional como Roldán, no podía moverse de su territorio, pues los bávaros de Tasilón estaban aliándose con los temidos ávaros.
A lo largo de la costa, hacia el norte, se alzaron otros peligrosos enemigos: los eslavos de más allá del Elba se congregaron en torno a sus adivinos —entre los cuales había estado Widukindo—, y el rey de los daneses se lanzó a incursiones por mar. Widukindo y su lugarteniente, Abión, habían prometido al rey danés gran gloria y botín si remontaba los ríos para saquear y arrasar el reino franco. Y Carlomagno sabía que no tenía fuerza alguna que oponer a aquellos guerreros enloquecidos y a sus naves dragón.
El monarca comprendió su fracaso como jefe guerrero. Sus dominios no formaban ninguna nación cohesionada; sólo estaban protegidos por la fuerza de los leales a él, los fíeles frente a los infieles. Por lo general, en otras expediciones, había tenido la cautela de convocar sólo a los pueblos vecinos más próximos a los enemigos: los francos del este, turingios y suabos para marchar contra los sajones, los aquitanos y provenzales para combatir a los moros de España. Traer tropas de tierras más alejadas en una única campaña de verano resultaba difícil y, además, los guerreros vecinos mostraban naturalmente un mayor interés por ensanchar sus propias fronteras.
Ahora, los vecinos de los sajones se alzaban en rebelión y el monarca no se atrevía a traer fuerzas de las guarniciones en Bretaña, Aquitania o Baviera para aumentar el número de sus propias tropas. Dejar desprotegida una frontera en aquellos momentos sería una invitación a una nueva invasión, y en la línea fronteriza más delicada, la bávara, tal invasión estaba siendo ultimada mientras Tasilón y el khagan ávaro eran testigos de su derrota en Sajonia. En Italia, donde Adriano le había alabado como a un segundo Constantino, el franco tenía a un puñado de condes con su escolta armada como fuerza simbólica. Así pues, sólo podía servirse de los escasos millares de hombres venidos de las granjas y tierras de labor de la ribera del Rin; es decir, de los supervivientes del Süntal.
Y estos renanos andaban con el ánimo bajo, convencidos de que el invisible Widukindo se imponía al rey franco gracias a un poder mágico. Fieles consejeros como Adalardo proclamaron que la maldición de Carlomagno eran dos mujeres: su esposa, Fastrada, y la reina bávara, hermana de la difunta Désirée. Largos años después, la infausta lombarda iba a tener su venganza.
Si Carlomagno era asesinado y la brillante hegemonía de los francos se quebraba, la Europa occidental volvería a ser lo que había sido durante el siglo anterior: un torbellino de grupos tribales en permanente pie de guerra. La nueva frontera de las iglesias desaparecería entre llamas.
Nadie comprendía aquello mejor que el preocupado rey de los francos, quien no se hacía ilusiones respecto a su propia capacidad o a la extensión del peligro que le acechaba.
Así pues, con desesperanza en el corazón, Carlomagno actuó con la osadía de un gran rey. Desde el momento en que cobró conciencia de la crisis, abandonó todos sus viejos planes y costumbres y apareció en persona entre los sajones con su familia, prosiguiendo la batalla sin tregua, tanto en verano como durante el invierno. Marchó sobre Sajonia como si fuera a la victoria definitiva, reconstruyendo las iglesias de Eresburgo y restaurando las viviendas de Paderborn. Al mismo tiempo, envió correos al centro de noticias de Roma con informes de conquistas y una orden urgente al fugitivo Willehado para que regresara a su misión sajona.
Willehado encontró la empalizada y las chozas de la ciudad fronteriza llenas de actividad por la presencia de Carlomagno y abarrotadas de monjes que cantaban tedéum mientras trabajaban. Era como si el propio rey hubiera adoptado el papel de misionero. El celo de Willehado se enardeció otra vez.
—¿Dónde tenías pensado construir tu nueva iglesia? —preguntó su señor.
