Viajó sola a Lisboa para hospedarse en un discreto hotel de las afueras, donde aguardó, impaciente, noticias e Bruno Alvarado.
Cuando al fin el medio canario le telefoneó, fue para ordenarle, escuetamente, que obedeciera en todo a un tal Joao Pinto.
El tal Joao Pinto hizo su aparición a la tarde siguiente y se presentó como un «hombre de negocios» de Oporto que acudía con frecuencia a las corridas de toros de Sevilla en compañía de alguna atractiva profesional, lo cual hacía que su presencia en el país vecino jamás despertara sospechas.
—Tendremos que compartir, eso sí, la misma habitación y la misma cama —aclaró—. La policía española no desconfía de mí, pero tampoco es tonta.
—No hay problema —fue la tranquila respuesta de la muchacha—. A eso he venido.
—Me alegra saberlo —admitió el portugués—. El último bonzo al que introduje en España haciéndole pasar por mi chofer, me causó un sinfín de problemas.
—¿«Bonzo»? —Se sorprendió Erika Simon—. ¿Qué es un «bonzo»?
El interrogado, un hombre de enormes mostachos, notable papada y un diente de oro que brillaba como un faro en mitad de la noche, la observó de medio lado para acabar por inquirir con ironía:
—¿De verdad no sabes lo que es un «bonzo»…? —Ante la muda negativa añadió burlón—: Tradicionalmente «bonzo» es una especie de monje oriental que a veces se inmola en defensa de sus creencias… —Abrió las manos como si con ello quisiera aclararlo todo—. Pero para la Ejecutiva de Operaciones Especiales, «bonzo» es todo alemán que está dispuesto a morir por liberar a su país de los nazis.
—Nadie me había hablado de ello —reconoció la muchacha.
—¡Curioso…! —fue la respuesta—. ¿Cuánto hace que perteneces al SOE?
—¿Al qué?
—A la Ejecutiva de Operaciones Especiales
—¿Los servicios secretos? Muy poco…Trabajé como traductora para el almirantazgo, pero sólo hace tres semanas que me reclutaron como agente.
—Pues jodidas deben estar las cosas si el amigo Gubbins tiene que recurrir a novatos —sentenció el portugués—. Pero imagino que no deben andar sobrados de mujeres guapas dispuestas a sacrificarse.
—¿Quién es Gubbins?
—¿Realmente no lo sabes? —El bigotudo se encogió de hombros—. Supongo que intentan ocultarlo, pero entre los del oficio es un secreto a voces. Se trata del general Colin Gubbins, jefe supremo y cabeza pensante del SOE. —Le guiñó un ojo—. Y el hombre al que más ganas tienen de cargarse los nazis… Después de Churchill, naturalmente… —Hizo un ademán hacia el pesado armario de vieja madera—. Y ahora es mejor que hagas las maletas. Me gustaría dormir cerca ya de la frontera.
Esa misma noche el tal Joao Pinto demostró ser un amante aceptable, respetuoso, y en cierto modo galante a su manera un tanto brusca, y lo peor que se le podía echar en cara era que le apestaban los pies desde el momento mismo en que se quitaba los zapatos.
Ya durante el largo viaje por polvorientas carreteras que eran más bien un puro bache, traqueteando en el interior de un viejo Ford de techo de lona que debió conocer tiempos de gloria cuando avanzaba impulsado por gasolina, pero que ahora renqueaba y tosía cargando a la espalda un pesado gasógeno, Erika Simon había creído percibir ligeros ramalazos de aquel hedor denso y penetrante que llegaba de pronto desde no sabía dónde.
En un principio pensó que se trataba de los olores propios de la campiña que atravesaban, tal vez el estiércol de las cuadras o aguas estancadas en los márgenes de las carreteras, pero poco a poco llegó a la conclusión de que provenían de su compañero de viaje, y no le cupo ya duda alguna en cuanto penetraron en la oscura estancia de recargados muebles y pesados cortinajes del vetusto hostal fronterizo.
Y es que eran tiempos aquellos de malos olores.
Tiempos de mugre y de miseria incluso para quienes se mantenían al margen de la contienda que arrasaba la mayor parte del continente, puesto que la guerra afectaba también a cuantos la vivían de lejos al herir de muerte el normal intercambio de materias primas que constituían la espina dorsal del comercio y el bienestar común.
Una simple pastilla de jabón o un trozo de papel higiénico se convertían a menudo en un preciado tesoro, y acostumbrada desde niña a la ropa muy blanca y con un suave olor a manzana o a jazmines Erika Simon experimentaba ahora una profunda angustia al observar cómo ni su propia ropa interior conseguía estar nunca blanca y perfumada.
Malos tiempos son aquéllos en los que el ser humano se ve obligado a tomar conciencia de las miserias de su propio cuerpo.
El hecho de verse obligada a pasar la noche en aquel deprimente lugar sin más posibilidad de aseo personal que una descascarillada palangana, una jarra de agua de color impreciso y una áspera toalla que apestaba a humedad, le llevó a la conclusión de que el horror de las guerras iba mucho más allá de la violencia y la muerte, y eran situaciones como la que estaba viviendo las que mejor reflejaban la estúpida sinrazón de semejantes enfrentamientos.
Hacer el amor sobre un colchón que sin duda se encontraba plagado de chinches, con un extraño al que le hedían los pies, sin haberse conseguido desprender siquiera del polvo del camino, constituía a decir verdad un pequeño suplicio para alguien que, desde que tenía memoria, se había ido a la cama cada noche tras un relajante baño de espuma.
