No mucho después, Alcuino, un amigo de Carlos, describiría su época como «esos días de desamparo en la era postrera del mundo».
Igual que la armonía había desaparecido hacía mucho en la vida familiar de Carlos, la seguridad de su reino dejó de existir en el momento de la muerte de Pipino. Tal vez el rechoncho monarca había agotado sus energías en aquellas últimas campañas contra las tierras del sur. Pero la frágil hegemonía que había establecido por la fuerza sobre media docena de pueblos bárbaros dependía de su propia personalidad y no hubo, después de él, autoridad reconocida que la mantuviera.
En todos aquellos años, el silencioso Pipino no había tomado ninguna decisión respecto a su sucesor. No había entregado país alguno a Carlos, ni a Carlomán, para que los gobernaran. Sólo el día antes de su muerte resolvió Pipino dividir el reino en dos partes y entregar una a Carlos y otra a su hermano menor. Según la voluntad del difunto, Carlos reinaría sobre las costas marinas y la frontera del Rin hasta los Alpes bávaros, al este. Carlomán conservaría el centro del reino, en torno a la Borgoña, con la brillante Toulouse y la fértil Provenza.
De este modo, Pipino ponía en manos del corpulento e impetuoso Palurdo la vigilancia y defensa de las fronteras mientras Carlomán, más capaz, mantenía el orden en el corazón de los dominios. Obedientes, los grandes señores de los francos escoltaron a los dos hermanos hacia el norte, elevando a Carlomán sobre sus escudos y coronándole rey en Soissons; lo mismo hicieron luego con Carlos en Noyon, justo al otro lado de la frontera entre ambos reinos.
Desde entonces, los dos hermanos no volvieron a mantener relaciones amistosas. La animosidad entre ambos sólo necesitó una chispa para convertirse en conflicto. Con Carlomán partieron los consejeros más sabios: Fulrado el archicapellán, el duque Auchero, el canciller y el joven Adalardo. No se menciona a ningún noble que se quedara con Carlos. A los veintiséis años, éste se encontró ostentando el título de rey sin proyectos concretos que llevar a cabo.
Puede que, en su desconcierto, confiara en su enérgica madre. Para Berta, la muerte de Pipino había sido una liberación que había puesto en sus manos el poder y la ocasión para desbaratar la empresa a la que Pipino había dedicado su vida. En lugar de un país de los francos gobernado por la voluntad de un solo hombre, Berta prefería la seguridad y la dignidad para sus dos hijos. ¿Por qué, entonces, no establecer alianzas o incluso vínculos de matrimonio con los gobernantes vecinos, más cultos? Es decir, con el brillante Tasilón y con el lejano rey de los lombardos. Para ella, era una solución muy sencilla y satisfactoria: cuatro reyes de la Cristiandad occidental, unidos por parentesco y lealtad e inspirados por la solitaria reina madre, Bertrada.
Carlos no puso reparos a estos planes y se lanzó a recorrer sus nuevas tierras con su hijo, el jorobadito. En su interior, sentía el vago deseo de proporcionar al pequeño Pipino los honores y la posición que él nunca había conocido, y Berta sabía más que él sobre los asuntos cortesanos. Así pues, quizás habría seguido cabalgando a lo largo de las fronteras al albur —en su primer decreto, sólo firmó «devoto defensor de la Iglesia»—, de no haber aparecido repentinamente un rebelde en las tierras del sur. Un tal Hunaldo surgió de un monasterio, como un espectro, para levantar la Aquitania contra los noveles monarcas arnulfingos.
Por fin, Carlos tenía algo concreto que llevar a cabo. Excitado, mandó aviso a su hermano para que acudiera con una fuerza armada después de la labranza de primavera y marchara con él contra el rebelde. Rápidamente, reunió los contingentes renanos y de la costa y partió al encuentro de Carlomán.
Pero éste, más cauto, no quería aventurarse en una batalla y parecía dar por sentado que la defensa de las fronteras era deber de su hermano. Carlos, testarudo, dejó a Carlomán para continuar solo, como había hecho Pipino. Por supuesto, no llevaba preparado ningún plan, pero la fortuna estuvo de su lado. Impaciente, se adelantó al resto de sus fuerzas con sus mejores lanceros a caballo, y Hunaldo, prudente, se retiró a las montañas de Gascuña.
Siguiéndole de cerca, Carlos hizo un alto tras cruzar el Carona, recordando que podía ser objeto de un ataque. Mientras erigía un tosco fortín de piedra, envió mensajeros al duque de Gascuña para advertir al noble sureño que le entregara al traidor Hunaldo, «pues he venido a Gascuña y no me marcharé sin él».
