Con la marcha de los oficiales del U-214 y el regreso del Capitán Spee, la vida en el caserón volvió a la normalidad, o más bien a la monotonía de largos paseos por la playa, baños en el mar, pacientes jornadas de pesca, e interminables veladas en las que no podía evitarse hacer mención a los terribles acontecimientos que se estaban sucediendo allá en Europa.

La guerra seguía su curso y la Baronesa había colocado en el salón una enorme pizarra en la que iba anotando casi día por día las victorias que según radio Berlín se apuntaba la activa y valiente flota de submarinos alemanes.

La «campaña» de 1942 no estaba resultando tan fabulosamente rentable como la del año anterior en la que «las manadas de lobos grises» del almirante Doenitz habían causado auténticos estragos entre las naves enemigas, pero aun así las cifras debían considerarse ciertamente satisfactorias, y se podría asegurar que casi impresionantes.

En julio se habían hundido 96 barcos, en agosto 108, en septiembre 98 y en octubre 94, por lo que la suma total del año se cerraría con 1160 barcos «fuera de servicio», lo que significaba que más de seis millones de toneladas habían ido a parar al fondo del mar, con un costo en vidas humanas difícilmente calculable.

Abandonada ya de forma definitiva la Operación León Marino que contemplaba la posible invasión de las islas británicas por parte del ejército alemán, en Berlín comenzaban a replantearse seriamente el papel que estaban jugando los submarinos en el escenario global de la guerra, y a ello contribuía en gran medida el hecho de que las simpatías personales del Führer se iban distanciando cada vez más del antaño todopoderoso almirante Raeder, para aproximarse de forma evidente a las arriesgadas teorías y la decidida personalidad del almirante Doenitz.

Naves más grandes y mejor equipadas comenzaron a construirse en los astilleros de Bremen o Hamburgo, y nuevas y entusiastas tripulaciones se entrenaban a conciencia deseosas de emular en el mar las portentosas hazañas que los tanques y la infantería estaban logrando en tierra.

No obstante, y cuando más esperanzador parecía presentarse el futuro para la revitalizada flota de los U-Boot, comenzaron las terribles tempestades de otoño, que aquel nefasto año de triste memoria para los hombres de la mar se prolongaron hasta mucho más allá de las Navidades.

Nunca, que se tuviera memoria, el océano Atlántico había sufrido tal cúmulo de feroces e interminables galernas, cada una de ellas más furibunda y destructiva que la anterior.

Vientos huracanados alzaban gigantescas olas que destrozaban cuanto encontraban en su camino, por lo que cuando los frágiles submarinos emergían con el fin de renovar el aire y recargar baterías, a través de la angosta escotilla en lugar de aire fresco penetraban trombas de espuma y agua, al tiempo que los serviolas de la torreta se veían obligados a amarrarse a la cubierta para no ir a parar al mar en cuestión de minutos.

Como hojas secas en mitad de la corriente de un raudal, las naves —todas las naves y cualquiera que fuera su tonelaje— bailaban y se estremecían de punta a punta, de tal forma que fueron los elementos los que se encargaron de obligar a los contendientes a declarar un momentáneo armisticio, visto que los marinos bastante tenían con intentar preservar sus vidas sin soñar con atacar a un supuesto enemigo por más que lo tuvieran a tiro de piedra.

El «¡Sálvese quien pueda!» derrotó de forma evidente cualquier otra ideología, puesto que resultaba harto evidente que frente a las desatadas fuerzas de la naturaleza nada podría haber hecho ni el más osado comandante.

Uno tras otro, los «tiburones de acero» comenzaron a abandonar un campo de batalla del que las galernas se habían adueñado, y cada Capitán buscó refugio donde buenamente pudo y le alcanzaron las fuerzas, tras llegar a la conclusión de que con semejante estado del mar ninguna vaca lechera estaba en disposición de acudir a reabastecerle.

Las más recónditas ensenadas del Caribe, las desembocaduras del río Congo o el Orinoco, la protección de las costas patagónicas, el abrigo de las Azores o los desolados fiordos nórdicos, cualquier lugar que ofreciera la más mínima oportunidad de protegerse a la espera de que amainara el temporal, se vio invadida por submarinos alemanes.