Y para colmo de males, Joao Pinto roncaba a destiempo.
A largos silencios que invitaban a conciliar el sueño sucedían sin preaviso agónicos graznidos que parecían surgir de la tumba a la que ya hubiera sido arrojado el durmiente, y por un instante obligaba a los testigos a mantener el alma en vilo abrigando el absoluto convencimiento de que su compañero de cama acababa de caer fulminado por un infarto.
Pero volvían de inmediato la calma y el silencio; la suave respiración casi inaudible; la paz que de un modo indefectible se quebraba uno, dos, diez, o veinte minutos más tarde.
Larga noche para el olvido, aunque suelen ser ésas las noches que permanecen para siempre en el recuerdo.
Noche de puta barata y sin experiencia.
Noche en la que ni siquiera una lágrima sirve de consuelo.
Y con la llegada del nuevo día, la irónica invitación a «desayunar bajo las sábanas» teniendo que soportar un hedor añadido al de los pies sudados.
A la hora de enjuagarse la boca y vencer las arcadas Erika Simon se planteó una vez más si tal vez no había sobreestimado sus fuerzas al aceptar convertirse en Herman.
—Cuando te asalten las dudas trata de pensar en los miles de muchachos de la edad de tu hermano que se ven obligados a matar a sangre fría —le había recomendado Magdala durante sus largas charlas nocturnas—. Permitir que un cerdo te obligue a mamársela o te ponga «a cuatro patas y mirando a La Meca», es siempre mucho mejor que degollar a un chico al que jamás has visto, hundir un barco cargado de gente inocente, o bombardear una ciudad dormida.
—¿Y cómo es posible que hayamos llegado a esto? Magdala no tenía, evidentemente, respuesta a esa pregunta, pero el Capitán Akab si la tenía:
—A mi modo de ver, la culpa la tiene el Tratado de Versalles. Si las compensaciones económicas que se le impusieron a Alemania al final de la Gran Guerra no hubieran sido tan increíblemente escandalosas, no se hubieran dado las condiciones idóneas para que, años más tarde, se creara el caldo de cultivo en el que pudo crecer y proliferar el nazismo. Existe un momento justo para machacar al enemigo, pero existe otro en el que conviene darle un respiro si no queremos que en su desesperación se revuelva con más bríos que antes. Nuestros padres no lo comprendieron así, y ahora nos toca pagar las consecuencias.
Extraño mundo aquel en el que los errores de unos políticos ingleses ya desaparecidos obligaban a la heredera de una dinastía de banqueros judíos a tener que «desayunar bajo las sábanas» de un portugués bigotudo y maloliente.
Extraño mundo en verdad.
Meditó sobre ello mientras avanzaban a trompicones por entre olivos y encinas, y aún continuaba meditando sobre ello cuando alcanzaron la frontera española en la que sus aduaneros dedicaron muchísimo más tiempo a revisar el automóvil y el equipaje que en reparar en la filiación de los viajeros.
—Es por el estraperlo… —se limitó a señalar su acompañante—. Para esta gente resulta muchísimo más rentable confiscar un kilo de harina o una docena de huevos, que atrapar a un posible espía inglés… ¡El hambre!
El hambre era como una gruesa y sucia manta que cubría a un desgraciado país recién salido de la más cruel guerra civil que hubieran contemplado los siglos, y era esa hambre el único motor que parecía mover a la mayor parte de sus famélicos habitantes.
Hambre y rencor en los vencidos; prepotencia y derroche en los vencedores, y una palpable e inquietante sensación de nación irreconciliablemente dividida por una contienda que no parecía haber concluido con el último disparo de mortero.
Por fortuna, Joao Pinto se desenvolvía en aquel enrarecido ambiente como pez en el agua.
Sabía adoptar la actitud adecuada y pronunciar la palabra justa en cada caso, y pese a que en privado jamás fumaba, tenía siempre a punto un paquete de cigarrillos que se apresuraba a compartir con cuantos le rodeaban.
El difícil arte de hacer amigos tenía en el portugués su más señera figura, y adondequiera que llegara era recibido con espectaculares abrazos y cariñosas palmadas en la espalda.
Jamás hablaba más que de fútbol o de toros, y en cuanto algún contertulio hacía la más mínima alusión a la política o a la cruel guerra que se estaba librando en el resto de Europa, torcía el gesto y amenazaba con marcharse si se insistía en el tema.
—Religión, dinero y política suelen ser las tres cosas por las que se destruyen familias y amistades —decía—, y yo ya he enterrado a dos hermanos Tengamos la fiesta en paz y dejemos que los que se quieren matar se maten sin comentarios.
—Pero ¿quién crees que ganará la guerra?
—Desde luego los portugueses no, y como no la vamos a ganar nosotros, ¿qué más da quien lo haga…?
De ahí nunca lograban sacarle y por lo tanto la conversación solía regresar de inmediato a la última faena del único santo que él veneraba: Manolete.
—¿Quién es Manolete?
En mala hora se le ocurrió a Erika Simon abordar semejante tema, puesto que durante las interminables horas que duró el viaje entre Badajoz y Sevilla, Joao Pinto no hizo otra cosa que alabar la singular grandeza del más valiente matador que jamás hubiera pisado el albero de una plaza.
¡Sevilla!
