El tercer oficial Joachim Worns acababa de cumplir los veintiún años el día en que su Capitán le permitió observar a través del periscopio cómo un carguero se hundía lentamente en las aguas del Caribe lanzando al cielo columnas de humo.
Pudo distinguir los cuerpos de los aterrorizados tripulantes arrojándose a unas aguas las que sabían plagadas de tiburones, y era aquél un horrendo espectáculo que no conseguía apartar de su mente hasta el punto de que en cuantas ocasiones le habían vuelto a invitar a contemplar el resultado de sus ataques, se había limitado a cerrar un ojo, aplicarlo al visor y asentir con un leve ademán de cabeza.
Era un soldado; un submarinista convencido de que participaba en una lucha justa, pero no experimentaba ninguna satisfacción en el momento de asistir al hundimiento de una nave.
—Con excesiva frecuencia los torpedos fallan su objetivo… —le confesó a su nueva amiga Erika Simon una tarde en que paseaban por la orilla de la playa—. Resulta en verdad desesperante arriesgamos a atacar un convoy, calcular una y otra vez el ángulo de tiro y jugamos el pellejo a la hora de metemos casi bajo la quilla de los destructores, para acabar descubriendo que los malditos torpedos se vuelven locos y comienzan a girar en círculo amenazando con destrozarnos, o alcanzan su objetivo sin estallar. Pero no puedo negarte que cuando ese objetivo es un carguero, en ocasiones me alegro.
—¿Y cuándo se trata de un buque de guerra?
—Entonces no. Entonces pienso que se trata de una lucha equilibrada en la que lo mismo pueden ganar ellos que nosotros, y que la dotación de esa nave sabe muy bien a lo que se expone. Pero con los buques de pasajeros o los cargueros es muy distinto: es como disparar sobre una multitud indefensa.
—Lo comprendo —señaló la muchacha con un leve ademán de cabeza—. Y de igual modo entiendo que te sientas mal al ver morir a esa gente. Pero lo que me sorprende es eso que me dices de que los torpedos suelen fallar con excesiva frecuencia. Siempre imaginé que una vez que salían del tubo el daño estaba hecho.
—¡Qué más quisiéramos nosotros! —replicó el otro con un tono de voz casi inaudible, puesto que era un hombre que tenía la costumbre de hablar muy bajo y casi sin articular, lo cual hacía que con frecuencia no se entendiera lo que trataba de decir—. He llegado a la conclusión de que casi el sesenta por ciento de los torpedos que lanzamos fallan su objetivo, y no por culpa nuestra.
—¡El sesenta por ciento! —se asombró su interlocutora—. ¡Pero eso es absurdo! Tanto esfuerzo y tanto riesgo para nada…
—Es lo que yo digo. Nunca podremos ganar la guerra del mar si cada vez que nos lanzamos al ataque lo hacemos convencidos de que nuestro esfuerzo ser prácticamente inútil. Es en Berlín donde deben resolverse esos problemas, pero se limitan a insistir en que nos aproximemos aún más, a riesgo de volar también por los aires. Una pandilla de insensatos nos manda directamente a la muerte, y cuando algún Capitán protesta semejante ineptitud, se limitan a acusarle de cobardía.
—No es ésa la idea que tenía de nuestro ejército —reconoció ella—. Siempre imaginé que éramos valientes, eficientes e invencibles.
—Tal vez en tierra… —admitió Joachim Worns bajando la voz aún más que de costumbre—. Tal vez nuestros éxitos en Europa y una hábil propaganda nos ha convencido de que somos una máquina perfectamente engrasada, pero lo cierto es que en la marina «hacemos agua» por muchas partes, y que cuando el enemigo lo descubra acabar por aniquilarnos. Por lo general cargamos catorce torpedos por viaje. Si ocho fallan, nos quedan seis con los que tenemos que hacer frente a docenas de barcos que día tras día zarpan desde todos los puertos del mundo con destino a Inglaterra. Y esos jodidos americanos han empezado a producir los malditos cargueros Liberty a tal velocidad, que por cada uno que conseguimos hundir lanzan al agua diez. Por lo tanto, todo se reduce a una simple cuestión matemática, ya que llegar un momento que el daño que les causemos resultar ínfimo en relación con su capacidad de producción.
