El comandante Vicente Arencibia avanzó sin prisas por el ancho malecón para ir a tomar asiento junto al alférez de navío Norberto Fraile, quien de inmediato hizo ademán de ponerse en pie para cuadrarse, cosa que el recién llegado le impidió colocándole la mano sobre el hombro.
—¡Tranquilo! —pidió para volverse luego hacia el interior del local y pedir a voz en cuello—: ¡Faustino…, dos cervezas!
Aguardó a que se las sirvieran, bebió con ansia puesto que la mañana había amanecido especialmente calurosa, y por último hizo un leve ademán con la cabeza hacia el enorme carguero de un blanco sucio que se encontraba atracado en el extremo del único espigón del pequeño puerto.
—¿Qué sabes de él? —inquirió.
—Que es argentino.
—Eso ya lo veo. Por la bandera y la matrícula. Pero ¿qué más sabes?
—Que tengo órdenes de no subir a bordo —fue la calmada respuesta del comandante de marina de Puerto Cabras—. Por lo visto se quedará aquí un par de semanas porque su Capitán asegura que necesita una reparación a fondo en su sala de máquinas.
—¿Y tú te lo crees?
—¿Por qué no había de creerlo?
—Porque por la noche se dedica a descargar pesados bultos en enormes lanchones que al poco desaparecen mar afuera.
—¿Y…?
—¿Adónde se dirigen?
—No tengo ni la menor idea.
—¿Y no es tu obligación saberlo?
—No cuando mis superiores me ordenan que no meta las narices donde no me llaman.
—Pero tú, a título personal, ¿qué opinas?
El alférez de navío Norberto Fraile se volvió a su acompañante para inquirir con un extraño tono de voz:
—¿Me lo preguntas a título de amigo o a título comandante militar?
—A título de amigo.
—¡Bien! En ese caso te diré que opino que está abasteciendo a submarinos alemanes.
—¿Y aun así no piensas hacer nada?
—Lo mismo que hiciste tú con aquel «náufrago» inglés.
—¡Ya!
—La única diferencia está en que a mí me han ordenado estarme quietecito, mientras que tú decidiste actuar de motu propio.
—No es lo mismo.
—¿Dónde está la diferencia?
—Aquel «náufrago» apareció desarmado, mientras que sospecho que las bodegas de ese barco se encuentran atiborradas de minas y torpedos.
—En el roll consta que tan sólo carga maquinaria agrícola con destino a Montevideo.
—Pero ¿no lo has comprobado?
—¡Dios me libre!
—¿Y si en realidad está a tope de explosivos?
—No existe constancia.
—Lo sé… pero imagina, por un momento, que alguien decide sabotear esa carga y el barco vuela por los aires. ¿Qué ocurriría con todos esos barcos, aquella hilera de casas, y la gente que las habita?
—Que también volarían por los aires. Pero ¿a quién se le ocurriría algo así?
—A algún que otro «náufrago» inglés. Siempre tuve la impresión de que el que encontramos no estaba solo.
—No creas que no he pensado en semejante posibilidad —admitió el joven oficial de marina encendiendo una curvada cachimba con la que sin duda tenía la secreta intención de parecer un curtido lobo de mar—. Esta jodida isla se está convirtiendo en un nido de espías, y entra dentro de lo posible que a alguno de ellos se le ocurra la estúpida idea de hacer una gracia. —Lanzó una espesa columna de humo para concluir—: Pero no creo que deba ser yo quien tome decisiones al respecto.
—Eres el último responsable en todo a lo que respecta a la seguridad del puerto.
—Por eso he puesto a todos mis hombres a vigilar día y noche.
—¿Y crees que basta?
—¿Y cómo quieres que lo sepa? ¡Mira a tu alrededor! Si alguien estuviera realmente decidido a sabotear ese barco podría entrar por mar y pegarle una mina al casco, o por tierra y prenderle fuego. ¡No me pidas milagros!