Willehado recordó el viaje a la costa cubierta de bruma y respondió:
—Más allá del Weser. Pero eso no es posible ahora —añadió.
—Dentro de un año, la edificaremos ahí, más allá del Weser.
En lugar de enviar a sus paladines a la guerra, Carlomagno tomó el mando personalmente, con su estandarte. Sorprendido con una pequeña fuerza en las alturas boscosas de Teotoburgo, no intentó la retirada sino que condujo a sus jinetes al ataque. Aunque inexperto en la batalla, su presencia parece que dio una renovada firmeza a los indecisos francos, y los sajones fueron expulsados de sus alturas. Otro combate parecido tuvo lugar en una cañada llamada el Camino Estrecho. También aquí los sajones intentaron retirarse y recibieron un castigo terrible en su huida. Carlomagno no volvería a dirigir una batalla cuerpo a cuerpo el resto de su vida.
Sobrevivió. Durante el duro invierno envió desde Eresburgo pequeños destacamentos montados que recorrían los caminos y saqueaban las reservas de alimentos de las aldeas. Fue un año de hambre y las provisiones de Sajonia resultaron insuficientes. Entonces ordenó que se transportaran carretas de grano y se condujeran rebaños de ganado desde el Rin para sus guarniciones. Para demostrar la confianza que sentía, envió a su hijo Carlos, de doce años, en una de las batidas de su ejército.
Los valles inundados le impidieron pasar la frontera del Weser; dejó allí a Carlos al mando y dio un rodeo hacia el este a través del Harz para alcanzar las llanuras septentrionales, cruzando ríos crecidos con sus huestes entre cánticos de alabanza al Señor. Estas rápidas incursiones por sorpresa produjeron la impresión de que habían penetrado en los bosques sajones unas fuerzas muy numerosas.
Obligando a los caballos a vadear a nado ríos de aguas bravas y arrastrando carretas a través de cenagales inundados, alcanzó la otra ribera del Weser y forzó a retirarse a concentraciones de eslavos, diciendo a sus seguidores que los sajones debían ser protegidos de aquellos paganos adoradores de demonios. (El ejército que había perdido en el Süntal se dirigía, precisamente, a llevar a cabo esta misión).
«Nuestro muy glorioso rey —explicaba Keroldo a sus compañeros de mesa— llegó una vez a un río de tal corriente que el caballo se negó a avanzar. Y juro por Dios que nuestro rey gigante, más alto y eminente que Atlas, el que sostiene el cielo sobre sus hombros, saltó de la silla y cruzó a nado la corriente, arrastrando tras él su montura de guerra».
Tales historias corrían de boca en boca, aumentadas, y alcanzaron todas las aldeas sajonas. Carlomagno estimuló tales profecías de victoria. Existe una leyenda según la cual incorporó a su guardia personal a dos guerreros sajones de noble cuna. Al cabo de un tiempo, advirtió que los dos feroces guerreros se aburrían montando guardia a la entrada de su pabellón y se arriesgó a pedirles que le sirvieran dentro de la tienda, si lo preferían. Los dos hombres le habían prometido fidelidad y respondieron que le obedecerían.
Después de servirle durante aquella velada, trayéndole sus cartas, velas y vino, los dos guerreros dejaron la tienda y se lanzaron a la carga contra el campamento instalado más allá de la tienda del monarca. Allí, desenvainaron la espada y descargaron golpes a diestro y siniestro hasta morir junto a quienes cayeron bajo sus hojas. De este modo, los sajones lavaron con sangre la infamia de haber actuado como criados.
Sucesos como éste, sucediera o no así en realidad, son típicos de la tensión de esos tiempos en que Carlomagno intentaba apartar a los hombres de sus viejas tradiciones.