Era una baladronada soltada en un arranque impulsivo, pero la temeraria e inopinada cabalgada de Carlos había alarmado a la región, donde nadie conocía su verdadera fuerza. Muy pronto, el rebelde fue entregado, preso, a Carlos. Este celebró su buena suerte, agasajó a los hombres que le habían seguido con fidelidad y volvió a enviar a su enemigo a un monasterio.
Todo el episodio fue como una cacería en un bosque extraño. Y, cuando la pequeña partida de francos rodeó las montañas para emprender el regreso, Carlos avistó a lo lejos, al sur, las cumbres de roca gris de los Pirineos y la pequeña hendidura que señalaba el paso de Roncesvalles.
El hijo bastardo de Pipino podría haberse contentado con aquella fácil victoria, conseguida gracias a la velocidad de sus caballos más que al poder de sus espadas, de no haber sido por la intervención de su madre.
Los anales de los francos (y, cabe añadir, de los alemanes y franceses que les siguieron) abundan en noticias de las calamidades causadas por mujeres hermosas y llenas de energía. Muchos otros cantares, además de Los nibelungos, relatan la muerte de los más grandes guerreros debido a las rivalidades de sus Brunildas. Los arnulfingos siempre habían sido vulnerables al atractivo de las mujeres y todo indicaba que el sensual y vigoroso Carlos se parecería, en este aspecto, a sus antepasados. Nadie se daba cuenta de ello mejor que Berta, quien esperaba guiar a su hijo en el desempeño de sus obligaciones reales.
La reina madre había abandonado la tierra de los francos para emprender un largo viaje, trayéndole a Carlos una propuesta de matrimonio con una joven de estirpe real, princesa de los lombardos. Y, junto a la propuesta, Berta le planteó una política completamente nueva, ya puesta en marcha, que desbarataba cuanto Pipino se había esforzado en construir.
Los motivos de Berta estaban bastante claros. La principal preocupación de la reina madre era evitar el conflicto que se preparaba entre sus dos hijos. El testarudo Carlos no le perdonaba a Carlomán su deserción en la campaña de Aquitania, ni el hecho de que le reclamara la mitad de sus territorios boscosos en las Ardenas, y Berta intuía que, en una guerra, el corpulento Palurdo de voz chillona vencería al más educado monarca del Sena. Al propio tiempo, una esposa culta y refinada proporcionaría una mayor respetabilidad al tosco Carlos.
Berta, una mujer fuera de lo corriente, tuvo un éxito considerable en su viaje. Probablemente, había conseguido la ayuda de los poderosos nobles que aconsejaban a Carlomán para convencer a su hijo menor de la conveniencia de aliarse con su primo Tasilón, el bávaro, y con Desiderio, el rey lombardo. Uniendo a Carlos con una muchacha de la casa real de este último, pretendía atraer a su indócil primogénito a participar en aquella cuádruple entente.
Con este plan, Berta rechazaba la única alianza suscrita por su difunto esposo, que se había comprometido con el vicario de San Pedro. Pipino, en sus viajes a Italia, había derrotado con claridad a los lombardos, que aspiraban a convertirse en amos de toda Italia, Roma incluida. Pipino se había comprometido a proteger a la débil Iglesia más allá de las murallas de Roma, pero Berta había causado buena impresión incluso en la sede del Papado, donde había aparecido como peregrina al tiempo que daba a entender que acudía en misión de paz.
—Benditos sean los pacificadores —le recordó a Carlos mientras le contaba su triunfo. Lo que no le explicó Berta fueron las penosas consecuencias que podía tener para la Iglesia del gran apóstol. Casi con toda certeza, el lombardo Desiderio alabaría el plan de la mujer y le ofrecería su promesa de paz y bienestar, pues debió de considerar un regalo del cielo la posibilidad de librarse de la hostilidad de los peligrosos francos y de convertir a Carlos, el mayor de los hermanos reyes, en un yerno atareado en la pacificación de la lejana Aquitania.
—Las tierras del sur aún están agitadas, querido hijo —le aseguró a Carlos—. La princesa Désirée es muy frágil y tierna, así que debes ser cortés y considerado con ella.
Désirée, o Desiderata, no tardó en llegar a las tierras del Rin como futura novia, acompañada de un corro de cortesanos que hablaban en latín. Era una mujer bastante frágil, enfermiza, y poseía un orgullo que Berta había olvidado mencionar. Y la reina madre también había pasado por alto la circunstancia de que Carlos ya tenía una esposa.
