Tendida en la cama, y observando a la luz del mortecino farol del jardín las gotas de fina lluvia que se deslizaban por el cristal de la ventana, Erika Simon se repitió la pregunta que tantas veces se había hecho desde el momento mismo en que decidió aceptar aquella compleja misión.
¿Sería capaz de fingir el asco que sentía cuando alguno de los causantes de la desaparición de su familia intentara ponerle la mano encima?
¿Tendría el valor suficiente como para devolver sus caricias y permitir que penetrara en lo más íntimo de su ser?
Recordaba a los muchachos que la acosaban escupiéndole a la cara que no era más que una «perra judía», y se preguntó cuál sería su reacción en el momento de tener que desnudarse delante de uno de ellos para ofrecerle algo que siempre había creído reservado a un solo hombre.
Y le acudió a la mente la sucia expresión de aquel cerdo de boca babeante que una tarde en el parque intentó manosearle los pechos sin cesar por ello de gritar vivas a Hitler.
¿Se encontraría en Fuerteventura con semejante clase de indeseables? ¿Sería a ellos a los que se vería obligada a satisfacer de todas las formas a su alcance?
¿No bastaba con el mal que le habían causado o el insoportable dolor que sentía por su causa, para que ahora tuviera que convertirse en mero objeto de placer a su servicio?
Necesitaba meditar sobre ello.
Necesitaba llegar al fondo de su propio corazón, pese a que significara pasarse las noches en vela, puesto que sabía a ciencia cierta que, en caso de fracasar, pondría en grave peligro las vidas de cuantos la acompañaran en aquella arriesgada misión.
Cada hora se arrepentía por haber aceptado formar parte de ella, y a la hora siguiente se arrepentía de haberse arrepentido.
Sopesaba sus fuerzas y le aterrorizaba descubrir lo escasas que llegaban a ser.
Medía sus temores y no encontraba un metro lo suficientemente largo.
Contaba sus bazas y le sobraban los dedos de una mano.
¿Qué podría hacer contra lo que constituía lo más sofisticado de la implacable maquinaria de guerra hitleriana?
Las tropas del Führer habían arrasado Europa en lo que sin lugar a dudas constituía poco menos que un auténtico paseo militar, y por lo que se preveía muy pronto cruzarían el Canal con la intención de aplastar definitivamente el molesto foco de terca y desesperada resistencia británica.
Y ella, la pequeña e indefensa Erika Simon, una despreciable «perra judía», había sido elegida para intentar infringir una severa derrota al gran caudillo en el lugar en que menos se lo esperaba.
¡Fuerteventura!
Significativo nombre, a buen seguro.
La isla de la gran aventura, o quizá la isla en que existió tiempo atrás un viejo fortín que debió llamarse «suerte» o «ventura».
No podía saberlo.
En realidad lo único que sabía era lo que el Capitán Akab le había dicho: que se trataba de un lugar inhóspito y casi deshabitado, muy próximo al desierto del Sáhara.
¿Cómo es que había llegado hasta allí la guerra?
¿Que se le había perdido al ejército alemán en aquel remoto lugar del universo?
—Al ejército alemán nada… —había puntualizado el circunspecto Barbarroja—. Pero a la marina alemana, mucho. Tenemos informes dignos de crédito que aseguran que la isla de Fuerteventura es un punto de referencia esencial para los submarinos de la flota del Atlántico. Y esos malditos submarinos nos están causando un daño irreparable. Al Primer ministro le preocupan más que todos los ataques aéreos sobre Londres puesto que los ingleses sabemos reponemos del destrozo físico y moral que causan los bombardeos pero no estamos en condiciones de reponer los barcos que nos hunden. Sobreviviríamos sin Londres, Pero sin barcos estaríamos perdidos.
¡El primer ministro! El propio Winston Churchill; el hombre que había admitido que prefería ver Gran Bretaña en ruinas que deshonrada por la presencia enemiga, consideraba que existía algo aún peor que esas ruinas, y algo aún más peligroso que los aviones y que quizá la respuesta se encontraba en la lejana isla de Fuerteventura.
Erika Simon sabía que la habían elegido para encontrar esa respuesta, y estaba decidida a encontrarla costara lo que costara.
