La noche de San Lorenzo, y mientras el firmamento parecía haberse vestido de fiesta gracias a la infinidad de estrellas fugaces que continuamente lo cruzaban, dieciséis hombres emergieron de las escotillas de un submarino inglés para saltar a bordo de una pareja de arrastreros que fingían estar tirando de una gigantesca red a unas cinco millas al norte de la isla de Lanzarote.
Los encabezaba el teniente Edmund Taylor, antiguo Capitán de la selección galesa de rugby, un hombre que más bien parecía un armario, y cuya nariz torcida y pobladas cejas partidas por tres puntos recordaban a cuantos le miraban a la cara que el hecho de ganarse a pulso en los estadios el agresivo sobrenombre de Cromañón le había costado un alto precio.
Más de la mitad de la gente a su mando parecía haber sido reclutada de igual modo entre adictos al balón ovalado y las mêlées, por lo que a menudo se tenía la impresión de que más que como mando de elite de la armada británica actuaban como una feroz apisonadora capaz de pasar por encima de una docena de cuerpos en cuanto el árbitro hiciera sonar su silbato.
No obstante, y pese a su amazacotado aspecto y sus peludas manazas de gorila, el teniente Taylor era un notable violonchelista que había estudiado en París, Berlín y Viena, llegando a convertirse en uno de los alumnos predilectos de Pau Casals, por el que sentía una especial adoración hasta el punto de que chamullaba pasablemente el catalán.
Culto, inteligente y educado, ningún contraste más acusado podía darse en este mundo comparable al de su exquisita sensibilidad y su terrorífico aspecto, puesto que resultaba evidente que la bestia que al parecer todo ser humano lleva en su interior, a él se la habían puesto únicamente por fuera.
Ejercía, eso sí, una indiscutible autoridad sobre sus hombres a los que había entrenado de tal forma que sabían siempre lo que tenían que hacer casi sin necesidad de que pronunciara una sola palabra.
Fusiles, botes neumáticos y equipos de buceo fueron cuidadosamente colocados en el interior de las bodegas de los dos barquichuelos, bien ocultas bajo toneladas de sardinas, y vestidos ahora con los gruesos monos azules y los típicos sombreritos de paja e pescadores lanzaroteños, los dieciséis miembros del comando arribaron al día siguiente al puerto de Arrecife, donde, pasada la medianoche, fueron conducidos hasta una fábrica de conservas abandonada.
Allí acudió a visitarlos el Capitán Akab, quien no pudo por menos que impresionarse ante el brutal aspecto de semejante pandilla de gorilas.
—Parecen Panzers con botas en lugar de cadenas —fue su significativo comentario.
—Pero son mucho más mortíferos, puesto que pueden llegar adonde un tanque nunca llegaría —replicó sonriente el jefe del grupo—. Y además son ágiles y silenciosos.
—¿De dónde los ha sacado?
—Casi todos son antiguos compañeros de equipo, o rivales de las selecciones de Escocia, Inglaterra e Irlanda —puntualizó Edmund Taylor—. Cuando Barbarroja me pidió que preparara un comando «muy, muy especial» llegué a la conclusión de que lo mejor que podía hacer era elegir a aquéllos que ya estaban superentrenados y habían demostrado ser fuertes, veloces y agresivos.
—Pues me temo que nuestro mayor problema será alimentarlos. Deben comer como fieras y en estos momentos la comida escasea en la isla.
—No se preocupe; traemos provisiones para una semana y por lo que he podido ver, el pescado abunda. Con eso nos basta.
—¡Bien! Ahora lo que importa es que permanezcan ocultos y en silencio. Si las autoridades españolas les descubren todo estará perdido.
—¿Tiene idea de dónde se encuentra ese famoso submarino?
—Aún no hemos localizado el emplazamiento exacto, pero puede apostarse la paga de un año que el día en que sus tripulantes regresen les estaremos esperando. Capturarlo ahora, sin su auténtico capitán y sus oficiales a bordo, no nos serviría de nada, puesto que deben ser los únicos que saben cómo hacer navegar una nave tan sofisticada.
—¿Es tan buena como se dice?
