III. Viaje más allá de los Alpes

«El glorioso rey Carlos condujo su ejército a Ginebra. Allí, lo dividió y, con una parte, pasó los Alpes».

Así lo contarían los anales, años después. Parece muy sencillo. Nos lleva a pensar en un brillante desfile de caballeros con armadura siguiendo a un majestuoso Carlomagno a través de las montañas. En realidad, sin embargo, el inexperto y nada glorioso Carlos intentaba una empresa muy difícil.

Carecía de un ejército digno de confianza. A su convocatoria acudieron tal vez tres o cuatro mil hombres a caballo: las levas de los francos orientales, los alemanes y los borgoñones (todos ellos tenían una aversión supersticiosa a ser contados con exactitud). Cada cual aportaba su propia lanza ligera, el medio yelmo de hierro, la espada larga y afilada, y el puñal de hoja corta y curva, listo para desgarrar. También tenían los nuevos escudos de hierro, pesados y puntiagudos. Aquellos guerreros francos no eran grandes jinetes, como había apuntado Bernardo; si habían aprendido a montar a lomos de un caballo, había sido para estar en igualdad de condiciones con los godos y los árabes. Formados en escuadrones —turmae— y pelotones —scarae—, obedecían las órdenes de sus jefes locales, quienes podían o no acatar las órdenes de Carlos. Unas trompetas les daban la señal de carga, que llevaban a cabo con valor temerario; cuando huían, lo hacían con idéntica rapidez.

Los combatientes de a pie procedían de pequeñas granjas y eran campesinos que portaban escudos redondos de madera pintados de azul o de rojo, casquetes de hierro en la cabeza y arcos de madera de tejo a imitación de los bizantinos. (Pipino había intentado, sin éxito, que sus jinetes utilizaran tales arcos, como los eficientes catafractos bizantinos). Sirvientes, carreteros y muchachos aventureros, junto al contingente de la guardia personal de Carlos, constituían el resto de aquel ejército de francos, escasisimamente disciplinado.

Salvo los caballeros campeones, las levas que se reunieron tras el Campo de Mayo esperaban estar de regreso en sus granjas a tiempo para la cosecha. Excepto la reciente incursión contra los sajones, el ejército no había salido de tierras francas desde hacía diecisiete años e incluso los veteranos se habían acostumbrado a las razzias a lo largo de las fronteras, olvidando lo que era plantar batalla. Pipino había observado, y Carlos empezaba apenas a descubrirlo, que ya no se podía confiar en las antes temibles huestes francas para un combate sangriento. Los guerreros feroces de Dagoberto se habían convertido en campesinos, demasiado preocupados por sus familias y sus campos.

Tales eran las levas que Carlos decidió conducir, mediante la persuasión y contando con su tradicional lealtad a un rey, a través de una barrera de montañas contra unos enemigos más inteligentes establecidos en grandes ciudades defendidas por enormes murallas romanas. Contaba con los consejos de Bernardo y con su propia sagacidad para juzgar qué era incapaz de hacer su ejército. Ya antes de la movilización, había enviado tres emisarios de confianza a dominios lombardos para cerciorarse de que Pedro había contado la verdad de la situación y a negociar con el rey lombardo una paz sin enfrentamientos.

Las últimas tropas llegaron desde el bajo Rin a la cita junto al lago de Ginebra. Allí, Carlos plantó los dos estandartes, la antigua imagen del dragón y la más reciente cruz cristiana, ante el pabellón donde se alojaba Hildegarda. Con las nieves fundentes del verano, los prados estaban exuberantes y el ejército pudo aprovisionarse de sus tres necesidades básicas: agua, madera y forraje.

Por fin, sus empleados regresaron a Ginebra para informar:

—Ni los ruegos ni los regalos de Carlos hicieron cambiar el salvaje corazón del rey lombardo.

Tal respuesta proporcionó a Carlos su casus belli. Convocó un consejo de nobles: su condestable («conde de los establos»), el senescal («criado mayor», a cargo de los suministros), los paladines u oficiales de palacio, los duques o conductores de los asuntos militares, los condes o gobernadores de distrito y los importantes obispos, que interpretaban la voluntad del Señor. La mayoría de ellos desaprobaba su política, que había sido la de Pipino, de guerrear con los lombardos en defensa de la ciudad de Roma. Carlos sentía una responsabilidad para con el trono de San Pedro porque Pipino la había contraído. A sus nobles, les explicó que había ofrecido un acuerdo justo, con regios presentes, y que Desiderio los había rechazado. Además, Carlos estaba decidido a imponer su voluntad al ejército.

La mayoría de sus combatientes campesinos tenía la vaga creencia de que el bienaventurado san Pedro estaba vivo todavía, y sitiado en Roma.

Así pues, Carlos se salió con la suya. Pese a lo reducido de su ejército, fue preciso dividirlo para atravesar los estrechos pasos de los Alpes, donde escaseaban los pastos. Hildegarda y el chiquillo jorobado se quedaron en Ginebra. Bernardo condujo la fracción más reducida del ejército por el paso del Mons Iovisi (el Gran San Bernardo). Carlos llevó al grueso de sus fuerzas en torno al Mont Cenis, hacia «cumbres que se alzan hacia el cielo, con ásperos peñascos». Los bueyes tiraban con esfuerzo de carretas cubiertas de cuero que contenían grano, tocino y toneles de vino. Asnos y mulas avanzaban trabajosamente bajo el peso de las piezas de embarcaciones desmontables que servían para transportar la carga por los ríos o, atadas una junto a otra, para formar puentes. El ganado que serviría para alimentar a la tropa acompañaba a ésta, vivo todavía.

Carlos pidió que se entonaran himnos durante la marcha. Mientras ayudaban a empujar las carretas, los hombres cantaron, sudorosos: «Volved la cabeza… y mirad otra vez… Este camino nos traerá de vuelta… a la tierra de nuestros padres».

La fortuna parecía una vez más de su lado, puesto que no advirtieron el menor rastro del enemigo entre las cumbres. Con sonoros cánticos, la columna inició el descenso por una estrecha garganta… y descubrió que la bloqueaba una sólida muralla de piedra con máquinas de guerra en la parte superior y numerosos enemigos visibles en el parapeto. Un ataque para abrirse paso a través de la fortificación resultó frustrado.

Tras el fracaso de sus destacamentos de asalto, Carlos demostró una pobre capacidad como líder. Pidió una tregua y envió emisarios a los lombardos, ofreciendo catorce mil piezas de plata si les proporcionaban rehenes y hacían promesa de paz. Tregua y condiciones fueron rechazadas.

Al parecer, Desiderio, acampado en el valle al pie de la garganta, era un montañés de infancia campesina como la de Carlos, y más astuto en las negociaciones. Los parlamentos se prolongaron y los nobles francos empezaron a refunfuñar en sus tiendas que la comida se acababa y el paso seguía cerrado. En lugar de levantarles el ánimo, el corpulento arnulfíngo cometió el error de suplicarles que no le abandonasen. A lo cual, sus interlocutores respondieron recordándole que el verano estaba ya avanzado y se acababa el plazo para alcanzar sus hogares a tiempo para la cosecha.

Parecía que el rey de los francos tendría que resignarse a no continuar la guerra, cuando un puñado de experimentados oficiales del viejo conde Thierry acudió a su tienda. Si la salida de la garganta estaba cerrada, le dijeron, podía buscarse un camino para salvarla, entre las cumbres. Carlos les autorizó a intentarlo, con sus scarae de jinetes.

Los exploradores tuvieron más éxito del que esperaban. Keroldo y sus compañeros lo denominaron «la suerte del arnulfingo». (Importantes comentaristas militares, entre ellos el propio Napoleón Bonaparte, prestarían tributo mucho tiempo después al genio de Carlomagno, por haber dividido sus ejércitos y forzado el paso de los Alpes). Lo que sucedió realmente no está claro. Pero, cuando el grupo de Bernardo apareció en las alturas, el pánico atenazó a la guarnición lombarda de la garganta, que emprendió la huida.

