Noche oscura.

La línea de la costa más que verse, se escuchaba.

Las olas rompían con violencia contra los acantilados, pero en las playas rebotaban para caer de nuevo y lanzarse tierra adentro, ascender unos veinte metros, y regresar más tarde arrastrando en confuso revoltijo de arena, piedras, conchas y algún que otro viejo madero con el que el agua jugueteaba sin decidirse a dejarlo en seco o devolverlo para siempre al océano.

De tanto en tanto la espuma al golpear contra una roca provocaba una leve fosforescencia, pero las mortecinas luces del exterior del caserón y el intermitente parpadeo del lejano faro de la punta de la Ballena, era cuanto permitía al intruso hacerse una idea de que se encontraban en un mundo minimamente habitado.

En el cielo estrellas.

Millones de estrellas.

Y en el mar el viejo pesquero de velas remendadas que cabeceaba a no más de doscientos metros de la costa.

Bruno Alvarado concluyó de ajustarse el chaleco salvavidas que previamente había sujetado a una liña capaz de soportar los violentos tirones de un pez espada de doscientos kilos, y alzando una pierna tomó asiento a horcajadas sobre la barandilla decidido a lanzarse al agua.

—No me gusta —comentó pesimista Justo Marrero que se aferraba con una mano al palo de mesana mientras que con la otra le sujetaba por el brazo—. No me gusta nada. El mar está muy bravo.

—Tiene que ser ésta la noche —fue la respuesta—. Ella me espera.

—¿Y si no acude?

—Volveré mañana.

—Mañana arreciará el viento y será aún peor.

—Razón de más para intentarlo ahora —le hizo notar el Capitán Akab—. No quiero pasarme la vida haciendo cábalas sobre lo que está ocurriendo en esa maldita casa.

—¿Y si te ha traicionado y te están esperando para pegarte un tiro?

—¡Oh, vamos, Justo…! —protestó el otro—. ¡No me jodas! Ya tengo bastante con la posibilidad de ahogarme, estrellarme contra una roca o que un tiburón me arranque una pierna… ¿Quieres que encima piense que me pueden pegar un tiro?

—¡Tienes razón! —admitió el resignado conejero—. Inténtalo, pero a la más mínima señal de peligro te traeré de regreso… ¡Suerte!

Bruno Alvarado aguardó un instante, se persigno y por fin se dejó caer al agua para comenzar a bracear muy despacio, en dirección a la costa.

Desde el barco Justo Marrero iba soltando liña a medida que la necesitaba, aunque manteniendo siempre una leve tensión como si en realidad estuviera luchando con un gran pez que aún no se encontrara lo suficientemente fatigado como para ser izado a bordo.

Sin prisas, consciente de que debía conservar fuerzas para el momento en que se enfrentara a la fuerte te resaca, el nadador avanzó en las tinieblas atento siempre a las casi imperceptibles luces de la casa que titilaban a poco más de un kilómetro de distancia.

El rumor de las olas ganó en intensidad al tiempo que comenzaban a empujarle suavemente hacia tierra.

Al cabo de unos cinco minutos, una ola mucho mayor que las que le habían precedido le tomó en volandas para subirle a su cresta y lanzarle velozmente hacia adelante a riesgo de estrellarle contra la costa.

Se dejó llevar protegiéndose la cabeza con los brazos, esperó el golpe, pero desde el barco la experiencia y la intuición de Justo Marrero le impulsó a tensar levemente la liña de tal manera que, sin riesgo de romperla, fuera frenando la marcha de su amigo con objeto de conseguir que la ola pasara por debajo, siguiera su curso, rompiera contra la costa y ascendiera una vez más playa arriba.

Nuevas brazadas, esta vez más impetuosas para vencer el empuje del agua que volvía en forma de confusa resaca, y tres minutos más tarde el Capitán Akab encontró al fin terreno firme bajo sus pies para avanzar casi a rastras hasta dejarse caer, agotado, tierra adentro.

Descansó unos instantes, recuperó el aliento, extrajo de un bolsillo de su chaleco una diminuta linterna que dirigió directamente hacia el pesquero, y colocando su cuerpo de tal forma que el haz de luz no pudiera ser visto desde la casa la encendió y apagó por tres veces.