Habían tomado asiento sobre una roca, permitiendo que las olas vinieran a lamerles los pies descalzos, y durante unos instantes permanecieron muy quietos y en silencio, limitándose a disfrutar de la hermosa puesta de sol y la belleza del paisaje.
Herman sabía muy bien, ya que era una de las primeras cosas que el Capitán Akab le había recomendado, que no debía insistir en un tema de índole militar o político a no ser que su interlocutor lo hiciera, limitándose a jugar su papel de muchachita despreocupada y amable, dispuesta siempre a escuchar con paciencia, pero no excesivamente interesada en tales problemas.
Imaginaba que el SOE tendría sobrados conocimientos sobre aquella aparente ineficacia de los torpedos alemanes, pero en caso de que no fuera así, tal vez valdría la pena hacérselo saber con el fin de que sacaran sus propias conclusiones.
Ella no era quién, ni estaba capacitada para determinar en qué forma el hecho de saberlo perjudicaría a los nazis, pero, probablemente había sido el propio Joachim Worns el que lo había dejado muy claro al puntualizar que si las posibilidades de abastecimiento de los submarinos lejos de sus bases eran bastante precarias, y además el armamento que se les proporcionaba resultaba escaso e ineficaz, la solución del enemigo pasaba por minimizar el porcentaje de pérdidas a base de aumentar el número de barcos en ruta al tiempo que se multiplicaban dichas rutas.
Existía un significativo detalle que empezaba a ser evidente: los astilleros alemanes no estaban en condiciones de producir complejos submarinos al mismo ritmo que los astilleros americanos de producir sencillos barcos de transporte.
Tampoco era el mismo ritmo de entrenamiento de las tripulaciones, y si a ello se unía que los torpedos no daban el rendimiento deseado, el resultado se limitaba a una simple cuestión de tiempo.
Si Inglaterra conseguía resistir y la cabeza de puente que significaban sus islas se mantenía firme, los nazis acabarían perdiendo la guerra.
Pero según el Capitán Akab ese mismo argumento podía volverse en contra.
Si los nazis conseguían prolongar la guerra hasta que sus científicos pusieran a punto las nuevas y terroríficas armas en las que al parecer llevaban años trabajando, el resultado sería muy diferente.
Ahí era donde entraba en juego el Barracuda.
Si, como se aseguraba, se trataba de un submarino capaz de sustituir con mucho mayor índice de eficacia a una docena de los U-Boot actuales, y además provisto de un revolucionario armamento, la guerra en el océano podía prolongarse indefinidamente, la cabeza de puente de las islas británicas resultaría inútil, y el ejército alemán se asentaría con tal fuerza en Europa que ya nadie sería capaz de desplazarle.
Erika Simon meditaba sobre ello mientras continuaba contemplando el mar, en el momento en que advirtió cómo su acompañante colocaba con cierta timidez la mano sobre uno de sus muslos.
Se volvió a mirarle y lo que vio en sus ojos le obligó a sonreír.
—¿Tienes novia? —quiso saber, y ante el mudo gesto de asentimiento añadió con estudiada suavidad—: ¿Cuánto tiempo hace que no la ves?
—Siete meses. El tiempo que llevo en el mar.
—Siete meses, son muchos meses —admitió ella—. ¡Demasiados!
—¡Dímelo a mi!
Erika Simon, alias Greta, alias Herman, meditó unos instantes y al fin optó por tomar con suavidad aquella temblorosa mano para conducir a su propietario a un punto de la playa que se encontraba protegido de miradas indiscretas.
Hicieron el amor, allí, sobre la arena y bajo el tibio sol de última hora de la tarde.
O al menos lo intentaron.
Y es que no consiguieron llegar demasiado lejos, puesto que en cuanto Joachim Worns se enfrentó a aquel precioso cuerpo desnudo y comenzó a acariciarlo, los siete meses de abstinencia y soledad hicieron rápido acto de presencia, puesto que no pasaron ni siquiera dos minutos antes de que lanzara un sonoro lamento de frustración y rabia.
—¡Oh, no, por Dios! —exclamó.
Su acompañante se mostró todo lo afectuosa y comprensiva que exigía la situación, quitándole importancia al molesto incidente.
—No te preocupes —le musitó al oído—. ¡Tómatelo con calma!