El pánico es como una peste. La guarnición fugitiva sembró el miedo en el campamento real lombardo. Cuando los francos dejaron atrás la muralla abandonada, se precipitaron valle abajo y consiguieron un abundante botín en el campamento desierto. Sus lanzas y sus vibrantes espadas hostigaron a los lombardos fugitivos hasta que desaparecieron de las montañas.

«Así, el señor rey, Carlos —relatan los anales—, por la intervención divina, encontró abierto para él y sus fideles el camino de Italia».

Emergiendo de su valle, Bernardo y su partida se unió a la persecución, arrasando las riberas del Po hasta las puertas de Pavía, «el Palacio».

En esa garganta bajo el Mont Cenis, el robusto arnulfingo aprendió una lección que nunca olvidaría. La actuación oportuna de un puñado de fideles, de unos pocos leales a él, podía proporcionarle la victoria a despecho de ejércitos o de calamidades.

Muy pronto puso en práctica esa lección. En septiembre del año 773, tenía a sus francos acampados ante las murallas de Pavía mientras su enemigo, Desiderio, aguardaba en el interior con su familia y su corte. Los francos no tenían máquinas de asalto para irrumpir sobre las altas murallas protegidas por torres y, en uno de los lados, por el profundo río. No obstante, siendo la época de la cosecha, pudieron disponer de las frutas y las cosechas del rico valle del Po.

Como no podía hacer nada más, Carlos decidió tomar un puñado de fideles, escogidos entre los jinetes de más confianza, y marcharse con ellos a otra parte, donde pudiera hacer algo.

Deliberadamente o no, abandonó la estrategia militar para iniciar un conflicto de personalidad entre el bárbaro franco y el más cultivado lombardo.

En otro tiempo, aquellos lombardos —los longobardos, o de largas barbas— habían sido los más orgullosos, si no los más formidables, de todos los pueblos germanos que se habían instalado por la fuerza en el Imperio Romano, empujados al interior de Italia por la presión de los ávaros, más salvajes que ellos. Después, durante unos dos siglos, habían conservado sus usos, tradiciones e idioma tribales. Al cabo de este periodo, se trasladaron a las ciudades.

Sólo durante las dos últimas generaciones habían abandonado los antiguos longobardos su sociedad de clanes y sus tradiciones, al tiempo que empezaban a adoptar la lingua romana del país. Para Désirée, trasladarse a tierras francas había sido pasar de ciudadana a miembro de una sociedad tribal. Extrañamente, al tiempo que se adaptaban por fin a la vida urbana e iniciaban los matrimonios mixtos con los nativos, los señores lombardos insistían en que estos últimos adoptaran su indumentaria de pantalones y manto, con barba y el cabello de la frente muy largo, y la nuca afeitada. Con los cambios, su orgullo se convirtió en vanidad y su ferocidad, en astucia.

No obstante, sus reyes más poderosos, como Liutprando, habían aspirado a unir bajo su único mando toda Italia, desde las islas venecianas hasta la soleada Benevento. Hasta el astuto Desiderio, al llamar a las puertas de Roma el año anterior, parecía camino de adueñarse de Italia entera, como cierta vez la había poseído Teodorico, el gran godo.

A sus intentos sólo se había opuesto Adriano, quien había cerrado las puertas de San Pedro y sellado las entradas de la ciudad, desafiándole. El papa Adriano conservaba el recuerdo del mundo imperial romano ya desaparecido, de la gloria de su ciudad medio en ruinas, y mantenía la firme convicción de que el vicario de Cristo no podía ser jamás súbdito de un monarca temporal. El gesto de Adriano había sido una muestra de coraje, más que de fuerza, ya que el Papa sólo contaba con la indisciplinada guardia de la ciudad para defenderse. (Para entonces, Carlos había convocado a sus tropas en Ginebra, y Desiderio se había dirigido con su hijo hacia los pasos de montaña del norte).

Por formidables que parecieran las poderosas ciudades de Lombardía a ojos de los francos —para los cuales toda Italia era «Lombardía»—, el reino de Desiderio se estaba debilitando. Las ciudades más ricas, como Benevento, Spoleto o Friuli (Forum Julii), estaban en manos de los egoístas gastalds, ocupados en consolidar sus propios dominios y muy reticentes a cualquier autoridad central.

Carlos no tardaría en ponerse al corriente de la situación. Y, aunque después de Mont Cenis quizá tuviera dudas sobre la capacidad de su ejército para imponerse en la batalla, no estaba en absoluto dispuesto a permitir que sus fideles permanecieran ociosos en sus tiendas. Además, la soleada grandeza del valle del Po, con viñedos y huertos apretados bajo los muros de grises castillos y basílicas, excitaba a aquel incansable vagabundo de tierras vírgenes. ¡Allí, las calzadas pavimentadas salvaban los ríos con puentes de piedra y los mendigos se despiojaban sobre los suelos de mosaicos de los baños romanos! Nunca hasta entonces había contemplado el franco las maravillas de la vida urbana.

Reacio a esperar el resultado del asedio a las murallas de Pavía, como exigían las tácticas, dejó allí a Bernardo y otros paladines mientras él partía con su grupo de escogidos jinetes, siguiendo el curso del Po. Ya había conseguido éxitos con tales puntas de lanza montadas en la Gascuña y en el paso de Mont Cenis.

En esta ocasión, su cabalgada le llevó lejos, a Verona, donde cuarenta y ocho torres coronaban la muralla que circundaba la cima de su colina. Por algún medio desconocido, sus jinetes entraron en la fortaleza y llegaron a su antiguo foro, flanqueado de templos a olvidados dioses romanos. De Verona huyó el hijo de Desiderio, pero allí capturó Carlos a la fugitiva Gerberga y a sus hijos, junto con el exiliado Auchero. Había recuperado a los rehenes, a los herederos de su hermano.

—Llegaste lejos —le dijo al desafiante Auchero— para encontrar dónde esconderte.

Esa noche, hizo conducir a la temblorosa Gerberga a su propia mesa en el palacio y le sirvió vino con su propia mano. La mujer temía dejar a los niños lejos de su vista, y Carlos, para tranquilizarla, ordenó extender un manto sobre unas balas de paja y traer a los pequeños, para que ella pudiera vigilar su sueño. El monarca parecía considerarles aún miembros de su familia.

Corrió la noticia de que el victorioso franco agasajaba a sus cautivos en lugar de matarlos. Los duques de las demás ciudades lombardas recordaron que Carlos había ofrecido presentes y una paz justa al rey lombardo antes de irrumpir con la espada desenvainada y decidieron permanecer quietos tras sus murallas y ver qué sucedía a continuación. Y lo que sucedió fue que Carlos volvió a cruzar Lombardía al galope, adueñándose de más ciudades.

Pero la fuerza de su irrupción permaneció en el recuerdo. Tres generaciones más tarde, un monje de Saint-Gall escribiría este exagerado relato de la incursión, que había oído a un viejo soldado, Adalberto, el cual había servido con los hijos de Keroldo:

«Y sucedió que uno de los principales nobles, llamado Otker [Auchero], había huido a refugiarse bajo la protección de Desiderio. Cuando los dos tuvieron noticia de que se aproximaba el temido Carlos, subieron a la torre más alta para otear la lejanía. Cuando aparecieron las carretas del bagaje, más rápidas que los carros de Darío, Desiderio preguntó a Otker: “¿No va Carlos en esa enorme formación?”. Y Otker respondió: “Todavía no”. Cuando vieron la inmensa fuerza de las naciones que se acercaba, Desiderio volvió a gritar a Otker: “¡Sin duda Carlos viene en esa fuerza!”. Pero Otker contestó: “Todavía no, todavía no”.

»Después, distinguieron a los obispos y abades, y Otker, temblando, anunció: “Cuando veáis esos campos erizados de espigas de hierro y las aguas del río batan la muralla con la oscuridad del hierro bruñido, entonces sabréis que Carlos está cerca”.

»Apenas había terminado de hablar cuando una nube negra oscureció la luz del día. Las armas refulgían como llamas en la noche. Entonces apareció ese hombre de hierro, Carlos, con el casco de hierro, las manos enguantadas en hierro y una lanza de hierro enarbolada en su mano izquierda. Quienes iban a su lado y quienes le seguían llenaron los campos con su poder hasta que las aguas del río centellearon con el reflejo de sus armas. Las murallas temblaron. Los ciudadanos gritaron, con temor: “¡Oh, el hierro! ¡Ay de nosotros!”.