Finalmente lo conseguiría, aunque las crónicas no explican cómo. Los sajones ya habían sido rechazados a las extensiones boscosas en otras ocasiones, pero esta vez los francos tenían comida para darles. Sin embargo, da la impresión de que, con su presencia entre ellos, Carlomagno se ganó no sólo su temor, sino también su admiración. La raza guerrera necesitaba respetar a un líder para aceptar someterse a él. El gran franco que cazaba en sus bosques y saqueaba sus valles, decretando la libertad y la esclavitud a su albedrío, era evidentemente una figura muy distinta a la del señor del Rin que había redactado el Edicto para las tierras sajonas. Igual de evidente resultó el hecho de que el caudillo sajón, Widukindo, se había mantenido demasiado tiempo oculto entre los daneses. Widukindo había fracasado esta vez en sus intentos de engatusar o engañar al inflexible rey de los francos y señor de los lombardos.
Entonces, Carlomagno puso en escena uno de sus espectáculos con fines persuasivos. Increíblemente, celebró su asamblea de primavera en la reconstruida Paderborn e invitó a los caudillos sajones a compartir vino, carne y canciones, como si hubiera mantenido el poder allí en todo momento. En esta reunión de jefes guerreros no predicó ningún misionero y los famélicos sajones se atiborraron de comida.
Tras el festín, Carlos les explicó un hecho muy sencillo: el conflicto había terminado. Sólo les formuló una petición: que Widukindo y Abión fueran llevados a su presencia, para ser bautizados.
Esta vez, los jefes sajones mandaron a buscar a su caudillo. Desde su refugio más allá del Elba, el Sachsenführer exigió que los francos enviaran rehenes para garantizar su seguridad. Carlomagno cumplió con la exigencia y Widukindo y Abión, que habían perdido la confianza de su pueblo, se presentaron entre las tropas francas sin escolta. Un missus llamado Alwino les condujo hasta el pequeño río Attigny.
«Y allí fueron bautizados los citados Widukindo y Abión, junto con sus compañeros; y así quedó sometida toda Sajonia», cuentan los anales.
Carlomagno sacó el máximo provecho de esta ceremonia. Actuando personalmente como padrino, presidió el bautismo e impuso a Widukindo un nombre cristiano, además de ofrecerle oro y ropas bordadas como regalos bautismales. Con gran satisfacción y regocijo, agasajó a los líderes de la rebelión, que se había prolongado durante seis años, y les dio una escolta de honor hasta llegar al camino que les devolvería a su retiro.
Con esto, el franco destruyó cualquier poder del astuto westfaliano sobre su pueblo. Después de humillarse ante el franco, Widukindo no pudo convencer nunca más a otro sajón para que desenvainara la espada contra Carlomagno y cayó en tal deshonor que ni siquiera quedó apenas constancia de su muerte.
En Roma, Adriano ordenó tres días de oraciones y acciones de gracias por la victoria.
Sometida la raza sajona y con una catedral alta hasta las copas de los árboles en Eresburgo, Carlomagno volvió la atención a «la conspiración de los condes y nobles turingios», según la llaman las crónicas. El rey no perdió un instante en conducir sus veteranas tropas a través de las llanuras de Hesse y sus jinetes ocuparon los caminos de las colinas de Turingia.
Los cabecillas de la conspiración no pudieron hacer frente a aquella fuerza y huyeron a buscar refugio en la abadía de Fulda. Después de arrasar las tierras de esos nobles, el rey acordó con el abad de Fulda que éste enviara a los nobles proscritos a defender su causa ante él en el palacio de Worms.
Las alegaciones de los conspiradores pueden resultar sorprendentes para nuestra mentalidad moderna. En sus testimonios expusieron detalladamente la verdad: que habían acordado matar al rey y, en cualquier caso, unirse a los sajones rebeldes. (Fastrada se había ocupado con diligencia de presentar ante su señor las pruebas de la traición).
«Si mis camaradas y cómplices hubieran llevado a cabo mi plan —declaró el Graf Hardrad—, no habrías vuelto a cruzar el Rin con vida».
