La súbita, aunque no por ello inesperada, presencia de un sucio pesquero con tres remiendos en la vela mayor y uno en el foque, obligó a Erika Simon a regresar de golpe a la amarga realidad de que llevaba doce días inmersa en un maravilloso y personal cuento de hadas que poco o nada tenía en común con el áspero mundo y los sangrantes tiempos en que le había correspondido vivir.
Aunque intentara olvidarla, una feroz guerra continuaba desarrollándose a los mismos pies de una enorme cama en la que todo parecía haberse reducido a abrazos, suspiros, sudores y gritos de pasión, ya que incluso durante las escasas ocasiones en que su incansable amante acudía a reunirse con el Relojero y el Carapalo en el despacho del segundo piso, la muchacha continuaba sin querer poner los pies en tierra, limitándose a permanecer tumbada sobre aquel mullido campo de batalla, evocando una y mil veces los inolvidables momentos pasados,
«Éxtasis» era quizá la palabra idónea para describir el estado de ánimo de alguien para quien en poco más de una semana los vientos del destino parecían haber girado ciento ochenta grados, y que se contemplaba ahora a sí misma desde un ángulo muy distinto.
Ya no era un improvisado agente secreto en busca de un mítico submarino que tal vez no fuera más que pura fantasía.
Ya no se veía obligada a ejercer el denigrante oficio de prostituta ocasional que se entregaba a desconocidos a cambio de una confusa información que la mayor parte de las veces carecía de utilidad práctica.
Ya no le asqueaba sentir sobre su cuerpo unas manos extrañas.
Muy por el contrario, adoraba su cuerpo por el simple hecho de que hacía feliz al hombre al que amaba, hasta el punto de contar impaciente los minutos que faltaban para sentir de nuevo sus fuertes manos sobre su piel y su abrasador calor en las entrañas.
Todo era en efecto diferente.
Fastuosamente diferente.
Erika Simon había dejado de ser cuanto había sido o soñado ser en otros tiempos, para pasar a convertirse en la esclava de un hombre que también pretendía ser su esclavo, puesto que aquélla era la unión de dos seres que se ensamblaban a la perfección sin que la voluntad ninguno de ellos pretendiera prevalecer sobre la del otro.
Quizá fueran las circunstancias las que contribuyeran en gran medida a conseguirlo.
Quizá, el extraño lugar perdido junto a un mar demasiado rugiente.
Quizá, una contienda que obligaba a aflorar lo mejor y lo peor de cada cual.
Quizá, la certeza de que el tiempo de que disponían era a todas luces demasiado corto, o el miedo a un amargo futuro de soledad sin esperanzas de reencuentro.
Fuera lo que fuera, provocó una reacción devastadora en la que podría creerse que cada cual se esforzaba por devorar al otro al tiempo que se convertía en parte de él, como si en verdad ambos estuvieran convencidos que por el hecho de entregarse con tan inconcebible ardor, el día en que al fin les obligaran a separarse ya no volverían a ser tan sólo un hombre y una mujer independientes entre sí, sino más bien dos mitades de un solo ser constituido por la fusión de ambos.
Llevado a tales extremos, a veces el amor va más allá de la simple entrega física, para pasar a convertirse en la imperiosa necesidad de compensar las propias carencias recibiendo de la parte amada aquello que nunca se ha tenido.
En el fondo se encuentra directamente ligado a la eterna búsqueda por parte de todo ser viviente del punto de perfección que le fue negado al nacer.
Para Erika Simon el hombre al que amaba derrochaba energía, valor, generosidad, inteligencia, espontaneidad, elegancia y un irresistible encanto personal, lo que conforma un conjunto de méritos que tradicionalmente se negaba a si misma.
En lo personal siempre se había considerado demasiado débil, cobarde e introvertida.
La brillantísima inteligencia de su padre la había obligado, por simple contraste, a verse a sí misma como poco menos que estúpida, y una adolescencia desgarbada y granujienta habían marcado a fuego en su ánimo la errónea idea de que carecía de elegancia innata o un apreciable encanto natural.
El Comandante Oskar había irrumpido por tanto como un juguetón elefante en su particular cacharrería, destruyéndolo todo y provocando al propio tiempo un alegre caos en el que la muchacha se sentía plenamente feliz.
Aquellos doce días valían lo que los doce años anteriores, o lo que pudieran valer los doce siguientes si es que la separaban del hombre que amaba.
Aún no comprendía qué era lo que le había llevado a semejante convencimiento y empezaba a creer que nunca lo sabría ni nunca desearía saberlo.
Así era y con eso bastaba.