»Y cuando Otker observó todo aquello en una rápida mirada, le dijo a Desiderio: “Ahí está ese Carlos a quien tanto deseabais ver”».

Así exageró la leyenda las fuerzas del franco. El Carlos de carne y hueso, sin embargo, fue incapaz de conquistar las murallas de Pavía. Transcurrió el invierno e, impaciente, mandó traer a Hildegarda y a los dos muchachos para distraerse y tranquilizarse. Con el deshielo, la comitiva apareció por Mont Cenis y el monarca se solazó con su familia y su victoria, pues ya no quedaba ningún enemigo que pudiera enfrentársele en campo abierto.

A continuación, se puso en marcha de nuevo, con su familia y sus nobles y obispos, diciéndoles que llevaran consigo sus ropas más distinguidas, pues celebrarían aquella feliz festividad de la Pascua en Roma, como peregrinos.

Al partir tan impulsivamente hacia la Ciudad Santa, olvidó comunicar su llegada al papa Adriano. Lo que no olvidó fue llevar consigo a su útil destacamento de jinetes escogidos.

La comitiva avanzó alegremente por las colinas de la Toscana hasta las llanuras romanas, donde los acueductos de piedra atravesaban los marjales como gigantes inanimados. En la última acampada nocturna, Carlos se ocupó de que sus nobles se ataviaran con sus mantos azules y carmesíes, mientras él se colgaba al cinto una espada con la empuñadura de oro. Su cintura se había ensanchado con la sabrosa comida italiana. Carlos recordó que era, por título, patricio de Roma y previno a sus nobles:

—Queridos y valientes hermanos, consideraré desleal y digno de ser arrojado a los cerdos a aquél de vosotros que se emborrache en estas fiestas de Pascua.

—Doy mi palabra a Vuestra Excelencia —prometió el conde Warin— de que todos los cantaradas francos se comportarán como auténticos peregrinos, con el ánimo noble y respetuoso, y que ninguno de ellos cometerá excesos con el vino.

Como un maestro de escena, el arnulfingo ordenó a sus nobles —laicos y clérigos—, a sus trompeteros y a los portadores de los dos estandartes, el del dragón y el de la cruz, cabalgar detrás de él. Carlos, no muy seguro de su propio aspecto, recurría al esplendor y al poder para reafirmarse.

El día siguiente, en la Via Clodia, en un villorrio junto a un lago, la multitud se agolpó junto al camino para aclamarle. Los milicianos romanos hicieron sonar sus lanzas, los acólitos agitaron ramos y palmas y un coro de muchachos entonó: Vexilla regísprodeunt

A su lado avanzaban los portaestandartes de las iglesias. Ante tal esplendor y armonía, a Carlos se le dilató el corazón y, desmontando, continuó la marcha a pie. Ningún rey franco había contemplado hasta entonces la Ciudad Santa, más allá de sus enormes puertas pardas.

Al acercarse, vigilando que sus seguidores no se rezagaran, Carlos fue desviado de la puerta por sus guías portadores de palmas.

—Ésta es la vía del triunfo. ¿Querrá el Clementísimo de los francos recorrer el trayecto de los césares victoriosos de la Antigüedad?

Así le condujeron lejos de la puerta de la ciudad, hacia la iglesia de San Pedro. Feliz, Carlos continuó adelante con el oído atento a los cánticos e himnos, mucho más armoniosos que los del ronco coro de sus clérigos francos.

Adriano había decidido no permitirle la entrada en la ciudad.

Según su biógrafo, Adriano se había sumido «en un éxtasis de asombro» ante la noticia de la inminente llegada de Carlos.

Lo cierto es que el Papa estaba estupefacto.

Adriano procedía de una distinguida familia romana. Hombre de gran aplomo y determinación, más que de conocimientos clericales, y dotado de amplia experiencia política, había aplastado y reprimido una siniestra conspiración dentro de las camarillas de Roma y se había enfrentado solo a los ardides de Desiderio, al tiempo que soñaba en reconstruir los monumentos en ruinas de la ciudad. El Papa era, pues, una rara combinación de diplomacia y gran fuerza de carácter.

El problema al que se enfrentaba parecía casi insoluble. Escindido del patriarca oriental de Constantinopla, aquel obispo —por tradición sucesor de san Pedro— se había convertido, debido a las circunstancias, en el único dueño de la tumultuosa y empobrecida Roma, ciudad de sus distinguidos antepasados a la que precariamente abastecía de comida y de algo de dinero gracias a las tierras del ducado romano. Adriano era el último vestigio de la Res publica Romana. Y se mantenía como tal por consentimiento de los lombardos, que, al menos, eran más refinados y exteriormente más devotos que otros reyes bárbaros. Para mantener su debilitada ciudad, Adriano tenía que conseguir más territorios en Italia (que reclamaba como patrimonio de San Pedro); unos territorios que ni el codicioso Desiderio, ni los duques independientes, ni el lejano emperador de Constantinopla, estaban dispuestos a entregar. Así pues, Adriano se preparaba a una defensa desesperada de las murallas de Roma con sacerdotes, milicias y peregrinos, cuando la llegada de los francos a través de los Alpes alivió la presión lombarda.

No sólo eso. La captura de Verona por Carlos decidió a los duques lombardos del sur a firmar la paz con la potencia menos amenazadora de las tres que luchaban por Italia, es decir, con Adriano. Desde Benevento, Spoleto y otras ciudades, corrieron a San Pedro para afeitarse las barbas y los largos cabellos y a ofrecer su fidelidad al Sumo Pontífice antes de que el rey franco o el lombardo —eso podía decidirlo el destino de Pavía— les aplastara. Los duques se presentaron en Roma como devotos peregrinos, repentinamente sumisos, y Adriano tenía ya en sus manos el territorio que precisaba cuando le llegó la noticia de que el bárbaro franco se acercaba a la ciudad, sin previo aviso.

Siendo un hombre ilustrado, aunque pobre latinista, Adriano tal vez reflexionase sobre el destino de las ranas de la fábula de Esopo, el ocurrente esclavo sirio, que quisieron liberarse del Rey Tronco llamando en su ayuda al Rey Cigüeña. Como a la llegada de Desiderio, el Papa decidió defender la ciudad, pero con discreción, puesto que el poderoso franco seguía constituyendo una incógnita. En consecuencia, envió a la comitiva de bienvenida con órdenes de desviar a Carlos de su camino, de dejar a los francos acampados en lugar seguro, en el Campo de Nerón, fuera de las murallas, y de conducir a Carlos hasta la puerta de San Pedro, donde Adriano aguardó con nerviosismo desde el amanecer, a la cabeza de sus clérigos, entre ellos gran número de benedictinos.

Hacia allá se encaminó Carlos, avanzando a pie entre destellos de oro de la empuñadura de la espada y de la corona que ceñía su cabeza. Al llegar ante la iglesia, subió los peldaños de rodillas, moviendo con esfuerzo su pesado y corpulento corpachón. Por fin, besó la mano que Adriano le tendía y escuchó su bienvenida: «Bendito el que viene en nombre del Señor».

El pontífice estudió durante unos instantes al imponente bárbaro. Carlos se mostró exultante de alegría cuando el grupo de monjes entonó una plegaria cantada Se sentía como si hubiera llegado a una corte magnífica y festiva. Asido a la mano de Adriano, fue conducido a través del atrio hasta la propia puerta de la iglesia del apóstol y recorrió la nave de las noventa y seis columnas hasta el altar, donde un centenar de cirios encendidos brillaba sobre la sagrada tumba. La luz se reflejaba en los objetos de oro y de plata y en las imágenes de los mosaicos de las paredes. Carlos no había imaginado nunca un esplendor semejante.

Humildemente, el franco rezó una plegaria ante el confesionario y volvió la cabeza para mirar a hurtadillas a Hildegarda y al asombrado Pipino. Cuando se incorporó, escuchó la voz de Adriano diciendo de él que había obligado a inclinar la cabeza a orgullosos enemigos y que había puesto su fuerza al servicio de San Pedro. Tras esto, el Papa le preguntó qué se proponía hacer en Roma.