Y entre tantos lugares tan dispares, el archipiélago canario fue inmediatamente elegido en buena lógica, ya que en él se encontraba enclavado el cómodo y placentero refugio de Fuerteventura, donde podría decirse que todo se encontraba siempre dispuesto a la hora de recibir con los brazos abiertos a unos hombres que llegaban físicamente agotados y moralmente hundidos.

Debido a ello, al poco tiempo se amontonó el trabajo hasta el punto de que Erika Simon perdió la cuenta del número de oficiales que pasaron por el caserón, e incluso del número que pasaron por su cama.

En más de una ocasión incluso coincidieron las tripulaciones de dos submarinos, lo cual venía a complicar terriblemente las cosas, ya que no existían habitaciones individuales disponibles para acomodar a tanto invitado, no había mujeres disponibles para satisfacer a tanto hombre sexualmente necesitado, y casi no quedaban alimentos para saciar a tanta boca hambrienta.

Los efectos de unos vientos huracanados que parecían querer poner al mundo patas arriba repercutía en cada detalle de la convivencia cotidiana, puesto que los pescadores no podían salir a faenar, el barco que normalmente les abastecía de verduras y carne fresca desde Gran Canaria había sufrido un golpe de mar que le había abierto una vía de agua, por lo que se encontraba en dique seco, y en la cercana playa las olas batían con tal furia que resultaba un auténtico suicidio intentar aproximarse a la orilla con la intención de capturar un triste sargo.

Con las altas mareas de septiembre el oleaje amenazó los mismísimos cimientos de la casa mientras el viento arrojaba la arena con tal violencia contra su fachada, que se hizo necesario cerrar a cal y canto puertas y ventanas, sellando las junturas con masilla para que no se filtrara en el interior de las habitaciones.

La elegante y placentera mansión pasó por tanto a convertirse en una especie de agobiante cárcel masificada de la que muy pronto se adueñó la irritabilidad y el nerviosismo.

Los alisios, que cada otoño comenzaban a soplar desde el nordeste, dulces y constantes, y que eran los que transportaban en volandas a los veleros hasta las costas caribeñas, hicieron esta vez su aparición desmelenados y sus aullidos y lamentos —sin tan sólo un minuto de pausa— tenían la virtud de crispar los ánimos y enervar incluso a individuos que por lo general podían considerarse perfectamente equilibrados.

«Viento y luna enloquecen» aseguraba un dicho popular isleño, pero en esta particular ocasión incluso la luna parecía sobrar, puesto que a los impenitentes alisios bastaba con su sola presencia para llevar casi hasta las puertas del manicomio a quienes no encontraban forma alguna de enfrentarse a su fuerza.

A mediados de noviembre Queequeg y Bachelor se vieron literalmente barridos de la cima de una montaña en la que su presencia se había convertido en una pérdida de tiempo, puesto que a su contacto, Herman, le hubiera resultado del todo imposible intentar hacer gimnasia en una azotea en la que a duras penas hubiera conseguido mantenerse en pie.

Días antes, y visto que la pertinaz galerna no presentaba síntomas de tener la más mínima intención de amainar, el Capitán Akab había recomendado una discreta y momentánea retirada del comprometido puesto de observación, pero a decir verdad, y a la vista del inquietante aspecto que ofrecía la ruta de descenso, sus ocupantes se habían planteado muy seriamente que el camino de regreso ofrecía muchísimo más peligro que la permanencia en la cumbre a la espera de un corto período de calma que les permitiese iniciar la andadura.

Por desgracia, el tan ansiado intervalo nunca llegó, sino que, por el contrario, los fuertes vientos rolaron al sudoeste, lo cual venía a significar amenaza de graves inundaciones en una isla en la que el agua siempre había sido considerada el más escaso de los bienes.

Y tal como suele ocurrir cuando las cosas se tuercen, lo que llegó no fue una ansiada y reconfortante lluvia reparadora, sino más bien un auténtico diluvio que se abatió sobre Fuerteventura como un jaguar sobre un conejo abriéndola en canal al primer zarpazo, puesto que no había transcurrido una hora desde que se desencadenó la brutal tromba de agua cuando los siempre secos barrancos comenzaron a rebosar arrastrando piedras y fango, los caminos se volvieron impracticables, y un lodo resbaladizo y traidor se extendió como una capa de grasa sobre las rocas y los caminos.

Sin un solo árbol que protegiera sus laderas, y sin apenas matojos que afirmaran la tierra al suelo, volcanes y montañas se convirtieron en auténticos toboganes, y a la erosión provocada por años de continuos vientos se sumó la erosión provocada por horas y horas de torrenciales aguaceros.