A la devoción de Carlos por su madre se unía ahora, pues, la evidente necesidad de tomar en matrimonio a aquella muchacha de alta cuna que, además, le atraía.
De inmediato, el monarca despidió a la esposa de sus años mozos, Himiltruda, quien parece que fue una persona de escasas luces y, ciertamente, de nula significación en la ruda corte de los francos. En cambio, al contraer matrimonio con la princesa, Carlos conservó consigo al pequeño Pipino, el jorobado.
La novia lombarda llevó a tierras francas cierto refinamiento y unas exigencias sorprendentes. Tenía una sirvienta que se ocupaba de peinarla y varios pajes que acarreaban las bandejas de plata de la comida, e incluso poseía unos valiosos vasos de cristal. En su ajuar traía ropa de alcoba de seda y hablaba un latín culto y fluido.
Su real esposo, cuando se levantaba de la cama al amanecer, se ataba personalmente las cintas con que envolvía sus piernas, vestía ropas de cuero teñido sobre la blusa, inspeccionaba a pie establos y pocilgas, se hartaba de queso y de asado de venado y se escabullía de la alcoba para ir a rezar los laudes con una badana sobre los hombros. A su antesala acudían los pastores, los perreros y halconeros, porque no los apartaba de su lado. Désirée había tenido por hogar el palacio ajardinado de Pavía, donde los aposentos de las mujeres tenían baños romanos de paredes de mármol donde aguardaban masajistas. No existía en tierra de los francos ningún palacio semejante, ni verdaderas ciudades, y apenas más agua caliente que la de los manantiales termales donde el rey se bañaba desnudo con su grupo de seguidores.
Carlos dijo a Désirée que su sala regalis la esperaba en Ingelheim. Esta residencia real resultó estar separada de la plaza del mercado por una pared de madera junto a la que se apilaban montones de basura en los que hozaban los cerdos. La vivienda en sí conservaba algunos murales romanos rojizos de faunos persiguiendo ninfas y olía a los establos contiguos. Carlos había cultivado un huerto en torno a la casa, donde gemía una noria que hacía girar las piedras de un molino. El arroyuelo del palacio desaguaba en el estanque de los patos, donde el senescal real cuidaba también gallinas y refinados faisanes.
Las palomas revoloteaban entre los frutales y eran servidas en la mesa de banquetes sobre bandejas de madera. A Carlos le gustaba el venado aún humeante, recién sacado de los asadores que rezumaban grasa sobre el fuego del hogar. Según él, la ciudad de Ingelheim disfrutaba de la paz del rey, así como de la santidad de la tumba de un santo llamado Remi.
El techo que cubría a Désirée estaba sembrado de hierbas aromáticas que servían para aderezar las carnes y para desviar los rayos. Anónimos emperadores romanos en efigie de mármol adornaban el huerto, alegrados por los espléndidos pavos reales que lanzaban sus potentes reclamos antes del amanecer, cuando Carlos despertaba.
A ojos de Désirée, aquella sala regalis de Ingelheim era, en realidad, apenas una granja. El rey, su esposo, le prometió entonces llevarla a un paraje más hermoso, río abajo.
Y lo que hizo fue tomarla en sus brazos y conducirla al hediondo charco de un valle pantanoso llamado Aquis Granum, que él parecía considerar un verdadero edén. Una vez allí, Carlos se dedicó a contar las cabezas de sus rebaños, las aves salvajes que pasaban sobre su cabeza… A Désirée le pareció que incluso hacía recuento de los árboles de aquella espesura enmarañada que se reservaba tan estrictamente cómo territorio de caza. Y, allí donde iba, su grotesco jorobadito le seguía como una sombra.
En mitad de aquel impetuoso viaje nupcial, el notario del rey leyó a éste una carta sorprendente de la cancillería papal. La había escrito de su puño y letra el propio pontífice y estaba cargada de humanísima rabia. Iba dirigida a los dos hermanos reales, Carlos y Carlomán.
«Ha llegado a nuestros oídos algo a lo que no podemos referirnos sin que nos duela el corazón y es que Desiderio, rey de los lombardos, intenta convencer a Vuestras Excelencias de que uno de los dos debería unirse en matrimonio a su hija. Si tal cosa es cierta, es una verdadera sugerencia del Diablo… Resultaría una insensatez sin nombre que uno de vosotros, excelentísimos hijos e ilustres francos, quedara contaminado por una unión con esta raza traicionera y pestilente de los lombardos, los cuales no están citados entre las naciones, salvo por ser la tribu de la que han surgido los leprosos».