Erika Simon ansiaba dar largos paseos por una mítica ciudad de la que había oído hablar maravillas, pero ni tan siquiera le permitieron vislumbrarla más que a lo lejos, ya que se encontraban a menos de cinco kilómetros de sus primeras casas en el momento en que se desviaron por un diminuto caminillo de tierra, para ir a detenerse en el luminoso patio central de un blanco cortijo de altos muros.
Bruno Alvarado la aguardaba sentado en el brocal de un viejo pozo.
Sonreía.
—¿Qué tal el viaje? —quiso saber tras besarla con especial afecto.
—Soportable.
—¿Y nuestro común amigo?
—Soportable también, aunque lo sería más si fuera cojo.
—Le apestarían los muñones.
—¿O sea qué lo sabías?
—Los pies de Joao Pinto son tan famosos que se está pensando seriamente utilizarlos como arma secreta, aunque tememos que la Convención de Ginebra ponga objeciones.
—Podrías haberme advertido.
—¿Para qué? ¿Para perderte antes de tiempo? Ahora podemos estar tranquilos. Si has conseguido sobrevivir a un viaje de dos días con Joao Pinto, el resto es pan comido.
—Lo que no entiendo es por qué diablos no hicimos el viaje juntos —se lamentó Herman—. Si también tenías que venir, no veo la necesidad de hacerlo por caminos distintos.
—Toda precaución es poca —le hizo notar Bruno Alvarado mientras la tomaba por el brazo y la conducía suavemente hacia el frondoso jardín que se abría al otro lado de un amplio arco—. Yo ahora viajo con pasaporte español, porque de hecho he nacido en Tenerife, y la policía podría preguntarse qué diablos hago en compañía de una alemana y sabiendo como saben que la mayor parte de mi familia es inglesa. De hecho el régimen franquista no me ve con buenos ojos, puesto que durante la guerra civil elegí no tomar partido.
—¿Y cómo lo conseguiste? —se sorprendió ella—. Tenía entendido que todos los españoles en edad de empuñar un arma tuvieron que ir al frente. De un bando, o del otro.
—Cuestión de suerte —fue la respuesta—. Cuando estalló el «Glorioso Movimiento Nacional» encabezado por el general Franco, me encontraba estudiando en Inglaterra con vistas a convertirme en ingeniero naval siguiendo nuestra vieja tradición familiar. Mi bisabuelo era ingeniero naval, y mi abuelo se instaló a principios de siglo en Tenerife con intención de montar unos modernos astilleros que sustituyeran a los viejos «carpinteros de ribera» que únicamente construían los pequeños barcos de madera que por aquel entonces se utilizaban en las islas. Habían llegado los tiempos del vapor y los cascos de hierro, y en ese campo los ingleses estaban considerados los mejores especialistas del mundo. —Se encogió de hombros como si lo que fuera a decir a continuación se le antojara lo más natural del mundo—. Lógicamente a los pocos meses mi abuelo ya se había enamorado de una chicharrera con la que se casó al año siguiente.
—¿Y qué es una «chicharrera»?
—A los nacidos en Tenerife nos suelen llamar «chicharreros» porque nos encantan los chicharros, que son una especie de sardinas.
—Entiendo. Continúa…
—Tuvieron cuatro hijas, una de ellas, mi madre, que desde los catorce años comenzó a coquetear con el canario más canario que haya nacido nunca; un Alvarado de la Orotava. Pero parece ser que mi abuelo, hombre astuto y severo, puso una única condición para acceder a semejante relación: el novio debía estudiar ingeniería naval con el fin de que el día de mañana pudiera hacerse cargo de sus astilleros… —El Capitán Akab pareció sonreír para sí mismo—. Yo creo que lo que en verdad pretendía era distanciar una temporada a la pareja para que no tuviese lugar lo inevitable, o para cerciorarse de que un amor tan tempranero acabarla por consolidarse.
—Y supongo que así fue.
—En efecto. Mi padre era un canario cabezota que adoraba a mi madre. Se fue a Inglaterra, obtuvo el título a base de mucho sudor y muchas lágrimas, se casó, se puso al frente de los astilleros y tuvo tres hijos. Yo soy el único varón, y en cuanto cumplí los catorce años me enviaron a estudiar a Londres. Por eso mi apellido es español, tengo aspecto de español y en muchos aspectos me comporto como un auténtico español, pero mis raíces y mi educación son típicamente británicas, lo cual no es óbice para que los fascistas crean que mi obligación hubiera sido regresar a Tenerife a fusilar a mis amigos de la infancia.
—¿Y qué te va a pasar ahora?
—Supongo que nada. Simplemente quedaré como un cerdo que aprovechó su mitad inglesa para no participar en una guerra civil, y que ahora aprovecha su mitad española para no participar en una guerra mundial.
—¿Y no te importa lo que piensen de ti?
—¿A mí? —pareció asombrarse su interlocutor—. ¡Ni lo más mínimo! Personalmente sé que hice todo cuanto estuvo en mi mano en favor de la causa republicana, y gracias a ello mantengo muy buenas relaciones con gente que nos puede ayudar.
—Sin embargo —argumentó Erika Simon—, tal como veo por aquí las cosas, te arriesgas a que te amarguen la vida en cuanto regreses a casa.
—Lo sé —admitió el Capitán Akab seguro de lo que decía—. Y por ello, y con muy buen criterio, mi familia ha decidido «desterrarme» a la isla de Lanzarote, donde tendré que hacerme cargo de unos pequeños astilleros para barcos de pesca que montamos allí hace años. —Le guiñó un ojo con picardía—. Y al mismo tiempo tendré que ocuparme de un taller de reparaciones de motores marinos que acabamos de inaugurar en la vecina isla de Fuerteventura…
—¡Muy astuto! —comentó la muchacha con una significativa sonrisa—. La cobertura perfecta.