Y eran, por desgracia, aguas sin freno, valiosísimas aguas que no obstante muy pronto acabarían en el cercano océano, puesto que las infraestructuras de una isla tan abandonada de la mano de Dios y de la administración jamás habían contado con medios suficientes como para retenerlas.

Aquel rosario de desmesuradas desgracias quedaría en la memoria de los impresionados lugareños como la más terrorífica experiencia de todo un siglo.

Agua y viento, viento y agua.

Estruendo.

Un cielo negro, un mar embravecido, los diques del puerto hechos añicos, las embarcaciones destrozadas contra las rocas, y un gran número de viviendas inundadas casi hasta los techos.

¡La debacle!

Y allá arriba, a menos de cinco metros del comienzo de un precipicio de setecientos metros de altitud, Queequeg y Bachelor observaban, pálidos y casi paralizados por el terror, cómo el suelo iba cediendo y deslizándose como si la cima de la montaña fuera de cera y se derritiera por efecto de un violento calor interno.

—¿Qué hacemos? —quiso saber el austriaco consideraba al otro su superior en rango—. Esto se viene abajo.

—Largamos antes de nos arrastre.

Iniciaron la marcha, en un principio cargando con la radio y los delicados y costosos catalejos, pero muy pronto llegaron a la conclusión de que necesitaban, no dos, sino ocho manos, si no querían precipitarse por la ladera rebozados en fango.

La lluvia les cegaba.

El viento les empujaba.

El abismo les atraía.

Y el barro parecía volverse cada vez más blando y viscoso hasta el punto de que se veían obligados a introducir en él las manos gasta casi las muñecas si pretendían no resbalar definitivamente.

Allá a lo lejos, bajo las negras nubes y la cortina de agua el océano rugía alzando chorros de espuma contra la costa y amenazando con arrastrar a las profundidades a la inmensa mansión de la lejana playa que semejaba ahora una frágil e insegura casa de muñecas.

Ninguno de los dos hombres hubiera imaginado que la naturaleza pudiera llegar a rebelarse en proporciones tan apocalípticas, ya que jamás, ni en las más famosas tempestades del furibundo mar del Norte, habían oído mencionar siquiera un derroche semejante de energía.

Necesitaron casi dos horas para descender los primeros cien metros, otro tanto para los segundos, y de improviso, cuando creían estar a punto de alcanzar un seguro repecho, el terreno cedió sobre sus cabezas y un alud de fango, agua y piedras se precipitó sobre ellos para arrastrarles hasta el fondo de una angosta barranca.

Bachelor debió llegar ya muerto, aunque si aún no lo estaba la furiosa corriente se encargó de rematarle para llevárselo en volandas para acabar por arrojarle de cabeza al embravecido mar, mientras que por su parte Queequeg conservó las fuerzas suficientes como para aferrarse a una roca, y pese a que se había roto una pierna y dos costillas, consiguió sobrevivir gracias a que se trataba de un auténtico atleta dotado de una increíble fuerza de voluntad y una casi inhumana capacidad de resistencia.

Dos días más tarde, una patrulla del ejército que intentaba evaluar los daños que el inimaginable desastre había causado, tropezó con una especie de estatua de barro que a duras penas podía moverse, y que se limitaba a emitir cortos lamentos.

—Y éste ¿de dónde diablos ha salido?

—Debe ser uno de esos jodidos alemanes de la casa de la playa que se perdió por el camino.

—Alemán, no… —musitó casi imperceptiblemente el herido—. Alemán, no. ¡Inglés!

—¿Qué coño está diciendo?

—Que es inglés.

—¿Inglés…? —se asombró un agotado sargento que estaba más que harto de recorrer durante horas un fangoso terreno en el que las botas se le hundían hasta los tobillos—. ¿Y qué hacemos con él?

—Los alemanes tienen un puesto de vigilancia a un par de kilómetros de aquí… Que se ocupen ellos.

—Alemanes, no… —insistió de nuevo el herido con evidente angustia—. Alemanes, no.

—¡Anda, carallo…! —exclamó soltando una carcajada el hastiado sargento, que era de Vigo—. Éste debe ser uno de esos espías que andan correteando por la isla, y por lo visto imagina que si lo entregamos a los nazis lo van a convertir en salchichas… ¿Qué hacemos?

