IV. Roncesvalles

Durante el periodo de inactividad invernal, entre Navidad y Pascua, el consejo de los francos planificó la campaña del verano siguiente. Para entonces, los ancianos condes Bernardo y Thierry y el envejecido Fulrado apenas intervenían en las decisiones, sino que escuchaban a Carlos. No era tanto que él insistiese en hacer las cosas a su manera, como que nadie podía contener su entusiasmo.

Aquel invierno, en el Rin, habló de una invasión de Hispania y, aunque sus consejeros y paladines mostraran su sorpresa, tuvieron que reconocer que tenía razones para tal propuesta.

Desde hacía muchos años, apuntó Carlos, las huestes francas no visitaban la Aquitania, abundante en comida. Con el peligro sajón frenado a lo largo del Rin, quedaba la amenaza de los poderosos sarracenos al otro lado de los Pirineos. Aquella frontera llevaba una década tranquila, pero sólo debido a la guerra civil que se había desatado entre facciones musulmanas, tras la cual los omeyas habían triunfado sobre los abásidas. De aquel conflicto había emergido un líder fuerte, Abderramán, emir de Córdoba. Tarde o temprano, aquel señor guerrero atacaría a los cristianos, como en los tiempos de Carlos Martel. Era preferible adelantarse y emprender de inmediato una campaña contra él.

No sólo eso. Varios pueblos cristianos habían buscado refugio de la invasión sarracena a lo largo de los Pirineos. Aquellos vascones —gascones y vascos— y los orgullosos visigodos refugiados en las Asturias, podían ser liberados por los francos y, sin duda, se aliarían con Carlos para establecer una nueva frontera más segura al sur, a lo largo del Ebro.

Así lo expuso al consejo con convicción. Lo que no explicó fue que, de este modo, se proponía dar el primer paso en su nueva misión de encabezar un auténtico ejército cristiano contra los paganos musulmanes de Hispania.

La mayoría de los paladines estuvo de acuerdo con él. El conde Thierry tenía en las tierras del sur un hijo, Guillermo, de edad suficiente para conseguir honores en el campo de batalla; Eginardo, el senescal, esperaba conseguir en Hispania botines más sustanciosos que en Sajonia; el conde Roldán (Hrudlandus), señor de la Marca de Bretaña, se mostró impaciente por conquistar una tierra pagana.

El enorme entusiasmo de Carlos les arrastró. Se dictó orden de reunir las huestes de guerra en el sur, en las alturas de Gascuña junto al río Garona, y de hacerlo pronto, por Pascua, en lugar de en el habitual Campo de Mayo. Su impaciencia hizo que los mensajeros salieran al galope y los paladines empezaran a preparar las armas almacenadas en los arsenales. En su fuero interno, el monarca ya empezaba a ver sus tropas no como huestes de francos, borgoñones, lombardos y aquitanos, sino como el verdadero ejército de la Cristiandad.

Durante los preparativos para la expedición, el impetuoso arnulfingo se las ingenió para doblar sus horas de trabajo. Despertaba cuando aún era noche cerrada y salía a la antecámara sin terminar de vestirse, con el manto y las cintas de las piernas en la mano, para recibir a los grupos que esperaban que juzgara sus causas. Mientras desayunaba con pan y vino, escuchaba sus reclamaciones y solía atenderlas, en contra de la opinión de sus condes y obispos, que se habían acostumbrado a recaudar multas e impuestos, de los cuales se quedaban una tercera parte. Su cena se limitaba a cuatro platos, sin contar los apreciados asados proporcionados por sus cazadores, y tres cuencos de vino, Pero mientras todos los demás comían satisfechos, él hacía que el seco Pedro de Pisa le leyera en voz alta fragmentos de La ciudad de Dios, de Agustín de Hipona.

En sus reflexiones sobre la campaña que iba a emprender, a Carlos le pareció que el erudito Agustín, que había predicho el final del dominio del mundo por Roma y la instauración de La ciudad de Dios sobre la tierra para ocupar su lugar, había anunciado lo que él se proponía llevar a cabo ahora. Además, el libro reflejaba bastante bien sus pensamientos cuando exponía que «[…] los animales más fieros —y se dice que el propio hombre fue en un tiempo una fiera salvaje— envuelven a su descendencia en un círculo de paz y protección […] engendran, amamantan y crían a sus pequeños […] incluso el buitre solitario construye su nido y cuida a la madre que atiende a los polluelos».

De igual manera se dedicaba Carlos a su descendencia y a Hildegarda, que esperaba otro hijo.

«Y, así, todos los hombres buscan la paz con su propio círculo, al cual desean gobernar. Incluso cuando libran una guerra, desean apoderarse del enemigo para imponerle las leyes de su propia paz».

¿No era aquello, expresado con más palabras, casi lo mismo que Carlos pensaba? ¿No aspiraba, acaso, a convertir en suya aquella amalgama de pueblos? Y no cabía ninguna duda de que se disponía a ir a la guerra contra los sarracenos para imponerles su paz.

Por último, le pareció obra de la Providencia que aquellos dos nobles sarracenos acudieran a solicitarle ayuda contra Abderramán, a quien habían combatido. Los dos hombres se ganaron el respeto de Carlos. Sulaiman ibn Arabi, Salomón hijo del árabe, había sido persona importante en Zaragoza, la fortaleza junto al Ebro. El otro, llamado el Esclavo, tenía un porte altivo y traía presentes de incienso que agradaron a Hildegarda, y lámparas de cristal pintado, sartas de perlas y brocados con el dibujo de una extraña bestia que llamaba elefante. El Esclavo explicó que había visto uno de aquellos elefantes casi del tamaño de la capilla de Paderborn.

Sulaiman y el Esclavo tenían ciertas peculiaridades. Apartaban la vista de las mujeres francas, tanto de las feas como de las más bellas, y se retiraban con sus esclavos para rezar sin la ayuda de libros ni sacerdotes, después de realizar unas abluciones y extender una alfombrilla sobre el suelo. Sulaiman prometió por su fe que si el rey de los francos marchaba sobre Hispania, las puertas de Zaragoza se le abrirían sin resistencia.

Esto último favorecía a Carlos, quien había descubierto las ventajas de dividir al enemigo antes de avanzar contra él. En el caso de los lombardos, había creado una facción favorable a él antes de cruzar los Alpes. Incluso cuando se vio obligado a acudir a toda prisa a sofocar la rebelión de Rotgardo, tuvo la previsión de enviar antes a sus obispos, aparentemente inocuos, para que mantuvieran a los poderosos beneventanos al margen del conflicto.

En esta ocasión, sus nuevos aliados árabes le preparaban el camino en tierras hispanas. Sólo tenía que marchar sobre ellas hacia la victoria.

Iniciaron la expedición como si fueran a una fiesta. Miles de fornidos jinetes cabalgaron tras el estandarte de la cruz, pues Carlos dejó la enseña del dragón en la ribera del rápido Garona, donde Hildegarda y sus damas esperarían su regreso aquella primavera de 778. Como había hecho en los Alpes, desvió parte de su ejército hacia el collado de la Perche, en dirección a Barcelona. Junto al rey quedaron todos sus paladines y héroes renanos.

El buen tiempo permitió a Carlos apresurar la marcha hasta las alturas gasconas. Allí, la niebla matinal cubría con su velo las montañas que se divisaban en el horizonte. Hasta entonces, nunca los francos habían cruzado así la barrera que les separaba de Hispania.

Antes incluso de que se levantara el exultante Carlos, el joven noble de Toulouse, Guillermo, estaba ya ante las hileras de caballos con la vista en la niebla. Guillermo, hijo del conde guerrero Thierry, se cubría con la capa corta gascona y contemplaba el amanecer con malos presagios. En el camino de montaña que tenía ante él no se advertía la menor presencia humana.

—Están recluidos en sus casas —dijo Carlos, considerando que aquella calma era una señal favorable.

—Han abandonado sus chozas, señor rey de los francos —respondió el joven y taciturno aquitano—. Y han dispersado sus rebaños.

Las montañas despobladas, replicó Carlos, no podían causar daños a un ejército tan poderoso. Guillermo el de la hermosa Toulouse desconfiaba, porque aquellos montañeses, los vascos y los gascones, eran salvajes como cabras montesas y no ofrecían lealtad a príncipe alguno.

Al escuchar sus palabras, Carlos decidió enviar una avanzadilla de cazadores y arqueros con la orden de subir a las alturas y hacer sonar sus grandes cuernos de alarma si advertían la presencia de hombres armados, pero los cuernos permanecieron callados y el ejército franco no encontró enemigo alguno. Los soldados de Carlos atravesaron sin sobresaltos el angosto paso entre las peñas y descendieron por las laderas boscosas y la planicie navarra, cubierta de pinares, hasta llegar ante la ciudad amurallada de Pamplona, que se hallaba junto a una apacible cascada. Las puertas estaban abiertas, y los pobladores, vascos de baja estatura y tez oscura, ofrecieron en silencio grano y queso al ejército. Carlos descubrió un jardín con una piscina de mármol sobre la cual una fuente dejaba caer un chorro de agua que se desparramaba, impulsado por el viento. Aquel rincón le dejó embelesado.

Dejando Pamplona en manos de una retaguardia de francos, continuó adelante con impaciencia, siguiendo el riachuelo hasta el caudaloso Ebro, donde las velas de las barcas iban y venían entre blancas aldeas que se alzaban en las faldas de las colinas. Al campamento del ejército llegaron comerciantes berberiscos y judíos con mercancías de gran valor; estos comerciantes, habituados a las monedas de oro de los árabes, despreciaban las piezas de plata de los francos, pero Carlos ordenó a sus hombres que negociaran honradamente con los mercaderes, pues eran quienes les habían tratado mejor en aquella tierra extraña de paredes blancas y fuentes.

