Pasó unas horas en la isla de Tenerife, que se le antojó encantadora pese a que le sorprendió comprobar que, tal como le advirtiera Bruno Alvarado, resultaba muy difícil tropezarse con negros, semidesnudas nativas bailando cadenciosamente bajo las palmeras de las playas, o cualquier otro tipo de exotismo que cabía esperar de un lugar geográficamente tan remoto en apariencia.

Desde cubierta se despidió de la esposa del agregado naval, a la que aguardaba un verdoso automóvil en el puerto, y también le hizo un leve gesto de despedida a Queequeg, quien a partir de aquel punto la dejaba completamente desasistida.

Saberse sola en un país extraño de cuyo idioma apenas entendía media docena de palabras, consciente de que le aguardaba un incierto y denigrante futuro, le producía un angustioso desasosiego, y el hecho de recorrer como un zombi aquellas calles, aquellas plazas y aquellos parques en verdad acogedores no le tranquilizó en lo más mínimo, ni contribuyó a despejar los negros nubarrones que parecían haberse aposentado tiempo atrás sobre su cabeza.

Observaba a la gente, gente hambrienta sin duda, y que no parecía en absoluto feliz con la mala pasada que les había deparado el destino obligándoles a vivir bajo el yugo de un régimen ferozmente autoritario, pero pese a comprender lo que sentían no podía por menos que envidiar a todos y cada uno de ellos, puesto que por mal que lo estuvieran pasando, lo sufrían en su propia tierra, en compañía de sus familiares y amigos, y con la secreta esperanza de que algún día habrían de llegar tiempos mejores.

Pero ella se encontraba tan lejos de su patria que ya ni siquiera tenía la certeza de poseer una, más lejos de su familia, aunque tampoco podía estar segura de seguir teniendo familia, y abandonada a su suerte por sus escasos amigos, si es que podía considerarse amigos a quienes a decir verdad tan sólo la estaban utilizando.

Creía por tanto estar en su derecho a la hora de envidiar a la fornida lechera que se cruzaba en su camino cargando con dos pesadas cántaras, e incluso al mendigo que solicitaba unas monedas a la puerta de unas monedas a la puerta de una vieja iglesia de arquitectura típicamente colonial.

Como el enfermo incurable que observando desde la ventana de su habitación a cuantos atraviesan la calle, se confiesa a sí mismo que se cambiaría por cualquiera de ellos con tal de saberse sano, así Herman observaba los tinerfeños que iban y venían por la ancha plaza de Candelaria que se abría al puerto, o por la empinada calle del Castillo flanqueada de todo tipo de comercios.

A la caída de la tarde regresó al barco que dio el viaje hacia Gran Canaria, a la que llegó al amanecer y donde se vio obligada a transbordar a un minúsculo barquichuelo, herrumbroso y maloliente, que partió de inmediato rumbo a su destino final.

Cuando pasado ya el mediodía, las cumbres Fuerteventura hicieron su aparición en el horizonte, y milla a milla comenzaron a aproximarse a su costa de poniente batida por el mar y el viento, se le antojó que jamás había visto un lugar tan desolado, y el Capitán Akab tenía razón al afirmar que aquella áspera isla era más que un pedazo del desierto del Sáhara que se había desgajado de un continente africano que se encontraba a menos de cien kilómetros de distancia.

Ni un árbol, ni un campo cultivado, y se diría que casi ni una triste casa, y cuando al fin puso el pie en el diminuto espigón de Puerto Cabras llegó a la conclusión de que aquél era el nombre más apropiado que pudiera existir para la capital de una isla en la que sin duda alguna las cabras eran los únicos seres que tenían alguna remota posibilidad de supervivencia.

Hombres curtidos y silenciosos, de oscuros sombreros y ojos profundos parecieron desnudarla con la mirada como si supieran muy bien quién era y a qué había llegado, mientras que la media docena de mujeres que se cubrían la cabeza con negros pañolones dejaron por un instante su trabajo para observarla de arriba abajo con evidente desprecio.