—Es usted quien manda, mi sargento.

—Sí, pero a mi este problema me queda grande. Corre al pueblo, llama al cuartel y que los mandos decidan.

Cuando el teniente Fonseca penetró en el despacho del comandante Arencibia con el fin de ponerle al corriente de lo que había descubierto la patrulla, su superior dedicó largos minutos a reflexionar con una apagada colilla de cigarrillo entre los labios, y por último señaló con imperturbable calma:

—¡Entendido! Envíe una ambulancia y que traigan cuanto antes a ese pobre náufrago. Avisaré al cónsul inglés en Las Palmas para que se hagan cargo de él.

—¿Náufrago? —se asombro el teniente—. ¿De qué náufrago habla? Ese tipo no puede ser un náufrago, puesto que se lo han encontrado en mitad de la isla.

—¿Y dónde quería que lo encontraran? —fue la un tanto humorística y más bien descarada respuesta—. ¿Bañándose en la playa? Si yo hubiera naufragado por culpa de esa jodida tormenta no hubiera parado de correr tierra adentro hasta caerme de bruces a un barranco. —Hizo una corta pausa y chasqueó la lengua al tiempo que asentía con la cabeza al añadir—: Estoy convencido de que eso fue lo que le debió ocurrir a ese infeliz: su barco se estrelló contra la costa en mitad de la noche, corrió sin rumbo huyendo de las olas y se perdió.

—¡Pero, mi comandante…!

—¡Pero, Fonseca…!

—¿Quiere decir que…?

—Que aprenda a no meterse donde no le llaman. —Buscó una cerilla para prenderle fuego a su cigarrillo antes de puntualizar—: Se supone que «oficialmente» ningún ciudadano inglés vive hoy por hoy en la isla, y por lo tanto, si uno aparece de repente, tiene que ser porque llegó a nuestras costas de forma inesperada y contra su voluntad. ¿Ha quedado claro?

—Como el agua.

—Pues no le busque tres pies al gato y tráigame a ese tipo.

Cuando el herido se encontró en la enfermería del cuartel, el comandante Arencibia acudió a visitarle, le observó un largo rato y al fin señaló:

—La verdad es que está hecho una mierda… ¿Habla usted mi idioma?

—Un poco.

—Bien… ¿Cómo se llamaba su barco?

—¿Mi barco? —se sorprendió el otro.

—Sí, hombre… ¡No me haga perder tiempo! El mercante que naufragó y de cuya tripulación formaba parte… —Hizo una significativa pausa para añadir con marcada intención—. Porque supongo que no existe ninguna otra razón para que se encuentre indocumentado en Fuerteventura… ¿O me equivoco?

Queequeg meditó unos instantes, observó a su interlocutor como si tratara de averiguar sus verdaderas intenciones, y por último musito:

—Mi barco se llamaba Pequod.

—¿Pequod? —repitió el comandante Arencibia un tanto perplejo—. ¿Seguro que se llamaba Pequod?

—Seguro.

—¡Diablos! ¿Y a mí que me suena ese nombre? ¡Pequod…! ¡Pequod! —musitó como para sí mismo un tanto perplejo—. ¡A ver si va a resultar que la historia es cierta! ¿Necesita algo?

—Que avise a mi cónsul. Dígale que Jack Taylor, más conocido por Queequeg, está a salvo, pero que el resto de la tripulación del Pequod se ha perdido.

—¡Queequeg! También me suena ese nombre pero no sé de qué. ¡Maldita memoria! Me debo estar haciendo viejo. ¡Bien! En cuanto se restablezcan las líneas telefónicas con Gran Canaria me pondré en contacto con el cónsul.

Hizo ademán de encaminarse a la puerta, pero el herido le interrumpió con un gesto.

—Gracias por lo que hace por mí.

—No hay de qué. Es mi obligación.

—Mi gobierno se lo tendrá muy en cuenta.

El comandante Arencibia le dirigió una furibunda mirada con la que parecía pretender fulminarle.

—A mí su gobierno me toca los cojones —replicó—. Así que quédese calladito que está usted mucho más guapo.

Regresó a su despacho rumiando aquellas dos palabras, «Pequod» y «Queequeg», que le daban vueltas en la cabeza, y aunque pronto llegó a la conclusión de que constituían sin lugar a dudas parte de algún tipo de clave con la que el herido pretendía transmitir un mensaje, hizo todo lo posible por localizar al cónsul inglés, cosa que no consiguió hasta tres días más tarde.