El comandante Vicente Arencibia recorrió con la vista el pequeño puerto, detuvo su atención en las mujeres que remendaban redes, los niños que se bañaban lanzándose desde el espigón, y los hombres de afilados rostros curtidos por el sol que repintaban sus frágiles barquichuelos, para concluir por lanzar un sonoro bufido con el que pretendía mostrar la magnitud de su descontento.
—Llamaré al gobernador que saque de aquí esa bomba. No puede poner en peligro a toda una ciudad por culpa de una guerra ajena.
—Pierdes el tiempo lo he intentado una docena de veces y ni siquiera se pone al teléfono.
—Aun así lo intentaré.
—Estás en tu derecho.
—Y mientras tanto te mandaré unos cuantos hombres de refresco.
—Gracias. Falta me hacen.
—No hay de que. —El militar hizo una corta pausa y al poco inquirió como si no pretendiera dar gran importancia a sus palabras—. Por cierto… ¿qué sabes de ese tal Alvarado?
—¿El armador de Lanzarote?
—Sí. El dueño del taller de motores del fondeadero.
—¿Me lo preguntas o me lo cuentas?
—Te lo pregunto.
—Pues sé lo mismo que tú: que apesta a espía.
—¡Ay, Señor, Señor! —Se lamentó casi cómicamente su acompañante—. ¡Qué tiempos éstos! Vivimos en isla del culo del mundo rodeados de cabreros y pescadores que lo único que pretenden es que los dejen en paz, pero unos y otros se empeñan en traernos su mierda y enterramos en ella hasta el cuello.
—Es que hay mucho, hijo de puta suelto.
—Pero ¿por qué no se van al carajo con guerra? Nosotros cargamos con la nuestra sin darle la lata a nadie.
—Es que la nuestra era una guerra civil.
—¿Y ésta que es? ¿«Guerra militar»? ¿Y dónde están los militares, porque yo, por más que busco aún no me he echado a la cara ni un puto uniforme?
Norberto Fraile señaló con la cabeza hacia el norte donde a lo lejos se distinguían las costas de Lobos y más allá las montañas de Lanzarote.
—¿Quieres que te diga dónde están los uniformes? ¡Justo allí! En pleno canal de la Bocayna y a treinta metros de profundidad. Los tengo muy bien localizados. —Ahora hizo un ademán con la mano señalando con el dedo pulgar en dirección al sur—. Y tengo entendido que también se visten de uniforme allá abajo, en la casa de la playa.
—Eso dicen.
—¿Y por qué no vas a comprobarlo?
—Porque dentro de su casa cada cual se puede vestir de lo que le salga de los cojones. Y porque mis superiores me han prohibido bajar hasta allí.
—¡Pues ya ves que estamos igual de jodidos!
—La verdad es que no entiendo qué carajo pintamos aquí. Se supone que somos la autoridad militar de la isla, pero el primer alemán que llega se nos mea en la gorra.
—Y en las botas… Ahora ya tienen hasta su propia pista de aterrizaje, y el Capitán de aviación asegura que ni siquiera se molestan en comunicarle cuándo piensan utilizarla.
—¿Y si hiciéramos algo al respecto?
—¿Como qué?
—¡No sé! Algo…
El otro alzó la mano pidiendo por gestos a Faustino que les sirviera otras dos cervezas y tras aguardar a que las colocaran sobre la mesa y les dejaran de nuevo a solas, señaló con voz pausada:
—¡Escucha, Vicente…! Al mes de llegar a la isla te elegí como ejemplo a seguir. Eres un oficial justo, estricto y eficaz, pero que vive y deja vivir. —Extendió la mano y la colocó sobre el antebrazo de su amigo—. ¡No cambies! —suplicó—. No me decepciones metiéndote en camisas de once varas por algo que sabes que no puedes arreglar.
—¡Es que me siento frustrado! —protestó el otro—. Jodido y frustrado. Esto continúa siendo España —añadió—. El último rincón, estoy de acuerdo, pero España al fin y al cabo, y no me gusta ver cómo lo ponen en peligro con un puto barco cargado de explosivos. Hasta ahora hacía la vista gorda y casi me divertía el juego porque cuanto estaba ocurriendo carecía de importancia… —Señaló hacia el sucio carguero—. ¡Pero eso…! Eso ya es demasiado.