Se sintió puta.

Puta desde la punta del cabello a las uñas de los pies. Puta extranjera cuyo vaporoso vestido rosa destacaba como un castillo de fuegos artificiales frente a los pesados y severos ropajes de las lugareñas.

Puta pintarrajeada cuya delicada piel contrastaba con los resecos rostros cuarteados por un sol inclemente, y cuyo suave perfume no bastaba para alejar el agrio olor a sudor y pescado de quienes llevaban horas limpiando y «jareando» cuanto habían capturado sus hombres tras toda una larga noche de dura faena en mar abierto.

Dos marineros del barcucho depositaron sus pesadas maletas sobre el muelle, y se quedó muy quieta, desconcertada y aturdida por el brillo de un inclemente sol que le golpeaba con fuerza en los ojos.

Por unas décimas de segundo le invadió la curiosa sensación de que nada de aquello era verdad y estaba viviendo un caprichoso sueño en el que en cualquier momento echaría a volar sin ayuda de nadie.

Aquella desgarradora luz, aquel descarnado paisaje y aquellos pétreos seres humanos no tenían por qué ser reales, sino tan sólo producto de una de esas cortas pesadillas que invaden a quien se encuentra muy cansado y se queda dormido por unos instantes con la cabeza apoyada en el respaldo de la butaca.

Pero por desgracia no se trataba en absoluto de una mala jugada de su imaginación.

En absoluto.

Ella, Erika Simon, hija de una vieja estirpe de banqueros culta, sensible y sin lugar a dudas inteligente, se encontraba allí, rodeada de las cinco maletas que ocultaban un provocativo y costoso ajuar de barragana, sintiendo sobre sus espaldas todo el asco y el desprecio que, en silencio, eran capaces de expresar dos docenas de palurdos analfabetos.

Pasaron apenas unos minutos que se le antojaron horas, hasta que un enorme Mercedes Benz que más parecía carroza mortuoria ya en desuso que vehículo destinado al transporte de pasajeros, se detuvo ante ella y un manco que para colmo cojeaba de la pierna izquierda se cuadró militarmente alzando su único brazo en un apenas esbozado saludo nazi, lo que dejaba en evidencia que se trataba de un exmilitar alemán.

—¡Buenos días! —exclamó—. Mi nombre es Müller. Sargento Müller. Perdone el retraso, pero es que se me pincharon dos neumáticos, y comprenderá que con una sola mano no pude solucionar el problema con la rapidez que hubiera sido de desear.

—¡Dos neumáticos! —se sorprendió ella—. Sí que es mala suerte.

—¡Oh, no, señorita! ¡En absoluto! —fue la convencida respuesta—. Lo normal es que por estos endiablados caminos se me pinchen hasta cuatro y cinco en cada viaje.

Semejante aseveración podía parecer a simple vista una rebuscada disculpa o una simple exageración, pero muy pronto la recién llegada tuvo ocasión de comprobar que respondía a la más cruda realidad, puesto que en cuanto se alejaron media docena de kilómetros de las últimas casas de la minúscula capital, cualquier rastro de carretera asfaltada desapareció, con lo que comenzaron a dar saltos sobre lo que no eran en realidad más que angostas pistas de tierra y piedras que giraban y regiraban de una forma en apariencia totalmente caprichosa a través de un agresivo paisaje que parecía estar conformado sobre todo por peladas montañas y amenazantes barrancos.

Por tres veces escucharon el violento estampido de un neumático al reventar, y por tres veces tuvieron que sudar y cubrirse de grasa cambiando la rueda.

—¿Falta mucho? —Mucho, señorita.

—¡Pero esta isla no puede ser tan grande! —se lamentó Erika Simon—. Y llevamos horas de camino.

—No es grande, no… —admitió el llamado Müller—. Pero es la más diabólicamente intrincada que he conocido. —Señaló al frente—. ¿Ve aquellas montañas a lo lejos? —Ante el mudo gesto de asentimiento añadió—: ¡Pues justo detrás está nuestro destino!