Al fin y al cabo la prostitución era una actividad tan remota como el ser humano, y millones de mujeres obligadas a practicarla por motivos mucho menos importantes. Si tantas otras habían aprendido a tragarse su repugnancia, ella también aprendido a hacerlo.
Amanecía cuando había tomado ya su decisión, y con la primera claridad del día golpeaba suavemente la puerta de la tan acertadamente apodada Magdala, quien a los pocos instantes abrió con los ojos enrojecidos por el sueño, Y la voz ronca y cascada.
—¿Qué mosca te ha picado? —gruñó
—Tenemos mucho que hacer, y es hora de empezar —replicó intentando esbozar una sonrisa.
La otra inclinó la cabeza para observarla como si se tratara de un bicho llegado de otro planeta, y lo primero que hizo fue abrir de par en par la puerta para indicar con un gesto la cama en la que se distinguía el desnudo cuerpo de un hombre.
—¡Escucha, bonita! —masculló con la boca pastosa—. Yo soy una magnífica profesional a media tarde, de noche cerrada, e incluso casi d amanecida… Pero a quien me toque los cojones por las mañanas le arranco los huevos a mordiscos.
Le cerró la puerta en las narices lanzando un profundo reniego y dejándola clavada en la mitad del pasillo, pálida y desconcertada, hasta el punto de no advertir que otra puerta se había abierto a sus espaldas y la elegante dama a la que llamaban Chanel Número Cinco la observaba.
—No te preocupes querida… —le dijo obligándola a dar un respingo—. Por la mañanas suele ser de lo más vulgar, pero tras el almuerzo ni siquiera se acordará de que la has despertado. ¡Ven! Aprovecharemos el tiempo en elegir tu vestuario. Hay que tener muy presente que tienes que convertirte en una señorita amable, sofisticada y muy elegante.
La tomo afectuosamente por la cintura y la condujo hasta un espacioso salón que se encontraba abarrotado de perchas de las que colgaban toda clase de vestidos apropiados para cualquier hora del día o de la noche.
—Todo continental… —señaló puntillosa Chanel Número Cinco haciendo un amplio gesto que dejaba entrever un innegable orgullo—. París, algo de Berlín y un poco de Viena, puesto que no puedes llevar contigo ni una sola prenda, ni un solo objeto personal, adquirido en Inglaterra.
—Ya me lo han aclarado. «Oficialmente» nunca he salido de Alemania.
—¡Exacto! Nunca has salido de Alemania y esta ropa francesa la compraste en Berlín. —Le apuntó con el dedo—. Y recuerda otra cosa: no hablas inglés; apenas chapurreas las cuatro palabras que te enseñaron en el colegio.
—Lo tendré en cuenta.
—No debes olvidarlo. Si a nosotros nos incomodó tu acento, obligándonos a abrigar ciertos recelos, de igual modo a un alemán podría inducirle a sospechas una prostituta, por muy de lujo que sea, que hablase un inglés demasiado correcto… —Extendió la mano, se apoderó de un vaporoso vestido azul turquesa y lo colocó ante su acompañante deteniéndose a observar el efecto que hacía—. ¡Bien! —dijo—. Empecemos con éste… Te hace juego con los ojos, y es de tu talla… ¿Te importaría probártelo?
Una hora más tarde el profesor de gimnasia, el atlético bigotudo que responda al curioso apodo de Queequeg, y que era en realidad el nombre del arponero polinesio de Moby Dick, acudió a rescatarla de entre un auténtico océano de sedas, brocados y lencería.
—Es hora de empezar a trabajar en serio —dijo—. Todos esos trabajos no van a servirte de nada si no aprendes lo que en verdad tienes que aprender.
La práctica totalidad de la pared central del improvisado gimnasio que había montado en el salón principal del caserón aparecía cubierta por grandes dibujos que a primera vista podrían confundirse con simples ejercicios destinado a excelentes atletas, aunque en realidad cada uno de ellos había sido diseñado pensando en un fin muy concreto.
—Son dieciséis figuras, que corresponden a las letras básicas del alfabeto, puesto que hemos prescindido de aquéllas que no nos son absolutamente esenciales —puntualizó Queequeg—. ¿Lo vas entendiendo?
