Después de las vigilias de Tomás, el apóstol, el muchacho fue enviado por primera vez a una misión por su cuenta. La nieve y el fango hacían difíciles los caminos ese invierno del año 753.
Hasta aquel momento, nunca se le había concedido grupo armado al que mandar ni poseía tierra alguna, tanto de campos de labor como de bosque, a su nombre. Tenía entonces once años cumplidos y era muy alto y delgaducho, aunque la amplitud de sus hombros y los grandes huesos de sus manos indicaban que sería un hombre de gran fuerza. Llevaba el cabello muy corto y de su cuerpo aún torpe surgía una voz aguda y penetrante.
Normalmente, la gente le conocía como «ese hijo de Pipino el Breve». Quienes por alguna razón le odiaban preferían llamarle «el Palurdo», apelativo que le cuadraba bastante, pero su verdadero nombre era Carlos.
Al encomendársele la misión, el muchacho aseguró al instante que, con nieve o sin ella, emprendería a toda prisa la empresa de salir al encuentro de los visitantes que llegaban por el paso de los Alpes a la tierra de los francos. Tras echarse una capa de piel de oveja sobre la túnica de cuero, salió a caballo de la corte de Pipino, en la antigua villa de Theodo (Thionville). Olvidó llevar presente alguno a los insólitos visitantes, aunque se acordó de llevar buenos caballos de refresco, uno para cada miembro de la partida. En cuanto a los jinetes, Carlos sólo escogió a Keroldo, el soldado, y a los guardabosques que le habían acompañado el día anterior a cazar venados. Al no tener a señores ni vasallos que le hubieran jurado fidelidad, el voluntarioso muchacho se juntaba habitualmente con mozos de cuadra y cazadores para charlar y beber y para bañarse cuando el verano templaba los ríos.
Cuando desapareció con su séquito por el embarrado sendero entre la ventisca, algunos de quienes le vieron marchar se echaron a reír y comentaron con ligereza que el Palurdo había salido a dar la bienvenida al pastor apostólico de San Pedro, al propio Papa, como si fuera en persecución de un ciervo. Pipino, por su parte, no dijo una sola palabra de censura o de alabanza. El severo Pipino, rey de los francos, era partidario de mantener a su primogénito a su lado, de vigilarle, antes que enseñarle o aconsejarle. Si este estricto proceder de Pipino era acertado o errado, nadie podía saberlo con certeza.
A marchas forzadas y cambiando la silla a los animales de refresco cuando el barro hasta las rodillas agotaba a los caballos, Carlos, el príncipe, y sus hombres del bosque siguieron hacia el sur con el sol bajo en el cielo y pronto llegaron a la posada situada a treinta leguas. El joven cabalgaba contento de estar solo, sin la compañía de Fulrado, el abad, o del condestable, que le invitaran a tener prudencia. Aquélla era la primera misión que su padre le encargaba.
Alegres, los jinetes avanzaban cantando mientras el vapor de los caballos en pleno esfuerzo se alzaba de su lomo y se perdía en la niebla. El sexteto que le seguía se sentía afortunado porque el joven príncipe era un muchacho alegre.
La suerte, decía éste, cabalgaba con los arnulfingos. Pues Arnulfo, el fundador de aquella familia, había pedido una señal. Había arrojado su anillo del sello al río Sena diciendo que, si volvía a sus manos, sería una señal de que llegaría a mandar sobre sus camaradas. Pues bien, la joya desapareció en el agua. Sin embargo, años después, en la mesa de Arnulfo se abrió un pescado y de su vientre cayó el anillo. Sin duda, Dios había querido que fuera tal señal.
Keroldo, el hombre de armas, contaba así una anécdota:
—Al llegar al siguiente río, no encontrábamos un vado y la oscuridad empezaba ya a cubrir el cielo y la tierra. Cuando Carlos procedía a subirse los pantalones, un ciervo blanco saltó al agua delante de él con los cuernos relucientes como el oro bajo el sol. Allí donde el venado blanco había entrado en el agua, Carlos le siguió. Y os aseguro que allí había un vado. Pocos de quienes lo cruzaron llegaron a mojarse los calzones.
En muchos aspectos, igual que en estas historias de taberna, los recuerdos de Carlos estaban vinculados a ríos, cuando no a cacerías. Al joven le gustaba oír a sus camaradas alabar su buena fortuna, puesto que no tenía confianza en su propia habilidad, o en sus conocimientos.
Cuando, avanzado el día, llegaron a la posada situada a treinta leguas, el muchacho pensó que la suerte le había acompañado de nuevo. Gran número de caballos se apretujaba junto a los almiares y el establo, lo cual llevaba a pensar que los reverendos visitantes de Roma habían llegado ya hasta allí.
Sin embargo, a la puerta de la posada encontraron al noble Auchero, jefe guerrero que había viajado a Roma siguiendo órdenes del rey Pipino.
—¿Viene muy lejos tu padre? —preguntó cuando reconoció al larguirucho Carlos.
Auchero, señor feudal hábil y áspero de trato, no dio título ni rango alguno al referirse a Pipino.
—El rey no viene. Me ha enviado por este camino para salir al encuentro de Esteban, el pastor apostólico de Roma. ¿Dónde está?
A Auchero no le gustó la respuesta. Contempló largamente al muchacho y explicó que Esteban y su séquito de San Pedro habían tenido una difícil travesía de las montañas y venían a marcha lenta desde el monasterio de San Mauricio, donde uno de los viajeros había muerto.
Auchero y sus hombres ocupaban los dormitorios del piso superior de la posada y no hicieron el menor gesto en ceder su lugar a Carlos y los guardabosques de éste. El noble se limitó a declarar abiertamente que no era cortés ni adecuado por parte del rey de los francos enviar únicamente a su hijo y unos hombres del bosque, sin regalos, para dar la bienvenida al Papa.
A esto, el muchacho reaccionó con una respuesta rápida e irritada. No se alojaría en la posada donde Auchero se había instalado con tal comodidad. Le habían encargado que fuera al encuentro de los distinguidos visitantes y seguiría cabalgando para cumplir la misión.
Auchero regresó junto al fuego murmurando una palabra: «Palurdo».
La nieve oscureció el cielo y el frío les caló las manos y los pies cuando continuaron la marcha. Las fatigadas monturas se alejaron del establo y del heno chapoteando pesadamente. Keroldo y los guardabosques no dijeron nada porque eran hombres de Carlos, leales y comprometidos a obedecerle.
Cuando anocheció y el bosque se hizo más cerrado a su alrededor, se detuvieron a descansar. A Carlos no se le ocurría dónde buscar refugio, pero no estaba dispuesto a volver atrás y echarse a dormir junto al fuego sobre las piedras del suelo, mientras Auchero lo hacía sobre el heno en el piso de arriba. El príncipe era un joven testarudo.
Entonces, de pronto, se echó a reír y dijo:
—Desde luego, queridos amigos, éste sería un buen momento para que apareciera ese ciervo blanco y nos mostrara el camino que hay que seguir.
Tras esto, continuaron avanzando con más ánimo, gracias al buen humor de Carlos. Fue como aventurarse a través de la oscuridad que cubrió Egipto, hasta que uno de los guardabosques señaló el débil resplandor de una llama delante de ellos, que tomaron por el fuego de alguna casa solariega.