Estas palabras parecen el grito de un hombre fuera de sí. Y, ciertamente, los guardianes de la sede de San Pedro habían notado ya en toda su extensión las consecuencias de la política de Berta, puesto que sus enemigos, los lombardos, estaban adueñándose con toda desfachatez de las tierras y ciudades que le quedaban al Papado, sabiéndose con las manos libres ahora que tenían por aliados a los peligrosos francos.
Para Carlos, que no había salido nunca de su reino y poseía escasa información sobre los conflictos en el interior de Italia, aquello debió dejarle absolutamente perplejo. El final de la carta, sin embargo, supuraba resentimiento:
«Habéis prometido firme fidelidad a los sucesores de san Pedro. Sus enemigos serían vuestros enemigos; sus amigos, los vuestros…».
Sí, tal había sido el compromiso de Pipino. Y la carta hablaba del viaje a través de los Alpes que había realizado Esteban II para conseguirlo:
«[…] un viaje que mejor habría sido no hacer, si los francos van a unirse a los lombardos contra nosotros. ¿Dónde queda ahora vuestra promesa? […] Por eso os instamos a que ninguno de los dos hermanos tome en matrimonio a la hija del citado Desiderio, ni entregue a vuestra hermana, la noble dama Gisela, tan querida a Dios, al hijo de Desiderio; y que ninguno de los dos se atreva a repudiar a su esposa».
Para la mayoría de los hombres, esta enérgica protesta hubiera tenido poco peso frente a los hechos consumados: Carlos ya se había desposado con Désirée y, por tanto, había entrado en alianza con los lejanos lombardos. Pero el terco Palurdo seguía sus propios razonamientos y guardaba el vivido recuerdo de Esteban tembloroso en la nieve, del compromiso de Pipino, del chiquillo tullido que llevaba el nombre de Pipino…
Él, y no Carlomán, había repudiado a su esposa. La carta de Roma parecía dirigida sólo a él. Carlomán tenía algunos enviados en Roma y debía de estar al corriente de lo que sucedía allí.
Frente a la cólera de Carlos y lo que consideraba una traición, estaba su devoción por Berta y algo más. Había exigido que su pueblo, al cumplir los doce años, le jurara fidelidad como rey:
«Juro a mi señor, Carlos, el rey —qué bien conocía las palabras—, y a sus hijos que les seré fiel todo el resto de mi vida, sin engaños ni reservas».
De igual modo, a instancias suyas, los grandes señores también habían jurado fidelidad a su nueva reina, Désirée.
Meditabundo, Carlos continuó su viaje por el Rin con su esposa mientras la estación de la siembra iba llegando a sus casas de campo, en torno a la Pascua del año 771. En los monasterios, los peregrinos hablaban con sentimiento de algaradas y motines que aterrorizaban las calles de Roma bajo las maquinaciones de los lombardos.
Luego, llegaron otras extrañas cartas dirigidas por separado a Berta, a Carlos y a Carlomán, pero de contenido muy similar. El Papa les comunicaba con alivio que había superado con bien aquellos momentos difíciles gracias a la ayuda (¡precisamente!) del rey lombardo. «Sepa Vuestra Cristianísima Excelencia que el sobresaliente rey Desiderio, a quien Dios proteja, nos ha visitado con su mejor voluntad y hemos recibido de él plena y completa satisfacción de todos los derechos de la Santa Sede», decía a Carlos.
Pero éste no le creyó. Su instinto le decía que aquellas palabras eran falsas. Parecía mucho más probable que el agobiado y débil Esteban III hubiese capitulado ante los lombardos.
Parecía no haber nada que hacer. Aquella última carta absolvía de toda culpa, ciertamente, al rey de los francos. Y, además, todo aquel asunto no era de su incumbencia. Sin embargo, no consiguió quitárselo de la cabeza. Gisela se negó a casarse con un lombardo.
El Papa incluso felicitó a Carlomán por el nacimiento de un hijo. Las tierras de Carlomán lindaban con las lombardas y con las de Tasilón, que ahora reclamaba ser rey. Todos ellos se sintieron satisfechos con la situación, y Carlos, en solitario, difícilmente podía oponerse a los otros tres, a quienes cabía añadir a Désirée.
Pero su reacción, movida por la perplejidad y la frustración, fue impulsiva y absolutamente irrazonable. Comunicó a Désirée que se divorciaba de ella. Así, dejaba de ser su reina y su esposa.
