Con la primavera hicieron su aparición nuevos huéspedes, pero en esta ocasión no se trataba de fatigadas tripulaciones necesitadas de aire puro, buena comida y grata compañía.

Dos de los recién llegados no podían negar que eran ingenieros, puesto que se pasaban largas horas discutiendo sobre motores, tornillos y resistencia de materiales, mientras que el tercero, marino de muy alta graduación al parecer, se encerró de inmediato con el Relojero en un amplio despacho de la segunda planta en el que permanecieron en aislado conciliábulo durante más de cinco horas.

Tras la agradable cena, uno de los ingenieros, de apellido Kals, se mostró especialmente vulgar y prepotente hasta el punto de inclinarse en un momento determinado sobre Elsa y murmurarle al oído algún tipo de grosería.

Evidentemente tuvo mal ojo a la hora de elegir a su víctima, puesto que por toda respuesta obtuvo que la avispada muchacha le abriera la parte posterior del cuello de la camisa, con el fin dejar caer en su interior el cigarrillo que se encontraba fumando.

Los gritos y aspavientos de un pobre desgraciado que intentaba despojarse de la ropa al tiempo que se retorcía, puesto que se le estaba abrasando la espalda, provocaron una cierta alarma que no hubiera pasado a mayores a no ser por el hecho de que, cuando consiguió que al fin el cigarrillo cayera al suelo, se abalanzara sobre la impasible Elsa con evidente intención de golpearle.

El Capitán Spee se cruzo en su camino, y su voz restalló como un trueno al señalar:

—Si la toca es hombre muerto.

El otro observó aquel rostro desfigurado por el fuego y aquel ojo de un azul transparente que le confería en cierto modo un aspecto demoníaco, y se calmó en el acto aunque pese a ello no pudo por menos que balbucear:

—Pero es que esa puta…

—¿De qué puta me habla? —inquirió con helada calma su interlocutor—. No se confunda; no se encuentra en su casa, con su madre, su esposa o sus hermanas… Se encuentra en una residencia oficial de la Marina, y si se atreve a insultar a uno de sus miembros estará insultando a toda la armada, por lo que tendrá que atenerse a las consecuencias.

—Le advierto que…

—¡Retírese, Kals! ¡Es una orden!

La autoridad del oficial de alta graduación, quien quiera que fuese, parecía estar fuera de toda discusión, puesto que el aludido se limitó a dar media y desaparecer cerrando cuidadosamente la puerta a sus espaldas.

Al día siguiente, y mientras se encaminaban con sus cañas al hombro hacia su puesto de pesca predilecto Erika Simon comentó sin mirar a su amigo,

—No sabía que estuvieras enamorado de Elsa.

—¿Lo dices por lo de anoche? —replicó el otro sin volverse—. Lo mismo hubiera hecho por ti, o por cualquiera de las chicas.

—Tal vez —admitió ella—. O más bien, probablemente. Pero estoy convencida de que no lo hubieras dicho en el mismo tono: «Si la toca es hombre muerto». Tuve la impresión de que no defendías simplemente a una amiga. Defendías algo que te pertenecía.

—Jamás me ha pertenecido… —le hizo notar él—. Ni siquiera le he puesto la mano encima.

—Lo sé. Ni a ella, ni a ninguna de nosotras. ¿Por qué?

Ahora si que el Capitán Günther Spee se detuvo para volverse y hacer un gesto que solía repetir a menudo girando el dedo en tomo a su rostro.

—¿No se te antoja suficiente razón?

—¡En absoluto! —señaló su acompañante con evidente sinceridad—. Cualquiera de nosotras se sentiría feliz a la hora de acostarse contigo.

—¿A oscuras?

—O a plena luz del día. Demuestras conocer muy poco a las mujeres. ¿Acaso crees que bastan unas cicatrices para hacerte menos atractivo que cualquiera de los tipos con los que nos vemos obligadas a acostamos? Tú eres dulce, tierno, inteligente, limpio y educado… Puede que una explosión te haya desfigurado exteriormente, pero estoy convencida de que en tu interior siempre has sido un hombre maravilloso.

