El Capitán Akab se encontraba tan hundido y frustrado como pudiera estarlo su homónimo literario durante aquellos largos meses en que recorría los mares sin la menor noticia de la odiada Ballena Blanca.
La sensación de impotencia y pérdida de tiempo suele ser la más agobiante para todo hombre de acción, y aquel ver transcurrir los días iguales a sí mismos sin encontrar la forma de ponerse en contacto con Erika Simon estaba a punto de destrozarle los nervios.
Queequeg había sido devuelto a Inglaterra sin opción de regreso, y por contento podía darse de que el incidente no hubiera ido más allá, visto que las autoridades españolas habían optado por la cómoda decisión de «hacerse los locos» y dar por buena la teoría del supuesto naufragio.
El cadáver de Bachelor, casi irreconocible y semidevorado por los peces, había hecho su aparición en una perdida playa del sur de la isla, lo cual venía a significar que los ya de por si escasos efectivos del grupo habían quedado visiblemente mermados.
Por suerte, Justo Marrero había reclutado a otra media docena de lugareños dispuestos a arriesgar la vida si ello contribuía a la derrota nazi y el consiguiente fin de la dictadura franquista, y el doctor Arriaga, ahora en momentánea libertad, había telefoneado ofreciendo su ayuda y la de los republicanos que continuaban en el campo de concentración de Tefía.
Bruno Alvarado se reunió con él el sábado siguiente en el viejo corral de camellos de Antigua, y aunque jamás se habían visto anteriormente se abrazaron como dos viejos camaradas de armas.
—Le agradezco en el alma su ofrecimiento —fue lo primero que le dijo—. Pero me preocupan las consecuencias. Por lo que sé «oficialmente» continúa condenado a muerte.
—Si ya no me han ejecutado, dudo que lo hagan, sobre todo teniendo en cuenta que en la isla escasean los médicos —fue la tranquila respuesta—. Nuestra guerra empieza a quedar atrás, y por lo visto hay gente sensata que intenta olvidarla lo más pronto posible.
—¿Se refiere al comandante Arencibia?
—Es un buen ejemplo.
—Nos ha hecho un gran favor no entregando a mi hombre a la policía.
—En la Península, e incluso en Gran Canaria, aún queda mucho fascista sediento de sangre, pero en las islas menores las cosas se ven de un modo muy distinto. Aquí todo el mundo se conoce, y la mayor parte de la gente es consciente de que lo más conveniente es intentar cicatrizar las heridas, sobre todo teniendo en cuenta que ya no está tan claro como en un principio que los alemanes vayan a ganar la guerra.
—¿Usted también cree que podemos derrotarles?
—No me gusta jugar a estratega de salón —fue la sincera respuesta—. Ya hay demasiados. Hasta ahora los éxitos nazis resultan indiscutibles, pero se han buscado demasiados enemigos y no se puede luchar en tantos frentes a la vez.
—¡Dios le oiga!
—Dios nunca me va a oír, muchacho —sentenció el doctor al que se advertía cansado y escéptico—. Si no me escuchó durante nuestra guerra, en la que tantas atrocidades se cometieron entre gente de la misma sangre, dudo que preste más atención en este caso. —Se despojó de los lentes y mientras los limpiaba meticulosamente inquirió—: ¿En qué puedo ayudarte?
—Necesito ponerme en contacto con alguien que está en la casa de la playa.
—¡Diantre! —fue la espontánea exclamación—. Eso sí que suena peliagudo. En esa casa no hay más que alemanes, y desde que se construyó no se sabe de ningún español al que se le haya permitido aproximarse a menos de un kilómetro de distancia. Ni por tierra, ni por mar.
—Lo sé, pero a las cumbres no podemos volver porque ahora patrullan con perros. Encontraron la radio y los catalejos, aunque por suerte debieron suponer que tan sólo estábamos intentando espiar sus movimientos.
—¿Y no era eso lo que hacíais?
—No exactamente…
—¡No me digas más! Cuanto menos sepa sobre el tema, mejor para todos. Lo único que importa es que debo buscar la forma de ponerte en contacto alguien que vive en la casa. Cuando tenga una idea de cómo hacerlo, te avisaré.
