Disfrutó de toda una semana de tranquilidad, buenas comidas, agradables charlas, baños en un mar limpio y fresco y largos paseos por la playa en los atardeceres, contemplando cómo el sol se enrojecía en su camino hacia las costas americanas.

Acompañó al amable Capitán Spee a pescar en una tranquila ensenada rodeada de altas rocas, y se entusiasmó al luchar durante casi media hora contra su primer mero de más de seis kilos y que al final quedó coleteando sobre un pequeño charco de la orilla.

Pidió al cocinero que lo preparara al homo, y jamás nada se le antojó tan apetitoso como aquel exquisito fruto de su esfuerzo.

Descubrió el profundo placer de colocar la camada en el anzuelo y observar luego cómo la roja boya se hundía ante la voracidad de los peces, y descubrió de igual modo el placer de las largas charlas con un hombre que no mucho tiempo atrás debió ser en verdad atractivo, y al que el hecho de haber perdido un ojo o saberse horriblemente desfigurado para siempre había conseguido derrotar.

—Toda mi tripulación murió… —comentó cierto día en que los peces se mostraban más renuentes que de costumbre a abalanzarse sobre el cebo—. Y gracias debo dar por poder estar ahora en tan buena compañía y tan lejos de nuevas explosiones. No puedo negar que he renunciado a mirarme en un espejo, pero al meno sé que si quiero puedo hacerlo y ellos no. La guerra es así y debemos aceptarla.

—¿Y por qué te enviaron a Fuerteventura? ¿No estarías mejor con tu familia?

El alemán negó con un casi imperceptible ademán de la cabeza, aunque sin apartar por ello la vista de la boya.

—Mi familia ignora lo ocurrido, y cree que continuó en alta mar. De tanto en tanto les escribo, les aseguro que me encuentro bien, y eso les mantiene felices. Mi padre podría soportarlo, pero si mi madre me viera se llevaría un disgusto terrible, y ya es de mayor para eso.

—¿Y hasta cuándo piensas mantener el secreto?

—Hasta que pueda. Al final de la guerra serán tantos los que hayan desaparecido, que el simple hecho de regresar con vida, aunque sea desfigurado, les hará felices. ¡Éste es un buen destino! —concluyó convencido.

—Pero ¿qué es lo que haces exactamente aquí, aparte de pescar y escuchar música? —quiso saber la muchacha.

—Esperar… —fue la curiosa respuesta.

—¿Esperar qué?

—Un barco

—¿Un barco?

—¡Exactamente!

—¿Y adónde va a llevarte?

—A ninguna parte.

Erika Simon dejó a un lado la caña, cambio de posición y observó con el ceño cómicamente fruncido a su interlocutor.

—¿Me quieres explicar de una maldita vez a que demonios te refieres? —protesto fingiendo enfandarse—. ¿Esperas a un barco que no te llevará a ninguna parte?

—Eso he dicho… —replicó el otro en tono divertido.

—¡Pues no lo entiendo!

—La respuesta es sencilla. El día menos pensado aparecerá uno de nuestros submarinos, que necesitará una buena reparación mientras la tripulación descansa. Desde el momento en que su Capitán salte a tierra, asumiré el mando, y con ayuda de unos cuantos hombres, la mayoría tan «averiados» o más que el sargento Müller y yo mismo, nos dedicaremos a repararlo, así como a rearmarlo y acondicionarlo con vistas a la próxima campaña. —Su tono sonó levemente amargo al añadir—: En mi estado ya no sirvo más que como «Capitán correturnos», que no está en condiciones de navegar, pero sí de quedarse muy quieto en el fondo de una tranquila ensenada.

—Entiendo… —admitió ella al tiempo que asentía una y otra vez con la cabeza, pero tras una larga pausa en que clavó la vista en el mar observando el vuelo de las gaviotas inquirió—: ¿Echas de menos la emoción de hundir barcos?