Sin embargo, observaron enseguida otras luces en el camino, que resultaron ser las antorchas de una comitiva en movimiento. Carlos y su partida se detuvieron porque no eran suficientes como para enfrentarse a un grupo tan numeroso; probablemente, eran saqueadores que se desplazaban al amparo de la noche.
Entonces, Keroldo masculló un juramento:
—¡Con ciervo o sin él, que me quede ciego ahora mismo si ése no es el reverendo sucesor de San Pedro!
Y, en efecto, así resultó ser. La escolta del Papa, sorprendida por la llegada de la noche, seguía avanzando a ciegas por el camino hacia el refugio. Carlos olvidó la fatiga con su gran excitación. ¡Aquello sí que era una suerte extraordinaria!
Cuando los viajeros supieron que el muchacho les traía los saludos de los francos, lo condujeron ante una figura embozada que montaba un caballo blanco. Carlos oyó una voz cansada que preguntaba dónde estaba el rey.
Carlos desmontó, trastabillando de nerviosismo, e intentó explicar que Pipino, hijo de Carlos Martel, aguardaba la llegada del pastor de Roma en una cálida mansión de Thionville. Después, sin saber qué más añadir, aguardó ansioso mientras otra voz repetía sus impulsivas palabras en el claro latín de los libros.
Los abrigados romanos mostraban evidente recelo ante el hecho de que no hubiera salido a recibirles el propio Pipino. Esforzándose en entender su extraña manera de hablar, el muchacho comprendió que había sido una grosería enviarle a él y a sus hombres para dar la bienvenida al tal Esteban. Este hablaba en susurros, con una voz temblorosa debido a los vientos y los fríos de la travesía de las montañas.
Entonces recordó que se había presentado sin ningún regalo que ofrecer y notó cómo la sangre caliente le latía de vergüenza en las venas.
—Señor Papa —clamó entonces con voz estridente—, habría querido traeros regalos de telas finamente tejidas y de oro precioso, pero no poseo otra cosa que mis armas de caza y libros… y de estos últimos, muy pocos.
Un rostro enmarcado por una capucha de piel, descolorido y fatigado bajo la luz de la antorcha, se inclinó a examinarle.
—Valeroso muchacho —hizo traducir el viajero—, ¿por qué hablas de regalos? Me basta, Carlos, con que hayas venido a través de estos bosques vírgenes a estas horas de la noche para guiarnos. ¿Podrás conducirnos a un refugio?
A Carlos, en su vergüenza, le consoló escuchar que aquel gran señor apostólico pronunciaba su nombre con la nítida sonoridad de una campana: Carolus.
Jamás olvidaría aquel bendito sonido. Mientras volvía a pasar a caballo ante los lanceros de la escolta papal, iba pensando en ello. Había sido redimido de su vergüenza.
Y, a continuación, se echó a reír, conteniéndose a duras penas para no estallar en una sonora carcajada. Keroldo se adelantó al resto de su partida y, al llegar a su lado, le cuchicheó:
—¿A qué viene esa risa?
—Estaba pensando en el noble Auchero —respondió Carlos—, en cómo vamos a hacerle salir de su abrigado y confortable nido en la hora más fría de la noche para dejar sitio a todos estos obispos, presbíteros y clérigos.
Su carcajada resonó, estentórea, por el camino silencioso cubierto de nieve.
Esta primera misión de Carlos finalizó pasadas las fiestas de Navidad que marcaron el primer día del año 754 de Nuestro Señor. Después de avistar el humo que salía de los húmedos techos de las casas de Thionville, no tardó en distinguir junto al camino a Fulrado, el archicapellán, envuelto en sus ropajes y acompañado del condestable, que venía armado y ataviado con su armadura.
Al llegar a la vista del arco hundido de la antigua puerta romana, advirtió la presencia de su padre, que aguardaba a la comitiva luciendo un manto nuevo azul celeste y la espada con la cruz de oro en la empuñadura. Para sorpresa de Carlos, Pipino apeó su rechoncho cuerpo de la silla de montar y avanzó por el fango para sujetar las riendas del caballo del Papa y guiarlo hacia la entrada, como si fuera un criado.
—Alguien tendrá que pagar por todo lo que Pipino está haciendo —murmuró Auchero.
Carlos movió los pulgares en gesto de mofa ante aquel comentario despreciativo.
Sin embargo, cuando todos hubieron asistido en el cálido salón al encuentro de los dos señores, el lego y el hombre de Iglesia, y entraron en la capilla para elevar una plegaria de agradecimiento por la feliz llegada de Esteban tras el largo viaje invernal, sucedió una cosa extraña.
El agotado viajero, el propio Papa, hincó la rodilla ante Pipino en las gradas del altar.
—Rey de los francos —dijo entonces el anciano—, aquí me tienes suplicante. No aceptaré tu mano para incorporarme hasta que prometas ayudarme frente a mis enemigos.
Tal vez estaba demasiado cansado o tal vez era, simplemente, un anciano angustiado, pero lo cierto fue que las lágrimas brotaron de sus ojos y resbalaron por sus enjutas mejillas. Carlos deseó ver a su padre levantar a Esteban con emocionada prontitud.
Sin embargo, Pipino permaneció impasible, con el mentón echado hacia delante. Su postura denotaba fuerza en el cuerpo y cautela en la mente. Durante unos instantes, el lloroso vicario y el meditabundo hombre de armas formaron una escena como la de las figuras del mosaico detrás del altar. La imagen de aquella escena quedó grabada en la mente de Carlos.
Después, sin decir palabra, Pipino alargó los brazos y ayudó a levantarse al viejo Esteban.
Terminada su misión, Carlos regresó a sus tareas en palacio, que hasta entonces no consistían en otra cosa que en dejar pasar los días como hijo bastardo de Pipino.
Pipino el Breve no era rey por derecho de nacimiento. Igual que con anterioridad los arnulfingos, aquel oscuro y discreto noble había sido maese —o, como otros decían, mayordomo— de palacio y primus ínter pares del reino de los francos, cuyos nobles aún mantenían juramento de fidelidad al rey legítimo, el último de la línea merovingia.
Ciertamente, era Pipino quien había llevado a cabo la auténtica tarea de gobierno, con presteza y mano dura, mientras que el último de los merovingios se había limitado a presentarse ante la asamblea cada año, conducido desde su casa solariega en la carreta ceremonial tirada por esforzados bueyes que guiaba un campesino de largos cabellos. Allí, el pelirrojo merovingio, gordo y holgazán, presidía la reunión de su pueblo y daba su consentimiento a las cosas que sus súbditos habían hecho o deseaban hacer.
Dos años antes, los demás nobles francos habían podido ponerse de acuerdo y juramentarse para escoger a otro como mayordomo de palacio, pero Pipino tenía ya el respaldo de una aguerrida guardia y de las huestes armadas de los francos, que le habían seguido cada año en las campañas guerreras. Así, había conseguido conservar su poderoso cargo gracias a sus dotes para utilizarlo. Al mismo tiempo, había enviado un mensajero a Roma para plantear una pregunta al Papa: «¿Acaso el que tiene el poder en un reino no debe tener también el título que le corresponde?». La respuesta del pontífice había sido afirmativa.