—Me temo que mejor aún, y por eso necesitamos contar con aquéllos que puedan revelamos todos sus secretos. —Bruno Alvarado cambió levemente el tono de voz al añadir—: Eso es algo de suma importancia que sus hombres deben tener muy presente: no quiero ni una sola muerte a no ser que resulte inevitable. Cada Miembro de ese barco es un especialista en utilizar unas tecnologías de las que nosotros ni siquiera tenemos noticias. Necesitamos aprender de ellos, puesto que en este caso particular máquina y servidor son casi la misma cosa.
—Entiendo… Dejar fuera de combate a medio centenar de marinos sin cortar ningún gaznate dificulta mucho la labor, pero pondré a mi gente a trabajar diseñando un plan que nos permita actuar de la manera más aséptica posible. ¿Algo más?
—Si consiguen apoderarse de la nave, lo primero que tienen que hacer es registrarla de la quilla a la cofa buscando cualquier tipo de mecanismo de autodestrucción, puesto que imagino que preferirán volarla a permitir que caiga en nuestras manos.
—¿Y si no conseguimos apoderamos de ella?
—En ese caso hay que hundirla a cualquier precio. El tono de voz del teniente Taylor resultó claramente significativo al repetir:
—¿A cualquier precio?
—Eso he dicho: «A cualquier precio», por parte nuestra o por parte del enemigo. Si permitimos que el Barracuda demuestre que es capaz de hacer todo lo que se asegura que es capaz de hacer, el alto mando volcará toda su capacidad de producción en lanzar docenas de Barracudas al mar, y en ese caso más vale que el buen Dios nos coja confesados. Acabarían con nuestra flota dondequiera que se ocultase, incluido Scapa Flow.
—Desde el ataque del U-47 nuestra gente ha —rol vertido Scapa Flow en un bastión inexpugnable.
—Eso creía yo, amigo mío… ¡Eso creía yo!
A su regreso al astillero en que había establecido cuartel general, el Capitán Akab se enfrentó a un sonriente Justo Marrero que fumaba su curvada cachimba de madera de cerezo con aire de profunda satisfacción.
—¡Lo tenemos! —fue lo primero que dijo.
—¿Al Barracuda?
—¿A quién si no?
—¿Estás completamente seguro?
—Me juego una bola y parte de la otra.
—¿Y eso?
—Una barca desconocida se ha pasado cinco horas «dice que pescando» en un fondo de arena en el que no picaría ni un mísero lenguado. La gente de Playa Blanca se conoce por tradición de generaciones cada metro de ese litoral y sabe perfectamente que donde fondea esa barca no se puede sacar ni una bota vieja a no ser que pertenezca al tripulante de un submarino alemán. Además, cada vez que un barquichuelo se aproxima, los supuestos pescadores maniobran girando sobre sí mismos, señal inequívoca de que están ocultando algo por la banda contraria.
—¡Buen trabajo!
—Tomamos las marcas guiándonos por el faro de isla de Lobos, Montaña Roja y la Punta de Papagallo… —Guiñó un ojo con picardía al concluir—: No hay duda; les podemos mear en el periscopio.
—¡Bien! —admitió su interlocutor—. Ahora no nos queda más que vigilar de lejos para que no sospechen que les hemos localizado, y aguardar a que Erika nos confirme el día en que la tripulación regresa a bordo.
—¿Ya no desconfías de ella?
—¡En absoluto!
—Si está tan enamorada como asegura, entra dentro de lo posible que cambie de opinión y prefiera no poner a su hombre en peligro.
—Demasiado tarde… —sentenció el otro convencido de sus palabras—. Erika tiene muy claro que sabiendo lo que ahora sabemos sobre ese barco, no nos queda más remedio que capturarlo o acabar con él. Si lo capturamos, su comandante vivirá y pronto o tarde volverán a encontrarse. Si no lo capturamos, su comandante acabará en el fondo del mar.
—Pero si el Barracuda es tan poderoso como cree tal vez confíe en que pueda salir con bien de la aventura y…
Bruno Alvarado le interrumpió con un gesto y una leve sonrisa que pretendía infundir confianza.