Él se detuvo, la observó mientras se alejaba hasta que a los pocos metros se detuvo a su vez para volverse, y agitando una y otra vez negativamente la cabeza, puntualizó:

—Te equivocas. Antes de quedarme así yo era altivo, ególatra y presuntuoso. Estaba convencido de que por el hecho de haber conseguido el mando de un submarino antes de cumplir los treinta años el mundo estaba a mis pies y conseguiría convertirme en el almirante más joven de la historia. Incluso admito que me comportaba despóticamente con mis subordinados porque me habían hecho creer que formaba parte del grupo de los elegidos. Fue el accidente lo que me obligó a convertirme en un hombre cuerdo y comprensivo. De otro modo no sería más que un monstruo dentro de otro monstruo.

—¿Y por qué no le dices a Elsa que la quieres?

—¿Y qué seguiría con ello? —quiso saber el marino—. ¡Imagínate que por cualquier absurda razón me aceptara y comenzáramos una relación íntima! ¿Cómo crees que me sentiría cuando tuviera que pasarme quince días encerrado en un submarino sabiendo que ella se está acostando con otros?

—¿Es que ahora no lo piensas?

—¡Naturalmente que lo pienso! De noche, cuando emergemos a respirar, me paso las horas contando los destellos de los faros de Pechiguera o isla de Lobos e imaginándomela desnuda en brazos de algún baboso. —Agitó de nuevo la cabeza—. Pero hasta el momento me limito a imaginármela desnuda. No sé cómo es realidad y creo que prefiero no saberlo.

A Erika Simon, —Herman dentro de la Operación Moby Dick— le asaltaron serias dudas sobre su derecho moral a transmitir a su gente el dato de que desde el punto en que el Capitán Spee emergía de noche se podían contar los destellos de los faros Pechiguera e isla de Lobos, información que permitiría al Capitán Akab reducir de forma considerable el radio de búsqueda de los submarinos enemigos.

Experimentaba la amarga sensación de que aquélla no era una información obtenida honradamente. No era un secreto que hubiera conseguido desvelar a base de arriesgar la vida o demostrar astucia. Era más bien la inocente declaración de un hombre profundamente desgraciado a una mujer a la que consideraba amiga, y a su modo de ver eso no podía considerarse juego limpio.

«¡Juego limpio!».

Necesitó pasar varias noches en vela imaginando qué clase de «Juego limpio» estarían empleando los nazis con su familia, para llegar a la convicción de que aquélla era una guerra demasiado cruel como para experimentar escrúpulos en cuanto a los métodos que se utilizaban.

Si un minúsculo detalle, por pequeño que fuese, podía contribuir a acabar un minuto antes con tan abominable imperio de terror, su obligación era comunicarlo pese a que en su fuero íntimo le estuviese martirizando la idea de traicionar a un amigo.

Y es que llegó al convencimiento de que, por mucha simpatía o compasión que experimentara por él, no tenía derecho a considerar al Capitán de corbeta Günther Spee un auténtico amigo, de la misma forma que no debía considerar amantes a aquéllos con quienes hizo el amor por más que en algunas ocasiones la obligaran a gemir de placer.

Había desembarcado en Fuerteventura con el único fin de llevar a cabo una misión, por lo que todo aquello que no estuviera directamente relacionado con la consecución de su objetivo debía quedar a un lado.

Por suerte no había submarinos por los alrededores, lo que le permitía retrasar su informe, pero por desgracia tres días más tarde su compañero de pesca se había marchado en compañía de los dos ingenieros y del sargento Müller, signo inequívoco de que muy pronto una nueva tripulación se establecería en la casa.

Las muchachas se mostraban nerviosas preguntándose una vez más qué clase de nuevos «amigos» les tocarían en suerte, y qué clase de caprichos se verían obligadas a satisfacer.

La Baronesa no cesaba de dar órdenes al servicio acondicionándolo todo.

El Relojero y el oficial de alta graduación al que las chicas habían dado en bautizar «Carapalo», se pasaban las horas encerrados en el despacho del segundo piso, o intrigando en voz muy baja mientras daban largos paseos por la playa.

