Los hombres del teniente Edmund Taylor conformaban realmente un equipo que se movía con la agilidad, la gracia y la potencia con que antaño lo hicieran en los estadios, consciente cada uno de ellos de cuál era su misión, y cómo tenían que llevarla a cabo.
Desde el instante en que el Capitán Akab se presentó en la vieja fábrica para indicarles que la misión tendría lugar aquella misma noche, se pusieron en marcha, y en cuanto las primeras sombras se apoderaron por completo de la isla de Lanzarote treparon a dos vetustos camiones que aún apestaban a sardina, y que media hora más tarde los depositaron en una minúscula y recóndita playa, oscura y solitaria.
Mientras tanto, en la cercana Fuerteventura, cuyas luces apenas se distinguían en la distancia, el siempre eficaz Starbuck permanecía al acecho al borde de la carretera que conducía al punto en el que sabía que aguardaban las lanchas que habrían de transbordar a los oficiales alemanes a bordo del Barracuda.
Tres coches, avanzando juntos de noche por las pedregosas carreteras de una isla que no contaba en aquellos momentos con más de medio centenar de vehículos capaces de recorrer cuarenta kilómetros sin hacer estallar el motor, no permitían abrigar ningún tipo de dudas acerca de que algo fuera de lo normal estaba aconteciendo.
Al cabo de una hora, Starbuck lanzó por fin y a través de la radio su escueto mensaje:
—«¡Por allá resopla!».
El ancestral grito de los serviolas al avistar a una ballena, tenía la virtud de alzar de sus literas a los ansiosos pescadores, incitándoles a lanzar de inmediato sus ágiles falúas al agua con el fin de dar comienzo la caza, y de igual modo provocó una frenética actividad entre los hombres que aguardaban en la playa lanzaroteño, y que se apresuran a arrastrar hasta la orilla los frágiles botes neumáticos, a los que fueron trepando con la elegante sencillez que tan sólo conceden los años de práctica.
Pero en el instante en que el teniente Taylor se disponía a embarcar, Bruno Alvarado le retuvo unos instantes obligándole a que se volviera a mirarle:
—¡Recuerde…! —le advirtió—. Sin su tripulación ese barco no nos sirve de nada. Evite las muertes.
—Se hará lo que se pueda.
—¡Y algo más…!
El otro mostró los blancos dientes bajo su mostacho en algo que en apariencia pretendía ser una ancha sonrisa.
—¡Y algo más! —admitió—. Dadas las circunstancias, se hará lo que se pueda, y algo más.
—¡Suerte!
—¡Gracias!
Se perdió en las tinieblas, tragado por la noche la que parecía haberse fundido al igual que el resto sus compañeros, puesto que con negras lanchas, remos, negros trajes de goma y pensamientos negros nada podría conseguir que destacaran sobre la impenetrable negrura de un océano que parecía haberse convertido en tinta.
El Capitán Akab hubiera dado dos dedos de una mano por acompañarle, pero las órdenes transmitidas por el almirante Barbarroja habían sido tajantes sin dar cabida a la más mínima posibilidad de réplica:
—«Su misión será la de coordinar la operación, dejando que sean los profesionales los que asalten el submarino. Admito que está usted llevando a cabo una magnífica labor, pero carece de experiencia como buceador, por lo que nos arriesgaríamos a poner en serio peligro el éxito de la operación».
No le quedaba por lo tanto más remedio que permanecer a la espera, mordiéndose las uñas de aquellos dos y el resto de sus dedos, pendiente de las noticias que pudieran llegarle a través de la radio y consciente de que de la eficacia del comando dependían ahora años de esfuerzo y tal vez el futuro de la guerra en el mar.
Evidentemente, la eventualidad de un ataque a Scapa Flow por medio de aquella endemoniadamente astuta Operación Ratonera, había dejado de constituir una amenaza desde el momento mismo en que puso en conocimiento de sus superiores las intenciones enemigas. El grueso de la flota ya nunca se concentraría en un solo punto y los accesos a la gigantesca base se estaban modificando de modo que no existiese forma humana de bloquearlos todos, por lo que cualquiera que fuese el rumbo que tomase la guerra la supremacía naval británica siempre resultaría indiscutible.