A bordo, Justo Marrero lanzó un profundo suspiro de alivio, largó liña sujetando el extremo a la cornamusa más cercana, y cebando un par de anzuelos se dedicó a intentar capturar algún mero mientras esperaba.

A los pocos minutos el Capitán Akab se despojó del salvavidas, lo depositó junto a una pequeña roca sujetándolo con dos pesados pedruscos, e inicio sin prisas un cuidadoso avance en dirección sur para ir a detenerse al fin entre las rocas que protegían la diminuta ensenada en la que Erika Simon y el Capitán Spee solían pasar largas horas pescando.

Tomó asiento y aguardó.

Desde donde se encontraba acurrucado, directamente, cara al mar no se distinguía luz alguna.

Pasó el tiempo.

Se diría que ese tiempo corría en aquel desolado y oscuro lugar mucho más despacio que en cualquier otra parte del planeta, ya que todo era quietud y tan sólo se escuchaba el estruendo del mar al reventar contra la costa.

Recostando la cabeza en una roca, Bruno Alvarado se dedicó a contar las estrellas mientras meditaba sobre cuanto había acontecido desde el día en que su jefe, el almirante al que todos llamaban Barbarroja, le puso mando de la Operación Moby Dick, y sobre cuáles deberían ser las pautas a seguir si, tal como empezaba a sospechar, la elección de Herman no había sido la más acertada.

La escasa información que Erika Simon le había proporcionado hasta el presente tan sólo confirmaba algo que ya sabían: el Barracuda realmente existía y al parecer estaba dotado de impresionantes adelantos técnicos, pero dejando a un lado tan nimio detalle, nada de cuanto la muchacha había conseguido averiguar ameritaba el tremendo esfuerzo realizado.

Y desde luego no valía lo que la vida de Bachelor o la de aquella desgraciada prostituta que se habían visto obligados a arrojar de un tren en marcha.

Destinar tantos hombres, tanta imaginación tanto dinero a la constatación de que en Fuerteventura se abastecía a submarinos alemanes, abundaban las putas y se follaba mucho, no podía considerarse a todas luces una hazaña digna de ser tenida en cuenta.

Nada que sirviese para engrandecer una hoja de servicios.

Ni una extraordinaria aventura que contar a los nietos.

Transcurrió más de una hora.

Luego otra.

Lanzó un reniego.

Los fracasos siempre dejan un amargo sabor de boca, pero cuando esos fracasos tienen lugar en plena guerra y han costado vidas humanas, la amargura se transforma en hiel, y en el caso de Bruno Alvarado en una sorda ira que se le aferraba al estómago.

Inglés por parte de madre y educación, pero canario por parte de padre y de forma de ser, había tenido que aprender a fingir una flema que estaba muy lejos de sentir, luchando por comportarse como un auténtico gentleman cuando lo que en realidad deseaba era descargar un puñetazo sobre la mesa y renegar hasta que no quedara un solo santo en los altares.

Ahora necesitaba gritar.

Sentado allí, en mitad de la noche y de la nada, lo único que le apetecía era desahogarse dando alaridos y maldiciendo a aquella estúpida que ni siquiera era capaz de acudir a una cita.

—¡Akab!

El corazón le dio un vuelco.

—¿Herman?

—¿Dónde estás?

—¡Aquí! ¡Justo frente a ti!

La hermosa figura de la muchacha se interpuso, entre las estrellas y él, para ir a tomar asiento a su lado.

—¡Gracias a Dios! Creí que no llegaba. ¿Llevas mucho esperando?

—Bastante, pero eso ya no importa. ¿Tienes algo interesante que contar?

—Mucho.

La recién llegada pareció necesitar tomarse un tiempo, demasiado tiempo, hasta el punto de que consiguió impacientarle.

—¿Y bien? —quiso saber.

Erika Simon lanzó un largo suspiro y aguardó de nuevo unos instantes, y por último señaló:

—Antes que nada quiero que sepas que estoy enamorada. Profunda y terriblemente enamorada.

Ahora fue su acompañante el que guardó silencio se encontraba absolutamente perplejo.

—¿Enamorada? —repitió al cabo de unos instantes—. ¿Qué diablos quieres decir con eso?

—Quiero decir lo que has oído.

—¿Y a mí qué me importa? ¿Qué tiene eso que ver con la operación?