El Capitán Akab abandonó esa noche la cuadra sin tener muy claro qué era lo que el bienintencionado doctor podría hacer por él, puesto que lo cierto era que todos sus informes evidenciaban que los alemanes habían aumentado su vigilancia sobre el extremo sur de la isla, en el que se había concluido ya una pequeña pista de aterrizaje.
Tampoco le había pasado desapercibido el hecho de que un grupo de supuestos topógrafos habían acampado en la minúscula isla de Lobos, situada en pleno canal de la Bocayna, entre las islas de Fuerteventura y Lanzarote, casi a tiro de piedra del punto en el que sospechaba que descansaban los submarinos alemanes.
Manchas de aceite hacían de tanto en tanto su aparición frente al faro de esa misma isla de Lobos, y en el punto del sur de Lanzarote en el que confluían las corrientes de levante y poniente, los pescadores localizaban continuamente basuras que no tenían la menor traza de haber sido desechadas por los hambrientos habitantes de una isla que aún sufría las penurias de una durísima posguerra.
Por desgracia, el estado del mar desaconsejaba arriesgarse a faenar de noche, por lo que aún no se tenían noticias de ningún pescador que hubiese avistado directamente a un submarino en el momento de «salir a respirar», pese a lo cual Bruno Alvarado estaba convencido de que se encontraban allí, casi al alcance de su mano.
Ello no significaba que hubiese cambiado de idea y abrigase la intención de molestarlos, puesto que lo que en verdad le interesaba no era el paradero de un U-Boot más o menos, sino el de aquel misterioso y casi mítico Barracuda.
Pero ¿dónde podía encontrarse el maldito barco?
¿Dónde se habría refugiado a la hora de eludir los durísimos temporales de tan desmelenado invierno?
¿Se encontraba de nuevo en su base alemana, o tal vez descansaba para siempre a miles de metros de profundidad?
La sospecha de que entraba dentro de lo posible que Herman hubiera encontrado respuestas a tales preguntas sin que él tuviera forma de saberlo le sacaba de quicio, por lo que se pasaba las noches buscando la forma de llegar a un lugar que cada día se le antojaba más inaccesible.
Sin embargo, la situación en el caserón se parecía mucho al de una plaza fuerte sitiada: los de fuera querían entrar, y los de dentro pretendían salir, sin que ni unos ni otros consiguiesen su objetivo.
La convivencia entre los gruesos y húmedos muros azotados por el viento resultaba ya insoportable, y aunque pudiera parecer increíble, el último automóvil que intentó cruzar el paso entre las montañas volcó y se precipitó rodando ladera abajo como si se tratara de una simple hoja seca despedida de un soplo.
El sargento Müller salvó la vida gracias a sus reflejos y que al parecer imaginaba que algo así iba a ocurrir, pero el resultado final fue que la casa se convirtió en una especie de isla dentro de otra isla.
Una noche especialmente agitada la antena de la radio desapareció arrancada de cuajo pese a que se encontraba firmemente sujeta con cables de acero, con lo que al carecer de noticias, los escasos ánimos que perduraban desaparecieron como por arte de magia.
El fantasma del hambre extendió sus alas sobre un oasis en el que había reinado durante demasiado tiempo la abundancia, escaseaba el jabón, y lo que aún era peor, muy pronto comenzaría a escasear el agua al tiempo que el papel higiénico era sustituido por viejos periódicos.
La Baronesa aparecía cada vez más inmersa en su invencible depresión puesto que se podría asegurar que el desmoronamiento del ficticio mundo que había sabido crear constituía para ella una especie de inquietante premonición sobre lo que sucedería en un futuro en unos frentes de batalla que cada día se complicaban más.
¡Viento!
¡Maldito viento!
¡Eterno viento!
Sin agua, las hermosas cabelleras, rubias y sedosas, se convirtieron en pastosas greñas y los cuerpos apestaban a sudor, y pese a que a menos de trescientos metros comenzaba a la inmensidad de un océano en el que sumergirse con el fin de librarse de tanta mugre, era tal la violencia de las olas, y la fuerza de la resaca, que aproximarse a la orilla era casi tan peligroso como aproximarse al fuego.
En un par de ocasiones Erika Simon y algunas de las muchachas bajaron a la playa con el fin de empapar toallas y lavarse como buenamente pudieran, pero era tanta la fuerza con que el viento les arrojaba arena, que solían regresar a la casa más sucias y desanimadas de lo que habían salido.