—¡No, por Dios!

—Lo lamento, pero le aseguro que así es.

En realidad Herman no necesitaba que se lo asegurase, puesto que aunque no hubiera pisado jamás la isla conocía de memoria cada detalle de su topografía, ya que había estudiado durante semanas cuantos mapas y cuantos informes le habían facilitado los servicios de documentación del SOE, hasta el punto de que podría recitar de carrerilla los nombres y la configuración de cada valle o cada villorrio que atravesaban.

Llegaron, ya muy entrada la noche, a un caserón que permanecía en silencio y en tinieblas, por lo que el sargento Müller la condujo escaleras arriba hasta un lujoso dormitorio de gigantesco lecho y cómodo cuarto de baño, permitieron que se dejara caer sobre la mullida cama para quedar profundamente dormida sin pronunciar una sola palabra.

Jamás, a todo lo largo de su vida, se había sentido tan agotada, y si en ese momento le hubieran dicho que un camión iba a pasarle por encima ni tan siquiera hubiera hecho el menor gesto por apartarse.

Despertó pasado el mediodía y al abrir el balcón se encontró frente a una ancha terraza que se abría por medio de amplios arcos al paisaje de la playa más larga, hermosa, bravía y solitaria que hubiese visto nunca.

Tendría por lo menos siete kilómetros de largo por uno de ancho, y justo a partir del punto en que concluía la arena comenzaba a ascender cada vez más abruptamente hasta alcanzar cimas de casi ochocientos metros de altitud que conformaban una especie de impresionante anfiteatro.

Era sin lugar a dudas un lugar agreste, salvaje y abandonado de la mano de Dios, que parecía conservarse como el día mismo de la Creación, excepto por la presencia de la solitaria casa que se alzaba, maciza e incongruente, casi en su mismo centro.

Una suave brisa del norte arrojaba espumosas olas contra la arena, y pese a que se encontraba a casi trescientos metros de la orilla, el rumor del mar le llegaba en brazos de ese mismo viento.

Excepto algunas bandadas de gaviotas que revoloteaban sobre la orilla o se mecían sobre las aguas, no consiguió distinguir ni un solo ser viviente en todo cuanto alcanzaba la vista, ya que el horizonte no era más que una imperceptible línea que apenas marcaba la diferencia entre cielo y mar.

Aquél era, sin lugar a dudas, el fin del mundo.

O al menos, el fin de Europa y del mundo que ella siempre había conocido.

Al poco advirtió que golpeaban suavemente a la puerta y al abrir se encontró frente a una sonriente mucama que empujaba una mesita rodante sobre la que descansaba un abundante y muy bien servido desayuno.

La dejó junto al balcón sin pronunciar palabra, se despidió con un leve ademán de cabeza y se encaminó de nuevo a la puerta en la que se cruzó con una regordeta y elegante dama de amplia sonrisa y rostro amable que le tendió la mano al tiempo que exclamaba en un alemán absolutamente impecable:

—¡Buenos días, querida! Permíteme que me presente. Soy la baronesa Hildegard von Hipper, y me siento muy feliz de tenerte entre nosotros. ¿Has descansado bien? Sé por experiencia que ese viaje resulta demoledor.

—Realmente horripilante —admitió la recién llegada—. Y lo que no comprendo es cómo no nos despeñamos diez veces por esos increíbles precipicios.

—¡La suerte, querida mía! ¡La suerte! Te garantizo que hace meses que prefiero no salir de casa con tal de no enfrentarme a esos odiosos caminos. ¡Pero desayuna, por favor! Estarás hambrienta y tienes que reponer fuerzas. ¿Te importa que fume?

—En absoluto. Se acomodaron una a cada lado de la pequeña mesa, y se diría que la baronesa se tomaba un cierto tiempo con el fin de estudiar con mayor detenimiento a la recién llegada.

—¡Muy bonita! —musitó al fin—. Realmente eres mucho más hermosa de lo que esperaba.

—¡Gracias!