Habitaba en el séptimo cielo.
Un cielo del que nunca hubiera deseado descender.
Pero, de repente, aquel odioso pesquero con falsos remiendos en las velas surgía del horizonte con el único fin de recordarle que no había acudido a tan lejano paraíso con el fin de disfrutar de un ininterrumpido rosario de orgasmos, sino para espiar en favor de los enemigos de su patria.
¡Su patria!
Al fin y al cabo, judía o no, continuaba siendo alemana.
Y nunca deseó ser otra cosa.
Sin la presencia de los nazis jamás se le hubiera ocurrido alzar un dedo contra el país que la vio nacer.
El mismo país en que había nacido el hombre al que tan desesperadamente amaba.
Acodada en el muro de la terraza observó cómo el pesquero se alejaba convencida de que desde el puente de mando el Capitán le estaría observando a su vez ayuda de potentes prismáticos.
Ahora carecía de excusas. A partir de aquel momento no le quedaba otro remedio que buscar la forma de acudir a la cita para contarle a los enemigos de Alemania todo cuanto querían saber sobre lo que estaba sucediendo en la casa.
Y se veía obligada a admitir que en aquella casa estaban sucediendo infinidad de cosas.
Puede que, tal como se aseguraba, el amor fuera ciego, e incluso sordo, pero ni el más ciego de los ciegos, ni el más sordo de los sordos hubiera conseguido ignorar los hechos o mantenerse al margen de los acontecimientos.
El Barracuda estaba allí.
Descansaba en algún punto del canal de la Bocayna desde el que, según Günther Spee, se divisaban los destellos de los faros de isla de Lobos y Pechiguera, durmiendo de día en un fondo de arena mientras un ejército de ingenieros y técnicos lo revisaban en cada uno de sus puntos, y emergiendo de noche con el fin de abastecerse de armas, combustible y provisiones.
Y sus oficiales estaban en Fuerteventura.
Con su comandante a la cabeza.
Y no estaban solamente «de paso».
No habían acudido a la isla con el único objetivo de descansar.
De eso estaba absolutamente segura.
Le constaba que dedicaban la mayor parte de su tiempo a diseñar un plan de acción que al parecer consideraban casi una obra de arte, y a meditar sobre las nefastas consecuencias de lo que al parecer llamaban «Operación Ratonera». Erika Simon no podía evitar experimentar un leve escalofrío de terror.
Contemplaba demasiada destrucción, demasiadas muertes, demasiado dolor, y de tener éxito, probablemente significara el broche final a una guerra demasiado cruel.
Y todo ello se estaba ultimando en un lugar que, paradójicamente, se encontraba especialmente alejado de los tradicionales centros de poder.
Quizá por eso mismo eligieron Fuerteventura.
A ningún agente enemigo se le pasaría por la mente la idea de que allí, en la punta del rabo de una nación oficialmente neutral, se estuvieran ultimando los detalles de un muy bien meditado plan destinado a apuntillarles.
Probablemente el origen de semejante elección se centraba en la existencia de «El Enigma».
Por lo que Herman había conseguido averiguar, la razón por la que el Comandante Oskar, el Relojero y el misterioso personaje al que las muchachas apodaban Carapalo y que al parecer tenía el grado de almirante, se encontraran en la isla, se debía a que ciertos sectores de la armada alemana empezaban a estar convencidos de que, la que había sido hasta esos momentos su más eficaz arma de combate, había dejado se constituir un auténtico peligro para sus enemigos.
Y es que El Enigma no era, contra lo que se pudiese imaginar, una potentísima bomba, un sofisticado tanque, un gigantesco acorazado, ni aun tan siquiera un poderoso submarino llamado Barracuda.
El Enigma no era más que una sencilla caja de madera.
Una caja de madera de pino barato que al abrirse mostraba veintiséis teclas idénticas a las de cualquier máquina de escribir, pero que ofrecían la particularidad de encontrarse conectadas a tres discos de diferentes metros que se podían engranar entre sí en seis posiciones distintas.
Cada uno de dichos discos contaba con un desordenado juego de letras, de tal forma que, cuando se golpeaba la tecla de un mensaje escrito normalmente, la caja cifradora hacía girar uno tras otro esos discos, por lo que al final la letra que resultaba impresa nada tenía en común con la originalmente golpeada.
De ese modo, el auténtico mensaje pasaba a convertirse en un galimatías que a continuación se emitía sistema morse, y que únicamente quien dispusiera de una máquina semejante y supiera en qué posición debían ser colocados los tres discos, conseguiría descodificar.