La orgullosa mujer no permaneció un momento más en su casa. Ser despedida como una ramera por aquel hombretón de voz aguda y chillona era una vergüenza inimaginable. Sólo se quedó a preguntar la razón del divorcio.
No había ninguna. Era su voluntad repudiarla.
Désirée se marchó con sus servidores y cortesanos, sin detenerse a embalar la plata que había aportado en su dote. Como el suspiro de una tormenta, pasó río arriba camino de los Alpes.
La madre de Carlos le recriminó, con los labios apretados de ira, y hasta lloró al ver que no le hacía cambiar de idea. Desde aquel momento, Carlos no volvió a buscar su consejo. Ni volvió Berta a viajar para urdir nuevos experimentos diplomáticos. Las crónicas dicen que se dedicó a las buenas obras en la casa de religiosas de Prüm.
Ante el rey se presentó su joven primo Adalardo, pálido de furia. Imprudente, el muchacho expresó a gritos lo que pensaba:
—¡Eres una bestia! ¡Un asno de largas orejas tiene más sentido que tú! Te has convertido en adúltero. Y tanto de mí, como de todos los francos que hemos jurado lealtad a tu reina, has hecho unos perjuros.
Carlos no alzó la mano contra el muchacho. Pero tampoco mandó traer de vuelta a Désirée. Adalardo se marchó de la villa y no volvió a presentarse ante el rey hasta muchos años después.
Había una muchacha de trece años y cabellos oscuros, de nombre Hildegarda, que había llegado temprano a la feria de la cosecha de aquel año con su noble familia suaba. Carlos se fijó en ella entre la multitud que rodeaba a los músicos que celebraban su presencia, se desvió de su camino para saludarla y encontró su voz tímida y agradable. Su mano, cuando la tomó entre sus recios dedos, era firme y cálida. Los ojos de la muchacha le siguieron al alejarse.
Carlos pensó en Hildegarda y volvió su enorme cabeza hacia atrás con una carcajada:
—¡Soy el loco del Señor! —gritó al cielo.
Como la carta de Roma, las noticias de Corbeny llegaron con el eco de un trueno. Su hermano Carlomán, enfermo, estaba consumiéndose rápidamente.
Pero si la carta le había dejado perplejo y dubitativo, el enorme rey franco reaccionó resueltamente y con prontitud ante aquel mensaje. Tras convocar a halconeros y cazadores, se encaminó al sur a través de los bosques como si fuera a la busca de ciervos. Sin embargo, llevó también una fuerte escolta de soldados que habían cabalgado con él a través de la Gascuña.
Después, aguardó en una cabaña junto a la frontera de los dos dominios gemelos. No bien un guardabosques le llevó noticia de la muerte de Carlomán, reemprendió la marcha con sus seguidores.
En Corbeny se habían reunido los consejeros del difunto rey, todos ellos poseedores de gran renombre: el arzobispo, con Fulrado, el conde Guarino, el duque Auchero y los dos tíos de Carlomán que mandaban la hueste armada, Bernardo y Thierry.
Sin anunciar su llegada, Carlos se presentó en su reunión de noche. En el exterior de la sala, sus hombres armados esperaban junto a los caballos.
Cuando le hubieron dado la bienvenida, Carlos se plantó ante ellos y se limitó a declarar:
—Nuestro padre, Pipino, dio el gobierno a sus dos hijos. Ahora, también Carlomán nos ha dejado y, por tanto, el trono debe ser mío.
Algunos hablaron de los dos hijos de Carlomán. La parte del padre se transmitía a los hijos. Los pequeños tendrían un tutor que actuaría como regente hasta su mayoría de edad.
—¿Cuántos años transcurrirían hasta entonces? —preguntó Carlos, y movió la cabeza—. No.
Auchero, que poseía tierras en el dominio de Carlomán, se atrevió a replicar:
—Esos niños tienen una madre, casada como es debido y de buena familia.
Era como si recordara a todos los presentes el modo en que Carlos había repudiado a la hija del lombardo. Se cernió sobre la reunión la intensa sensación de un inminente duelo. Por unos instantes, Carlos permaneció callado, observando el fuego que se alzaba del centro de la estancia y el humo que escapaba en volutas por el respiradero del techo. Después, a ojos de los que le observaban, pareció relajarse.
Dio unos pasos hasta el silencioso Fulrado, tomó la mano del abad y le dijo sin alzar la voz:
—Has sido buen amigo del hijo de Pipino. Yo te digo: que tu palabra decida ahora por el reino de Pipino y sus descendientes.
