El comandante Vicente Arencibia atravesó sin prisas el amplio patio central del cuartel devolviendo marciales saludos a diestro y siniestro, penetró en su despacho, y no pudo evitar abrir los ojos con un exagerado gesto de terror al observar la actitud de su asistente.

—Pero ¿qué haces, insensato? —aulló.

El pobre recluta se quedó de piedra y casi comenzó a temblar a resultas de la brusca impresión.

—¡Ya lo ve, mi comandante! Limpiando sus medallas. Están todas rumbrientas.

—Pero ¿cómo se te ocurre? —inquirió el militar quitándoselas de las manos—. ¿Es qué te has vuelto loco? ¡Deja esas medallas donde estaban!

—¿Tan sucias?

El recién llegado asintió convencido:

—Sucias y herrumbrosas. Así deben estar siempre las medallas, puesto que cuanto más mugrientas se vean, más lejos quedarán los días en que se concedieron. La guerra acabó, y a las condecoraciones como a los muertos, hay que dejarlas en paz no sea que despierten y se les antoje tener compañía. —Sacudió la mano con un significativo ademán—. ¡Anda, lárgate y que no se te vuelva a ocurrir tocarlas!

El atribulado mozo de reemplazo abandonó el despacho blanco y desencajado, y el comandante Arencibia se limitó a tomar asiento, colocar los pies sobre la mesa y desplegar el periódico que traía bajo el brazo.

Apenas dedicó una distraída ojeada a las noticias de primera plana que hablaban del desarrollo de la contienda europea, y se disponía a enfrascarse en las páginas deportivas, cuando se escucharon repetidos golpes en la puerta y una inconfundible voz de bajo profundo resonó al otro lado:

—¿Da usted su permiso, mi comandante?

—¡Pase, Fonseca, pase! —señaló—. ¿Qué diablos ocurre ahora?

El teniente Fonseca hizo su entrada, se cuadró rígidamente, y en posición de firmes, señaló:

—Malas noticias, mi comandante… Los ingleses han desembarcado en la isla.

Su superior le observó perplejo, cerró el diario, bajó los pies de la mesa y por unos instantes pareció absolutamente estupefacto.

—¿Qué los ingleses han desembarcado en la isla? —repitió—. ¿Cuándo?

—Eso aún no lo sé, señor.

—¿Cómo que no lo sabe? ¿Por dónde han desembarcado?

—¡Tampoco lo sé, señor!

—¿Tampoco? ¡Pues sí que estamos buenos! —se asombró el militar—. ¿Y cuántos son?

—No tengo ni idea, señor.

El comandante Vicente Arencibia sacudió repetidas veces la cabeza como si le costara admitir lo que estaba oyendo, lanzó una mirada al soleado patio en el que la tropa hacía instrucción, y por último lanzó un sonoro bufido antes de tronar:

—Pero ¿qué coño me está contando, Fonseca? Me da un susto de muerte asegurando que los ingleses han desembarcado en Fuerteventura, y resulta que no tiene ni puñetera idea de cuándo, ni dónde, ni cómo, ni cuántos… ¡Pues si que tiene usted un buen servicio de información! ¿Está seguro que no hay ningún inglés debajo de la mesa?

—Lo siento, mi comandante, pero he pensado que lo mejor era comunicárselo cuanto antes. He recibido la información por parte de un prisionero del campo de concentración. Por lo visto un grupo de infiltrados ingleses se están dedicando a espiar a los alemanes.

—¿Y eso es todo?

—¿Le parece poco? —se asombró el otro.

—¡Me parece nada…! —fue la respuesta—. ¿Qué esperaba? La isla está llena de alemanes a los que nuestros superiores nos han ordenado no molestar. Acato las órdenes, pero considero lógico que los ingleses, que por si no lo sabía andan enfrascados con los alemanes en una guerra de tres pares de cojones, intenten averiguar qué coño están haciendo… ¿O no?