Y así era como el último merovingio, el casi olvidado Childerico III, había sido conducido aquel año no a la asamblea de los francos, sino a un monasterio del bosque. Transportado en su carreta, había sido apartado de su confortable finca, de sus cocineros y de sus mujeres, para ver afeitados sus cabellos rojizos. Entonces, la asamblea había aclamado rey a Pipino; el santo Bonifacio había depositado la corona de oro batido en su redonda cabeza morena y, durante dos años, había gobernado como monarca.
Sin embargo, los grandes nobles como Auchero no habían reconocido nunca el ascenso de Pipino al trono y le seguían considerando uno más entre ellos. Le obedecían por la fuerza, no por propia voluntad, en tanto Pipino, hijo del guerrero Carlos Martel, gobernara bien para el pueblo cuyo trono había usurpado.
En aquellos días ingratos en los que el mundo cristiano parecía hundirse para siempre en las tinieblas, todos los pueblos francos guardaban el recuerdo de una época remota, de una edad de oro en la que los primeros merovingios les habían conducido desde las orillas del mar, cuando el oro abundaba y el comercio era activo a lo largo de unas rutas de las que no habían desaparecido por completo los vestigios del Imperio Romano. Los viejos tiempos de prosperidad e incluso paz…
Nadie había instruido al Palurdo en tales cosas. Lo que el muchacho sabía le había llegado en fragmentos de relatos escuchados en la silla de montar, o en cuchicheos mientras permanecía durante horas interminables tras la figura de su padre. Desde primera hora de la mañana hasta la comida de mediodía, Pipino le hacía asistir a las audiencias y escuchar las peticiones y quejas que el pueblo presentaba a la merced del monarca. Tal era el riguroso sistema de enseñanza que Pipino empleaba con el muchacho.
Su madre insistía en el estudio de los libros sagrados, pero Carlos sólo podía acudir a los libros y a los diáconos que instruían a los muchachos en la escuela de palacio durante la hora de la siesta, después de la comida, y antes de acostarse. Y, como los diáconos solían estar amodorrados por la carne y el vino, pasaban por alto la ciencia de los números («Si tienes treinta castañas y comes cinco cada día, ¿cuántos días de la semana te durarán las castañas? Hasta el día de descanso del Señor») y la ciencia de las cosas físicas («¿Qué es la luz? La antorcha que lo revela todo»).
Lo único que tenían que aprender los muchachos era la respuesta a las preguntas. En retórica, leían en voz alta pasajes de los libros sagrados: «Llora por Saúl, que te vistió de escarlata […] que puso ornamentos de oro sobre tus ropajes». Así leían cómo había muerto Saúl y cómo había encontrado Sodoma su castigo.
Pero esas respuestas de las lecciones y esos sucesos milagrosos de los libros no tenían, para el muchacho, nada que ver con el revuelo de seres humanos que rodeaba a su padre.
Cada día, además, recibía entrenamiento en el uso de las armas, que había recibido de Bernardo, su tío. Después de que Fulrado las bendijera en el altar, Carlos se había arrodillado para tomar de sus manos el puntiagudo escudo de hierro, la larga espada con el cinto y la liviana lanza de madera de fresno. Ahora, en las tardes de verano, un viejo soldado al servicio del condestable le ejercitaba con la espada y el escudo y el scramasax, el pesado machete curvo que se usaba para parar un golpe o para asestar una rápida estocada. Gracias a sus largas extremidades, el muchacho podía mantener el escudo separado del caballo sin dificultad y agarrarse firmemente a la montura con las piernas; sin embargo, era demasiado torpe para, al galope, arrojar la lanza con precisión a una diana.
—Suelta un jabalí —gritaba a su preparador— y verás cómo lo abato con una de mis lanzas de caza.
Las armas de caza, las jabalinas y el pequeño arco con sus flechas cortas y largas, resultaban familiares a sus fuertes manos y el muchacho se sentía confiado con ellas. En cambio, la pesada punta de hierro de la lanza de guerra no servía para abatir a un jabalí en plena carga.
—Sí —gruñía el veterano de guerra—, pero el jabalí de Su Señoría no lleva escudo.
Esto enfurecía a Carlos, quien sabía que podía competir con los jinetes más rápidos.
Después de verle en una de tales prácticas con sus armas, Bernardo, comandante de las levas de francos del este, sacudió la cabeza en gesto de negativa, tan callado como Pipino. Se frotó el mentón y declaró:
—Joven camarada, tienes habilidad pero te falta cogerle el truco.
—Si Su Excelencia me manda una tarea, la cumpliré.
Los ojos grises de Bernardo reprendieron al muchacho por su irritada respuesta.
—¡Esto es más que una tarea! Un hombre del norte no considera una tarea manejar un bote. Un huno, por su parte, nace para la silla de un caballo.
—¿Y acaso un franco no…?
—Un franco nace para el bosque.
Cuando Carlos dejaba atrás los últimos pastos, con los frutales y los nogales, y penetraba en la penumbra del bosque, se sentía a la vez alerta y descansado. Allí era capaz de seguir el rastro de un ciervo entre los robledos más espesos. Con el rabillo del ojo descubría las ardillas que se escondían al otro lado de los troncos y el rápido cambio de sombras que revelaba la furtiva retirada de una pantera. Los perros que batían las laderas le hablaban, avisándole con excitación.
El muchacho era un maestro en aquellas sendas de bosque. Sutiles indicios le conducían hacia un venado de grandes cuernos o hacia un oso dedicado a buscar comida. Se mantenía orientado por instinto, seguro de encontrar el camino de vuelta. Y, si decidía dormir una noche al raso, sabía encontrar un riachuelo y encender una fogata.
Los bosques se habían hecho enormes, avanzando laderas abajo desde los oscuros abetos de las alturas hasta invadir las tierras de labor de los valles, pues nadie se había opuesto a su marcha durante siglos. A menudo, el muchacho descubría en su espesura las ruinas de algún caserío abandonado.
Sus monteros creían que el Jinete Negro aún cabalgaba por aquel Wald y que en las alturas, con la luna nueva, podían verse los fuegos de los aquelarres de brujas. Había doncellas elfas que vigilaban desde las fuentes, donde el laurel se mezclaba con robles de extensas copas. Sobre todo, cuando la luna llena pendía en el cielo como un faro…
Aquel verano, antes de la recolección, Carlos descubrió qué había tenido en mente Pipino cuando había tendido su mano al suplicante Esteban, comprometiéndose a ayudarle. Después de la asamblea del Campo de Mayo, la corte se dirigió a París. El muchacho emprendió el viaje con alegría, pues el río Sena estaba lleno de mújoles y otros peces retozones.
Los grandes nobles pudieron acompañar al monarca sin problemas, pues ya habían terminado de labrar y sembrar sus tierras. Pipino instaló a su familia en el ruinoso palacio de Juliano, en la colina próxima a la isla de París. Los derrocados reyes merovingios —en especial Dagoberto, que estaba enterrado allí— habían proyectado convertir París en una gran ciudad pero, tal vez porque no querían seguir los pasos de la dinastía apartada del poder, los arnulfingos, menos cultos y refinados, habían descuidado de nuevo la isla, que volvía a estar cubierta de zarzas y a ser más conocida por su nombre romano de «la Embarrada».