—¿Calma? —fue la quejumbrosa respuesta—. Llevo siete meses de «calma». —Agitó la cabeza avergonzado al añadir—: Hacía años que no me ocurría algo así. Parezco un quinceañero.
Ella se limitó a acariciar con ternura un miembro triste, fláccido y vencido que unos instantes antes parecía capaz de destrozar al mundo.
—Tenemos tiempo —musitó de nuevo—. Mucho tiempo. Y si quieres que te diga la verdad, me ha encantado porque eso significa que te gusto.
—¿Qué si me gustas? —se asombró el pobre muchacho—. ¿Cómo no vas a gustarme? Eres la mujer más hermosa que he visto en mi vida.
—¡No mientas…! —le recriminó Erika con una leve sonrisa—. Ada es muchísimo más guapa. Y Ursula también.
—¿Ursula? —se sorprendió el tercer oficial—. ¡Ni por lo más remoto! Admito que Ada tiene un cuerpo increíble, pero es como un florero. Puedes admirarlo, olerlo y tocarlo, pero tienes la impresión de que en cuanto apartas las primeras flores te vas a encontrar con un pedazo de porcelana.
—¡Triste definición! —reconoció la muchacha—. ¿Y qué crees que se podría hacer para cambiarla?
—¡No tengo ni la más mínima idea! —fue la sincera respuesta—. El primer oficial asegura que hacerle el amor es como lanzar uno de esos torpedos que sabemos que no van a dar nunca en el blanco. Y él sabe mucho sobre mujeres y torpedos.
Compartieron un cigarrillo, se bañaron en el mar cuando ya las primeras sombras se extendían sobre la isla, lo intentaron de nuevo con casi idéntico resultado, pese a que en esta ocasión él lograra empezar a penetrarla, y regresaron luego muy despacio hacia la iluminada casa que contrastaba, casi incongruente, con las impenetrables tinieblas del resto del paisaje.
La Baronesa se sintió feliz al verles llegar cogidos de la mano y besó a la muchacha con especial afecto.
—¡Ponte muy guapa! —pidió—. Esta noche celebraremos una gran fiesta. Es el cumpleaños del Führer.
Fue, en efecto, una gran fiesta en la que corrió el champán y se bailó hasta casi el amanecer, hora en que cada pareja se retiró a sus respectivas habitaciones.
Tras hacer el amor, en esta ocasión con resultados bastante aceptables, y en cuanto su compañero de juegos se quedó dormido, Herman salió a la terraza donde tomó asiento a observar cómo el alba teñía de grises el paisaje.
No tenía sueño y necesitaba estar a solas, pensar, y permitir que el fresco aire de la mañana se llevara consigo la sensación de asco que le invadía por haber tenido que alzar su copa una y otra vez brindando por la salud y la larga vida del hombre que más daño le había hecho y al que más aborrecía.
Uniformes, banderas con la cruz gamada, brazos en alto, música wagneriana y juramentos de fidelidad a quien estaba masacrando a su pueblo, constituían sin duda tragos amargos para quien no podía dejar de pensar en los suyos y en lo mucho que estarían padeciendo dondequiera que se encontraran.
No derramó una sola lágrima porque se había jurado a sí misma que no lo haría, pero necesitó largo tiempo hasta conseguir superar la angustia que se había apoderado de su alma por el hecho de haberse visto obligada a compartir todo aquello que odiaba.
Volvió en una ocasión el rostro hacía el hombre que dormía sobre su ancha cama, y no pudo por menos que preguntarse las razones por las que un muchacho tímido y en apariencia sensible, pudiera haberse transformado en un fanático capaz de asesinar inocentes por una ideología tan errónea y enfermiza.
¿Cómo era posible que admitiera que por el simple hecho de pertenecer a una determinada etnia su vida valía infinitamente más que cualquier otra?
¿Cómo era posible?
Erika Simon llevaba años intentando descubrir las razones por las que el mundo en que había nacido y se había criado, y del que tan orgullosa se había sentido años atrás, hubiera podido llegar a descomponerse de una forma rápida y carente de sentido. Personas antaño inteligentes, amables y encantadoras se habían ido transformando ante sus propios ojos en individuos obtusos, desagradables y hostiles, como si un extraño virus contra el que no existía antídoto alguno se hubiera apoderado de sus cuerpos —y lo que era aún peor— de sus almas, por el simple hecho de que un hombrecillo de apariencia insignificante y hasta cierto punto ridícula, les gritara a voz en cuello consignas y soflamas que no admitían el más elemental análisis.