Alguna acción importante preparaban.

Algo importante iba a ocurrir.

Alguien muy importante estaba a punto de llegar.

Al amanecer del día siguiente se escuchó ruido de Motores, ahogadas voces, y por último se extendió sobre el caserón aquel ominoso silencio que solía corresponder a la presencia de un nuevo grupo de agotados oficiales.

Esa noche Erika Simon optó por el blanco.

Ya era veterana, estaba considerada como una de las líderes del grupo, y le correspondía por turno ser la primera en elegir el color de su vestido.

Apareció deslumbrante.

Inquieta y deslumbrante.

Una voz en su interior parecía estarle gritando que aquél la era una noche «muy especial» en la que algo también «muy especial» iba a ocurrir.

Una hora más tarde, la puerta se abrió para que hombres hicieran su aparición.

Vestían el uniforme de gala de la marina alemana exhibían infinidad de condecoraciones, y quien se encontraba al frente lucía bajo el cuello el distintivo de la Cruz de Hierro.

Se presentó asimismo como Comandante Oskar y a continuación fue nombrando, uno por uno, y tan sólo por sus nombres de pila, a la totalidad de sus subordinados.

¿Fue amor a primera vista?

Erika Simon no había creído en semejante estupidez ni cuando contaba quince años y se encontraba lo suficientemente inmadura como para soñar con que algún día haría su aparición un príncipe azul que poco o nada tendría que ver con aquel primo lejano con el que estaba destinada a contraer matrimonio.

Si ya de adolescente rechazó de plano la idea de que un hombre pudiera atraerla hasta el punto de hacerle olvidar cuanto era y cuanto le rodeaba, mucho menos cabía aceptarlo siendo una mujer que se había visto obligada a abrirse de piernas ante demasiados desconocidos, pero lo creyera o no, lo cierto fue que a la hora del café tenía la sensación de que en el mundo no existía más que el Comandante Oskar, al igual que cabría asegurar que para el barbudo y elegante Comandante Oskar todo lo que no fueran los ojos y la sonrisa de aquella increíble mujer de vaporoso vestido blanco carecía de importancia.

Se aislaron.

Se aislaron de la música, las voces y el resto de la gente.

Se aislaron de lo que no fuera ellos dos contemplando la luna que rielaba sobre un mar en calma, y se aislaron de todo cuanto no fuera sus propias voces, sus propias risas y sus propias miradas.

¿Se conocían de antes?

No, no se conocían, pero cabría imaginar que ambos sabían que algún día llegarían a conocerse.

¿Habían hablado en alguna ocasión?

No, pero se habían dicho el uno al otro infinidad de secretos.

Se estaban esperando.

Sin conocer su existencia se estaban esperando con la absoluta seguridad de que alguien así tenía que existir en alguna parte.

El amor ha sido siempre el más caprichoso e imprevisible de los sentimientos humanos.

También, con excesiva frecuencia, el más inoportuno.

Violento o solapado, paciente o impaciente, lógico o absurdo, el amor no admite obstáculos, ni acepta más reglas que las que él mismo impone a su capricho.

El amor entre un hombre y una mujer se engendra a sí mismo como una monstruosa bestia hermafrodita cuyo tiempo de gestión varía de un segundo a cien años.

Nace a su antojo, crece a su capricho, y muere cuando quiere.

En ocasiones, se suicida.

Jamás, ninguna fuerza, ni divina ni humana, ha conseguido controlarlo.

El amor puede ser una bendición del cielo o un castigo del infierno, sin que quien lo experimenta consiga entender las razones que le han hecho merecedor de volar al paraíso o descender a los avernos.

Si existía alguien en este mundo al que no hubiera deseado amar una prostituta de lujo, era a un rígido oficial de la marina alemana.

Si existía alguien en este mundo que no hubiera deseado amar un oficial de la marina alemana, era a un hermosa prostituta judía de un burdel de lujo.

Habían sido prevenidos el uno contra el otro, se estremecían ante la sola idea de cogerse de la mano y mirarse a los ojos.