—¡Cuasi perfecta! —puntualizó su interlocutor—. Fuerteventura y Lanzarote están consideradas el confín de España; un lugar al que no se envía más que a los que tienen que purgar sus culpas, o en el que se ocultan quienes están intentando desertar. Y por lo visto ambos casos se dan en mi persona.
—Lo cual obliga a suponer que a nadie se le ocurrirá la absurda idea de que en realidad eres un valiente espía que se está jugando la vida por una causa justa.
—¡Exactamente! —fue la sincera respuesta—. En apariencia dividir‚ mi tiempo entre el astillero, el taller de motores, y largas estancias en los caladeros de pesca de la costa africana… —Le golpeó con afecto el antebrazo como si buscara tranquilizarla—. Pero lo que en realidad estaré haciendo es protegerte.
—Nunca lo he dudado.
—Pese a ello, eres tú misma quien mejor debe protegerse —puntualizó Bruno Alvarado apuntándole con el dedo—. ¡Recuerda! Ni una palabra en inglés, desprecio hacia los judíos y fidelidad hasta la muerte al Führer.
—¡Lo sé, lo sé…! —admitió ella de mala gana—. ¡Me lo has repetido mil veces!
—Pocas se me antojan, porque de un minúsculo error tuyo depende toda la operación. —Le indicó el banco de piedra que se alzaba frente a una diminuta fuente rodeada de macetas de geranios invitándole con un gesto a que tomara asiento al tiempo que añadía—: Hay algo más que en el último momento me han ordenado que te pida: procura averiguar cuanto puedas sobre «buques corsarios».
—¿Y eso qué es? —Un nuevo truco de esos cerdos. Barcos mercantes de apariencia inofensiva que navegan bajo bandera de países neutrales, con lo qué consiguen aproximarse a sus víctimas sin levantar sospechas. De pronto, y cuando nadie se lo espera, salen a relucir los cañones y los torpedos y en cuestión de minutos mandan a un barco al fondo.
—¡No puedo creerlo!
—Tampoco lo creíamos nosotros, pero hay testigos y ya no tenemos duda. Sabemos por lo menos de cuatro: el Komet, el Thor, el Pinguin y el Atlantis, que es el que más daño nos está causando. Constantemente cambian de aspecto, de nombre y de nacionalidad, pero si averiguas algo respecto a ellos no dejes de comunicárnoslo en el acto.
—¿Hemos armado nosotros alguno de esos «buques corsarios»?
—No que yo sepa, y tampoco los necesitamos. Aparentemente dominamos el mar, por lo que no tenemos que recurrir a ese tipo de trucos, lo cual no excluye que algún día acabemos utilizándolos. Los alemanes son muy listos —añadió—. Continuamente nos sorprenden con nuevas armas o con sucias artimañas que les permiten sacar un mayor provecho a las que poseen, y debemos aprender a actuar como ellos. —Guardó silencio unos instantes, observó el chorro de agua que se elevaba para caer de nuevo en una graciosa curva, y lanzando una especie de resoplido añadió—: Ésta no es una guerra de trincheras y bayonetas como la del catorce. Es una guerra cada vez más adelantada técnicamente, y nuestros servicios secretos sospechan que los científicos alemanes están trabajando sobre algo verdaderamente terrible.
—¿El Barracuda?
—Desde luego. Pero también acabamos de descubrir que sus pilotos más inexpertos son capaces de volar en plena noche sin desviarse un metro, para dejar caer sus bombas con precisión matemática sobre sus objetivos. Cómo cojones consiguen acertar con tanta facilidad cuando nuestros mejores pilotos fallan una de cada tres veces, es algo que nadie se explica. —Lanzó un sonoro escupitajo que parecía querer mostrar la magnitud de su frustración—. Ya no basta con ser valientes estar bien armados —concluyó—. Ahora resulta prescindible usar la imaginación, y eso es algo que también te concierne.
—¿A mí? —se asombró Herman—. ¿Qué tengo que ver con todo eso?
—Que vas a convivir con los mejores hombres del enemigo; con los tripulantes de los submarinos que están machacando nuestras líneas de aprovisionamiento o hundiendo impunemente nuestros acorazados. Una palabra aquí y una frase suelta allí te pueden dar pistas sobre algo que ignoramos Y que tal vez sea de vital importancia.
—¡Jodido esto de ser espía! —exclamó Erika Simon sin poder evitar una burlona sonrisa—. No basta con ser puta Y gimnasta; además hay que ser imaginativa. ¿Cómo voy a arreglármelas para discernir si lo que descubro tiene importancia o es una estupidez? No sé nada de barcos, tanques, o aviones. Y mucho menos de submarinos
—¿Y de qué te sirve la tan traída y llevada «intuición femenina»? —quiso saber él en idéntico tono humorístico—. Utilízala, y utiliza al único aliado que tendrás allí dentro…
—¿El sexo?
—No —le corrigió Bruno Alvarado—. El alcohol. Es falso que los hombres desvelen sus secretos en las camas; los suelen dejar en el fondo de las copas, sobre todo cuando creen que quien les acompaña no se entera de nada. Un borracho casi siempre confía en otro borracho.
—¿Quieres decir con eso que debo fingir que estoy borracha?
—Sólo cuando descubras que a tu acompañante no le importa. A los borrachos les encanta que sus acompañantes también beban, pero a los abstemios les horrorizan las borrachas.