—¿Cómo puedo echar de menos algo que nunca hice? —inquirió su interlocutor al tiempo que giraba su dedo índice en torno a su abrasado rostro—. Esto me sobrevino al cuarto día de empezar la guerra. ¿Te imaginas? Al cuarto día ya me había convertido en un ser monstruoso y en un inútil total.

—Yo no te encuentro en absoluto monstruoso —replicó Erika Simon con naturalidad—. Y está claro que no eres un inútil, puesto que llevas a cabo una importante labor, Alguien tiene que hacer ese trabajo.

—¿Realmente crees que es un trabajo digno de quien se pasó tres años preparándose para salir a alta mar a destruir acorazados de quince mil toneladas con una nave de menos de quinientas? ¿De qué me ha servido tanta preparación técnica y sicológica? ¡Cuatro días! —repitió—. ¡He participado en la guerra durante cuatro míseros días!

—Imagino que alguien caería el primer día. O el segundo. O el tercero. Y probablemente eran hombres que también se habían preparado a fondo y que sin embargo ahora están muertos, Tú al menos vives, pescas, lees, escuchas la radio y trabajas. No todo el mundo puede aspirar a ser el comandante Prier, y hundir un acorazado en pleno corazón de la bahía de Scapa Flow.

—Estudiamos juntos y dormíamos en el mismo pabellón —puntualizó su interlocutor con un leve tono nostalgia en la voz—. Y nos llamamos igual: Muchas noches charlábamos hasta casi la madrugada sobre lo que haríamos cuando estallara la guerra, soñando en que se nos concediera el mando de una nave. Ahora él luce al cuello una Cruz de Hierro, y yo este parche en el ojo.

—Quiero suponer que la preparación y los méritos serían muy semejantes, pero que la suerte influyó de forma decisiva, y eso es algo que escapa a cualquier control, del mismo modo que escapa el hecho de haber nacido en el seno de una familia alemana de clase media, o de familia de pigmeos del corazón de la selva africana…

—Veo que sueles tener respuesta para todo.

—Al menos lo intento. —La muchacha recuperó su caña, cebó el anzuelo y lo arrojó de nuevo al agua al tiempo que hacía un amplio gesto a su alrededor—. Llegué aquí con la idea de convertirme en carne de cañón al servicio de medio centenar de marineros hambrientos y me encuentro disfrutando de un estupendo día de pesca, con buena temperatura, un mar que invita al baño y una agradable compañía… ¿Qué más se puede pedir?

No cabía exigir mucho más en unos tiempos en los que medio mundo se dedicaba a destrozar al otro medio, y se nadaba en la abundancia de todo tipo de cosas materiales cuando la mayor parte de los europeos carecían de lo más imprescindible.

La mañana anterior un viejo carguero había hecho su aparición fondeando en una cala que se abría a un par de kilómetros al sur, y aprovechando un día de mar sorprendentemente en calma había desembarcado toneladas de víveres que abarrotaban los almacenes del enorme caserón.

Otro cochambroso carguero de matricula alemana, el Kersten Miles, permanecía atracado en el puerto de Las Palmas de Gran Canaria desde el comienzo de las hostilidades, y la única ocupación de sus tripulantes se centraba en adquirir a buen precio las mejores carnes, frutas y verduras que se pudieran conseguir en esos momentos en una isla que aún sufría las penalidades propias de una difícil posguerra.

Cada vez que se anunciaba buen tiempo en la costa de poniente de Fuerteventura, transbordaba a una nave española cuanto había adquirido, para que lo transportara en menos de ocho horas hasta la resguardada cala.

Como los proveedores canarios sabían muy bien que nadie pagaba mejores precios que los marinos alemanes, se libraban muy mucho de preguntar sobre el destino final de sus productos.

Los años de hambre y de estraperlo nunca fueron tiempos propicios para remilgos ideológicos, y por lo tanto, en la mesa de la baronesa Hildegard von Hipper nunca faltaba lo mejor de lo mejor que pudiera obtenerse en los mercados del archipiélago.