Las islas podrían ser por tanto bombardeadas e incluso machacadas sistemáticamente, pero nadie estaría en condiciones de invadirlas a través de las aguas del Canal, por lo que continuaría siendo la cabeza de puente por la que los aliados acabarían asaltando el bastión alemán.
Pero ser dueños de la superficie de los océanos de nada serviría si el enemigo se convertía en el amo de sus profundidades, y por lo tanto capturar y aprender a combatir a aquella nave infernal, o intentar imitarla, se convertían a todas luces en objetivos primordiales de cara al futuro.
Sentado en la playa, con el oído pegado a la pequeña radio, y con Justo Marrero vigilando entre las rocas, Bruno Alvarado se esforzó por tanto en imaginar cómo los hombres del teniente Taylor se irían lanzando uno tras otro al agua una vez hubieran sobrepasado la punta del Papagayo, cómo se sumergirían con intención de aproximarse solapadamente a aquel punto, perfectamente señalizado, en el que una barca extraña a las islas dejaba pasar las horas pescando allí donde nada se conseguía pescar, y cómo asomarían de tanto en tanto la cabeza a la búsqueda de la inmensa mole metálica, que se recortaría contra un cielo tachonado de estrellas.
Una hora más tarde abrigó el absoluto convencimiento que ya se habrían concentrado en torno al casco del submarino, y que sin duda tres de ellos habían reptado por la cubierta con el fin de neutralizar silenciosamente a los vigías de la torreta.
Una vez conseguido ese primer objetivo, el trabajo se simplificaría notablemente puesto que tendrían al alcance de la mano la entrada de aire del Schnorchel a la que podrían aplicar una bombona de gas que haría perder el conocimiento en cuestión de minutos a cuantos se encontraran en su interior.
Dominando la escotilla de entrada, lo que impediría que se intentase sumergir la nave, penetrar con máscaras antigás y adueñarse de la situación sería ya casi un juego de niños. A partir de ese momento, lo único que tenían que hacer era esperar la llegada de los que se aproximaban desde Fuerteventura.
Ése era el plan, de ese modo tenía que ser seguido paso a paso por unos hombres que lo habían ensayado un centenar de veces, y lo único que a él le quedaba hacer era permanecer allí, pegado a la radio, y rezando cuanto sabía para que ningún imprevisto lo hiciera abortar.
En ese caso, si algo fallaba, lo sabría de inmediato, puesto que una gigantesca explosión iluminaría la tranquila noche lanzaroteña, señal inequívoca de que las minas que se habían fijado al casco del Barracuda antes de iniciar cualquier maniobra de asalto, no habían sido desactivadas antes de que transcurrieran veinte minutos.
¡Veinte minutos!
Ése era el tiempo exacto de que disponía aquel puñado de valientes para coronar con éxito su misión o tirarse de cabeza al agua y alejarse a toda prisa si no deseaban saltar por los aires.
Veinte minutos para dar la orden de desconectar unas potentísimas cargas que tan sólo tres de ellos sabían en qué punto del casco habían sido colocadas.
Veinte minutos, y tan sólo uno más para sumergirse, tantear con sumo cuidado y hacer girar una corta palanca, lo que serviría para impedir que una obra maestra de la ingeniería naval y más de medio centenar de seres humanos fuesen a parar al fondo de arena del hermoso y pacífico canal de la Bocayna.
¿Cuánto faltaba para que se cumplieran aquellos fatídicos veinte minutos?
¿Cómo saberlo si ni siquiera sabía en qué momento exacto había comenzado la terrorífica cuenta atrás?
Con los ojos fijos en la intermitente luz del faro de Isla de Lobos, puesto que sabía que justo en aquella dirección se debía encontrar en aquellos momentos el submarino, el Capitán Akab continuaba rezando para que una columna de fuego no se alzase en mitad de la noche.
De tanto en tanto no conseguía evitar dedicarle un pensamiento a quien probablemente se encontraría también rezando a su dios para que todo transcurriese tal como se había imaginado.
¡Extraña criatura!
Extraña y sorprendente.
Hermosa, inteligente, dulce, y ahora, al parecer, enamorada.
La admiraba. La admiraba como mujer, como soldado y como ser humano que había sabido demostrar un valor y una entereza a toda prueba.
Él, por su parte, estaba decidido a cumplir su palabra. Haría cuanto estuviera en su mano por conservar la vida de aquél a quien Erika tanto amaba, y se esforzaría más tarde por conseguir que una vez acabada la guerra pudieran volver a reunirse.