Resultaba frustrante y la sensación de desespero obligaba a gritarle al viento que se callara de una vez por todas.
Pero el viento jamás escuchaba.
Habían perdido ya toda esperanza de escapar a tan diabólica maldición, cuando al fin un húmedo amanecer de enero les despertó el silencio.
Al cesar de improviso el eterno ulular y el golpear de puertas y ventanas, el caserón se sumió en una calma tan sepulcral que pocos fueron los que no dieron un salto en la cama, tan aterrorizados como si una bomba les hubiese explotado bajo el colchón.
Corrieron a las terrazas y les costó dar crédito a lo que estaban viendo: una luz imprecisa y glauca se anunciaba tras las montañas, y aunque las olas continuaban batiendo con fuerza contra las rocas y la arena, resultaba evidente que ahora era tan sólo la inercia lo que las movía, ya sin el poderoso motor que las había impulsado durante meses, muy pronto acabarían por abatir la testuz para quedar adormecidas.
Se abrazaron.
La Baronesa, Ursula y Ada incluso lloraron. Tal vez por primera vez, en algún lugar del mundo la quietud y el silencio no fueron síntomas de tristeza y muerte, sino por el contrario de vida y alegría.
A la mañana siguiente pudieron bañarse en la minúscula ensenada, disfrutar del sol, e incluso pescar cuatro hermosos meros.
Dos días más tarde llegó el primer camión cisterna que durante toda la semana no cesó de hacer viajes hasta llenar a tope los enormes aljibes.
Un pequeño avión tomó tierra en el aeródromo de la punta sur trayendo de Gran Canaria lo más imprescindible.
La vida volvía a la normalidad retomando su pulso.
Los oficiales se marcharon ansiosos por reencontrarse con sus barcos y con los barcos enemigos.
El Capitán de corbeta Günther Spee regresó pálido y demacrado, pero Erika Simon se sintió feliz por reencontrarse con un viejo y querido compañero de pesca con el que solía mantener largas conversaciones.
El embarazo de Ursula seguía adelante.
Al parecer la muchacha no abrigaba la menor duda sobre quién era el padre del niño, por lo que una noche, durante la cena, surgió el tema de si convenía o no hacer saber a un joven oficial que estaba luchando en algún perdido rincón del Atlántico, que iba a tener un hijo.
—¿Está casado? —fue lo primero que quiso saber la Baronesa.
—Por lo que me contó ni siquiera está comprometido…
—Supongo que todo el mundo tiene derecho a saber que va a tener descendencia… —puntualizó Elsa.
—¿Y qué obtiene con saberlo?
—Tal vez se alegre.
—O tal vez se entristezca.
—¿Por qué?
—Porque vivirá convencido de que lo más probable es que nunca llegue a conocer a su hijo.
—Ni tendrá muy claro cuál va a ser su futuro…
—Ni con quién se criará…
—Ni quién es en realidad su madre, a la que conoció en un prostíbulo…
—¡Elsa!
—Perdone, baronesa, pero en un caso como éste no debemos engañamos. Somos putas de lujo un tanto atípicas, pero putas al fin y al cabo.
—Ninguna de vosotras cobra por lo que hace.
—¿Usted cree? —inquirió con ironía la muchacha—. Estar aquí, comiendo a diario y viviendo cómodamente cuando no sopla ese maldito viento, en lugar de tener que trabajar en una fábrica de Hamburgo y pasar hambre, es a mi modo de ver una forma de cobrar por lo que hacemos.
—Yo prefiero considerarlo una muestra de patriotismo.
—¡Bobadas! Con todos los respetos, baronesa, y le consta que se lo tengo, mamársela a un borracho hediondo, por muy oficial de nuestra gloriosa armada que sea, no es cuestión de patriotismo sino de estómago. —La inteligente muchacha hizo un simpático gesto como si con ello pretendiese quitarle hierro al asunto—. Pero ahora no estamos discutiendo lo que somos, que cada una de nosotras lo debe tener más o menos claro en su fuero íntimo, sino del derecho de un hombre a tener conciencia sobre su paternidad.
—Sinceramente opino que vivirá, y morirá, mucho más tranquilo, si continúa en la ignorancia… —puntualizó Alexandra.