—Es de justicia. Y te lo dice alguien que está acostumbrada a tratar con mujeres hermosas. Hoy mismo conocerás a varias… —Aguardó a que su interlocutora concluyera de servirse una tostada con mantequilla y mermelada, y con una extraña sonrisa inquirió al fin—: ¿Tienes idea sobre lo que vas a encontrar aquí?

—No demasiado exacta… —fue la honrada respuesta—. Algo me han contado, pero a decir verdad aún no tengo muy claro en qué consiste exactamente «mi trabajo».

—¡Nada de trabajo, querida! —pareció escandalizarse la baronesa—. ¡Nada de trabajo! ¡Qué palabra tan horrenda y malsonante! Aquí no has venido en absoluto a «trabajar», sino a disfrutar de unas hermosas vacaciones en las que nuestro deseo es que lo pases lo mejor posible dentro de nuestras limitadas posibilidades.

—¿Vacaciones? —repitió una desconcertada Erika Simon tras sorber un largo sorbo de café—. ¿A qué clase de vacaciones se refiere?

—A vacaciones en el más amplio sentido de la palabra, pequeña… —insistió su acompañante sin cambiar un ápice el tono suave y amable—. No sé qué es lo que te habrán contado, pero me lo imagino. Para muchos, esto no es más que una casa de lenocinio a la que traemos a chicas como tú con el fin de dar satisfacción a los más bajos instintos de nuestra marinería… —Hizo un leve gesto despectivo con la mano que sostenía el cigarrillo—. ¡Pero nada hay más lejos de la realidad! —concluyó.

—¿Ah, no…?

—¡Naturalmente que no, querida…! Éste es un lugar de reposo al que vienen a descansar oficiales que han pasado por largos períodos de tensión en alta mar. Hombres que no han podido comer bien, dormir sin miedo, tomar el sol o respirar aire puro desde hace meses, siempre bajo la amenaza de una muerte inminente y terrible. Vienen aquí, y durante un par de semanas, comen carne y verduras frescas, duermen sin miedo, disfrutan del sol y respiran todo el aire puro que necesitan. También pueden beber hasta caer redondos, deporte, jugar a lo que se les antoje, y disfrutar En siempre gratificante compañía de unas señoritas, que han sido invitadas con ese fin, pero no, desde luego, con la intención de que sean utilizadas sexualmente si ése no es su deseo.

Herman observó a su interlocutora como si estuviera viendo a un ser de otro planeta. Tardó unos minutos en asimilar lo que acababa de decirle, y por último inquirió como si temiese no haber entendido bien:

—¿Quiere decir con eso que si no lo deseo…?

—Si no lo deseas, querida mía, no tienes la menor obligación de acostarte con nadie. Cierto es que esperamos de nuestras invitadas «la mayor colaboración posible», pero se trata naturalmente de una esperanza, no de una exigencia. Pretendemos que seas amable, simpática, buena conversadora y capaz de escuchar con paciencia los problemas de unos hombres que viven sometidos a increíbles tensiones, y que lo que en verdad desearían es volver junto a sus esposas y sus novias, pero eso es todo. Si personalmente te apetece concederle a alguno de ellos «una atención más íntima» y personal, mejor que mejor, pero eso queda siempre a tu libre albedrío.

—¡Caray!

—¿Cómo has dicho?

—He dicho «caray», puesto que si quiere que le sea sincera lo que me está aclarando poco o nada tiene que ver con lo que esperaba.

—¿Y qué es lo que esperabas? ¿Una casa de putas? ¿Realmente imaginas que los oficiales de la marina alemana, muchachos de buena familia que han estudiado en las mejores universidades, anhelan abandonar la lucha por su patria para empantanarse en un burdel frecuentado por borrachos y macarras? —La rubicunda matrona negó una y otra vez con un suave ademán de la cabeza—. ¡No, querida! Ni ellos lo desean, ni nosotros seríamos capaces de cometer el error de menospreciarlos de ese modo… —Aspiró profundamente, como si se le llenara el pecho de orgullo al añadir—: Nuestros, oficiales se merecen una vida sana, buena comida y mucho deporte, cariño y comprensión… —Alzó significativamente el dedo para concluir—. Y un poco de aquello que más pueda parecerse al amor.