Se podría asegurar que al siempre estirado y marcial teniente Miguel Ángel Fonseca se le hubieran escapado volando todas las palabras y todas las ideas puesto que se quedó muy quieto, observando como si no lo viera a su superior, y al cabo de un rato que pareció infinitamente largo, balbuceó apenas:

—¿Y no vamos a hacer nada?

—¿Como qué?

—Como investigar a esos ingleses. Al fin y al cabo, se supone que somos un servicio de información y contraespionaje. Al menos yo.

—De acuerdo… —fue la paciente respuesta—. Pero confiéseme una cosa, Fonseca… ¿Habla usted inglés?

—Sabe muy bien que no, mi comandante. Si acaso, cuatro o cinco palabras.

—¿Y alemán?

—Menos aún.

—¿Y cómo piensa dedicarse al contraespionaje en un conflicto entre ingleses y alemanes sin saber sus idiomas? Cuando crea que tiene delante la fórmula de un nuevo explosivo, quizá lo que le hayan dado sea la receta de esa porquería de col agria, que les gusta comer… —El cazurro militar observó de arriba abajo al mohíno subordinado y por último inquirió con manifiesta intención—: ¿De qué va usted vestido, Fonseca?

—De uniforme, mi comandante.

—¡Exactamente! Usted y yo somos militares; hombres de uniforme. Eso quiere decir que en cuanto vea a un inglés un alemán o un chino correteando por la isla vestido de uniforme, me avisa y le echamos a tiros. En ese momento estaremos en guerra. Pero mientras tanto, mientras anden por ahí de paisano y jugando a espías, el problema no es nuestro, sino de la policía.

—En ese caso ¿Cree que es mejor que ponga sobre aviso al comisario?

—Ése es su problema. No el mío.

El tono en que lo dijo, más que las palabras en sí, obligaron al teniente a observar con detenimiento a alguien a quien creía conocer bien, pero que casi siempre acababa desconcertándole.

—¿Qué ha querido decir con eso?

—Lo que he dicho.

—Pero hay algo más. A mí no me engaña.

—Nunca he tratado de engañarle, Fonseca. Como su comandante, le he dicho lo que tenía que decir. Ahora si quiere que le hable como amigo, la cosa es muy diferente.

—Me gustaría que lo hiciera.

—Eso ya está mejor. Como amigo le diré que me parece injusto que en Tefía continúe habiendo prisioneros políticos y condenados a muerte. Nuestra guerra acabó, y esos forzados trabajando para los alemanes no hacen más que mantener vivo el episodio más doloroso y triste de nuestra historia. Lo que debíamos hacer es olvidar y reconciliamos, no permitir que nuestros compatriotas construyan pistas de aterrizaje para los nazis. Unos ganamos y otros perdieron, y se acabó. ¡Borrón y cuenta nueva! —Lanzó un hondo suspiro de resignación—. Pero no ha sido así, y ahora asistimos a otra guerra de la que deberíamos mantenemos al margen. —Se puso en pie y se volvió a observar por la ventana para añadir sin ni siquiera mirar a su interlocutor—: Usted es un militar que cumplió con su deber cuando tuvo que hacerlo. Ahora, el tema debe quedar en manos de los políticos.

—¿Pretende decir con eso que debo hacer como si no me hubiera enterado de nada?

—Pretendo decir que, a mi modo de ver, si por la isla pululan manadas de espías, debe ser la policía la que tome cartas en el asunto. Para eso le pagan, y desde luego, mucho mejor que a nosotros. —Ahora sí que se volvió a mirarle—. Yo siempre he respetado aquel dicho de «zapatero a tus zapatos».

El teniente Fonseca meditó largo rato en cuanto acababa de oír, frunció el ceño y por último hizo un leve gesto de asentimiento para señalar con su grave voz de siempre:

—Es usted el militar más raro con que me he tropezado a todo lo largo de mi carrera, pero lo cierto es que le admiro y le respeto. Creo que una vez más tiene razón y nadie nos ha dado vela en este entierro. ¿Qué hacemos con ese prisionero?