Tras estas palabras, salió a esperar bajo el frío del patio. Les había sorprendido a todos, dando una novedosa sensación de responsabilidad. Todos esperaban oír palabras más duras.
Fulrado expresó su opinión de que, en aquellos tiempos agitados, el reino debía ser gobernado por una sola mano y, en consecuencia, por Carlos. Los dos tíos recordaron Aquitania y sumaron sus palabras a las del abad. Esta resultó ser la voluntad del consejo. Pero Auchero, que no sentía amistad por Carlos, fue en busca de la viuda, Gerberga.
Una vez que los consejeros dieron a conocer su decisión, la reina de Carlomán huyó con Auchero y los dos pequeños camino de Pavía.
—¿Acaso importa? —exclamó Carlos al saberlo. Parecía indiferente ante la fuga y no quiso mandar a detenerles.
—Importa, y mucho —respondió Fulrado muy serio.
Los dos pequeños, nacidos en el matrimonio, eran herederos legítimos de Carlomán y, en manos del rey lombardo, podían ser causa de problemas para las tierras de los francos en años venideros.
Pese a ello, Carlos no cambió su decisión. A una parte de él le parecía divertido que los descendientes legítimos de los arnulfingos terminaran como fugitivos de su país, dejando tras ellos a un mero bastardo y al hijo tullido de éste. Así pues, se echó a reír y movió la cabeza. Alguien debía tomar la responsabilidad, y ahora, merced a la providencia divina, sólo quedaba él para asumirla. No, el reino había venido a sus manos; el resto no importaba.
Así parecía pensar, pero ¿hasta qué punto había valorado las circunstancias y los problemas de la situación el primogénito de Pipino?
Siempre había actuado como un loco, como si obedeciera a un impulso. Se había deshecho de dos esposas sin ninguna causa y, al repudiar a Désirée, había sembrado la semilla de una enemistad a muerte en el fecundo antagonismo de los orgullosos lombardos. Se había apoderado de la herencia de su hermano y, en una nueva locura, había conducido a los hijos de su hermano a manos del propio enemigo que mejor podía usarles como rehenes. Además, sus acciones abrían una disputa familiar con su primo Tasilón, casado con una hermana de Désirée.
No; su primo Adalardo había dicho la pura verdad: su conducta brutal le convertía en adúltero y a los nobles francos en perjuros. (Y los cronistas del reino de Carlos en años posteriores intentarían encubrir su grosero comportamiento denominando a Himiltruda su amante y explicando que se había divorciado de Désirée porque era enfermiza e incapaz de tener hijos. Esto último no era cierto, ya que la reina fugitiva murió de parto poco después de llegar al palacio de su padre. El segundo hijo de Carlos tuvo este triste destino).
Al parecer, Carlos actuó movido por la furia cuando advirtió su error al haber seguido los consejos de su madre. Su hermano menor, el cauto Carlomán, había sido más inteligente. Desde luego, los consejeros más ancianos habían tomado partido por Carlomán. Pero Carlos, con toda su locura, había conseguido vencer la alianza de los grandes señores que se disponían a abandonarle en la reunión de Corbeny. Con la súbita fuerza de su irrupción, les había tomado por sorpresa. Luego, con su sorprendente docilidad al dejar la decisión sobre su causa en manos del archicapellán y abandonar la sala, les había llevado a decidirse por él. Más tarde, los nobles dirían que les había hechizado. Carlos poseía este don de ganar amigos de toda condición.
Su terquedad se endureció hasta convertirse en una voluntad inflexible. Este hombre fuera de lo corriente conseguía siempre su propósito, fuera mediante lisonjas, juegos de manos, insistencia o por la fuerza. Antes había hecho tomar juramento de fidelidad a su propio pueblo. Ahora, impuso el mismo juramento al pueblo de Carlomán, «a todos los varones de doce años cumplidos». Muchachos que arrojaban palos para hacer caer las bellotas con que alimentar a los cerdos tenían que jurar fidelidad a Carlos. O, al menos, se les exigía que lo hicieran.
Esta exigencia es un hecho sin precedentes que, por cierto, no volvería a darse hasta muchos siglos más tarde. Por supuesto, en esa época, un muchacho o una chica de doce años estaban maduros para el trabajo, para portar armas o para tener hijos; es más, a dicha edad ya habían consumido la mitad de su esperanza de vida. Sin embargo, hasta entonces, únicamente los señores de la tierra habían prestado tal juramento al rey. Carlos, en cambio, había convocado a todo su pueblo a convertirse en fideles, leales sólo a él. Si relajaban esta fidelidad, como sucedía hasta entonces con gran frecuencia, cometerían delito de deslealtad. Pero el pueblo no entendió de inmediato las consecuencias de aquello.