—Más o menos.
—Con esas dieciséis figuras tendrás que componer cada palabra aunque se encuentre llena de faltas de ortografía. Nosotros sabremos interpretarlas.
—Espero que así sea.
—No te preocupes —le tranquilizó su instructor—. Intentaremos que nuestro vocabulario común sea lo más limitado posible y lo mismo nos dará que digas «barco» que «varco». Lo que importa es la idea, y que sepas pasar de una letra a la siguiente con total naturalidad. Tú procura transmitimos el mensaje con rapidez, que ya nosotros le dedicaremos el tiempo que sea necesario a la hora de interpretarlo.
Herman no respondió, atenta como estaba a analizar cada uno de los movimientos que se vería obligada a realizar, y al cabo de un rato agitó la cabeza con gesto pesimista.
—Creo que me voy a armar un lío de todos los demonios —admitió—. Pero aún en el caso de que fuera capaz de conseguirlo, que se me antoja algo así como imposible, lo que no entiendo es cómo voy a saber si habéis recibido o no el mensaje. Éste es un sistema que tan sólo funciona en una dirección.
—¡Naturalmente! —fue la respuesta—. Eres tú quien transmite la información. Nosotros no tendremos nada que contarte. Cada mensaje lo repetirás dos veces, y malo será que en cualquiera de ellas no captemos su significado. Luego ya no tendrás que preocuparte de nada porque si nos equivocamos habrá sido culpa nuestra.
—¿Quiere eso decir que siempre estaré a ciegas?
—Como un topo.
—Pues me recuerda lo que le dijo aquel mariquita al que le abordó una buscona en la calle: «Hija, además de puta, ciega».
—Me alegra que conserves el sentido del humor —le hizo notar Queequeg dándole una palmada en la espalda que casi la tumba de bruces—. Nos esperan tiempos muy duros, y amargándonos la vida no llegaremos a parte alguna. —Señaló una esquina de la sala—. Detrás de ese biombo tienes ropa apropiada. ¡Cámbiate y empecemos con los ejercicios!
Era duro.
Muy duro.
Pasar de sedentaria traductora subalimentada a superactiva gimnasta obligada a comer cuatro veces al día con el fin no sólo de reponer energías, sino de intentar un sustancial aumento de peso, exigía un esfuerzo, una dedicación y una fuerza de voluntad francamente encomiables.
—Me siento orgulloso de ti —le hizo notar Bruno Alvarado una noche en que la observaba cenar con envidiable apetito—. Otra semana más así y habremos conseguido la primera parte de nuestro objetivo. —Se manoseó la punta de la nariz con un gesto que solía repetir tanto más cuanto más incómodo se sentía—. Pero aún tenemos pendiente un tema prioritario —añadió al fin—. ¿Cómo te va con Magdala?
—¡Muy bien! —fue la alegre respuesta—. De momento he aprobado el teórico. —Le guiñó un ojo—. Ya he aprendido lo que es «un francés», «un griego» y un «sesenta y nueve». Incluso he comenzado a practicar modalidades de felación con un pene de plástico…
—¡Por favor!
—¡Te has ruborizado! —exclamó la muchacha divertida—. ¡Oh Señor! El gran jefe se ha ruborizado. Esto tengo que contarlo.
—¡Ni se te ocurra! —El Capitán Akab carraspeó una y otra vez como si se le hubiera atravesado una lenteja en la garganta—. Hablemos en serio —suplicó—. ¿Qué piensas hacer al respecto?
—Voy a pasar el próximo fin de semana en un prostíbulo.
Su interlocutor tardó en reaccionar, mudo de asombro.
—¿Cómo has dicho? —balbuceó al fin.
—Que Magdala y yo nos vamos a encerrar todo el fin de semana en el prostíbulo del Soho, por lo que el próximo lunes espero tener la asignatura aprobada, e incluso con suerte aspirar a nota alta.
—¡No puedo creerte!
—¿Y qué otra cosa esperabas? ¿Que perdiera «mi inocencia» a manos de alguien que en verdad me apeteciera?
