—¡Jonás! ¡Jonás! ¡Jonás!
Las ondas repitieron una y otra vez, machaconamente, aquella única palabra durante cuatro largos minutos.
No hubo respuesta.
Dos horas más tarde, las ondas insistieron:
—¡Jonás! ¡Jonás! ¡Jonás!
Por fin se escuchó, lejana, casi inaudible, una corta respuesta:
—¡Cetus!… ¡Cetus!… ¡Cetus!…
La traición se había consumado. Erika Simon desmontó cuidadosamente la radio tal como le habían enseñado con el fin de poder ocultar sus diferentes elementos con más facilidad, y se sentó luego en el borde de la cama a contemplar la amarillenta pared que volvía a mostrar marcas de humedad, como si la desolación del inhóspito muro tuviera la virtud de responder al cúmulo de preguntas que cruzaban por su mente.
¿Qué iba a ocurrir a partir de aquel momento?
¿Qué destino aguardaba al hombre por quien hubiera dado la vida, a partir del momento en que cayera en manos de sus enemigos?
¿Cómo se le desgarraría el corazón si alguna vez averiguaba hasta qué punto le había engañado?
Envejeció diez años en menos de una hora.
Diez años o mil, poco importaba, pues estaba consciente de que la existencia había dejado de tener significado para ella.
Una larga vida de soledad cargando con tan pesada culpa no merecía la pena ser vivida.
Una mañana en la que al despertarse no le embriagase el olor del cuerpo que tanto había amado horas antes, nunca sería una hermosa mañana.
Un luminoso día sin escuchar la voz de Oskar se transformaría de inmediato en una jornada gris y aborrecible.
Una noche en la que tuviese que acostarse segura de que no iba a poseerle y ser poseída por él se le antojaría siempre demasiado larga y angustiosa.
¡Y es que se iba!
¡Dios misericordioso!
¡Se iba!
Los equipajes aguardaban junto a la entrada, y en cualquier momento tres desvencijados automóviles harían su aparición envueltos en polvo allá a lo lejos, bordeando el abismo, a punto a cada instante de despeñarse, avanzando impasibles como chirriantes monstruos sin alma que se aproximaran paso a paso con la intención de arrebatarle cuanto de maravilloso le había sido otorgado.
Nunca quiso enamorarse, pero se había enamorado.
Nada estuvo nunca tan lejos de su intención y de su mente como la posibilidad de entregarse a un hombre que estaba dispuesto a morir por defender las locas ideas de quien pregonaba que existía una raza maldita a la se había propuesto aniquilar, pero se había entregado a él en cuerpo y alma.
¡Dios misericordioso!
En Londres había oído hablar del holocausto del pueblo judío como de una realidad que comenzaba a tomar cuerpo, y aunque en un principio se negó a aceptar una aberración que iba más allá de cuanto la bestialidad humana hubiera sido capaz de protagonizar a lo largo de miles de años, en su fuero interno presentía que su propia familia estaba siendo víctima de tan demoníaco ritual.
Probablemente ya estarían muertos.
Ése era un pensamiento que siempre trataba de apartar de su mente.
Cuando cerraba los ojos veía a sus hermanos alborotando en tomo a la mesa del jardín, a punto de sentarse a almorzar bajo el tibio sol de primavera, o recordaba a su padre recostado en su amado sillón del austero despacho, observándola sonriente mientras dejaba escapar anchos círculos de un humo blanco, denso y con olor a miel.
No podía ser que estuvieran muertos.
No era justo.
Pero mucho menos justo era, sin lugar a dudas, que ella, hija y hermana de aquellos seres maravillosos, ensuciara su recuerdo revolcándose feliz con uno de sus verdugos.
Traición sobre traición, puesto que acababa de traicionar a aquél por el que había traicionado a los suyos.
¡Qué sucia se sentía!
¡Qué sucia y qué confusa!
Por unos instantes trató de hacerse una idea de qué habría dicho su padre en caso de tener conocimiento de cuál había sido su modo de comportarse mientras ellos padecían todas las penas del infierno en un helado campo de concentración.