—¿Acaso tú también preferirías ignorarlo? —quiso saber Elsa.
—Ésa es una pregunta estúpida, querida… —fue la calmosa respuesta—. Ninguna mujer puede ignorar durante mucho tiempo que va a tener un hijo. Pero los hombres no suelen enterarse hasta que alguien se lo cuenta, y sé de muchos casos en que ni siquiera lo agradecen.
—No obstante supongo que a un oficial de submarinos que cuenta con muy pocas esperanzas de sobrevivir, tal vez le apetecería la idea de tener la certeza de que algo de él va a quedar cuando desaparezca.
—Nadie, ni siquiera un oficial de submarinos en plena guerra, imagina que va a morir. Todos sabemos que la muerte está ahí, acechándonos, pero que en lo más profundo de nuestra alma abrigamos la esperanza de que pase de largo.
—Tal vez lo mejor sería someterlo a votación —aventuró de improviso Ulrike—. Que levanten el brazo los que opinen que debería contárselo.
La baronesa Hildegard von Hipper se apresuró a hacer un imperioso gesto con el que ponía de manifiesto su frontal rechazo a tal idea.
—Ninguna votación debe influir sobre una decisión que debe ser tomada únicamente por Ursula —dijo—. Debemos aconsejarla y confiar en que nos escuche, aunque debe ser ella quien decida. —Se volvió a la aludida para añadir en un tono seco y cortante—: Pero ten muy presente que el hecho de que estés esperando un hijo no significa que la marina te vaya a permitir mantener una relación permanente con el padre.
—¿Por qué?
—Son las reglas y se os notificaron en el momento de llegar.
—Sin embargo, si un coronel le pidiera a cualquiera de nosotras que se casara con él, al ejército ni tan siquiera se le ocurriría opinar.
—¡Es muy posible!
—¿Quiere eso decir que la marina es más clasista?
—Ésa es una pregunta a la que prefiero no responder.
Ulrike se volvió al Capitán de corbeta Günther Spee que se limitaba a escuchar en silencio.
—¿Tú qué opinas?
—¿Sobre qué?
—Sobre si la marina es más clasista que el ejército.
—Lo es. a
—¡Vaya! Por lo menos no tienes la más mínima duda a la hora de admitirlo. ¿Y a qué lo atribuyes?
—A que resulta más limpio vivir en el mar que vivir en tierra firme. Por lo general los hombres del mar se respetan, se ayudan, y casi siempre están dispuestos arriesgarse por salvar una vida aunque se trate de la vida de un desconocido, e incluso la de un enemigo.
—¿Es cierto eso?
—¡Desde luego! Al igual que nos alegramos por haber hundido un barco, nos entristecernos por haber causado víctimas, ya que no nos gusta que nadie se ahogue. Luchamos para vencer no para matar, eso es lo que marca la diferencia, y tal vez sea el motivo por el que a la larga nos hayamos convertido en clasistas.
—¿Quieres decir con eso que en verdad os consideráis superiores?
—De hecho lo somos.
—¡Modestia aparte!
—Y sin modestia —fue la seca y severa respuesta—. Cuando escucho a alguien alardear de haber bombardeado una ciudad o haber aniquilado una división enemiga, me asalta la sensación de que no consideran a sus víctimas como auténticos seres humanos. Sin embargo para un marino todo barco que se hunde significa compañeros que se pierden pese a que luchen bajo otra bandera.
—¿Pretendes decir con eso que os sentís más marinos que patriotas? —quiso saber Erika Simon, a quien el tema parecía interesar de forma muy particular.
—No. Lo que sucede es que tenemos dos patrias: una es el lugar en el que nacimos, y la otra el mar. Y el mar es común para todos los marinos, cualquiera sea su idioma o nacionalidad.
—¡Curioso!
—Pero cierto… Para muchos de nosotros la patria es como la madre, y el mar como la novia, ya que se puede amar a ambas de muy distinta manera.
—Y tú, como marino y como único oficial de submarino que se sienta en esta mesa, ¿qué opinas? ¿Preferirías saber que vas a ser padre, o ignorarlo?