—¡Pues qué quieres que te diga…! —replicó el otro, cada vez más confuso—. ¡Realmente sí! Siempre supuse que tendrías algún amigo con quien hubieras mantenido algún tipo de relación por mínima que fuera.
—¿Y qué habría conseguido con eso? —inquirió Herman con sorprendente frialdad—. ¿Demostrar que puedo acostarme con un hombre? Eso ya lo sé, no soy estúpida. Lo que tengo que demostrar es que soy capaz de acostarme con veinte aunque me repugnen. ¡Eso significará que puedo ejercer de auténtica prostituta! Lo demás son tonterías.
—¡Joder…!
—De eso se trata… ¿O no?
—Sí, pero…
—¡No hay peros…! —le interrumpió ella con una cierta agresividad en la voz—. Lo que te ocurre es que una cosa es planificar un operativo en el que la pieza clave es una prostituta alemana que está dispuesta a traicionar a su país, y otra encontrarla. Lo lógico es que no sea alemana, no sea prostituta o no esté dispuesta a traicionar a su país. —Le señaló acusadoramente con el dedo—. Lo habéis calculado todo muy bien, pero cuando al fin ese personaje imaginario toma cuerpo y se convierte en un ser real, lo único que se te ocurre es exclamar: «¡Joder!».
—¿Y qué otra cosa quieres que diga?
—Que de los tres supuestos, el mío es el más sencillo. Os resultaría mucho más difícil hacer pasar por alemana a alguien que no lo fuera, o conseguir que una auténtica prostituta alemana de pura raza traicionara a los suyos.
—Tienes una mente retorcida.
—¡En absoluto! —le contradijo ella—. Tengo una mente simple, objetiva y analítica: estamos en guerra, nos jugamos mucho, y si tengo que hacer de puta tengo que ser la más puta de todas, o marcharme a mi casa sin poner en peligro vuestras vidas. El resto, que un amigo me desvirgue con delicadeza, o darte una mamada bajo la mesa no son más que chapuzas.
El llamado Capitán Akab, que en aquellos momentos parecía estar capeando un temporal sobre la cubierta de su viejo Pequod, lanzó un bufido, se puso en pie, dio unos pasos sin saber exactamente hacia dónde, y por último exclamó indignado:
—¡Por Dios que jamás he conocido a nadie tan absolutamente radical! Eres capaz de pasar de la nada al todo en un abrir y cerrar de ojos,
—¿Es que acaso cuando Hitler lanza sus tanques al ataque lo hace con moderación? ¿Y la Gestapo no asesina, sino que se limita a dar patadas en las espinillas? ¡Oh, vamos, Bruno! Parece mentira que sea yo quien tenga que recordarte qué es lo que se espera de nosotros.
—¿Y estás segura de que eso es lo que se espera de ti?
—Estoy segura de que tiene que ser el primer paso.
Erika Simon dio, en efecto, ese primer paso durante el fin de semana siguiente, y no pasó desapercibido el hecho de que al regresar era una persona en ciertos aspectos muy distinta.
Nadie, y el Capitán Akab menos que nadie, se atrevió a inquirir qué era lo que había ocurrido durante aquellas agitadas y amargas cuarenta y ocho horas, pero resultó evidente que la habían marcado de forma indeleble.
Tampoco Magdala aceptó hacer comentario alguno, pero sus compañeros advirtieron de inmediato que su actitud para con su pupila había cambiado, y la trataba ahora con un especial afecto y respeto desacostumbrados en alguien que tenía a gala comportarse con todo el mundo de una forma en exceso vulgar y desgarrada.
Su respuesta cuando Queequeg quiso saber si en su opinión corrían algún peligro de que Herman pudiera fracasar en su misión, fue escueta y cortante.
—No, en lo que a ese tema se refiere.
Superado el difícil escollo, la labor del equipo se centró en los mil detalles que aún quedaban por resolver, hasta que al fin una lluviosa tarde Bruno regresó de un rápido viaje a Londres para depositar sobre la mesa un grueso dossier que contenga media docena de fotografías.
—¡Aquí tienes! —dijo—. Procura aprenderte cuanto se refiere a la vida y milagros de la señorita Greta Köhler, porque dentro de doce días tendrás que suplantarla.