Bruno Alvarado tardó por tanto casi una semana en tener conocimiento de que había perdido a uno de sus hombres y el puesto de observación, lo cual no le sorprendió gran cosa, ya que tenía muy claro que nadie hubiera conseguido resistir mucho tiempo en la cima de aquella desolada montaña.

El temporal continuaba azotando a las islas y en realidad a la totalidad del océano Atlántico, y las amargas noticias que le llegaban a través de la radio y que no hablaban de los horrores de la guerra en Europa, no hacían referencia más que a inundaciones y naufragios, puesto que al parecer la naturaleza había decidido sumarse de buen grado y con auténtico entusiasmo a la mayor de las contiendas que habían conocido los siglos.

Prácticamente incomunicado por mar y por aire, abatido y desmoralizado por el cariz que estaban tomando los acontecimientos y consciente de que ya no podía enviar a más gente a vigilar una casa a la que por otro lado resultaba estúpido vigilar en semejantes circunstancias, a punto estuvo de dar por definitivamente cancelada la Operación Moby Dick, puesto que había perdido toda posibilidad de ponerse en contacto con Erika Simon que era el eje sobre el que giraba todo su plan de acción y sus esperanzas de éxito.

—¡Tómatelo con calma! —fue el sesudo consejo de Justo Marrero—. Este puto viento amainará, lucirá el sol y encontraremos la manera de que esa chica nos cuente lo que ha conseguido averiguar. La jodida guerra va para largo.

—¡Pero es que todo mi plan se ha venido abajo, y nunca mejor dicho! —protestó el otro visiblemente desalentado—. Hemos perdido los catalejos, la radio y a los dos únicos hombres que pueden descifrar lo que Herman nos quisiera decir, porque de lo que estoy convencido es de que a Queequeg no le van a permitir quedarse en la isla.

—¡De acuerdo! —admitió paciente el lanzaroteño—. La cosa está chunga, pero jamás se ha ganado una partida rompiendo la baraja antes de tiempo. Pensemos y tal vez se nos ocurra algo, porque lo que resulta evidente, es que hasta que cambie el tiempo nadie va a mover el culo del asiento.

Razón tenía, puesto que aunque el viento había rolado de nuevo al nordeste con lo que las torrenciales lluvias comenzaron a remitir y la isla dejó de constituir un fangal intransitable, los alisios no parecían haber perdido un ápice de su fuerza, y bastaba con asomarse a cualquier ventana que no estuviera a sotavento para arriesgarse a que le arrancaran hasta las cejas.

La obligada estancia en la mansión de la playa se volvía por lo tanto cada vez más insufrible, puesto que a pesar de tratarse de una construcción sólida y edificada a conciencia, evidentemente no había sido pensada para soportar durante tanto tiempo semejante diluvio, por lo que el agua que había penetrado por todos los resquicios había dejado como recuerdo una irritante humedad que cubría de moho verdoso suelos, techos y paredes.

Las maderas se habían hinchado, motivo por el que la mayoría de las puertas y ventanas no encajaban, al punto de que se hacía necesario clavarlas o apuntalarlas con el fin de evitar que de pronto se abrieran de par en par permitiendo que un viento aullador se adueñara de las estancias.

Y llegaron las gripes.

Agobiantes gripes o molestos resfriados que obligaban a toser y moquear con los ojos llorosos y la cabeza cargada, se apoderaron de hombres y mujeres, sin respetar edad ni rango, y hacinados como se encontraban dentro de un recinto en exceso limitado, cada enfermo contagiaba al vecino, que contagiaba a otro para que éste a su vez le devolviera el «regalo» al primero, en una especie de interminable y desesperante cadena de la que no parecía existir forma humana de librarse.

En plena posguerra española, aislada del resto del mundo y poco habituada a semejantes epidemias, Fuerteventura pareció caer en manos de un virus maligno contra el que no existían, en las dos únicas, viejas y destartaladas farmacias de la isla, suficientes reservas de medicamentos.

Tantos eran los enfermos, que las autoridades decidieron poner en momentánea libertad al doctor Arriaga con el fin de que echara una mano allí donde hiciera falta.

Resultaba evidente que los cañones no retumbaban sobre la isla, ni los tanques avanzaban por sus caminos, pero no obstante el panorama resultaba en cierto modo tan desolador como pudiera encontrarse tras la más terrible de las batallas.