Él, tan recto, tan honesto, tan consciente de cuál era el lugar que cada ser humano debía ocupar en este mundo, se derrumbaría al descubrir que su adorada niña se había convertido por voluntad propia en la esclava de uno de aquellos salvajes que les torturaban y asesinaban por el simple hecho de creer en un dios diferente.
Ahora sabía que jamás podría volver a mirar a los suyos a la cara.
¡Jamás, pese a que por algún increíble milagro el buen Dios les hubiese conservado la vida!
Golpearon levemente a la puerta, al instante se abrió y en el umbral se recortó la silueta de un hombre derrotado, que acudió a su lado y se arrodilló a sus pies para esconder la cabeza en su regazo.
Durante largo rato, ¡siglos tal vez!, permanecieron inmóviles, como si vivieran tan sólo del contacto mutuo, y el simple hecho de hablar o aventurar el más ligero gesto pudiera precipitar de un modo irremediable la separación que tanto temían.
Ella tenía una mano apoyada sobre la amada cabeza, con los dedos entrelazados con los lacios cabellos y la otra caída sobre la falda, con los ojos aún el clavados en la húmeda mancha de la pared, tan ausente y al propio tiempo tan presente que llegaría a creerse que eran dos los seres que habitaban en aquellos momentos en su cuerpo.
Uno devoraba el presente.
El otro, contemplaba el amargo futuro.
Al fin el hombre alzó un rostro que aparecía desencajado y ceniciento, para musitar en un fatigado tono de voz que no recordaba en absoluto el enérgico y casi indiscutible, que tenía por costumbre emplear:
—Si tengo que morir, ¿por qué no en este instante? ¿Qué hay más allá del umbral de esta habitación por lo que valga la pena continuar respirando?
—Tu barco… —replicó con suavidad Erika Simon—. Tu gente… Tu deber.
—Mi barco no es más que un barco; mi gente puede encontrar otro capitán, mi único deber eres tú. —Lanzó un casi inaudible lamento—. Tenías razón la otra tarde debíamos continuar playa adelante y atravesar las montañas para perdemos juntos en algún lugar muy remoto.
—Hubieras acabado odiándome por obligarte a desertar.
—¿Más de lo que me odio a mi mismo por no haberte escuchado? —quiso saber él—. No lo creo, porque aborrezco la idea de volver a la guerra y aborrezco la idea de tener que surgir una vez más de las aguas en mitad de la noche para arrebatarles toda esperanza de futuro a los que duermen. ¿Qué locura es ésta? —añadió—. ¿Por qué absurda sinrazón nos estamos destrozando los unos a los otros?
—Porque la patria nos lo pide.
—¿La patria…? —Se asombró él—. ¿De qué patria me hablas? No creo que sea la Alemania de mis antepasados la que me pida que haga estallar un navío sin intentar averiguar a quién estoy abrasando. —Negó una y otra vez con la cabeza como si a él mismo le costara admitir lo que estaba diciendo—. Hace cuatro meses hundí por error un barco de inmigrantes dominicanos frente a las costas de Florida. ¿Te das cuenta? Un barco de una isla caribeña que nada tiene que ver con nuestra guerra, y en la que por lo visto la gente no piensa más que en cantar, bailar, hacer el amor o emigrar a Norteamérica en busca de un destino mejor. ¿Qué derecho tenía yo a acabar con todas aquellas vidas?
—Tú lo has dicho: fue un error.
—¿Y qué derecho tengo a salir al mar, navegar miles de millas y colocarme en disposición de cometer semejante error? No eran ellos los que estaban en aguas alemanas; era yo quien estaba en aguas americanas.
—Supongo que obedecías órdenes… —aventuró Erika Simon desconcertada por el extraño cariz que estaba tomando una conversación que parecía condenada a ser la de su despedida—. ¿O no?
—Sí —admitió su interlocutor tomando ahora asiento en la alfombra, con la espalda apoyada en la pared para mirarse durante unos instantes las manos como si las descubriera en ese instante—. Había recibido órdenes de hundir buques de transporte enemigos, pero la pregunta sigue siendo la misma: ¿Quién demonios tenía derecho a enviarme al Caribe sabiendo que corría el riesgo de cometer un error?