Carlos murmuró que deseaba visitar los santuarios durante los cuatro días de Pascua, y luego partir.

Adriano no terminó de creérselo y permaneció junto a Carlos como un amable anfitrión atendiendo a un huésped no invitado. Abiertamente, pidió al rey franco promesas de mantener la fe y la alianza de paz con el Papado. Cuando lo hubo hecho, Carlos instó a todos sus nobles y clérigos francos a que hicieran idéntico juramento. Adriano quedó satisfecho con ello, pero no se alejó de la compañía del guerrero.

—La tuya es una gozosa entrada —le dijo a las puertas de la ciudad.

A Carlos no pareció importarle dormir fuera de las murallas, en el Campo de Nerón. Durante todo el domingo de Pascua, el gigantón franco fue de un lugar a otro en un torbellino de actividad: acudió a la reunión de magistrados y grandes señores romanos que le dio la bienvenida, asistió a la imponente misa que se celebró en Santa María la Mayor y participó en el concurrido banquete del salón de Letrán. Carlos acababa de entrar no sólo en una ciudad santa, sino en una poderosa metrópolis donde peregrinos de África y de la isla de Britania se abrían paso a codazos para entrar en las capillas, provistos de escritos que enumeraban los mirabilid a visitar, y compraban pequeñas cruces y, en ocasiones, reliquias allí adonde iban. Carlos sintió vehementes deseos de llevarse una reliquia de Pablo, e incluso de Pedro, para los altares de Saint-Martin y de Saint-Denis. Y cuando Adriano le mostró toda una cámara llena de libros colocados en estanterías, soltó una exclamación de asombro y rogó poder llevarse a su tierra algunos de los sacramentarios iluminados, de caligrafía y dibujos tan espléndidos.

Durante tres días, Adriano reflexionó con desconcierto sobre aquel hombre con la mente curiosa de un muchacho, que podía convertirse tanto en dueño de Roma como en su protector. Percibía en Carlos una voluntad tenaz y una disposición a aceptar responsabilidades. El franco tenía la costumbre de coger en brazos a su hijo tullido para enseñarle todo aquello que le gustaba. Desde entonces, Adriano siempre preguntó a Carlos si deseaba hacer las cosas, y no si podía hacerlas. Le pidió protección contra sus enemigos, más que ayuda para sí.

Adriano, hombre perspicaz, estuvo cerca de adivinar el secreto de la personalidad de Carlos. No obstante, el poderoso bárbaro consiguió mantenerlo oculto, pues procedía de un miedo reprimido y aterrador. Para Carlos, el miedo era un sentimiento vergonzoso y luchaba por no revelarlo.

Lo que sí hizo Adriano fue admirarse, en silencio, del modo en que Carlos recorría los lugares de tradición sagrada: la cripta de la prisión de Pedro, las piedras del confesionario del apóstol, los relicarios de oro. Ningún peregrino ordinario mostraba tantos deseos de llevarse un fragmento de piedra. Al propio tiempo, el franco parecía radiante de alborozo cuando se abría paso con su enorme corpachón para entrar en tales lugares. Por un instante, Adriano se preguntó si acaso intentaba escapar, físicamente, de alguna imaginaria persecución. Sin embargo, tal cosa no parecía posible.

Tras la misa del tercer día en San Pablo Extramuros, los francos se prepararon a partir; pero, antes de que pudieran hacerlo al cuarto día, Adriano les pidió que se reunieran de nuevo —el Papa se había dado cuenta de que a Carlos no le gustaba separarse en ningún momento de su familia y de sus hombres— ante el altar de San Pedro. Allí, sin alzar la voz, recordó al franco una promesa que su padre, Pipino, había hecho a Esteban, de bendita memoria en tierras francas: la promesa de entregar a la sede de San Pedro y a sus vicarios diversas ciudades y territorios. A continuación, preguntó a Carlos si él y sus nobles cumplirían el compromiso así contraído.

Carlos se apresuró a asentir. ¿Acaso no había cruzado los Alpes precisamente para ello?

Entonces, Adriano hizo que un secretario leyera los términos escritos de la donación de Pipino. A Carlos le costó esfuerzo seguir su rápida salmodia en latín.

«[…] desde la isla de Córcega […] hasta el monte Bardo y hasta Parma […] desde allí hasta Mantua y el monte Silicis, junto con la región […] de Rávena, como en tiempos antiguos, y las provincias venecianas con Istria […] y todas las tierras de Spoleto y Benevento».

Carlos no había oído hablar de muchos de aquellos lugares, pues de Italia sólo le resultaban familiares los caminos que había recorrido. El rey franco no había puesto nunca sus ojos en un mapa, así que no tenía modo de saber que los territorios mencionados abarcaban dos tercios de Italia.

Así pues, entendiendo que aquello era lo que Adriano necesitaba para consolidar su situación, accedió rápidamente. Algunos de los testigos de la escena contaron que Carlos hizo copiar la lista a su capellán y luego colocó el documento bajo las Sagradas Escrituras expuestas ante la tumba, debajo del altar.

El firme Adriano no había soñado jamás en poseer todo aquello que ahora se le prometía.

Carlos, por su parte, se llevó a un sacerdote romano para que enseñara a los francos a cantar como era debido, así como a un erudito letrado, Pedro de Pisa, para que le enseñara gramática y escritura. Pero, por encima de todo, se llevó con él una profunda añoranza de las bibliotecas y los edificios de la civilización, y del alivio que había experimentado tan inesperadamente en las capillas sagradas de Roma.

Tras esto, su copa de la felicidad rebosó: Hildegarda le dio una hija y, a primeros de junio, la defensa de Pavía sucumbió a las penalidades del hambre y la fiebre. Desiderio cruzó la puerta a pie, con las manos vacías y acompañado de su familia, para rendirse. El rey lombardo resultó ser apenas un hombrecillo rechoncho y malhumorado, temeroso de ofender a Carlos. Éste se rió abiertamente al advertir sus nervios. Ansa, la esposa de Desiderio, era una mujer de buen ver.

Cuando sus francos tomaron las puertas, Carlos entró a caballo como vencedor, admirando las largas columnatas y los baños termales de aquella ciudad de palacios. Désirée, la que fuera su esposa, había muerto y Pavía era suya. Con excelente humor, asistió al reparto de los tesoros y ordenó que se entregaran por entero a sus huestes, que habían asediado las murallas durante tanto tiempo. Complacidos, los soldados vi torearon a gritos la generosidad de Carlos y su fortuna al obtener una victoria tan provechosa con tan escaso derramamiento de sangre. A partir de aquel día, el monarca firmaría como «Carlos, por la gracia de Dios rey de los francos y de los lombardos, y patricio de Roma».

Desiderio y Ansa fueron recluidos, bajo vigilancia, en un retiro monástico de Corbie. Carlos no impuso a los demás lombardos ningún nuevo tributo ni ley franca, ni reclamó para sí tierra o ciudad alguna. Se consideraba sólo «rey de los lombardos», no de su país, y permitió que siguieran viviendo como lo habían hecho hasta entonces.

Tras esto, partió rápidamente hacia su patria. Mientras cruzaban las alturas del glaciar del Ródano, la pequeña de Hildegarda murió.

A los nobles lombardos perdonados por su conquistador, tan despreocupada clemencia les pareció increíble. Uno de ellos escribió: «El rey de los francos, que podría haber destruido nuestras posesiones, se mostró clemente e indulgente».

Al cabo de un año, la política de paz de Carlos produjo una rebelión. Tan intenso como el odio de los sajones por sus parientes, los francos, era el antagonismo de los humillados lombardos hacia sus nuevos amos. Eliminado el débil Desiderio, los duques septentrionales se aliaron para adueñarse del país. En Roma, un nervioso Adriano recibió noticias de que el hijo de Desiderio volvía de Constantinopla al mando de una flota. Con la rebelión flotando en el aire, cualquier apariencia de orden y gobierno se vino abajo.