Después de escuchar sus sinceras palabras, Carlomagno les otorgó su gracia. Todos los conspiradores fueron sentenciados a viajar bajo escolta hasta la tumba de san Pedro o a otros santuarios célebres, para jurar allí fidelidad a él y a sus hijos.
La notable moderación de Carlomagno en esta sentencia debió de seguir algún impulso innato. Su salud y su poder físico solían hacerle dulce en el trato con el débil o el desgraciado. Su crueldad, como en el episodio de Verden, brotaba de la ira. Aunque no se hacía falsas ideas acerca de su cuna, a aquellas alturas de su vida había asumido todos los atributos de los primeros reyes merovingios. Éstos habían sido monarcas absolutos, por voluntad de Dios, sobre toda su raza y sus súbditos. Habían sido jueces supremos, intérpretes de la voluntad de Dios. Habían sido, en una palabra, sagrados, tanto en autoridad como en persona.
Ahora, cuando se dirigían al monarca de los francos con los títulos de «Su Clemencia» o «Su Seguridad», sus súbditos no pronunciaban frases vacías. En la clemencia de su monarca se asentaba la seguridad de todos.
Además, gracias a una prolongada y dura experiencia, Carlomagno estaba convirtiéndose en el maquinador más astuto de su tiempo. Al cristianizar y recompensar a su más peligroso antagonista, Widukindo, el rey obtuvo mucho más de lo que habría conseguido con la campaña más sangrienta. Un Widukindo muerto espada en mano durante una batalla se habría convertido en un héroe de leyenda, lo bastante espléndido como para inspirar a futuras generaciones de sajones embotados y soñadores a seguir su ejemplo. De hecho, Widukindo se convertiría, efectivamente, en una especie de leyenda. Se puede leer en algunos textos cómo este caudillo guerrero, a modo de un Guillermo Tell, dedicó su vida a la libertad de su pueblo, lo cual está lejos de ser la verdad. Sin embargo, durante la época en que se desarrollaron los hechos, Carlomagno procuró ingeniárselas para liberarse del peligro de tal leyenda. Por desgracia, no previo el peligro que procedería de sus propios misioneros. Cuando Alcuino le advirtió del riesgo, ya era demasiado tarde.
Ni con la pacificación de los turingios consiguió el rey aplacar a Fastrada. No se ha podido aclarar qué sucedió, pero la reina consiguió sin ninguna duda su venganza personal. Los anales dicen: «Sólo tres turingios perdieron la vida; se resistieron a la detención con sus espadas y fueron abatidos después de que matasen a varios hombres». Peor les fue a los penitentes que peregrinaban a los santuarios: algunos fueron secuestrados en el camino y dejados ciegos, mientras que otros se encontraron exiliados de su tierra, con sus propiedades confiscadas por el rey y su reina. El lacónico registro afirma que esto se debió «al orgullo y la crueldad de Fastrada, la reina».
Mientras, Carlomagno pudo enviar parte de sus fuerzas a Audulfo, guardián de la Marca Bretona (como lo había sido Roldán). Aquel mismo año de 786, los francos invadieron la península de Bretaña y volvieron a someter a los rebeldes, exigiéndoles de nuevo promesa de fidelidad y pago de impuestos. Dice la leyenda que aquellos mismos bretones habían emigrado de la isla de Britania para escapar a los bárbaros, y que aún tomaban a mal la autoridad. En la costa, más allá de la boca del Rin, los frisones cristianos sometieron a todos los que se habían vuelto paganos. De este modo, Carlomagno recuperó el control de sus tierras fronterizas occidentales. Sin embargo, el monarca había escapado de la catástrofe en los bosques sajones por muy poco, y había salvado la vida por un estrecho margen.