—Limítese a comentarle que como sus compañeros se enteren de que se ha ido de la lengua, lo puede pasar muy mal. Los traidores a cualquier causa, sea ésta la que sea, nunca merecen respeto ni consideración.

Cuando su subordinado hubo abandonado el despacho, el comandante Vicente Arencibia se limitó a tomar de nuevo asiento, colocar los pies sobre la mesa y enfrascarse una vez más en la lectura de las páginas deportivas del diario, Pero pese a que intentó concentrarse en lo que en él se decía, su mente no pudo por menos que regresar a la extraña conversación que acababa de mantener.

No necesitaba que el siempre activo teniente Fonseca viniera a advertírselo para saber a ciencia cierta que desde hacía ya demasiado tiempo la isla se había convertido en un auténtico criadero de agentes enemigos, pero siempre había tenido muy claro que se trataba de enemigos entre sí, no enemigos de su país.

—Él era militar de carrera y el Glorioso Alzamiento encabezado por el general Franco le había sorprendido en territorio nacional, por lo que nunca supo hasta qué punto la sublevación militar era justa o injusta, ni tenía plena conciencia sobre cuáles eran sus auténticas simpatías hacia una u otra ideología. Hubiera dado un brazo por ahorrarse el mal trago de tener que disparar contra su propia gente pero lo cierto es que no se sintió con fuerzas como para pasarse al bando contrario, donde, de igual modo, tendría que haber disparado contra otros españoles.

Como desertar huyendo al extranjero hubiera significado el deshonor y la ruina para su numerosísima familia, aceptó de mala gana desempeñar el papel que le había tocado interpretar en tan triste drama, limitándose a cumplirlo de la forma más eficaz y aséptica posible.

El resultado había sido que, mientras sus más fanáticos compañeros de promoción ascendían con rapidez alcanzando el generalato gracias a sus derroches de entusiasmo por la causa fascista, él se había visto relegado al mando de un regimiento de tercera categoría en el más lejano rincón del territorio nacional.

Pero no lo lamentaba.

Se sentía a gusto en Fuerteventura por el mero hecho de que se sentía a gusto consigo mismo, y sabía muy bien que no hubiera vivido de igual modo a gusto en un lujoso despacho del Ministerio del Ejército, puesto que eso significaría que no se encontraba a gusto consigo mismo.

Su mujer, ¡santa mujer!, entendía su forma de pensar y la aceptaba.

Al fin y al cabo, en los difíciles años de hambre canina de la posguerra, más valía ser cabeza de ratón en Fuerteventura, que cola de león en Madrid.

Cada mañana aparecía un sargento con un hermoso mero o una corvina, y como los lugareños habían acabado por aceptar que el comandante militar era un hombre justo y comprensivo, jamás le faltaba leche de cabra para los niños, cerdos, gallinas y sacos de tomates y cebollas.

¿Qué más se podía desear cuando aún se encontraban tan abiertas las heridas de una guerra fratricida, que el respeto y el afecto de amigos y antiguos enemigos?

¿Qué estrellas brillaban con más fulgor en una bocamanga que las de la sencillez y la comprensión?

Sentarse cada tarde a jugar al dominó en la terraza del bar del pueblo consciente de que nadie abrigaba recelos ni deseos de venganza contra él, se le antojaba mucho más reconfortante que el hecho de mandar una división, sobre todo cuando tenía la absoluta certeza de que su mujer, ¡bendita mujer!, compartía sus sentimientos.

No le agradaba en absoluto la idea de que una gran parte de la isla hubiera sido dejada en manos de una odiosa pandilla de racistas de brazo en alto que soñaban con adueñarse del mundo, pero como había recibido órdenes muy concretas de no intervenir en sus actividades mientras no comenzasen a disparar contra la gente, optó por la comodísima posición de encogerse de hombros y hacerse el loco.

Si querían importar putas, que importaran putas. Si querían esconder submarinos en las aguas próximas, que los escondieran con el visto bueno del comandante de marina, que era a quien le concernía el tema de costas.