Adriano, que tanto había esperado de Carlos, se encontró con que el poderoso franco, ocupado con los sajones, no parecía mostrar la menor preocupación por sus compromisos italianos. El atribulado pontífice escribió una elocuente carta a su amigo, «el Gran y Excelente Rey», saludando a su esposa y a sus hijos —Adriano recordaba muy bien la devoción de Carlos por su familia— y advirtiéndole que el caos se estaba instalando en torno a San Pedro. Bandas armadas dominaban los caminos, Rávena había proclamado su soberanía en el norte y Rotgardo, duque de Friuli, había formado un ejército.

Carlos, ocupado ese verano de 775 en el frente sajón, no envió como respuesta ninguna muestra visible de su autoridad. Únicamente llegaron de su reino un par de obispos a lomos de mulas que visitaron Spoleto y Benevento para mantener conversaciones con los caudillos de ambas ciudades. «Tened buen juicio y esperad —les advirtieron aquellos inofensivos obispos—, pues Carlos vendrá pronto».

Los enviados también se ocuparon de mandar a Carlos, por un correo, su opinión sobre la situación.

—¿Qué tiene ese rey de los francos para que los romanos depositen su confianza en él? —preguntó provocadoramente Rotgardo a los enviados del Papa.

Adriano puso al corriente del comentario al vagabundo Carlos, pero siguió sin recibir respuesta en la nítida caligrafía de Pedro de Pisa. Cuando llegó el invierno y la nieve cerró los pasos de montaña al avance de un ejército, Adriano perdió la esperanza.

Entonces, después de Navidad, Carlos apareció al pie de la barrera de nieve. Comandando únicamente su columna de jinetes escogidos, había conseguido remontar los pasos. Esta vez no se detuvo en Pavía, sino que se lanzó río abajo y ascendió luego las montañas del este, rompiendo en una acción sangrienta las defensas de un río. Se cuenta que allí luchó y huyó Rotgardo, para ser muerto por sus propios hombres en las montañas, y que Treviso cayó en poder de los francos tras un asedio.

Con Desiderio, el rey de los francos se había mostrado magnánimo; en cambio, ante aquella rebelión actuó con rapidez y severidad. Colgó a sus cabecillas, exilió a los duques, confiscó tierras y dejó a sus condes francos al mando en el norte, con una guarnición para respaldarles. Carlos se había proclamado rey de los lombardos y estaba dispuesto a demostrar que lo era. Incluso ausente, era su monarca legítimo. Los gobernantes de Spoleto y Benevento que habían hablado con los obispos se mantuvieron al margen de la rebelión.

Carlos no realizó esta vez ninguna peregrinación a Roma. Cuando se detuvo a celebrar la Pascua, ya estaba en las montañas camino de tierras francas. Llegó a su hacienda a tiempo para la siega de julio.

A partir de entonces, el futuro de Italia se mantuvo en equilibrio entre la impredecible voluntad de Carlos y la determinación de Adriano.

Físicamente, el hijo de Pipino no sentía el menor miedo. Su cuerpo vigoroso, de enorme corpulencia, era capaz de asimilar el castigo, y las heridas sólo le dejaban cicatrices. Aquel invierno, había obligado a un millar de hombres a seguirle por las alturas nevadas, durmiendo al raso.

Sus guardabosques contaron el encuentro de Carlos con un bisonte en el transcurso de una cacería. Aquel bóvido feroz y gigantesco era el rey de las fieras en Europa, por encima del león. Como es natural, en su relato, los monteros presentan a Carlos como un héroe:

«El dadivoso rey Carlos, que nunca soportaba la ociosidad y la pereza, salió a cazar al bisonte. Cuando sus servidores vieron a tan inmenso animal, salieron huyendo. Pero el intrépido Carlos, a lomos de un fogoso corcel de guerra, se acercó al bisonte e intentó atravesarle el cuello con la espada. Pero falló el golpe y la monstruosa bestia desgarró la bota y las cintas de la pierna del gran rey, hiriéndole levemente en la pantorrilla con la punta del asta, lo que hizo cojear a Carlos. Después, la fiera huyó al abrigo de árboles y piedras. Muchos de los servidores del rey quisieron quitarse sus cintas de las piernas para ofrecérselas, pero él se negó, diciendo: “Tengo intención de presentarme así ante Hildegarda”.

»Entonces, Isambardo, hijo de Warin, corrió hacia la bestia y le arrojó su lanza, que se clavó hasta el corazón del bisonte entre el hueso del hombro y la tráquea. Entre varios hombres, llevaron a rastras ante el rey el cuerpo de la bestia, aún caliente.

»Carlos pareció no reparar en la enorme pieza, salvo para ordenar que se repartiera entre sus compañeros de cacería. Después, regresó a su casa, donde mostró las prendas desgarradas a su esposa. “¿Qué merece el hombre que mató a la bestia que me hizo esto?”, preguntó. “Merece el regalo más alto”, fue la respuesta de Hildegarda. Entonces, el gran rey hizo traer la cornamenta del bisonte, como testigo de su sinceridad, y la reina suspiró y se le encogió el ánimo».

Al ver que Hildegarda mostraba tal temor por su integridad, el arnulfingo, a quien no le gustaba demasiado Isambardo, recompensó al joven noble con una libra de plata por su acto y le estrechó la mano en señal de amistad.

Carlos no temía por su cuerpo ni, después de su cabalgada a Verona, por las maquinaciones de sus enemigos. El miedo que le atenazaba, cada vez más, procedía de su propia mente. De muchacho, en el seno acogedor de su familia, no lo había conocido; como hijo mayor y sombra del envejecido Pipino, tampoco había sido consciente de él.

Pero ahora que se encontraba solo, salvo la única compañía de la atolondrada Hildegarda, aquel miedo se le presentaba tanto en la silla de montar como en el trono real. Aparecía en cualquier lugar de su reino, como una danza de la muerte que no veían más ojos que los suyos y que le advertía día tras día sobre la decadencia y la muerte que se cernían sobre su pueblo, los francos.

En el mercado de Ingelheim se topó con un astuto vendedor de milagros, un tipo gordo ataviado con una capucha y una blusa de pelo de cabra, que ofrecía, por unas monedas, amuletos de enredaderas trenzadas para curar la hidropesía, la ceguera y el vómito negro. Un hechicero.

Carlos tenía la costumbre de vagar a solas, vestido con su ropa de diario de lana frisona, y a menudo su identidad pasaba inadvertida. En una de aquellas escapadas, encontró a los vecinos de una aldea reunidos con sus hijos en torno a la cruz de madera que utilizaban para la ordalía de la crucifixión; en aquella ocasión, sin embargo, lo que contemplaban era el juicio a un suabo libre, acusado de robo. Los sacerdotes vertieron un caldero de agua hirviendo en un barril colocado al lado del suabo y que le llegaba a éste hasta la cintura. Después, dejaron caer una piedra en el barril y arremangaron el brazo derecho del acusado, quien se había ofrecido para ser juzgado por la voluntad de Dios a través de la ordalía del agua hirviendo.

Cuando la multitud se arremolinó para comprobar si el suabo era capaz de demostrar su inocencia sacando la piedra del agua hirviendo, Carlos se abrió paso hasta las inmediaciones del barril. Si el suabo no conseguía sacar la piedra, le cortarían la mano con el hacha y la mayoría de los espectadores quería presenciarlo. Carlos, que tenía un ojo rápido y penetrante, apreció que el suabo no sudaba de nerviosismo. El individuo aguardó a que un sacerdote murmurara unas frases en mal latín y sumergió el brazo. Lanzó un grito de fingido dolor y sacó rápidamente el puño, que un clérigo tonsurado se apresuró a coger, mostrando en alto una piedra que parecía haber salido de sus dedos. Ita… impenitus videtur! Con esto, el sacerdote proclamó la inocencia del suabo.

La multitud prorrumpió en exclamaciones, mientras Carlos se inclinaba sobre el barril y observaba la piedra aún en el fondo, intacta. Furioso por aquella burla de juicio, agarró por el cuello al suabo y al clérigo y sumergió a la vez ambas cabezas en el agua, aún humeante. Entre alaridos de dolor auténticos, los dos falsarios se alejaron de él mientras los aldeanos le contemplaban con tosca perplejidad.