Mientras se aprestaba a desplazarse a su comprometido frente oriental, Carlomagno retomó con energía las enseñanzas de Alcuino en los palacios del Rin. Allí, otro amigo suyo, el añorante Pablo Diácono, le pidió permiso para retirarse a la paz de su Montecassino «bajo el amado techo de Benedicto». Carlomagno dejó marchar a regañadientes al erudito lombardo, con dos condiciones. Primera, Pablo tenía que escribir un libro de homilías, mensajes de los Padres para todos los días del año; segunda, llevaría ciertos mensajes del rey a sus amigos, los duques de Benevento. Pues Carlomagno proyectaba utilizarles, así como a Adriano, en su aventura hacia el este.
Al propio tiempo, la primera aventura política del dulce Alcuino fracasó inesperadamente cuando se opuso a uno de los prejuicios personales de Carlomagno. Para entonces, Alcuino se había convertido en mentor de todo el reino franco, donde repartía, como declara una de sus cartas, «la miel de las Sagradas Escrituras, el vino viejo de los clásicos, la fruta de la gramática y el esplendor deslumbrante de los astros».
Su entusiasmo complacía al rey, siempre tan activo. Durante sus noches en Eresburgo, «David» había progresado en astronomía hasta la comprensión de los eclipses según los explicaba Alcuino (quien había revisado la rudimentaria ciencia de Plinio el Joven). Después de seguir mentalmente el curso del Sol y de la Luna a través de los signos del zodiaco —los Gemelos, el Arquero y demás—, Carlomagno mostró de nuevo su insatisfacción con los nombres que les habían atribuido los desaparecidos clásicos.
La Osa que giraba en torno a la inmóvil estrella del Norte difícilmente recordaba los osos que él cazaba. La constelación parecía mucho más un Carro, con la lanza apuntando hacia la estrella guía. Así pues, decidió imponerle este nombre.
Sin embargo, el principal reajuste científico de Carlomagno fue la denominación de los vientos. Poetas como Virgilio hablaban sólo de cuatro vientos, y equivocadamente. Tal vez en Roma el viento del oeste fuera el «dulce Céfiro» pero allí, en el Rin, era un ventarrón arrasador que soplaba del mar. Además, ¿cómo podía haber sólo cuatro vientos, cuando éstos llegaban de todas direcciones (o, al menos, de doce de ellas)? Si los vientos procedían de los cielos y éstos estaban divididos en las doce zonas del zodiaco, tenía que haber el mismo número de vientos. Siguiendo este razonamiento, Carlomagno les puso nombre metódicamente: nordroni-nordostroni, ostnordroni-ostroni (norte-noroeste, oeste-noroeste), etcétera, hasta completar el círculo del cielo. (Siete siglos después, los flamencos de la costa aún utilizaban los nombres de los vientos carolingios y, más tarde aún, los navegantes que zarpaban para cruzar los océanos emplearon estos nombres en las cajas que contenían la reciente invención de la brújula).
De aquellas interesantísimas observaciones del cielo, la ávida curiosidad de Carlomagno le llevó, como es lógico, a interesarse por la Tierra. Sin duda, Homero, el rapsoda popular vagabundo y ciego, había descrito la Tierra tal como la imaginaba y Virgilio, el poeta imperial, había hablado mucho sobre el mar Interior y sus islas. Pero Virgilio, que parecía entender bastante de agricultura, siempre terminaba por alabar a los romanos. Seguramente, para recompensarle por ello, el emperador Augusto debió de regalarle brazaletes y cuernos de oro para beber. En cualquier caso, los romanos estaban tan muertos y desaparecidos como sus acueductos, cuyas ruinas inútiles corrían paralelas a las calzadas. La llegada de Jesucristo, el verdadero Hijo de Dios, había transformado su mundo en otra cosa distinta.