Erika Simon estudió con detenimiento las fotografías y al fin asintió con un leve ademán de cabeza:
—No cabe duda de que existe un ligero parecido, pero dudo de que pudieran confundimos.
—No tienen por qué confundiros —le hizo notar su interlocutor—. Estamos seguros de que en Fuerteventura nadie la conoce y para tus futuros clientes tan sólo serás una berlinesa del montón que escogió lo que se ha dado en llamar «el camino fácil».
—¿Y qué será de ella? —Eso no tiene por qué preocuparte.
—¿Piensas matarla? —Ya te he dicho que ése no es tu problema.
—Pues yo insisto en que sí lo es. —Volvió a la carga la muchacha—. Y no porque me preocupe mi seguridad, que ya imagino que es algo que tendréis resuelto, sino porque creo que tengo derecho a estar al corriente de todo cuanto se refiere a la Operación Moby Dick.
—¡De acuerdo! —admitió el medio canario encogiéndose de hombros como si con ello intentara liberarse de todas sus responsabilidades—. Este operativo exige algunos sacrificios, y ése será uno de ellos.
—Lo siento por ella.
—También yo, pero cuando cada viernes leo la lista de los barcos torpedeados por submarinos alemanes y el número de hombres, mujeres y niños que se han ahogado, no puedo más que preguntarme qué ocurriría si fracasáramos. Es muy posible que esas listas se multiplicaran por diez… O por cien.
—¿Estás convencido de ello?
—Barbarroja lo está y eso me basta. El hecho de que esta operación haya pasado a convertirse en prioritaria cuando existen tantos fuegos que apagar en tantos puntos, demuestra a todas luces que el peligro es cierto, y que es muy posible que el destino de esta guerra no esté en los campos de batalla europeos o en los cielos londinenses, sino en los océanos. Al fin y al cabo Inglaterra es una isla, y ésa ha sido desde el comienzo de los siglos su mayor ventaja, y su peor inconveniente.
—Siempre tuve entendido que la superioridad de la flota británica no admitía ningún tipo de discusión.
—Y así es —admitió él—. La Gran Flota supera en proporción de diez a uno al poderío de la Flota de Alta Mar alemana que jamás osaría enfrentarse a la nuestra abiertamente. Se demostró durante la Primera Guerra Mundial donde la aniquilamos, y se está demostrando cada vez que se nos ha presentado la oportunidad de un choque directo. Por eso, el almirante Raeder rara vez asoma la oreja, para que no le vuelva a ocurrir como con el acorazado Graf Spee en la batalla de Montevideo. Debido a ello, ha confiado al almirante Doenitz el mando de la flota de submarinos. —Lanzó un hondo suspiro—. Y el almirantazgo está convencido de que Doenitz es el hombre más inteligente y el marino más astuto con que cuenta es estos momentos el Alto mando alemán. Si como sospechamos ha sido capaz de construir ese fantástico submarino al que llaman Barracuda y convence a Hitler de que lo produzca en serie, en menos de seis meses nuestra gloriosa Gran Flota acabaría en el fondo del océano, con lo que quedaríamos a merced de nuestros enemigos.
—¿Tan peligroso es?
—Aún no sabemos cuánto, pero si confiamos en los informes de los servicios secretos, debe tratarse de un arma terrorífica. Sospechamos que lo ha diseñado un tal Profesor Walter, una especie de genio del que no hemos conseguido averiguar gran cosa, y si aseguran que es capaz de navegar en absoluto silencio al doble de velocidad que cualquier submarino convencional por medio de unos motores sobre cuyo combustible lo ignoramos todo… —Bruno Alvarado lanzó un corto reniego como si lo que decía le indignase—. Por lo visto su autonomía es de más de siete mil millas, y puede sumergirse a casi doscientos metros de profundidad. Si a ello se le une un sofisticado armamento del que también lo ignoramos todo, comprenderás que una veintena de Barracudas en libertad por el Atlántico nos cortarían la yugular definitivamente.
