En este esfuerzo por escribir una biografía de Carlos el Grande, estoy profundamente obligado a la obra de Arthur Kleinclausz, de la facultad de Letras de Lyon. Sus volúmenes sobre Carlomagno, Alcuino y el ascenso del imperio carolingio me han servido de guía.
Este retrato del Carlomagno humano está basado en las fuentes de la época y situado en el marco físico de su reino franco como mejor he podido reconstruir. En él, los ríos llevan casi siempre sus nombres modernos. Igual sucede con las ciudades, salvo aquéllas importantes en la época y poco conocidas hoy, como es el caso de «la villa de Theodo», en la actualidad Thionville. Títulos y rangos se ofrecen en la forma medieval tardía, más sencillos: señores por seniores, o senescal en lugar de la mezcla de latín y teutónico, bastante singular, de Seni-Skalkoz, «el más anciano de los servidores».
Todas las personas que aparecen en este libro vivieron como se ha descrito, y sus nombres están utilizados en la forma castellanizada, cualquiera que sea el idioma de procedencia. A menudo, para escapar a la mera narración de los hechos según las crónicas, fragmentos de cartas o de tradiciones se han desarrollado en forma de breves escenas y diálogos entre personajes. Algunos detalles e incidentes han sido recogidos de la crónica del notable monje de SaintGall, quien parece haber conocido a fondo las costumbres y la personalidad del gran monarca.
Se han escrito muchos análisis históricos de la figura de Carlomagno, de su leyenda y del efecto que produjo sobre la literatura y sobre los acontecimientos posteriores a él, pero la vida del ser humano que había detrás parece haber escapado al registro escrito.
Al escribir este libro para el lector no especialista —y para mi propia satisfacción—, me pareció que se había puesto, en general, demasiado énfasis en lo que había sobrevivido de su reino y cómo había afectado a las naciones de la Europa occidental. Quizá lo más importante murió con él. Aquél era su propósito, su sueño, si se prefiere. Kleinclausz lo llama, como en el caso de Justiniano, su impulso idealista y moral por encima de los logros materiales. Y el erudito francés añade: «Proyectó a su advenimiento una repentina claridad sobre la confusa geografía política de la Europa occidental y central».
Fue como el destello de un faro en la oscuridad de Europa, que no volvería a aparecer hasta las Cruzadas. Esta obra ha pretendido hablar de esto; no tanto de su éxito como de su fracaso vital.