—Lección aprendida.
—¡Hay tantas que deberíamos haberte enseñado con más tiempo!
—Tiempo es lo que siempre falta en estos tiempos… —Rió ella—. Todo esto se parece mucho a uno de esos cursillos que anuncian en las revistas: «Cómo hacerse espía por correspondencia». Y en mi caso, con la primera lección tendrían que haberme regalado una caja de preservativos.
Bruno Alvarado la observó con una cierta tristeza:
—¿Cómo lo llevas? —quiso saber.
—Intento superarlo —fue la honrada respuesta—. Pero la verdad es que no resulta fácil. A menudo la voluntad no basta.
No bastaba, en efecto, pero cada día que pasaba las cosas se iban complicando en los frentes de batalla, y por aquellos días los periódicos españoles, tan descaradamente partidistas, continuaban destacando con enormes titulares la gran victoria que había significado para las fuerzas alemanas la r pida y brillante invasión de Noruega.
Y lo peor no era que un país tan estratégicamente situado hubiese sido invadido con rapidez, eficacia y casi absoluta falta de bajas humanas, sino que con semejante victoria la supuesta supremacía de la hasta entonces invencible armada británica había quedado en entredicho.
El hecho de que la poderosísima Gran Flota hubiera permitido que los buques enemigos desembarcaran por sorpresa sus tropas en cinco puertos noruegos, incluidos Oslo y el estratégico Narvik, constituía sobre todo duro revés moral.
Si los aviones de Hitler podían reducir a las ciudades inglesas con matemática precisión, y barcos apoderarse de Noruega y regresar a sus bases sin daños dignos de ser tenidos en cuenta, el cariz de los acontecimientos venideros no hacía presagiar nada bueno.
Joao Pinto no acertaba a contener su ira blandía los periódicos como si en verdad fueran aquellos simples pedazos de papel los que tuvieran la culpa de todas las desgracias acaecidas.
—¡Mentiras y más mentiras! —rugía cada mañana a la hora del desayuno—. Esta maldita prensa fascista no sabe más que contar mentiras. Me juego la cabeza a que en realidad les dimos una buena tunda allá en Noruega.
—Conserva tu cabeza donde está, que falta nos hace —le reconvino el Capitán Akab—. Por más que la prensa y la BBC intenten enmascarar lo ocurrido, la realidad no puede ser más pesimista. Esos hijos de puta se están comiendo Europa, y como no seamos capaces de pararles los pies, se comerán el mundo.
—Antes de un año habremos acabado con ellos… —solía responder el portugués deseando creerse sus propias palabras.
Starbuck, el guardaespaldas personal de Bruno Alvarado, un escocés altísimo, escuálido y malencarado, que tenía más aspecto de navajero de taberna que de agente de la Ejecutiva de Operaciones Especiales, y que apenas solía intervenir en las discusiones del grupo, pronunció una de aquellas mañanas la frase más larga que probablemente había hilvanado nunca.
—Pasaremos dos años recibiendo patadas en los cojones, otro tomando aliento, y dos más machacándoles los sesos… ¡Hazte a la idea!
—¡Cinco años…! —se horrorizó el de los pies sudorosos—. ¿Es qué te has vuelto loco? Una guerra como ésta no puede durar cinco años.
—Eso con suerte…
—¡Bobadas! Su interlocutor ni siquiera se dignó responder, como si el hecho de haberse esforzado tanto hubiese agotado su reserva de ideas, para volver a enfrascarse en la lectura de Las aventuras de Gulliver, que era un libro del que jamás se desprendía y que al parecer había leído más de veinte veces puesto que prácticamente se lo sabía de memoria.
Cuando en cierta ocasión Erika Simon le preguntó razón de semejante monomanía a la hora de la lectura, se limitó a responder:
—Me gustan los enanos.
Debían gustarle mucho, en efecto, puesto que según decían estaba casado con una boliviana que apenas le llegaba al esternón, y cada vez que desaparecía se le podía localizar en el circo más cercano.
Era en verdad un espía más bien peculiar pero terriblemente eficaz a la hora de llevar a cabo su trabajo, puesto que en cuanto le avisaron de que la señorita Greta Köhler había subido al tren en Madrid, se puso en movimiento.
Al día siguiente reapareció para arrojar un pasaporte alemán sobre la mesa.
—Ahora tú eres Greta Köhler —dijo.
Herman abrió el documento, observó la pequeña fotografía de aquella infeliz que había pasado a mejor vida sin saber exactamente por qué, y pareció que había llegado al temido «punto sin retomo» que tanto le inquietaba.
La compleja Operación Moby Dick se había cobrado ya su primera víctima.
Renunciar ahora significaba tanto como cargar sobre su conciencia una muerte que en ese caso carecería de sentido.
—Millones de inocentes están muriendo con mucha menos culpa —le hizo notar Bruno Alvarado cuando la descubrió sentada en silencio frente al aún abierto pasaporte—. Al fin y al cabo era una colaboradora de los nazis, ya que había aceptado viajar a Fuerteventura.
—Tal vez la obligaron.
—Tal vez… Pero pasado mañana pensaba embarcar en Cádiz y seguir hacia su destino. Si estuviera obligada podría haber optado por quedarse en Madrid o refugiarse en cualquier país de Sudamérica.