—Entiendo… —admitió su interlocutora al tiempo que endulzaba su segunda taza de café—. Lo entiendo y lo apruebo puesto que se trata evidentemente de un punto de vista muy acertado.

—¿Quiere eso decir que puedo esperar la mayor colaboración por tu parte?

—¡Naturalmente!

—En ese caso, y antes de presentarte a tus amigas, tan sólo me queda pedirte una cosa más…

—Lo que usted diga.

—Debes ser cariñosa, amable, simpática, apasionada… ¡Lo que prefieras!, pero procura, y eso te lo suplico muy encarecidamente, que nunca se enamoren de ti.

—¿Cómo ha dicho? —quiso saber Herman un tanto perpleja.

—Que procures que se diviertan y se olviden por un tiempo del mar y de la guerra, pero que te esfuerces por evitar que regresen a ese mar y esa guerra imaginando que dejan atrás algo importante. Por la difícil situación que atraviesan, no resulta extraño, y de hecho ya ha ocurrido, que alguno crea haber encontrado el amor de su vida en una hermosa muchacha con la que ha pasado unos días maravillosos en una romántica playa de una exótica isla.

—Resulta comprensible… —le hizo notar Erika Simon—. Si les están proporcionando el marco y medios adecuados, nadie debe sorprenderse de que así llegue a ocurrir…

—Y no nos sorprendemos, querida. Por desgracia sucede y lo aceptamos como un riesgo, pero nos consta que luego, cuando vuelven a la soledad de sus literas de un atestado y maloliente submarino y comienzan a pensar en que esa maravillosa mujer de la que creen estar enamorados se encuentra ahora en una enorme y perfumada cama en compañía de un camarada, acaban por darse cabezazos contra los mamparos.

—¿Contra qué?

—Contra los mamparos.

—¿Y eso qué es?

—¡Las paredes, querida! ¡Las paredes…! Pero en los barcos y los submarinos no se llaman paredes; se llaman «mamparos».

—¡Bueno es saberlo! ¡Mamparos! —La muchacha sonrió de oreja a oreja—. Pero puede estar tranquila; por mi culpa nadie se dará de cabezazos contra los mamparos.

—Más vale que así sea, porque recuerda algo esencial: nunca, bajo ninguna circunstancia, la armada aceptará que uno de sus oficiales mantenga una relación seria y duradera con cualquiera de vosotras… Ésa es la única condición que nos han impuesto… —Se puso en pie al tiempo que le dirigía la más encantadora de sus sonrisas—. Y ahora tómate tu tiempo, prepárate un buen baño, relájate y ponte, guapa porque a la hora de la cena conocerás al resto de nuestros invitados.

Eran seis muchachas preciosas, elegantes, discretas y en cierto modo distinguidas, que poco o nada tenían que ver con la idea de un prostíbulo, y que la acogieron con especial afecto y muestras de simpatía.

Había también dos hombres: el Coronel, un oscuro personaje serio y taciturno que al parecer vivía amargado porque su frágil salud le impedía vestir uniforme y luchar en el frente, viéndose relegado a realizar las labores de administrador general en un lugar que consideraba poco menos que indigno, y el encantador Capitán de corbeta Günther Spee, al que una violenta explosión le había dejado tuerto y con el rostro convertido en una especie de espantoso mapa en relieve, pero que pese a ello mantenía, al contrario que el Coronel, una actitud vitalista, positiva y entusiasta.

De las chicas, dos, Elsa y Ulrike, solían mantener el peso de la conversación, y ello se debía probablemente a que eran universitarias, y pese a que la segunda mostraba una cultura general muchísimo más Profunda la primera poseía un agudo ingenio, una gracia natural y un punto de picardía que la convertía en una criatura absolutamente deliciosa.