Se miraban a los ojos, pero ni siquiera se atrevían a cogerse de la mano.

Bajaron a pasear por la orilla de un mar que acariciaba dulcemente una y mil veces la arena de una playa a la que amaba desde el principio de los tiempos, y a la que con frecuencia violaba con furia, pero a la que ahora murmuraba tiernas palabras en un lenguaje incomprensible, y ambos eran conscientes que serían capaces de ofrecer años de vida por tumbarse en el punto en que agua y tierra se unían, para entregarse también el uno al otro hasta el fin de los tiempos.

Pero ni siquiera lo intentaron, puesto que se deseaban, deseaban continuar deseándose sin apenas rozarse.

Fue una noche mágica.

Lejos de la guerra.

Lejos de la muerte.

Lejos de los odios.

Allí, en el más perdido rincón de la más perdida isla del Atlántico nada existía más que su mutua compañía, su voz, su olor, sus risas, y aquel efluvio impalpable que parecía aislarles de cuanto no fuera ellos mismos.

Con el primer anuncio del alba regresaron.

Él la despidió en la puerta de su habitación besándole la mano, y tras cerrar la puerta a sus espaldas Erika Simon permaneció muy quieta como si necesitara tiempo para aceptar que aún se encontraba despierta.

En el transcurso de una noche, en apenas unas horas, el mundo había cambiado.

Ella había cambiado.

Se dejó caer en la cama, clavó la vista en el techo y se esforzó vanamente por recuperar la cordura y transformarse nuevamente en Herman.

¿Quién era Herman?

¿Quién era cualquier mujer que no advirtiera que el corazón le saltaba en el pecho al mirar a los ojos al hombre que a buen seguro el destino le tenía reservado?

El sol penetraba a raudales por la abierta ventana cuando llegó a la conclusión de que lo que estaba viviendo no era un sueño, sino más bien una auténtica pesadilla.

La edad del romanticismo había quedado atrás hacía ya muchos años.

El tiempo de enamorarse como una colegiala se acabó el día en que abandonó el colegio.

Los días de humedecer las bragas debían haberse olvidado.

¿En qué demonios estaba pensando?

Le ardía la entrepierna y su ropa interior se encontraba empapada.

¿En qué demonios estaba pensando?

Habían bastado una voz cálida, unos ojos profundos, y un aroma muy suave para que las rodillas le temblaran.

¿En qué demonios estaba pensando?

Pensaba en volver a mirarle a los ojos, escuchar su voz y aspirar su olor.

Lo demás no importaba.

¡Nada importaba!

Cerró los ojos, sufrió pesadillas y cuando despertó, horas más tarde, Elsa la observaba sentada a los pies de la cama.

—¿Qué te ocurre? —quiso saber—. ¿Desde cuándo duermes vestida?

—No lo sé —fue la sincera respuesta—. Nunca me había ocurrido. Debía estar agotada.

—No. No es cansancio —puntualizó la otra segura sí misma—. Te observé anoche. Parecías como alelada.

—Lo estaba.

—¿Aún lo estás?

—Más que anoche.

—Juraría que te ha dado fuerte. ¿Estás enamorada?

—Supongo que hasta el tuétano.

—¡Qué estupidez! Esas cosas no ocurren.

—¿Tú crees?

—Por lo menos no deberían ocurrir… ¿Tienes de lo que significa perder la cabeza por un oficial de la armada? Nada menos que todo un comandante de marinos.

—La tengo. La Baronesa me lo advirtió el primer día. —Erika Simon sonrió como burlándose de sí misma—. Pero no me advirtió que un día Oskar aparecería en escena.

—Siempre, pronto o tarde, algún Oskar aparece en escena, querida. Las chicas como nosotras estamos hechas para que en cualquier momento el Oskar de turno nos destroce la vida.

—¿Lo dices por experiencia?

—¡Naturalmente! ¿O es que crees que un buen día me levanté con acidez de estómago, me dije a mí misma, «quiero ser puta», y acabé aquí? No. Las cosas no ocurren de ese modo; son hombres como ese comandante los que nos meten en esto.

—O los que nos sacan.