—¡Veré lo que puedo hacer! —le tranquilizó el otro—. Hablaré con el Capitán y le recomendaré, amistosamente, que fondee a un par de millas de la costa, puesto que nos han llegado rumores de un posible sabotaje.
—¿Crees que con eso bastará?
—Al menos le meteré el miedo en el cuerpo y si realmente está cargado de explosivos me hará caso. Es argentino, y por lo tanto la guerra tampoco es cosa suya. Lo que en verdad le importa es su barco.
—Confío en ti.
—Ten presente que no te prometo nada. Es muy posible que le tenga más miedo a un submarino inglés que a los saboteadores.
—Por lo menos inténtalo.
—¡Descuida! A mí lo único que me importa es que no te metas en líos y acabemos con un nuevo comandante militar de colmillo retorcido que nos amargue la vida. —Hizo un amplio gesto a su alrededor indicando el mar, el sol y la áspera belleza del paisaje—. Al fin y al cabo, aquí se vive de puta madre —concluyó.
—¡De puta madre…! —admitió el militar al tiempo que se ponía en pie para dejar unas monedas sobre la mesa y alejarse con su eterna parsimonia de hombre cachazudo y de vuelta de todo—. ¡Cuídate! —pidió alzando el brazo sin volverse.
Diez minutos después el siempre impasible comandante Arencibia penetraba en una pequeña nave industrial en la que media docena de hombres cubiertos de grasa se afanaban levantando con ayuda de poleas un viejo y oxidado motor marino.
—¿Don Bruno Alvarado? —inquirió.
Le indicaron con un gesto una pequeña puerta del rincón, se aproximó ella y golpeó por tres veces para abrirla a continuación y quedarse observando al hombre que le miraba, un tanto desconcertado, desde el otro lado de una desvencijada mesa.
—¿Bruno Alvarado…? —repitió, y ante el mudo gesto de asentimiento señaló al tiempo que penetraba en el diminuto cubículo cerrando la puerta a sus espaldas—: Soy Vicente Arencibia, comandante militar de Fuerteventura.
—¡Siéntese, por favor! —le rogó de inmediato el Capitán Akab, que no había conseguido evitar palidecer ligeramente—. ¿En qué puedo ayudarle?
El recién llegado aceptó la invitación acomodándose en un inestable sillón que parecía siempre a punto de hacer rodar a su ocupante por los suelos, y tras lanzar una distraída ojeada a su alrededor, inquirió:
—¿Desde cuándo es usted espía?
—¡Perdón! —fue la balbuceante respuesta.
—¡Vamos! ¡No se haga el loco! No estoy aquí para perder el tiempo. Sé que es usted el jefe de los agentes ingleses en las islas, pero no pienso hacer que le detengan a no ser que me dé motivos para ello. ¿Nos entendemos?
—Lo intento.
—Pues preste mucha atención. A mí su guerra me importa un carajo y no tengo la menor intención de apostar ni por unos, ni por otros. Mi deseo sería que se librara los más lejos posible de Fuerteventura, pero por circunstancias ajenas a mí y que todos conocemos, no es así. ¿Me explico?
—¡Nítidamente!
—Eso quiere decir que mientras se limiten a jugar sin hacer ruido miraré hacia otro lado, pero a la menor señal de violencia le encierro a usted y a toda su gente de por vida.
—No creo que a nadie se le haya pasado por la cabeza emplear la violencia —fue la tímida respuesta—. Resultaría estúpido en un lugar tan pequeño y en el que todo el mundo se conoce.
—¡Exacto! Todo el mundo se conoce y todo el mundo sabe, en todo momento, dónde está cada cual, incluso cuando pretende hacerse pasar por preso político para meter las narices en una casa ajena… ¿Me capta?
—Le capto.