Dando muestras de una encomiable discreción, ninguno de los comensales, incluida la Baronesa, aventuró el más mínimo comentario sobre la auténtica personalidad de la recién llegada, ni sobre las razones que la habían impulsado a unirse al grupo, como si existiese un acuerdo tácito que limitara su relación al lugar y el tiempo en que se encontraban; lugar y tiempo frutos de una situación excepcional y que constituía un paréntesis que nada tenía que ver con lo que había quedado atrás, ni con lo que podría acontecer el día de mañana.

En el inmenso caserón de estilo colonial de aquella perdida playa en la más remota de las islas, ella no era más que Greta, al igual que el resto de las «invitadas» no eran más que Elsa, Ulrike, Ada, Ute, Ursula o Alexandra.

La velada resultó por lo tanto realmente encantadora y la cena, a base de pescados recién capturados en el cercano mar, verduras frescas, excelentes quesos del lugar, un prodigioso vino blanco procedente de la isla de Lanzarote y café colombiano de primera absolutamente exquisita.

Más tarde, acomodados en la amplia terraza que abría al océano y disfrutando de una agradable brisa que llegaba del norte, se sirvieron toda clase de licores, y la mayor parte de las muchachas encendieron largos y oscuros cigarros que les conferían un aspecto y un aire en cierto modo sensual.

—¡Te los recomiendo! —le indicó Elsa ofreciéndole uno—. Los fabrican en Tenerife, son muy suaves, y hacen menos daño que un cigarrillo, ya que no están envueltos en papel. Lo que verdaderamente destroza los pulmones es el humo del papel, no el del tabaco.

Erika Simon aceptó con cierto recelo el ofrecimiento, y aunque en un principio tuvo la sensación de que se abrasaba la garganta, pronto le tomó el gusto, por lo que se recostó en la ancha butaca de blanco mimbre lanzando al aire una densa columna de humo.

—¡Voluptuoso! —admitió.

—Te sienta muy bien —admitió Alexandra, que era una muchacha por lo general reservada, pero que no parecía perder detalle de cuanto ocurría a su alrededor como si estuviera intentando asimilarlo todo con el fin de llegar a convertirse algún día en una criatura tan irresistible como Elsa—. El primer hombre que te vea en esa actitud, se prendará de ti.

—Cualquier hombre se prendaría de cualquiera de vosotras —intervino con un curioso tono de voz la Baronesa, que casi de inmediato se volvió a la recién llegada para puntualizar—: Hay algo que aún no te he dicho, y que debo aclararte delante de tus compañeras para que nunca existan malentendidos al respecto: en esta casa no se admiten las rivalidades ni los celos. Todas sois iguales, y todas debéis aceptar las reglas a rajatabla. Son los hombres los que deben expresar siempre sus prioridades y elegir libremente a su pareja. Cada uno de ellos suele tener unas determinadas preferencias sin que podamos saber cuál es la razón, y lo que importa es respetarlas. ¿Entiendes lo que te estoy queriendo decir?

—Supongo que está muy claro… —reconoció Herman.

—Me alegro por ti, ya que eso significa que, por mucho que te guste alguien que se encuentre acompañado no debes hacer nada, ¡absolutamente nada!, por atraer su atención, a no ser que su pareja te o pida expresamente.

—¡Una norma muy sensata!

—E imprescindible a la hora de mantener la armonía… —intervino Ulrike en tono conciliador—. Debes tener muy presente que hemos aceptado de buen grado venir aquí con el único fin de hacer la vida agradable a unos hombres que quizá muy pronto acaben a miles de metros en el fondo del mar. Todos nuestros sentimientos y todos nuestros problemas personales deben quedar por tanto relegados a un segundo término.

—¿Y se consigue?

—¡Naturalmente! —puntualizó la baronesa Hildegard Von Hipper—. Quien no anteponga el deber a otra consideración, regresa de inmediato a Alemania. —Lanzó un profundo suspiro de disgusto—. De hecho ya hemos tenido que prescindir de dos compañeras pese a que eran muchachas realmente valiosas, pero que no supieron tragarse a tiempo su orgullo. Todas sois hermosas, todas agradables y todas muy atractivas y por lo tanto resulta estúpido empantanarse en una absurda competición por demostrar algo que a nadie le importa.