—Mucho, puesto que hasta que no prometas respetar la vida de Oskar, no te contaré nada de lo que sé.

—¿Es que te has vuelto loca? —fue la agria respuesta—. Estamos en guerra y no puedo hacer promesas que no sé si estaré en condiciones de cumplir.

—En ese caso no tenemos de qué hablar.

Bruno Alvarado pareció a punto de estallar o de lanzarse al cuello de su interlocutora con intención de estrangularla.

—Pero ¡bueno! —exclamó al fin—. ¡Llevo años preparando esta maldita operación y ahora me sales con ésas…! ¡No puedo creerlo!

—Pues créelo puesto que durante todo el día he estado dudando entre confesarle a Oskar quién soy, no acudir a la cita, o venir con el fin de contarte algo que te pondrá los pelos de punta.

—¡No fastidies!

—Eso es lo que hay. Lo tomas o lo dejas.

—¿Tan importante es ese tal Oskar?

—Para mí sí. —La voz sonaba firme y sincera—. Tanto, que he llegado a la conclusión de que lo mejor que puedo hacer es entregártelo y que lo encierren hasta que esta maldita guerra acabe. De lo contrario acabarán matándolo y estoy convencida de que no lo soportaría.

—¿O sea que lo que deseas es tenerlo seguro en un campo de concentración?

—Admito que es una actitud egoísta, pero creo que ha llegado el momento de pensar en mí antes que en una guerra que no deseo que ganen los nazis, pero en la que tampoco me gustaría que mi país fuera machacado. Acabe como acabe, me perjudica, y por ello prefiero pensar en la seguridad del hombre que amo. Pero para ello lo primero que necesito es tu promesa de que respetarás su vida.

—¿Y quién es, que tanto te importa?

—Me importa por él, no por lo que es, pero si te sirve de algo te diré que es el comandante del Barracuda.

—¡Dios bendito! ¿Estás segura?

—Completamente. Te lo puedo entregar, a él y a su barco, pero ya sabes las condiciones.

—Es una decisión que supera mis atribuciones.

—No lo creo. Tú procura que llegue sano y salvo a Londres y no te arrepentirás. Te convertirás en un héroe puesto que la información que puedo darte a cambio vale miles de vidas.

—¿Bromeas?

—¿Crees que se puede bromear con miles de vidas? ¿O con la vida de aquél que lo significa todo para ti? —La muchacha hizo una larguísima pausa, y su voz resultaba casi irreconocible cuando se decidió a hablar nuevamente—. La situación en que me han colocado supera cuanto de malo pudiera imaginar —dijo—. Verse obligado a elegir entre traición, odio, amor, fidelidad o patriotismo, sin tener la más mínima idea de dónde empieza un sentimiento y acaba otro, o sin ser capaz de discernir qué es lo correcto o lo incorrecto, debe ser probablemente el peor dilema que se le haya ofrecido jamás a un ser humano, y me veo como una de esas protagonistas de tragedias griegas a la que los dioses acosan desde todos los puntos por el simple placer de regocijarse ante la impotencia de su propia pequeñez… —Hizo una nueva pausa—. ¿Qué harías tú en mi lugar? —quiso saber.

—No tengo ni la más puñetera idea —respondió su interlocutor con absoluta sinceridad—. Aparte de que mi consejo de nada serviría, puesto que soy parte implicada en el tema. Lo único que está en mi mano es prometerte que haré lo humanamente posible por respetar la vida de ese hombre, ya que al fin y al cabo soy el primer interesado en que su barco y toda su tripulación lleguen intactos a Inglaterra.

—Supongo que no me queda más remedio que conformarme con eso.

—Supongo.

Nuevo silencio, roto tan sólo por el retumbar de las olas y el chirriante lamento de las piedras al ser eternamente arrastradas de un lado a otro, y cuando ya la paciencia comenzaba a agotarse, Erika Simon inquirió:

—¿Has oído hablar de la Operación Ratonera?

—Nunca.

—¿Y de un viejo agente secreto al que apodan el Relojero?

—Sí. Por desgracia, de ése sí que he oído hablar

—¡Bien…! Pues siento decirte que el Relojero está en estos momentos en la isla…

—¡No me jodas!