La fortuna, una vez más, le fue favorable. El noble árabe, Sulaiman, le presentó como rehén a un notable, comandante de un ejército del emir de Córdoba. Este notable, llamado Ta’laba, había sido derrotado y capturado por la guarnición de Zaragoza, que aguardaba la llegada de Carlos. Eso fue, al menos, lo que dijo Sulaiman.

Incluso Guillermo de Toulouse, que cabalgaba más tranquilo ahora que las montañas habían quedado atrás, consideraba merecedores de crédito a Sulaiman y al Esclavo. Por un lado, Carlos tenía como rehenes a sus hijos; por otro, los dos árabes sentían más odio hacia Abderramán que desagrado por Carlos.

—¿Cómo es que un altivo señor que ha realizado la peregrinación santa y ha cruzado el mar es llamado el Esclavo? —quiso saber el arnulfingo, siempre tan curioso.

El taciturno Guillermo rara vez sonreía como lo hizo en esta ocasión, mientras respondía:

—Porque tiene la tez rubicunda y los ojos claros como Vuestra Excelencia. En efecto, ese hombre tiene todo el aspecto de un cristiano.

—¿Y eso basta para que le apoden así?

—Sí. El sobrenombre no tiene nada de desdeñoso o vergonzoso, pues los árabes han conquistado muchas tierras cristianas.

El ejército de Carlos continuó su avance Ebro abajo hasta encontrarse con la columna procedente del paso oriental. Juntos de nuevo, los francos se sintieron seguros de sus fuerzas y, cuando avistaron las altas murallas de Zaragoza en la orilla derecha, cruzaron el río a bordo de sus embarcaciones transportables.

Las puertas de Zaragoza estaban cerradas y la ciudad se defendió contra los recién llegados. Sulaiman y el Esclavo mandaron en vano varios mensajeros para instar a la guarnición a dejar libre acceso a los francos. Las murallas de la fortaleza eran de piedra consolidada y el ejército de Carlos no contaba con maquinaria de asedio.

—Pues ahora —comentó Guillermo con acritud— parece que sienten más odio hacia nosotros que desprecio por el emir de Córdoba.

Sulaiman ibn Arabi aconsejó a Carlos que aguardara, que se abstuviera de intervenir y esperase a que la comida escaseara en la ciudad; entonces, los defensores se avendrían a un acuerdo.

Mediado el verano, los francos seguían esperando en sus tiendas, a ambas orillas del río. Sin embargo, por las noches, las barcas de pesca se deslizaban en secreto por la corriente y aprovisionaban de comida y armas a los defensores de Zaragoza, como llamaban los musulmanes a aquella antigua fortaleza romana de Caesar Augusta Los francos, en cambio, tenían que hacer incursiones por los campos para conseguir suministros.

Los encargados de tales incursiones llevaron a Carlos el rumor de que quizás había partido de Córdoba un ejército con la misión de romper el cerco de Zaragoza. A Carlos le inquietó la posibilidad de tener que librar una batalla con un río y una ciudad hostil a sus espaldas, pero sus paladines no tuvieron ninguna duda de cuál sería el resultado. El joven Roldán, conde de la Marca de Bretaña, le recordó que habían llegado hasta allí precisamente para eso: para someter a los árabes en Hispania.

Ta’laba, el jefe guerrero que tenían como rehén, sonreía al ver la expresión de desconcierto de Carlos. El antagonismo de los pobladores de la región ocultaba algo. Aquellas gentes parecían considerar a los francos como unos bárbaros que venían a conquistarles. Tal cosa no había sucedido en Italia. Roma les había acogido con alegría. Córdoba, en cambio, lejana y poderosa, no toleraría que se quedaran en sus dominios.

Carlos, meditabundo, intentó comprender lo que estaba sucediendo. El calor sofocante de la canícula cayó sobre el campamento y, poco después, le llegaron unas noticias absolutamente inesperadas. En el norte, en la distante frontera del Rin, los sajones habían atacado a los sacerdotes y se estaban dedicando al pillaje.

Su ejército había esperado demasiado junto al Ebro. No había encontrado fuerza alguna que le plantara resistencia, pero no había conseguido apoderarse de nada y, por el contrario, había agotado sus suministros. Carlos, que había acudido con tantas esperanzas, estaba perplejo.

Sulaiman continuó insistiendo en que se quedara y Zaragoza terminaría por rendirse, pero Carlos ya había perdido la fe en aquel hombre. Daba la impresión de que se había tendido una trampa a los francos y, dejándose llevar súbitamente por la suspicacia, ordenó prender con cadenas a Sulaiman y poner a sus hijos bajo custodia armada. Cuando los francos buscaron al Esclavo, no consiguieron dar con él.

Carlos dio orden de cargar las carretas de transporte e inició la retirada río arriba. Al llegar a Pamplona, ordenó derruir sus murallas sin encontrar resistencia alguna. El cautivo Ta’laba, al pasar ante la ciudad, comentó que los cristianos eran muy valientes destruyendo murallas cuando no había enemigos que les hicieran frente. El franco se dio cuenta entonces de que su larga marcha no había producido más resultado que la demolición de una fortaleza de poca importancia y la captura de unos pocos rehenes.

La gran comitiva emprendió la ascensión hacia el paso de Roncesvalles sin aspirar ya a la fama, pues los hombres sólo pensaban en volver a sus casas.

El monarca ordenó que las tropas de los otros pueblos marcharan con él en el cuerpo principal de la expedición, con Guillermo de Toulouse y sus provenzales en vanguardia. A los francos les confió la tarea de acompañar la caravana de carretas y proteger la retaguardia del ejército.

En las planicies al pie de las montañas no apareció señal de enemigo alguno. Con su estandarte y acompañado de duques y obispos, Carlos dejó atrás el calor de las tierras bajas y se adentró en las frías nieblas de la cañada. La columna casi tuvo que ponerse en fila india para pasar entre las cumbres rocosas y atravesar los tupidos bosques y, una vez superado el desfiladero, inició el descenso hasta detenerse a pernoctar al abrigo de las montañas de Gascuña.

No disponían de tiendas, pues la retaguardia del ejército no había aparecido con las carretas, pero las tropas durmieron tranquilamente al raso en la cálida noche de agosto. Era bastante habitual que los carromatos del bagaje no pudieran seguir la marcha de los jinetes.

La noche, serena y sin niebla, jamás se borraría de la memoria de Carlos. Las estrellas se apagaban ya con la llegada del alba cuando el monarca advirtió un revuelo en el campamento, como si muchos de sus jinetes se hubieran levantado más temprano que de costumbre para ocuparse de los caballos. Poco después, vio que los hombres se congregaban en torno a él, esperando, pese a que no les había convocado.

Parecía como si sus francos de la retaguardia hubieran llegado al fin con la caravana, pero le extrañó no haber oído el chirriar de las ruedas.

Y así fue como recibió la noticia de que sus jinetes francos no volverían a cabalgar a su lado. Ni uno solo de ellos seguía vivo aquel amanecer.

Aunque no se pudo localizar a ningún superviviente que relatara los detalles de la catástrofe, lo sucedido resultó bien evidente a Carlos y a su ejército cuando, aquella mañana, volvieron sobre sus pasos hacia el desfiladero de Roncesvalles.

El ataque se había producido en la parte más angosta del paso, donde los árboles ocultaban a la vista las laderas. Allí, como una serpiente despedazada, se encontraba la caravana de carromatos vacíos, volcados y aplastados bajo unos grandes peñascos arrojados desde las cumbres. El cargamento esparcido por el suelo había sido objeto de saqueo y, salvo los animales heridos que lanzaban alaridos de dolor, todos los caballos y bueyes habían sido dispersados.

Entre las carretas yacían los cuerpos desnudos de los francos, diseminados por el suelo con las heridas que les habían matado claramente visibles. A su llegada, los buitres echaron a volar abandonando su festín. Grupos de guerreros se apilaban en las hendiduras y cavernas de las rocas, donde habían resistido mientras les había quedado un soplo de vida. Unas manos invisibles les habían despojado de la ropa, llevándosela junto con las corazas y las armas.

De sus enemigos, tanto de los vivos como de los muertos, no había la menor pista. Los asaltantes habían actuado con rapidez y precisión, sin dejar otro rastro que unas manchas de sangre ya oscura y algunas huellas de pisadas.

Los ayudantes de Carlos encontraron los cadáveres de todos los paladines que habían estado al frente de la misión: los cuerpos cosidos a heridas del conde de los paladines, de Eginardo el senescal, del caballero Roldán y de los demás. El terreno en torno a cada uno de ellos revelaba a los ojos experimentados cómo había sido el combate final. Tras la sorpresa de la lluvia de rocas había llegado el asalto de los montañeses con sus armas ligeras, que había cogido desordenados a los francos mientras se afanaban entre los carros por el angosto sendero, donde los caballos de batalla sólo podían moverse con grandes dificultades. Finalmente, el reagrupamiento de los supervivientes a la llamada de los cuernos y la lucha, espalda contra espalda, de los últimos en mantenerse en pie.

Para escarnio de los afligidos guerreros del grueso de las tropas, en mitad del desfiladero había quedado un gran cuerno curvo, un olifante ribeteado en plata, arrojado por los vencedores o descartado debido a su peso.