Como además el cocinero era en verdad excelente, Erika Simon empezó a temer que muy pronto su abundante y cuidadosamente elegido vestuario se le quedaría estrecho, con lo que tuvo una magnífica excusa para subir cada mañana a la azotea, a practicar largas y duras sesiones de gimnasia destinadas a quemar el exceso de grasa.

Sabía, no obstante, que, de momento, nadie la estaría observando desde la cima de las cercanas montañas.

—Tardaremos dos semanas en alcanzar nuestra posición —le había advertido en su día el Capitán Akab—. Nos consta que tanto los españoles como los alemanes de tienen la zona vigilada, y necesitaremos armarnos de paciencia para llegar a la cima sin ser vistos. Así que tómatelo con calma.

¡Calma!

Nada invitaba más a la calma, el sosiego y el olvido que un lugar que parecía encontrarse a trasmano del resto del mundo, y en el que las veladas se prolongaban hasta altas horas de la madrugada entre charlas, risas y partidas de naipes.

Levantarse al mediodía, pasear, pescar, nadar, leer y relajarse eran lujos vetados a millones de seres humanos, pero a los que el ser humano se acostumbraba con harta rapidez.

En alguna parte existía una guerra, pero en Fuerteventura reinaba la paz.

Luego, por fin, una noche el siempre puntual capitán de corbeta Günther Spee no se presentó a la hora de la cena, ni tomó asiento en su butaca predilecta, por lo que Elsa se volvió al Coronel para inquirir en un tono levemente irónico:

—Imagino que hoy tendremos que retiramos pronto puesto que es de suponer que mañana tendremos visita…

El áspero militar no pudo evitar dirigirle una torva mirada.

—¿Y eso te alegra o te entristece? —quiso saber

—Depende de quién se trate —replicó Elsa con la más amplia de las sonrisas—. ¿Los conocemos?

—Lo sabrás a su tiempo, querida —fue la seca respuesta—. Todo lleva su tiempo.

En efecto esa noche la velada se acortó mucho más que de costumbre, como si el grupo de hermosas muchachas fuera en verdad una bien adiestrada tropa consciente de que al día siguiente debería entrar en combate.

No obstante, cuando una hora más tarde Erika Simon se levantó a cerrar las cortinas, se sorprendió al descubrir a su vecina más próxima, Ada, observando con mirada perdida la media luna que comenzaba a descender sobre el horizonte.

—¿Te ocurre algo? —quiso saber.

La otra tardó en responder, y cuando lo hizo resultaba evidente que fingía una indiferencia que no sentía.

—¡Oh, no…! —replicó casi con un susurro—. Simplemente contemplaba la luna.

—¿Te preocupa lo que pueda ocurrir mañana? La interrogada, una muchacha bellísima, alta, de firmes pechos y piernas esculturales; sin lugar a dudas la más perfecta de cuantas componían un escogido ramillete de mujeres físicamente perfectas, dudó unos instantes, pero concluyó por encogerse de hombros.

—¡En absoluto! Sé muy bien lo que ocurrirá. —Sonrió casi con resignación—. Si los que llegan son conocidos, no me harán el menor caso. Si son nuevos, harán todo lo posible por acostarse conmigo, pero al tercer día me olvidarán para concentrarse en Elsa o en Ulrike. —Abrió las manos en un gesto que pretendía dejar evidencia de la magnitud de su impotencia—. Siempre ocurre lo mismo: atraigo a los hombres con la misma intensidad con que los repelo aunque nunca he conseguido averiguar la razón. Ni en la cama ni fuera de ella consigo retenerles.

Resultó evidente que semejante revelación había dejado a su interlocutora algo más que perpleja y sin capacidad de reacción, ya que el hecho de que una criatura tan extraordinaria admitiera de forma tan honesta su absoluto fracaso personal bloqueaba momentáneamente las ideas.