—Nada más lejos de mi intención. Ese tal Relojero, que por lo visto conoce Scapa Flow como la palma de la mano, es el cerebro al que han encargado la misión de diseñar la llamada Operación Ratonera, destinada a aniquilar de una vez por todas al grueso de la flota inglesa.

—¿Y tienes idea de cuál es el plan?

—La tengo… y te aseguro que es increíblemente brillante.

Se escuchó un resuello, una especie de suspiro puesto que se diría que al Capitán Akab le había impresionado lo que acababa de oír y se esforzaba por asimilarlo.

—Según el Relojero —continuó al poco ella—, la gran virtud de la base de Scapa Flow se centra en su casi absoluta inviolabilidad.

—En eso estamos de acuerdo.

—Es posible —admitió la muchacha—. Pero curiosamente es esa misma inviolabilidad la que la hace vulnerable.

—Por más que lo intento no sigo tu razonamiento —se lamentó él.

—Es muy simple…, la base de Scapa Flow está pensada para que ningún barco enemigo pueda entrar, ¿cierto?

—Cierto.

—Pues tanta dificultad trae aparejado que, si se la conoce tal como el Relojero la conoce, se puede conseguir que ningún barco amigo pueda salir.

—Ahora empiezo a entenderte.

—Me alegra, porque en un despacho del segundo piso de la casa han montado una enorme maqueta de la bahía de Scapa Flow y sus alrededores. No la he podido ver más que una vez, pero que me ha bastado para comprender que tienen perfectamente señalizados todos los accesos Tantos obstáculos habéis puesto para impedir la entrada, que con unos cuantos más, se impedirá la salida.

—Lo que dices tiene una cierta lógica.

—Toda la del mundo. El plan contempla enviar un numeroso grupo de viejos submarinos cargados de sacos de cemento con la intención de hundirlos justamenente los pasos de entrada y salida. En cuanto el agua penetre en los submarinos el cemento, fraguará convirtiéndolos en auténticas rocas. Al mismo tiempo se minarán los alrededores, y si todo ello se hace en una época en que la mayor parte de la flota se encuentre en su interior, se habrá conseguido inmovilizarla durante una larga temporada.

—¡Diantres!

—¿A nadie se le había pasado por la cabeza que existía un peligro tan evidente?

—Me temo que no, pero ahora que lo dices lo veo claro. Es de sentido común que lo que resulta complicado para entrar, puede serlo también para salir.

—De ahí el nombre: «Operación Ratonera». El objetivo se limita a intentar encerrar a la víctima en su propia guarida y acabar luego con ella sin la más mínima prisa.

—¿Cómo?

—Ahí es donde entra en acción el Barracuda.

—¿Un único submarino alemán contra toda la flota inglesa?

—Por lo que he podido averiguar el Barracuda está dotado de rampas que le permiten lanzar esas famosas bombas voladoras que en distancias cortas resultan bastante precisas. La idea es que el submarino aflore por las noches para bombardear uno por uno a los barcos atrapados en el interior de la base y acabar con ellos. Una nueva versión, más sofisticada, de lo que fue el ataque por sorpresa a Pearl Harbor.

—Quiero suponer que nuestra armada enviaría una flotilla de destructores con el fin de impedirlo.

—El Barracuda, los destrozaría puesto que está provisto de torpedos que se guían por el ruido de las hélices. Oskar asegura que le basta con sumergirse, lanzarlos y quedarse muy quieto y en silencio. Cualquier buque que navegue por los alrededores acaba volando por los aires más pronto más tarde.

—¡No puedo creerlo!

—Pues así es. Tenías razón cuando asegurabas que ese barco era el arma más temible que se había inventado hasta el presente. Su poder es casi ilimitado, puesto que, además, resulta indetectable.

—Eso último ya lo sospechábamos… ¿Tienes alguna idea de sobre cómo lo consigue?

—No mucha, y ésta es una información que debes poner en cuarentena, puesto que tan sólo la he obtenido de frases sueltas aquí y allá. Mi impresión es la de que, en lugar de intentar pasar desapercibido, lo que en realidad hace es todo lo contrario.

—No te entiendo.