La realidad de aquella Tierra moderna causaba estupefacción a Carlomagno. Este sólo era capaz de comprender plenamente lo que podían palpar sus poderosas manos, lo que alcanzaban a ver sus ojos y lo que captaban sus oídos. Además, habiendo crecido en el bosque, el monarca tenía la creencia de que todas las cosas de la Tierra, todos los productos de los seis días de la Creación, tenían su utilidad. Las ramas secas del suelo producían llamas si se frotaban con energía y suministraban combustible a esas llamas, que a su vez permitían cocinar la carne de los animales muertos. El arnulfingo intentaba constantemente descubrir los usos de los productos de la tierra. Los comerciantes africanos le aseguraron que incluso los fabulosos elefantes gigantescos eran utilizados para arrancar árboles y para derribar muros de piedra, y Carlomagno suspiró por tener una de tales bestias para abrir un camino a través del bosque.
Pero ¿qué era África? Alcuino aún podía decirle menos sobre la forma de la Tierra que sobre la bóveda celeste, y ello exasperaba al monarca. Los libros de Alcuino sostenían que África había sido poblada por uno de los hijos de Noé y que había sido el granero de Roma y el hogar del excelso sabio Agustín. Pero nada se decía de su forma, excepto que la vida humana no existía más allá del calor abrasador del desierto salvo a lo largo del Nilo, que debía fluir desde el monte del Paraíso en algún lugar del este, donde el sol se alzaba cada día de su húmeda cama en el océano.
En cierta ocasión, Carlomagno había visto una representación de las tierras creadas, pintada en una pared del palacio de Letrán. Adriano la denominaba mappa mundi, o mantel del mundo, nombre que no tenía sentido para el franco aunque el sabio pastor de Roma le había explicado que Cosmas, el famoso cosmógrafo, había demostrado según las Sagradas Escrituras que la Tierra tenía la forma de una mesa, con Jerusalén en el centro.
Sin embargo, Carlomagno recordaba con claridad que el mapa lateranense revelaba la inmensidad de la Tierra, que se extendía hasta los territorios de Etiopía, más allá de las costas africanas, y hasta Babilonia, o Bagdad, y las tierras de los persas en el extremo oriental. Aparentemente, el propio franco y su reino quedaban cerca del extremo septentrional, donde la niebla cubría el mar de los normandos, u hombres del norte. Más allá de estas costas se extendía el frío de los hielos eternos bajo la estrella del Norte.
Así como Carlomagno soñaba con un elefante capaz de abrir caminos, anhelaba tener un mapa como el de Letrán en una de sus paredes, tal vez en Ingelheim, la residencia favorita de Fastrada. También daba vueltas a la idea de que, de poseer una nave dragón como la que había visto esperando vacía entre la niebla, podría viajar al norte del Rin por los caminos abiertos del mar… siempre que consiguiera arreglar una tregua con los nórdicos y los árabes, cuyas flotas recorrían los mares abordando y saqueando a todas las demás embarcaciones. El rey no pudo resistir la tentación de explicar a sus hijos su sueño de que un día harían un viaje a Jerusalén con los paladines y guerreros en grandes naves.
—Habitaremos allí, en Sión —apuntó—, y contemplaremos la cueva en la que tuvo su cuna el Señor, en Belén, y entonces tendremos la paz y no habrá que hacer nuevos viajes.
Sus hijos, salvo tal vez la sonriente Berta, que solía guardar sus pensamientos para sí, dieron por hecho que Carlomagno les conduciría donde decía.
Fue Berta, aunque no por culpa suya, quien desencadenó la cólera de Carlomagno contra Alcuino. Este maestro del saber nunca llegó a considerar aquellas tierras francas como su hogar y mostró un creciente interés por visitar de nuevo las bibliotecas de York y de Lindisfarne, de donde en cierta ocasión había tomado prestados los mejores misales ilustrados para que fueran copiados con destino a la biblioteca de Carlomagno. Alcuino sugirió que tal vez pudiera encontrar algún mapa al otro lado del canal, pintado por los eruditos irlandeses, pero, pese a ello, el rey se negó a conceder a su tutor el permiso para marcharse.