—¿Y a qué lo atribuyes? —fue lo único que acertó a balbucear al cabo de unos instantes.

—Supongo a que en el fondo soy muy tímida y cuando estoy con alguien a quien no conozco no se me ocurre nada. Sin embargo, Ursula lo achaca a que jamás he tenido un orgasmo, y eso es algo que decepciona a los hombres, a los que por lo visto les gusta que las mujeres se apasionen, giman y griten.

—Pues gime y grita.

—No sé hacerlo, y cuando advierten que estoy fingiendo se enfurecen. Alguien me dijo una noche que tenía demasiada carrocería para tan poco motor, y creo que tenía razón

—¿Y nunca has sentido nada con nadie?

—Nunca.

—¿Ni siquiera estando enamorada?

—Una vez, hace ya tiempo, Creí estarlo, pero ni por ésas. Me ponía nerviosa al saber que iba a verle, me encantaba salir con él, pero en cuanto me tocaba me quedaba de piedra. Hay quien opina que es que me deben gustar las mujeres, pero yo sé que no es así…

Bruscamente dio media vuelta para desaparecer en su habitación cerrando tras sí las puertas, lo que dejo a su vecina aún más perpleja de lo que ya estaba.

Herman durmió inquieta, despertó ya muy entrada la mañana, y le sorprendió advertir que la casa se encontraba sumida en un silencio sepulcral.

Los sirvientes se movían casi de puntillas, e incluso el enorme reloj del salón principal que solía marcar las horas con graves campanadas, había sido detenido y péndulos colgaban inmóviles a la espera de tiempos más propicios.

—¿Qué ocurre? —quiso saber.

—Los invitados descansan —fue la casi susurrante respuesta de Alexandra.

—¿Los conoces?

—Aún no lo sé.

Desayunó a solas en el comedor pequeño, por lo que tomó la decisión de dar un solitario paseo por la playa en un día particularmente tranquilo, y en el que el por lo general bravío mar semejaba un espejo de un azul turquesa de indescriptible transparencia.

Tomó asiento sobre una roca a poco más de dos kilómetros de la casa y desde allí se volvió a contemplar las altas montañas en un vano intento por averiguar si el Capitán Akab y su gente se encontraban ya en condiciones de observar todos y cada uno de sus movimientos.

Por si era así fingió desperezarse con el brazo derecho hacia arriba y el izquierdo recto hacia un lado, lo cual indicaría a un posible observador que de momento se encontraba bien, y tras desnudarse y zambullirse en las quietas aguas se tumbó sobre la arena a observar a las gaviotas.

Sabía que había llegado el momento.

El tan esperado día.

Los oficiales de una tripulación de submarinos dormían en la casa mientras su barco era revisado y cargado en el fondo de alguna ensenada próxima.

La guerra se encontraba ahora mucho más cerca, y al fin tenía que enfrentarse a ella.

Comió un poco de fruta, regresó mediada la tarde, y se disponía a tomar un baño caliente cuando golpearon a la puerta.

Al abrir se enfrentó a la siempre agradable sonrisa de Elsa, que se coló de rondón para ir a tomar asiento sobre la cama y señalar de inmediato.

—Te ha tocado el verde.

—¿Cómo has dicho? —Inquirió desconcertada.

—Que como eres la más novata y la veteranía es un grado que hay que respetar, esta noche te tienes que vestir de verde.

—¿Y eso?

—La primera noche siempre nos vestimos de colores diferentes para que los invitados puedan identificamos. Les resulta mucho más cómodo y menos embarazoso comentar que le gusta la de negro, o la de rojo, o que les apetecería invitar a bailar a la señorita del vestido blanco. Sabemos por experiencia que suelen tardar un par de días en aprenderse nuestros nombres, y lo que importa es facilitarles las cosas.

—¿Tenemos que facilitarles todas las cosas?

La otra la observó ladeando cómicamente la cabeza para acabar por sacudir alegremente su hermosa cabellera rojiza.