Por primera vez en su vida, Carlos tuvo en este palacio de Juliano el Romano una habitación para él solo. El abad Fulrado, con su habitual despliegue de energía ante la llegada de la familia real, le explicó a Carlos que, mucho tiempo atrás, las tropas romanas habían aclamado emperador a Juliano en aquel mismo lugar. Era Fulrado, más que su padre, quien trataba de instruir al muchacho en el conocimiento de aquellos sucesos de antaño. Pipino, muy ocupado cuando no se encontraba dedicado a meditar, se impacientaba al apreciar que Carlos no comprendía aquellas cosas.
Al muchacho le importaba más la incomodidad del suelo de mosaicos de su nueva estancia bajo la capa de dormir, pero por las noches solía escabullirse por una grieta de la muralla para tumbarse en la hierba, donde podía escuchar el murmullo del río e inspeccionar, antes de que el sol dispersara la bruma que flotaba sobre las aguas, los sedales de pesca nocturnos que había tendido con los demás muchachos.
Además de la solitaria grandeza de su habitación y de la agitación de Fulrado, el vestido de su madre le previno de la inminente ceremonia. No era una nueva prenda para llevar a diario o para montar, sino una túnica reluciente de seda e hilo de oro, cerrada de cuello y de mangas, cuya falda de grandes vuelos formaba un círculo que le ocultaba los pies. Aunque no le permitía andar con demasiada comodidad, Bertrada se ruborizó de alegría y dio unos pasos con aire gallardo cuando se lo probó, entre el aplauso de sus doncellas. Al verla, Carlos pensó que, aunque su madre no fuera de sangre noble, tenía un aire señorial con aquel lujoso vestido.
Al expresar a gritos su aprobación, Berta, como él la llamaba, hincó la rodilla e inclinó la cabeza como para complacer a una persona de gran poder. Su madre entendía lo que sentía.
De pequeño, Carlos no había reflexionado nunca sobre su nacimiento, aunque sabía que Berta había sido la concubina favorita de su silencioso padre, el cual la había honrado casándose con ella algunos años después del nacimiento del chico. La presencia de Carlos junto al altar de bodas había motivado las chanzas del pueblo.
Sin embargo, en los últimos años, el muchacho —siempre rápido en advertir tales cosas— había notado que la gente ya no hacía bromas al respecto. Keroldo decía que si Pipino fuera un rey de verdad, debería existir una diferencia entre el retoño de una amante y el hijo de una reina. Carlos, en cambio, no consideraba que este detalle tuviera importancia.
No obstante, tal vez esto hizo más firmes los vínculos entre él y su madre, una mujer vivaz y exigente. Berta siempre corría a ponerse de su parte en las disputas, como si considerara que debía corregirse a su favor un cierto desequilibrio oculto. En cambio, su padre no mostraba preferencia alguna por él.
Si acaso, Pipino idolatraba al niño nacido después de la boda. Carlomán, de sólo tres años, les deleitaba a todos con su viveza.
El día anterior a la ceremonia, todos se dirigieron a caballo hasta la basílica de piedra gris dedicada a san Dionisio el Mártir, el Dionisius que había recibido el martirio por decapitación y que, desde entonces, era venerado como apóstol de París. Esteban había acudido allí, al monasterio situado entre los campos de cebada, para recuperarse tras el arduo viaje.
Después de los cantos de vísperas, Berta pidió a Carlos que se quedara a rezar con ella al pie del altar. El muchacho respondió que deseaba explorar los bosques, que no había visto desde hacía años.
—No, quédate conmigo —le rogó ella, y se apresuró a añadir—: Querido hijo, se acerca el día en que ya no podrás seguir tu terca voluntad como has hecho hasta ahora.
Aunque sus palabras sonaron al muchacho como un mal presagio, Berta parecía muy satisfecha al realizar el anuncio. Y, para asegurarse de que no escaparía de su lado, tomó la torpe manita de su hijo entre sus cálidos dedos. Olía a cabellos recién lavados y a ropa limpia. Carlos se quedó de buena gana, pues las velas iluminaban una pintura fascinante en el ábside. Allí, el decapitado san Dionisio, o Dionisius, se inclinaba para recoger su cabeza del suelo, a los pies de un fornido soldado.
Muchos de quienes se rezagaron en partir pudieron admirar a la animada mujer y al espigado muchacho rezando juntos, arrodillados. Carlos vio acercarse a él a una muchacha delgada, con pecas bajo los ojos y el cabello suelto y revuelto. Pero sus ojos grises le miraron fijamente con mudo respeto. Sin hacer caso de la muchacha, Carlos inclinó la cabeza con majestuosa dignidad, satisfecho de haber obedecido a su madre.
A continuación, la muchacha fue alejada de su lado y Carlos volvió a contemplar a san Dionisio, cerca de cuya tumba descansaba su formidable abuelo Carlos, que había sido un musculoso campesino. Sin duda, aquellos miembros de la Iglesia que habían recibido el martirio y estaban ahora cerca del trono del Altísimo en el cielo, más allá de las nubes, tenían un enorme poder sobre todo lo que sucedía. Así lo creía su madre a pie juntillas. El muchacho, sin embargo, recordaba a Esteban arrodillado ante su padre para apelar a la fuerza de las armas de hierro.
¿Cuál de ambas fuerzas, pues, se impondría a la otra?
El día de la ceremonia amaneció despejado y cálido. Un aroma seco y dulce venía de los henares que invadían la carretera. Carlos siempre pensaba en aquel mes de julio como el mes del heno.
Aquella mañana no había nadie trabajando los campos, pues todo el mundo se había congregado ante la iglesia de Saint-Denis, apiñados en el exterior porque el edificio de piedra era demasiado pequeño y no podía acoger más que a los condes y demás grandes nobles. Sin embargo, la multitud podía escuchar la música, como de trompetas, del nuevo órgano que se había mandado traer para añadir gloria a aquella jornada. Aunque el extraño instrumento musical chirriaba y gemía, desde la lejanía del camino sonaba, al menos para Carlos, como las fanfarrias de los arcángeles.
¡Ah!, en su vida había visto u oído el muchacho tal gloria: su majestuosa madre cabalgando hasta la escalinata de entrada para evitar desgarros en la falda; los guardas de palacio, con plumas carmesí en los bruñidos cascos, alineados a la puerta, rechazando con el mango de sus picas a quienes estaban demasiado borrachos para entrar como era debido en la casa del Señor…
Al larguirucho Carlos le pareció que toda la campiña había acudido a contemplar el honor conferido a su familia. El propio órgano había realizado el largo viaje hasta allí desde la lejana Constantinopla, y las suaves chinelas altas de tafilete rojo que calzaba habían sido adquiridas a un comerciante árabe.
Durante largo rato, permaneció tras su padre y su madre mientras el papa Esteban, con una túnica blanca inmaculada y una estola en la que brillaba el oro en torno a su delgado cuello, bendecía el nuevo altar de pulido mármol. Aunque Carlos no entendía gran parte de los cánticos, no se le escapaba que el anciano Esteban invocaba a todas las legiones celestiales —a los apóstoles, arcángeles, santos, mártires y demás siervos del Altísimo— para que dieran poder a aquel altar.