—¿Y de qué serviría mi opinión? Será siempre demasiado personal. —Hizo una larga pausa que dedicó a recorrer con la vista los rostros de la mayoría de los presentes antes de añadir—: Ésta es la típica situación de la pescadilla que se muerde la cola, puesto que la única opinión que en verdad cuenta es la del interesado, y por lógica no se puede conocer dicha opinión sin haberle comunicado con anterioridad de qué se trata. A mi modo de ver resultaría estúpido que alguien fuera a preguntarle a ese oficial si le gustaría o no saber si va a tener un hijo.
—¡Bien! —puntualizó el Coronel con su habitual sequedad—. Si algún día vuelve por aquí nos replantearemos el tema. De momento las cosas se quedarán como están.
Así quedaron por tanto, y la vida del caserón fue recuperando poco a poco su ritmo, hasta que al cabo de dos semanas, voces extrañas obligaron a Erika Simon a asomarse a la terraza a primeras horas de la mañana.
Tres viejos camiones se habían detenido junto a la playa, y de ellos descendían una veintena de hombres de aspecto zarrapastroso que se afanaban en descargar herramientas, maderas y bidones.
—¿Quiénes son? —quiso saber a la hora del desayuno.
—Comunistas españoles —le aclaró la Baronesa—. Se ocuparán de las reparaciones. Debéis tratarlos con respeto, pero procurad mantener el menor contacto posible. La mayoría llevan años sin ver una mujer.
Dos horas más tarde el caserón se llenaba de ruidos.
A media tarde golpearon a la puerta del dormitorio de Erika Simon, y cuando ésta acudió a abrir fue para enfrentarse a un famélico hombrecillo que se limitó a indicar con gestos inequívocos que necesitaba observar el estado del techo y las paredes.
Le franqueó la entrada, el recién llegado lo estudió todo a su alrededor con especial detenimiento, y al poco desapareció para regresar seguido de un compañero que cargaba un pesado saco.
El hombrecillo cerró la puerta a sus espaldas, y el momento en que la muchacha abrió la boca con intención de protestar, el segundo hombre depositó el saco en el suelo y alzó el rostro para musitar en voz baja.
—¡Tranquila! Soy yo.
—¡Bruno! —se asombró—. ¿Qué haces aquí?
—¡Ya lo ves…! Chapuzas.
—Pero ¿es que te has vuelto loco? ¿Qué‚ pasará si te descubren?
—Que no saldré‚ vivo, pero no te preocupes. En apariencia no soy más que un prisionero político. —La tomó del brazo y la condujo hasta el rincón más apartado de la estancia—. Escucha con atención —pidió—: He hecho colocar un andamio justo delante de tu terraza. A medianoche, en cuanto corten la luz, baja por él y espérame entre los camiones que han quedado aparcados allá abajo. Aquí no podemos hablar tranquilos.
Cuando no había invitados especiales en la casa, a medianoche se paraban los generadores de electricidad y debido a ello los alrededores tan sólo quedaban iluminados por media docena de tristes farolas de petróleo por lo que a la muchacha no le costó un excesivo esfuerzo pasar desapercibida a la hora de descender por un improvisado andamio que había sido levantado con la aparente intención de reparar los muros exteriores.
El hombrecillo escuchimizado le salió al paso con el fin de conducirla sigilosamente hasta la cerrada cabina del mayor de los camiones, en la que le aguarda un sonriente Capitán Akab que se apresuró a besarle en la mejilla al tiempo que le retenía las manos con afecto.
—¿Cómo te encuentras? —fue lo primero que quiso saber.
—Ahora bien, pero han sido cuatro meses horribles.
—¡Lo imagino! Para nosotros también ha sido muy duro. Bachelor ha muerto.
—¡Lo siento! Era un buen hombre y un auténtico patriota.
—Pero por si con ello no bastara, Queequeg ha sido deportado y ya no podemos volver a las montañas.
—Me lo imaginé en cuanto vi cómo se deslizaba la tierra allá arriba… ¡Dios! —exclamó—. Hubo un momento en que llegué a pensar que el viento y el mar se llevarían la casa. ¿Qué vamos a hacer ahora?
—Buscar la manera de estar en contacto de forma periódica. Te he traído una radio, pero tan sólo podrás utilizarla en casos extremos. ¿Has conseguido averiguar algo sobre el Barracuda?
—No demasiado —fue la sincera respuesta—. Evidentemente existe, pero por aquí aún no ha aparecido ni tengo muy claro que algún día aparezca. Cuentan maravillas de él, pero no conozco a nadie que lo haya visto.