—Pero en algún caso pueden intervenir los sentimientos —aventuró Erika Simon con cierta timidez—. Si un hombre te atrae de un modo muy especial…

Elsa apagó su cigarro en un cenicero de cristal tallado a la vez que le colocaba la mano sobre el antebrazo apretándoselo con suavidad al tiempo que le hacía notar:

—Recuerda que no hemos venido aquí a satisfacer nuestros deseos, ni a dar rienda suelta a nuestros sentimientos. Estamos al servicio de una única causa: llevar una bocanada de aire fresco al ardor de la guerra, y eso es lo que cuenta, puesto que de lo contrario sería como si los soldados decidieran disparar o no sobre un determinado enemigo según les resultara más o menos simpático.

No podía negarse que había una cierta lógica en sus palabras, y durante los días que siguieron Erika Simon dispuso de infinidad de ocasiones para meditar a solas sobre cuanto se había dicho esa noche y sobre cuanto conseguía ir averiguando sobre la extraña comunidad que habitaba en el cómodo caserón de una perdida playa de las islas Canarias.

La Baronesa, hija de comandante de submarinos, viuda de comandante de submarinos y madre de comandante de submarinos, había creado aquel original operativo partiendo de una dilatada experiencia personal y un más que encomiable sentido común.

Largas y sinceras conversaciones con los hombres de su entorno familiar le habían llevado a saber, mejor que nadie, qué era lo que sentían cuando se encontraban a casi cien metros de profundidad y rodeados de buques enemigos que los buscaban como los perros que olfatean el rastro de una presa.

Tenía por lo tanto muy claro cuáles eran los sueños y los más íntimos deseos de quienes se veían obligados a sufrir tales tormentos, y le constaba que no era lo mismo el miedo natural que experimentaba un soldado que luchaba bajo el sol o bajo las estrellas, que el pánico visceral y la angustiosa sensación de claustrofobia que se apoderaba de un hombre encerrado en un cilindro de metal que estaba a punto de convertirse en su definitivo ataúd.

Nadie más que el tripulante de un submarino, o el pocero atrapado en el fondo de una mina, sabía lo que significaba estar dispuesto a dar años de vida por el simple placer de respirar una bocanada de aire puro o advertir cómo los rayos del sol le calentaban la piel.

Nadie más que el tripulante de un submarino sabía cuán larga podía llegar a ser una noche en la que el casco crujía y se lamentaba amenazando con destriparse por cualquier juntura inundando de agua salada el camarote y enviándole al fondo del mar para siempre.

Nadie más que el tripulante de un submarino tenía conciencia de cuán helado es el rayo que recorría la espina dorsal cuando en el pesado silencio resonaba el ping que significaba que el asdic de un destructor les había localizado y en cuestión de segundos comenzarían a estallar a su alrededor las temidas cargas de profundidad.

Hildegard von Hipper había llegado por tanto a la conclusión de que durante sus escasos períodos de descanso no se podía tratar de igual modo a un soldado de infantería, a un piloto o un marino de la flota de alta mar, que a un tripulante de submarino.

Estos últimos no necesitaban alcohol, mujeres, bullicio y aturdimiento durante largas juergas nocturnas, sino más bien aire puro, sol, paz, silencio y una infinita capacidad de afecto.

Por todo ello, se esforzaba en hacer comprender a «sus chicas» que no sería únicamente sexo lo que aquellos desgraciados vendrían a buscar en su compañía, sino más bien una auténtica cura de reposo a través de la cual conseguir que unos nervios excesivamente tensos dejaran de comportarse como cuerdas de guitarra y regresaran, poco a poco, a su estado natural.