A continuación, Esteban llevó a cabo la ceremonia central del día: llamó a Pipino al altar y allí le proclamó solemnemente como hombre eminente, rey de los francos y patricio de los romanos. Al tiempo que lo hacía, Esteban alzó un pequeño cuerno de plata y derramó unas gotas de aceite perfumado sobre la cabeza de Pipino, ungiéndole como lo había sido otro rey, David, en la dorada Jerusalén.
El siguiente gesto de Esteban sorprendió a Carlos. El Papa indicó a Berta que se acercara y derramó sobre su cabeza otras gotas de aceite bendito. Con ello, su madre dejaba de ser una mujer de sangre común para convertirse en reina de los francos. Cuando Berta se volvió hacia la silenciosa multitud de duques, condes, paladines y obispos, en su rostro había una expresión de profunda y orgullosa satisfacción.
Después le llegó a Carlos el turno de hincar la rodilla ante Esteban y escuchar claramente sus palabras: Vir nobilis, filius regnatoris, patricius Romanorum.
Con esto quedaba proclamado noble hijo del rey y patricio de los romanos, aunque no estaba seguro de saber qué significaba «patricio». En el instante de percibir las frías gotas de aceite en su cuero cabelludo, experimentó un escalofrío de placer por haber sido nombrado noble hijo de Pipino.
Y luego, mientras volvía a ocupar su lugar junto a Fulrado y los principales paladines del reino, sucedió algo para lo que no estaba en absoluto preparado. Una anciana criada puso en brazos de Berta al hermanito de Carlos y, mientras la madre sostenía al pequeño Carlomán, el frágil Esteban llevó a cabo el mismo proceso de nombrar al bebé noble hijo y patricio.
Durante un breve instante, Carlos tuvo ganas de echarse a reír. Era realmente gracioso pensar en el bebé como príncipe y patricio. Acto seguido, vio que Berta volvía a sonrojarse de orgullosa alegría. Rápido como una cuchillada, experimentó el aguijonazo de los celos. Lo que acababa de concedérsele a él, con todo honor, no debía otorgarse también a un niño que aún no caminaba. Se sintió profundamente herido y resolvió al instante que nunca hablaría del tema.
Mientras le daba vueltas al asunto del honor dividido entre él y Carlomán, prestó poca atención a lo que Esteban decía a continuación al resto de los congregados. Por un lado, no podía seguir con facilidad el latín de los textos, por otro, los héroes francos allí presentes no parecían conocer las respuestas adecuadas. Mientras algunos clérigos entonaban: «¡Por los siglos de los siglos, amén!», otros nobles, que habían estado celebrando el acontecimiento, gritaban: Vivat!
Con todo, le llegaron con claridad algunas palabras:
—En lo venidero, le será dada tu fe a tu rey y a aquellos que desciendan de su estirpe, y a ningún otro.
En aquel momento, aquel vínculo entre él y su padre proporcionó cierto consuelo al muchacho. Sólo más tarde comprendería que el Papa, con aquellas palabras, había confirmado a la familia de Pipino como casa real. Sus hijos y los hijos de éstos reinarían sobre las tierras de los francos por encima de cualquier reclamación de los pelirrojos merovingios o de los grandes duques vasallos. Pipino había asegurado el trono para su familia por derecho de nacimiento.
Y hasta mucho rato después no llegó Carlos a la conclusión de que Pipino debía de haber establecido un acuerdo con Esteban. En el Campo de Mayo, Pipino había convencido a los dubitativos nobles para que cruzaran los Alpes en ayuda de San Pedro; ahora, en la iglesia, Esteban anunciaba que Pipino sería rey por derecho, además de serlo de hecho. Ninguno de los presentes pudo alzar una protesta. Al menos, ninguno lo hizo.
Mientras los hombres acudían al salón del monasterio a celebrar un banquete, Carlos tomó su caballo y salió al galope a través de los pastos hacia el río. Nunca hasta entonces había experimentado la comezón de los celos y tenía la costumbre, cuando se sentía humillado o preocupado, de montar a la silla y cabalgar hasta que el latir de la sangre en su cuerpo calmaba la tensión de su cabeza.
Galopó, pues, a lo largo de la orilla, rodeando chozas y establos. Cuando avistó un grupo de jóvenes de palacio bañándose desnudos, detuvo el caballo y saltó a la cálida orilla al tiempo que se despojaba de su limpia camisa de lino empapada en sudor. Sin embargo, se dejó puestas las chinelas de finísimo cordobán para bajar hasta el agua. Los muchachos, que le conocían bien, le vitorearon como nuevo patricio de Roma.
—¡Nosotros, los héroes del Rin —gritó uno—, no entramos en zarandajas como ésa de ser nombrado patricio! ¡Nosotros somos bien capaces de besar a las chicas y abatir a nuestros enemigos con un único golpe de espada… zas!
—Y de cortarles la bolsa y el gaznate con el machete… —respondió Carlos—. ¡Zas!
No fue lo bastante rápido como para improvisar una respuesta mordaz, pero al menos logró contestar cumplidamente. Cuando se lanzó al río, dejó atrás a los demás nadadores en una carrera hasta la orilla opuesta. El muchacho ya era capaz de derrotar a muchos hombres adultos nadando, montando o rastreando la caza.
Cuando Keroldo y los pajes trajeron cerveza fría a los nobles bañistas, Carlos apuró su jarra antes que los demás. Mientras la cerveza estimulaba su cuerpo, se le ocurrió otra respuesta:
—De todos los héroes francos, mi abuelo y tocayo Carlos es quien podía golpear más fuerte, pues no tenía necesidad del hierro de la espada o de la maza. Con su puño desnudo era capaz de hundirle el cráneo a un oso en plena carga.
—¡Entonces, sus puños desnudos tenían nudillos de hierro forjado con incrustaciones de fragmentos de pedernal!
—Y con la espada —continuó Carlos sin prestar atención al comentario—, ¿quién iguala en fuerza a Pipino, mi padre?
—¡El león y el toro! —contestaron a coro los empapados bañistas—. Cuéntanos la historia de la espada, el león y el toro… y de cómo Pipino se deshizo de ellos.
Ante la invitación, Carlos llenó la jarra, echó un trago e intentó mantener grave su voz, aún infantil.
—En cierta ocasión estaba Pipino en su banqueta de campaña ante todos sus nobles cuando, primero, apareció en el campo un toro furioso. Después, llegó un león sediento de sangre. Y el león saltó sobre el lomo del toro para morderle el cuello en la testuz. Y Pipino gritó a sus vasallos: «Nobles señores, quitadle esa fiera al toro, o matadla, si queréis». Entonces, los nobles se echaron a temblar de miedo y ninguno de ellos movió un dedo para atacar al león.
Los pajes y los bañistas respiraban despacio para escuchar mejor, pues a todos les encantaba aquel relato que tantas veces habían oído.
—Cuando Pipino vio que no se movían —prosiguió Carlos—, saltó de su asiento blandiendo su espada del más fino hierro y con ella dio una única estocada. La hoja atravesó el cuello del león. Y atravesó también el cuello del toro, hasta clavarse profundamente en el suelo. Fue una estocada como rara vez contemplan unos ojos humanos. Cuando lo vieron, los héroes francos temblaron y sus voces vacilaron de temor ante tamaña fuerza. Entonces, después de disponer de este modo del león y del toro, Pipino envainó la espada y regresó a su asiento.