Enfurecidos, los hombres de Carlos salieron a caballo hacia las alturas, siguiendo las huellas de los asaltantes, pero no había caminos practicables y las estrechas sendas se entrecruzaban y desaparecían en hondonadas que no parecían conducir a ninguna parte. Los oteadores encaramados a las cumbres tampoco lograron descubrir ningún movimiento en los precipicios a sus pies.

Carlos les hizo abandonar la persecución antes de que anocheciera, pues, en aquellas alturas, sus hombres no podían agruparse y la oscuridad les dejaría expuestos a un nuevo ataque. Por los rastros encontrados, los provenzales de la frontera le aseguraron que los asaltantes de Roncesvalles habían sido los vascos de la montaña.

Pero ¿por qué? ¿Qué motivo tenían los escondidos habitantes de los Pirineos para atacar la retaguardia de su ejército? Probablemente, el paso de las tropas debía de haberles convencido de que el rey franco pretendía imponerles su autoridad.

Por una cruel ironía, sus veteranos habían muerto a manos de unos cristianos a quienes Carlos se proponía liberar de los musulmanes paganos.

Más de una incógnita quedó sin respuesta en Roncesvalles. Los rehenes, los hijos de Sulaiman, habían desaparecido. No habían sido muertos con los demás. ¿Acaso los feroces vascos les habían respetado la vida, o tal vez los árabes habían participado en la emboscada para liberarles? Carlos no tenía modo de saberlo. Ordenó que se cavaran tumbas para enterrar al grueso de sus francos, mientras que los cuerpos de los nobles fueron envueltos en mantos para ser llevados a su tierra.

Cuando el obispo principal de su corte hubo pronunciado la oración fúnebre desde lo alto de un imponente peñasco, el monarca dio la orden de reemprender la marcha. No quedaba nada que transportar, salvo los cuerpos de los caballeros. A la puesta de sol, el último expedicionario dejaba atrás el desfiladero.

Exteriormente, Carlos no se mostró afectado. Reorganizó la columna para el trayecto hasta el Garona, donde esperaba Hildegarda con las mujeres. Sin embargo, el recuerdo del desfiladero dejó una profunda herida en su mente. El cuerno de alarma en el suelo, la peña pelada del responso, los cuerpos amortajados de Roldan y de los más valientes de sus francos… El rey no volvería jamás a mencionar lo sucedido. Ni volvería a pisar Aquitania en toda su vida.

Los encargados de escribir sus anales reales no hicieron mención alguna al desastre, limitándose a hablar de la toma de Pamplona y de la marcha sobre Zaragoza y el regreso como si hubiera sido un desfile triunfal. No obstante, un oscuro cronista a quien la corte y la política traían sin cuidado dejó escrito con toda franqueza: «Ese año de 778, el señor rey Carlos pasó a Hispania y allí sufrió un gran infortunio».

Generaciones más tarde, otro cronista escribió en SaintGall: «No es necesario nombrar a los muertos en Roncesvalles, pues todo el mundo los conoce».

No; el recuerdo del desastre acompañaría a Carlos toda su vida. Junto al fuego de los campamentos y a la puerta de las posadas, la historia sería contada una y otra vez. Un siglo más tarde, seguiría a los peregrinos por la ruta a los santuarios de Hispania. Con el tiempo, la pesadumbre del relato se transformó poco a poco en celebración del heroísmo y empezó a envolver la figura de Roldán una leyenda de valentía. En ella, los vascos montañeses se convirtieron en los enemigos de Carlos, los sarracenos.

Al cabo de tres siglos, la leyenda encontró su voz en la inmortal Canción de Roldán, en la que los caballeros cristianos de Carlomagno se enfrentaban a los paganos de la España musulmana. Como un eco, en la canción aún se recogía el dolor del rey.

El Carlos que regresó junto a Hildegarda, quien, mientras, había dado a luz unos gemelos, ya no era el vigoroso arnulfmgo que había lanzado la alegre llamada a las armas la Pascua anterior.

En Auxerre, se informó en detalle de la calamidad acaecida en el norte, donde, en su ausencia, los sajones recién bautizados se habían levantado a instancias de un caudillo llamado Widukindo. Las hordas sajonas habían arrasado la ribera derecha del Rin hasta el Mosela, incendiando Karlsburg («La ciudad de Carlos») sin respetar mujeres ni niños.

Carlos no dejó traslucir su decepción, pero comprendió el inmenso error que había cometido. Su impulsivo plan de conquista se había derrumbado como el castillo de arena de un niño. Su esperanza de un ejército cristiano unido había resultado una mera ilusión. ¿Cuál era la frase que había empleado el anciano Sturm? «Debido a un poder terrible». El poder de la voluntad y la palabra de Carlos sobre tantos hombres.

Desde aquel momento, el corpulento arnulfingo no volvió a llamarse a engaño. Mucho tiempo después, su biógrafo más perspicaz apuntaría: «Pues se había disciplinado para soportar y resistir todo lo que viniera, a no rendirse ante la adversidad ni confiarse a una engañosa posibilidad de fortuna en la prosperidad».

Carlos tuvo la honradez de no rechazar su responsabilidad. Y, en su cura de humildad, demostró una fuerza inesperada. Lo único que pareció no pasarle por la cabeza fue abandonar su objetivo. Aunque tardara largos años y precisara diferentes métodos, conseguiría compensar el desastre de Roncesvalles y poner remedio al fracaso en el Rin. Aunque aquellas naciones combativas no pudieran ser convertidas en un único pueblo cristiano bajo su mando, Carlos estaba dispuesto a no cejar en su empeño de conseguirlo.

En esta tragedia del año 778, el monarca mostró su grandeza de miras y una determinación infatigable.

Sus cortesanos más próximos debieron de llevarse una sorpresa cuando decidió poner en libertad a Sulaiman ibn Arabi y permitirle regresar a tierras hispanas. Lo que sucedió a continuación en tierras españolas no resultó demasiado esperanzador, pues Sulaiman fue asesinado. Poco después, el auténtico dueño de Hispania, Abderramán, se presentó en el norte con su ejército, barrió a los cristianos a lo largo de las estribaciones pirenaicas, sometió a los vascos y se dedicó al saqueo para financiar con el botín la ampliación de su mezquita de Córdoba, dejando las Asturias libres del dominio musulmán. El gran emir reclamó una cosa más de los cristianos: la liberación de su comandante cautivo, Ta’laba. Carlos accedió y el árabe fue puesto en libertad.

Abderramán, y no él, había sido el vencedor en Hispania. Carlos lo comprendió claramente, advirtiendo su error como caudillo y como rey. En sus meditaciones, llegó a la conclusión de que el rey de los francos necesitaba convertirse en otra persona distinta, más sabia. Para ello, necesitaría la ayuda de otras mentes distintas y más sabias; tendría que encontrar nuevos maestros. El impulsivo arnulfingo no pareció darse cuenta de que se trataba de una tarea casi imposible. Sencillamente, se lanzó a acometerla.

Carlos tomó otras decisiones insólitas. Las crónicas de los francos no lo mencionan, pero una historia árabe relata: «Karlo, rey de los francos y poderoso déspota de esa nación, el cual había tenido tratos hostiles con Abderramán I durante algún tiempo, terminó por entender que el emir era un hombre caballeroso y honorable. Así pues, intentó mejorar las relaciones con él ofreciéndole una tregua y una boda. Abderramán contestó favorablemente en el asunto de la tregua, mientras que de la propuesta de alianza por matrimonio no se volvió a hablar».

Por entonces, Carlos estaba interesado en mantener la paz a lo largo de los Pirineos y la tregua con Córdoba se prolongó durante diez años. Al abandonar Aquitania para no volver, encargó a Guillermo de Toulouse la tarea de conservar y fortificar la frontera y de unir a gascones y provenzales en un ejército a su mando. Este fue el encargo que dio al joven que menos había tenido que ver con el desastre de Roncesvalles.

Acto seguido, en una decisión muy en su estilo, el monarca otorgó a la Aquitania —donde había realizado su primera incursión bélica— la condición de nación independiente. En su siguiente visita a Roma, llevó consigo al pequeño de tres años superviviente de los mellizos nacidos junto al Garona, en tierras meridionales. El niño, bautizado con el nombre de Luis (Hludovic), recibió el título de rey de Aquitania y se le adjudicó un destino aún más extraño.

El chiquillo sería educado en la corte de Toulouse para aprender la lengua del sur y las costumbres aquitanas, de modo que con el tiempo estuviera en condiciones de gobernar a sus súbditos.

De este modo, el rey empezó a expiar la desgracia que había causado en tierras hispanas. Carlos nunca rehuía sus responsabilidades ante los fracasos y calamidades.

Aquel año, cabalgó hacia el norte para topar con un nuevo infortunio. Hildegarda no cesaba en sus lamentaciones porque uno de los gemelos se le había ido a presencia de Dios a tan corta edad. La reina había idolatrado a los dos pequeños, que se parecían como dos gotas de agua, y aunque Carlos creía que la menuda Hildegarda terminaría consolándose con el superviviente, la mujer no dejaba de llorar la muerte del otro, de modo que no le quedaba energía para ofrecer consuelo a las mujeres de las mansiones y de las villas que lloraban a sus héroes perdidos en Roncesvalles.