Erika Simon sufría en propia carne los estragos de la enfermedad y las incomodidades, y a ello se unía el hecho de abrigar la absoluta seguridad de que tales sacrificios constituían un empeño inútil, puesto que había sido testigo de los peligrosos corrimientos de tierra allá en lo alto, por lo que abrigaba la absoluta certeza de que no había quedado nadie en las montañas que pudiera interpretar sus mensajes.

El malestar y el desánimo se hicieron tan habituales, que tanto Ursula como la Baronesa se sumieron en un profundo estado de depresión, la primera por el hecho de haber quedado embarazada, y la segunda por la simple razón de comprender que su muy bien pensada y realizada labor se venía abajo por culpa de una ininterrumpida serie de galernas que amenazaban con no terminar nunca.

Tantas fueron, tan violentas, extensas y generalizadas, que algunos de los submarinos de menor tonelaje que se habían visto obligados a buscar refugio en los puntos más insospechados de la geografía de una docena larga de países se encontraron al cabo de unos meses ante el hecho evidente de que empezaban a carecer de agua potable, alimentos frescos con los que combatir el escorbuto, y sobre todo de un combustible que les permitiera hacer funcionar los motores con los que recargar unas baterías que resultaban imprescindibles a la hora de permanecer en inmersión.

Sin combustible nada funcionaba a bordo de un U-Boot que tenía que acabar por emerger y quedar expuesto a la vista de todos, blanco perfecto e indefenso a plena luz del día, y en el que —tal como comentara alguien— una estúpida gaviota podría incluso cagarles en la gorra cuando se encontrarán sobre el puente de mando.

Las pesadas vacas lecheras eran reclamadas aquí y allá, pero bajo semejantes condiciones atmosféricas ni siquiera los buques de superficie podían aventurarse en semejante océano.

El almirante Doenitz ordenó acelerar la terminación de dos enormes submarinos-cisterna con el fin de que sirvieran de «madres lobas» alimentando a sus cachorros desperdigados por los cuatro puntos cardinales, pero resultaron ser tan farragosos, y en especial tan lentos, que de escasa ayuda sirvieron en semejantes circunstancias.

Con una velocidad máxima de dieciocho nudos y doce en inmersión, se movían como perezosas marsopas preñadas, y en cuanto ascendían a la superficie resultaban fácilmente localizables por los cada vez más perfeccionados radares enemigos.

Una barriguda ballena metálica alimentando a un tiburón igualmente metálico en mitad de una tormenta, constituían en verdad un blanco demasiado cómodo para los aviones aliados, por lo que muy pronto se llegó a la conclusión de que los costosos submarinos-cisterna deberían reservarse para cuando mejorara el tiempo.

El resultado fue que los capitanes que se encontraban en situación más apurada optaron por la que parecía ser la solución menos dolorosa: abandonar momentáneamente sus naves, sumergiéndolas en aguas tranquilas y poco profundas de donde tal vez conseguirían recuperarlas más adelante.

Muchos años después, concluida ya la contienda, aún se encontraron algunos de esos submarinos —el mayor de ellos al sur de Gran Canaria— allí donde sus tripulaciones tan cuidadosamente los habían depositado.

De tan apocalíptico desastre tan sólo se obtuvieron dos consecuencias positivas: la primera, el hecho evidente de que durante aquel agitado invierno los U-Boot alemanes hundieron muchísimos menos barcos de transporte, con lo que se salvaron infinidad de vidas humanas, y la segunda, la valiosísima información que Erika Simon consiguió ir acumulando.

Por lógica, dos tripulaciones diferentes que se veían obligadas a pasar semanas encerradas en un caserón en el que ni siquiera tenían oportunidad de poner el pie en el umbral de la puerta solían dejar pasar las horas comentando temas referidos a su profesión, compartiendo experiencias, y planteándose pequeños problemas que por sí solos no habían conseguido resolver satisfactoriamente.

Fue así cómo Herman tuvo conocimiento de que el U-133 había experimentado con un nuevo tipo de torpedo acústico —el Zaunkoenig o Reyezuelo— que alcanzaba su blanco con notable precisión guiándose por el ruido que emitían las hélices de las naves enemigas.

Ésta era la primera respuesta de la marina alemana, y en especial de su misterioso Profesor Walter, a los graves problemas que presentaba el armamento básico de sus naves.