Todos se sintieron felices allí, bebiendo sobre la hierba caliente por el sol mientras escuchaban la narración. Desperezándose, Carlos aguardó a que su piel terminara de secarse y se sintió reconfortado por la buena camaradería y la zambullida en el agua, donde había sido el primero entre los nadadores.
Pero ocultó a sus compañeros el dolor que le producía el recuerdo de la unción de su hermano, Carlomán, horas antes. Aquél era un asunto privado. No quería comentarlo con nadie.
Durante los años siguientes, aprendería a guardar para sí muchas de tales heridas.
Trece años más tarde, Carlos superaba los seis pies de altura. Su cuerpo robusto, de grueso cuello y recios brazos, era capaz de recorrer los bosques sin fatigarse y de cruzar a nado sus ríos favoritos, el Mosa y el Rin. Su ancha e inquieta cabeza, de nariz longilínea y fino bigote oscuro, le señalaba como un auténtico arnulfingo, descendiente del primer Lobo-Águila, y sus grandes ojos grises tenían la vista penetrante de quien rastrea con frecuencia los tupidos bosques vírgenes. Sin embargo, la falta de garbo no había desaparecido con el tiempo: su voz al gritar seguía tan aguda como cuando era un muchacho y, cuando soltaba una carcajada, las orejas se le movían adelante y atrás como si su cuerpo imitara el regocijo de su mente.
Así pues, aparentaba menos edad de la que tenía. Y así sería toda su vida. A aquel espíritu juvenil de Carlos le encantaba galopar en vanguardia de sus compañeros, disparar flechas o arrojar lanzas desde la silla, compartir el filete de venado y los cuartos traseros de un jabalí con sus hambrientos seguidores, dilapidar sus riquezas a manos llenas, escuchar elogios de su fuerza y voces alegres regocijándose. Le desagradaba tener que despedir a sus compañeros y quedarse a solas con sus pensamientos.
Igual que los halconeros y guardabosques que le seguían en sus impetuosas cabalgadas, el joven vestía burdas lanas frisias y ropas de cuero para combatir el frío y el agua. Sintiéndose a gusto entre sus servidores y entre las vivaces muchachas campesinas, sabía despertar su atención con cuentos y canciones. Aquel Palurdo tenía un encanto irresistible y las mujeres se rendían rápidamente a la extraordinaria vitalidad de su cuerpo y a su apremiante voluntad.
El otro Carlos, la personalidad solitaria, guardaba silencio, incómodamente consciente de su ignorancia y torpeza, yendo de fracaso en fracaso. Su padre estaba afirmado en el trono, capeando peligros con mefistofélica facilidad bajo el acicate de su ambiciosa esposa. Gisela, la hermana menor de Carlos, tenía un carácter serio, confiado pero introvertido.
Año tras año, su hermano Carlomán gozaba de más favor ante los demás. Los monjes de Saint-Denis, que habían aconsejado a Pipino en sus años mozos, se convirtieron en tutores de Carlomán. Fulrado dedicó su atención al muchacho que había dominado el arte de leer en latín con tanta facilidad. Era evidente que Carlomán poseía la percepción y el juicio de su padre.
Durante trece años, los anales de los francos apenas mencionan el nombre de Carlos, quien no acompañó a su padre en ninguno de los dos viajes victoriosos que éste realizó a Italia atravesando los Alpes. No resulta muy sorprendente tal silencio de los registros, pues éstos sólo eran llevados, cuando lo eran, por algunos escribanos concienzudos de los monasterios de las encrucijadas, donde los viajeros llevaban nuevas de los sucesos de otros lugares. Estos cronistas monacales escribían sus palabras en latín mal recordado sobre pequeños pliegos de pergamino alisado, pues el papel de papiro de la época romana ya no llegaba del Este.
De este modo se guardaba recuerdo de los hechos importantes de cada año transcurrido desde la creación del mundo. Cinco mil novecientos sesenta habían pasado, según sus cuentas, desde que el Señor creara los cielos y la tierra.
Anotaban la aparición de pestes, de cometas en el cielo, los milagros y otros acontecimientos extraordinarios como «la llegada del órgano a las tierras de los francos». Uno de tales escribanos mencionaba a Carlos en 761: «Nuevamente, el rey Pipino llegó a Aquitania con su hueste armada y su hijo primogénito, de nombre Carlos, y capturó muchos castillos». Otro cronista, Ado, añadía en Viena que «tras capturar Clermont, pasaron la ciudad a fuego». El silencio de los anales sólo pone de relieve que el bastardo sirvió durante estos años a su padre sin destacar especialmente y sin oponerse a sus órdenes.
Por otra parte, las novedades cotidianas eran transmitidas por carta desde la sala del trono al Hof de los nobles. Ello no significa que Pipino o sus nobles francos supieran emplear pluma y pergamino, sino que se limitaban a estampar su rúbrica al pie de lo escrito por el amanuense.
Una carta del Papa de Roma instaba a Pipino a no divorciarse de Bertrada, su esposa.
En la misiva no se explicaba por qué Pipino quería deshacerse de la madre de Carlos pero, por aquel entonces, su hijo menor había muerto poco después de nacer. Berta, por su parte, con cuarenta años cumplidos, había alcanzado la madurez con salud. La dominante reina de los francos tenía una personalidad muy diferente a la de aquella graciosa concubina que había dado a luz a Carlos.
Y Pipino, como los arnulfingos campesinos que le habían precedido, era experto en llevarse a la cama a las muchachas. Ante lo cual, como era de esperar, Berta intentó meterse en política.
Cuando lo hizo, fue para oponerse a Pipino y con ello cometió un error. De ahí la carta del Papa advirtiendo al rey que no se divorciara de su esposa. En aquel conflicto, Carlos debió de sentirse más cerca de su madre, que le profesaba tanto amor.
Mientras, el muchacho había contraído matrimonio con una mujer llamada Himiltruda. De ella sólo se conoce su nombre y el hecho de que no procedía de ninguna de las grandes familias francas, y que no causó la menor sensación en la corte. Himiltruda le dio un hijo, bautizado como Pipino, con lo que proseguía la tradición arnulfinga de alternar los nombres de Carlos y Pipino.
Sin embargo, muy pronto se hizo patente que la mano del Señor había tocado al pequeño Pipino. Tan radiante y despierto era su rostro como frágil su cuerpo, con una joroba en la espalda que le obligaba a volverse de lado para alzar la vista hacia su padre. Pipino, el del rostro angelical y la giba en la espalda.
Fue una ironía del destino concederle al lozano Carlos un hijo tan distinto a Pipino, el rey que jamás perdonaba la debilidad. El endeble chiquillo jorobado pertenecía al otro Carlos, a su personalidad solitaria, y reclamaba su amor y protección. Cuando Carlomán tuvo hijos, los dos fueron bastante robustos.