—Bien. Siga por ese camino y no tendrá problemas pero si a usted o cualquiera de los suyos se le ha pasado por la cabeza la idea de acercarse a menos de un kilómetro del barco que está en el puerto, le garantizo es hombre muerto.
—Tiene mi palabra.
—Más le vale.
—¿Algo más?
—Sí. Comuníquele a sus superiores que si ese barco, o cualquier otro, es atacado por submarinos aliados dentro de las aguas jurisdiccionales de Fuerteventura o Lanzarote, le haré a usted directamente responsable.
—¡Pero yo…!
—No me cuente su vida —le atajó con acritud—. Mueva el culo y consiga que el almirantazgo acepte las reglas del juego.
—¡Lo intentaré!
—Con eso no me basta. No sé qué es lo que hacen ustedes aquí, pero empiezo a sospechar, por el movimiento que observo últimamente entre los alemanes, que algo gordo se traen entre manos. Por ello quiero suponer que para sus superiores resultará mucho más interesante mantener intacta su organización en la isla que hundir un barco.
—Suena lógico.
—Yo suelo ser muy lógico, y por ello prefiero siempre no meterme en donde no me llaman. —Sonrió mefistofélicamente—. Sólo una cosa más —añadió al poco—. Búsquese unos cuantos amigos, pescadores principalmente, que se echen a la calle con pancartas, siempre en un tono pacífico, exigiendo a las autoridades que alejen del puerto un barco que por lo que dicen se encuentra cargado de explosivos.
—Pero es que las manifestaciones están prohibidas.
—Lo sé. Soy yo quien las prohíbe.
—¿Entonces?
—Si la manifestación discurre con tranquilidad y al mismo tiempo tan sólo pretende evitar riesgos, comunicaré a mis superiores que me parecería un error no aceptar unas demandas que se me antojan justas.
—Es usted un tipo extraño.
—No. Soy un militar al que le gusta cumplir con su trabajo de la forma más sencilla posible, y le aseguro que no es empresa fácil cuando se vive en una isla cuya tercera parte se ha dejado en manos de una potencia extranjera que está empeñada en una guerra. —Se puso en pie y abrió la puerta dispuesto a marcharse, pero antes de salir sonrió en tono burlón al tiempo que saludaba militarmente—. ¡Que usted lo espíe bien! —dijo—. Pero eso sí: discretamente.
El Capitán Akab se quedó a solas y a todas luces perplejo.
Aquélla era una visita que jamás hubiera esperado recibir y aquélla una conversación que ni en sueños se le hubiera ocurrido mantener.
Le habían hablado a menudo del estrafalario comportamiento del comandante militar de la isla, pero ni remotamente se le pasó por la cabeza la idea de que se atreviera a plantarse en su despacho y hablarle con la meridiana claridad con que acababa de hacerlo.
Durante unos minutos no supo qué actitud adoptar. Se limitó a mover papeles de un lado a otro, alzar el teléfono, volver a colocarlo en su sitio y rascarse la frente pensativo.
Se sentía ridículo. Con el culo al aire y en ridículo, ya que por lo visto era un espía en una isla casi deshabitada donde estaba claro que todo el mundo sabía que era espía.
Incluso las autoridades militares.
¡Mierda!
¡Mierda, mierda, mierda…!
Se veía en la obligación de enviar un mensaje cifrado a sus superiores comunicándoles que tenía permiso «para espiar un poco» a cambio de no atacar objetivos enemigos.
No quería ni imaginar la expresión de Barbarroja cuando cayera en sus manos el comunicado y comprobara en qué lastimosa situación se encontraba una costosísima y altisonante Operación Moby Dick en la que se había implicado a docenas de personas y había diseñada con tantísimo cuidado.
Bruno, como hijo de padre español y criado en Canarias, podía admitir aquella peculiar forma de ver la vida a base de «pasar de todo» eludiendo cualquier tipo de responsabilidad, pero dudaba que —pese a la tradicional flema británica— en la estricta y rígida mentalidad de un almirante inglés tuviesen cabida los peculiares métodos que acostumbraba utilizar el siempre imprevisible comandante Arencibia.