Quienes se tomaron más en serio el nuevo compromiso, cosa extraña —y la locura de Carlos iba a provocar bastantes hechos sorprendentes—, fueron los rebeldes del sur, los aquitanos. Tal vez por ser antiguos enemigos, habrían reflexionado más detenidamente respecto a prestar un juramento de fidelidad que los pueblos del reino, los francos, borgoñones, suabos y demás, o quizás apreciarían algún atractivo en el errático Palurdo, aunque lo más probable es que guardaran un recuerdo demasiado vivo de la destrucción causada por las ocho campañas de Pipino. Fuera como fuese, los veleidosos galorromanos de antaño —los gascones y provenzales del futuro— prestaron el juramento de los fideles y se abstuvieron de conspirar contra Carlos, pese a que muchos francos, incluso de la propia familia real, iban a hacerlo.
Mientras, en el mes de los pastos de la siguiente primavera, el año 772, después de librarse del asesoramiento de su madre y de haber agitado el avispero de intrigas que actuaba contra él en Italia, Carlos inició su tarea de gobernar todas las tierras de los francos: contrajo matrimonio con Hildegarda, la de los ojos oscuros, y emprendió una expedición contra los sajones paganos del otro lado de la frontera del Rin.
Hildegarda demostró una notable habilidad y presteza de muchacha bien educada para las tareas de las mujeres: hilar, llevar las cuentas de las posesiones del rey, proveer de abundante carne los asadores en invierno o en época de hambre, tejer prendas útiles para ella —no las delicadas sedas de una princesa extranjera— y quedar pronto embarazada. Además, siendo joven y de buen carácter, era cariñosa con el pequeño Pipino. Carlos se sintió satisfecho de gozar de tal felicidad hogareña cada vez que decidía acuartelarse; en consecuencia, propuso a su nueva esposa que le acompañara en todos sus viajes y ella accedió.
Sin embargo, aquel verano, Hildegarda no cruzó a territorio de los sajones. Ni siquiera Carlos se atrevió a llevar a su esposa a aquella sucesión de bosques, pantanos y escarpados montes donde les aguardaba el odio de los paganos. Emparentadas con los francos germánicos, y más bárbaras incluso que éstos, las tribus sajonas no dejaban de hostigarles un solo momento, igual que hacían los francos con ellos. Tras esta disputa perpetua subyacía la devoción de los pueblos sajones por los antiguos dioses, a quienes los francos bautizados consideraban ahora unos demonios.
Pero aquella terca enemistad de los sajones escondía también otra motivación de la que Carlos aún no se había percatado. La tierra de los sajones se extendía desde las oscuras cumbres del Harz hasta la costa báltica; aquél era el hogar de su pueblo, su último refugio. Al defenderlo contra el belicoso Carlos Martel, habían luchado por su propia tierra. En consecuencia, las partidas de francos habían quemado aldeas, robado ganado y grano ya recolectado y capturado algunos prisioneros para convertirlos en esclavos, pero no se habían apoderado ni de un solo valle. Pipino, el organizador, había dejado bastante tranquilos a los sajones durante los últimos quince años.
Resulta fácil afirmar que Carlos, el nuevo rey, condujo a sus inquietos nobles aquellos primeros días de julio en una simple correría para desentumecer los músculos, en lugar de arriesgarse en una expedición a otra parte. Tales razzias de «venganza y saqueo» —como gustan de llamarlas los anales— eran bastante comunes. Tal vez Carlos lo tuvo en cuenta, pero de momento seguía planificando poco sus movimientos y, más probablemente, actuó como represalia por la quema de una iglesia fronteriza por aquellos paganos.
Sin embargo, no fue por casualidad que en esta ocasión obtuviera un extraño y sonado éxito. Así como todos los anales de los francos mencionaban el año «en que llegó el órgano», este verano quedaría en las crónicas como aquel en que Carlos «derribó el Irminsul».
El neófito rey condujo con cautela a sus jinetes y a sus arqueros de a pie por las riberas de los ríos más allá del Rin, adueñándose del grano y los cerdos que encontraba en los claros y pendiente de las emboscadas cuando el bosque se cerraba. Los sajones habían aprendido a fabricar y utilizar ingenios de guerra romanos. Carlos los expulsó de una cumbre protegida por empalizadas y buscó el lugar escondido del Irminsul, que el fortín defendía.