Se hacía referencia de igual modo a un barco capaz de navegar siempre sumergido y sin problemas de aire, a nuevos combustibles, y a motores absolutamente silenciosos, pero todo ello parecía envuelto en una especie de nebulosa, ya que ni tan siquiera los más experimentados comandantes tenían una idea muy clara de qué era lo que se ajustaba a la realidad de adelantos técnicos tangibles, y qué era lo que continuaba perteneciendo al fantástico mundo de los rumores.

Y fue por aquellos días, cuando Erika Simon oyó hablar por primera vez a un alemán del Barracuda, aunque, curiosamente, tal palabra no surgió de los labios de un Capitán o un primer oficial, sino de los de un veterano jefe de máquinas que admitía no haber visto nunca el mítico navío pero si los potentísimos y extraños motores que se estaban montando en un astillero de Hamburgo.

Durante una de sus últimas estancias en tierra, casi un año atrás, le habían pedido consejo sobre la conveniencia de utilizar o no un determinado tipo de válvula de regulación de combustible en la que al parecer estaba considerado como la máxima autoridad en la materia.

—Si esos motores llegan a funcionar, cosa de la que no estoy muy seguro, y si no están destinados a un buque de superficie, el submarino que los utilice desplazará por lo menos cuatro mil toneladas, y alcanzará unas velocidades comparables a las de un destructor a toda marcha.

—¡Absurdo…! —comentó de inmediato uno de los comensales—. Todos sabemos que la resistencia que una nave de semejante tamaño encontraría bajo el agua no es en absoluto equiparable a la que encuentra una nave similar en superficie. Esos motores tendrían que ser…

—Incomparablemente más potentes… —le interrumpió su interlocutor al tiempo que hacía un leve gesto de asentimiento—. ¡Lo son! A primera vista, y de motores es de lo único que entiendo, lo son.

—Pero ¿tienes una idea de qué cantidad de gasóleo consumirían unos motores de ese tamaño? ¿Dónde esperan almacenarlo?

—Por lo que pude entender utilizan un nuevo tipo de combustible de extraordinario rendimiento, y que ocupa muy poco espacio.

—¡Fantasías!

—Fantasías o no, lo cierto es que me consta que ese barco ya ha sido botado —intervino un capitán que tenía justa fama de discreto y comedido—. Su segundo oficial estudió conmigo, y he de admitir que es un hombre extraordinariamente brillante. Fue el número uno de nuestra promoción.

—¿Número uno de promoción y tan sólo es segundo oficial a bordo del Barracuda? —se sorprendió otro de los contertulios—. En ese caso ¿quién manda ese barco?

—No tengo ni la más remota idea.

—Es de suponer que sea alguno de los capitanes más veteranos.

—Los capitanes veteranos de auténtica valía tienen mandos que todos conocemos —fue la firme respuesta—. Nombradme a cualquiera de ellos y os diré de memoria el número de su barco.

—En ese caso, tal vez lo mande el mismísimo Profesor Walter —aventuró alguien.

—¡Oh, vamos! ¡Qué tontería dices! Ese tal Walter es científico, no marino, y desde luego el Alto Mando no se arriesgaría a perderlo. Ese navío, si existe, debería estar al mando de Prier o Schepke, pero por desgracia ambos han muerto, mientras que Kretschmer continúa preso en Inglaterra.

—¡Lo mande quien lo mande, el barco existe!

—¿Y dónde está?

—Donde el enemigo no pueda localizarlo. Un prototipo así debe necesitar meses, e incluso años de prueba, y eso es mucho tiempo para mantener un barco oculto.

—Si yo fuera Doenitz lo habría mandado al Pacífico Sur. Allí hay miles de islas entre las que jamás le encontrarían.

—Demasiado lejos. ¿Cómo hacerles llegar ese combustible especial, o una simple pieza de repuesto? ¿O cómo embarcar a los ingenieros que sin duda tendrán que revisarlo a menudo? Yo me inclino por el Báltico, o todo lo más, el Caribe.

—El Báltico se me antoja demasiado peligroso, y en el Caribe te aseguro que no está. Yo lo sabría.

La discusión continuó durante largo rato, puesto que parecía evidente que la existencia o no y el destino final del Barracuda resultaba de suma importancia para aquellos hombres.