—Nuestra gente lo ha visto —puntualizó Bruno Alvarado—. Hace dos semanas un hidroavión catapultado desde un crucero lo localizó a setenta millas al norte de las Azores cuando navegaba justo bajo la superficie. En principio dudó de que fuera un submarino, dado el tamaño y la velocidad a la que se desplazaba, pero al poco se sumergió por completo y ya no le cupo duda. Tenía unos ciento treinta metros de eslora por más de veinte de manga, y con semejantes dimensiones no puede ser más que nuestra famosa Ballena Blanca.
—Pues si lo es puedo decirte que cuenta con unos motores gigantescos que se fabrican en Hamburgo. Según dicen su combustible es revolucionario, aunque aún no he podido averiguar de qué se trata.
—¡Buen trabajo! ¿Algo más?
—O mucho me equivoco, o le han dotado de un dispositivo que impide que se le detecte por medio del asdic.
—¡No es posible!
—Es lo que he oído.
—¿Estás segura?
—Todo lo que se puede estar en estos casos.
—¿Y en qué principios se basa ese dispositivo?
—No tengo ni la menor idea. Ningún oficial que yo conozca, la tiene.
—¡Mierda! ¿Te das cuenta de lo que significa algo así?
—¡Naturalmente! Un submarino al que no se le puede detectar constituye un peligro incluso para los más poderosos buques de la flota.
—¡Tú lo has dicho! Ni los acorazados estarán a salvo de sus ataques. Ahora empiezo a entender ciertas cosas…
—Se diría que el Capitán Akab se detenía a reflexionar sobre algo que había acudido de improviso a su mente, —y tras lanzar un nuevo reniego, añadió—: La noche del viernes pasado un convoy fue bombardeado desde el aire en un punto al sur de Terranova al que de ninguna manera podían llegar los aviones enemigos. Tampoco había buques de superficie cerca, y los destructores barrieron exhaustivamente la zona hasta cerciorarse de que no se enfrentaban a algún tipo de submarino que pudiera lanzar bombas voladoras.
—¿Bombas voladoras? —se sorprendió Erika Simon—. Nunca he oído hablar de bombas voladoras.
—Tampoco nosotros, pero un reciente informe de los servicios secretos señala que en Peenemunde se están realizando experimentos con enormes cohetes que de momento no tienen demasiado alcance pero que si se perfeccionan podrían llegar hasta las costas de Inglaterra.
—¡Dios bendito!
—¿Te lo imaginas? Inglaterra bombardeada por aviones sin piloto. ¡Sería una auténtica catástrofe!
—¿Y temes que el Barracuda pueda estar armado con ese tipo de bombas voladoras?
—Prefiero no creerlo, pero si en verdad lo han provisto de los más modernos adelantos de la tecnología, tal vez cuente con ellas. Su alcance aún debe ser limitado, pero lo suficientemente amplio como para hundir barcos a diez o doce millas de distancia.
—Según eso, estaría en disposición de aproximarse de noche a las ciudades costeras con el fin de bombardearlas en la más absoluta impunidad.
—Me temo que sí, pero no creo que sea el momento de disparar la alarma… ¡Dios! ¡Lo que daría por echarle un vistazo a ese barco!
—Pues a mí lo que más me gustaría es saber quién lo manda —puntualizó la muchacha—. Es algo que nadie tiene muy claro.
—¿Y eso? —Por lo visto los mejores comandantes han muerto o están presos en Inglaterra, y como conozco bien a mis compatriotas dudo que se hayan saltado el escalafón otorgándole a un novato el mando de una nave de semejantes características. Convendría repasar la lista de submarinos supuestamente en activo y comprobar cuál de ellos no está operativo. Quien figure como comandante debe ser quien en realidad esté al frente del Barracuda.
—Veo que empiezas a tener mentalidad de espía… —comentó su interlocutor con una leve sonrisa.
—Es un oficio que o se aprende con rapidez o no te queda tiempo para aprenderlo.
—Pondremos a nuestra gente a trabajar en ello, aunque no va a resultar tarea fácil porque a decir verdad ni siquiera sabemos cuántos de esos malditos U-Boot se encuentran actualmente en servicio.