Era una deuda que tenía la obligación de pagar, puesto que infinitamente mayor era la deuda que toda una nación había contraído con la valiente muchacha.
¡Veinte minutos!
¡Qué largo puede llegar a hacerse el tiempo!
¡Qué angustiosa la espera!
El tímido destello del faro volvía y se marchaba. De aquella luz que mostraba los caminos y señalizaba los peligros dependía muchas vidas.
Alguien pasaba la noche en vela cuidando de esas vidas.
Allí en la cima de una colina de un islote deshabitado, un hombre leía atento a que el haz de luz cruzase una y otra vez, con monótona regularidad, ante su ventana.
Un millón de veces cada noche.
Y noche tras noche, mes tras mes, año tras año.
Quizá durante la pasada guerra civil aquel torrero habría matado a algún compatriota.
Ahora, sin embargo, sería capaz de arriesgar su vida por salvar la de cualquier desconocido que cruzara ante su faro.
¿Cuánto duran veinte minutos cuando no se sabe qué momento se ha empezado a contar?
Un tiempo infinito.
Comenzó a desear que el cielo se iluminara con el restallar de una monstruosa deflagración.
Al menos así descubriría que algo había salido mal.
La certeza del fracaso puede llegar a ser preferible a la incertidumbre del triunfo.
Lo peor es siempre la espera.
¿Dónde se encontrarían en aquel mismo instante los hombres del teniente Taylor?
¿Dónde, por los clavos de Cristo?
¡Moby Dick! ¡Moby Dick! ¡Moby Dick!
¡Victoria!
—¡Moby Dick! ¡Moby Dick! ¡Moby Dick! —repitió una y otra vez una anónima voz excitada y temblorosa.
¡Victoria!
—¡Victoria, Justo, lo han conseguido!
—¡Bendito sea Dios! —fue la corta respuesta del consejero.
Una hora más tarde, el Capitán Akab penetraba en el interior del complejo y en cierto modo apabullante puente de mando del submarino, para enfrentarse a cuatro lívidos oficiales de la marina alemana, cuyos demudados rostros denotaban la magnitud de su rabia, frustración y dolor.
—Nombre y graduación… —fue lo primero que dijo.
No obtuvo respuesta, por lo que intercambió una corta mirada de sorpresa con el teniente Taylor, quien se limitó a encogerse de hombros al tiempo que comentaba:
—Hasta ahora no han dicho una palabra, pero aunque no lleven uniforme parece evidente que ése de ahí es quien manda.
Bruno Alvarado clavó la vista en un hombre de mediana estatura, cabello castaño claro, cuidada barba entrecana y ojos de un gris acerado, para inquirir al poco:
—¿Habla inglés…? —Ante el levísimo gesto de asentimiento añadió—: ¿Es cierto eso? ¿Es usted el capitán?
Nuevo gesto de conformidad, y ante la evidencia de que persistía en su actitud de no abrir la boca, su interlocutor tomó asiento frente a él para inquirir en un tono helado y casi amenazante:
—¿Se da cuenta de que al haber sido sorprendidos sin uniforme en una nave armada que no luce ningún tipo de distintivos en aguas de un país neutral pueden ser considerados saboteadores? Ello me autoriza a fusilarlos sin contravenir los acuerdos internacionales referentes al trato que debe concederse a los prisioneros de guerra.
—También ustedes se encuentran armados y en aguas de un país neutral —replicó calmosamente el alemán, decidiéndose a abrir por primera vez los labios—. Por lo tanto, lo que está obligado a hacer es entregamos a las autoridades españolas.
—Ése es un punto de vista discutible… —admitió el hispanoinglés—. ¡Muy discutible! Pero ahora no me siento dispuesto a discutir. Los hemos cazado y punto. ¿Nombre y graduación?
—Comandante Oskar.
—¿Oskar qué?
—Oskar nada… —fue la agria respuesta—. Comandante Oskar, eso es todo.
—De acuerdo, —admitió el otro—. Comandante Oskar. No es éste ni el lugar ni el momento para un absurdo interrogatorio. Tiempo habrá para establecer su verdadera identidad. —Le colocó ante los ojos dos dedos ligeramente abiertos—. Le ofrezco dos alternativas —puntualizó—. Una, admitir que ha sido capturado y poner rumbo a Inglaterra sin causamos problemas. La otra, permanecer aquí encerrados hasta que las minas que hemos colocado bajo el casco hagan explosión.