Si a la temprana edad de su encuentro con Esteban le parecía normal tener esa familia y esa vida errabunda, Carlos parecía ahora completamente de acuerdo con su vida en la patria de los francos bajo el gobierno de su padre. No obstante, aun careciendo de título sobre región alguna, se apropió de algunas tierras de un modo poco común. Nadie recorría más territorios que él, fuera en misiones reales o en cacerías, y sus exploraciones le llevaban a atravesar zonas boscosas donde habían dejado de existir pueblos habitados. Así pues, se aseguró la propiedad de algunas de estas zonas apostando a sus guardabosques para que vigilaran los caminos de acceso y protegieran los ciervos, jabalíes y bueyes salvajes, impidiendo que nadie salvo él los cazara. De esta manera, las sombrías cañadas de las Ardenas (las Arduenna Silva, o Bosques Arduos), las extensiones de pinares de los carboneros y las alturas desiertas de los Vosgos se convirtieron en los pequeños dominios de Carlos.
Pues, incluso en el silencio de esos años de juventud, está claro que aquello que Carlos conseguía por su cuenta, lo conservaba con firmeza. En este aspecto, era muy testarudo.
Cuando estaba cerca del serpenteante Mosa, le gustaba descansar en un valle apartado, no lejos de Colonia («la Colonia» de la época romana), que regaban las mansas aguas del río Würm. Era un valle verde de marjales adonde acudían las aves silvestres, próximo al cual había un bosque de caza en miniatura. El paraje quedaba apartado de las grandes rutas fluviales y de las pavimentadas calzadas militares romanas que los francos utilizaban como vías de comunicación. En él había manantiales de aguas calientes y sulfurosas que formaban charcas en las que los viajeros podían tomar un baño. La aldea próxima a los manantiales llevaba el antiguo nombre de Aquis Granum, que debía de haber significado Agua Fecunda entre sus habitantes, desaparecidos mucho tiempo atrás.
Aquel valle se convirtió en el lugar favorito de Carlos.
Igual que la aislada Aquis Granum, el territorio de los bárbaros francos quedaba apartado del activo mundo exterior. El reino se extendía, aproximadamente, entre los afluentes del gran Rin y el Loira. Dado que la vegetación silvestre invadía poco a poco las tierras de labor de épocas pasadas, dichos ríos servían de barrera fronteriza y de vía de comunicaciones. A falta de carreteras, la gente solía viajar por las aguas en pequeñas embarcaciones; Carlos podía armar un pequeño bote de mimbre y cuero, con una vela también de cuero, en las escarpaduras de los Alpes, y descender por los rápidos torrentes hasta el cauce del Rin y las posadas de piedra que habían sido acuartelamientos de las legiones romanas en la Colonia.
Hacía casi tres siglos que aquellas legiones habían desaparecido y, con ellas, el engranaje de poder del gran imperio, que se basaba en la presencia de ejércitos y colonos, en los códigos legales y en las activas arterias comerciales que se extendían hasta los confínes del mundo conocido.
En Occidente, los antiguos conocimientos estaban agonizando. A diferencia de muchos otros pueblos bárbaros, los francos no habían conocido nunca el funcionamiento del imperio. En sus migraciones, los visigodos habían penetrado en sus fronteras hasta alcanzar su asentamiento definitivo en España, y los ostrogodos se habían instalado en la propia Italia, adonde les habían seguido los violentos lombardos. Incluso los erráticos vándalos habían saltado, empujados por otros pueblos más belicosos, a las tranquilas ciudades romanas del norte de África. En la isla vecina de Bretaña, los pueblos marineros —anglos, sajones y jutos— se habían incorporado a la moribunda vida urbana de los romanos.
Los francos, en cambio, no guardaban recuerdo de las maravillas de una civilización que había producido recaudadores de impuestos y carreras de carros.
Su nombre tal vez significara, originariamente, «los libres», o «los feroces». Sus recuerdos como pueblo evocaban una vida difícil entre las brumas de la costa del Báltico. Su legendario rey, Meroveo —hijo del Mar—, había sido un jefe tribal que gobernaba por propio deseo y por consentimiento de los clanes, después de haber sido alzado sobre los escudos de los guerreros. Criados en los bosques, abriéndose paso a machetazos en batallas o cultivos desde los eriales del Báltico hacia tierras más benignas y fértiles, habían avanzado lentamente hasta las regiones próximas al Rin, donde se instalaron los austrasianos, y hacia el Sena, donde los neustrianos empezaron a trabajar las tierras. Más tarde, unificados por el rey Clodoveo, o Clovis, habían obligado a los ya civilizados visigodos a retirarse más al sur de la Galia.
Aislados en sus bosques, abandonados a sus propios medios, se dedicaron a obtener comida de la tierra para prevenir las hambrunas, cambiaron sus machetes por espadas más eficaces —un buen herrero era para ellos una especie de mago— y convirtieron sus caballos de labor en monturas de guerra, sus narradores de sagas en poetas cantores y sus reyes ancestrales en señores ambiciosos, de cortas vidas. Más allá de la voluntad de sus reyes, seguían manteniendo las arraigadas tradiciones tribales de libertad personal y el consejo de los guerreros. Una ciudad era una reunión de gente que construía cabañas. La civilización no tenía para ellos ningún significado tangible, salvo las ceremonias de las iglesias o los escasos libros de las Sagradas Escrituras que hablaban de un fabuloso jardín del Edén en algún lugar de Oriente y de los tormentos de los condenados. Los objetos del mundo civilizado llegaban en cuentagotas hasta ellos en las alforjas de los comerciantes que vagaban al azar desde el mar Interior con sus embarcaciones árabes o desde la remota Constantinopla, la ciudad de ensueño donde sobrevivía un emperador en un palacio de mármol, junto a un árbol de oro donde trinaban unos pájaros de piedras preciosas y sonaba la música de los órganos.
Sus antepasados tal vez se habían aventurado por las costas bálticas en embarcaciones de pesca, si no en naves dragón. De ello quedaban vaguísimos recuerdos vinculados a la edad de oro merovingia, cuando la estructura del poder romano aún no se había reducido a meros esqueletos de acueductos, baños y teatros que ya nadie reparaba y cuya utilidad había caído en el olvido. Nada había aparecido para reemplazar el poder de los Césares ausentes. Los muelles de puertos como el de Boulogne habían quedado desiertos e invadidos por la vegetación.
Los francos habían expandido sus territorios bajo líderes guerreros tan activos como Clovis y Dagoberto. Carlos Martel había despertado en ellos el gusto por la victoria. Pipino, el intrigante, actuaba con más cautela, evitando la batalla abierta y reforzando el vínculo con la sede de San Pedro. El monarca pretendía convertir el corazón del reino franco en un foco de autoridad entre las tierras fronterizas paganas y los centros de tenue cultura de la Aquitania y la Lombardía, y proclamó que quienes se instalaran en territorio de los francos procedentes de otras tierras podrían conservar sus propias leyes y no estarían sujetos a la ley de los francos.
Pero en esas otras tierras corría un refrán: «Ten a un franco por amigo, pero no por vecino».
En esa época, la oscuridad más completa cubría la Europa occidental y cristiana. Los grupos humanos, cada uno de los cuales hablaba su propio dialecto, se desplazaban en masa de un lugar a otro. No existía gobierno ni poder alguno que dirigiera aquel flujo. La gloria del pasado iba borrándose de la memoria y su lugar no lo ocupaba ninguna esperanza para el futuro.