—Entiendo. —Confío en que lo entiendas, puesto que en el hipotético caso de que el día de mañana los americanos decidieran intervenir realmente en el conflicto, nada podrían hacer con una jauría de esos monstruos apostados frente a sus costas. Irían hundiendo sus naves una tras otra como si jugaran al tiro al blanco. Un submarino tan rápido, silencioso y profundo resulta totalmente indetectable y por lo tanto indestructible.
—¿Y por qué no los están construyendo en serie?
—Porque Doenitz no debe querer arriesgarse a dejar de producir submarinos convencionales hasta estar convencido de que el prototipo es absolutamente seguro. Si por cualquier razón fracasase se quedaría, como se suele decir, «con el culo al aire», y eso no es algo que se perdone en la Alemania nazi. Emplear un acero de primerísima calidad que les hace falta para tanques y cañones, en unos submarinos que a la hora de la verdad no diesen el resultado apetecido, pondría en peligro su maquinaria de guerra y provocaría un peligroso enfrentamiento entre ejército y marina.
—Suena lógico —admitió la muchacha.
—Es que es lógico —fue la convencida respuesta—. Hitler no tenía previsto enfrascarse en una guerra tan compleja hasta dentro de cuatro años. Para entonces esperaba estar muy bien equipado, y sobre todo haber conseguido una gran flota siguiendo el famoso plan Z del almirante Raeder. No obstante, se equivocó imaginando que no reaccionaríamos ante la invasión de Polonia, al igual que no habíamos reaccionado cuando se anexionó Austria y Checoslovaquia. Confiamos en que ese error le cueste muy caro, pero para conseguirlo tenemos que impedir que pueda desarrollar nuevas tecnologías a las que no sabríamos cómo hacer frente.
—¿Y ahí es donde entro yo?
El otro asintió con un decidido ademán de cabeza.
—Ahí es donde entramos todos —dijo—. La Operación Moby Dick ha sido diseñada con el único fin de evitar que esa peligrosa ballena blanca demuestre de lo que es capaz y pueda llegar un día en que nuestras costas se vean infestadas de Barracudas.
—Pero ¿por qué Fuerteventura?
—Porque es el único lugar del mundo en que tenemos una oportunidad de ponerle la mano encima.
—¿Y eso?
—Como sabes, las Canarias pertenecen a España que está en poder de los fascistas. El general Franco no se decide a entrar en guerra, pero pese a que «oficialmente» se mantiene neutral, lo cierto es que simpatiza con los nazis, por lo que hace la vista gorda a sus actividades en una isla a la que periódicamente acuden las tripulaciones de los submarinos que se encuentran por los alrededores con el fin de «tomarse un descanso».
—¿E imaginas que el Barracuda recalará por allí?
—Es muy probable. Desde que lo botaron abandonó las costas alemanas consciente de que en sus proximidades acabaríamos por localizarle, y según nuestras noticias merodea por el Atlántico central. De hecho varios barcos han sido hundidos en circunstancias que nos obligan a pensar que ha sido obra suya. Lo lógico es, a mi modo de ver, que cuando decida repostar, hacer una revisión a fondo, dar el parte de cómo reacciona, o simplemente «tomarse unas merecidas vacaciones», lo haga en Fuerteventura en lugar de arriesgarse a regresar a Alemania.
—¿Tenemos barcos cerca de las Canarias?
—Ni barcos ni aviones —fue la desalentadora respuesta del Capitán Akab—. Hoy por hoy tan sólo contamos en el archipiélago con media docena de colaboradores y un indeterminado número de simpatizantes.
—¿Y sólo con eso confías en destruir a un submarino que es capaz de descender a doscientos metros de profundidad?
Su interlocutor no pudo por menos que guiñarle un ojo con picardía.
—Con eso y con tu inestimable ayuda —dijo.
—¡Me sobreestimas! —fue la inmediata respuesta—. No te niego que tu confianza me enorgullece, pero también me abruma. De momento me habéis enseñado a diferenciar un acorazado de un crucero, pero en lo que se refiere a submarinos se me antojan todos iguales.