A continuación, una sequía agostó las tierras de cultivo; incluso en los bosques, las corrientes de agua se convirtieron en charcas enfangadas. Al menguar las cosechas, las familias campesinas, en su ignorancia, dieron cuenta del grano destinado a la siembra y sacrificaron el ganado para proveerse de carne durante el invierno. En una ocasión, el cortejo real se detuvo a pasar la noche en el palacio de un obispo, donde se había limpiado apresuradamente la suciedad del patio y la mugre del salón para recibir al monarca. Este había imaginado que podría saborear un buen venado asado o, al menos, un pescado a la parrilla sacado de algún riachuelo, pero en la mesa no apareció pieza de caza o pescado alguno. Los hermanos legos sólo pudieron ofrecerle unas fuentes de un queso oscuro, de una clase desconocida para Carlos.

Indeciso, el rey separó con el cuchillo la oscura corteza para llegar a la masa blanca que había debajo. Detrás del asiento de honor de Carlos se hallaba su anfitrión, el obispo, nervioso como un criado.

—Señor rey —murmuró el hombre—, ¿por qué quitáis eso? Os aseguro que es la mejor parte de este queso.

A regañadientes, Carlos masticó la corteza que había separado y exclamó que, en efecto, pasaba por la garganta como pura mantequilla. ¿Tenía el obispo más reservas de aquel espléndido manjar? Al enterarse de que su anfitrión guardaba varios toneles llenos de quesos, Carlos ordenó que cargaran dos carretas con ellos, para llevarlas consigo en su recorrido.

Hildegarda le aseguró que las mujeres de las aldeas se dedicaban a recoger las bellotas que deberían haberse comido los cerdos, pues a la sequía seguiría la hambruna. Carlos envió a sus mensajeros, sus missi, a las abadías y mansiones con la orden de que repartieran grano, semillas y queso de sus reservas a las familias de los guerreros muertos, a las viudas, los huérfanos y los pobres. Todos estos últimos quedaban, por la providencia divina, a cargo especial del rey.

Sin embargo, no tenía modo de saber si sus órdenes eran obedecidas allí donde no alcanzaba su presencia. Inexorablemente, el hambre atenazó las tierras. En el reino, a diferencia de Hispania, no existían caravanas de comerciantes que transportaran a las regiones hambrientas lo que otras podían suministrar. Cuando hizo un alto en el camino polvoriento para visitar la tumba de Pipino en la gris iglesia de Saint-Denis, Eulrado le dijo que la hambruna había sido enviada por el Señor, encolerizado por su pecaminosa dedicación a la guerra.

Esa noche, después de que el gruñón Pedro de Pisa le hubiera leído pasajes de las penalidades de los troyanos tras el incendio de su ciudad, permaneció despierto, meditando a la luz de las velas. Carlos no solía conciliar el sueño hasta avanzada la noche y, por lo general, despertaba muy inquieto antes del alba. Para ocupar las horas de soledad mientras sus criados dormían tras la cortina, había adoptado la costumbre de dedicarse a estudiar, tomando como libro de texto el ejemplar de los Evangelios que le había pedido a Adriano.

Como estaba a solas, utilizó el dedo para seguir las letras, escritas sin separación entre las palabras con la florida caligrafía romana. Acercando los folios a la luz, buscó un comentario del apóstol Pablo que le había gustado. Encontró la pequeña marca que había hecho al margen y repitió en silencio las palabras en latín, tratando de interpretar su significado: «Pero Dios ha escogido las cosas simples del mundo».

Carlos no terminaba de comprender aquella frase, pero imaginaba que se refería a que Cristo había preferido a los animales más humildes, montando asnos, contemplando palomas y cuidando ovejas. Ninguno de tales animales tenía la astucia y la inteligencia que mostraba, por ejemplo, un zorro que construía su madriguera…

Mientras se esforzaba por imaginar al Señor ocupado en simplezas, llegó al convencimiento de que las propias palabras, por bien leídas y pronunciadas que fueran, significaban poco a menos que se tuviera la clave de su sentido. Aquella noche, Carlos se hartó definitivamente de las reiteradas quejas de Fulrado, cuya visión de las cosas no alcanzaba más allá de su monasterio, y del charlatán Pedro de Pisa, que encadenaba las palabras como las cuentas de plata de un collar.

La reacción de Carlos ante sus errores y ante las calamidades que habían seguido a éstos fue decidir que debía tener otros maestros mejores. Durante la hambruna, empezó a buscar a aquellos sabios que supieran explicar el significado de las cosas.

Sin embargo, tales hombres ilustrados no fueron fáciles de encontrar. El viejo Sturm sentía cercana la muerte y se había retirado a Fulda, de donde se habían mandado traer los restos de Bonifacio como medida de seguridad durante el alzamiento sajón. Fulrado, aunque bastante vigoroso todavía, pensaba menos en sus deberes de archicapellán que en la expiación de sus pecados y la gloria de su nombre. Del resto de los clérigos, Carlos esperaba poco y se lamentaba de que la vaciedad de sus mentes sólo fuera igualada por la pereza de sus cuerpos. En cierta ocasión, durante el rezo de las vísperas en una capilla dedicada a la Virgen, se fijó en un extraño monje que arqueaba el cuello y movía los labios con la boca abierta, fingiendo cantar unas palabras que no lograba recordar correctamente. Carlos, que hacía esfuerzos por contener su voz chillona en los cánticos, observó que los demás monjes se daban codazos y sonreían, mofándose de su estúpido hermano. Tras el último in saecula saeculorum amen, Carlos se plantó ante los burladores y les recriminó ferozmente, alabando al sonrojado monje por su esfuerzo en llevar a cabo su tarea.

A continuación, Hildegarda se presentó ante él e hincó la rodilla como hacía siempre que esperaba conseguir alguna cosa de él. Esta vez se había enterado de que Carlos buscaba a un nuevo arzobispo para impartir enseñanzas y venía a pedir de su generosidad que concediera el puesto a un pobre clérigo joven que la había servido con fidelidad. Carlos no intentó entonces explicarle que buscaba a un maestro para sí mismo, pero concedió un obispado al protegido de Hildegarda.

Al propio tiempo, se dio cuenta de que su esposa estaba cambiando. En primer lugar, había dejado de comportarse maternalmente con el pequeño Pipino, el jorobado. Hildegarda parecía despreciar al hijo tullido de otra mujer y sólo tenía palabras de alabanza para sus propios hijos, tres varones y dos niñas, a quienes educaba concienzudamente Pedro de Pisa en la escuela de palacio. A menudo, Carlos encontraba tiempo para sentarse con sus reales hijos durante las lecciones de gramática y retórica y, al verles, pensaba que aprendían menos que los jóvenes comunes de la escuela de palacio porque se esforzaban menos. Hildegarda, sin embargo, se echaba a llorar ante sus estallidos de ira.

—Señora y amada mía —le aseguraba él—, estos hijos nuestros sólo tienen interés por la caza de conejos o por las guirnaldas de margaritas entretejidas, según el caso. Los muchachos menos nobles, en cambio, atienden y aprenden porque su pan y su plata dependen de sus conocimientos.

—¡No! Carlos y Carlomán y Luis y Rotruda y Gisela son diligentes y dóciles, pero te tienen miedo. Esperas demasiado de ellos. Además, tu modo de vida les hace estar todo el tiempo del salón al Hof. ¿Cuándo han podido pasar dos Navidades seguidas en el mismo lugar?

—En Worms.

Entonces Hildegarda, a quien nada contentaba en aquellos días difíciles, le suplicaba con renovadas lágrimas que abandonara sus locas correrías, como ella las llamaba, y se quedara todos los inviernos en el palacio de Worms, en Ingelheim o incluso en la Thionville, pues los pequeños necesitaban una vida más tranquila y hogareña.

Así expresaba su añoranza la reina venida de Suabia. Sin embargo, Carlos no podía satisfacerla en esto. Por un lado, su corte, cada vez más numerosa, acabaría con la cosecha y las reservas de provisiones de un solo palacio si permanecía en él toda una temporada; por otro, el rey tenía que viajar allí donde se le necesitaba. Y no quería ni oír hablar de dejar a su reina instalada en alguna parte.

«Madre de reyes», la llamó Angilberto, que tenía dotes para la poesía. Entre los dos, Hildegarda y Angilberto, hicieron ver al absorto Carlos que sus hijos reinarían algún día. Pero ¿qué gobernarían, y de qué manera lo harían? Carlos era el primer arnulfingo en quien había recaído la corona real. Esta reflexión iba a llevarle a la acción muy pronto.

Sin embargo, una cuestión vino a turbar la satisfacción que sentía por sus hijos. El mayor de ellos, el muchacho pálido y tullido, había dejado de asistir a la escuela desde que Hildegarda le retiró su afecto. Al menos, eso explicó maese Pedro al rey. Siempre que su padre se ausentaba, Pipino el Jorobado se escapaba con sus amigos, pero, por lo que Carlos pudo investigar, el tímido muchacho no salía de caza ni a nadar. Ni en el bosque ni en los salones tenía el muchacho guarida o rincón favorito que nadie conociera.

—Pipino busca un lugar y una compañía para sí —apuntó Adalardo.

Después del desastre de Roncesvalles, Carlos había llamado a su consejo a los dos jóvenes, Angilberto y Adalardo. Este último, el primo menor de Carlos que una vez se había atrevido a llamarlo adúltero, llegó de un retiro monástico en Corbie protestando de que no tenía interés por la política. Sin embargo, Carlos le convenció, como hizo con otros, de que se quedara a servirle.