—Él no lo hará, pequeña —le advirtió su amiga en un tono que demostraba la sinceridad de su afecto—. Por unos días te hará la mujer más feliz del mundo y te elevará a las nubes, pero una mañana se alejará para siempre, y tú te hundirás en un abismo al que jamás podría llegar su maldito submarino.

—¿Y qué puedo hacer para evitarlo?

—Nada, querida. Me temo que, a no ser que, con un poco de suerte, tu Oskar resulte un auténtico desastre en la cama, no puedes hacer nada.

Pero no hubo suerte, ya que Oskar no resultó ser un auténtico desastre en la cama, sino más bien todo lo contrario.

Tierno y dulce, experto y apasionado, posesivo, mimoso e incansable tras largos meses de obligada abstinencia, supo transportar a la mujer que amaba a la cima de un monte aún más alto que aquéllos que protegían la ensenada, para permitir que se deslizara luego, contenido el aliento, hasta las cálidas aguas que bañaban la isla.

Tal vez los tambores de guerra que nunca cesaban, y la certeza de que la muerte se mantenía al acecho bajo las quietas aguas, les obligaba a tomar conciencia de que cada abrazo podía ser el último y cada beso no tener un hermano, alimentando con leña cada vez más reseca aquella absurda pasión desenfrenada.

—¿Qué nos ocurre?

—Prefiero no saberlo.

—Tenemos que calmamos.

—¿Cómo?

—Creerán que estamos locos.

—¿Acaso no lo estamos?

La Baronesa se mostraba de igual modo realmente preocupada, por lo que a los pocos días no dudó en suplicar a su pupila que frenara sus ímpetus.

—Estás aquí para hacerle la vida agradable a nuestros huéspedes, no para acabar con ellos —dijo—. ¡Tómatelo con calma!

—No puedo. Ninguno de los dos puede. Lo intentamos, pero nos resulta imposible.

—Pues por ese camino acabaréis tísicos. Una cosa es hacer el amor y otra muy diferente este… —dudó buscando la palabra exacta para concluir enfáticamente—: «Desmadre». ¿Qué harás cuando se vaya?

—Supongo que morirme.

—Estás en tu derecho, querida, pero el comandante es un hombre muy especial y la marina lo necesita. Me consta que está destinado a rendir grandes servicios a la patria.

—Lo imagino, pero no consigo evitarlo. En cuanto me toca, me corro.

—¡Dios bendito! ¿Qué forma de hablar es ésa?

—La más grosera, pero también la más expresiva que conozco. Lamento comportarme de una forma vulgar, pero es que a veces tengo la impresión de que ni siquiera soy yo misma. Me siento confundida y lo veo todo como si le estuviera ocurriendo a otra ¿Nunca ha experimentado una sensación parecida?

La Baronesa meditó con la vista clavada en la hermosa muchacha que estaba consiguiendo desconcertarla, y por último hizo un levísimo ademán negativo.

—Nunca. Por lo menos en lo que se refiere al sexo. Amaba a mi marido y tuvimos tres hijos, pero imaginé que ese tipo de relaciones basadas en impulsos incontrolables pertenecían al reino de la fantasía.

—Pero ¿experimentaba orgasmos?

—¡Naturalmente…! —fue la incómoda respuesta—. ¡Y bastante a menudo!

—¿Aunque no por el simple hecho de que le rozaran la mano?

—¡Desde luego que no!

—Pues a mí me sucede. Y cuando hacemos el amor los orgasmos llegan uno tras otro, como en cadena, o como un rosario interminable.

—¿Me tomas el pelo?

—En absoluto.

—¡Pero eso es absurdo! ¡Físicamente imposible!

—¡Qué más quisiera yo! Es más que posible y me ocurre a diario. Hasta ahora siempre fui una mujer que necesitaba un tiempo prudencial para excitarse sin conseguirlo siempre, por lo que en estos momentos no sé si dar gracias a Dios por cuanto me está ocurriendo, o maldecir mi suerte.

—¡Me dejas de piedra!

—¿Y qué me aconseja?