—Erika sabe que el Bismarck era el acorazado más poderoso que se hubiera construido nunca, y que pese a ello conseguimos hundirlo en la primera ocasión en que pretendió hacemos frente… —dijo—. Al igual que le ocurre a la mayor parte de los alemanes, está íntimamente convencida de que la escuadra inglesa siempre será invencible y eso es lo que le hace temer por la vida de su amado. Y para nosotros, la esencia del problema no estriba en destruir al Barracuda —sentenció—. Eso podemos hacerlo. El auténtico problema se presentar el día en que haya cien Barracudas pululando por los océanos. En ese mismo momento habremos perdido la guerra.
—¿Y por qué los alemanes no los han construido en serie?
—Quiero suponer que porque aún no están absolutamente convencidos de que sea tan fabuloso, y prefieren emplear su mejor acero en esos tanques y cañones que les están proporcionando una indiscutible supremacía en tierra firme. Mientras los Panzers continúen avanzando sobre Francia, Rusia o el Norte de África, el Führer no volverá los ojos al mar, y lo que debemos procurar es que cuando quiera hacerlo resulte ya demasiado tarde…
—¡Demasiado tarde! —sentenciaba casi en esos mismos momentos, y como si hubiera estado escuchándole, el almirante al que todos llamaban Carapalo mientras recorría de punta a punta el luminoso despacho cuya mesa central se encontraba ocupada por la minuciosa y casi puntillosa maqueta de la bahía de Scapa Flow—. Demasiado tarde a mi entender. ¡Deberíamos dar la orden ahora!
—Yo soy partidario de esperar.
—¿Esperar qué?
—Al resultado de la Operación Ratonera —replico con absoluta calma el Comandante Oskar que se encontraba acomodado en un mullido butacón de cuero verde, observando de medio lado el mar que se abría frente al ventanal—. Hasta ahora hemos hecho toda clase de pruebas, satisfactorias en su inmensa mayoría, pero a mi modo de ver nos falta la más importante.
—¿Y es?
—Comprobar el comportamiento de la nave a la hora de la verdad: en el momento de entrar en combate.
—Pero usted mismo reconoce que ya ha hundido media docena de barcos.
—En efecto —admitió el otro—. Admito que he hundido media docena de mercantes indefensos, a los que enviamos al fondo del mar con alevosía y nocturnidad por la sencilla razón de que necesitábamos comprobar la eficacia de los nuevos torpedos. —El adusto marino negó una y otra vez con la cabeza—. Nada de lo que ni mis hombres ni yo podemos sentimos orgullosos. No es nuestro estilo, ni tiene que ser el estilo de esa nave.
—¡Naturalmente que no! En eso estoy completamente de acuerdo. El Barracuda está diseñado para convertirse en el rey del mar.
—Pero para llegar a convertirse en rey tiene que haber demostrado previamente su valía, y a mi modo de ver aún no lo ha hecho. Lanzar torpedos y quedarse en silencio, agazapados, no es una forma honrosa de ganar un trono. —El Comandante Oskar se puso en pie, se aproximó aún más a la ventana y mientras observaba las gaviotas que revoloteaban en la playa añadió sin volverse—: Si yo le pidiera a Doenitz que dejara de construir otro tipo de barcos para dedicar todo nuestro a producir Barracudas me estaría comportando como un irresponsable, e incluso tal vez como un traidor.
—¡Por favor!
—Lo digo como lo siento. —Ahora sí que se volvió a su interlocutor—. Nos hemos lanzado antes de tiempo a una guerra total, en la que cada proyectil, cada hora de trabajo o cada plancha de acero tiene un valor incalculable. De nuestra eficacia dependen la victoria o la derrota, y por lo tanto, aceptar la responsabilidad de que se dediquen ingentes esfuerzos materiales y humanos a algo en lo que aún no tengo una fe ciega, sería tanto como traicionar a mi patria, ya que estaría traicionando mis propias convicciones,
—¿Y cree que tras la batalla de Scapa Flow estará en condiciones de tomar esa decisión?