Por su parte, el vivaracho Angilberto también deseaba dedicarse al servicio de la Iglesia; además, escribía buenos versos e incluso sabía griego —idioma en el que Carlos apenas sabía decir gracias—, de modo que el rey le puso el sobrenombre de Homero. Los dos jóvenes paladines emparentados con él eran de confianza y al menos uno de ellos, Angilberto, tenía cierta influencia en las reuniones de caudillos y era capaz de encontrar respuesta a los problemas más enrevesados. Con todo, Carlos se daba cuenta de que los dos jóvenes paladines serían sus ayudantes, y no los mentores que buscaba.

Ellos se daban cuenta de que el rey, con toda su lozanía, no prestaba atención a la creciente debilidad de la pálida reina, que aún tenía que seguirle de la Ceca a la Meca. Sin embargo, no se atrevieron a decirle nada a Carlos.

—No se puede cambiar a un bisonte en un buey —aseguró Angilberto a su camarada— diciéndole que se convierta en tal buey y se contente con un establo.

Los cazadores reales no se cansaban nunca de explicar cómo se había enfrentado Carlos al bisonte mortífero.

—Así como nuestro amo, a quien Dios proteja, aumenta en gordura (y os puedo asegurar que su cintura mide ya ocho palmos) —afirmaba Keroldo—, también crece en fuerza y poder. Cuando se enfada, sus ojos llamean como rubíes y sus cejas se ciernen como nubes de tormenta. ¡Qué gran terror produce esa mirada suya! Y en cuanto a la fuerza de sus manos, son capaces de doblar tres clavos de hierro a la vez. Con una sola de ellas, puede levantar del suelo a un hombre como yo, con escudo y cota de malla, y sentarlo a la silla de un caballo.

Y sucedió entonces que Carlos, acompañado del son jubiloso de los cuernos de sus monteros, andaba persiguiendo un venado con una jauría de perros por su reserva de las Ardenas, en la ribera del Rin, cuando se topó en mitad de la espesura con una visión deliciosa. Se trataba de una muchacha, una damisela nada tímida ni vergonzosa, dotada de una figura espléndida y una larga cabellera que acariciaba el viento, dorada y brillante como el tesoro de los nibelungos. Tirando de las riendas de su caballo, la doncella renana se apartó del camino y, al paso de Carlos, exclamó:

—¡Muy rápido cabalgas, valiente rey!

Keroldo informó al monarca de que la muchacha era una orgullosa doncella, Fastrada, de una familia renana de ilustre linaje cuyas tierras lindaban con el coto de caza real. Cuando, ya tarde, volvió a casa después de la batida, Carlos no encontró a Hildegarda esperándole a la puerta del castillo de Düren. La reina estaba ocupada en otros asuntos y Carlos volvió a reflexionar sobre lo mucho que había cambiado su esposa, quien ya no se parecía en nada a la muchacha que, con sus trece años y su mirada radiante, le había cautivado en la feria.

Ese año, la necesidad de vengar los ataques de los sajones retuvo al arnulfingo junto al Rin.

Aquellos paganos habían faltado al juramento de fe realizado en Paderborn, habían asesinado a los propios clérigos que les habían bautizado y habían asolado la nueva frontera de Carlos, reduciendo a la nada sus seis años de esfuerzos para conquistarles y convertirles. Como tantas veces había hecho ya, el rey franco restauró el orden en la frontera, pero, encolerizado, buscó en vano algún ejército sajón que destruir en represalia. Y como en ocasiones anteriores, sólo encontró aldeanos desarmados, dispuestos a entregar rehenes y a aceptar de nuevo el bautismo.

—¡Pueblo de perjuros y desleales! —bramó Carlos ante sus paladines, refiriéndose a los sajones.

Adalardo le dirigió una extraña mirada y comentó:

—Yo diría que les inspira el Diablo. Desde luego, algo dirige sus movimientos.

—Encontremos la fuerza que les impulsa —asintió Angilberto—, destruyámosla y entonces Vuestra Clemencia podrá alcanzar una paz duradera con esas gentes.

Carlos dio rienda suelta a su exasperación ante las palabras del clérigo poeta. ¿Qué fuerza era aquella que impulsaba a todo un pueblo —no, a muchos pueblos unidos en alianza— a morir gustosamente bajo las espadas francas, entre cánticos de alabanza a su propio valor, y apenas unos meses después les hacía someterse al castigo como animales?

—Por lo general, se trata de algún caudillo que conspira contra ti —apuntó Angilberto—. Creo que el Sachsenführer actual es ese tal Widukindo. Si es así, tenemos que encontrarle y solucionar el problema acabando con él.

—¿Cómo?

Angilberto sugirió entonces sobornar o torturar a algunos sajones para que les condujeran a aquel líder invisible, que podía ser un sacerdote pagano, un visionario o un simple intrigante.

Carlos meditó sobre el misterio de aquel Widukindo. El franco había sacrificado su orgullo para conseguir una tregua en los Pirineos, pero ni aun así conseguía pacificar el frente al otro lado del Rin. Y alrededor de sus territorios, como lobos esperando en círculo, vivían otros enemigos paganos, los daneses de la costa, los wendos, los eslavos y aquellos temibles jinetes del Este, los avaros. Como lobos acechando en la oscuridad de la noche, atemorizados por el fuego de un hombre civilizado, esperaban a que el fuego se apagara o a que el hombre se adentrara entre ellos, para atacarle en manada y quitarle la vida a mordiscos y devorar su carne. Los lobos no actuaban en grupo salvo cuando, por instinto, corrían en manada para cazar a su presa Esta vez, sin embargo, parecía como si entre ellos viviera un ser humano, Widukindo, que les indicaba cuándo atacar y cuándo esconderse en la espesura.

La sangre campesina de Carlos, que le hacía sentirse a gusto en el bosque, le permitía comprender los instintos de los animales.

Más aún. Mientras permanecía en un duermevela en mitad de la noche, volvió a encontrarse en la arboleda del Irminsul, ordenando que se derribase a hachazos el árbol gigantesco venerado como un dios. Sin embargo, en aquella mezcla de recuerdos y sueños, únicamente caía al suelo el tronco del árbol. Por encima de él sobrevivía, en cambio, algo enorme e inmortal, con los pies hundidos en la tierra y la cabeza rozando las estrellas. El dios del bosque aún seguía allí, contemplando la espesura del territorio sajón.

Cuando Carlos se sacudió de encima la manta y pidió que le trajeran una vela encendida, el sopor había desaparecido. Abrió un misal que tenía sobre la mesa y echó una ojeada a las líneas escritas simulando que rezaba un padrenuestro cuando, en realidad, buscaba en aquellas palabras que seguía con el dedo alguna profecía que le guiara. Pero no encontró en ellas explicación alguna al misterio del bosque sajón.

Una tarde, Carlos salió a pie de Düren llevando consigo a algunos criados que transportaban un barril de cerveza. Aunque el terreno estaba difícil bajo el frío invernal, el grupo no siguió ningún camino sino que avanzó por una red de sendas de animales hasta una arboleda donde, a la luz de las estrellas, localizó la cabaña de los dos venerables bardos. Estos, adormilados, tomaron asiento en torno a las brasas del fuego y se quejaron de que Carlos no les llevara limosnas desde hacía años.

Sin las arpas, aquel par de poetas cantores no se diferenciaba en nada de los demás vagabundos que merodeaban por los bosques. Cuando el rey llenó sus manos de piezas de plata, los bardos dejaron de refunfuñar; cuando engulleron los primeros tragos de cerveza, se les soltó la lengua.

Carlos alabó su capacidad para profetizar acontecimientos y predecir catástrofes. Astutos, los dos viejos le miraron con aire sorprendido y no respondieron nada hasta haber dado cuenta de la cerveza. Entonces, el rey solicitó a aquellos bardos, tan buenos conocedores de los bosques, que le predijeran cuándo lograría derrotar a sus enemigos sajones. Los ancianos cataron unas chuletas y comentaron que ya habían pasado suficiente hambre. Al oírles, Carlos prometió mandarles un cuarto trasero de cerdo el día siguiente por la mañana.

Uno de los bardos apuntó que prefería la carne de venado, como su amado caudillo, el rey batallador. Este, profetizó el anciano, sometería al pueblo sajón cuando la sangre del último sacrificio humano se hubiera secado en el suelo.

Sus palabras encolerizaron a Carlos. Los paganos sacrificaban bueyes y prisioneros humanos para derramar su sangre, como si de vino se tratase, en honor de sus dioses. Por tanto, era bastante evidente que, cuando abandonaran tal costumbre, aquellas gentes ya serían cristianas y súbditos de su trono.

—Lo que me cuentas no me dice nada nuevo —respondió, pues—. Y, en ese mismo sentido, sé algo más: que los sajones no se rendirán hasta que su caudillo haya muerto. Decidme dónde puedo encontrar a Widukindo y no os pediré nada más —al ver que no contestaban, añadió—: Y os traeré el venado.

Carlos no logró determinar si sus dos interlocutores reconocían el nombre de Widukindo o si, simplemente, se ponían de acuerdo para conseguir la carne prometida. El bardo que había bebido la mayor parte de la cerveza asintió con su cabeza hirsuta y proclamó:

—Gran monarca obrador de maravillas, no encontrarás a ese enemigo tuyo en las villas ni en los salones. Me llega ahora la revelación de que darás con Widukindo lejos de aquí, donde termina la tierra y el aire se junta con las aguas del mar y todo lo demás queda oculto a tu mirada penetrante.

Al escuchar aquellas palabras sin sentido, Carlos cerró el puño con intención de golpear al astuto bardo. Sin embargo, logró frenar la mano y se echó a reír.

—Lo que no escapa a mi mirada perspicaz es el descaro con que mentís —replicó, y abandonó a los dos viejos ebrios sin la menor esperanza de encontrar un lugar donde terminara la tierra y el mar se confundiera con el cielo.