En las mentes de los hombres sólo se mantenía la fe terrible y mística en el fin del mundo con la segunda venida de Cristo.
Sin embargo, al fin surgía una chispa de vitalidad, el agónico nacimiento de algo desconocido. Por fin, dos figuras humanas porfiaban por establecer una autoridad: el líder de los pujantes francos y el jefe de la Iglesia de San Pedro. Pipino, después de pensárselo, había tendido su mano a Esteban.
Pero el poder de la espada prevaleció sobre la autoridad del vicario del apóstol.
Inopinadamente, la resistencia a Pipino llegó de la región más culta, la frontera este y las tierras más meridionales. Al este, los clanes bávaros habían entrado en contacto con la arteria comercial del caudaloso Danubio y con los ricos lombardos de Italia. Su duque, Tasilón, un joven de la edad de Carlos, se invistió con el refinado terciopelo escarlata y los brazaletes de oro propios de un rey. Tasilón era sobrino de Pipino, pero tomó por esposa a una princesa lombarda y decidió llevar consigo un barbero y un poeta, ufanándose de merecer un Virgilio. Carlos no tenía la menor idea de qué podía ser un Virgilio.
Un verano, mucho después de celebrado el Campo de Mayo, el rey Pipino tuvo que aguardar junto al arenoso Loira de rápidas aguas la llegada de Tasilón y los bávaros, en respuesta a su llamada a las armas. Pipino había decidido marchar, entre la época de siembra y la de recolección, hacia el extremo meridional de la Aquitania, donde el duque, como de costumbre, le había desafiado durante el periodo de paz invernal. Con los bávaros, Pipino proyectaba cruzar los Pirineos y poner fin a la resistencia.
Cuando Tasilón llegó por fin con sus lanceros a caballo, avanzó briosamente con su manto escarlata entre las filas de la guardia de Pipino, cuyas capas de un rojo ladrillo mate estaban tan empapadas por la lluvia que parecían raídos sacos de fruta. Carlos, que esperaba tras la espalda de Pipino, no se había fijado hasta entonces en el aspecto risible de sus uniformes al estilo romano. En cambio, los ojos sagaces de Tasilón habían tomado buena cuenta de ello, así como de las improvisadas chozas de las huestes francas. El también tenía un plan, aunque muy distinto al de Pipino.
Después de saludar a su tío el rey, Tasilón excusó su presencia en el banquete de bienvenida declarando con brusquedad que había acudido a la cita por obligación, pues estaba demasiado enfermo como para marchar con la expedición punitiva de los francos. Elocuente y bien parecido, Tasilón no parecía sufrir ninguna enfermedad.
—Mis mejores deseos, tío —añadió—, acompañarán a Vuestra Eminencia en este viaje, sea para la paz o para la guerra.
Pipino, como era su costumbre, reflexionó unos momentos antes de responder.
—Te recuerdo —dijo entonces— el juramento que hiciste en la capilla del santo Hilario, comprometiéndote a acudir sin falta a mi llamada a las armas.
Tasilón, con voz menos rotunda, respondió que habría hecho honor al juramento, realizado sobre los sacramentos, si sus fuerzas se lo hubiesen permitido. Sin embargo, dada su enfermedad, se veía imposibilitado de cumplir su palabra.
El obstinado Carlos habría desafiado al instante a su primo, acusándole de herisliz, es decir, de deserción ante el enemigo. Sin embargo, no consiguió arrancar aquella palabra a Pipino. Además, astutamente, Tasilón hizo que pareciera como si la expedición franca no fuera a la guerra, sino a una mera marcha de instrucción.
Pipino meditó largo rato su respuesta, pues, si decidía cruzar sus armas con los aguerridos bávaros, sus francos podían quedar debilitados para atacar a los aquitanos, en abierta rebeldía. Finalmente, el rey permitió que su sobrino se marchase sin oposición.
—No tengas más de un enemigo a la vez —aconsejó a su hijo bastardo, pero Carlos no comprendió que Pipino tenía una razón para no querer probar la fuerza de los francos en una batalla. Por primera vez, el joven tuvo la impresión de que Pipino mostraba cierta debilidad. De hecho, en los últimos tiempos su padre parecía sumido en la indolencia y solía quedarse adormilado en su trono de madera tallada, con los brazos y las piernas hinchados y grandes bolsas bajo los ojos.
—Sus ideas disparatadas —bramó de cólera Berta con voz estentórea— le han llevado a buscar ayuda más allá de donde alcanza la vista. ¿Y dónde? ¡En el altar erigido sobre los huesos de san Pedro! ¿Acaso ese Papa tiene un lancero o tan siquiera un mal arquero que enviar a la guerra? ¡No, ni uno solo!
Las burlas de la mujer estaban inspiradas por el respeto que, años atrás, había sentido por Pipino, el gran guerrero que ahora prefería los pactos y la paz. Berta también había advertido el regio esplendor de Tasilón y su comitiva. Además, la reina había esperado que Pipino conservara como obedientes vasallos de su voluntad a los pequeños señores de Salzburgo y Toulouse, lo cual habría acrecentado su orgullo porque habría elevado aún más su categoría a los ojos de las demás mujeres. Sobre todo, de aquellas altivas sureñas de la Provenza y de los jardines de la Auvernia, tan espléndidos en comparación con las casas de techos de paja que poseía la reina en Soissons y en Worms, pues aquellas mujeres del extremo meridional de la Galia seguían manteniendo vivo el mito de que sus antepasados habían pertenecido a la nobleza romana.
En opinión de Berta, Pipino estaba perdiendo su fuerza.
Después de que los bávaros se retiraran intactos, Pipino condujo a sus francos al otro lado del Loira. A Carlos le pareció irónico que Tasilón, perfectamente sano, abandonara a su padre mientras éste, un hombre en verdad enfermo, tenía que marchar a la guerra.
Una vez, otra y hasta una tercera condujo Pipino a sus huestes francas hacia el sur. La última de ellas, en el año del Señor de 768, tuvo que hacer llevar su abotargado cuerpo en una litera a caballo. La crónica de ese año relata que «cuando emprendió la marcha después de la fiesta de Pascua, dejó tras él a Bertrada, la reina, con la familia de ésta».
El rey llegó con su tropa hasta las estribaciones del Macizo Central, último reducto de su enemigo. Allí, el duque aquitano fue muerto por su propia gente, cansada de guerrear, y Pipino no encontró fuerzas rebeldes que le opusieran resistencia.
Sin embargo, Pipino no sobrevivió para hacer pagar a Tasilón su deserción y el quebrantamiento de su promesa. En litera, fue llevado rápidamente de vuelta hasta donde esperaba Berta. Dejando atrás Poitiers y sus campos amarillos recién segados, donde Carlos Martel había repelido a la caballería musulmana, y después de cruzar el dorado Loira, la litera fue transportada a toda prisa a la iglesia de san Martín, en Tours. Allí, Pipino ofrendó un tesoro en limosnas a la capilla del santo y soldado con la esperanza de que san Martín le sanara.
«Desde allí —cuenta el cronista, viajó— a Saint-Denis, donde expiró el octavo día de las calendas de octubre».
Su cuerpo fue enterrado bajo el suelo de la basílica, junto a la tumba de Carlos Martel.