La buena mujer la observaba con los ojos abiertos como platos y aspecto de encontrarse un tanto alelada.

—¿Yo? —inquirió—. ¿Y qué quieres que te aconseje? Presumo de ser una mujer de una cierta experiencia y que no se asusta por nada, pero admito que esta situación me sobrepasa. —Se pellizcó la nariz una y otra vez nerviosamente—. No cabe duda de que estás viviendo una experiencia maravillosa —añadió—. Pero la próxima semana, la siguiente a lo sumo, ese hombre regresará al mar y yo me veré obligada a curar tus heridas si es que tienen remedio. ¡Señor, Señor! —No pudo por menos que exclamar en tono compungido—. ¡Esto es exactamente lo que nunca quise que ocurriera!

—¿Y qué esperaba? —quiso saber su interlocutora en un tono levemente agresivo—. ¿Jugar con fuego sin quemarse? Se tomó mucho trabajo a la hora de unir a hombres que saben que les acecha una muerte espantosa con mujeres asqueadas por lo que son y a las que les aterroriza su futuro. Un sencillo cálculo de posibilidades demuestra que, alguna vez, algo así tenía que suceder.

—Pero no hasta este punto. ¿A quién se le ocurre que exista alguien que pueda llegar a experimentar orgasmos como si fueran churros?

—¡Olvídese de los orgasmos! Eso no es lo que importa puesto que también podría pasarme la vida con Oskar sin necesidad de que me tocara.

La baronesa Hildegard von Hipper no replicó. Bajó la cabeza, reflexionó sobre cuanto acababa de oír, se puso en pie aproximándose a la puerta de la terraza donde permaneció un largo rato observando el mar, y por último lanzó un suspiró que parecía surgirle de las mismísimas entrañas.

—Eso es aún peor —musitó al fin como si hablara consigo misma—. ¡Muchísimo peor! Comprendo al resto de las chicas, aunque sean tan inteligentes Elsa o tan obtusas como Ada, pero en ti hay algo que me escapa, obligándome a verte de un modo diferente. Por eso eres quizá la última de la que hubiera esperado un comportamiento semejante. —Se volvió para quedar apoyada en el quicio y mirarla a los ojos antes de añadir—: Toda mi vida he oído hablar del amor como grandioso. He leído cientos de poesías, novelas y ensayos sobre el amor. He visto películas y obras de teatro. He escuchado canciones, óperas y sinfonías inspiradas en el amor, y creo en él. —Lanzó un bufido—, admito que en cierto modo ese tipo de pasión desenfrenada siempre se me antojó parecido a la idea de la muerte: sabes que está ahí, pero que de alguna manera imaginas que nunca te afectará ni a ti, ni a los que tienes cerca.

—Pues resulta evidente que pronto o tarde la gente se muere.

—Y pronto o tarde a alguien de tu entorno le cae un rayo que le funde los plomos.

—A mí me los ha fundido.

—Ya lo veo. ¿En qué puedo ayudarte? —quiso saber.

—En nada, puesto que no está en su mano acabar con esta maldita guerra, ni cambiar las normas para permitir que una pobre prostituta pase el resto de su vida junto a un comandante de la marina que luce sobre el pecho la Cruz de Hierro.

—No, desde luego. Nada de eso está en mi mano.

—¿Supongo que tampoco dispone de una pócima mágica capaz de hacerme recuperar el juicio?

—Si la tuviera ¿la tomarías?

La muchacha negó con una amplia sonrisa.

—Hoy no, pero el día en que Oskar tenga que marcharse daría años de vida por conseguirla.

—Olvidar a un hombre no se consigue a base de brebajes, sino de fuerza de voluntad.

—¿Y Quién me la puede proporcionar?

—El tiempo. Ése es un mal que tan sólo se consigue curar con el tiempo.

—¿Está segura? La baronesa Hildegard von Hipper se aproximó, acarició con afecto la mejilla de su interlocutora y se encaminó a la puerta al tiempo que musitaba:

—No, querida. No estoy en absoluto segura, y a decir verdad, tampoco estoy segura de si en estos momentos te envidio o te compadezco.