—¡A ver cómo te lo explico! —suspiró ella———. Tampoco yo lo tengo claro, pero quiero suponer que cuando el casco del Barracuda recibe la onda sonora enviada por el asdic de un destructor, en lugar de evitarla, la devuelve multiplicada con tremenda intensidad, esparciéndola en todas direcciones. Eso hace que reboten contra unas pequeñas boyas metálicas que ha soltado previamente, e incluso contra el propio casco de las naves enemigas, provocando tal galimatías de ondas entrecruzadas que el destructor jamás logra localizar a su presa, puesto que lo mismo puede encontrarse a doscientos metros bajo su quilla que a ras de agua a diez kilómetros de distancia.

—Hijos de la gran puta… Por lo que veo su política es «darle la vuelta a la tortilla», haciendo siempre todo lo contrario de lo que se espera que hagan.

—Exactamente.

—¿Está el Profesor Walter detrás de todo esto?

—Lo ignoro.

—Ese hombre es capaz de ganar la guerra solo. Por lo menos en lo que se refiere a la guerra en el mar. ¡Lo que daría por ponerle la mano encima!

—Según Oskar ha revolucionado el concepto que se tenía de los submarinos, ya que hasta ahora estaban considerados poco menos que naves de superficie susceptibles de sumergirse en el momento de atacar. Sin embargo, para el Profesor Walter los submarinos son naves que siempre deben permanecer bajo el agua, excepto cuando, muy de tarde en tarde, afloren con el fin de que la tripulación pueda estirar las piernas. Por eso los diseña espaciosos, rápidos, indetectables y dotados de una gran autonomía.

—Pero no debe resultarle empresa fácil puesto que los motores grandes necesitan mucho aire.

—Te equivocas. Utiliza un nuevo combustible, el peróxido de hidrógeno, de alta potencia, y capta el aire por medio de un aparato que llaman Schnorchel sin necesidad de emerger.

Su acompañante emitió un nuevo resoplido antes de inquirir con voz ronca:

—¿Te das cuenta de la importancia de lo que estás contando?

—¡Naturalmente! Y a cambio de ello tan sólo pido que respetes la vida de Oskar. No creo que sea exigir demasiado.

—No. Realmente no lo es —admitió Bruno Alvarado convencido—. Este tipo de información vale eso y mucho más.

—Me alegra oírtelo decir.

—Lo que es justo, es justo. ¿Tienes idea de cuándo piensan atacar Scapa Flow?

—Cualquier día a partir del momento en que empiecen los temporales. Reducirán el número de incursiones de los U-Boot con el fin de hacer creer que el mal tiempo les obliga a retirarse, y en cuanto la armada inglesa envíe a sus barcos a sus cuarteles de irán a buscarlos.

—¡Bien! ¿Dónde está ahora ese tal Comandante Oskar?

—Durmiendo en mi cama.

—¿Y no te echará de menos? —se alarmo él.

—He procurado dejarle muy cansado, pero por si acaso le he dado un somnífero.

—Veo que estás hecha una auténtica Mata-Hari.

—No por mi gusto.

—En tiempos de guerra pocos son los que hacen las cosas por su gusto —fue la áspera respuesta—. A casi nadie le agrada matar, o tirar bombas, o hundir barcos cargados de gente inocente. ¿Sabías que durante la Primera Guerra Mundial más de quince mil civiles ingleses murieron a causa de los ataques de los submarinos alemanes?

—No. No lo sabía.

—Pues ésa es la cifra oficial. Y ahora llevamos camino de superarla. Demasiados infelices se ahogan porque en mitad de la noche un capitán no está en condiciones de discernir a través de un periscopio empañado si las luces que divisa a lo lejos pertenecen a un crucero enemigo o a un barco de pasajeros neutral. Dispara sus torpedos, huye, el objetivo se va al fondo, y a menudo ni siquiera tiene la menor posibilidad de averiguar si lo que consiguió fue una brillante victoria o una sangrienta derrota.

—Tampoco un piloto está completamente seguro de dónde han caído sus bombas.

—Tampoco. Pero no me han enviado aquí para luchar contra bombarderos, sino contra submarinos. ¿Cómo se llama realmente ese tal Comandante Oskar?

—No lo sé.

—¿Cómo que no lo sabes? —se sorprendió él—. ¿Estás locamente enamorada de un hombre y ni siquiera sabes cómo se llama?