Si se empeñaban en construir una pista de aterrizaje en el extremo sur de la isla, que se las entendieran con el comandante de aviación.

Como diría un compañero de dominó que había pasado años en Caracas y solía emplear los más sorprendentes modismos venezolanos, «a mí patarrolo», lo que venía a significar que todo le importaba un carajo.

Esa misma tarde, y mientras andaba concentrado en intentar ahorcarle el seis doble «al pendejo del venezolano» vio llegar dos enormes automóviles que cruzaron a menos de diez metros de donde se encontraba.

Permaneció con la ficha en el aire, sosteniendo la mirada de un hombre de cuidada barba entrecana y ojos muy azules, que se sentaba junto al conductor del primero de los vehículos.

Sabía muy bien quiénes eran y adónde los llevaban. Sabía muy bien que se trataba de la dotación de un submarino, que probablemente esa misma noche embarcaría en cualquier punto del canal de la Bocayna, para zarpar hacia un destino incierto, y tal vez debido a su larga experiencia le asaltó la sensación de que se trataba de reses a las que conducían mansamente al matadero.

«Con suerte» hundirían barcos cargados de gente inocente.

«Sin suerte» acabarían en el fondo del océano.

Caía la tarde y tal vez el último recuerdo de paz y tierra firme de aquel hombre de ojos tan azules, sería el de cuatro despreocupados lugareños que jugaban al dominó en la terraza de una minúscula taberna de la más lejana y desolada de las islas.

Sin duda no era gran cosa para alguien tal vez acostumbrado a los lujosos restaurantes Berlineses, o las elegantes galas de la ópera de Viena, pero si de algo estaba seguro, era de que en aquellos momentos el oficial alemán lo hubiera cambiado todo por quedarse a jugar al dominó en la tibieza de una tranquila tarde canaria.

—¡Pobre gente! —musitó.

—¿Por qué pobre gente? —quiso saber el farmacéutico que jugaba a su derecha—. Son nazis y les gusta la guerra.

—En ese caso, y con más razón, «pobre gente».

—Extrañas palabras viniendo de un militar.

—No tan extrañas cuando provienen de un militar que ya ha vivido una guerra —replicó el aludido con sorprendente calma—. Supongo que a usted le gustó estudiar la carrera, pero me consta que se pasa el día renegando porque no le apetece pasarse horas despachando aspirinas detrás de un mostrador.

—Es que no es lo mismo la teoría que la práctica.

—Pues a la mayor parte de los militares nos ocurre algo parecido: nos gusta estudiar la carrera y aprender todo lo que se pueda saber sobre viejas batallas, armamento y tácticas, pero a la hora de la verdad no nos apetece ejercer nuestra profesión disparando cañones y acorralando al enemigo, a no ser que se trate, como en este caso, de ¡ahorcarle el seis doble a un cabeza hueca que me lleva jodiendo toda la tarde! —Golpeó con fuerza la mesa al depositar la ficha y exclamar triunfante—. ¡Cerrado, y me juego una ronda a que ganamos por ocho tantos de diferencia!

Ganó, en efecto, pues no en vano llevaba más de veinte años jugando al dominó casi a diario, por lo que sabía calcular con casi absoluta perfección las fichas que le quedaban a cada cual, pero en esta ocasión no se sintió tan feliz como de costumbre, puesto que el paso de aquellos automóviles le había dejado un sabor de boca, semejante al que experimentara en los amargos días en que se veía obligado a conducir a gente inocente ante el pelotón de ejecución.

La guerra civil se encontraba aún demasiado latente en su recuerdo como para que la visión de aquella mirada perdida no consiguiera afectarle.

Lo que no había podido evitar expresar en voz alta, respondía por completo a la realidad: sentía una profunda lástima por unos hombres que esa misma noche se encerrarían en una especie de lata de conservas para salir al mar a jugarse la vida defendiendo unos ideales que él sabía muy bien que eran erróneos.

Nada ni nadie, ideología o líder político, era merecedor de tamaño sacrificio.