Como cada disco disponía de más de cuatro mil elevado a la veinticuatro potencia de conexiones distintas, y las ruedas podían intercambiarse de seis formas diferentes, el número de combinaciones posibles se elevaba a una cifra astronómica, lo cual impedía que nadie soñara siquiera con averiguar la naturaleza de los mensajes.
La Escuela de Códigos del gobierno inglés llevaba años intentando descifrar las claves de El Enigma y para ello había reclutado a los mejores cerebros de las universidades, así como a los más renombrados matemáticos, lingüistas e incluso jugadores de ajedrez del país, pero todos sus esfuerzos habían concluido en estrepitosos y humillantes fracasos.
El alto mando alemán tenía muy claro por tanto que mientras sus códigos de comunicación continuaran siendo un misterio para el enemigo, sus ejércitos, sus barcos, sus aviones, y sobre todo, su numerosa flota de submarinos podrían seguir dando y recibiendo información sin el más mínimo riesgo.
Aburrido y decepcionado, el Servicio de Inteligencia Naval Británico, que asistía impotente al hecho de que en cuanto sus convoyes se hacían a la mar los submarinos alemanes los detectaban y comenzaban a transmitir un aluvión de órdenes secretas con objeto de agruparse en un punto determinado y atacar en manada según la táctica diseñada por el almirante Doenitz, llegó a la conclusión de que su única esperanza de salvación estribaba en conseguir capturar intacta una de aquellas malditas máquinas.
Debido a ello, los capitanes de todas sus naves de combate recibieron la orden prioritaria de no hundir ningún buque alemán sin haber intentado previamente apresarle.
Por su parte los responsables de las naves de combate alemanas tenían orden expresa, bajo pena de muerte, de que lo primero que tenían qué hacer en cuanto se vieran en el más mínimo peligro, era destruir su sofisticado codificador.
En tres ocasiones los ingleses estuvieron a punto de lograr su objetivo de ponerle la mano encima a El Enigma, pero por desgracia tan sólo obtuvieron partes sueltas, lo cual había servido al Servicio de Códigos para entender su funcionamiento, pero no para descifrar sus claves.
Sin embargo, el 9 de mayo de 1941, el U-110, al mando del Capitán Julius Lemp, que casualmente había sido el comandante que había disparado el primer torpedo de la guerra, hundiendo el buque de pasajeros Athenia, se encontró, en aguas de Groenlandia, con un grupo de destructores ingleses que lo atacaron obligándole a sumergirse a noventa metros de profundidad. Sabiéndose perdido el Capitán Lemp ordenó colocar cargas de dinamita con el fin de volar el barco, vaciar los tanques de lastre, y abandonar la nave en cuanto emergiera.
Así se hizo, la tripulación saltó a las gélidas aguas del Atlántico Norte y allí aguardó el instante de la explosión mientras confiaban en que un buque de los que les habían atacado acudiera a salvarlos de una muerte segura.
El destructor Bufidog se lanzó a toda máquina la idea de «pasar por el ojo» al submarino que flotaba inerme, pero en el último momento su comandante cambió de idea, se detuvo en seco y envió una lancha con diez hombres en un desesperado intento por apoderarse de El Enigma.
Desde el agua, el capitán Lemp asistió horrorizado al hecho de que las cargas que había dejado preparadas no explotaban Y su barco continuaba a flote mientras los ingleses se aproximaban remando con fuerza. Intentó nadar para subir a bordo y volarse junto con su nave, pero agarrotado por el frío no consiguió su objetivo.
Algunos testigos aseguran que los ingleses lo abatieron a balazos; otros insisten en que al ver que no le quedaban fuerzas para llegar a tiempo se limitó a alzar los brazos y dejarse ir al fondo. Fuese como fuese, la realidad es que en una acción desesperada y heroica diez marineros ingleses penetraron en el U-110 y tras más de cuatro horas de esfuerzo, siempre a punto de irse a pique, consiguieron desmontar El Enigma y todo el equipo de transmisión incluidos los libros de códigos de mensajes de los próximos meses.
Días más tarde, el Bulldog fondeaba en la bahía de Scapa Flow con su tesoro a bordo, así como con los escasos supervivientes del submarino, que fueron internados y completamente aislados hasta el fin de la guerra con objeto de que no pudiesen contar nunca a nadie lo ocurrido.
Los héroes del Bulldog fueron condecorados en secreto al tiempo que se exigía a toda su tripulación el sagrado juramento de guardar el más estricto silencio sobre la acción que había tenido lugar en aguas de Groenlandia, puesto que si importante era descifrar los mensajes del enemigo, más importante aún era evitar que ese enemigo tuviera conocimiento de que a partir de aquel momento su sofisticado sistema de comunicación se encontraba al descubierto.