—¡Naturalmente! —fue la convencida respuesta—. Si resulta tal como la estamos planeando, el Barracuda tendrá que pasar por una prueba de fuego como jamás se haya conocido. Docenas de destructores intentarán hundirnos, y si logramos evitarlo habremos demostrado que en realidad ese barco es el auténtico rey del mar.
—Pero puede darse el caso de que el barco sea verdaderamente excepcional pero excesivas las fuerzas a las que tenga que enfrentarse.
—No crea que no lo he pensado —replicó el Comandante Oskar que ahora se había aproximado a la gran mesa estudiando distraídamente la maqueta—. No descarto que puedan hundirme, pero en ese momento ya estaré en condiciones de dar un dictamen y emitir un último mensaje que haga comprender al almirante que aunque el Barracuda haya caído ante un enemigo superior en número, debe dar la orden de empezar a producirlo en serie.
—Una gran responsabilidad, ¿no le parece?
—La acepté en el momento en que acepté el mando, del mismo modo que acepté renunciar a mi familia y mi pasado.
—¿Qué siente al saber que los suyos le dan por muerto?
—Dolor —musitó en tono muy quedo el interrogado—. Dolor por el dolor que ellos sienten, aunque me consuela pensar que si en verdad muero ya no volverán a sufrir, mientras que si consigo sobrevivir, su alegría compensará por lo que ahora están pasando.
—¡Extraña guerra esta que nos lleva a situaciones tan absurdas! A veces nos vemos obligados a ocultar que un general ha muerto, y en ocasiones hacemos creer que hemos enterrado a quien aún sigue con vida.
—¿Qué otro sentido tiene el juego de la guerra más que el engaño? De igual modo hacemos creer al enemigo que nos encontramos mucho mejor armados de lo que en realidad lo estamos, como en ocasiones nos interesa atraerle a una trampa fingiendo una engañosa debilidad. Es como una gigantesca partida de póquer, en la que en lugar de fichas se apuesta con vidas humanas.
—¿Y le gusta el juego?
—No.
—¿Está seguro?
—Completamente. Lo que ocurre es que una vez que te has sentado a la mesa y se reparten las cartas, ya no te queda otro remedio que participar de la mejor manera posible.
—Sin embargo sabía a lo que se arriesgaba puesto que eligió esta carrera.
—Sí. En efecto: la elegí, y le puedo asegurar que no me arrepiento… Y ahora, si me da su permiso, desearía retirarme…
—¡Naturalmente! —se apresuró a replicar el almirante Carapalo quien por unos segundos pareció cambiar su adusta expresión de siempre—. Aunque, con todos los respetos, y sin pretender inmiscuirme en su vida privada, me agradaría que no se tomara a mal si le digo…
—No es necesario que se moleste… —le interrumpió su interlocutor con una ligera sonrisa amarga—. Lo sé… Va a decirme que estoy cometiendo un grave error al involucrarme tanto en mis relaciones personales y teme que ello me afecte cuando tenga que hacerme a la mar. —Negó convencido—. ¡No se inquiete! En cuanto zarpe todos mis sentimientos, ¡todos!, se quedarán en tierra. Bajo el agua desconecto del resto del mundo y únicamente me comporto como Capitán de submarinos.
—¿En verdad puede hacerlo?
—No es que pueda. Es que debo. Si cuando nos encontramos encerrados en un ataúd metálico en las tinieblas de los cien metros de profundidad, permitiéramos que nuestra mente ascendiese a un mundo de luz, sol, aire puro, risas, amor, sexo y belleza, comenzaríamos a aullar suplicando que nos sacaran de allí a cualquier precio.
—Entiendo.
—Con todos los respetos, señor, no creo que lo entienda. Únicamente quien ha escuchado el escalofriante eco del asdic cuando resuena contra el casco, lo que indica que los destructores te han localizado y muy pronto comenzarán a llover a tu alrededor cargas profundidad que pretenden enviarte al más negro de los abismos, puede entender lo que siente un submarinista… El resto no es más que imaginación. ¡Buenas tardes!
—¡Buenas tardes!