Ninguna supuesta «patria en peligro» tenía derecho a exigir que se canjearan jóvenes vidas por toneladas de mercantes hundidos.

Ninguna bandera, fuera del color que fuera, debería aceptar que por su causa cuarenta seres humanos tuvieran como ataúd un cilindro metálico en el fondo del océano.

Hombre de tierra adentro, al comandante Vicente Arencibia se le abrían las carnes al imaginar lo que significaría emerger en mitad de una oscura noche tormentosa a bordo de semejante cáscara de nuez con el fin de buscar más allá de las espumeantes olas otra cáscara de nuez a la que hacer volar por los aires.

—¡Eso no es guerra! —solía argumentar—. ¡Eso no es más que una tremenda cabronada! La verdadera guerra es la nuestra: la de la infantería, cuerpo a cuerpo y mirando de frente al enemigo. Eso de los bombardeos y los submarinos es cosa de salvajes.

—Los tiempos cambian.

—Pues malditos sean esos tiempos. Observando la irregular silueta del islote de Lobos, que se abría en pleno canal de la Bocayna, casi a mitad de camino entre las islas de Fuerteventura y Lanzarote, el tercer oficial del U-214, Joachim Worns, maldecía de igual modo unos tiempos que le obligaban a permanecer sentado sobre la arena a la espera de que cerrara la noche una barca acudiera a recogerles con el fin de conducirles a bordo del submarino.

Aún sentía sobre su piel el suave perfume de la fastuosa mujer con la que había pasado las más inolvidables noches de su vida; aún le parecía sentir en las yemas de los dedos el firme contacto de sus pechos, y aún le resonaban en los oídos sus apasionados susurros en el momento, de entregarse.

Evocó la magnificencia de aquella enorme cama sobre la que se revolcaban entre risas, y se le antojó que no era posible que esa misma noche se viera obligado a dormir encajonado en su minúscula litera.

Hasta aquel mismo día, cada amanecer el sol solía entrar a raudales hasta el fondo del dormitorio puesto que él deseaba aprovechar cada minuto de ese sol, pero ahora tenía la absoluta seguridad de que tal vez pasarían semanas antes de que pudiera entrever uno de sus rayos penetrando vertical por la entreabierta trampilla de la torre.

Más de un año en campaña le había obligado a odiar las luces mortecinas, el aire viciado y el frío contacto metálico de los mamparos de una nave, que más que nave parecía en verdad un arma en la que sus tripulantes no fueran más que piezas de su complejo engranaje.

Los marinos de superficie solían amar a sus barcos, Con el tiempo acababan por considerarlos su verdadero hogar, el único en el que se sentían verdaderamente a gusto, pero él, al igual que la mayor parte de sus compañeros, jamás conseguiría amar al U-214, que llegaba a convertirse en una especie de mazmorra en la que sabían que acabarían por perecer.

¿Por qué razón eligió semejante destino?

¿En qué estaba pensando el día que aceptó ingresar en el cuerpo?

Aún era demasiado joven, su corazón ansiaba luchar por su patria, y sin duda se precipitó al suponer que cualquier esfuerzo que se le exigiera sería pequeño si con ello contribuía a la mayor gloria de Alemania.

Ahora, sentado sobre la tibia arena de una perdida playa, observaba cómo las sombras de la noche se iban apoderando lentamente del mundo, y le invadía la angustiosa sensación de que, de igual modo, se estaban apoderando de su alma.

Nada, ni tan siquiera la victoria final, le devolvería al paraíso de aquellas dos últimas semanas, y tenía plena conciencia de que la victoria final se encontraba muy lejos, si es que en verdad se encontraba en alguna parte.

—Probablemente nunca vuelvas —le había advertido Greta—. Y si algún día regresas, probablemente yo ya no estaré aquí.

¿Dónde estaría?

En cualquier otro perdido rincón del universo, y probablemente temblando de placer en brazos de cualquier otro hombre.

No pudo evitar lanzar un hondo suspiro antes de alzar el rostro hacia la figura del hombre que se acababa de colocar entre el horizonte y él.