—Y por fuera lo son —admitió él—. O al menos lo parecen, y según tengo entendido exteriormente al Barracuda se le podría confundir con el tristemente famoso U-37 que suele actuar por los alrededores de las islas, y que tantas bajas ha causado. —Lanzó un sonoro resoplido que parecía indicar la magnitud de la tarea que se les presentaba—. El principal objetivo de nuestra misión será determinar si quien acude a Fuerteventura es un submarino más de la clase U, o el que en verdad nos interesa.
—¿Y cómo piensas conseguirlo?
—Te lo diré cuando lo sepa.
—¡Esperanzadora respuesta, vive Dios! Cuando acepté este trabajo imaginé que lo tendríais ya todo previsto.
—¡Querida mía…! —puntualizó el Capitán Akab con una enigmática sonrisa que más parecía pretender ocultar mucho que aclarar nada—. En la guerra, como en la política, los planteamientos se hacen confiando más en los errores ajenos que en los propios aciertos. Nadie hace planes a largo plazo, puesto que sabe de antemano que raramente se cumplen. Lo que en verdad importa es reaccionar con rapidez, poniendo parches aquí y allá y confiando en que el tinglado no se te venga encima cuando menos lo esperas.
—¿Y en este caso particular confías en que yo sea capaz de diferenciar un submarino común y corriente, de uno muy especial?
—¡En absoluto! —le contradijo su interlocutor convencido de lo que decía—. Estoy seguro de que probablemente ni siquiera llegarás a vislumbrar un submarino ni de lejos…
—¿Entonces…?
—En lo que sí confió es en que sepas apreciar cuál es la diferencia entre la tripulación de un submarino común y corriente, y la de un prototipo en el que nuestro querido enemigo Adolf Hitler ha puesto todas sus esperanzas.
—¡Difícil me lo pones! —Difícil es, lo sabes de sobra.
Difícil resultaba, en efecto, hacerse pasar por una, baqueteada prostituta cuando toda su experiencia sexual se limitaba a un cursillo acelerado de cuarenta y ocho horas.
Difícil resultaba transformarse en ágil gimnasta capaz de transmitir a largas distancias complejos mensajes sin más ayuda que las contorsiones de su cuerpo.
Y más difícil aún resultaba tener la capacidad de discemimiento necesaria para dilucidar si un determinado oficial se limitaba a hundir barcos indefensos o formaba parte de una tripulación superespecializada.
De nuevo a solas, Erika Simon intentó concentrarse en la tarea de aprenderse de memoria cada detalle de la poco edificante vida de una golfilla llamada Greta Köhler, sin querer detenerse a meditar en que muy pronto estaría muerta, ni mucho menos aún en la evidencia de que sería aquélla una de tantas muertes inútiles, puesto que la misión que se le estaba encomendando resultaba poco menos que imposible.
Le agobiaba la responsabilidad que estaban depositando sobre sus espaldas, y más aún le agobiaba comprender que era ella quien había insistido en que fuera así aún a sabiendas de que no estaba preparada para hacer frente a semejante tarea.
Siempre había imaginado que los espías eran gente muy especial que debían llevar años preparándose para llevar a cabo su difícil trabajo con absoluta eficiencia, y de improviso descubría en carne propia que en el fondo no se trataba más que una de las tantas chapuzas que se realizaban a diario.
¡Odiaba las chapuzas!
Metódica y detallista hasta casi la exasperación, Erika Simon había heredado de su padre, último eslabón de una larga estirpe de banqueros judíos, una desorbitada afición por las cosas bien hechas, los trabajos perfectamente rematados y los planes seguidos paso a paso con germánica puntualidad y precisión.
Y he aquí que cuando al fin se enfrentaba a un problema de cuya solución dependía mucho más que su propia vida, tenía que encararlo confiando más en el azar y la intuición que en el estudio y el razonamiento objetivos.
¿En qué podrían diferenciarse un oficial de submarino con otro oficial de submarino por muy sofisticado que este último fuese?
¿Acaso llevaban el nombre de su nave en la gorra como los tripulantes de los barcos mercantes?
¿Confiaba el Capitán Akab en que se fueran de la lengua haciendo alarde de su «especialización» mientras retozaban desnudos sobre una cama?
¡Diantres!
«Los borrachos y los niños suelen decir la verdad», rezaba el dicho, y como estaba claro que no iba a Fuerteventura a acostarse con niños, tendría que irse a la cama con más de un borracho si es que pretendía sonsacarles alguna información sobre la auténtica naturaleza de su nave.