En otra ocasión, encontró a unos francos, hombres libres, trabajando como siervos de la gleba en la recogida de una pobre cosecha de cebada. Pese a ser hombres libres con derecho a portar armas, aquellos francos preferían trabajar el campo para llenar el estómago y escapar a tareas más duras.

En tales gentes, Carlos percibía la pérdida de su antiguo orgullo teutón; su pueblo se hundía empapado en vino, corriendo hacia su muerte como un rebaño…

Un día, a la hora de vísperas, desmontó frente a una capilla del camino, dedicada a san Remigio, para rezar un Magníficat. Sus servidores esperaron fuera para estirar las piernas. El techo estaba combado sobre el altar a oscuras, ante el cual cuchicheaban dos hombres, un propietario feudal que aparentemente se confesaba y un diácono que llevaba el traje talar sobre unos pantalones de caza. El suelo estaba salpicado de excrementos de animales. El arnulfingo no prestó atención a nada de aquello pero, mientras musitaba su plegaria, escuchó el metódico tintineo de unas monedas de plata y una voz que contaba:

—… cuatro, por el asunto de la moza del pastor; cinco, ésta paga el asunto del sebo pesado dos veces; seis, por la pequeña trampa al muchacho descuidado…

La voz del confesor se convirtió en un leve suspiro y finalizó bruscamente:

—Por los venerables huesos del santo Remigio, juro que no tengo más que siete monedas.

Carlos llegó a la conclusión de que la palabra de un franco libre ya no era tenida por buena a menos que jurara por unas reliquias reconocidas. Después, comprendió que el penitente pagaba con sus monedas la redención de sus pecados, pues había entre su pueblo quien creía las palabras del profeta Daniel, «Redimid vuestros pecados dando limosna», entendidas como pagarlos mediante la entrega de dinero.

¿Cómo podría hacer entender a aquellas mentes obtusas el sentido de las palabras del profeta? Los clérigos que debían instruir a su pueblo, en muchos casos, no sabían leer.

Después de residir en el palacio de Pavía y de escuchar al sabio Adriano, Carlos se daba cuenta de su propia ignorancia y del embrutecimiento de su pueblo en las cabañas de mimbre y adobe y en las iglesias de troncos. Por unos instantes, maravillado ante las inmensas iglesias romanas, se había sentido transportado como por efectos del vino, creyéndose próximo a un poder milagroso. Sin embargo, de vuelta a su tierra, aquella exaltación se había desvanecido. Había traído reliquias pero, en aquellos bosques, ¿se distinguían en algo de los pedruscos y maderas de las capillas locales? ¿Podían llevar a cabo un milagro entre los francos?

Carlos meditaba sobre estos asuntos cuando tuvo su conversación con Sturm. Mientras recorría el camino de la orilla derecha del Rin entre los puestos fronterizos, encontró a Sturm cortando ramas de un abeto para construir un parapeto nocturno contra los animales salvajes. Aunque discípulo de Bonifacio y abad de Fulda, en las montañas sajonas, el viejo Sturm aún viajaba a pie por el país como en sus tiempos de misionero. Incluso cuando reconoció a Carlos, el rey, el gigantesco abad continuó blandiendo el hacha y partiendo ramas. Sin dar las gracias, se sentó junto al fuego que habían preparado los servidores del rey y compartió con éste la carne, el pan y la miel de la cena. Escuchó sin comentarios las quejas de Carlos sobre la holgazanería, la glotonería y el debilitamiento moral de los francos y, al ver que el monarca esperaba su respuesta, el viejo Sturm despertó de su meditación y pronunció unas palabras extrañas:

—Hijo mío, despide a tus cazadores, siervos y guardianes. Quédate aquí, junto al fuego, y reza tus oraciones a la hora de completas.

—¿Rezar?

—Sí, reza.

Carlos esperaba un sabio consejo del hombre, ya curtido por el paso de los años, que había recorrido las tierras vírgenes con Bonifacio, el apóstol. Sturm había empezado a construir su monasterio, Fulda, cortando troncos en la cima de una colina para edificar un lugar para los huesos de Bonifacio.

Bajo la maraña de cejas canosas, los ojos grises de Sturm contemplaron las estrellas más allá del cielo.

—Ya se acerca la hora. Mi señor de los francos, ¿no son estos altísimos árboles como pilares de la nave del templo del Señor? ¿Sientes algún temor aquí?

Impaciente, Carlos exigió:

—¡Habla con franqueza, abad! ¿Por qué me haces rezar a esta hora?

Los dedos nudosos de Sturm se cerraron en torno a la faja de su cintura. Luego, se incorporó y dejó oír su voz potente y seca:

—Si tu pueblo franco se hunde en la ignorancia y la fornicación, la responsabilidad es de sus sacerdotes. Y si los sacerdotes de los francos desatienden sus obligaciones y flaquean, hinc indepotestas terribilis. Ello se debe a un terrible poder —tradujo, y señaló con el dedo a Carlos—: el tuyo. Tu palabra es la ley. Todas estas almas humanas aguardan un gesto tuyo de asentimiento, una mueca de cólera. El tuyo es un poder terrible, que no puedes compartir ni evitar. Reza, por tanto, para saber emplearlo bien. Mi señor, tú me has ordenado que hablara con sinceridad.

Después de rezar junto al abad, arrodillados ambos tras el parapeto de ramas, Carlos reflexionó acerca de lo que había dicho Sturm. No le resultó fácil comprender aquellas cosas. Pensó en el último rey legítimo de los francos, el merovingio, obeso como un cebón, tambaleándose sobre las roderas del camino en la carreta de bueyes ceremonial. Volvió a verle con los ojos de un niño. El último rey, como podía serlo a su vez alguno de sus hijos. Un espíritu negligente, alejado por un instante de las ollas y pucheros. Este era el miedo que le corroía.

El viejo Sturm se inclinó hacia delante para echar unas ramas secas a la fogata. Una expresión extraña apareció en sus ojos grises cuando contempló al gigantesco Carlos.

—Hijo mío, no sueñes con cambiar la naturaleza humana en una noche. Cuántas veces he bautizado a mis kunkelds sajones, para encontrarles a la mañana siguiente sacrificando una cabra, o incluso un toro, para que sus viejos dioses del bosque les sean propicios. Entonces, me alegro de que no derramen la sangre de un esclavo humano.

Carlos no había imaginado que el sacerdote de la frontera pudiera ser tan tolerante. Mientras preparaba su capa para dormir, Sturm señaló con un gesto la barrera de ramas.

—En cuanto a los animales, hacen más caso de un parapeto en torno a una fogata que de cualquier oración.

Y éste fue el consejo que dio a Carlos el viejo Sturm.

Aunque no era capaz de analizar con lógica sus temores, el arnulfingo reaccionó contra ellos con una demostración de vitalidad física. Si su mente necesitaba ser instruida, aunque fuera a edad madura, la instruiría. Con la ayuda de su nuevo tutor, Pedro de Pisa, intentó aprender a transformar palabras ininteligibles en frases coherentes. El viejo sabio lombardo le leyó el sombrío poema de Virgilio sobre la caída de Troya y la huida de Eneas bajo la luz de la ciudad en llamas, llevándose consigo a sus dioses ancestrales.

—¿Qué fue de su pueblo? —preguntó Carlos.

—Fue conquistado. Para el hombre conquistado sólo existe una seguridad, y es la de no tener ninguna esperanza.

Carlos mostró interés por aquel Eneas, que había engendrado un nuevo pueblo al otro lado del mar.

A veces, cuando el miedo a su propia incapacidad pesaba en su corazón, el arnulfíngo se internaba en los bosques, sin seguir camino alguno, hasta un bosquecillo como el del Irminsul, pero más pequeño. Allí, en una choza, habitaban unos viejos bardos a los que entregaba limosnas. Entonces, los bardos tañían el arpa y cantaban el antiguo heroísmo de cuando los francos surcaban los largos caminos del mar.

Las historias de tales antepasados jamás habían sido puestas por escrito por un Virgilio. El las rescató de la memoria de los viejos bardos, de cuyos versos emanaba el esplendor de una era dorada en la que el poder residía en las manos de unos héroes bajo la protección de los dioses de la tierra. Carlos reflexionó largamente sobre el Irminsul que había derribado aquel día.