—¿Piensas en ella? —Inquirió con voz tranquila al recién llegado.

—¿Le sorprende?

—¡No! No me sorprende. Pero te ordeno que a partir del momento en que pongas el pie sobre cubierta, dejes de hacerlo.

—Siempre he obedecido sus órdenes, Capitán. Lo sabe muy bien. Pero creo que en esta ocasión no voy a poder hacerlo.

El otro no respondió de momento. Se limitó a tomar asiento a su lado, juguetear con un puñado de arena, y comentar por último sin dejar por ello de mirar al mar:

—A veces me pregunto si fue una buena idea venir a Fuerteventura. Cierto que nos merecíamos un descanso y al barco le hacía falta una revisión a fondo, pero una cosa es tomar el sol, emborracharse hasta caer redondos y acostarse con putas, y otra muy distinta vivir una experiencia como la que hemos vivido. ¡No! —señaló convencido—. Empiezo a creer que fue un error.

—¡No diga eso! —protestó en su bajo tono de siempre su subordinado—. Usted sabe muy bien que ahí fuera las cosas se van a poner cada vez más difíciles, y cada día nos exigirán más y más hasta que al fin reventemos. Y cuando esté bajando a los infiernos me gustará saber que al menos por quince días fui capaz de subir al paraíso.

—Un paraíso ficticio, Joachim, ten eso muy presente.

—Ficticio o no, es lo más parecido que pueda existir, si es que en verdad existe el paraíso.

No obtuvo respuesta, por lo que permanecieron sentados allí, muy quietos, en silencio, y sumidos ambos en sus dulces recuerdos y amargos presentimientos, hasta que, muy avanzada la noche, un bote se aproximó a la orilla y de él descendió un tuerto de rostro desfigurado por el fuego que se cuadró militarmente.

—Su barco le espera, Capitán —dijo.

—Gracias, Spee… ¿Todo en orden?

—El motor de estribor sigue dando problemas, pero confío en que aguante hasta el final de la campaña. De momento, y con los medios de que disponemos, no podemos hacer más.

—Entiendo… ¿Combustible?

—Ciento diez toneladas. Armamento y víveres al completo.

—¡Bien! En ese caso no me queda más que agradecerle lo que ha hecho por nosotros.

—Es mi obligación, y lo que en verdad siento es no estar autorizado a acompañarles. Le garantizo que resulta muy duro quedarse varado cuando lo que pide el cuerpo es salir a enfrentarse al enemigo. Con todos mis respetos, permítame que le confiese que le envidio.

—Y yo a usted, querido amigo… —fue la sincera respuesta—. Y yo a usted. Saber que mañana estar cenando en tan encantadora compañía, me obliga a envidiarle tanto como usted pueda envidiarme a mí.

Pareció como si a su interlocutor le costara un gran esfuerzo averiguar a qué se estaba refiriendo, pero por último replicó con sorprendente frialdad:

—Como comprenderá para mí tal compañía carece de valor, puesto que para esas muchachas no soy más que un pobre mutilado digno de compasión. —Hizo una corta pausa—. Puede creerme si le aseguro que prefiero las noches que he pasado en su pequeño camarote, que las que suelo pasar en mi cómodo dormitorio. Tan sólo quien se sabe inútil tiene conciencia de cuán amargo resulta saberse inútil. ¡Buena suerte!

Se cuadró de nuevo y se alejó hacia el automóvil que le aguardaba a un centenar de metros de distancia.

Se encontraba a punto de cerrar la portezuela cuando sintió sobre su antebrazo la mano del tercer oficial que había sido mudo testigo de su conversación, y que balbuceó tímidamente:

—¡Perdone mi atrevimiento, señor! ¿Podría pedirle un pequeño favor?

—¡Naturalmente, hijo! —fue su amable respuesta—. ¿En qué puedo ayudarle?

—¿Le importaría decirle a Greta que la quiero y que algún día volveré?