El verano siguiente, el de 780, las crónicas relatan: «Carlos, el rey, extendió su poderoso brazo por todo el territorio sajón».

Sin embargo, no fue eso lo que hizo. Su objetivo era encontrar la pista de Widukindo y, partiendo al inicio de la estación con su leva de armas, avanzó lentamente a través de la espesura, quemando casas como había hecho en otras ocasiones, matando a los cautivos o convirtiéndolos en esclavos, apoderándose de las provisiones de las aldeas y buscando la confrontación cuando alguna horda de guerreros surgía del bosque para atacar sus campamentos nocturnos o cuando máquinas ocultas lanzaban enormes jabalinas y rocas sobre su expedición.

Sin embargo, Carlos ya se había convencido de que no conseguiría someter a los sajones por la vía del terror. El y sus francos buscaban la confrontación con la esperanza de encontrar así la pista del invisible Widukindo. Carlos y sus paladines llegaron a la conclusión de que el caudillo sajón se retiraba ante su avance, buscando el refugio de sus santuarios más lejanos, fuera entre los daneses o entre las tribus más salvajes de las costas del Báltico. Sucedió, pues, que esta vez la incursión llevó a Carlos más allá de las aguas del Lippe y de las ruinas de Paderborn, cruzando la barrera del bosque de Teutoburgo hasta el cauce del Weser. Si Widukindo estaba realmente replegándose ante ellos, debía de dirigirse hacia su madriguera en la costa del Báltico.

Negándose a volver sobre sus pasos, Carlos remontó el Weser hasta el Ocker y, a continuación, cruzó éste para adentrarse en la planicie septentrional. Con ello, pisó por vez primera una tierra en la que no había estado ningún hombre civilizado. Ninguna de las legiones romanas había llegado a ver aquellos cenagales. Otro hecho le dio nuevos ánimos: el clérigo que le llevó la noticia de la muerte de Sturm era un hombre joven, un anglosajón de buena planta llamado Willehado, que había prometido continuar la misión del martirizado Bonifacio. Qué devotos y cultos misioneros, pensó Carlos, producían las islas de Britania: el propio Bonifacio y aquel erudito irlandés, Columbano. Y ahora, avanzando a pie junto al caballo de Carlos, aquel Willehado proclamaba que construiría su iglesia más allá del Weser.

Sin embargo, muchos de sus francos no poseían el espíritu animoso de Willehado y avanzaban lentamente entre las brumas de la llanura inundada, donde a menudo había que transportar en barcas la carga de las carretas.

Llegaron así a tierras de los eslavos, cuyos hombres llevaban largas trenzas y cuyos sacerdotes eran adivinos paganos. Aquellas tribus no habían prestado juramento de fidelidad a Carlos y éste no tenía cuentas pendientes con ellas. Por ello, tras tomar rehenes entre los salvajes, prohibió a sus hombres matar a nadie, cometer pillaje o forzar a las mujeres. La columna no necesitó ninguna orden para mantenerse agrupada en aquella tierra desconocida.

Carlos continuó la marcha hacia el noreste, como había proyectado. La niebla ocultaba el sol y sucedía algo extraño: durante las noches de mitad del verano, permanecía en el cielo una leve claridad. Cuando el rey despertaba y echaba una ojeada desde la entrada de su pabellón, podía ver el brillo del rocío sobre los yelmos de hierro de sus centinelas. Apenas terminaba de caer la noche, llegaba la aurora. Willehado, quien había vivido entre los frisones paganos, le contó que al norte, más allá del frío mar y de Escandía, en los confines de la tierra llamada ultima Tule, el día duraba veintidós horas a mediados del verano y la oscuridad nocturna se prolongaba durante el mismo tiempo en invierno.

Carlos no comprendía cómo podía suceder tal cosa. Le habían enseñado que ir hacia el norte era viajar «hacia las tinieblas», mientras que hacerlo hacia el sur, en dirección al mar Interior, era caminar «hacia la luz». No cabía duda de que el sol daba vueltas sobre la tierra plana allá abajo, en el sur. ¿Cómo, entonces, podía lucir aquella luz sobrenatural tan al norte?

Willehado, concentrado en predicar la palabra de Dios a los caudillos que salían al encuentro del rey franco, no le supo responder. Y tampoco aquellos bárbaros del Báltico pudieron decirle nada del invisible Widukindo. Pese a ello, continuó la marcha a través de la niebla impulsada por el viento. Por alguna razón, aquellas tierras le parecían familiares, como si en otro tiempo hubiera vivido en sus grises parajes. Adalardo le recordó entonces la leyenda según la cual, antiguamente, los francos habían tenido su hogar allí, en la costa.

Entonces, sus exploradores le condujeron ante un extraño descubrimiento. De la superficie de una ensenada pantanosa sobresalía una cabeza de dragón. Estaba tallada en la proa de madera de una nave abandonada, varada entre los carrizos tan a conciencia que apenas se distinguía el agua que tenía debajo. Quienquiera que viajara en aquella embarcación, había desaparecido.

Carlos desmontó y probó el agua. Tenía un sabor salado. Bajo sus pies, la tierra se mezclaba con el mar y recordó las palabras del bardo, que debería buscar «lejos, donde termina la tierra y el aire se junta con las aguas del mar y todo lo demás queda oculto a tu mirada penetrante». ¡Desde luego, aquella niebla le impedía ver más allá de sus narices!

¿Habría sido Widukindo quien ocupaba la nave dragón?

Desviándose hacia el este, Carlos llegó al crecido Elba. El arnulfingo sabía que aquélla era la frontera oriental de los territorios sajones. Del otro lado, en los claros de los bosques, sólo habitaban los salvajes eslavos. Así pues, condujo a sus bandas armadas Elba arriba. Aquel río se convertiría en el límite oriental de sus dominios cuando hubiera sometido a los sajones.

A finales del verano, cuando emprendió el regreso, Carlos volvió a pensar en la nave dragón que había encontrado en su camino, tan tierra adentro. Sin duda, aquella embarcación era una señal, pero el significado de ésta no le había sido revelado.

A su lado, el meditabundo Angilberto musitó unos versos que Carlos no terminó de captar y, como siempre que oía algo en latín que no conseguía entender, reaccionó con irritación.

Regís regum rectissimi —murmuró Angilberto—. «Del rey más virtuoso, el día del triunfo está cerca. Día de cólera y de venganza, día de nubes y de sombras…».

A Carlos le pareció que su camarada estaba cantando su expedición a la lejana frontera sajona.

—«… de poderosos truenos y de terrible aflicción, en que el amor de las mujeres cesará y los deseos del mundo tendrán fin, en que el hombre dejará de disputar con el hombre».

En este punto, Carlos reconoció los versos. Eran del cántico del irlandés, Columbano, al Día del Juicio Final.

La fuerza armada de Carlos llegó al Rin por el pasillo donde las grises aguas se estrechan entre apretados picos, uno de los cuales, el Drakensberg, tiene la forma de una cabeza de dragón. Allí, por fin, tuvo noticias de Widukindo.

Mientras Carlos buscaba en la frontera oriental, el caudillo sajón había provocado un levantamiento en el oeste. Ahora, la resistencia había cesado y reinaba de nuevo la calma ante el regreso del rey. Sin embargo, Widukindo había estado delante de él en el Weser.

Así, Carlos pudo desvelar al fin, en parte, el misterio de aquel enemigo invisible. Widukindo se mantenía siempre en una remota plaza fuerte, donde espías y mensajeros le llevaban noticia de la marcha de los francos. Desde su escondrijo, mandaba instrucciones acerca de dónde debían los sajones atacar a los francos, y dónde debían mantenerse en paz. Todos los movimientos de Carlos le eran comunicados mientras él permanecía oculto.

No sería fácil hacer salir de su retiro a Widukindo, se dijo el rey. Aunque los sajones parecían haberse sometido a su poder aquel otoño de 780, Carlos recelaba de que tuvieran intención de mantener la paz. Estaba seguro de que no lo harían hasta que hubiera destruido a Widukindo.

Y entonces, cuando todo parecía exigir su presencia en el Rin, Carlos partió de Worms para pasar la Pascua en Roma.

Los anales de los monjes explican qué hizo ese año en Roma, pero no las razones que le movieron a acudir allí. Sin embargo, los hechos que se conocen de este viaje proporcionan una cierta visión, fragmentada pero reconocible. Y esa visión revela un cambio en las ideas de Carlos.

Aparentemente, el rey de los francos y de los lombardos, y patricio de Roma, emprendió lo que, para él, era un viaje de placer. Con sólo una parte de su ejército, cabalgó apaciblemente con Hildegarda, la pequeña Gisela y sus hijos menores, Carlomán y Luis, hasta llegar a Pavía, donde inspeccionó los palacios y disfrutó de los baños calientes. Era evidente que no esperaba más conflictos que la cortés disputa que llevaba manteniendo por carta con el papa Adriano. Pues Carlos, siempre meticuloso en cuanto al sentido de las palabras, había decidido por su cuenta y riesgo qué significaba el título de Patricio de los Romanos.

Si bien anteriores papas debían de haber concedido aquel título como gesto de cortesía, Carlos lo interpretó como sinónimo de protector de la ciudad y, por tanto, se consideró señor temporal de los romanos. El, y no Adriano, gobernaría las desmembradas regiones de la histórica península.

En cambio, al decidido Adriano no le cabía en la imaginación que el bárbaro rey franco pudiera adueñarse de Italia.