Tres de los hombres con los que se vio obligada a mantener relaciones durante su interminable fin de semana en Londres habían bebido más de la cuenta, uno de ellos se quedó dormido sin llegar tan siquiera a tocarla, pero al recordar lo degradante de la amarga experiencia con los dos restantes, se planteó por enésima vez si se sentía capaz de llevar a feliz término su desagradable misión.
El hedor de aquellos cuerpos sudorosos y la pestilencia de un aliento que se clavaba en el cerebro como una aguja al rojo vivo le perseguía día y noche por más que se bañara restregándose con una esponja, y el solo hecho de imaginar que tendría que volver a pasar por lo mismo infinidad de veces le revolvía el estómago y la mantenía durante horas con los ojos clavados en el techo.
Jamás se había planteado anteriormente qué podía experimentar una mujer en el momento de tener que entregarse a un hombre que le repugnara, ya que ésa era una cuestión que hasta la semana anterior no tenía por qué estar en la mente de una muchacha joven y bonita para quien el sexo y el amor constituían aún una hermosa ilusión limpia y sin sombras.
Ahora, sin embargo, lo sabía, y el hecho de saberlo le obliga a reflexionar sobre cuántos millones de mujeres se verían obligadas a pasar a diario por idéntico calvario.
No hacía falta ser puta.
Bastaba con tener que compartir la cama cada noche con alguien a quien no se desease, y eso por desgracia solía ocurrir con demasiada frecuencia.
A menudo se sorprendía a sí misma pensando en su madre.
Pocas ocasiones habían tenido para hablar de un tema que ambas parecían empecinadas en soslayar hasta que se aproximara en verdad el día de su boda.
Entre los suyos quedaba sobreentendido que su destino era casarse con el hombre que le había sido designado y limitarse a traer al mundo niños sanos, fuertes e inteligentes que el día de mañana fueran capaces de preservar la vieja estirpe de quienes ya habían financiado las aventuras guerreras del emperador Carlos.
El sexo era otra cosa.
El sexo era algo que los hombres practicaban fuera de casa y a lo que una buena esposa no tenía por qué hacer mención salvo en muy contadas ocasiones.
Así se había actuado desde muy antiguo en su familia, y así la habían educado.
Y ahora era puta.
O al menos tenía que aprender a comportarse como una auténtica puta.
¿Acaso era mucho peor que malvivir, hambrientos y hacinados, en los barracones del frío campo de concentración de la frontera polaca en el que probablemente habían sido internados sus padres?
Trató de imaginarse a su madre, tan distinguida y severa compartiendo una sucia letrina con cientos de desgraciados, o a su antaño todopoderoso padre, que jamás aceptaba conceder dos entrevistas en la misma semana, haciendo cola con el fin de recibir un chusco de pan duro.
Si el mundo había comenzado a girar en dirección contraria, ¿qué tenía de extraño que ella se viera obligada a convertirse en prostituta?
Incluso el papel de lesbiana se le antojaba aceptable si con ello contribuía a mitigar los sufrimientos de los suyos.
No cabía preguntarse si su sacrificio contribuiría de una forma esencial a acortar la guerra, o a devolverle definitivamente a los nazis al infierno del que al parecer habían salido. No aspiraba a tanto. Su única aspiración era el hecho de aportar un simple grano de arena, y saber, sobre todo, que no se cruzaba de brazos cuando su patria la llamaba.
¡Su patria! Poco tenía en común el hermoso país en el que había nacido con aquella horda de fanáticos que ahora se dedicaban a invadir naciones antaño amigas y a asesinar o encarcelar su propia gente con la simple disculpa de que profesaban un credo diferente.
Nada tenía en común, y por lo tanto no debía experimentar remordimientos a la hora de traicionar a quien previamente había traicionado a millones de seres inocentes.
No obstante, y pese a la firmeza de sus convicciones, le hubiera gustado disponer de un solo minuto con el fin de entrar en el enorme despacho de su padre, plantarse frente a él y preguntarle si realmente estaba haciendo lo correcto.