Quince minutos después, Erika Simon distinguió desde su habitación la figura del hombre al que amaba sentado justo al borde del agua, por lo que acudió de inmediato a su lado para quedar desagradablemente sorprendida por lo sombrío de su expresión.
—¿Qué te ocurre? —se apresuró a preguntar tiempo que se dejaba caer frente a él—. ¿Te encuentras mal?
—No, pequeña, en absoluto —la tranquilizó el Comandante Oskar—. Simplemente pensaba.
—Pues no me gustan tus pensamientos.
—¿Cómo puedes saberlo?
—Por tu rostro. Se diría que estás muy lejos de aquí, y eso me duele.
El Comandante Oskar le acarició dulcemente la mejilla al tiempo que ensayaba una sonrisa.
—Aunque mi pensamientos esté lejos, mi corazón sigue aquí. —Musitó—. Eso es algo que debes tener siempre presente. Estén donde estén mi mente o mi cuerpo, incluso en lo más recóndito del océano, mis sentimientos permanecerán contigo, y lo único que te ruego es que cuides de ellos como cuidarías de un hijo que tuviéramos.
—Así lo haré, porque de ese modo conseguiré que cuides de igual modo de los míos.
Guardó unos instantes de silencio, observó las idas y venidas de un diminuto cangrejo que correteaba dentro de un charco, y por último inquirió:
—¿Qué delito hemos cometido para que nos castiguen de este modo?
—¿A qué te refieres?
—A que nos obliguen a sobrellevar como una carga un amor tan desesperado y a destiempo. Cuanto más disfruto de él, cuanto más feliz me siento, más angustia me invade al pensar que pronto tendrás que abandonarme. En otro lugar y en otro tiempo, no me cambiaría por nadie ni anhelaría más paraíso que el que me proporcionan tus caricias, sin embargo ahora, al pensar en tu marcha, envidio a la más miserable de las criaturas, puesto que nada tiene y por lo tanto nada puede perder.
—«Tener o no tener…» —musitó él engolando la voz como si estuviera recitando en lo alto de un escenario—. «¿Qué es preferible, ignorar durante toda una vida lo que significa la dicha de amar y ser amado, o sufrir los avatares del destino arriesgándote a morir o resucitar a cada instante ante la ausencia o la presencia de aquél que tanto dolor y tanta alegría te causan?».
—No sabía que fueras tan buen actor —rió ella divertida por su cómica actitud.
—¡Naturalmente que lo soy! —fue la respuesta carente de toda modestia—. Lo fui en el colegio y en la academia, y tal vez si no hubiese estallado la guerra me habría dedicado al teatro.
—Extraño.
—¿Por qué?
—Porque siempre he oído decir que los buenos actores son aquéllos que carecen de personalidad propia, por lo que son capaces de asimilar otras que no les pertenecen. Sin embargo, los hombres de auténtico carácter, y tú lo eres, raramente aceptan cambiar su forma de ser.
—Pero es que lo que tú consideras «mi auténtico carácter» no es tan auténtico —le hizo notar su interlocutor—. Yo antes no era tal como los demás me ven ahora. En el fondo sigo sin serlo, pero la guerra y las obligaciones del mando me han empujado a asumir una actitud que no me cuadra. Disparar un torpedo que va a causar cientos de víctimas, u ordenar a tus hombres que hagan algo que tal vez les cueste la vida, acaba por cubrirte de un barniz que no te pertenece. Mi abuelo que llegó a general, aseguraba que las guerras curten a los hombres, pero yo más bien creo que a base de curtirlos acaban por cuartearlos. En apariencia siguen siendo duros y correosos, pero si te aproximas hendiduras que les llegan al alma.
—Yo nunca he dicho que seas un hombre duro… —puntualizó la muchacha guiñando un ojo con picardía—. Bueno, en ciertas partes y en ciertos momentos lo eres y mucho. He dicho que tienes auténtico carácter y eso es algo que se advierte en cuanto entras en una habitación. Intimidas a la gente.