En ocasiones así, el rey se preguntaba cómo habría hecho Pipino para tratar con aquellos pueblos sajones insumisos. Porque, hasta aquel momento —y salvo la cabalgada a Roma por Pascua—, Carlos había seguido las ideas de su padre más de lo que estaba dispuesto a reconocer. El rudimentario Estado franco seguía siendo casi lo mismo que en tiempos de su padre: una especie de propiedad o hacienda personal del monarca. El palacio real —muy diferente al de Pavía— era, simplemente, el aula o salón donde Carlos estaba en cada momento. Junto a él, los once paladines, o funcionarios de palacio, constituían el consejo que decidía sobre los asuntos. El conde de palacio asumía la responsabilidad cuando Carlos no podía presidirlo.

Después de alojarse en San Pedro, Carlos cobró conciencia de la barbarie de su reino. Su chambelán administraba rebaños y tierras, más que los asuntos de la corte; su senescal planificaba el aprovisionamiento de comida y forraje para las tropas en marcha, y los dos funcionarios actuaban de acuerdo con Hildegarda, que mantenía un meticuloso control de los ingresos y gastos de la tesorería: los presentes ofrecidos al rey en las festividades y los regalos correspondientes entregados por el monarca, los peajes cobrados en los puestos fronterizos y para cruzar los puentes y las compensaciones pagadas a los cortesanos, así como la parte del botín ganado al enemigo que correspondía al rey Hildegarda no dejaba nunca de acrecentar sus posesiones, sobre todo las rentas en cosechas y animales que cobraban a los campesinos. Carlos tenía el secreto convencimiento de que esto le traía mala suerte. En cambio, su precavida esposa suaba sólo se sentía satisfecha si, en cada uno de los salones que visitaba, podía disponer de queso, caza, cerveza, miel, cereales, manteles y velas de sebo en cantidad suficiente para cubrir sus necesidades.

—Desde la muerte de tu padre, a quien Dios tenga en su gloria —comentaba con satisfacción—, no hemos sufrido ninguna hambruna en el reino.

Carlos no comprendía cómo Hildegarda mezclaba la protección divina con la abundancia de cabezas de ganado, pero, al parecer, para la mujer existía una relación evidente y no deseaba que nada cambiara a peor.

Por primera vez en todos aquellos años, Carlos se apartó de la política seguida por su padre y trazó planes para someter a sus rivales más cercanos y más odiados, los sajones, y para cambiar su falaz naturaleza pagana mediante la conversión. «Esa nación, que se ha entregado a los demonios desde el principio de los tiempos, se someterá al dulce yugo de Cristo», anunció, y el consejo mostró su asentimiento.

Devotos misioneros como Bonifacio se habían aventurado hasta entonces entre los paganos del otro lado del Rin y, por norma general, habían terminado muertos a sus manos. Por otra parte, columnas armadas habían invadido las tierras vírgenes para castigar tales muertes. Sin embargo, jamás hasta entonces habían marchado juntos misioneros y huestes armadas.

Aquel intento de convertir a los sajones por la fuerza era un experimento sin precedentes que iba a provocar el terror durante más de treinta años.

Algo había que intentar, sin duda. Apenas había partido hacia Italia el ejército franco de Carlos, los sajones fronterizos habían realizado una incursión en venganza por la destrucción del Irminsul y habían quemado la abadía de Fritzlar, utilizando la propia capilla como establo para sus caballos.

Durante aquel invierno, su consejo hizo planes para poner fin a aquellas refriegas partisanas mediante una invasión masiva, una leva de armas completa de los fideles francos que construiría fortines a lo largo de los caminos del bosque y erigiría iglesias dentro de tales recintos. (En ello estaban concentrados los francos durante el verano de 775, mientras Adriano imploraba a Carlos que regresara a Roma).

Las aguerridas tropas del rey se internaron en las tierras paganas, quemando y matando cuando topaban con el escurridizo pueblo de los bosques, arrasando los fortines gemelos de Sigiburgo y Eresburgo, avanzando por el valle del Irminsul hasta el río Weser y dispersando la resistencia de esta línea de defensa. Los grandes clanes de westfalianos y ostfalianos experimentaron el poder de las espadas de hierro, y la caballería franca avistó finalmente la masa oscura del Süntal, después de abrirse paso a través del valle del Rhur. Los invasores parecían haber dispersado a todos los enemigos visibles.

Pero entonces, junto al Weser, una de las divisiones de Carlos dedicada a edificar un asentamiento fue sorprendida y aniquilada en un asalto. Los bosques seguían escondiendo la fuerza de las bandas guerreras sajonas. Cuando tuvo noticia del desastre, emprendió la persecución de los asaltantes con las fuerzas que tenía más cerca, pero no encontró la menor resistencia. Los aldeanos y campesinos salían a su paso para ofrecerle rehenes y prestarle sumisión. (Entonces, Carlos había conducido a sus mejores jinetes en aquella larga marcha invernal a Italia).

Y, allí, un correo le llevó la noticia de que los fuertes de Sigiburgo y Eresburgo, ahora en sus manos, estaban siendo sometidos a asedio. Se apresuró entonces a llevar sus tropas desde la cabecera del Ródano hacia el Rin, apareciendo allí tan inesperadamente con sus cansados veteranos que las tribus de los bosques huyeron a sus cumbres inaccesibles. Carlos estaba descubriendo, a un alto coste, la futilidad de invadir una tierra donde no existían ciudades que capturar con sus habitantes. Era cierto que ningún ejército le había podido hacer frente, pero, a pesar de ello, sólo había conseguido el control sobre un par de fortines fronterizos y sobre los caminos de los valles que arrancaban de la gran meseta de Hesse.

A cambio de ello, había levantado en su contra la resistencia silenciosa e inflexible de todos los pueblos sajones hasta las intactas llanuras septentrionales, las riberas del Elba y la costa del Báltico.

Frente a tal enemistad, de poco servían sus misioneros. Estos, rodeados de guardias armados, predicaban su mensaje balbuciente a rehenes hoscos y a aldeanos famélicos. Carlos se obstinó en culpar a los clérigos de su falta de eficiencia, soñando ávidamente con un Bonifacio que predicara la conversión en el territorio sajón. Entonces recordó al anciano abad Sturm, el vigoroso predicador fronterizo, y le mandó llamar.

—¿Qué te propones? —quiso saber Sturm—. ¿Ahuyentar lobos o guiar ovejas?

Al ver que Carlos no sabía responder a esta difícil pregunta, el misionero de los bosques le explicó el acertijo. Los sajones eran una raza guerrera parecida a los lobos. Atacados con armas, podían ser exterminados pero no transformados en algo distinto. No; para cambiar la naturaleza de una manada de lobos era preciso envainar las armas y vivir entre ellos, compartiendo la comida y dejándoles en libertad para todo lo demás.

El impaciente arnulfingo se irritó al escuchar sus palabras.

—¿Cuántas veces he ofrecido la paz a estos infieles?

—Muchas, es cierto, pero siempre lo has hecho después de combatirles con las armas.

—Es el único modo de someterles.

El anciano Sturm extendió sus manos nudosas y replicó:

—Ofréceles una tregua con las manos abiertas.

—¿Cómo?

—El rey eres tú, por voluntad de Dios. A ti te corresponde establecer los términos de la tregua con esas gentes perdidas para Dios.

La propuesta de Sturm carecía de lógica, pero no contradecía los recelos de Carlos. Aunque toscos y paganos, los sajones se mantenían fieles a sus viejos dioses y a su valor de antaño. Más que los lombardos, más incluso que sus francos, aquellos sajones habían conservado la valentía de su raza.

Nominalmente, Carlos era rey, gratia Dei. Sin embargo, ¿qué gentes eran las que el Señor le había concedido gobernar? Lombardos cautivos de Treviso y de las lejanas montañas orientales habían hecho juramento de servirle y así se habían convertido en sus vasallos. El anciano Pedro, su preceptor, había huido de la ciudad de Pisa. Aunque su autoridad llegaba muy lejos, Carlos no poseía ninguna ciudad por sede; en cambio, obligaba a hombres de distintas razas y lenguas a realizar el juramento de lealtad…

De las meditaciones de Carlos y de la insistencia de Sturm surgió una nueva oferta que presentar a los recalcitrantes caudillos sajones. El rey de los francos les invitó a reunirse libremente en asamblea, recibir el bautismo de la Iglesia y prestarle juramento de fidelidad. Al propio tiempo, proclamó que no construiría en tierras sajonas una fortaleza, sino una nueva ciudad donde pudieran erigirse capillas. Salvo el hecho de que Carlos pasaría a ser su jefe supremo, los sajones se regirían por sus propias leyes y costumbres, como hasta entonces.