—No obstante, debo advertiros que no puede aplicarse una fórmula común, puesto que cada ser humano reacciona de diferente modo cuando se ve sometido a presiones extremas —repetía con frecuencia—. Por lo tanto, lo que importa es tratar de analizar a cada «paciente» con el fin de aplicarle el tratamiento idóneo. Aunque os sorprenda lo que digo, en este caso, más que como amantes debéis comportaros casi como enfermeras.

Recostada en un cómodo butacón de su ancha terraza, contemplando la noche y escuchando cómo las olas reventaban contra las rocas y la arena, Erika Simon dejaba pasar las horas esforzándose por asimilar esta nueva e inesperada faceta de su difícil misión.

Había llegado a la isla convencida de que no era más que un pedazo de carne de cama condenada a que un sinfín de marinos borrachos la utilizaran a su antojo, para descubrir que pretendían convertirla en una aprendiz de siquiatra de tres al cuarto, o una especie de paño de lágrimas sobre cuyo hombro vendrían a llorar sus penas quienes tal vez un día antes habían hundido un mercante repleto de inocentes pasajeros.

Cuanto la Baronesa proponía resultaba lógico y aceptable desde el punto de vista estrictamente alemán, pero absurdo y rechazable desde el punto de vista de cuantos sufrían en sus carnes las asechanzas de la cruel y alevosa «manada de lobos» que era como le gustaba calificar al almirante Doenitz a la temible fuerza submarina que había creado.

Aclamados héroes para unos, fríos asesinos para otros, resultaba hasta cierto punto aberrante tener que aceptar que tras haber surgido, como monstruos abisales, de lo más profundo de las aguas, y haber masacrado a un centenar de desprevenidos e indefensos pasajeros, aquellos hombres recibieran como premio las caricias de media docena de preciosas muchachas que intentarían consolarles por los malos ratos que hubieran podido pasar durante el transcurso de sus criminales acciones.

¡La guerra!

¡Santo Dios, la guerra!

La guerra poseía una deleznable capacidad de distorsionar las mentes más preclaras, impidiéndoles percibir colores y matices, ya que lo transformaba todo en negro o blanco según fuese la bandera que ondease en el mástil.

Para la dulce y encantadora Hildegard von Hipper, su padre, su marido y sus dos hijos, eran a todas luces seres maravillosos puesto que habían aceptado de buen grado las incomodidades y los inimaginables sacrificios que suponía la vida a bordo de un claustrofóbico submarino por amor a su patria, mientras que para miles de hijas, esposas y madres de marinos aliados, aquélla era una sucia estirpe de sádicos tiburones.

Herman se esforzaba por determinar cuál debería ser su actitud personal ante semejante situación, y no tardó en llegar a la conclusión de que lo único que podía hacer era no adoptar ninguna.

Tenía la ineludible obligación de mantener el corazón frío y la mente equilibrada, puesto que a decir verdad lo que se le estaba exigiendo no era juzgar unas determinadas acciones por terribles que fueran, sino intentar impedir por todos los medios a su alcance que la imparable sangría de vidas humanas y barcos hundidos fuese a más con la aparición de un nuevo submarino cuya capacidad de destrucción parecía superar cuanto existía en aquellos momentos a lo largo y ancho de los océanos.

¿Cómo conseguirlo?

De momento no había nadie en Fuerteventura que pareciese capaz de proporcionarle la más mínima información al respecto, ya que las muchachas poco debían saber sobre el tema, el Coronel era un hombre retraído y taciturno del que resultaba tarea titánica extraer una sola palabra, y al maltrecho Capitán de corbeta Günther Spee no parecían interesarle más que la pesca, la lectura y pasarse las horas pegado a la radio escuchando lejanas noticias de una guerra que vista desde allí resultaba muchísimo más lejana.

La Baronesa era la única persona de la casa de la se podría obtener algún tipo de información, Erika Simon no le pasaba desapercibido que se trataba de una mujer muy inteligente, y que la más leve alusión al respecto levantaría sospechas.

Decidió por tanto armarse de paciencia y aguardar la llegada de aquéllos a quienes tenía la obligación de consolar.

La guerra iba sin duda para largo.