—La intimido porque soy un comandante de submarinos; un ser todopoderoso que tiene licencia matar en mitad de la noche sin que nadie se atreva a exigir responsabilidades. Me basta con asegurar que estaba oscuro para quitarme de encima quinientos muertos como quien se sacude la caspa, ya que mis superiores prefieren no juzgar mis actos. —Abrió las manos con las palmas hacia arriba como si de ese modo pretendiera explicarlo todo—. Inconscientemente ello me lleva a considerarme intocable, y por lo tanto diferente, y los demás lo notan.
—Nunca hubiera imaginado que te autosicoanalizaras… —le dijo Erika Simon a todas luces desconcertada.
—Y no me «autosicoanalizo»… —replicó él recalcando mucho las palabras aunque sin aparente acritud—. Pero durante las largas horas que paso tendido en una litera, tengo tiempo de reflexionar sobre infinidad de temas, y uno de ellos suele centrarse en los efectos que provoca el mando. Nadie se atreve a cuestionar mis órdenes, pero si me equivoco una sola vez nos vamos al fondo. Lo quiera o no, saberlo me afecta y a la larga determina mi actitud ante los demás.
—En ese caso ¿por qué elegiste ser Capitán de submarinos?
—Porque cuando me decidí a serlo aún no sabía lo que significa realmente, y sobre todo no tenía ni la más remota idea de que acabaría mandando una nave diabólica.
—¿Es así como la calificas? —se sorprendió la muchacha—. ¿De diabólica?
Él la tomó de la mano ayudándola a ponerse en pie, y juntos echaron a andar por una playa en la que la marea baja había dejado al descubierto infinidad de charcos y musgosas rocas entre las que se paseaban pequeños pulpos como si aquella hora de la tarde fuese la idónea para abandonar sus cuevas y respirar un poco de aire puro.
No corría ni una gota de viento, no se vislumbraba ni la más ridícula nube, y todo era calma y belleza junto a un mar que olía a yodo y algas frescas.
—¿Qué otra palabra existe para designar a una máquina que te obliga a tener la impresión de que posee vida propia y en cualquier momento actuará a su capricho? —quiso saber el Comandante Oskar al cabo de unos instantes—. Su corazón late casi como el de un ser humano, respira con la cadencia de una persona, y «piensa» por sí misma para indicarte lo que tienes que hacer si deseas continuar en este mundo.
—¿«Piensa»? —repitió su acompañante en tono de auténtico desconcierto—. ¿Qué quieres decir con eso de que «piensa»?
—Que con frecuencia te «ordena» realizar una determinada maniobra y Dios te libre de no obedecer. Se enfurece, ruge y te amenaza con irse al fondo, aunque ese fondo se encuentre a tres mil metros de profundidad.
—¡No puedo creerte!
—Pues te juro que es cierto. Su «cerebro» en realidad es el más gigantesco de los Enigmas. ¿Tienes idea de lo que es El Enigma?
—Creo que se trata de una especie de máquina de códigos que funciona a base de ruedas y signos, pero si te digo la verdad nunca me ha interesado el tema.
—¡Bien! Con eso basta. El Enigma es, en efecto, una máquina de códigos indescifrable, y en su mecanismo se ha basado el alto mando a la hora de diseñar el nacimiento del Barracuda. Cada día tengo que cambiar la posición de las ruedas según una estricta relación establecida de antemano, y si me equivoco a la hora de interpretar las órdenes no me obedece y nos hundimos.
—¿Y a qué viene tanta complicación? —se escandalizó ella—. ¿No corréis ya suficientes riesgos como para que un simple error pueda acabar con todo?
—No es más que una sofisticada forma de autodefensa, ya que a los ojos del alto mando es preferible que el Barracuda desaparezca, a que caiga en manos del enemigo.
—¿Y tú estás de acuerdo?
—¡Naturalmente!
—¿Aunque te vaya en ello la vida y la de tus hombres?
—¿Qué importan nuestras vidas frente a las de todos los que perecerían si permitiéramos que semejante nave se utilizara en contra nuestra? Su capacidad de destrucción no tiene comparación con nada de cuanto se ha construido hasta el presente. —Hizo una corta pausa para acabar agitando la cabeza negativamente—. No cabe duda de que quienes la idearon tenían la mente enferma.