—¡En absoluto! Supongo que la Baronesa te lo habrá dejado muy claro y así es. No tienes que hacer nada que no desees hacer.

—Aún me cuesta aceptarlo.

—Es como un juego, querida. Un juego que a la mayoría de nuestros invitados les encanta. No quieren putas baratas; eso queda para los marineros. Quieren realizar una conquista y ganar una pequeña batalla a sabiendas que no van a encontrar una excesiva resistencia. Esta noche cenarán como hace meses que no han cenado, beberán, reirán, bailarán y se acostarán haciéndose ilusiones sobre a cuál de nosotras conseguirán llevarse a la cama con un poco de suerte.

—¿Y si no tienen suerte?

La otra dejó escapar una corta carcajada.

Siempre acaban teniendo suerte, cielo. Como comprenderás, no estamos aquí para hacer que regresen al mar frustrados, y pronto o tarde acaban consiguiendo lo que quieren. Quizá no «exactamente a la que quiere» pero sí a alguna que le haga pasar momentos inolvidables.

—¿Y quién se encarga de que al fin siempre tengan suerte?

—La que esté más libre en esos momentos. Suelen ser cinco oficiales, y nosotras siete, lo cual significa que quedan algunas disponibles para lo que se pueda considerar un caso de emergencia. Y no tienes por qué preocuparte; Ada tarda menos en desnudarse que tú en pensar en hacerlo.

—Anoche estuvimos hablando. Parece ser que tiene problemas.

—Lo sé. Demasiado abierta de aquí abajo y cerrada de aquí arriba. Vive con el temor a ser rechazada, y eso hace que al final la rechacen. Es aburrida en la cama, aburrida en la mesa y baila como un camello.

—Siento pena por ella.

—También yo —admitió la otra—. Todas sentimos pena por ella, pero por más que lo intentamos no conseguimos hacerla cambiar. Como suele decir el Coronel «está más buena que el pan», pero a la larga resulta igual de insípida. Incluso el mejor de los panes necesita un poco de queso, salsa, chorizo… algo que ayude a tragarlo.

—Lo que a ti te sobra. La preciosa muchacha se puso en pie y se encaminó a la puerta desde la que se volvió para guiñarle un ojo con picardía.

—A las mujeres como nosotras nunca nos sobra nada, cielo. Todo lo que consigamos resultar siempre poco para salir adelante. La vida es muy dura y me temo que esta guerra la complicará aún más. —Le apuntó con el dedo—. ¡No lo olvides! —Insistió—. Tienes que vestirte de verde.

Entre los muchos vestidos que Chanel Número Cinco había incluido en su lujoso guardarropa, se encontraba, por suerte, uno de color verde esmeralda, discreto y elegante, pero que resaltaba su estrecha cintura Y su bien modelado pecho, por lo que cuando al oscurecer hizo su aparición en el salón principal, en nada desmerecía al resto de bellezas que se encontraban reunidas, exceptuando quizá la fastuosa hermosura de Ada, que constituía en sí misma un espectáculo digno de admiración incluso para los miembros de su propio sexo.

Enfundada en un sencillo traje negro que contribuía… y con la a remarcar cada una de sus prodigiosas curvas larga cabellera de color oro viejo cayéndole hasta media espalda semejaba una auténtica walkiria surgida de un mítico bosque medieval, y no resultó nada extraño, por tanto, que cuando minutos más tarde hicieran su aparición cinco hombres barbudos pero impecablemente uniformados, permanecieran unos instantes como golpeados por el innegable impacto de semejante derroche de sexualidad.

La baronesa Hildegard von Hipper se apresuró a hacer las presentaciones y tras una breve charla intrascendente y una copa de champán, se pasó al lujoso comedor, en el que los recién llegados se mostraron de lo más corteses al ayudar a tomar asiento a las damas.

Se les advertía nerviosos.