—Eso le convertiría en criminal de guerra —le hizo notar el alemán.
—¡Es posible! —fue la cruda respuesta—. Pero ¿Quién más lo sabría? Oficialmente esta nave no existe, y por lo tanto ustedes tampoco. Sospecho que su alto mando se ha preocupado de que todos y cada uno de sus hombres figuren como desaparecidos o fallecidos en acciones de guerra, y en ese caso no se me ocurre quién podría acusarme de asesinar a unos muertos.
—Su conciencia.
—Suponiendo que la tenga, que es mucho suponer en los tiempos que corren… —El Capitán Akab extrajo del bolsillo superior de su camisa un cigarrillo que encendió con estudiada parsimonia—. Admito que soy un espía —añadió al poco—. Lo admito, sé a lo que me expongo, e imagino que usted también lo sabía cuando aceptó esta misión, o sea que dejémonos de estúpidas argumentaciones que a nada conducen. —Le observó torciendo ligeramente el cuello al inquirir—: ¿Nos lleva a Inglaterra o le recomienda a sus hombres que empiecen a rezar?
Se hizo un largo silencio en el que el Comandante Oskar pareció estar sopesando los pros y los contras de las escasas opciones que se le ofrecían, y por último quiso saber:
—¿Qué tratamiento recibiríamos?
—El de prisioneros de guerra, naturalmente.
—¿Aunque nos negáramos a revelar nuestra verdadera identidad?
—¡Aun así! Una vez en Londres ya no tendrá importancia puesto que nuestros servicios de información no tardarán en descubrir quiénes son en realidad. —Bruno Alvarado se encogió de hombros como dando a entender que el problema carecía de importancia al puntualizar—: Alemania no cuenta con demasiados capitanes de submarinos capaces de mandar una nave como ésta, por lo que imagino que usted debe de ser Otto Kretschmer, Joachim Schepke o más probablemente Günther Prier, que ya nos jugó una muy mala pasada en Scapa Flow.
De nuevo se hizo un silencio en el que de nuevo el Comandante Oskar pareció sumirse en profundas meditaciones.
Por último replicó casi con un susurro:
—¡De acuerdo! Pondremos rumbo a Inglaterra.
—Me alegro que haya tomado la decisión más sensata, pero procure no hacer tonterías. No tenemos interés en causar el menor daño a no ser que nos obliguen a ello.
El otro se limitó a hacer un leve gesto de asentimiento con la cabeza.
—Cuando se gana, se gana… —musito—. Pero hay que estar preparado para cuando toca perder. ¿A qué hora quiere zarpar?
—Cuanto antes…
—En ese caso tendrá que poner en libertad a mis hombres. Esta nave es muy moderna, pero no funciona sola.
—¡De acuerdo! Pero tenga muy presente que cada grupo estará encerrado en su propia sección y con las compuertas de seguridad soldadas. Se les proporcionará mantas, hamacas, comida y agua suficientes para sobrevivir el tiempo que dure la travesía, pero no podrán abandonar sus zonas de trabajo. Impartirá las órdenes desde aquí y por medio de los intercomunicadores.
—Entiendo.
—¿Está seguro?
—Completamente. Ya se lo he dicho: cuando se pierde, se pierde, y quien no sabe aceptarlo es un imbécil.
Los hombres del teniente Taylor tardaron casi dos horas en encerrar a los diferentes grupos de tripulantes en cada sección de la nave a la que pertenecían, por lo que cuando se concluyeron de soldar las gruesas compuertas de seguridad, la primera claridad del día había hecho su aparición en el horizonte.
El Capitán Akab que había trepado a la torreta con el fin de comprobar que se desconectaban definitivamente las minas del casco, se recreó unos instantes en el color rojizo de las lejanas montañas cuando se reflejaron sobre ellas los primeros rayos de sol, y aspirando casi con ansiedad un aire limpio y fresco que sabía que tardaría en volver a sentir, descendió en último lugar por la empinada escalerilla cerrando sobre su cabeza la pesada escotilla.
—¡Cuando quiera! —dijo.
—¿En inmersión? —fue la pregunta.