No obstante, el diligente Alcuino mantuvo correspondencia con Offa, rey de Mercia, el más notable de los numerosos reyes bárbaros de la Britania anglosajona. Alcuino ensalzó ante Offa la generosidad y el poder de su rey David, intentando unir a sus dos señores en camaradería, si no en alianza. Desde las costas británicas llegaban, remontando los ríos francos —cuando los comerciantes conseguían esquivar las viajeras naves nórdicas—, útiles exportaciones de lana, pescado seco y enjoyadas tapas para los libros sagrados.
Sucedió entonces que Offa accedió a emparentarse con el rey franco por matrimonio. Pero cuando el lejano señor de Mercia sugirió que Berta fuera prometida a uno de sus hijos, Carlomagno exclamó malhumorado que la muchacha era demasiado joven para entregarla en matrimonio y que, en todo caso, no debía ser prometida a un bárbaro.
—Pero la pequeña paloma debe casarse —protestó Alcuino—. ¿Acaso no ha sido educada para ello?
Inexplicablemente, esta simple pregunta desencadenó la cólera de su señor. Carlomagno le instó a ocuparse de la mente de las muchachas y no volver a mencionar sus matrimonios. En adelante, no se permitió que tocaran tierra en las costas dominadas por Carlomagno las naves de los pescadores y comerciantes de lana británicos. Al propio tiempo, el rey apartó al eunuco Elisha, el bizantino, de su hija Rotruda, bajo la afirmación de que la embrutecida corte de Constantinopla había desdeñado a su hija, de lo cual no existe seguridad.
Alcuino no volvió a hablar del tema, considerando que la cólera de su señor era un malhumor pasajero. Sin embargo, demostró ser una actitud premeditada y consciente de Carlomagno, quien se complacía en escuchar las voces cantarínas de las muchachas y en contemplar sus esbeltas siluetas cabalgando sin dificultad tras él en sus viajes. El rey no estaba dispuesto a renunciar a esos goces y, poniendo una excusa tras otra, continuó oponiéndose a que se casaran, aunque tanto Rotruda como Berta estaban ya en edad de experimentar el abrazo de un hombre.
Fuera porque le alegraban en sus preocupaciones, o porque Fastrada expresaba su disgusto por las hijas de Hildegarda, Carlomagno man tuvo a las muchachas aún más cerca de él, hasta el punto de que empezó a correr la voz de que miraba a sus hijas con ojos incestuosos.
Entre los paladines, Angilberto, al menos, se convirtió en campeón de una de ellas, Berta. Como tutor de la muchacha, Angilberto podía pasear a solas con ella; igual que le había sucedido con la madre, aquel amante de la poesía suspiraba por la hermosa y alegre joven.
—Es una paloma —asintió Alcuino, hablando de ella con el paladín—, pero una paloma coronada.
—No —replicó Angilberto—. Por orden del rey, Berta no ceñirá nunca una corona. Para complacerle, será una canción, una visión gozosa, una paloma enjaulada.
Angilberto no pudo expresarse abiertamente ante el señor de los francos, como había hecho Adalardo tantos años antes, ni fue capaz de seguir enseñando de buen grado a la muchacha a extraer melodías de las cuerdas del arpa o a cantar laudes con voz airosa. Profundamente enamorado y siendo ella la mayor de las dos, Angilberto la imaginó condenada sin piedad a la virginidad, como su tía Gisela, y a la servidumbre como su dulce madre, Hildegarda.
Berta, en cambio, no tenía tales presentimientos. Le hacía muecas de burla, bailaba hacia atrás por el sendero delante de él y, cuando le veía mantener su silencio taciturno, preguntaba con dulzura:
—¿Qué te aflige, amigo?
Después, le abrazaba con toda la fuerza de sus jóvenes brazos.
Años después, cuando Carlomagno pidió a su capellán palatino que describiera con versos a Berta, Angilberto escribió: «Brilla como una flor entre el círculo de sus doncellas. En la música de su voz, en la luz de su rostro, en el orgullo de su andar, refleja la imagen de su real padre».
Carlomagno se mostró muy satisfecho con los versos.