Como emplazamiento de la nueva ciudad escogió un lugar más allá de la disputada línea fronteriza de Sigiburgo y Eresburgo, cerca de la cabecera del río Lippe. Allí se extendía una llanura abundante en agua, una encrucijada de caminos de aquellas tierras vírgenes que ofrecía buenos parajes para bañarse y para cazar. Se parecía a su amado valle de Aquis Granum, que no había tenido ocasión de visitar en los últimos años. Dado que la planicie estaba surcada por un riachuelo de abundante pesca, el Padra, Carlos bautizó esta nueva ciudad de la amistad con el nombre de Padrabrunnen, o Paderborn. El primer edificio que se señaló en ella con troncos caídos fue una iglesia.

En su crónica del año de la construcción, 776, el arzobispo Ado escribió: «Donde nace el Lippe, el rey recibió a todo el pueblo sajón, con esposas e hijos. Bautizados, se unieron a él en la fe. Y, en Padrabrunnen, celebró una asamblea, tanto de sajones como de francos».

El vigoroso Carlos preparó esta insólita reunión (en el verano de 777) con su habitual instinto teatral. Como a las puertas de Roma, se rodeó de obispos con vestiduras ceremoniales y de condes engalanados. Barbudos lombardos desfilaron junto a fanfarrones bávaros. El abad Sturm, convocado para oficiar la consagración de la iglesia de troncos, bautizó en el río, sumergidos en el agua hasta la cintura, a los clanes sajones, hessianos, westfalianos y ostfalianos, que acudieron en masa a la convocatoria. Los estandartes del dragón y de la cruz, que habían sido llevados a la victoria en Italia, fueron exhibidos entre las fogatas de los campamentos mientras los monjes de Sturm, dirigidos por el maestro de coro romano, entonaban: Vexilla regís prodeunt.

Las mesas junto a los fuegos estaban colmadas de carne, vino, cerveza y miel, y, entre ellas, el anciano Sturm predicaba la Palabra con todo el entusiasmo. Carlos también recorría los campamentos con los ojos brillantes, bromeando y haciendo promesas, como hábil provocador de entusiasmos que había demostrado ser. Su impresionante figura, con pantalones de caza de cuero y capa de pieles de lobo, se mezclaba con los grupos de sajones de largos cabellos, alegres de cerveza, que se ponían en pie en su presencia. Bebió con sus caudillos, cuerno tras cuerno, y hasta se unió, para sorpresa de todos, a sus cantos sobre los héroes que Odín escogió para llevarlos al Valhalla.

La alegría que sentía se colmó aún más con la inesperada presencia de una extraña comitiva de jinetes cubiertos con cotas de malla plateadas y envueltos en capas inmaculadas, que ocupaban cómodamente las sillas altas de unos caballos nerviosos. Eran árabes, nobles del Islam, procedentes de las tierras hispanas del otro lado de los Pirineos, que venían a negociar un tratado con el rey de los francos.

Ningún maestro de ceremonias habría recibido una nueva atracción con la vehemencia con que Carlos acogió a tan distinguidos huéspedes. Éstos no sólo eran un signo visible e incuestionable de su creciente poder, sino que aparecían, además, como caudillos procedentes de otro mundo a los ojos de los sajones, recluidos en sus bosques. Carlos tomó buen cuidado de que los recién convertidos sajones presenciaran su solemne entrevista con los señores árabes. Así fue como encontró una respuesta al reto de Sturm de ofrecer una tregua real. Daba la impresión de que había conseguido una nueva victoria sin combatir y, desde luego, eso fue lo que él creyó. Sin embargo, su optimismo iba a causarle problemas casi inmediatamente.

Con la ventaja de conocer lo que sucedería a continuación, el buen Ado finalizaba su escrito con estas palabras: «Widukindo y ciertos sajones rebeldes acudieron a los hombres del norte a pedirles ayuda contra el glorioso Carlos».

Widukindo, cuyo nombre había sonado a lo largo de los caminos del bosque durante los últimos conatos de resistencia, no se había presentado a la consagración de la iglesia, al bautismo ni al juramento de fidelidad. Sin clan ni tierra propios, Widukindo era el único caudillo guerrero a quien todos los demás escuchaban, y les había advertido que jamás concedieran al franco una base más allá del Rin. Por entonces, Carlos no tenía modo de saber que Widukindo era el principal impulsor de la resistencia pagana.

Aquel verano de 777 presagiaba las mejores promesas. La propia fecha combinaba el benéfico número 7, el número de días de la Creación, con el afortunado 3, el número de la Trinidad. Hildegarda le dio otro hijo sano, y, aparentemente, Carlos había logrado la conversión y la amistad de los obstinados sajones.

Sin embargo, en aquel encuentro evangelizador de Paderborn, Carlos no había convertido a nadie más que a sí mismo. Su fácil entusiasmo se desbordó. Las gentes ya no le llamaban Palurdo ni se mofaban de las circunstancias de su nacimiento; se había convertido en rey de verdad, además de serlo de nombre. Cultos nobles sarracenos acudían a verle a sus bosques. Había hecho más que Pipino, asegurándose la Aquitania y extendiendo su autoridad muy lejos, hasta la Roma de Adriano.

Entre los francos se estaba produciendo un cambio. El recuerdo de los reyes merovingios y de los francos neustrianos y austrasianos se estaba difuminando, reemplazado por la figura del genial arnulfingo. Gracias a sus incesantes cabalgadas entre ellos, su rostro rubicundo era conocido por las variadas gentes de las hospederías de montaña y de los establos de las tierras bajas. Hablaba sus dialectos, dormía en sus graneros y hacía donaciones a las capillas de los caminos. Debido a ello, de todas las fronteras acudían hombres libres en busca, no de la autoridad del rey, sino del propio Carlos. Un frisón de los pantanos, preguntado por los centinelas, declaró: «Busco a Carlos, el rey». Un gascón explicó: «Soy un hombre de Carlos».

Esto, a su vez, producía un efecto en el impaciente arnulfingo. Consciente de la debilidad de sus francos, agradecía aquellas nuevas fidelidades. Después de la asamblea de Paderborn, consideraba que las naciones estaban dispuestas a unirse bajo su estandarte.

Una noche, sumido en meditaciones, reflexionó sobre la naturaleza de aquel nuevo séquito de pueblos. Todos ellos tenían una cosa en común: eran ovejas del rebaño de Cristo. Lombardos, bretones o sajones, todos eran cristianos. ¿Era posible que, con el tiempo, llegara a convertirse en caudillo de una gran nación cristiana? De momento, guardó aquel pensamiento para sí.

Sin embargo, en su mente, todo aquello fue cobrando forma. Desde el principio, se había proclamado «defensor de la Santa Iglesia». Y había pasado la mayor parte de sus nueve años de reinado defendiendo iglesias en diversas fronteras. Allá donde llegaban las iglesias, la gente buscaba la protección del rey franco. Así pues, los establecimientos religiosos estaban abriéndole nuevas fronteras.

¿Por qué a él? En Europa, sólo había otros dos monarcas con igual poder. Uno era Tasilón, que sólo se ocupaba de agrandar su territorio bávaro; el otro, Abderramán, emir de Córdoba, era musulmán y, por tanto, pagano.

Sólo Carlos podía declararse caudillo del pueblo cristiano.

Al amanecer, cuando despertó de sus meditaciones y acudió a la capilla a rezar y cantar alabanzas a Dios, la idea había arraigado en su mente. Un día conduciría el ejército de los pueblos cristianos. Tal vez, incluso, llegaría a gobernarlos como monarca legítimo.

Tal pensamiento encajaba perfectamente con sus deseos de conquistarlos.