La posibilidad de que en un futuro tal vez no muy lejano se encontraran al mando de naves modernas, rápidas, amplias, aireadas y silenciosas constituía una especie de sueño para quienes se veían obligados a enfrentarse día tras día a la muerte apretujados en lo que todos sabían que no eran más que incómodos y malolientes ataúdes metálicos.

Roto el hielo, se volvió en días sucesivos sobre el tema, y Erika Simon se esforzaba por almacenar en su memoria toda la información que obtenía, aun a sabiendas de que, por el momento, de nada le servía puesto que no tenía forma humana de transmitirla.

No quería arriesgarse a tomar notas, consciente de que corría el peligro de ser descubierta, por lo que a menudo se pasaba largas horas sentada en su habitación memorizando aquellos datos técnicos que pudieran serle de utilidad el día de mañana.

Nuevas palabras y confusos términos se agolpaban en su mente, y entre todos ellos sobresalía uno que al parecer debía ser de suma importancia ya que tardó mucho tiempo en conseguir hacerse una clara idea de lo que significaba:

«Schnorchel» era una palabra que iba y venía de los labios de los marinos como si en verdad se tratara de una voz divina o de un bálsamo capaz de curar todas sus heridas y solucionar todos sus problemas.

«Schnorchel».

¿Qué demonios era y para qué diantres servía?

Los oficiales hablaban de él con una mezcla de admiración y escepticismo, pero como ninguna de las muchachas parecía excesivamente interesada en el tema, Herman decidió que debía adoptar idéntica actitud y aguardar a que un comentario aquí y una leve alusión allá, le permitiera hacerse una idea sobre la utilidad de semejante instrumento.

Fueron precisas dos semanas para conseguir acoplar todas las piezas.

Por lo visto el tan traído y llevado Schnorchel, no era en realidad un invento alemán, sino algo que los nazis habían encontrado en un submarino holandés capturado durante los primeros días de la guerra.

Al parecer nadie había prestado especial atención a un extraño aparato que se encontraba aún en fase de experimentación, pero el día que el omnipresente Profesor Walter oyó hablar de él sintió la curiosidad propia de los genios, y tras detenidos análisis llegó a la conclusión de que, perfeccionándolo, se convertiría en la solución que estaba buscando para un gran número de los principales problemas de los U-Boot.

Efectivamente, el Schnorchel era un ingenioso aparato que consistía en un grueso tubo que surgía de la parte superior del submarino y permitía captar a todas horas aire fresco sin necesidad de emerger.

Un conjunto de válvulas inteligentemente diseñadas impedía que se inundase con el oleaje exterior, y de ese modo se conseguía que en el interior de la nave se originase una corriente de aire de la superficie, lo que permitía que la tripulación pudiera respirar a pleno pulmón.

Al propio tiempo, y como la parte emergente era muchísimo más pequeña que una torreta normal, las dificultades para la localización del submarino, tanto a simple vista como por los radares enemigos, aumentaban de forma harto notable, lo cual contribuía a su seguridad.

El radar, que en los primeros días de la guerra estaba considerado como un instrumento de localización inglés harto engorroso y poco fiable, se había ido perfeccionando de modo notable a medida que disminuía la longitud de onda de sus emisiones y el tamaño de las parábolas receptoras, lo cual traía aparejado que, en los últimos tiempos muchos aviones británicos de lucha antisubmarina contaran con ellos, lo cual les permitía localizar las altas torretas de los U-Boot para poder hundirlos con desconcertante facilidad.

No obstante, la señal que devolvía un Schnorchel solía confundirse con la de un pequeño objeto a la deriva, lo cual hacía que con excesiva frecuencia los aviones ingleses desperdiciaran sus cargas de profundidad arrojándolas sobre objetivos carentes de todo valor estratégico.

Las esperanzas de los submarinistas alemanes se centraban por tanto en el hecho de que su tan admirado Profesor Walter fuera capaz de perfeccionar lo más rápidamente posible el dichoso aparatito para que fuese adaptado a la práctica totalidad de la flota.

No obstante, nada podría hacerse hasta que los temporales amainasen y las naves estuvieran en condiciones de iniciar el regreso a sus lugares de origen.

Entretanto, lo único que quedaba por hacer era seguir soñando con aquel fantástico y casi mítico barco, el Barracuda que acabaría por convertirles en auténticos dueños de un océano que se mostraba tan sorprendentemente hostil y despiadado.