Que un obrero de la construcción ebrio de cerveza o un campesino semianalfabeto se considerase superior a alguien como su padre por el simple hecho de que supuestamente por sus venas no corría más que pura sangre aria, se le antojaba tan absurdo e incongruente, que pese a los años transcurridos aún no conseguía asimilarlo.
¿Por qué experimentaban los seres humanos aquella invencible necesidad de sentirse diferentes al resto de sus congéneres?
¿Por qué se aferraban tan desesperadamente a una remota posibilidad de ser mejores que sus vecinos?
Le venían a la mente aquellas ridículas discusiones de colegio, en las que con cinco o seis años se enzarzaban en interminables polémicas sobre si el coche de su padre era mayor que el de su compañera de pupitre, o su uniforme estaba más blanco y mejor planchado.
—«Mi papá es más alto».
—«Pero el mío es más rico».
—«Mi muñeca es más guapa».
—«Pero la mía es más grande».
El bigotito se agitaba como el hocico de un conejo, vomitando ante los micrófonos infantiles aseveraciones individuos a los que se suponía maduros y sensatos acababan por aceptar tan burdos argumentos haciendo bueno aquel maquiavélico principio de que «la mentira mil veces repetida puede llegar a convertirse en verdad».
Pero ella sabía muy bien que aquello nada tenía que ver con la verdad.
La mentira seguiría siendo mentira pese a que Adolf Hitler dispusiera de sus baterías de micrófonos durante los próximos mil años.
El obtuso obrero y el campesino analfabeto no verían crecer su coeficiente mental por mucho que el Führer se lo propusiera, ni el filósofo judío dejaría de ser un brillante intelectual a pesar de que le enviaran por el resto de sus días a un helado campo de concentración.
De igual modo, el catedrático de origen ario seguiría siendo un hombre fuera de serie independientemente de en qué ciudad hubiera nacido o cuál fuera el color de sus cabellos, mientras que el usurero judío de cualquier nacionalidad seguiría siendo un miserable por mucho que asumiera el papel de mártir del racismo o invocara a Jehová.
La condición humana dependía únicamente de cada individuo, perteneciera a la raza, nación o religión a la que perteneciera, e intentar clasificarlos según parámetros que no fueran totalmente individuales constituía la más monstruosa de las equivocaciones.
Eso era algo que Erika Simon había aprendido de su padre, un hombre justo que se había negado a favorecer a los de su raza cuando no ofrecieran más méritos que el de ser judíos.
—Lo que importa es la confianza que me inspire un hombre; su sentido de la ética o su capacidad de trabajo, no al dios que adore o la sangre que corra por sus venas. La línea tradicional de nuestra empresa ha sido la de prestar dinero a las personas, no a las ideologías, y una fórmula que se aplica al dinero, se puede aplicar de igual modo a la amistad o la fidelidad.
«Fe en el individuo, nunca en la masa» había sido una especie de constante en el comportamiento del clan Simon, pero he aquí que habían llegado unos tiempos en lo que lo único que parecía importar era una masa histórica, agresiva y vociferante.
Todo un país, su país, se estaba dejando conducir por un peligroso atajo que finalizaría en el más negro de los abismos por el simple hecho de que una masa humana carente de ideas había acabado por delegar en un loco carismático la misión de rellenar su insondable vacío mental.
Siempre había sido mucho más sencillo gritar consignas que imaginar soluciones, y repetir frases hechas que inventar otras nuevas, y tras tantos años de sistemático embrutecimiento colectivo se desembocaba indefectiblemente en el negro pozo de la irracionalidad y la violencia.
Cuando regresó al interior del dormitorio y observó el atlético cuerpo que dormía plácidamente despatarrado sobre la ancha cama llegó a la conclusión de que aquel pobre muchacho no era en verdad su enemigo, sino tan sólo una víctima más de tan adversas circunstancias.