—Eso no me sirve de consuelo —le hizo notar ella—. Lo único que sé es que en esta fotografía aparece sonriente y llena de vida. —Alzó el rostro y miró a su acompañante como si en verdad creyera que estaba en disposición de proporcionarle todas las respuestas que estaba necesitando—. ¿Por qué? —inquirió—. ¿Por qué ha tenido que morir una muchacha de poco más de veinte años, y por qué están muriendo tantos millones de chicos a los que probablemente les esperaba un hermoso futuro?
—Pregúntaselo a tu buen amigo Adolf Hitler —señaló Akab—. Él es el único que puede saberlo, pero de paso pregúntale también por qué ha deportado a tu familia y dónde se encuentra en estos momentos. —Tomó asiento frente a ella y le aferró las manos como si con ello quisiera infundirle su fuerza—. Nosotros no quisimos que esto ocurriera y bien sabe Dios que cedimos una y otra vez intentando evitar la sangría, pero nos han llevado a un punto en el que no nos queda más que emplear sus mismas armas o perecer. ¿Te imaginas un mundo gobernado por quienes te escupían en la calle? ¿Imaginas lo que significaría vivir eternamente bajo el terror que tratan de imponer allí por donde pasan?
Erika Simon respondió las preguntas con otra pregunta.
—¿Y realmente estás convencido de que lo que vamos a intentar servir de algo?
—No del todo, pero de lo que sí estoy convencido es de que por lo menos lucharemos hasta el final.
¡Luchar!
¿Qué otra cosa se podía hacer más que luchar?
Esa misma noche Erika Simon, Herman para sus amigos, pero que se hacía llamar ahora Greta Köhler, abordó un tren con destino a Cádiz donde embarcó en un viejo vapor que zarpó a media tarde del día siguiente rumbo a las islas Canarias.
Su profesor de gimnasia, conocido por el sobrenombre de Queequeg, iba también a bordo, pero siguiendo instrucciones muy estrictas del Capitán Akab fingieron no conocerse.
No obstante, a la mañana siguiente se dedicaron a «hablar» mientras hacían gimnasia uno en la cubierta hablar mientras posterior y otro en proa.
Era una divertida forma de practicar los ejercicios que tantas veces habían repetido en Inglaterra, y a la muchacha le servía además para liberarse de una tensión que en ocasiones amenazaba con hacer que le estallara la cabeza.
Tenía miedo.
Pese a que se esforzaba por mostrar entereza dando la impresión de que se encontraba a la altura de las circunstancias, le aterrorizaba la idea de convertirse en juguete de una pandilla de salvajes que en cuanto llegara a su destino se abalanzarían sobre ella como una jauría de perros sobre un pedazo de carne.
—Los submarinos alemanes suelen pasar de dos a tres meses en alta mar, una parte del tiempo buscando barcos que hundir, y otra buena parte huyendo de quienes pretenden hundirles a su vez —había señalado no Alvarado días atrás—. Transcurrido ese tiempo las tripulaciones se encuentran en buena lógica al borde del agotamiento, por lo que necesitan pasar una temporada de descanso en tierra firme, tomando el sol y respirando aire puro. —Se encogió de hombros con gesto fatalista—. También necesitan verduras, carne fresca y otro tipo de «expansiones», y es de esperar que tras vivir como sardinas en lata, a la hora de desembarcar lo hagan con el entusiasmo de fieras a las que se les ha abierto la jaula. —Agitó la cabeza negativamente—. No esperes ningún tipo de consideración, puesto que está claro que no se trata de apuestos y educados cadetes en un baile de gala de la academia.
Temblaba tan sólo de pensarlo.
Le estremecía imaginar que se vería obligada a pasar durante meses por el infernal calvario que había padecido aquel horrendo fin de semana en Londres, y cuanto más pensaba en ello más inconcebible se le antojaba que pudieran existir mujeres que ejercieran, durante gran parte de su vida, tan espantoso oficio.
¿Cómo se despertarían cada mañana?
¿Cómo podrían cerrar los ojos y dormir junto a un hediondo borracho sabiendo que al amanecer le exigiría «que desayunara bajo las sábanas»?
¡Qué error!
¡Qué error, Señor! ¡Qué error tan grande había cometido!
En las noches, apoyada durante horas en la borda y contemplando unas oscuras olas desde las que tal vez les estuviera acechando uno de aquellos temidos submarinos, no podía por menos que plantearse que la solución más sensata sería la de arrojarse a unas frías aguas de color tinta china para poner fin a sus problemas venideros, pagando al propio tiempo con su vida por la muerte de una infeliz criatura que nada tenía que ver con todo aquello.
Un instante de decisión bastaría para librarse de tanta hediondez, tanta piel repelente, tantas voces altisonantes y tanto asco.
Pero no fue capaz de decidirse.
En la mañana del tercer día, y mientras contemplaba el ondulante horizonte permitiendo que un tibio sol y una suave brisa le colorearan las mejillas, una elegantísima señora de poco más de cincuenta años tomó asiento a su lado al tiempo que le dedicaba una amable sonrisa:
—¡Perdone…! —se excusó—. Pero acabo de enterarme de que somos compatriotas. —Ante la levemente interrogativa mirada, añadió—: Mi nombre es Marissa Siemens, y soy la esposa del agregado naval en el archipiélago…
—¡Tanto gusto! Greta Köhler. Me sorprende no haberla Visto con anterioridad.
—Es que apenas he salido del camarote. Los primeros días suelo marearme… ¿Usted no?
—No podría decírselo —replicó Herman con un casi imperceptible encogimiento de hombros—. Ésta es mi primera travesía en barco y hasta el momento me siento muy bien.