El Capitán de corbeta Günther Spee observó con su único ojo a aquel jovenzuelo de aspecto aturdido, dudó un segundo y por último replicó con sorprendente calma:

—Sí que me importaría, muchacho. Sí que me importaría, y no pienso decírselo.

—¿Por qué? —quiso saber su desconcertado interlocutor.

—Porque la conozco bien y me consta que le dolería saber que te ha hecho daño.

—¡Pero es que no me ha hecho daño! —protestó Joachim Worns.

El tuerto asintió una y otra vez con la cabeza.

—¡Te lo ha hecho! —insistió—. Si has sido capaz de pedirle algo así a un desconocido, tiene que ser porque, aun sin desearlo, te ha hecho mucho daño.

—Se limitó a quererme. Y a permitir que la quisiera. ¿Acaso es tan grave?

—¡Mucho! Nunca, bajo ningún concepto, debió permitir que alguien que va donde tú vas abrigara ilusiones…

—Y si nos quitan las ilusiones, ¿qué nos queda?

—Nos queda la realidad, hijo… —Alzó el rostro para que sus cicatrices quedaran bien a la vista—. Nos queda la realidad, y te lo dice alguien que fue de los primeros en perder las ilusiones… —Le golpeó cariñosamente la mano al concluir—: ¡Olvídate de Greta, muchacho! ¡Olvídate de ella!

Cerró de un golpe la puerta e hizo un gesto al sargento Müller para que emprendiera cuanto antes la marcha de regreso al caserón de la playa.

Fue un viaje largo, cansado y penoso, puesto que el amanecer les sorprendió una vez más reparando neumáticos al borde de un polvoriento camino en mitad de la nada.

La desolación del pedregoso paisaje barrido por el viento en un grisáceo amanecer parecía querer clavarse como hierros candentes en la boca del estómago de alguien que había crecido imaginando que su vida sería un sinfín de azules amaneceres contemplados desde el puente de mando de un navío.

Desde el día en que ingresó en la marina Günther Spee había deseado que siempre le correspondiera el turno de la última guardia de la noche, para poder asistir cada mañana al mil veces renovado espectáculo del alba sobre el océano.

Su vida había girado continuamente en tomo al mar y su infinita inmensidad y confiaba en que fuera así hasta el fin de sus días, pero he aquí que cuando aún no había cumplido los treinta años se encontraba clavado en mitad de un desierto de volcanes y rocas, respirando polvo, y observando cómo un triste rebaño de escuálidas cabras se aproximaba sin prisas descendiendo a todo lo largo de una angosta quebrada.

Las precedía un saco de pulgas que se aproximó a olerle los zapatos, y las seguía un mugriento rapaz, casi tan esquelético como su perro, que se limitó a hacer un leve ademán con la cabeza y tomar asiento sobre una piedra a observar cómo se las ingeniaba el manco Müller para pegar los parches y hacer funcionar la bomba neumática.

Al poco hizo su aparición una mujeruca de oscuros ropajes y sombrero de paja que tiraba del ronzal de un camello que cargaba con dos enormes cestos repletos de negra ceniza volcánica, y tal como solía sucederle cada vez que se veía obligado a recorrer aquella sorprendente isla, tuvo la sensación de que vivía un mundo de irrealidades.

Muy a lo lejos un blanco molino giraba sus aspas, y sobre una pelada colina una inclinada palmera agitaba sus hojas como si se tratara de un gigantesco plumero siempre en movimiento.

El perro orinaba sobre una rueda del vehículo y el camello se alejaba balanceando el rabo, mientras su dueña ni siquiera había murmurado un saludo o dedicado una mirada, como si aquel par de extranjeros más que seres humanos fueran en realidad meros accidentes del paisaje.

El impasible chicuelo masticaba una masa pringosa que iba extrayendo de un zurrón de piel, y un enorme macho cabrío que despedía un olor tan nauseabundo que le obligó a colocarse el dorso de la mano sobre la nariz comenzó a asediar a una cabra a menos de tres metros de distancia.

¡El mar!

¡Qué lejos quedaba el mar!