—¡Naturalmente! Prefiero no tropezarme con amigos, enemigos, o falsos neutrales. ¡Y ahora veamos si este barco es tan excepcional como aseguran!
Era en verdad un barco excepcional, de eso no cabía la más mínima duda.
Amplio, rápido, silencioso, bien ventilado y que respondía a los mandos con tanta suavidad, que a menudo se experimentaba la curiosa impresión de que, más que navegar, volaban entre dos aguas.
Sentado en un sillón giratorio desde el que dominaba cada rincón de la sala de mandos, el Comandante Oskar se limitaba a transmitir por medio de un micrófono concisas órdenes que sus hombres se apresuraban a obedecer sin la menor vacilación, al extremo de que todo parecía transcurrir como entre sueños, o como si aquélla fuese una máquina dotada de vida propia, y a la que lo único que parecía importarle eran el ritmo y la armonía.
Muy lejano se percibía apenas el monótono retumbar de unos motores que recordaban más bien el latido de un inmenso corazón, y de tanto en tanto una bocanada de aire fresco se adueñaba de las distintas secciones del buque como si el gran monstruo de acero aspirase con la cadencia de un ser vivo.
—¿A qué profundidad nos encontramos?
—A poco más de sesenta metros.
—¿Y ese aire?
—Comprimido.
—¿Cuánto dura?
El Comandante Oskar observó de reojo al Capitán Akab que era quien le había hecho la pregunta, dudo unos segundos, pero pareció llegar a la conclusión de que resultaba estúpido negarse a dar explicaciones sobre el funcionamiento de una nave que ya había dejado de pertenecerle.
—Seis horas replicó al fin.
—¿Tendremos que emerger para reabastecemos?
—No, necesariamente. Bastará con que naveguemos a unos ocho metros de profundidad para que la toma de aire haga su trabajo.
—¿Y si hay oleaje?
—Nuestro Schnorchel sabe diferenciar entre agua y aire —fue la respuesta no exenta de un cierto orgullo—. Si la mar está muy agitada bailaremos un poco, pero eso será todo.
—¿Cuánto tiempo se necesita para recargar de aire comprimido los tanques?
—Depende… Con mar en calma y los motores al máximo unas cuatro horas, pero con dos suele bastar para no tener problemas hasta que caiga la noche.
—¿A qué velocidad vamos en estos momentos?
—A unos catorce nudos. No conviene forzar unas máquinas que acaban de ser puestas a punto y necesitan un cierto período de adaptación, pero mañana podrán trabajar a plena potencia.
—Cuesta reconocer los méritos del enemigo —admitió al poco Bruno Alvarado—. Pero no cabe duda que este bicho impresiona…
—¡Gracias! Como imagino que sabrá su verdadero padre es el Profesor Walter, pero también es cierto que todos los que estamos aquí hemos contribuido desde el primer momento a que se haya convertido en una realidad… —El Comandante Oskar agitó una y otra vez la cabeza en un ademán evidentemente pesimista, al concluir—: Es una pena que tanto esfuerzo acabe por resultar inútil…
—Ningún avance técnico resulta inútil —le hizo notar el otro—. En la paz, o en la guerra, alguien acaba por beneficiarse.
—De nada sirve un submarino en tiempo de paz. —El alemán hizo un leve ademán hacia el enorme reloj que presidía el mamparo frontal—. Y pronto serán las doce en Berlín…
—¿Y eso qué tiene que ver?
—Mucho… —Como su interlocutor le observaba un tanto confuso, añadió—: ¿Tiene idea de lo que es El Enigma?
El hispanoinglés agitó la mano con gesto de duda.
—Más o menos… Tengo entendido que es una especie de máquina descodificadora bastante compleja.
—Exactamente —admitió el Capitán del submarino—. Una máquina a la que cada día, a las doce en punto, hora de Berlín, hay que cambiarle el código para que de ese modo el enemigo nunca pueda descifrar nuestros mensajes.
—Algo de eso he oído.
—Siendo así no le sorprenderá que le diga que uno de ellos ha sido adaptado al cuadro de mandos de esta nave, por lo que cada día, a las doce en punto, hora de Berlín, resulta imprescindible variar la colocación de las ruedas del código.
El Capitán Akab advirtió cómo un inquietante sudor frío comenzaba a descenderle por la espalda, por lo que a duras penas acertó a balbucear:
—¿Y si no se hace?