—No me lo ha dicho y nadie lo menciona. Lo que importa es el hombre, no el nombre. Se hizo un silencio que el Capitán Akab parecía destinar a hacer memoria repasando mentalmente una larga lista que debía conocerse al dedillo.

Por último, masculló:

—Que yo recuerde, no existe ningún comandante de submarinos alemán de primera fila que se llame Oskar. Y es de suponer que para su mejor barco elegirían a su mejor hombre.

—Eso mismo pienso yo —admitió la muchacha—. Y de hecho todos le tratan como a un líder cuyo criterio está fuera de toda duda.

—¿Entonces…? ¿De dónde ha salido?

—Tengo una ligera sospecha, pero no es más eso: una simple sospecha.

—¿Y es?

—Que puede tratarse de Otto Kretschmer, Joachim Schepke incluso del mismísimo Günther Prier.

—Pero ¿qué bobadas dices? Schepke y Prier están muertos. Y Kretschmer preso en una cárcel de Londres.

—¿Y quién ha visto esos cadáveres? —fue la insidiosa pregunta—. La propaganda alemana pudo hacer correr la voz de que se habían hundido para que nadie sospechase que en realidad estaban comandando un prototipo que debía permanecer en absoluto secreto. Y también es muy posible que el Kretschmer que tenéis en Londres no sea el auténtico, sino un simple oficial de segundo rango que se dejó atrapar con el mismo fin.

—¡No jodas!

—Continúa sin ser mi intención. Me limito a expresar una teoría. Si los servicios secretos imaginasen que Günther Prier continúa vivo pero no se encuentra al mando del U-47 ni lo localizan por parte alguna, ¿qué crees que pensarían?

—Que le han dado un barco mejor.

—¿Cuál?

—¡Curiosa pregunta! ¿Cuál…? Imagino que uno del que se supone que no debemos tener conocimiento.

—¡Exactamente! El Barracuda, un barco experimental que «oficialmente» no existe, y por lo tanto «oficialmente» su tripulación tampoco existe.

—¿Tan retorcidos son?

—¿Aún lo dudas? Los agentes alemanes que construyeron esa enorme casa se establecieron en Fuerteventura hace once años, compraron terrenos a nombre de testaferros españoles, y lo organizaron todo para cuando comenzaran las hostilidades. —Erika Simon hizo una larga y muy significativa pausa antes de añadir—: Del mismo modo se puede programar con tiempo la muerte de un Capitán de submarinos, o hacer que alguien se deje atrapar bajo una falsa identidad. Aquí vale todo, incluso que una honrada muchacha judía de clase media se haga pasar por prostituta barriobajera y nazi.

—Puede que te hagas pasar por prostituta y nazi, pero veo difícil que alguien te pueda considerar barriobajera.

—Se agradece el cumplido, pero no es hora de alabanzas. Es hora de tomar decisiones porque debo estar de regreso antes del alba. ¿Alguna idea sobre lo que piensas hacer?

—Tengo veinte hombres aguardando órdenes a bordo de un submarino. Puede llegar aquí en un par de días.

—Si un submarino se aproxima al Barracuda lo detectar en el acto.

—Lo imagino. Desembarcarán en la costa norte de Lanzarote y se aproximarán en barcas de pesca. Mi impresión es que esos cabrones están ocultos en el fondo del canal de la Bocayna.

—En un lugar desde el que se pueden ver los faros de Pechiguera e isla de Lobos —corroboró ella convencida de lo que decía—. Lo sé de buena tinta.

—Eso facilita el trabajo porque reduce el área de búsqueda. Aun así, localizarlos en plena noche y caer sobre ellos sin darles tiempo a reaccionar no va a resultar empresa fácil.

—Hay algo que puede ayudarte —le hizo notar la muchacha—. Como ya te dije, el Barracuda está dotado de un moderno sistema que permite la entrada de aire. No tengo la menor idea de cómo es un Schnorchel pero lógicamente debe emerger de la superficie por lo menos un metro. Eso, en alta mar, no significa nada, pero si se encuentra, como creemos, a poco más de una milla de la costa y en aguas tranquilas tiene que resultar relativamente fácil localizarle.

—De noche no.