—Hay algo que no consigo explicarme… —puntualizó la muchacha tras un corto silencio—. ¿Cómo es posible que si el Tratado de Versalles prohibía expresamente a Alemania poseer submarinos, al mes de que Hitler denunciara el Tratado disponía ya de tres de ellos y de centenares de tripulantes perfectamente entrenados?
—Porque el Tratado impedía a la marina alemana poseer submarinos, pero no prohibía a sus astilleros fabricarlos con destino a otras naciones. Sobornaron a políticos con el fin de conseguir un contrato para construir dos barcos; uno con destino a Finlandia y otro a Turquía, pero tardaron años en entregarlos utilizándolos para entrenar tripulaciones. Luego comenzaron a trabajar en secreto y el día que Hitler denunció el Tratado, tenían ya esos tres a punto de ser botados.
—¿Y vuestro gobierno no hizo nada?
—El idiota. Por desgracia nuestro gobierno estuvo haciendo el idiota durante años. De lo contrario no nos encontraríamos ahora en esta situación. —Le apretó con más fuerza la mano—. Y ahora es mejor que regreses. —Le aconsejó—. Vuelve dentro de una semana a esta misma hora, y tal vez se me haya ocurrido una forma de que podamos estar en contacto sin ponerte en peligro.
Los días que siguieron fueron de continua agitación en la casa, con idas y venidas de improvisados obreros que se esforzaban cuanto podían a la hora de reparar los desperfectos que habían causado el largo temporal, por lo que Erika Simon aprovechaba el tiempo para pescar o dar largos paseos por la playa, lo más lejos posible del ruido y el polvo, disfrutando de un tiempo casi veraniego que parecía querer compensar por los fríos, las lluvias y las barrabasadas de los meses anteriores.
En algunas de tales salidas rumbo a la lejana ensenada solía distinguir a lo lejos a Bruno Alvarado al tiempo que se veía obligada a aceptar resignadamente los silbidos de admiración y los piropos que de tanto en tanto le lanzaban unos «hambrientos» prisioneros para los que aquel ramillete de bellezas constituía una continua fuente de comentarios y excitación.
A la semana siguiente volvió al camión a la misma hora, y el Capitán Akab la recibió más sonriente que nunca.
—Creo que he encontrado una solución para estar en contacto sin problemas —fue lo primero que dijo.
—¿Y es?
—La caña que habla.
—¿La qué? —se sorprendió ella.
—La caña que habla —insistió el otro.
—Y eso ¿qué diablos significa?
—Es una expresión que empleaban los indígenas americanos durante los años de la conquista. Cuando los españoles tenían que enviar un mensaje de un lugar a otro, lo encerraban en el interior de una caña que taponaban con lacre por ambos extremos para que el pergamino no se mojara al cruzar los ríos o a causa de la lluvia. Por ese motivo, los mensajeros indígenas se asombraban al descubrir cómo el destinatario extraía el pergamino, lo leía y podía saber exactamente qué era lo que había querido decirle el remitente. De ahí que acabaran llamando a esa forma de transmitir información la caña que habla.
—Y eso ¿qué tiene que ver con nosotros?
—Que me he dado cuenta que algunos días, cuando vas a pescar a la ensenada del norte, llevas una caña, mientras que otras veces la dejas allí.
—Únicamente la dejo cuando he pescado mucho, por lo que regreso demasiado cargada.
—Exacto, y por eso mismo nadie sospechará. Lo que tienes que hacer es abrir por abajo la caña, introducir el mensaje, cerrar el hueco con cera y dejar la caña allí los días en que el mar esté en calma. Por la noche enviaré una barca que recogerá la información y te dejará instrucciones.
—Parece una buena idea.
—Es una buena idea —recalcó su interlocutor con una amplia sonrisa—. Y además es mía.
—Modestamente.
—Modestamente —aceptó el otro—. Pero lo que tienes que tener muy presente es que no hay que correr riesgos, y por lo tanto no debes dejar la caña hasta estar segura de que has descubierto algo verdaderamente, importante sobre el Barracuda.
—¿Y si descubro alguna otra cosa que considere que pueda serte de utilidad?
—¡Olvídalo! —insistió el Capitán Akab—. En la situación actual debemos limitamos a la operación que nos encomendaron. El resto no depende en absoluto de nosotros.