«Os rogamos que recordéis, nuestro muy amado hijo —le escribió el Papa—, vuestra extrema gentileza para con nos cuando os apresurasteis a acudir a las puertas de San Pedro y San Pablo. Entonces nos dijisteis que no veníais en busca de oro, joyas ni títulos. Declarasteis que vos y vuestro ejército, que Dios proteja, habíais soportado penalidades con el único fin de ayudar a restaurar los derechos de San Pedro, a exaltar la Santa Cruz y a asegurar nuestra protección».

Sin embargo, Carlos había descubierto, a través de sus missi, que orgullosas ciudades como Rávena, ducados como Benevento y lejanas comunidades como las islas venecianas rehusaban someterse a Roma. También se había enterado de que los territorios citados en su donación de mandato al pontífice romano abarcaban la mayor parte de tales feudos, que éstos se negaban tercamente a entregar.

Evidentemente, al saberlo, Carlos pidió con insistencia poder cumplir con su deber como patricio, a lo que el diplomático pero inflexible Adriano respondió: «La dignidad de vuestro patriciado siempre será fielmente respaldada por nos […] y de igual modo debe permanecer inviolable el patriciado de San Pedro, vuestro protector, otorgado plenamente y por escrito por vuestro padre, el gran rey Pipino, y confirmado por vos mismo».

Adriano invocó también la hoy famosa «donación de Constantino», el manuscrito actualmente reconocido como falso, pero que debió parecer auténtico en tiempos de Adriano. Por este documento, Constantino el Grande parecía haber legado a San Pedro el disputado territorio de Italia.

El tosco arnulfingo, que no era enemigo para Adriano en aquella cortés controversia, se quejaba de haber recibido informes según los cuales zarpaban de puertos romanos naves con cristianos para ser vendidos como esclavos en los mercados sarracenos. Esto significaba que el Papa tenía autoridad sobre tales puertos.

«Jamás ha sucedido tal cosa con nuestro consentimiento —replicó enérgicamente Adriano a su poderoso amigo—. Es cierto que los abominables griegos han hecho tal suerte de comercio a lo largo de la costa lombarda, pero no disponemos de naves ni de marineros para impedírselo […] Con todo, nos han llegado noticias de que los propios lombardos se han visto forzados a vender como esclavos a muchas familias por causa del hambre. Otros lombardos han acudido a los barcos de esclavos griegos por propia voluntad, porque no tenían otro medio de supervivencia».

La hambruna que tan alto precio se había cobrado en el norte había llegado también hasta Italia. Carlos oyó hablar de pueblos abandonados por sus habitantes, de ciudades devastadas por terremotos. «Desde la llegada de los francos, las calamidades se han multiplicado».

En este estado de cosas se presentó Carlos con sus jovencísimos hijos, la pequeña escolta y su propia personalidad apremiante, para provocar un cambio en tales condiciones y en tal situación. A lo largo de toda la llanura de Lombardía, resolvió disputas y emitió edictos para el gobierno de las ciudades, pues Italia, a diferencia del norte y sus tribus, parecía depender de las ciudades. Con esto, Carlos demostró que sería realmente monarca de los lombardos sin interferir en la vida de las ciudades.

Ultimado todo esto, prosiguió viaje con gran pompa hasta Roma para la festividad de la Pascua de 781. Y, como siete años antes, Adriano volvió a plantarle cara.

Nada se cuenta de su encuentro. En esta ocasión, sin embargo, el bárbaro franco dirigió las ceremonias, manteniéndose siempre como devoto servidor del distinguido defensor de Roma. Consigo trajo, como una ventolera tempestuosa, la noticia de la expansión de sus territorios y del retroceso de las fronteras paganas de los sajones y eslavos.

—Dios salve al rey —proclamó Adriano—, pues he aquí que ha surgido un nuevo y cristianísimo emperador Constantino.

Los vigilantes nobles romanos fueron obsequiados con una inesperada ceremonia en la cual los hijos menores del rey recibieron el bautismo. El propio Adriano lo celebró en la pila, imponiendo el nombre de Luis al pequeño, que contaba tres años. En el caso de Carlomán, que tenía cuatro, se produjo algo muy inusual. Adriano le bautizó con el nombre de Pipino.

Esto significaba que Carlos había apartado a Pipino, el jorobado, de la línea sucesoria. El nuevo Pipino, el hijo de Hildegarda, ocuparía el lugar del tullido. Evidentemente, Carlos había cedido en esto a las súplicas de su esposa.

A continuación, Adriano otorgó a Luis la corona de Aquitania, proclamando rey al pequeño. Al nuevo Pipino, un niño impulsivo e irritable, le confirió la corona de rey de los lombardos.

Así como Luis recibiría su educación en Aquitania, el pequeño Pipino se instalaría en Italia en un plazo de pocos años, acompañado de un consejero franco. Los edictos, sin embargo, serían emitidos por su padre. De este modo, se concedía un monarca nominal a los inquietos romanos, mientras que Carlos gobernaría desde la distancia.

Adriano admitió la componenda de buen grado, afirmando que ahora era compadre de Carlos. Un plan tan tosco, debió de pensar, tenía todas las posibilidades de fracasar. Además, ahora se volvía a Carlos, y no a Constantinopla, en busca de ayuda para su ciudad de Roma.

Tras esto, Carlos sorprendió por completo a los romanos con una nueva ceremonia. Por vía marítima llegaron a la ciudad unos visitantes inesperados: dos majestuosos funcionarios de Bizancio, el tesorero y el chambelán de la corte de Constantinopla. Ante la incredulidad de los romanos, los recién llegados explicaron que venían a solicitar al rey de los francos que prometiera en matrimonio a su hija con el hijo menor de la Sacra Basilisa, Irene, emperatriz de los romanos en Constantinopla, a lo cual accedió enseguida.

Al parecer, Carlos no había explicado en Roma su aspiración de prometer en matrimonio a la pequeña Rotruda, de ocho años, con Constantino, heredero superviviente de los antiguos césares.

El sorprendido Adriano fue testigo del intercambio de compromisos entre su amigo bárbaro y los ministros de la fabulosa corte oriental. Aquellos dos bizantinos presentaron entonces a un tercero, de nombre Elisha, que acompañaría en adelante a Carlos para iniciar a la hija de Hildegarda «en la lengua y la escritura de los griegos, y en las costumbres de la corte romana». Elisha era un educado y anciano eunuco.

Así pues, Carlos había proyectado un futuro muy distinguido para otro de los retoños de Hildegarda; en esta ocasión, para una de sus hijas. Adriano no vaciló en otorgar su bendición al compromiso, aunque tal vez lamentara fugazmente haber invocado el nombre de Constantino el Grande en su debate epistolar con el arnulfingo.

Todo esto se producía en un momento en que parecían empezar a abrirse mejores relaciones entre Roma y Constantinopla.

—Ahora soy verdaderamente el compadre de los pequeños —comentó amistosamente.

¿Cómo había hecho el rey de un pueblo de tribus junto al Rin para negociar tal acuerdo con la corte de la lejana Constantinopla? ¿Acaso algún mercader franco había llevado un mensaje de Carlos al palacio que dominaba el Cuerno de Oro? No nos ha llegado ninguna información al respecto.

Pero lo importante es el porqué. ¿Qué razón había impulsado a Carlos a intentar un compromiso tan fantástico? Quizás encontremos la clave de esta cuestión en la crónica de los árabes de Hispania, que apunta que en esa época Karlo «buscó un mejor entendimiento con el emir y una alianza mediante un matrimonio y una tregua».

Si el franco, cuyo reino carecía de salidas al mar, trató de mejorar sus relaciones con estos dos centros culturales del mundo exterior, ¿hizo algún gesto semejante con un tercero? Un repaso a los anales reales de ese año de 781 muestra que envió a dos missi, junto a varios enviados del Papa, ante la corte de Tasilón, duque de Baviera, para recordarle al ilustrado príncipe el juramento de fidelidad que había prestado mucho tiempo atrás a Pipino y a Carlos, el gran rey (Caroli magni rex). Carlos exigía a Tasilón que enviara rehenes y se presentara ante la corte del monarca franco.

Carlos no había olvidado en absoluto la capa escarlata de Tasilón ni su deserción ante el enemigo, pero en aquel momento, a su modo, el poderoso franco intentaba llevar a cabo el plan proyectado por Berta una decena de años antes, impulsando alianzas pacíficas con otros distinguidos príncipes. Tras sus acuerdos y compromisos, quedaba abierta la posibilidad de que sus hijos reinaran un día en las cortes de la Cristiandad, ya que no en la España musulmana.

Aquel mismo año, fuese por un afortunado azar o por previsión, el trono de los verdaderos emperadores de Constantinopla pasó a Irene, madre del pequeño Constantino, una mujer extraordinaria que decidió buscar en Occidente los apoyos para su mandato. Esta era la razón de que hubiera sido aceptada la inesperada petición del bárbaro franco.

Adriano, por su parte, se dio cuenta de que, si bien había podido aprovecharse de la ignorancia de Carlos en su primer encuentro, en esta ocasión era el rey franco quien imponía sus planes. El Papa había negado que el título de patricio diera derecho a reclamar autoridad alguna sobre la ciudad de Roma, pero, pese a ello, el corpulento arnulfingo cómodamente instalado en un palacio de los desaparecidos Césares ejercía, sin ninguna duda, un considerable poder.

—Carlos ha tomado bajo su cetro esta ciudad de Rómulo —declaró Pablo Diácono.