—Eso suena muy duro… —le hizo notar ella con suavidad—. Al fin y al cabo son nuestros compatriotas.
—¿Y realmente no crees que algunos de nuestros compatriotas tienen la mente enferma?
—Prefiero no hablar de ello.
Él se detuvo, se colocó ante la muchacha y tomándole con suavidad de las manos la miró a los ojos aguardando a que le devolviera la mirada y, por último, señaló en voz muy baja:
—Ya me he dado cuenta. Nunca hablas de cuanto está ocurriendo a nuestro alrededor, y aún no he conseguido averiguar cuáles son tus auténticos sentimientos al respecto.
—En estos momentos mis auténticos sentimientos se limitan a nosotros —replicó ella en el mismo tono confidencial—. Nada fuera de ti y de mí me importa ni me afecta, y nada que no esté relacionado contigo merece que le dedique ni tan siquiera un pensamiento.
—Pero ¿y antes de mi? —insistió él—. ¿Qué pensabas de toda esta situación antes de que yo irrumpiera en tu vida?
—Ni lo sé ni me importa. Nada ha habido antes de conocerte, ni nada habrá en cuanto te separes de mi. A veces tengo la impresión de que nací en el momento en que te vi.
—¡Vamos, no seas niña! —se impacientó el Comandante Oskar—. Como respuesta es bonita y muy romántica, pero me gustaría saber de quién me he enamorado.
—Te has enamorado de quien has querido enamorarte, y por lo tanto soy y seré siempre como tú quieras que sea. El resto pertenece al pasado, y te repito que el pasado no existe.
—Lo queramos o no, existe.
—Yo no quiero que exista.
—¡Pero existe!
Erika Simon negó una y otra vez con desconcertante firmeza:
—El verdadero pasado de un ser humano, el que en realidad cuenta más allá de los hechos y las anécdotas tan sólo se conserva en la memoria de cada por lo tanto si esa persona consigue borrarlo de su memoria, deja de existir.
—¡Desconcertante teoría, vive Dios! —exclamó el marino—. ¿De dónde la has sacado?
—De mi padre, que siempre me preguntaba si conocía a Leon Polsky.
—¿Y quién es Leon Polsky?
—Alguien a quien yo no nunca había visto y que por lo tanto no podía conservar en mi memoria. Mi padre aseguraba que si yo no recordaba haber visto a Leon Polsky, era porque para mí no existía.
—¿Y realmente existía?
—No lo sé. Mi padre nunca me lo aclaró. ¿Existe para ti?
—¿Adónde quieres ir a parar?
—Adonde quería ir a parar mi padre, son sentidos los que construyen nuestra memoria, que reconstruye a su vez nuestro pasado. Por lo tanto si alguien tiene la fuerza de voluntad suficiente como para anular su memoria, destruye su pasado.
—¿Qué hacía tu padre?
—Pensar.
—Eso ya lo veo. ¿Y qué más?
—No lo recuerdo.
—¿Cómo que no recuerdas lo que hacia tu padre? ¡Eso es absurdo!
—No, cuando has conseguido borrar de la mente tu pasado.
—¿Tan malo es?
—Todo lo que pertenezca al día antes de haberte conocido, es malo.
—¡Déjate ya de evasivas y cuéntame algo más de ti! —suplicó él—. Quiero saberlo todo.
—Lo único que tienes que saber es que, si en verdad lo deseas, seguiré caminando a tu lado hasta llegar a aquel acantilado —fue la firme y serena respuesta—. Luego atravesaremos las montañas, y seguiremos juntos, cogidos de la mano, hasta algún lugar remoto en el que nadie hable nunca de ideologías, creencias, guerras o muertes. Te entregaré mi vida sin pedir nada a cambio, pasaré hambre y sed, trabajaré para ti, te daré hermosos hijos, y moriré feliz bendiciendo cada minuto que haya pasado junto a ti. —Se detuvo y le miró a los ojos con extraña determinación para concluir con absoluta sinceridad—: Si te atreves a dejar atrás el presente y cambiar nuestro futuro, tal como yo me atrevo, algún día te hablaré de mi pasado. Si no es así, no me preguntes nada.