—Nadie, desde luego, pero siempre imaginé que los militares no os planteabais ese tipo de preguntas. Os dan una orden y la tenéis que obedecer sin cuestionarla.
—Pues yo empiezo a cuestionármelas —fue la respuesta—. Y no tan sólo por el hecho de que desde que te conozco la guerra se me antoja más terrible que nunca, sino porque ya el día en que me condecoraron llegué a la conclusión de que un triste pedazo de metal no merecía un lago de sangre.
—No es el pedazo de metal: es lo que simboliza.
—Simboliza que he matado a mucha gente, y me lo recuerda cada vez que me miro al espejo. Y que soy un canalla por obedecer las órdenes de un sádico que tan sólo parece disfrutar viendo sufrir a gente.
Erika Simon se apresuró a dejarse caer a su lado cubriéndole la boca con la palma de la mano.
—Pero ¿Qué dices? —exclamó horrorizada—. ¿Cómo se te ocurre? ¡Pueden oírte! Aquí hay mucho nazi, y si lo que has dicho llegase a oídos del capitán estarías perdido.
—¡Ya estoy perdido, pequeña! —sentenció con absoluta convicción el marino—. Cuando llegué a la isla empezaba a sospecharlo, pero el conocerte y sentirme tan feliz a tu lado, alejó de momento mis dudas. —Emitió un largo suspiro con el que pretendía expresar la profundidad de su frustración antes de añadir—: Sin embargo, ahora, al recordar que existe un mundo en el que a la gente le basta con amarse sin hacer daño a nadie, y al comprender que una vez más voy a perderlo todo por continuar haciendo algo que cada día considero, más injusto, esas dudas me asaltan con tanta fuerza, que empiezo a creer que acabarán por destrozarme.
—Nunca se me hubiera pasado por la mente que pudieras pensar de ese modo —le hizo notar ella—. Te comportas con tanta serenidad y tanta confianza en ti mismo, que llegué a imaginar que fuera de esta habitación y de esta cama, no eras más que uno de ésos a los que suelen llamar «capitanes de hierro», que tan sólo aspiran a que les concedan una cruz que colocarse en el cuello.
—¿Y aun así has llegado a quererme? —se asombró el otro—. ¿En verdad te has enamorado de lo que creías un insensible «capitán de hierro» capaz de hundir barcos y ahogar gente sin experimentar la más mínima compasión?
—Me enamoré del ser humano, no del oficial.
—Pero ese ser humano llevaba puesta la máscara del oficial —puntualizó el Comandante Oskar—. Mandar un submarino y conseguir que más de medio centenar de hombres estén dispuestos a morir porque tú así lo has decidido, exige vivir eternamente disfrazado de algo que no eres y probablemente nunca quisiste ser. De lo contrario tus hombres no tardarían en descubrir tus inseguridades y tus miedos, y jamás te seguirían allí donde la presión o las cargas de profundidad pueden aplastar la nave como si se tratara de una nuez.
—Pese a cuanto digas, estoy convencida —de que nunca has experimentado miedo.
—¡Qué poco sabes sobre el miedo, pequeña! —le recriminó—. ¡Qué poco! Aquí vives aislada del mundo y no puedes ni imaginar el terror que me invade cuando al mirar a través del periscopio veo venir a tres destructores que únicamente buscan hacernos pedazos. En esos momentos se me seca la garganta y me tiemblan las manos, pero estoy obligado a mantenerme firme, tragarme el pánico, y dar órdenes con tanta serenidad como si me encontrara en un despacho. Si no lo hago, todo a mi alrededor se derrumbaría, puesto que nadie más que yo ha visto lo que está sucediendo allá arriba.
Se puso en pie como si pesara una tonelada y las piernas se negaran a sostenerle, y aproximándose a la mesa que ocupaba el centro de la estancia, se sirvió una generosa ración de coñac que contempló al trasluz unos instantes.
—¡La última copa! —exclamó—. La última oportunidad de aturdirme para evitar sentirme prisionero de esos terrores. —La alzó en dirección a la muchacha—. Por ti, que sin pretenderlo has conseguido que esos miedos aumenten, puesto que estará incluido el miedo a no volver a verte.