Un mes después, los submarinos alemanes comenzaron a ser cazados como conejos, ya que en cuanto emergían para acudir a una cita con las naves nodrizas o con los submarinos-cisternas, del cielo surgía, como por arte de magia, un rapidísimo avión que los bombardeaba y hundía con matemática precisión.
Pese a ello, un sector muy significativo del alto mando alemán se negaba a aceptar que sus códigos hubieran sido descifrados, prefiriendo achacar semejante debacle a mejoras significativas en los sistemas de radar enemigos, o a algún tipo de arma desconocida que al parecer los ingenieros aliados habían sido capaces de desarrollar en el más estricto secreto.
No obstante, los almirantes Doenitz y Canaris, mucho más dispuestos a aceptar sus propios errores, y convencidos de que un cierto número de militares de muy alta graduación comenzaban a mostrar su desacuerdo con las teorías y la personalidad de Adolf Hitler, habían decidido que los preparativos finales de la letal Operación Ratonera se llevaran a cabo lo más lejos posible de Berlín y sus posibles filtraciones.
Y a nadie le cabía duda alguna de que las playas de Fuerteventura se encontraban muy, muy lejos de Berlín.
El pesquero había desaparecido tras la Punta del Mal Rayo y el sol comenzaba a coquetear con el horizonte, pero pese a las tres horas transcurridas, Erika Simon continuaba en la terraza, hundida ahora en un ancho sillón de mimbre, intentando decidir a quién debía traicionar.
De un lado se encontraban «su país» y el hombre por quien se sabía dispuesta a dar la vida.
Del otro sus propias creencias, su familia, y una nación extranjera empeñada en librar una agónica batalla contra quienes parecían decididos a convertir —y más tarde el mundo— en una sucursal del averno.
¿A Quién pedir consejo?
¿A Quién conocía que no estuviera directamente relacionado con uno u otro bando?
¿Quedaba acaso alguien de cualquier nacionalidad raza o religión que no se encontrara implicado en tan patética locura colectiva?
Empezaba a dudarlo.
Lo que tuviera que decidir, tendría que decidirlo a solas.
Y eso era algo que en verdad le asustaba.
Su primera opción, aquélla que en su fuero hubiera deseado adoptar, era sin lugar a dudas la más simple de todas: no hacer nada.
Limitarse a disfrutar de los días de felicidad que el destino quisiera concederle, para desaparecer luego rumbo a cualquier remoto lugar en el que iniciar nueva vida dejando definitivamente atrás su pasado, se le antojaba la solución más cómoda y más apetecible.
Tenía veinticuatro años, se sabía sana y fuerte, y confiaba en que aún quedara algún rincón del mundo al que el odio, el racismo y la violencia no hubiera contaminado.
Algún rincón, en alguna parte, por muy lejos que fuera.
Una hermosa, elegante y desinhibida muchacha que hablaba perfectamente dos idiomas y se sentía con ánimos como para trabajar en cualquier cosa, no debía, por lógica, enfrentarse a demasiados problemas a la hora de abrirse camino en esta vida.
De secretaria, de modelo, de esposa, de mantenida, de puta… de cualquier cosa, menos de agente secreto.
Ésa era, a todas luces, la más humana, la más egoísta y la más sensata de las soluciones.
Erika Simon no había empezado aquella estúpida guerra y ya había sufrido suficientemente por su causa.
¡Adiós, y que os jodan!
Sonrió a tan gratificante idea.
No más nazis, no más Barracudas, no más tener que acostarse con desconocidos; no más Herman, no más Capitán Akab, no más estúpidas Operación Moby o crueles Operación Ratonera.
No más nada.
¡Libertad!
Libertad para ser ella misma, para labrarse su propio futuro, y para dejar atrás un amargo pasado que le había sido impuesto, y por el que no se sentía en absoluto culpable.
¡Libertad!
Arriesgada palabra cuyo auténtico, sentido parecía haber dejado de tener significado tiempo atrás.
La segunda opción se concretaba en otra palabra que de igual modo parecía haber perdido su auténtico significado: «sinceridad».
Sinceridad a la hora de enfrentarse al hombre que amaba y confesarle la verdadera razón por la que se encontraba en la isla, advirtiéndole del serio peligro que corrían, tanto él, como su barco y su tripulación.
Sinceridad a la hora de admitir que era judía, que trabajaba para el enemigo, y que tan sólo el amor que había sabido despertar en ella le impedía continuar traicionando a su patria.