El Capitán, un hombre que había pasado ya de la treintena, delgado hasta parecer casi esquelético, y que de inmediato pidió que le tutearan y se dejaran a un lado los rangos, presidía la mesa, cargaba con el peso de la conversación, y demostraba ser verdaderamente culto en cuanto se refería a historia, música y literatura.

Sus respetuosos oficiales, mucho más jóvenes que él aunque las enmarañadas barbas, la palidez e la piel las pronunciadas ojeras les hacían aparentar más edad de la que en realidad tenían, se esforzaban sin duda por tratarle como a un igual, pero resultaba evidente que el solo hecho de tutearle les exigía un tremendo esfuerzo.

Las conversaciones discurrieron por cauces intrascendentes, hasta que Ulrike se interesó por el tiempo que llevaban en el mar, momento en que el Capitán replicó con una leve sonrisa:

—Cinco meses, señorita. Cinco largos meses sin ver más que agua, cielo y a la vaca lechera.

—¿Una vaca lechera? —No pudo por menos que asombrarse Erika Simon—. ¿Llevan a bordo una vaca lechera?

La carcajada fue tan espontánea y unánime qué la pobre muchacha no pudo por menos que enrojecer avergonzada.

—¿Qué ocurre? —quiso saber—. ¿He dicho alguna tontería?

—Disculpa, querida… —intervino la Baronesa esforzándose por contener la risa—. No has dicho nada malo, pero es que en verdad ha tenido gracia. En un submarino no queda espacio ni para un loro, o sea que mucho menos para una vaca. «Vaca lechera» es el nombre que recibe el barco nodriza que abastece a una nave en alta mar. Es un sencillo término de argot marinero, pero entiendo perfectamente que no lo conocieras.

—Y por si quieres saber algo más… —intervino a su vez el Capitán— es en ese momento, cuando nos encontramos cargando combustible enganchados por largas tuberías a las ubres de la vaca, cuando más miedo pasamos.

—¿Por qué?

—Porque con harta frecuencia los agentes del servicio secreto enemigo, que pululan por todos los puertos, han sido capaces de determinar que ese barco, en apariencia inofensivo, es en realidad una «vaca lechera», por lo que sus aviones y submarinos lo vigilan a la espera de sorprenderlo en el punto y el momento adecuados. Es entonces cuando aprovechan para caer sobre nosotros como un halcón sobre su presa. Nos ocurrió frente a la península de la Florida, y a punto estuvo de ocurrimos cerca de las Azores. En la Florida nos atacaron tres aviones, mientras que en Azores detectamos a tiempo a un submarino inglés que andaba al acecho, por lo que tuvimos que abortar el encuentro. El resultado es que hasta aquí poco menos que a remo.

—¿Y qué habría ocurrido si en verdad os hubierais quedado sin combustible en mitad del océano? —quiso saber una impresionada Alexandra.

—Que hubiéramos tenido que pedir ayuda a cualquier otro submarino que contara con reservas, aunque por lo general también suelen encontrarse en precario. En mitad del océano y tan lejos de nuestras bases, la mayoría andamos siempre escasos de todo, y por ello la dependencia de esas benditas vacas lecheras se convierte en vital.

—No creo que sea prudente ni oportuno que estemos hablando en público de los problemas de avituallamiento de nuestras naves.

La baronesa Hildegard von Hipper se volvió de inmediato a su vecino de la izquierda que era quien había aventurado el comentario con su áspero tono de siempre

—¡Oh, vamos, Coronel! —le reprendió en un tono falsamente amistoso—. Ni estamos hablando en público, ni para nadie, y para nuestros enemigos menos que nadie, constituye a estas alturas un secreto el hecho de que, a más de cinco mil millas de sus bases, el principal problema de nuestras naves es siempre el abastecimiento.

—Pero no tenemos por qué airearlo.