—¡Por Dios, no digas eso! —suplicó ella—. No me obligues a sentirme culpable.
—¿Culpable de qué? Tú no tienes más culpa que la de ser una criatura maravillosa junto a la que cualquier hombre desearía pasar en paz el resto de su vida. Tú única culpa es ser dulce, inteligente, hermosa y apasionada. Tu única culpa estriba en que sueño con envejecer a tu lado viendo crecer a unos niños que tuvieran tus cabellos, tus ojos y tu sonrisa. Tu única culpa estriba en que frente a todo eso tengo que optar por encerrarme en un enorme ataúd en compañía de unos hediondos muchachos más asustados aún que yo, y que aunque creen que me adoran en el fondo me odian como odiamos siempre todo aquello de lo que dependemos.
—¡No seas tan cruel!
—No soy cruel. Únicamente estoy tratando de ser sincero. —Dejó la vacía copa en la mesa y abrió las manos en una especie de gesto de impotencia—. ¿Qué otra oportunidad tengo de serlo? —añadió—. ¿Ante quién, más que ante la mujer a la que amo, me puedo mostrar tal como en realidad soy?
—Te estás torturando.
—Hace meses que me torturo —fue la sincera respuesta—. ¿Y sabes por qué? Porque los asesinos no suelen sentir remordimientos, y cuando los experimentan tan sólo lo hacen sobre los muertos que han causado. Pero quienes no deseamos matar y nos vemos obligados a hacerlo, sentimos remordimientos, no sólo sobre los muertos reales, sino por las generaciones de seres humanos que hemos malogrado con nuestros actos.
—Se me antoja ir demasiado lejos.
—¿Demasiado lejos? —se escandalizó el Comandante Oskar—. ¿Quién puede garantizar que el descendiente de uno de aquellos pobres inmigrantes dominicanos no hubiera acabado siendo un científico que descubriera la forma de curar la leucemia? ¿O un auténtico líder amante de su pueblo? A veces siento que cada una de las muertes que llevo sobre mi conciencia se multiplica por mil, o incluso por millones.
—¡Déjalo todo entonces! —exclamó Erika Simon acudiendo a su lado y aferrándole con fuerza por los brazos—. ¡Olvídate de la guerra! La playa sigue ahí, y allí el acantilado y las montañas. Nuestro lugar remoto continúa igualmente perdido en alguna parte.
—¡Demasiado tarde! —fue la respuesta—. Los coches ya han llegado.
—¡No es posible!
—Lo es. Si en estos momentos intentara huir me pegarían un tiro por la espalda, y ésa no es forma de morir para quien luce una Cruz de Hierro.
—¡Señor, Señor…! —sollozó la muchacha—. ¿Cómo es posible que hayamos llegado a esto?
—Aceptando que los demonios se hayan ido adueñando paso a paso del futuro. Si Dios nos puso el destino en las manos pero hicimos dejadez de nuestras obligaciones permitiendo que fueran los locos fanáticos quienes decidieran lo que teníamos que hacer, no tenemos derecho a quejamos.
—¿Y qué podemos hacer ahora?
—Recuperar nuestro futuro… —replicó el Comandante Oskar con sorprendente seguridad al tiempo que extraía del bolsillo superior de la camisa un sobre doblado que dejó sobre la mesa—. Aquí tienes dinero y la dirección de un pequeño hotel cerca de Montevideo —dijo—. Yo tengo que librar una última batalla que no puedo eludir, puesto que no tengo derecho a traicionar a mis hombres cuando más me necesitan. Pero si salgo con vida, consideraré que he cumplido sobradamente con mi país, y en Navidades estaré en Uruguay. Si también tú estás allí encontraremos juntos ese lugar remoto.
Abandonó la estancia sin besarla, como si le asaltara el temor que ese simple contacto le impediría, por lo que Erika Simon permaneció unos instantes confusa, inmóvil y en silencio, para ir al fin a tomar asiento a los pies de la cama y volver a contemplar, ausente, la mancha de humedad de la pared amarillenta.
Ni siquiera intentó llorar puesto que le costaba nunca tendría lágrimas suficientes como para acallar su angustia.