Sinceridad y esperanza a la hora de pedir perdón. Pero ¿podía un hombre como Oskar, que se la vida en defensa de sus ideales, pasar por alto el de que llevaba años colaborando con los enemigos de Alemania?
¿Y pasaría por alto el hecho de que fuera judía, por muy intenso que alcanzara a ser el amor que le profesara?
El tema judío jamás había salido a la luz durante largas conversaciones, tal vez porque él prefería evitarlo o tal vez porque la propia Erika Simon comprendía que era aquél un resbaladizo terreno en el que no sabría desenvolverse tal como se esperaba de una fiel seguidora de las enseñanzas del Führer.
No tenía, por tanto, ni la más mínima idea de qué era lo que el Comandante Oskar opinaba sobre la Noche de los Cristales Rotos, la supuesta supremacía raza aria, o la deportación en masa de un pueblo hacia unos tétricos campos de concentración de los que se ignoraba casi todo.
Cuando se encontraban a solas tan sólo habían tenido tiempo de hablar de amor.
Únicamente los poetas y los amantes son capaces de estirar de tal modo y en tantas direcciones una palabra tan concreta y un concepto tan simple, como si el amor, además de una reacción física provocada por dos cuerpos que se atraen, fuese una masa de arcilla moldeable a la que los susurros, las miradas y los gestos obligaran a crecer y crecer hasta convertirse en una especie de genio de lámpara encantada que todo lo llena.
No bastaba con besarse, no bastaba con acariciarse, y no bastaba con extasiarse ante la contemplación de un cuerpo desnudo. El amor eran gritos, susurros y cientos, miles de palabras que al fin y a la postre poco aclaraban, puesto que podría creerse que los auténticos amantes no deseaban que nada les distrajera, y a la larga era el hecho de observarse en silencio Y cogidos de la mano lo que con más intensidad les satisfacía.
Nada de cuanto Oskar dijera valía tanto como el brillo de sus ojos cuando admiraba a Erika.
Nada de cuanto Erika pudiera decir llegaba a Oskar con tanta nitidez como el sencillo gesto con que le acariciaba la barbilla.
Así había sido desde los tiempos de Adán y Eva.
Y así seguiría siendo pese a todas las guerras y todas las religiones o ideologías.
Romper ese hechizo significaba tanto como romper con la magia de una relación física y espiritual inimitables.
«Soy judía y trabajo para los ingleses».
¡Mierda!
¿De dónde se podía sacar el valor necesario como para espetarle en la cara algo así a un oficial de marina de la Alemania nazi?
Su primera reacción podía ser la de sacar una pistola y pegarle un tiro.
La segunda, ponerla en manos del sombrío Coronel con el fin de que se deshiciera de ella lo más discretamente posible.
La tercera…
¿Quién sabe?
¿Quién se atrevería a pronosticar sin miedo a equivocarse, qué es lo que puede pasar por la mente de un hombre ferozmente enamorado en el momento de descubrir que ha estado siendo engañado?
Nadie.
Y Erika Simon menos que nadie.
Aún quedaba, no obstante, una tercera opción: acudir a la cita en la playa y contarle con todo lujo de detalles al Capitán Akab en qué consistía exactamente la sangrienta Operación Ratonera confiando en que dispusiera de medios para hacerla abortar.
Ello traería sin duda aparejado, con independencia a cualquier otro tipo de consideración, el hundimiento del Barracuda y la eliminación física de cuantos habían intervenido en el diseño de tan demoníaco plan.
Para ser más exactos, la muerte del Comandante Oskar y de cuantos le secundaban, lo cual equivalía decir su propia muerte, puesto que se sabía incapaz sobrevivir a una traición semejante.
Caía la noche y aún continuaba clavada en la butaca de mimbre tratando de hacerse una idea de cómo transcurrirían los años teniendo sobre su conciencia la destrucción del hombre al que tan desesperadamente amaba, pero por más que lo intentara le resultaba del todo imposible aceptar un futuro tan negro y miserable.
De igual modo tampoco aceptaba esperar a que se marchara para permitir que sus heridas se abrieran vez que otro hombre la tocara.
Erika Simon sabía, y eso era algo que, sabía a ciencia cierta, que ya se había convertido, hasta el fin días, en mujer de un solo hombre; de «su hombre», y que pasara lo que pasara en los próximos días volvería a compartir su cama con un extraño.
Tal vez, aún no podía asegurarlo, traicionaría a su amado, pero nunca, nunca, bajo ningún concepto le sería infiel.
Eran sin duda conceptos difíciles de entender, pero ella los entendía.