—No —admitió ella—. De noche no, en efecto, pero las grandes ventajas del Barracuda presentan, por el contrario, inconvenientes. El principal es que carece de espacio para almacenar el aire que necesitan sus motores durante varias horas. Eso quiere decir que en algún momento del día se ve obligado a levantar el Schnorchel.

—¡Vaya por Dios! —exclamó feliz el Capitán Akab—. ¡Por fin una buena noticia! ¿De modo que en un momento dado nuestro querido amigo no le queda más remedio que asomar el hocico?

—Así parece.

—Eso significa que si avistamos un extraño objeto metálico en un área determinada del canal, debajo estará el Barracuda.

Erika Simon negó una y otra vez con firmeza, a sabiendas de que su acompañante apenas podía distinguir su rostro.

—¡Tan tontos no son! —dijo.

—¿Cómo que no?

—¡Como que no! —insistió ella—. Tienen muy claro que en alta mar un Schnorchel resulta prácticamente indetectable incluso para los radares de última generación, pero que cerca de la costa hasta un pastor de cabras se extrañaría al ver un objeto metálico surgiendo del fondo del mar. Por eso usan lo que llaman «un sombrero».

—¿«Un sombrero»? ¿Y eso qué coño es?

—Una pequeña barca que finge estar pescando y que en realidad lo único que hace es protegerle de miradas indiscretas.

—¡Astutos!

—Mucho, ya te lo dije. —Herman dejó transcurrir un cortísimo espacio de tiempo antes de señalar—: Ésta es una guerra en la que los nazis saben que, a la larga, el poderío militar de sus muchos enemigos acabará por aplastarlos a no ser que demuestren ser más imaginativos e inteligentes a la hora de utilizar sus limitados recursos, e inventar otros nuevos. He oído rumores de que están trabajando en un arma terrible que resultará definitiva.

—También nosotros, pero no hemos conseguido averiguar nada en concreto.

—Tampoco yo. Lo siento.

—¡No te preocupes! —le tranquilizó él extendiendo la mano y golpeándole con afecto el antebrazo—. Hasta el presente has cumplido sobradamente con la misión que se te encomendó. La información que me has proporcionado con respecto a Scapa Flow va mucho más allá de todas nuestras expectativas, ya que hará que se tomen medidas para evitar que el grueso de la flota quede atrapada en esa jodida ratonera. Y resulta evidente que eso es algo que te lo deberemos únicamente a ti.

—¿A nadie se le había pasado por la cabeza que algo así pudiera ocurrir?

—Supongo que no. —La respuesta sonaba a disculpa—. Con frecuencia las cosas más obvias pueden pasar desapercibidas incluso para quienes las tienen ante los ojos. También hay que tener en cuenta que Scapa Flow existe desde mucho antes de que se inventara el primer submarino o el primer avión. Es de imaginar que en aquellos tiempos a ningún almirante enemigo se le cruzaría por la mente la idea de enviar allí una escuadra de galeones.

—Pero los tiempos cambian.

—Resulta evidente, y también resulta evidente que rara vez somos capaces de adaptar nuestra mentalidad a dichos cambios. Cuando hemos asumido que algo responde a unos patrones inalterables es necesario que venga alguien de fuera a hacemos comprender que ya no son en absoluto inalterables.

—¡Bien! —Señaló ella al tiempo que se ponía en pie—. Creo que ya te he contado cuanto sé y es hora volver si no quiero llevarme una sorpresa. El resto depende de ti.

—Lo sé —admitió Bruno Alvarado—. Lo único que necesito a partir de ahora es que, el día en que tu comandante Oskar se disponga a partir, me lo comuniques por radio. Emplea una sola palabra: «Jonás».

—¿«Jonás»?

—¡Exactamente! ¡«Jonás»! El personaje bíblico que se tragó una ballena. Y repítelo hasta que te contesten «Cetus».

—¿Y eso. qué significa?

—Ballena en latín.

—«Jonás» y «Cetus». ¿Por qué os gustan tanto ese tipo de palabras y frases tontas a los espías?

—Deformación profesional… Y recuérdalo: debes transmitir siempre en horas pares y a las veinticinco en punto.

—A las horas pares y a las veinticinco en punto —repitió ella asintiendo—. Entendido.

—Nunca más de cuatro minutos.

—Nunca más de cuatro minutos.

—¡Suerte!

—¡Suerte!