Especialmente si se tenía en cuenta que miles seres humanos estaban muriendo a diario en un incontable número de frentes de batalla.
La desconcertante y hasta cierto punto frívola actitud del cachazudo militar transformaba la más brutal y sangrienta de las guerras en un estúpido e incruento juego de salón, sin aceptar la evidencia de que las minas y los torpedos que atestaban las bodegas de un sucio barco argentino estaban destinados a segar la vida de centenares de marinos ingleses.
Aquel carguero era un nodriza, de eso no cabía la más mínima duda; una de las tantas vacas lecheras destinadas a proporcionar armas, víveres y combustible a submarinos alemanes que muy pronto se harían a la mar dispuestos a hundir naves inglesas.
¿Qué podía hacer?
¿Qué debía hacer?
¿Intentar volarlo con el fin de impedir que abasteciera al enemigo, o dejarlo en paz para continuar con aquella compleja y casi pintoresca misión que a nada concreto estaba conduciendo?
Pero ¿de qué servía destruirlo?
Acabar con un buque nodriza significaba salvar las vidas de algunos compatriotas, o al menos retrasar su muerte hasta que fuera sustituido por otro, puesto que resultaba evidente que tan sólo una sucesión de furiosos temporales como los que se habían abatido sobre la región meses atrás afectaba de forma efectiva el meticuloso operativo enemigo.
Durante más de una hora el Capitán Akab permaneció con los pies sobre la mesa, observando a través del ventanal el trajín de las barcas de pesca, y sopesando pros y contras en torno a la conveniencia de mantener con vida la Operación Moby Dick, o aceptar que si escasos eran los resultados que habían obtenido hasta el presente, más débiles aún parecían ser las esperanzas que se le ofrecían de localizar al mítico y escurridizo Barracuda.
Justo Marrero aseguraba que últimamente su gente estaba detectando una inusual actividad en el entorno de los innumerables «residentes» alemanes de la isla, con sospechosas idas y venidas desde el lejano caserón del sur a las blancas playas de Corralejo, al tiempo que se multiplicaban las entradas y salidas de pequeñas avionetas en la recién acondicionada pista de aterrizaje.
Como de igual modo resultaba evidente que nunca antes una vaca lechera de considerable tonelaje había permanecido tanto tiempo atracada en Puerto Cabras, cabía suponer que efectivamente pudiera ser un submarino de características muy especiales el que por aquellos días se encontrara oculto en las proximidades de la isla.
No obstante, y pese a tan innegable acumulación de pequeños indicios, Bruno Alvarado evitaba hacerse demasiadas ilusiones al respecto, ya que la única persona que podría confirmarle con un cierto grado de fiabilidad tal teoría llevaba casi dos semanas sin dar señales vida.
A ratos le aterrorizaba la posibilidad de equivocado con respecto a Herman.
Le cruzaba por la mente la idea de que Erika Simon no fuera en realidad una pobre muchacha judía que aborrecía a los nazis, sino por el contrario una eficaz agente alemana infiltrada tiempo atrás en Inglaterra por el almirante Canaris, y no podía evitar que una de sudor helado le recorriera la espalda.
¡Madre de Dios, qué ridículo!
Por lo que había conseguido averiguar, los secretos alemanes habían dedicado largos años a la delicada tarea de fundar empresas y establecer familias alemanas en Fuerteventura con el fin de convertir en un eficaz punto de apoyo a una flota de submarinos que por aquel entonces ni siquiera existía, y a la vista de tan inconcebible grado de eficiencia y resultaba del todo descabellado sospechar que Herman pudiera ser de igual modo un agente nazi implantado por Londres años atrás.
¿En qué lugar del cuerpo llevaba impresa la palabra «judía»?
¿De qué color era la sangre de los judíos o cómo comprobar en plena guerra que una familia internada en cualquier perdido e inaccesible campo de concentración polaco era en verdad la suya?