—Pues no sabe la suerte que tiene —le hizo notar la recién llegada lanzando un profundo suspiro—. Hay veces en que todo me da vueltas, el mundo se me viene encima, vomito hasta el alma, me siento morir, y juro por mis hijos que jamás volveré a embarcarme a ningún precio. —Sonrió de nuevo—. Siempre me pregunto por qué dichosa razón Tenerife tiene que ser una isla, con lo fantástico que sería todo si se pudiese llegar por carretera… ¿Conoce Tenerife? —De inmediato pareció caer en la cuenta de su propia estupidez e hizo un gracioso ademán con la mano—. ¡Oh, no! ¡Naturalmente que no! Si ésta es su primera travesía en barco no puede haber estado nunca en una isla… —La observó con curiosidad—. A no ser que haya ido en avión. ¿Ha volado alguna vez?
—Nunca… Y ahí sí que creo que me marearía…
—¡No puede imaginarse hasta qué punto…! —replicó de inmediato la parlanchina señora que al parecer deseaba resarcirse por los días que se había visto obligada a permanecer encerrada en su camarote devolviendo y lamentándose—. Eso de los aviones es cosa de locos… ¡Y tan ruidosos! Durante su última visita, el almirante nos envió su avión para que fuéramos a cenar con él a Gran Canaria… ¡Dios mío lo que fue aquello! Creo que no llegó a la media hora de vuelo, pero llegué tan mareada, que ni siquiera pude asistir a la cena. Y fue una pena porque el almirante es un hombre encantador… ¿Le conoce?
—¿A quién…? —se sorprendió Erika Simon en verdad confusa.
—¡Al almirante, naturalmente…! Le estoy hablando de él, querida.
—Sí, pero ¿de cuál? Creo que tenemos un montón de almirantes, pero que yo recuerde tan sólo he oído hablar de Raeder y creo que de un tal Doenitz… —Sonrió con cierta timidez, como disculpándose—. Admito que la política no es mi fuerte.
Podría creerse que de improviso Marissa Siemens caía en la cuenta de que se había comportado de un modo un tanto indiscreto, por lo que se apresuró a «recoger velas» haciendo significativos gestos que pretendían dejar clara evidencia de que todo aquello carecía de importancia.
—¡Tiene usted razón! Lo que sobran son almirantes… Y dígame, querida, ¿piensa quedarse mucho tiempo en Tenerife? Me encantaría enseñarle la isla. Es realmente preciosa.
—Se lo agradezco… —fue la sincera respuesta—. Pero únicamente haré una escala de cuatro o cinco horas. Continúo viaje hacia Fuerteventura.
—¡Fuerteventura…! —exclamó la buena mujer estupefacta—. Pero ¿qué demonios se le ha perdido a una muchacha tan linda en un lugar como Fuerteventura…? —De pronto cerró la boca como si acabara de tragarse una mosca, observó a su interlocutora como si fuera la primera vez que la veía, se tomó unos instantes para reflexionar intentando no volver a meter la pata, y por último inquirió casi con un hilo de voz—. ¿No ira a decirme que es usted una de esas enfermeras que envían a cuidar de nuestros muchachos?
Herman asintió con una burlona sonrisa.
—La palabra «enfermera» no es exactamente la adecuada —replicó consciente de la incómoda situación en que se encontraba la buena señora y disfrutando con ello—. Pero lo cierto es que mi tarea se centra en conseguir que «nuestros muchachos» recuperen fuerzas y vuelvan a la lucha con más moral y más ánimos.
—Lo de más ánimos lo admito… —reconoció la esposa del agregado naval—. Lo de más moral es hasta cierto punto discutible, según cómo se entienda en este caso el término «moral». —Alargó la mano como pidiendo calma—. ¡No me malinterprete! —Suplicó—. Mi hijo mayor es tercer oficial de un destructor, y si quiere que le diga la verdad me sentiría muy feliz si en el momento de llegar a puerto una muchacha tan bonita y encantadora como usted le ayudase a olvidar por un tiempo el horror de la guerra.
—¡Siempre es un consuelo saber que alguien lo aprueba!
—¿Aprobarlo? —se sorprendió su interlocutora—. Estoy convencida de que la mayor parte de las madres alemanas lo aprobarían. Al fin y al cabo no está haciendo más que lo que el deber le exige. El Führer nos indica a cada uno lo que debemos hacer, y nuestra obligación es obedecer sin rechistar porque él sabe como llevamos a la victoria. Le garantizo que mucho. Le garantizo que mucho más duro le resulta a una madre enviar a su hijo al que a usted acostarse con él, pero lo hacemos con corazón contento porque sabemos que estamos ofreciendo nuestra sangre por una causa justa.
—¿Puede tener el corazón contento aun a sabiendas de que tal vez su hijo nunca vuelva?
Marissa Siemens asintió con un leve ademán de cabeza.
—Encogido por el terror, no se lo niego, pero contento, puesto que aún recuerdo lo feliz que se sentía en el momento de zarpar a bordo de su barco. Estaba radiante y tan guapo que las muchachas suspiraban al verle pasar con su uniforme impecable.
—El problema de las guerras, como de las fiestas, estriba en que en sus principios todo se nos antoja limpio, bonito y esperanzador, pero a la mañana siguiente nos duele la cabeza y la casa se encuentra hecha un desastre.
—Esas palabras suenan a derrotista, querida —le hizo notar su acompañante.