—El barco comienza a hundirse irremediablemente.
—¡No es posible!
—Lo es.
—¡No puedo creerlo!
—Pues debería creérselo… ¿Qué ganaría con mentirle?
Bruno Alvarado observó con profundo detenimiento el impasible rostro y los fríos ojos del hombre que continuaba sentado, inmutable, en el sillón giratorio, abrigó el firme convencimiento de que decía la verdad, y al fin, casi sin fuerzas, inquirió:
—¿Quién conoce ese código?
—Únicamente el Capitán de la nave. Únicamente yo.
—¿Y piensa cambiar la colocación de esas ruedas?
—No.
—¡Santo Dios! ¿Por qué?
El otro tardó en responder. Meditaba, tal vez dudaba sobre la respuesta que deseaba dar, pero por último alzó los ojos hacia el reloj, comprobó que tan sólo faltaba un minuto para que marcara las doce en punto, y con un tono de voz sereno y firme, señaló:
—Durante estos últimos meses he estado dudando sobre la conveniencia o no de recomendar que se comiencen a construir en serie naves como ésta. —Lanzó un resoplido—. Sé, mejor que nadie, que puede llegar a ser terriblemente destructiva, y estoy convencido de que con dos docenas de ellas los canallas que se han adueñado de Alemania, se adueñarían también del mundo… —Negó convencido—. Y no me apetecía en absoluto. No deseaba contribuir de un modo tan significativo al triunfo de unas ideologías que cada día me producen más repugnancia …
—¡Entonces…! —le interrumpió Bruno Alvarado atisbando un resquicio de esperanza—. Si no quiere que triunfen, ¿por qué no nos ayuda a erradicarlas? ¿Por qué no permite que el barco llegue a Inglaterra?
—Porque una cosa es que no quiera ayudar a los nazis, y otra muy diferente que ayude a los enemigos de mi patria. Ante todo sigo siendo alemán y no soportaría ver cómo aniquilan a mi país a sabiendas de que he colaborado a que así sea. No he nacido traidor… —puntualizó—, pero el destino me ha llevado a un punto en que considero que tan traidor sería inclinándome del lado de Hitler, como del de los aliados.
—¡Pero morir arrastrando a tantos inocentes no es una solución! ¿Qué va a obtener con ello?
—Que el alto mando se olvide para siempre del Barracuda y abandone el proyecto. Un prototipo que sin razón aparente desaparece de improviso en mitad de un océano en calma para ir a parar a cuatro mil metros de profundidad, pierde toda opción de futuro. Ni alemanes ni ingleses volverán a pensar en él, y le garantizo que eso es algo que la humanidad agradecerá eternamente.
—Pero ¿y nosotros? —se escandalizó el Capitán Akab—. ¿Y sus hombres? ¿Cree que tiene derecho a condenamos a morir porque usted no haya conseguido determinar cuáles son sus auténticas prioridades?
—Todos somos soldados —fue la helada respuesta—. Todos sabíamos que nuestras opciones de sobrevivir a esta guerra eran escasas, y como usted mismo ha dicho, la mayoría ya estamos «oficialmente» muertos. —Hizo una larga, larguísima pausa y al fin sentenció no sin cierta amargura—: Quedar en el olvido, y que la historia no nos dedique ni siquiera una línea, será el mayor favor que podamos hacerle a las generaciones futuras…
Aguardó de nuevo unos instantes con la vista clavada en el reloj, y en cuanto el segundero dio un nuevo salto, abrió el interruptor del micrófono y señaló en voz alta y clara:
—¡Habla el Capitán…! Siento tener que comunicar que la nave ha comenzado a ganar profundidad sin que exista posibilidad alguna de que regrese a la superficie… Preparaos por tanto a morir con el valor y la serenidad que siempre habéis demostrado.
Se interrumpió con el fin de humedecerse ligeramente los labios, pero casi de inmediato se inclinó hacia adelante para añadir alzando la voz:
—¡Que el Señor nos acoja en su seno! ¡Muera Adolf Hitler! ¡Viva Alemania!
Se hizo el silencio.
Un silencio angustioso.
Un silencio cada vez más azul.
Cada vez más frío.
Cada vez más profundo.
Instantes después todo pasó al olvido.
Lanzarote, enero de 1999