Una casi asfixiante sensación de angustia se fue apoderando poco a poco de un cada vez más deprimido Capitán Akab, que comenzaba a ver lo que siempre había descrito como una astuta e inteligente misión, como un desastroso conjunto de despropósitos.
Caía la tarde en el momento en que telefoneó a Justo Marrero, y cuando lo tuvo sentado en la misma destartalada butaca que había ocupado el comandante Arencibia, le transmitió con todo lujo de detalles la curiosa conversación que había mantenido con el militar para pasar a ponerle de igual modo al corriente con absoluta sinceridad sobre la naturaleza de sus más recientes temores.
El curtido y reflexivo pescador se limitó a escucharle en silencio para acabar por aventurar con un casi imperceptible encogimiento de hombros.
—No conozco a esa chica… —masculló entre dientes—. Y por lo tanto no puedo opinar sobre ella, pero siempre he creído que en estos casos lo mejor es agarrar el toro por los cuernos. Ve a verla, y a la menor sospecha de que te está engañando, pégale un tiro.
—Le prometí a Arencibia que no emplearía la violencia.
—Tú mandas, pero no me agrada la idea de haber implicado a un montón de amigos en un asunto tan peligroso para tener que acabar explicándoles que nos han tomado el pelo. Lo queramos o no éste es un país fascista en el que te fusilan por colaborar con el enemigo, sobre todo si ese enemigo no es otro que la pérfida Albión.
—Arencibia no es de ésos.
—Los Arencibia no abundan. —Se lamentó el otro.
—Aún es pronto para sentirlo —fue la tranquila res puesta—. Aún no sabemos de qué parte está esa chica, y sospecho que te precipitas al plantearte tantas dudas. Si no ha transmitido ninguna información, tal vez sea porque no tiene nada importante que decir.
—¿Nada importante que decir cuando sabemos qué la casa rebosa de gente? —se escandalizó Bruno Alvarado—. ¿Cómo se entiende? Por lo menos podría haber dejado un mensaje aclarando quiénes son y a qué diablos han venido.
—Tal vez la tengan demasiado «ocupada», y no le quede tiempo para ir a pescar.
—¿No ha dispuesto ni de un par de horas en quince días?
—Depende de lo que follen esos tíos.
—¡No seas vulgar!
—No es vulgaridad. Han venido a follar… ¿O no?
—Probablemente, pero…
—Pero te molesta que hable así a causa de ella, ¿no es cierto? —le interrumpió el pescador—. Eso significa que, en el fondo, no puedes creer que te haya engañado.
—Sí —admitió su interlocutor—. Me cuesta admitirlo.
—En ese caso, lo mejor que podemos hacer es aclarar las cosas cuanto antes… Dale un toque de atención con el barco.
—¿Cómo está el mar por barlovento?
—Regular… Una marejadilla que no le impide pescar donde acostumbra, pero aun así sigo creyendo que no debes precipitarte al sacar conclusiones. Si no dejado ningún mensaje, sus razones tendrá.
—¡De acuerdo! Mañana manda el barco; que cruce dos veces frente a la casa con tres remiendos en la vela mayor y uno en el foque.
—¿Y eso qué significa?
—Que necesito verla y estaré esperándole dos días más tarde, a medianoche, en la ensenada.
—¡Hay que ver cómo os encanta enredar las cosas a los espías!
—¿Y qué quieres que haga…? ¿Enviarle una telegrama, o pasar agitando la mano y gritando que necesito hablar con ella?
—¡Bien! —admitió de mala gana el pescador—. Tú sabrás lo que haces, pero si por casualidad tuvieras razón y trabaja para los alemanes no creo que te dejen salir con vida de esa playa.
El Capitán Akab optó por asentir con gesto de resignación.
—Si hubieran querido matarme lo habrían hecho mientras me encontraba reparando los techos allá abajo. —Negó convencido—. No se trata de eso; se trata de que algo extraño le ocurre y necesito averiguarlo…