—Tal vez, y si es así le ruego que me disculpe, pero me gustaría que intentara comprender mi estado de ánimo. —La muchacha lanzó un hondo suspiro—. Es como si me estuviera dirigiendo al frente de batalla, puesto que dentro de unos días me estaré enfrentando a pecho descubierto, y nunca mejor dicho, a toda una aguerrida tripulación de submarinos que sin duda hace meses que no le pone la mano encima a una mujer.
La otra la observó largamente, dudó unos instantes y por último casi con cierta timidez señaló:
—Pero es de suponer que usted ya debe tener una cierta experiencia en este tipo de lides.
—Aproximadamente la que podría tener un aficionado al tiro al plato en el momento de tener que contener por si solo el ataque de un escuadrón de caballería…
Esa misma noche Erika Simon se las ingenió para encontrarse en un solitario rincón de cubierta con Queequeg, al que puso al corriente de la larga y curiosa conversación que había mantenido con Marissa Siemens, recalcando el sorprendente hecho de que, además del agregado naval con que lógicamente contaba la embajada alemana en Madrid, existiese otro afincado en las islas y dedicado en exclusiva a los problemas náuticos del archipiélago.
Ello constituía una muestra evidente de la importancia que se confería a las islas, dada su estratégica posición geográfica, y el hecho de que todo un almirante las hubiese visitado en más de una ocasión en plena guerra, venía a corroborar dicha impresión.
—Pero lo que no he conseguido averiguar es de qué almirante se trata —se disculpó Herman—. ¿Se referiría a Raeder, Karls o tal vez a Doenitz?
—No tengo ni idea —admitió su profesor de gimnasia—. Pero tampoco es indispensable que se trate de ninguno relacionado directamente con operaciones navales. Nos han llegado rumores de que en cierta ocasión se creyó ver al almirante Canaris en Las Palmas, lo cual significaría que tales visitas tienen más que ver con los servicios secretos que con los propios barcos.
—¿Canaris…? —se sorprendió su interlocutora—. ¿No resultaría demasiado arriesgado para el jefe de contraespionaje alemán alejarse tanto de Berlín?
—No, si lo que busca es de importancia. Y recuerda que para los nazis todo lo que sea territorio español es, hoy por hoy, tan seguro como su propio suelo. —Le golpeó con afecto la mano—. ¡Empiezas bien! —añadió—. Intenta confirmar que se trata de Canaris, puesto que imagino que el SOE estaría interesado en preparar un operativo con el fin de echarle el guante en el caso de que volviese por las islas, ¡joder! —No pudo evitar exclamar en claro de entusiasmo—. ¡Cazar al viejo zorro! ¡Eso si sería un bombazo bajo la línea de flotación del Tercer Reich!
De nuevo en cubierta; de nuevo contemplando el oscuro mar en el que en cualquier momento cabía lo posibilidad de que surgiera la blanca estela de un torpedo que viniese a impactar justo bajo sus pies impulsándola a volar por los aires para precipitarse luego a lo más profundo del océano, Erika Simon meditó largamente sobre aquella sorprendente noticia.
Si un hombre como Canaris, que por lo que sabía llevaba ya más de cinco años al frente de la inteligencia militar alemana, se había desplazado en más de una ocasión al archipiélago, resultaba evidente que aquel grupo de islas del que tan escasas noticias había tenido siempre, poseían un tremendo valor estratégico o escondían algún secreto de suma importancia.
Colocadas como un gigantesco portaaviones en mitad del Atlántico, dominando las rutas que se veían obligados a seguir los buques que llegaban del sur o del Extremo Oriente cargados de cuanto Inglaterra necesitaba para subsistir, una plataforma semejante en manos amigas constituía sin duda para los alemanes un punto de referencia inigualable.
Canarias, Madeira y las Azores se encontraban enclavadas en el llamado Vacío Aéreo del Atlántico, una inmensa extensión de agua a la que ni los aviones ingleses de mayor radio de acción podían acudir a patrullar, por lo que los submarinos y los buques corsarios alemanes podían actuar a sus anchas, torpedeando impunemente a los desasistidos convoyes de abastecimiento.
En buena lógica resultaba perfectamente viable que si los nazis habían conseguido botar un nuevo prototipo de submarino de muy especiales características, Y tuvieran intención de probarlo con escasas posibilidades de ser localizado, hubiesen elegido aquella privilegiada zona del planeta, y fuera a la más perdida y desolada de sus islas donde el sofisticado Barracuda acudiera a repostar o hacer reparaciones bajo la cómplice protección de un país oficialmente neutral, aunque a todas luces comprometido con los intereses de Adolf Hitler.
El Führer había ayudado abiertamente al general Franco a vencer en una injusta y sanguinaria lucha fratricida imponiendo una feroz tiranía en su país, y ahora el general le devolvía el favor a su manera.
Demasiado ladino, o cobarde, como para embarcarse directamente en una contienda de cuyo final no debía estar absolutamente seguro, el dictador español había elegido el astuto procedimiento de «nadar y guardar la ropa», a la espera de que el horizonte se despejara y tuviera una idea mucho más clara de a quién debería conceder a la larga sus favores.
Resultaba a todas luces evidente que al general Franco lo único que le interesaba era perpetuarse en el poder, y bajo tal punto de mira lo mejor que podía hacer era jugar a dos barajas aun a sabiendas de que todos sabían que estaba haciendo trampas.
Por desgracia el tiempo acabaría por darle la razón. A los treinta años de la terrible derrota y el suicidio de su mentor, cómplice y amigo, él aún continuaría gobernando su país con idéntica mano de hierro.