Este Pablo era un hombre de mente sagaz que dominaba el griego clásico. Diácono, en el cálido y apacible sur de Italia, se había dedicado a escribir y a expresar desde lejos —desde las celdas del monasterio de Montecassino— su lealtad a la brillante duquesa de Benevento. De familia lombarda, había acudido a Roma para conseguir de Carlos la liberación de su hermano, cautivo de los francos.

Su encuentro con el impetuoso monarca quizá sirviera para lograr la libertad de su hermano pero, además, llevó al erudito diácono al compromiso de unirse a Carlos para enseñar griego en los palacios del Rin. El rey franco había visto en él a un hombre conocedor del significado de una vida civilizada.

Finalmente, Carlos abandonó Roma llevando consigo a Pablo, el diácono. Entre sones musicales y flamear de estandartes, su comitiva se dirigió hacia el norte para inspeccionar el monasterio de Monte Soratte, donde se detuvo a bautizar a su hija Gisela y a resolver disputas al tiempo que admiraba las estatuas de la turbulenta Florencia.

En esta ciudad debió de sentir deseos de llevarse con él alguna de aquellas maravillas de una civilización perdida, pero sería en Parma donde encontraría el mayor botín de su viaje. Allí, un britano de cuarenta y cinco años que estaba postrado en cama por causa de la fiebre se levantó para recibirle, no con reverencias sino con un acusado buen humor. Alcuino, un celta que citaba a Cicerón, había llegado en peregrinación desde su amada escuela de York. Entre sonrisas, aquel hombre respondió a las preguntas de Carlos.

—¿Cómo es que te has levantado a recibirme antes de tenerme a la vista?

—Porque he visto a Vuestra Excelencia caminando donde no estaba.

—Explícame eso.

Señalando el estanque del patio que Carlos acababa de cruzar, Alcuino dijo:

—He visto vuestro reflejo en esas aguas.

—Ahora que lo dices, yo también lo he visto a menudo, pero no había caído en ello —complacido con el acertijo, Carlos inquirió con expectación—: Pero ¿cómo has sabido que se trataba de mí?

—¿Quién más se presentaría en solitario, adelantado a todo el resto de la comitiva?

Tras mandar traer unas jarras de vino, el inquisitivo franco se puso a hacerle más preguntas. El britano, alto y de complexión frágil, protestó diciendo que no era más que un diácono. A pesar de la fiebre, contraída en las ciénagas de Roma, Alcuino compartió el cristalino vino blanco con el monarca, quien le pidió encarecidamente que aceptara ser maestro de su escuela palaciega. Alcuino explicó a Carlos que tenía la misión de llevar de vuelta consigo el palio de un obispo, y que no podría vivir jamás lejos de la vista del Canal.

Finalmente, después de concederle dos monasterios a orillas del Canal, donde tocaban tierra los peregrinos de Britania, Carlos consiguió que Alcuino le acompañara, junto con Pablo.

El comedido celta no tardó en apodar «David» a su nuevo señor. Carlos, por su parte, comprendió que había encontrado a su maestro de estudios en aquel sabio diácono de la cultivada ciudad de York. Aunque Alcuino aún no lo sabía, su misión no sería tanto ocuparse de la escuela como de enseñarle al propio Carlos el significado de las cosas.

La comitiva atravesó los Alpes hasta las fuentes del Rin. Satisfecho de tener aquel nuevo acompañante, Carlos dictó a Pablo una afectuosa carta dirigida a Adriano, quien tal vez tuviera muchos recelos tras su partida. En su respuesta, el pontífice romano protestaba: «Nos hemos alegrado grandemente al recibir vuestra juiciosa carta, en la que decís que vuestra causa es la nuestra y viceversa […]. Confiamos en que esta verdad quedará patente a todos los hombres».

Como siempre hacía después de un viaje afortunado, Carlos efectuó un alto en el camino al llegar a Prüm, para presentar sus respetos a su augusta madre. Berta, aunque ya anciana, había llenado su retiro con sus buenas obras, obteniendo copiosas cosechas tras los magros años de hambruna, y pidió a su hijo más tierras feraces junto al río para su feudo monástico, pues allí, en Prüm, la mujer gobernaba un imperio en miniatura. Carlos, que no poseía apenas otras riquezas que ofrecerle, concedió a Berta las tierras solicitadas.

Después de las nevadas navideñas, mientras se sucedían los relatos al amor de la lumbre, Carlos se sumió en reflexiones. En su viaje había contemplado muchas cosas hermosas y había encontrado mentes ingeniosas en Parma y en Florencia; comparado con todo aquello, era muy poco lo que él poseía en realidad. Además, sus francos formaban un pueblo poco numeroso, torpe e ignorante. Durante aquellos últimos años de incesante ir y venir, Carlos había terminado por convencerse de su propia incapacidad y de la inutilidad de intentar unificar un impreciso territorio franco que sólo se apoyaba en la lealtad de ciertos hombres a él, su rey.

Alcuino le había enseñado a razonar sobre aquellos temas. «La memoria —apuntaba el britano— es la facultad de la mente que recuerda el pasado. La inteligencia es la facultad que permite entender el presente. La previsión es la facultad de percibir lo que ha de suceder».

Ante tan sabias palabras, Carlos se dijo humildemente que, para empezar, tenía una buena memoria. Poco a poco, y mediante un trabajo constante, tal vez llegara a conseguir cierta inteligencia.

A falta de tiempo libre durante el día, aprovechaba sus horas nocturnas de insomnio; entonces encendía el candelabro, sacaba la tabla de escribir y la pluma que guardaba bajo la almohada y se esforzaba por adquirir la habilidad necesaria para garabatear letras con sus torpes dedos. A aquellas horas de la noche, podía practicar sin que nadie le molestara.

Entretanto, absorbía las enseñanzas de oído, pues le resultaba difícil entresacarlas de las páginas escritas, con sus letras embrolladas y sus ocultos significados. Si las letras resultaran claras a la vista y los significados a la mente, todo sería bastante más sencillo.

Mientras escuchaba los asombrosos relatos del erudito de Montecassino y del maestro de York, Carlos se sintió orgulloso y exultante recordando que su antepasado Arnulfo, aunque apodado «el lobo-águila», había sido un valiente y osado obispo de la ciudad de Metz. Sin duda, aquel antepasado suyo había logrado cosas más asombrosas que volver a encontrar el anillo en el vientre del pez. Era posible que incluso hubiera obrado algún modesto milagro.

Deseoso de rendir nuevos honores a aquel notable predecesor suyo, Carlos dejó oír su voz para contar cómo, en el reino del celebrado Dagoberto, había sido en realidad Arnulfo el alma a quien el pueblo reverenciaba.

—Cuando mi antepasado Arnulfo, el arzobispo, quiso dejar a un lado su dignidad episcopal para adentrarse en las tierras vírgenes, el propio rey Dagoberto y su reina le suplicaron con lágrimas que no se separara de ellos. Y todo el pueblo austrasiano, todos los lisiados y ciegos y huérfanos y viudas de la ciudad de Metz, se congregó junto a las puertas y le suplicó con voces afligidas que no les abandonara para internarse en la espesura. Pero Arnulfo les recordó dulcemente que debían confiar en el Señor Glorioso, pues incluso Lázaro, desdichado como fue, había sido transportado por los ángeles al seno de Abraham.

»Arnulfo ultimaba ya los preparativos para internarse en la espesura, entre las lamentaciones de la gente, cuando el Señor realizó un prodigio en la ciudad de Metz. En cierto modo, cabría llamarlo un milagro. La noche anterior al día de la partida de Arnulfo, los almacenes de Metz sufrieron un incendio. Todos los habitantes corrieron a prestar ayuda, pero no lograron apagar las llamas. A aquella misma hora, a la puerta de la ciudad ya esperaban los caballos que conducirían a Arnulfo a su retiro. “No —dijo él entonces—. Llevadme antes a esa inmensa pira”.

»Así lo hicieron, y todo el pueblo se arrodilló mientras Arnulfo desplegaba su estandarte, que lucía una gran cruz.

Y, cuando enarboló el estandarte y lo pasó entre las llamas, éstas se apagaron de inmediato. Entonces, Arnulfo y todos los habitantes de Metz cantaron juntos los maitines y, acabados éstos, el arzobispo volvió a su alcoba, se acostó y no abandonó la ciudad.

Carlos se enardeció al ver la dulce sonrisa de Alcuino mientras narraba aquella historia inventada que sus propios hijos escuchaban atentamente, sentados junto al hogar. Se expresó con gran energía, con alegría en la voz, pues a nadie complacía el relato tanto como a él. Tampoco cayó en la cuenta, con su mentalidad inmadura, de que había estado contándoles cosas que hubiera querido llevar a cabo él mismo.

Sin embargo, era consciente de que no podía obrar ningún milagro. Aunque aquel año había reclamado grandes honores para los hijos de Hildegarda, estaba convencido de que él nunca sería un gran rey.

En las veladas junto al fuego del hogar, los vasallos que le habían acompañado en el viaje contaban a su audiencia cómo el monarca había reinado gloriosamente en Roma. En las posadas de los caminos de aquellas tierras sumidas en el invierno, los peregrinos explicaban que habían visto pasar al gran rey. En las salas de escritura, a la luz de las troneras de las paredes —pues estaban prohibidas las velas en las proximidades de los preciosos pergaminos—, los monjes recogían cuan to oían sobre Carolus magnus. En las tierras meridionales de Aquitania, a las cuales no había vuelto a viajar, provenzales y gascones se preguntaban en su melindrosa lengua dónde estaría Charlemagne.