En lugar de estar en su Munich natal, disfrutando de la compañía de su novia y sus padres, Joachim Worns se había visto arrastrado —probablemente sin él mismo saber por qué— al interior de un minúsculo submarino en el que se veía obligado a vivir peor que los cerdos en una cochiquera, respirando un aire contaminado y maloliente, e intentando vencer a todas horas el miedo a una muerte espantosa.
Su cerebro, ni demasiado oscuro ni demasiado brillante, se había visto sometido a un implacable bombardeo propagandístico casi desde que tenía uso de razón y a nadie debería sorprender por tanto que sin otros puntos de referencia a los que acudir, a la larga hubiese llegado a la errónea conclusión de que aquello que tan machaconamente le imbuían era lo justo.
Nadie, y ella menos que nadie, tenía derecho a pedirle cuentas por lo que hacía, puesto que a decir verdad no le habían dado muchas opciones entre las que elegir.
Erika Simon decidió, por tanto, que dado que casi con toda seguridad aquel pobre muchacho jamás regresaría de la gran trampa que significaba el océano, lo mejor que podía hacer era intentar que los días que permaneciera en la isla fueran en verdad deliciosos, con el fin de que cuando por fin una carga de profundidad le enviara al más negro y profundo de los abismos, tuviera al menos un buen recuerdo de su corto paso por este mundo.
Las dos semanas que siguieron fueron por tanto placenteras y casi se podría decir que apasionadas, puesto que al fin y al cabo Herman seguía siendo una mujer joven y sin ningún tipo de ataduras que no cometía delito alguno ni ofendía a nadie si aprovechaba tan magnífica ocasión para disfrutar un poco de la vida, visto sobre todo que tampoco tenía muy claro que esa vida pudiera prolongarse en exceso.
La guerra continuaba desarrollándose muy lejos, pero aun así la rozaba con sus largos tentáculos, por lo que no quería correr el riesgo de llamarse a engaño. Si por cualquier razón los nazis descubrían que ella no era en realidad una vulgar prostituta, sino una impostora judía al servicio del SOE, jamás conseguiría salir con vida de aquella isla.
Fueron por tanto tan perfectas las cortas vacaciones, que cuando al fin llegó, inexorable, el amargo momento de la despedida, Joachim Worns parecía un naufrago abrazado a la única tabla que flotara sobre las tormentosas aguas.
—¿Cuándo volveré a verte? —quiso saber.
¿Qué podía responderle?
—¿Me echarás de menos?
¿Qué podía responderle?
—¿Te comportarás de igual modo con cualquiera que llegue?
¿Qué podía responderle?
Había cumplido su misión y lo había hecho con evidente agrado, pero en cuanto el U-214 se adentrara en la inmensidad del Atlántico, el recuerdo de su tercer oficial comenzaría a desaparecer de la memoria de alguien que ya no podría pensar más que en la aparición de cualquier otro oficial de cualquier otro submarino.
—Ha sido muy bonito —dijo al fin—. Pero los dos sabemos que ahora lo mejor que podemos hacer es olvidarlo. Vuelve a pensar en esa otra chica que está esperándote en Munich, porque lo más probable es que nunca regreses a Fuerteventura, y si regresas tal vez yo ya me haya ido.
—¿Y dónde podría encontrarte?
—En ninguna otra parte. Nunca.
Eso fue todo. Dos enormes automóviles acudieron muy de mañana, puesto que por lo que Erika Simon pudo averiguar, los cinco oficiales necesitarían de casi todo un día para atravesar de sur a norte la isla y llegar, al anochecer, al punto en la costa de sotavento en cuyas proximidades se encontraba el submarino.
En cuanto los vehículos se perdieron de vista levantando a sus espaldas nubes de polvo, Herman se apresuró a subir a la azotea, donde comenzó a realizar sus diarios ejercicios de gimnasia.
En la cima de la montaña Queequeg y Bachelor apartaron los ojos de los largos catalejos, descifraron sin problemas el mensaje, y de inmediato se lo retrasmitieron al Capitán Akab que alzó el rostro hacia Starbuck.
—Que Justo Marrero recorra con la goleta la costa de sotavento de Fuerteventura atento al paso de esos coches. Si efectivamente se dirigen al norte de la isla, significa que, tal como sospechábamos, el submarino se encuentra sumergido en el canal de la Bocayna. Esta noche quiero a todas nuestras lanchas faenando en aquellas aguas.