El camino les condujo, siguiendo un torrente, hasta un valle oculto donde se alzaba, como una columnata, un bosquecillo de poderosos árboles. Allí, en aquella arboleda, habían emplazado los sajones su santuario, el lugar de los sacrificios cruentos y las adivinaciones, ahora desierto. Llevados de la curiosidad, los renanos la exploraron mientras los guerreros veteranos como Keroldo estaban atentos a la menor señal de emboscada, pues en el silencioso corazón del bosque se alzaba Irminsul, el dios árbol de los sajones.
Aquel bosque silencioso y aquel tronco enorme tallado como una cabeza sin ojos resultaban un tanto sobrenaturales. Carlos estudió el ídolo mientras sus hombres registraban las chozas de los sacerdotes en busca de tesoros, sin encontrar gran cosa.
—Derribadlo —les ordenó a continuación.
Las hachas trabajaron largo rato hasta que el enorme tronco cayó sobre las cabañas del lugar sagrado, destrozándolas. Y entre los restos brilló entonces el oro y la plata de las monedas y objetos que las tribus de los bosques habían ocultado allí. Un espléndido hallazgo.
Con una carcajada, Carlos dijo a los suyos que habían encontrado la recompensa por haber derribado el Irminsul. De inmediato, repartió entre sus seguidores el botín descubierto, conservando un tazón de plata como regalo para Hildegarda. El tazón tenía grabada en su superficie una tosca columna que recordaba el Irminsul, y Carlos quería ofrecer a su joven esposa una prenda del éxito obtenido. Había vengado la quema de la iglesia franca. A finales del verano se dejó notar la sequía y los torrentes de los bosques se redujeron a canales de fango. Carlos ordenó a su pequeña hueste regresar hacia el Rin. Camino del río, cuando hombres y monturas ya padecían sed, unos intensos chaparrones les aliviaron.
Los sacerdotes que iban con Carlos dijeron que aquella lluvia en la espesura procedía de la mano de Dios. A la riqueza obtenida del Irminsul, se añadía la dádiva de un aparente milagro.
Carlos consideró que la marcha estival había sido, cuanto menos, extraña. Con las primeras nieves, despidió a sus hombres para que cada cual se ocupara de su hacienda y se reunió con Hildegarda en el salón de Thionville. Desde la Navidad hasta el final del deshielo de primavera, por Pascua, los francos hibernaron en sus granjas, pues la nieve cerraba los caminos.
Así pues, Carlos reposaba satisfecho junto al fuego y a su esposa cuando llegó, salido de las ventiscas, un hombre llamado Pedro. Este Pedro había llegado de Roma a tierras de los francos viajando por mar, pues no habría podido hacerlo de otra manera. Y no era el tiempo invernal lo que le había impedido cruzar los Alpes, sino la enemistad de los lombardos.
—Pues el rey, Desiderio, tiene ahora bajo su protección a Gerberga, la esposa del hermano de Vuestra Excelencia, y a sus dos hijos. El rey de los lombardos se ha apoderado de las ciudades de San Pedro fuera de Roma y amenaza con invadir ésta y adueñarse de la ciudad.
Los lombardos habían actuado mientras Carlos estaba en los bosques sajones. Las tribulaciones de Roma y de su Papa quedaban muy lejos de la vida del rey franco en su villa. Y, sin embargo, evocaban demasiados hilos en la urdimbre de su vida. El compromiso de Pipino, la fugitiva Gerberga, su propia marcha bajo la tormenta al encuentro del anciano Esteban, veinte años atrás… Carlos percibía todos aquellos vínculos intangibles del pasado. Como le había advertido Fulrado, tenían importancia, y mucha.
Sin embargo, en San Pedro había un nuevo vicario de Cristo, de nombre Adriano. Carlos no sabía nada de él, salvo que Pedro afirmaba que el papa Adriano había desafiado a Desiderio respondiendo que no se encontraría con el lombardo de igual a igual y que no entregaría su ciudad de Roma.
Pero Pedro no contó a Carlos que Adriano había intentado, primero, razonar con los lombardos, y que luego había apelado en vano al lejano emperador de Constantinopla antes de recurrir, en un acto de desesperación, al bárbaro rey franco.
Carlos meditó sobre aquellas palabras junto al fuego. Después, envió mensajeros a los caminos con la orden real a sus nobles de que acudieran al Campo de Mayo con armas y provisiones para una marcha a los Alpes.
Estaba seguro de que pocos accederían a hacerlo.