—¡Se equivoca! —fue la casi agresiva respuesta de la regordeta matrona—. Conviene airearlo lo más posible con el fin de que el almirante Raeder escuche a Doenitz tomando conciencia de que deben existir muchos refugios al que nuestros submarinos puedan acudir, tanto a descansar, como en momentos de verdadero apuro.

—En eso estoy totalmente de acuerdo… —intervino el primer oficial, un tipo gigantesco que hasta ese momento apenas había pronunciado media docena de palabras—. Deberíamos contar con puntos de apoyo semejantes en el Caribe, el Atlántico Sur, el Índico y el Pacifico.

—Apruebo la moción… —puntualizó a su vez el Capitán con un leve tono humorístico—. Admito que resultaría muy difícil encontrar un centenar de mujeres tan bellas, pero desde un punto de vista exclusivamente táctico me tranquilizaría muchísimo saber que en un momento dado puedo poner rumbo a una isla en la que seré bien recibido. —Se volvió directamente al Coronel—. Usted debe ser un hombre de experiencia en la lucha en campo abierto siguiendo unos manuales que se estudian en las academias militares, por lo que no debe tener mucha idea de lo que significa encontrarse flotando como un corcho durante toda una semana, preguntándote si tu «vaca lechera» acudirá a la cita, o la habrán hundido por el camino. Sabes que no te queda combustible para los motores, lo cual significa que no estás en condiciones de generar energía para los acumuladores, lo cual significa a su vez que no podrás sumergirte en caso de peligro. —Agitó la cabeza con gesto pesimista—. En esos momentos no conseguirías evitar ni que una simple gaviota se te cagara en la gorra. Es duro, se lo aseguro —concluyó convencido—. Muy, muy duro.

—Todo en la guerra es duro —fue la seca respuesta.

—Evidentemente —admitió su interlocutor—. Pero de la misma manera que la Wehrmacht exige unos tanques cada vez mejor blindados, y la Luftwaffe pistas de aterrizaje para casos de emergencia o aparatos más rápidos, la Marina debe exigir mayor seguridad para una flota de submarinos que se encuentra desasistida en un territorio, el océano, que ha sido considerado desde siempre el feudo de nuestros enemigos. ¿Y de qué nos servirá conquistar Europa si nos vemos obligados a encerramos en ella?

—¿En cuanto desembarquemos en Inglaterra los océanos también serán nuestros?

—¿Y cómo nos las arreglaremos para cruzar el Canal, si cada uno de nuestros buques tiene que enfrentarse a cinco enemigos? ¿Ha calculado alguien la escabechina que puede producir un solo crucero pesado inglés en un convoy de tropas de desembarco? Millones de bravos soldados se ahogarían antes de que uno solo consiguiera poner el pie en las costas de Dover.

—Eso resulta evidente —admitió de mala gana el Coronel—. Y por ello me consta que la Operación León Marino ha sido postergada.

—Pero tal retraso trae aparejado que Inglaterra se refuerce con la ayuda de americanos, australianos y canadienses. La única forma de evitarlo es cercenando sus rutas de abastecimiento, y eso tan sólo podemos hacerlo nosotros. Por lo tanto, alguien en Berlín debería tomar clara conciencia de la importancia de nuestra misión e intentar facilitárnosla.

—Precisamente el mes pasado envié‚ un informe en el que…

—¡Informes! —le interrumpió el otro con brusquedad—. ¡No me hable de informes! Sé muy bien lo que suelen hacer en Berlín con los informes, pero no lo digo por respeto a las señoritas. —Abrió las manos como si semejante conversación se le antojase una pérdida de tiempo—. ¡Pero dejemos a un lado el tema! —suplicó—. No debemos aburrir a tanta belleza con problemas que en nada les atañen. Preferiría hablar de cosas mucho más agradables… —Se volvió a Ada que se encontraba sentada a su izquierda, y que había estado escuchando con el aire de no haber entendido ni una sola palabra de cuanto allí se había dicho—. ¿De dónde eres? —quiso saber.